Portada: ¡Paren las máquinas! Michael Innes
Portadilla: ¡Paren las máquinas! Michael Innes

 

Edición en formato digital: junio de 2017

 

Título original: Stop Press

En cubierta: Image courtesy of the Advertising Archives

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Michael Innes Literary Management Ltd., 1939

© De la traducción, Miguel Ros González

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17151-09-6

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

 

 

PRIMERA PARTE
La Residencia Rust

 

SEGUNDA PARTE
Asesinato a medianoche

 

TERCERA PARTE
Abadía Shoon

 

CUARTA PARTE
Una muerte en el desierto

 

 

Epílogo

Prólogo

La carrera de la Araña empezó como la de un criminal tradicional. Como la de un criminal casi tradicional, mejor dicho, pues podría alegarse que, desde el primer momento, la magnitud de sus operaciones lo sacó un poco de la rutina. Apenas hacía trabajos manuales en persona, y nunca se le veía merodear por los antros que solían frecuentar los de su calaña: tabernas, cuevas de ladrones y casas de empeños sombrías. Vivía, como viviría un rentista de moral intachable cualquiera, en una casa rural bastante grande, y tenía a su servicio un mayordomo, dos criados y un secretario, si bien es cierto que este último estaba ciego, rasgo insólito y un tanto siniestro para tratarse de un secretario: el golpeteo de su bastón mientras cumplía los encargos confidenciales de su jefe era uno de los elementos más impactantes de la decoración de la Araña. Los criados, sin embargo, eran del todo normales, e ignoraban por completo la auténtica profesión de su señor. Desde una biblioteca repleta de libros antiguos, la Araña controlaba una organización perversa, de una complejidad extraordinaria. De ahí, en teoría, que lo llamasen la Araña. Citaba con orgullo al poeta Pope, cuya enmarañada bibliografía dominaba en profundidad, y con un tono que helaba la sangre recordaba a los tenientes rebeldes que su mano, infinitamente sutil, sentía todos los hilos y estaba al tanto de todo. Tenía un transmisor inalámbrico personal escondido en un mueble bar.

A mitad de su carrera, más o menos, la Araña experimentó un cambio de carácter. Si hasta entonces había sido metódico y casi escrupulosamente diabólico, comenzó a hacer gala de una caballerosidad intermitente. En más de una ocasión, se supo que había liberado a una joven hermosa de las garras de un cómplice brutal para entregarla, indemne, a un oponente —oponente que, a pesar de ser un cabeza hueca, tenía una actitud cortés, y era demasiado caballeroso como para solicitar la vulgar ayuda de la policía para enfrentarse a la organización de la Araña—. También por esa época la Araña desarrolló una filosofía de la propiedad. Se comparaba ora con Robin Hood, ora con los reyes del petróleo y del acero estadounidenses. Robaba a los ricos para entregárselo a personas y causas que un auténtico hombre sabio y bondadoso habría apoyado. Así pasaron varios años.

Luego se produjo un cambio ulterior, al parecer consecuencia de un período confuso de guerra entre bandas, en el que la Araña adquirió una ametralladora y un carro armado. Resultaron ser inversiones infructuosas —Inglaterra era demasiado pequeña para ellas—, y por un tiempo pareció que la Araña había perdido el rumbo. Ese jaque aceleró la crisis y, aunque no existen crónicas, sin duda el conflicto fue intenso. La Araña reapareció con unos principios morales del todo ortodoxos: su pasión por perpetrar el crimen se convirtió en pasión por descubrirlo; de su antiguo estilo de vida solo quedaba el ventajoso conocimiento de los entresijos de la mente de sus nuevas presas. Ahora los ricos acudían sin ningún temor a él, que resolvía sus confusiones más estrambóticas de manera infalible. Quienes no lo conocían desde hacía mucho se preguntaban a cuento de qué lo llamaban la Araña, y un par de personas que habían leído a Swift pensaron que más valdría haberlo apodado la Abeja: ahora estaba del lado de la dulzura y la luz sin fisuras.

