portada

SECCIÓN DE OBRAS DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA


LA PÍLDORA DE ESTE HOMBRE

Traducción:
ABDIEL MACÍAS

CARL DJERASSI

La píldora de este hombre

Reflexiones en torno al 50 aniversario de la Píldora

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 2001
Primera edición en español, 2001
Primera edición electrónica, 2017

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I. Una exaltación de Los Treinta: Murasaki & Co.

En la portada de la edición del 12 de septiembre de 1999, el Sunday Times Magazine de Londres presentó a las “Treinta personas más importantes” del milenio pasado. Para ponerlo con benignidad, esta lista propuesta por quince académicos británicos y estadunidenses fue idiosincrásica, si no es que del todo excéntrica. En otras palabras, fue una manifestación del alboroto de fin de milenio. Dispuesta en orden cronológico, la lista empezó con el único nombre de una mujer entre una multitud andrógena. A pesar de la elección comprometedora, su aparición se debió, como lo sospecho, más a la corrección política y a la predominancia que a la lógica. No puedo imaginar una votación popular que hubiera impulsado —incluso en Japón— a Murasaki Shikibu a la Banda de los Treinta. Además de la inevitable acusación de tener un sesgo masculino, también está la del eurocentrismo: Asia sólo fue representada por Murasaki Shikibu y el sultán otomano Mohamed II. Gengis Kan, Mahatma Gandhi y Mao Tse Tung no aparecieron por ningún lado. ¿Por qué los expertos de Rupert Murdoch eligieron a Napoleón y a Lenin, pero no a ninguno de aquellos caudillos? La pequeña tajada concedida a las Américas, de la Bahía de Baffin hasta Patagonia, demostró que el etnocentrismo del panel fue parejo: ni Cortés, ni Bolívar, ni Washington, ni Lincoln o Roosevelt; sólo se admitió a un americano: Thomas Alva Edison. Por supuesto, para estos exploradores intelectuales África siguió siendo un continente oscuro.

Pero las exclusiones geográficas y de género fueron, al menos, entendibles. El aspecto más sorprendente de la lista fue su completa arbitrariedad. Las omisiones más notorias fueron las de los músicos; ni Bach, ni Mozart, ni Verdi, ni siquiera The Beatles. Tampoco apareció ningún artista, aparte de Leonardo da Vinci, cuya inclusión pareció deberse más bien a sus credenciales de científico e ingeniero. Las elecciones en materia de literatura fueron algo mejores: además de Murasaki, estuvo la muy obvia de Shakespeare, y las igualmente casi inevitables de Dante y Chaucer. La otra admisión literaria, Jean-Jacques Rousseau, pareció ser bastante irrecusable, pero sólo hasta que uno se pregunta por qué él y no, por decir, Goethe o Tolstoi.

La lista tuvo un profundo sesgo a favor de la ciencia y la tecnología. Entre los 15 científicos e inventores estuvieron Bacon, Newton, Copérnico, Galileo, Darwin, Pasteur y Einstein. Todos parecen elecciones racionales, aunque algunas opciones habrían sido igualmente admisibles: Planck, Maxwell, y Watson y Crick (quienes probablemente fueron eliminados porque se habría necesitado un par de postulaciones). La tendencia de los británicos fue sumamente obvia, ¿y por qué no? Después de todo, se trataba del Times de Londres, no del New York Times. Y de los quince “jueces expertos”, once eran del Reino Unido y sólo cuatro de Estados Unidos. Así que no sorprende para nada el voto final por el primus inter pares, el Número Uno del milenio: Isaac Newton. La única ironía fue que en la portada que anunciaba la decisión no aparecía un retrato visualmente hagiográfico del físico —de los cuales hay muchísimos—, sino más bien una fotografía de la gigantesca escultura de Newton hecha por Eduardo Paolozzi, que está a la entrada de la Biblioteca Británica, escultura que se basa en la acuarela que hizo el famoso William Blake, en 1795. ¿Sabía el editor de fotografía del Times que las opiniones de Blake sobre Newton y su racionalismo difícilmente eran elogiosas? “Aquel que ve el infinito en todas las cosas ve a Dios. Aquel que ve la Proporción sólo se ve a sí mismo.”

