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Primera edición digital: julio 2017
Imagen de la cubierta: Joe Roberts
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: Alexandra Jiménez

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Francisco José Otero Moreno
© 2017 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-67-6

Francisco José Otero Moreno

Las desventuras de Martín Prigman

A mi padre, que no pudo leerlo,
pero al que le hubiera gustado hacerlo…

Todo lo que se puede leer a continuación
es pura literatura,
es decir, está hecho de mentiras
para hablar de verdades.
Los personajes también son literarios,
una raza híbrida,
nacidos de la cópula de mucha imaginación
y muy poca realidad.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Primera parte. La historia de la historia
  5. Segunda parte. La historia
  6. Tercera parte. El estudio
  7. Mecenas
  8. Contraportada

Primera parte

La historia de la historia

Prólogo

 

Hay libros que no necesitan justificarse. Los de esa clase exhiben sus virtudes literarias de tal modo que cualquiera puede admitir que merecen ser publicados. En tapa dura, por supuesto. Y que su título y el nombre del autor deben ser cuidadosamente estampados, de forma que sea sencillo leerlos en los poblados estantes de las vacías bibliotecas.

Hay, también, libros como este. Sus valores no son estrictamente literarios, sino que ilustran una época, nos trasladan a un contexto diferente, nos dan una idea de las ideas de otros lugares u otros tiempos, nos hablan de gentes que no somos nosotros. Estos libros piden una explicación. Se los reconoce porque están plagados de notas al pie de página. Esa es mi excusa, mi única excusa, para colarme de rondón en este relato y contarles parte de mi vida, aquella que está unida a Martín Prigman. Porque me siento en cierta manera responsable de que este nonato vea al final la luz, después de más de medio siglo de dormitar, quizá justamente, en un desván de esta Ciudad de México desde la que escribo, de este Distrito Federal que ha terminado siendo condescendiente con un relato extraño que posteriormente trataré de descifrar.

Vine al D.F. hace unos tres años. Había terminado la licenciatura de Antropología Social, una vocación tardía, ya ven. Tuve la oportunidad de completar mis estudios, de hacer el doctorado, en el Museo Nacional de Antropología, uno de los lugares con más pedigrí en esta disciplina. Disfruté de un año de una generosa beca concedida por la Agencia Española de Cooperación Internacional, la AECI, no me pregunten por qué. Mi objetivo era repensar las relaciones que se establecían en el juego de pelota maya, desde las políticas a las religiosas, pasando por las económicas y las sociales. Fracasé.

Aquel año terminó para mí con muchas más incógnitas que respuestas. El tema resultó demasiado extenso; la documentación no muy vasta pero sí muy compleja; y el trabajo de campo casi una quimera dadas las circunstancias.

Estaban, luego, la ciudad y el país, que me fascinaron desde que puse los pies en tierra. México fue un destino tan alejado de como cercano a sus tópicos, un imán para cualquiera con un poco de sensibilidad. No voy a tratar de describirlo. Es esa una tarea para la que no me siento dotado y está muy alejada de las pretensiones de este prólogo.

Había, por último, una mexicana. Pero eso sí pertenece por completo al ámbito de lo privado.

El caso es que cuando terminó el año y no me renovaron la beca, decidí quedarme en México para ir respondiendo a algunas de las muchas preguntas que habían quedado sin respuesta. En el museo toleraban mi presencia con un aire de fatalidad digno del más digno de los mexicanos. El problema por entonces era el dinero. Encontré un par de clases y escribía algunos artículos en revistas de poca monta, pero eso no me daba para el alquiler y mucho menos para el tequila. Les aseguro que el D.F. es mucho más triste sin tequila. No tuve, por lo tanto, ninguna duda en aceptar el encargo de Luis Montoya, amigo de mi amigo Jacobo. El trabajo tenía fecha de caducidad: cuatro meses. El sueldo no estaba mal, aunque no me permitía las alegrías que me proporcionaba la beca.

Luis Montoya era el gerente de la editorial España, que había nacido en los 40 de la mano de un exiliado de la Guerra Civil. No fue hasta los 80 cuando los propietarios urdieron las relaciones adecuadas en el PRI, lo que les permitió editar muchos de los libros de texto mexicanos, los únicos con compradores garantizados. Y muchos en el caso de México. De esa forma, la editorial España creció hasta convertirse en una de las más importantes de América. Un día, Montoya descubrió en la sede original, un edificio de dos plantas en Coyoacán que mantenían por mero romanticismo, un cuarto repleto de viejos papeles. No quería deshacerse de ellos sin echarles antes un vistazo, pero cuando se puso manos a la obra se dio cuenta de que aquello iba a llevarle más tiempo del que disponía. Habló con Jacobo para que le hiciera el favor, pero este se lo quitó de en medio poniéndole en contacto conmigo.

Entré en el cuarto por primera vez en abril de 2009. En cuanto me dejaron solo me fumé un cigarrillo, saboreando por anticipado el placer de hurgar en viejos papeles que olían a polvo, a tinta reseca, a vidas perdidas. La tarea no era sencilla. Con el paso del tiempo el sistema de archivo, si es que alguna vez lo hubo, había desaparecido. Hallé cajas que escondían carpetas con etiquetas en las guardas, pero lo más habitual era encontrarme con cajas llenas de hojas y papeles sueltos.