Empezó a criar abejas, se versó en el arte de la música y se convirtió en un clarinetista consumado; además, se produjeron otros cambios en su vida doméstica: su casa, aunque seguía estando en el campo, era más pequeña. Los libros estaban aún más a la vista, y a Pope se habían sumado Shakespeare, Wordsworth, san Juan de la Cruz, Hegel, Emerson y Donne. La Araña era ahora extraordinariamente culto; a veces era culto por encima de todo. El transmisor inalámbrico había desaparecido. La Araña lo sustituyó por un amigo del alma, un ingeniero retirado que lo acompañaba por doquier y anotaba cuanto decía, sin la inconveniencia de tener que comprender un ápice del porqué lo estaba diciendo. Sin embargo, aunque no era inteligente, el ingeniero también era culto. No había pista lo bastante fresca para impedir que él y la Araña hicieran un parón y compartiesen unos versos. La poesía en sí era exquisita, y servía para dar un toque de distinción a la Araña en una profesión que se estaba masificando peligrosamente.

 

El señor Richard Eliot, creador de la Araña, no lo había hecho a propósito. Al menos no hasta el punto en que acabó haciéndolo. La primera historia de la Araña, explicaba con ese tono erudito y alusivo cada vez más propio de él, llegó al mundo con la misma excusa que el bebé de El guardiamarina Easy: era muy pequeñita. Y, por curioso que parezca, era fruto de una exigencia innecesaria.

Unos veinte años antes del comienzo de esta crónica, el señor Eliot heredó una casa rural bastante grande, y allí vivía como viviría un rentista de moral intachable cualquiera, supervisando operaciones agrícolas poco rentables, con actitud amateur pero competente. En ocasiones se pasaba por la ciudad para ir a la ópera, las exposiciones de la Royal Academy, las reuniones con su corredor de bolsa y al partido de críquet entre Eton y Harrow. Y fue el partido de 1919 lo que resultó crucial en su historia.

El encuentro se celebró tres días después de que naciese el segundo hijo del señor Eliot, que por primera vez entraba a su club de St. James como padre de un niño. Allí encontró a varios de sus coetáneos, que ya eran padres de alumnos de Eton y de Harrow —pues el señor Eliot se había casado un poco tarde—, y tuvo claro de inmediato que Timothy debía ir a Eton. La decisión era, como ya se ha apuntado, de una exigencia innecesaria, pues un caballero también puede educarse en colegios menos caros. No obstante, cualquier inglés comprenderá el proceso mental del señor Eliot.

Así las cosas, el señor Eliot inscribió al pequeño Timothy en Eton y volvió a casa para calcular el coste, que prometía ser considerable. Además, cabía la posibilidad de tener más hijos, y no le parecía justo mandar a Timothy a Eton y a sus hermanos más pequeños a peores colegios. Fue entonces cuando el señor Eliot recordó que tenía dotes de hombre de letras. Años atrás, durante su breve servicio en el Ejército indio, publicó un par de textos en una revista del regimiento. A sus amigos les gustaron, y lo animaron a enviar un relato breve, repleto de coloridas escenas locales y de las reacciones idóneas ante los peligros físicos, a un editor de Londres. La historia se publicó; otras la sucedieron, y por un tiempo el nombre del señor Eliot solía aparecer en esas revistas sin absolutamente ninguna ilustración que yacen en los clubes, para diversión de los ancianos. Sin embargo, cuando se retiró a la campiña inglesa abandonó esa costumbre de la escritura. Ya no estaba en contacto con los tigres y faquires sobre los que escribía, y descubrió que recordaba sorprendentemente poco de ellos. Además, se estaba volviendo demasiado intelectual como para disfrutar con la escritura; sentía debilidad por Shakespeare, Wordsworth y otros autores sobre los que hay muy poco más que añadir. Se convirtió en toda una autoridad sobre su poeta favorito, Pope, y a veces osaba preguntarse si habría material para una monografía, humildemente erudita, titulada «El uso de los términos naturaleza, razón y sentido común en Pope: un estudio sobre la denotación y la connotación». Durante años, sobre el escritorio del señor Eliot yacieron varias hojas con apuntes en sucio para este opúsculo y una página con el título escrito con una caligrafía esmerada.