La votación del Times, desde luego, carece de sentido. No puede haber una persona que sea la más importante del milenio: ningún criterio individual y ni siquiera un conjunto de criterios podría obtener la aceptación general. Ya no existe una comunidad individual (si es que alguna vez la hubo) de hombres o mujeres instruidos que una cifra o una lista como éstas pudiera representar. Esto me lleva al siguiente punto —y que seguramente no es original mío—: Newton, Galileo, Einstein y todos los demás sabios científicos no aparecen en la lista como personas —en el sentido en que aparecen Murasaki y Shakespeare—, sino como representantes, emblemas de sus descubrimientos e invenciones.

Las más grandes revelaciones de Newton, como las leyes de la gravedad y del movimiento, podrían haber sido descubiertas —y ello de un modo inevitable— unos cuantos años después si él no hubiera nacido, como lo demuestra con creces el caso de la coincidente invención del cálculo por Leibniz; pero éste es sólo un ejemplo de los descubrimientos simultáneos que abundan en la historia de la ciencia. Indudablemente, Copérnico, Galileo, Darwin y Einstein fueron los primeros en hacer geniales adelantos en sus respectivos campos, pero, de nuevo, alguien más podría haber llegado a ellos con las mismas generalizaciones en un marco de tiempo que, en la escala de la historia humana, puede tildarse de insignificante. En el análisis final, en la ciencia, a diferencia del arte, difícilmente importa el individuo.

Bueno, casi nunca. A menos que resulte que el individuo sea uno mismo. La Lista del Times concluye con una reliquia viviente. Al tener enfrente la lista, la presencia del nombre de Carl Djerassi es francamente risible bajo cualquier criterio, salvo uno: como emblema de la Píldora. Muy pocos pondrían en duda que durante las recientes cuatro décadas de este milenio la introducción de los anticonceptivos orales esteroides ha tenido un efecto inmenso. Muchos fueron benéficos, ciertamente creo que no todos ellos. Otros inventos médicos han alcanzado a un número mayor de personas, como los rayos X o los antibióticos, pero incluso en este sentido la Píldora no es un peso ligero: en Estados Unidos, ¡80% de todas las mujeres que nacieron después de 1945 la han usado! Pero en términos de impacto sociocultural, de la religión a los derechos humanos, la Píldora debe colocarse casi seguramente en el primer lugar. Al separar el coito de la anticoncepción, la Píldora inició uno de los movimientos más monumentales en los tiempos recientes: el gradual divorcio del sexo y la reproducción. El posterior logro de las técnicas de fertilización in vitro ha hecho realidad la separación completa del sexo y la reproducción, en otras palabras, la creación de una nueva vida sin relación sexual. Las implicaciones éticas y sociales de esta escisión son inmensas, y eso que apenas han empezado a debatirse. Aunque la introducción de la Píldora inició la revolución reproductiva, difícilmente los padres de la Píldora pudieron anticipar todas las consecuencias que han surgido durante la edad media de su vástago de cincuenta años.

“¿Cincuenta años?”, se preguntarán. ¿Cuándo nació precisamente la Píldora? ¿Y dónde? O, para ser más exactos, ¿dónde fue concebida? Casi siempre los padres de bebés reales tienen dificultades para responder la última pregunta, así que, en este caso, ¿cómo puede responderse, cuando incluso la identidad de los padres es cuestionable? Sin embargo, la respuesta es directa. La idea de una Píldora que permitiera tener sexo sin fertilización surgió en la década de 1920, en Austria. Yo ni siquiera había nacido en la época de la concepción de la Píldora, pero trataré de probar, como especialista en química orgánica, que desempeñé un papel materno en el nacimiento de la Píldora en la ciudad de México, el 15 de octubre de 1951.

Este relato lo es menos de química materna, sin embargo, que de una evaluación del efecto que dicho vástago, la Píldora, ha tenido en el mundo que nos rodea, y en particular en mí. La historia aún no ha concluido, porque, al contrario de las expectativas de todos —y especialmente de los padres de la Píldora—, la anticoncepción apenas ha cambiado durante los últimos cincuenta años, y parece improbable que cambie en cualquier modo técnico fundamental en, al menos, unas cuantas décadas más. De hecho, es posible que estemos a punto de ver cómo gradualmente se desvanecerá el tema de la “anticoncepción”, según vislumbramos cuán diferente será el futuro de la reproducción humana.