Una vez transcurrida la primera semana, echándole de cinco a seis horas al día cuando salía del museo, pude establecer una especia de tipología, a la que me aferré como tabla de salvación. Distribuí lo que iba encontrando del siguiente modo:

1. Correspondencia con:

a. Autores.

b. Proveedores.

c. Clientes.

2. Libros de cuentas.

3. Documentación administrativa.

4. Originales:

a. De ficción.

b. De no ficción.

 

Conseguí cuatro estanterías que correspondían a cada uno de los apartados. Al mes supe que para el tercero necesitaría una nueva, pues el gobierno mexicano y el municipal parecían capaces de convertir cualquier petición o trámite en un problema gigantesco, un generador de papel membretado que a mí me pareció sin ningún interés.

Los libros y la correspondencia arrojaron hallazgos inesperados, nombres reconocibles por todos. Preparo un trabajo sobre ello que espero que cuente con el favor de ustedes.

Originales no había demasiados y yo no sabía si habían sido publicados. Me hice con un catálogo y convine con Montoya en ir tirando los que lo hubieran sido si el autor no era famoso. La verdad es que la gran mayoría de los originales con los que me topé eran inéditos. Con acierto o no, habían sido guardados allí aquellos que no interesaban pero que, por uno u otro motivo, no se habían decidido a devolver a sus autores o a mandarlos al cubo de la basura.

A los dos meses, tropecé con una caja en la que se podía leer «Zenit», así, con zeta y sin tilde. Sabía que aquel nombre correspondía a una de las más importantes editoriales de aquello que se llamó «literatura de avanzada», con un claro matiz comunista en este caso, así que me picó la curiosidad lo suficiente como para dejar cualquier otra cosa y dedicarme en exclusiva, durante una semana, a aquella caja.

Tras la Guerra Civil, algunos de los integrantes de Cenit, con ce, habían conseguido huir, llevándose con ellos parte del fondo editorial. En México trataron de reflotar el buque insignia del editorialismo revolucionario, pero no lo consiguieron. Aun así, durante los tres años que duró su aventura americana, consiguieron publicar varios títulos. Recibieron, además, algunos originales, que cuando Zenit o Cenit, siempre sin tilde, echó el cierre definitivo acabaron en manos de Eusebio Cedeña, uno de aquellos soñadores que quisieron hacer revivir Zenit. Cedeña murió en 1949 y su hija vendió varios años después a la editorial España aquella caja por 300 pesos. Si el precio fue justo, es cuestión de perspectiva.

Según parece, España compró los restos del naufragio de Cenit para ponerlos a resguardo en un desván, pues no tengo noticias de que sirvieran para nada más.

La caja contenía cartas, un proyecto financiero diseñado por la lechera del cuento y siete originales. Cinco de ellos eran novelas sociales al uso. Al uso de antes de la Guerra Civil, se entiende: personajes esquemáticos que representan a sus clases o a tipos de las mismas, poniendo en evidencia la injusticia que gobierna el mundo. Los nombres de sus autores me resultaron desconocidos por completo. Las obras, todas ellas cortas, me aburrieron enormemente.

El sexto texto era un panfleto, largo y confuso, que tan pronto llamaba a la reconciliación nacional como a la quema de iglesias. Estaba escrito con pasión e incoherencia por un tal José Moreno, el mismo que firmaba el último de los originales, con poco más de un centenar de páginas mecanografiadas. Se habían mantenido milagrosamente juntas gracias a una goma verde y no tenían portada ni título alguno. Su lectura me dejó confundido, pues no supe si se trataba de una obra de ficción o de una biografía de un tal Martín Prigman. Hablé con Montoya del texto y este me emplazó para cuando hubiera terminado el inventario, cosa que hice en tiempo y forma, mientras picoteaba por aquí y por allá de la historia que había despertado mi curiosidad.

Entonces podría haber terminado mi relación con la editorial España si no fuera por mi insistencia. Llamé varias veces a Montoya con el cuento del texto de Moreno. Por un lado, me intrigaba lo suficiente como para dedicarle parte de mi tiempo; por el otro, si convencía a Montoya de que era interesante y que merecía un estudio, podría prolongar mi vinculación económica, que falta me hacía.

Tanto insistí que Montoya incluso me ofreció regalarme el original, cosa a la que me negué, pues no se me ocurría qué podía hacer yo con él. Probablemente harto de mis requerimientos, accedió finalmente a contratarme otros tres meses para que le preparara una edición del texto, pero sin comprometerse a editarlo.

No fueron tres meses, sino ocho los que me llevó la investigación que ahora tienen en sus manos. Montoya, finalmente, no quiso publicarlo y he de agradecerle su generosidad, pues acabó por regalarme el texto, con lo que pude buscar por mi cuenta otra editorial. Me costó encontrarla, pero aquí tienen las muchas desventuras y algunas aventuras de Martín Prigman.