Que el señor Eliot, en esas circunstancias y con esas inclinaciones, inventase a la Araña para pagar la educación de su hijo es algo que probablemente incluso él mismo acabaría viendo con una buena dosis de perplejidad. Se debió, en parte, a ese cambio de mentalidad realista que lo convirtió en un caballero rural medianamente capacitado. Se necesitaba cierta cantidad de dinero y la literatura podía ofrecérsela, con lo que el señor Eliot se sentó a leer Autobiografía, de Anthony Trollope, ese manual de economía del escritor. Luego reflexionó sobre el número de personas que leían revistas viejas en clubes tranquilos y lo comparó con el número de personas que tienen que leer lo que se lee con facilidad en metros y autobuses ruidosos. De dichas reflexiones nació la Araña.

Sin embargo, eso no era todo. Si la Araña hubiese sido un mero recurso económico, el señor Eliot, que no era una persona venal, jamás lo habría invocado desde la noche de su pasado. La verdad es que el señor Eliot sumó a su realismo una imaginación febril, y a su cultura literaria madura, pero bastante inútil, un gusto juvenil por las aventuras románticas imaginarias. Al concebir las andanzas harto improbables de la Araña, estaba tejiendo su propia alfombra mágica. Al principio, nadie disfrutaba de esas aventuras tanto como su inventor. Su imaginación era como una cámara frigorífica, de donde sus fantasías infantiles salían con una frescura convincente; y fue esa cualidad, no cabe duda, lo que granjeó a las historias un éxito instantáneo y casi bochornoso. Al principio, la erudición del señor Eliot tampoco fue una desventaja; antes bien, le ofrecía un control crítico muy útil sobre la alfombra mágica, de suerte que sus artilugios volaban más rectos y fluidos que la mayoría. Y le ofreció desde el primer momento una buena dosis de habilidad. Había reflexionado sobre Los viajes de Gulliver y sabía que la mejor manera de colar un episodio improbable era enfrentarlo a otra improbabilidad. Sabía que la literatura se divide de manera natural en «géneros», que el escritor mezcla por su cuenta y riesgo. Las primeras historias de la Araña se circunscribían a las de su «género».

Y tuvieron mucho éxito. El momento fatídico llegó cuando el señor Eliot debió haber parado, pero no lo hizo. Luego no hubo marcha atrás. Una finca colindante salió a la venta y la compró. Se comía el dinero, al igual que varios familiares indigentes, entre ellos un par de primos de mala fama a los que las buenas noticias trajeron en un santiamén desde las colonias. Muy pronto, las continuas andanzas de la Araña acabaron sustentando a una veintena de vidas de lo más remotas. Había una anciana que escenificaba y un joven que hacía las películas; un agente estadounidense que se las había apañado para casarse con la sobrina del señor Eliot; un puñado de trabajadores de las editoriales que publicaban al señor Eliot y dirigían el Spider Club, absurdo y exitoso hasta la irritación; había un judío gracioso que se hacía llamar Helmuth Nosequé y hacía traducciones al alemán, y también el mismo judío haciéndose llamar André Nosecuánto y traduciendo al francés. Durante un tiempo incluso hubo dos mujeres jóvenes de Chelsea que propusieron dibujar a la Araña, junto a Sherlock Holmes y otros conocidos personajes por el estilo, en las vajillas de diseño para los hogares modernos; pero el señor Eliot se rebeló y, volviendo a comprar esos «derechos» concretos por una cantidad desorbitada, cortó de raíz esa industria en ciernes.