He decidido colocar al final del texto el estudio en el que se aclaran algunas de las incógnitas que plantea José Moreno con su narración. No es una cuestión baladí. Lo he hecho así para que el lector que lo desee no se enfangue demasiado con búsquedas y lea el texto como una novela. Permítame recomendarle que se salte las notas al pie. Si no es ese su caso, lea las páginas que siguen como lo que son, un acertijo, una mezcla de realidad y leyenda, una invención para justificarse y justificar a un amigo.

No he conseguido aclarar todas las zonas oscuras del texto. Muchas quedan a la espera de alguien más brillante, con más suerte o más tesón. La aventura de destejer la madeja de Moreno ha valido la pena para mí. Espero que también ustedes disfruten con la historia y con todo lo que oculta.

Francisco Otero
México D.F.

Segunda parte

La historia

I. Del nacimiento de Martín y de la muerte de su madre

 

Mala tarde la que parieron a Martín Prigman. Mala para la madre, que sólo Dios sabe cómo gritaba; y mala, a juzgar por el llanto del recién parido, hubo de ser para el crío. Qué es lo que hacía María Prigman[1] aquella sofocante tarde de agosto en Madrid, y pariendo, es algo que no se conoce a ciencia cierta[2]. Rumores sí que corren: que si se enamoró de un capitán de artillería y vino persiguiéndolo —claro, que esta hipótesis abre más incógnitas de las que despeja, porque, vamos a ver, ¿qué hacía un capitán de artillería español en Alemania en 1904?—, que si en realidad no era alemana, sino de Vall de Uxó, en Castellón…

Pero dejemos a un lado los rumores, ya que uno de los objetivos de esta narración es desenmascarar todas las mentiras que sobre Martín Prigman se han contado, todas esas patrañas que corren de boca en boca y de oreja en oreja por España, y aun por el extranjero he oído referirlas.

Mala tarde, decíamos, la que parieron a Martín Prigman. Y mil veces la maldijo él en su no muy largo caminar por esta vida.

Hemos hablado, aunque sea de pasada, de la madre de Martín, pero echará en falta el lector —si es que sigue leyendo— alguna referencia al culpable de la mala tarde de la madre y el niño. Pues más la echó en falta Martín, ignorante de su filiación paterna hasta el final de sus días[3]. La madre no dijo nunca nada, bien porque no quería recordar, bien porque por mucho que hiciera memoria no conseguía encontrar quién pudiera ser.

Nació Martín en una covacha de la calle Segovia y muy pronto conoció la miseria. Los pechos de su madre, no muy abundantes, se negaron desde el primer momento a dar leche con regularidad. O por mejor decir, lo hacían con regularidad irregular: día sí, día no, tres días no, día sí… Por la falta de alimento se crio Martín endeble. Tanto es así que más de una vez pensó María que se volvía a quedar sola en este mundo. Pero no iba a ser tan fácil acabar con Martín, destinado a llevar el apellido Prigman por toda España. Lo cierto es que los escasos alimentos, lejos de hacer de Martín un niño enclenque y debilucho, lo hicieron, con los años, fuerte y alto, acostumbrado a superar dificultades y a contentarse con bien poco para comer.

María Prigman, como buena madre, sufría por la falta de condumio para su pequeño, y así, pasados los tres años desde el nacimiento de Martín, se dedicó a negocios más que dudosos, a juzgar por los comentarios despreciativos de los vecinos. El que más sufrió los agravios fue Martín, desdeñado por todos los niños, a los que se les prohibía jugar con el hijo de la alemana, tomando el adjetivo —o sustantivo, según se mire— un tono insultante, diciendo más de lo que se decía.

Hasta los cuatro años no tuvo Martín un amigo. A esa edad conoció a Alfonsito Lafuente, cuyo padre trabajaba en el Ministerio de Hacienda cuando gobernaban los liberales y arreglaba relojes cuando los que contaban con el favor de Alfonso XIII eran los conservadores. No se sabe si fue su trabajo en Hacienda o su impericia como relojero lo que enfrentó a Ernesto Lafuente, padre del niño Alfonsito, con el barrio, pero lo cierto es que esta enemistad llevó a Ernesto a permitir a Alfonsito los juegos con Martín. Corría entonces el año de 1909, año que iba a ser trágico para Barcelona, para Maura y para un tal Ferrer i Guardia[4]. También para Martín Prigman 1909 fue un año decisivo. María Prigman no era rica, como ya se ha visto, pero tampoco era tonta. Un día, después de dar de desayunar a Martín, se quedó mirándole, alzó mucho la cabeza y anunció:

—Martín, desde hoy, de diez a doce, vas a aprender a leer. Pero esto no debe saberlo nadie, tiene que ser un secreto entre tú y yo.

Y tras decir esto, se puso en pie y salió de la cocina. Volvió a los dos minutos con un grueso tomo negro cuyo título no decía nada al niño por entonces, Das Capital[5]. Martín fue aprendiendo a leer en alemán mientras aprendía a hablar en castellano, y en vez de saber que su madre le mimaba conoció desde muy temprana edad la lucha de clases. Por cierto, que en aquellos años aprendía a leer en inglés y a hablar en castellano un muchacho bonaerense, Jorge Luis Borges, con quien trabó conocimiento luego Martín en el castellano común.

Entre el aprendizaje de la lectura y los juegos con Alfonsito, dos años mayor que Martín, pasaba el tiempo, digamos que alegremente, por falta —o desconocimiento por mi parte— de otra palabra que defina esa ignorancia agradecida en la que viven los niños. Con la llegada del momento en que la humanidad cristiana celebra el nacimiento del Niño, del Dios o del Espíritu Santo, nació también para Martín una nueva vida, aunque para ello hubiera de morir la anterior. Y es el caso que María Prigman incubó una de esas enfermedades que no es de recibo mentar cuando se reúnen a tomar café o té —según la latitud— las respetables señoras que conforman el alma de esta nuestra sociedad.

El Día de Reyes de 1910 María Prigman quiso dejar de vivir. Llamó a su vera a Martín, lo miró con la pena que da saber el duro camino que espera a los que se quedan, le tomó la mano y le rodó por la mejilla una lágrima, quizás la primera de su vida.

—Martín —le susurró con una voz débil y angustiada—, una sola cosa quiero decirte: lleva siempre la cabeza alta y haz lo que debas hacer.

Y diciendo esto cayó en una semiinconsciencia que alarmó al pequeño Martín. Corrió este a casa del señor Lafuente, que acudió presto al socorro de María. Hubo de llamarse al cura, ya que para el médico era tarde, sin saber si la alemana lo hubiera aprobado. Recibió la extremaunción y fue enterrada al día siguiente en presencia de Martín, Ernesto Lafuente, su hijo y una vieja vestida de negro que nadie supo decir quién era.

Se planteó entonces la cuestión del futuro de Martín Prigman. El niño apenas podía hablar, ensimismado como estaba en los infantiles recuerdos y sin saber aún muy bien qué es lo que estaba sucediendo. En febrero formó gobierno Canalejas y don Ernesto Lafuente abandonó su labor como relojero y retornó a su muy querido Ministerio de Hacienda. Así las cosas, y viendo la amistad que unía a Alfonsito con Martín, decidió don Ernesto que el retoño de la alemana se quedara a vivir en su casa, al menos por una temporada.

II. De la vida que llevó Martín en casa del señor Lafuente

 

Don Ernesto Lafuente era viudo desde hacía seis años y medio, la edad que contaba Alfonsito. Vivía desde entonces con su hijo y una vieja criada a la que apenas pagaba. Era don Ernesto un hombre curioso y contradictorio. Desde muy joven se declaró ferviente liberal, sin dejar de ser por ello un apasionado católico, lo que tampoco es especialmente extraño. Lo que sí parece más raro es, por un lado, su afiliación a la regla masónica del Cuarto Sello del León[6], furibundos anticlericales, y, por el otro, su afición rayana en la enfermedad de coleccionar atuendos religiosos, católicos, islámicos, budistas, ortodoxos o lo que fueran. Reservaba una de las habitaciones de la casa para esta afición, quedando pasmado todo aquel que entrara en la misma sin previo aviso, lo que le ocurrió en su día a Martín.

La llegada del muchacho al domicilio familiar de los Lafuente supuso una pequeña reestructuración del hogar. La idea era que el niño Alfonsito y Martín pasaran a la habitación hasta entonces ocupada por Carmen, la criada, por ser esta mayor que la que disfrutaba Alfonsito. Carmen se negó a trasladarse a la habitación de Alfonsito Lafuente porque daba, pared con pared, a un horno panadero y el ruido la despertaba no llegadas aún las tres de la mañana, cosa que no ocurría al niño debido a su profundo sueño.

Así que don Ernesto, hombre cabal, decidió establecer una ronda de negociaciones en la que estuvo presente, y aun llegó a intervenir, Martín Prigman, y a la que muchas veces se refirió como modelo de negociación política. El salón fue el lugar elegido para la celebración de la reunión.

—Veamos —inició el turno don Ernesto con la introducción, análisis y exposición del problema—, el asunto que hemos de decidir es, ténganlo todos presente, de gran importancia. De él depende el futuro bienestar, no de uno, sino de todos los miembros de esta familia, pues la contrariedad de un miembro de la misma afecta al conjunto de igual forma que el correcto funcionamiento de los pulmones afecta…

La introducción de don Ernesto se prolongó bastante, como era el uso de la época[7], e incluyó citas y referencias de preclaros autores muertos ya hacía algún tiempo —un siglo lo menos—. El niño Alfonsito, poco diplomático, soltó algún que otro bostezo. Martín, por el contrario, escuchaba fascinado, aunque cierto es que apenas entendió nada, como por otra parte le ocurrió a Carmen.

—Dicho esto abrimos el turno de debate y concedo la palabra a Carmen para que exponga las razones por las que pretende, en legítima defensa de sus derechos, negarse a ocupar la habitación que hasta ese momento disfrutaba el vástago primogénito del dueño del inmueble.

Carmen se vio sorprendida después de la larga introducción y se quedó muda.

—Vamos, Carmen, diga usted lo que piensa.

—Yo, la verdad, señor Ernesto, ya sabe usted mis razones: que no puedo dormir con ese ruido del demonio.

—Bien. ¿Y qué pretende que hagamos con los críos?