Luego, durante años, la Araña siguió contribuyendo a la alegría de las naciones1. Pero el señor Eliot, al que habían educado para pensar que la vida debía ser seria además de jovial y sobria además de fantástica, estaba cada vez más incómodo con la creciente demanda de energía que la Araña le exigía. Pasaba meses y meses viéndose obligado a sumergirse por completo entre situaciones descabelladas y absurdidades de tal calibre que un hombre equilibrado solo las toleraría en alguna que otra tarde de manta y chimenea. Aquello era como pasar varios días seguidos en un cine, o vivir a través de una sucesión ininterrumpida de obras de teatro. Y cada vez que proponía salir o despertarse, sabía que la anciana que escenificaba sus libros y el resto de criados que la Araña había reunido a su alrededor temían por su pan; o al menos por su postre. Al señor Eliot, con un corazón de oro, le gustaba pensar que así había postre para todos, y en cierto sentido lo ayudaba a sobrellevar la decepción de Timothy. Porque al final Timothy no había ido a Eton. Su precoz interés por la teoría educativa, acompañado de una fuerza de voluntad igual de precoz, lo habían llevado a una modesta escuela mixta que su padre se podría haber permitido sin escribir ni una sola palabra. Así las cosas, el señor Eliot tenía que contentarse con la idea de que sus actividades ofrecían una prosperidad inesperada a una serie de personas que podían merecérselo o no. Sin embargo, se conoce que acabó sintiéndose harto incómodo con su creación.

El carácter profundamente cambiante de la Araña estaba motivado, qué duda cabe, por dicha incomodidad. Llegaba un momento en que el señor Eliot ya no podía contemplar a la Araña tal y como era, y por ende debía producirse un cambio. Cada uno de esos cambios, que sumían a los editores del señor Eliot en una profunda agonía, siempre tenían, por una curiosa fatalidad, un éxito abrumador. Los amables reseñistas hablaban de una complejidad revelada de manera progresiva, del sutil proceso de madurez de la Araña, y cuando por fin acabó de pasarse al bando de la ley y del orden, su conversión mereció los comentarios aprobatorios de más de un púlpito distinguido. Por un tiempo, mientras la intrépida Araña perseguía a los malhechores por todo el mundo, el propio señor Eliot tuvo la sensación ilusoria de ser el secuaz de una especie de policía cósmica.

Los novelistas suelen dejar constancia de la forma casi sorprendente en que su vida cotidiana acaba influyendo en sus creaciones. Se dice que los personajes de la imaginación de un escritor se apiñan a su alrededor, y en ocasiones incluso imponen su personalidad ficticia a la personalidad real de su creador. Así las cosas, cabría suponer que cuando un escritor escoge como compañero de vida y experiencias a un solo personaje, protagonista de una serie de aventuras que solo pueden concluir con su muerte, el escritor podría quedar atrapado por esa única creación dominadora de manera extraordinaria. Quizá eso fue lo que le ocurrió al señor Eliot. Lo que está claro es que, en la fase final de la Araña, este y el señor Eliot se mezclaron un poquito. Se publicó una novela desconcertante en que la costumbre de la Araña de escribir historias sobre tigres y faquires —desconocida hasta la fecha para sus admiradores— le salía muy rentable. Y en las chanzas entre la Araña y su amigo ingeniero no solo hubo un aumento de alusiones literarias, sino de elementos realistas y nada románticos sobre los conflictos de los terratenientes ingleses y el estado de la sociedad rural del país. Ante esta arriesgada tendencia, más de una parte implicada contrató costosas y complejas pólizas de seguro.

De hecho, el señor Eliot y sus intereses parecían adentrarse cada vez más en el mundo de la Araña. ¿Estaba la Araña, especulaban los curiosos, adentrándose a su vez en el mundo del señor Eliot? Nadie sabía la opinión del susodicho. Lo más probable es que no le afectase nada, pues cabe señalar que ninguno de sus conocidos lo tenía por un hombre desequilibrado y nervioso. Sin embargo, al observar que ya no aparecía por la Royal Academy y ni siquiera acudía al partido entre Eton y Harrow, sus conocidos sospecharon que no debía de estar del todo bien; algunos llegaron a pensar que había desarrollado por la tediosa Araña algo que debía parecerse bastante al odio compulsivo moderado.

Así estaban las cosas cuando todo sucedió.

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Referencia alterada a una frase de Samuel Johnson, escrita en homenaje tras la muerte de su amigo David Garrick. (Todas las notas son del traductor.)

PRIMERA PARTE
La Residencia Rust