—Si usted quisiera, podrían dormir en la habitación de los trajes…

—¡Jamás! —se enervó por única vez en la discusión don Ernesto—. Comprenda usted que el traslado de los hábitos podría resultar sumamente peligroso para su integridad.

—Pues usted dirá qué…

—Escuchemos ahora a los chicos —interrumpió el señor Lafuente.

Los susodichos, dada su escasa edad, hicieron caso omiso de la generosa invitación, así que don Ernesto se vio obligado a retomar la palabra.

—Examinemos los hechos. Tenemos, por un lado, el problema del tamaño de la habitación de Alfonsito, incapaz de albergar dos camas. Por el otro, su ligereza de sueño no le permite dormir en esa habitación, cediendo la suya. La habitación de los trajes, como usted la llama, está completamente descartada. Así las cosas, sólo encuentro una solución que satisfaga a todos, siempre que ni Martín ni usted tengan objeciones.

Y diciendo esto miró a Martín, quien inmediatamente respondió:

—A mí no me importa dormir con Carmen, señor Lafuente.

La respuesta del crío, que había adivinado las intenciones de don Ernesto, fue una de las primeras muestras conocidas de su probada capacidad intelectual, su intuición y su enorme flexibilidad para adaptarse a las circunstancias.

—Pues zanjamos la cuestión.

Y efectivamente, la cuestión quedó zanjada. A partir de ese momento Martín y la vieja criada compartieron cuarto. Por las noches, la presencia de Carmen en la cama de al lado tranquilizaba la imaginación del huérfano; y en las contadas veladas en las que no era capaz de conciliar el sueño, Carmen no tenía inconveniente en contarle algún cuento, aunque lo que más le gustaba a Martín era cuando la criada olvidaba la ficción y le refería las historias de su pueblo, en algún lugar de La Alcarria, especialmente las que tenían como protagonista a Pascual el gigante, hermano de Carmen, capaz de levantar con una sola mano a tres hombres, cogiéndolos del cinturón.

Resuelto el tema de las habitaciones, Martín Prigman fue feliz durante su corta estancia en la casa de Ernesto Lafuente. El niño Alfonsito y él pasaban sus ratos de ocio jugando en la calle, matando ratas, que parecían reproducirse a mayor velocidad que el hambre de los gatos y el creciente impulso hacia la crueldad y la diversión de los niños; y robando las hogazas que el panadero apilaba en la trastienda de su establecimiento. La vida transcurría plácida entre la academia de un tal profesor Morante[8], del que apenas guardó recuerdos Martín, y el sencillo discurrir pequeño-burgués del hogar de los Lafuente.

Pero el destino de Martín Prigman estaba marcado por la desgracia y contra él nada pueden los héroes, que, por otra parte, sólo son héroes gracias al destino, lo que nos llevaría a… Mejor volvamos a Martín, que es lo que le interesa al amable lector de estas páginas.

Martín fue siempre un niño asombroso, aunque quizá sería más correcto escribir aquí asombrante o algo por el estilo, porque mirado objetivamente no tenía el pequeño nada que pudiera calificarse como sobresaliente, si bien mirándolo subjetivamente —y el autor es consciente de la estúpida redundancia en la que cae—, causaba Martín asombro por la facilidad con la que todo lo entendía, incorporando cada nueva enseñanza a su estructurada visión del mundo. Con el tiempo perdió Martín esa visión, pero no su capacidad de asombrar, precisamente por no tenerla en una edad en la que todos se preciaban de poseerla. Así que Martín fue siempre a contrapelo. Y tal vez radicara ahí la grandeza de su espíritu, en la infrecuente sensibilidad para abstraerse de algún modo a los preceptos generales que gobiernan el pensamiento temporal y geográficamente.

Viene todo esto a cuento porque ante los ojos del huérfano infante se desarrollaban entonces movimientos históricos destinados a transformar radicalmente el mundo, aunque si Martín llegó a alguna conclusión a lo largo de su vida fue la de que el mundo no había variado sino en lo accesorio, manteniéndose invariable la injusta —tampoco de esto se mostraba muy seguro— jerarquía del poder. Y por poder entendía Martín muchas más cosas de las que es posible desarrollar aquí. Baste decir que ni la Física ni las Matemáticas escapaban al influjo del término.

Oficialmente no ocurría nada. Y de no haber pasado luego lo que pasó es casi seguro que nadie habría reparado en las huelgas, conspiraciones y febriles agitaciones que sacudían el espíritu con mucha más fuerza que las cargas de los representantes del orden siempre triunfante.

El señor Lafuente era mucho más sensible a los devaneos de su economía que a los de la historia[9]. Y en una de sus cotizaciones a la baja, decidió recortar gastos, considerándose a partir de ese momento a Martín como un lujo innecesario para el esparcimiento de su hijo. El problema del señor Lafuente era de tipo moral, ya que su honestidad no accedía a acomodarse a su situación financiera y se veía por ello obligado a encontrar un digno acomodo para Martín.

Un par de visitas a un par de inclusas le bastaron para convencerse de que no podía dejar a Martín en lugares como aquellos. Su búsqueda se encaminó entonces hacia sus amistades, pero por ser estas tan pocas y el ruego que les hacía tan extraño y de tanta responsabilidad, el señor Lafuente volvió a fracasar, más que nada por no desafiar a las leyes de la estadística.

A punto ya de arrojar la toalla, quiso la suerte que renovara don Ernesto cierta amistad íntima con una tal Lolita, una jerezana que debía compartir profesión con la madre de Martín. Esta Lolita era —además de puta— muy beata. Todas las mañanas escuchaba misa y confesaba los pecados de la noche anterior. A decir verdad, sólo los confesó los tres primeros meses de estancia en Madrid, pues don José, el cura confesor, advirtió pronto la monotonía de los mismos, lo que unido a cierta inflamación, le llevó a la decisión de imponer la penitencia sin escuchar los pecados hasta que estos no se renovaran. Pero como no era cuestión de entrar y salir del confesionario sin detenerse en él, don José y Lolita pasaban sus buenos diez o quince minutos charlando, llegando ambos a sentir, con el tiempo, una gran simpatía por el otro.

A petición de don Ernesto, requirió Lolita a don José para que buscara este una buena casa al pobre de Martín. El cura, hombre de gran corazón, se puso inmediatamente a la tarea, pero sus esfuerzos tuvieron la misma recompensa que los del señor Lafuente, es decir, ninguna. Decidió entonces, y tras una larga reflexión de más de cinco minutos, tomar, por una vez en su vida, una determinación heroica: quedarse él mismo con el mozalbete ese, cuyo apellido le hacía sospechar que las oscuras garras protestantes se habían cernido sobre sus ancestros.

III. De cómo Martín se fue a vivir con el cura don José

 

Vivía el cura don José en una casita de la calle Antón Martín, cerca de su parroquia en la iglesia de San Ginés, y no lejos de la calle Segovia, por lo que Martín pudo seguir viendo tanto a Alfonsito como a su padre. Don José era un segoviano alto, de más de metro ochenta, con el pelo cano y los ojos siempre propensos a cerrarse. Era de carácter alegre pero poco bullicioso. Gustaba del buen vino y de la mesa abundante y no tenía —al menos conocido— ni un solo enemigo.

El cambio de residencia no sorprendió en exceso a Martín, acostumbrado como estaba a mudar el lugar en el que se recostaba al caer la noche. Una tarde de noviembre[10] llegaron a la calle Antón Martín el señor Lafuente, un baúl y Martín Prigman. Los dos últimos se quedaron, tras tomar unas tazas de chocolate en casa de don José, no sin antes ser advertido el muchacho de su deber de comportarse correctamente y de agradecer al cura el mucho bien que le hacía.

Cuando se hubo ido don Ernesto Lafuente, Martín esperó, impaciente, lo que pudiera decirle don José, pero este parecía tan desconcertado como el crío, pues si había tomado la decisión de acogerlo en su casa fue por un acto de rebeldía interior y no por una reflexión consciente y madurada[11]. Así que don José no había preparado su vida futura con Martín ni siquiera en los aspectos materiales de la misma.

Cualquier observador —gracias a Dios estas cosas suelen ocurrir en soledad— hubiera notado lo cómico de la situación: Martín miraba a don José y el cura miraba a Martín, ambos callados y, lo que es peor, sin tener nada que decirse. Tras cinco minutos en esta pose de grupo escultórico, reaccionó don José y se llevó a Martín y a su baúl a una pequeña habitación que el bueno del cura tenía reservada para los invitados y que en los últimos años había sido ocupada en dos ocasiones por un primo suyo, comerciante de embutidos, y por un colega con periódicos problemas de inundaciones.

—Esta va a ser tu habitación. ¿Qué te parece?

Martín echó un vistazo a su alrededor. Lo que vio no era, ciertamente, muy agradable: unos siete metros cuadrados ocupados por una mesa, una silla, un armario y una cama. Más o menos a unos cuarenta centímetros por encima de la cabeza de Martín, una ventana permitía pasar los cálidos rayos del sol y, como pronto descubrió, el frío, la lluvia… La falta de uno de los cuatro cristales que componían la ventana contribuía considerablemente a este fenómeno. Por toda la alcoba se distribuían los desconchones, de modo que ninguna de las paredes pudiera quejarse por no tener los suyos propios. Estos desconchones fueron evolucionando con el tiempo, componiendo en la noche figuras que variaban según el estado de ánimo y la edad de Martín; lo que había sido un tren se transformaba en una radiante rubia y esta en un asesino y este en un cáliz y el cáliz en una paloma y…[12].

Doce años iba a pasar Martín Prigman en casa de don José. Pronto se dieron ambos cuenta de la profunda compatibilidad de sus caracteres. A los primeros días de desconcierto siguieron otros de armonía. El cura reconoció entonces cómo hasta ese momento había vivido alejado del mundo real. La paternidad no pecaminosa le llevó a sentirse mucho más responsable ante Dios y a acercarse de una forma casi mística —ciertamente no es esta la palabra, pues el bueno de don José era incapaz de extraviar el alma en el misterio— al Sumo Hacedor. Después de todo, y sin faltar al debido respeto, el señor cura y el señor Dios compartían ahora, aunque sólo fuera metafóricamente, la misma condición de padre casto. Continuar con tales divagaciones hubiera sonrojado a don José, ya que no ignoraba este el insondable abismo que separaba a las dos Marías.

Martín, por su parte, se sentía feliz bajo la tutela del cura. En su casa encontró comprensión y cariño. Es cierto que don José no era un hombre muy efusivo, pero en cada uno de sus gestos, en cada una de sus palabras, que pronto aprendió el muchacho a interpretar en su justo término, se traslucían un afecto y una ternura muy superior a esos feroces lengüetazos y arrumacos con que las madres, desconfiadas de su propio amor, obsequian a sus pequeños, que crecen tan ahítos de tales demostraciones que acaban por pensar o bien que el amor no merece la pena o bien que para su materialización efectiva es imprescindible hacer el ridículo durante la mayor parte del día.

Es por todo esto que se me antojan vulgares y sin sentido todas esas teorías que algún gacetillero sin nada mejor que hacer recogió no hace mucho en un artículo titulado «De la vigencia de Freud»[13]. Es hora de decirlo: el anhelo de justicia y la temprana percepción de su contrario no fueron en Martín fruto de una represión paterna, acrecentada por el conocimiento de la ilegitimidad biológica (y ética) de la figura de don José. Las malas lenguas de algunos no saben ya qué inventar, qué peros poner a una trayectoria vital sin tacha.

Retomemos de nuevo el hilo de nuestra historia. Habíamos dejado a Martín en su primer día en casa de don José. No tardó mucho el cura en elaborar un nuevo plan de vida, una vez que descubrió con sorpresa su absoluta falta de previsión. Evidentemente, él no podía descuidar sus preocupaciones eclesiásticas para ocuparse de Martín, así que lo primero fue buscar una señora que dedicase parte de su tiempo a Martín y parte a la casa. Mercedes fue la elegida por ser la primera en responder al anuncio. Nunca habló, ni bien ni mal, Martín de ella[14]. Tantos años juntos y ni una marca en su alma dejó esta convivencia. Y es que hay gente así, que pasa por la vida por pasar, como si fueran parte del escenario sobre el que otros destacan. Y, sin embargo, por estas Mercedes del mundo es a quienes Martín dedicó su vida, aun a sabiendas de que muy poco tenían en común.

La educación de Martín fue la segunda decisión que tomó el cura. Como es de suponer se decantó por la religiosa. Un colegio de agustinos tuvo el honor —aunque no todos estarían de acuerdo con esta afirmación— de acoger en sus aulas al no siempre bien recordado Martín Prigman.

Pronto descubrió don José la impactante capacidad de Martín para leer y entender el alemán[15] correctamente cuando aún no era capaz de descifrar con fluidez el enorme tesoro de las letras hispanas. El niño conservaba en su baúl, único legado de su madre, el voluminoso tomo negro que recuerda el lector. El cura no entendía una sola palabra de alemán y a pesar del nombre de Carlos Marx escrito en el lomo, que le causaba algún recelo, no se atrevió a despojar por su causa a Martín de uno de los pocos recuerdos de su progenitora, conocedor como era de la tendencia a la exageración de la curia romana, siempre dispuesta a defender con uñas y dientes sus privilegios, justamente ganados. De todas formas, don José decidió comprar a Martín otros libros que, a pesar de estar escritos en alemán, contribuyeran positivamente a la formación del crío.

Casi todas las tardes, tras salir de sus clases vespertinas, pasaba Martín por casa de don Ernesto para ver al niño Alfonsito. Si el tiempo era frío se quedaban ambos jugando en casa hasta que venía el cura a recogerlo. Pero cuando disfrutaban de verdad era cuando podían salir sin temor a congelarse —lo que ocurría más a menudo en otoño, primavera y verano que en invierno—. Alfonsito y Martín volvían a ser entonces el terror de los gatos y ratas del vecindario. Tan simpáticos animalitos fueron sustituidos con el correr del tiempo por otros no tan inocentes: las jóvenes madrileñas.

IV. Del colegio de Martín

 

Cualquiera que haya pasado los años de su niñez en un colegio de curas reconocerá en las experiencias de Martín las suyas propias. Podría, por tanto, saltarse con absoluta justicia estas páginas y recordar lo que él mismo vivió, cambiando el nombre y apellido. De esta forma se libraría el autor de una tarea que se le antoja pesada y sin gracia alguna. Pero la responsabilidad que asumió cuando en un arranque justiciero se decidió a contar al mundo la verdadera historia de Martín Prigman, le obliga, en verdad, a detenerse en este aspecto de su vida. Allá va, pues, la resumida relación de algunas de las cosas que le acaecieron a Martín en su peregrinar por las aulas del agustino colegio de San Marcos.

El primer dato que hay que tener en cuenta es la extraña situación de Martín. Por un lado contaba a su favor con el hecho de estar bajo la tutela de don José, amigo de casi todos los profesores del colegio. Por el otro, no dejaba de ser un huérfano de dudosa reputación, con apellido alemán, y criado, al menos por una temporada, por un reconocido anticlerical.

Al poco tiempo de ingresar en el colegio, la balanza se decantó en contra de Martín. En las clases de Religión, la asignatura más importante, hizo gala el infante de una tremenda estupefacción. No entendía nada y lo preguntaba todo. Las preguntas incomodaban a los profesores, que no podían concebir cómo un mocoso dudaba de la bondad o de la omnipotencia de Dios, valiéndose para ello de algunos pasajes de las Sagradas Escrituras. Tras sufrir cuatro o cinco coscorrones y haberse elevado hasta que sus pies dejaron de sentir el suelo de forma casi milagrosa, únicamente impulsado por la fuerza que ejercía un cura hacia arriba de sus patillas —con el riesgo cierto de haber caído si estas hubieran decidido desprenderse de su piel—, Martín Prigman aprendió a mantenerse callado y a responder solamente aquello que había oído de la boca de tan ilustres maestros. Pero no por ello dejó de interrogarse sobre la verdad y la lógica de lo escuchado. Antes al contrario, buscaba en las palabras de los curas errores que pudieran comprobarse empíricamente. Cada vez que aquello sucedía, es decir, cada vez que acusaban a Manolo Ortega de haber escondido el tabaco de don Marcelo o derramado la tinta de Joaquín Orgaz —máximo exponente de la repelencia infantil—, y le castigaban, Martín sonreía para sus adentros si el culpable no había sido Manolo, sino él. Y no habría tenido reparos en ofrecer sus conclusiones a la luz pública si no temiera el atroz sufrimiento que sus patillas, menos acostumbradas que las de Manolo a servir de soporte aéreo, pudieran infligirle.

Por lo demás, Martín demostró una envidiable capacidad para el aprendizaje. Su memoria no deslucía su inteligencia y no pasó nunca apuros en sus calificaciones académicas, a pesar de una tendencia a la inactividad que le atacaba especialmente cuando la materia tratada no era de su agrado. La Historia y la Literatura eran sus disciplinas preferidas, sobresaliendo en ellas incluso de Joaquín Orgaz, que no podía compensar con el estudio su falta de talento.

Martín fue un niño apreciado por sus compañeros, capitaneando por aclamación popular sus correrías al salir de clase. Y eso incluso teniendo en cuenta lo poco que ponía de su parte Martín, escasamente preocupado de la imagen que pudieran dar ante los demás y mucho más de comportarse dignamente ante él mismo. Esta faceta de su personalidad, clave para entender la dignidad vital de Martín, ha pasado desapercibida a casi todos sus biógrafos[16], pero es indudable su importancia. Me atrevería a decir que es el factor vertebrador de su personalidad, la clave de bóveda. Nunca se mostró dispuesto a sacrificar ninguna convicción a favor de una mayor consideración. Muy pocos de los que le conocieron podrán olvidar cómo contaba Martín cuando tuvo que salir en defensa del loco Bastida[17]. Era este un zapatero que había tenido su taller a pocos pasos del colegio. Había sido toda su vida un hombre sencillo, cuya única obsesión era la de tener un hijo que le sucediese y a quien dejar el taller, el oficio y el apellido. Como suele ser habitual en estos casos, no quiso la fortuna o la providencia que entre las muchas virtudes de su mujer se encontrara la fertilidad. Así que Bastida se pasaba el día rezando a un sinnúmero de santos de probada eficacia milagrosa y las noches fornicando con su mujer por poner algo de su parte.

En este punto se oscurece la historia, porque no he conseguido averiguar si hubo o no alguna intervención divina o, al menos, de tipo sobrenatural. El caso es que Marta Villaluenga, esposa de Bastida, parió, tras nueve meses de angustiosa gestación, un niño, que como el lector habrá adivinado, recibió el mismo nombre que su progenitor: Joaquín. La alegría del loco Bastida era indescriptible, por lo que no gasto fuerzas ni tinta en el intento y lo fío todo a la fecunda imaginación del que estas páginas lee.

A los seis días de haber nacido Joaquinito Bastida, quiso su padre celebrarlo por todo lo alto y no se le ocurrió otra cosa —haciendo gala de una gran originalidad— que la de invitar a todos cuantos conocía a unos chatos de vino en una taberna cercana. En tan alegre coyuntura, le sorprendieron los gritos de «¡Fuego!», que recorrían la calle de arriba abajo. Cuando quiso llegar a su casa todo estaba perdido: su hijo y su mujer habían muerto ya. El loco Bastida tardó poco en achacar tan luctuoso acontecimiento a un castigo divino, pues desde que supo que su mujer estaba preñada se había olvidado por completo de sus santos y la alcohólica celebración había sido la gota que colmó el vaso.

sine die

En cuanto al otro protagonista de este episodio, el loco Bastida, nada se sabe de él[18]. Don Lucio, una vez descubierto el culpable, no socorrió a la víctima, que quedó maltrecha en mitad de la calle, sin que nadie le prestara la más mínima atención. Debió de despertar el buen hombre con una brecha de consideración, levantarse, irse a casa y no volver por el colegio, aunque todo esto no son más que especulaciones.

Lo cierto es que nos hemos detenido demasiado en los años de formación de Martín. Historias como estas hubo muchas y si algún día hay tiempo e interés merecería la pena que se recordaran más pormenorizadamente. Como ahora lo que pretendemos es ofrecer una impresión general de la vida de Martín para tratar de convertir en historia la leyenda, más vale que sigamos avanzando en la vida del huérfano.