Ahora, en el plano puramente personal, la Píldora ha tenido un efecto monumental en mí. Me ha convertido, de ser un científico “duro” —químico orgánico, impulsado por la curiosidad científica y el caudal de ambición, competencia y el deseo del reconocimiento de los colegas, que acompaña a todo científico y de lo que he escrito pródigamente en mis novelas—, en uno “más suave”. Progresivamente me he ido ocupando en cuestiones más arduas y más ambiguas que en el reto de encerrar átomos de carbono en formas hasta la fecha desconocidas y a menudo útiles: las consecuencias sociales provocadas por los desarrollos científicos y tecnológicos. Atribuyo mi salto final, a escribir novelas y luego a la dramaturgia, a mi búsqueda de nuevas formas de comunicar a un público más amplio los pensamientos y los problemas científicos. Fue de ayuda el que haya tenido la suerte de estar relacionado con esa crucial invención, en la tercera década de mi vida, de manera que medio siglo después todavía puedo dedicarme a reflexionar sobre lo que ese descubrimiento ha hecho en mí. Por eso el título de este libro, La Píldora de este hombre, no es una declaración de propiedad, y mucho menos una jactancia o un ingenuo engreimiento machista, sino más bien el destilado de un autoexamen que dista mucho de haber terminado.

Puede preguntarse: ¿por qué encuentro necesario compartir estas conclusiones con los demás? ¿Por qué no contentarme con haber aprendido algo acerca de mí mismo? O bien, si el impulso por hablar de estos temas es tan irresistible, ¿por qué no sólo ir con el psicoanalista? Después de todo, hace diez años publiqué un recuento de memorias (La Píldora, los chimpancés pigmeos y el caballo de Degas), que fue un registro autobiográfico en la medida en que me lo permitió lo que me queda de sentido de la intimidad.

Mi respuesta es sencilla: ahora soy diez años mayor, y en ese grado diez años más sabio. En el fondo soy un pedagogo que cree que hay mucho que aprender de mi vida, pues ésta tiene muestras tanto positivas como negativas. Por ejemplo, en este mundo nuestro que cada vez es más geriátrico, es útil demostrar que uno puede empezar nuevas carreras a la edad de sesenta años y, de nuevo, a los setenta y cinco. Mi laboratorio ahora está cerrado. Tengo toda la libertad para reflexionar sobre acontecimientos pasados a través del filtro y la neblina de más de medio siglo, así como a partir de una distancia que permite mirar el futuro con la ventaja de una visión más amplia. Para mí, este libro se ha convertido en una forma de penitencia pública por pecados de omisiones pasadas. Por haber estado tan ocupado como científico para poder dedicar mucho tiempo comunicándome con un público más vasto; demasiado ocupado en analizar el mundo minuciosamente para poder aplicar las aguzadas destrezas analíticas del científico a la reflexión de sí mismo. ¿Qué mejor ocasión para hacerlo, que el cincuentenario de la Píldora?

Todo artículo científico empieza con un resumen. Siendo como soy, un hombre de hábitos, no romperé aquí esta bonita tradición. Pero la tradición puede doblegarse, así que en este relato personal ofrezco como resumen una autobiografía, escrita en verso libre con motivo del sexagésimo aniversario del otro abuelo, el difunto Robert Maxwell, de mi único nieto, Alexander Maxwell Djerassi. Este resumen-poema tiene la virtud de ser a la vez conciso y brutalmente honesto:

El reloj camina hacia atrás

En su fiesta de sesenta años,

Rodeado de su esposa, niños y amigos,

El hombre que lo tiene todo

Abre sus regalos.

Entre pisapapeles, cigarros,

Libros, estuches de plata,

Jarrones de vidrio cortado,

Aparece un reloj

Fabricado por KOOL Designs

En edición limitada.

Un reloj que camina hacia atrás.

Un reloj llamado LOOK.

Es gracioso.

El regalo apropiado

Para el hombre que lo tiene todo.

¡Qué fáustico!, pensó el amigo,

Quien pronto tendrá también sesenta.

¿Qué tal si realmente midiera el tiempo?

Cuando las manecillas llegaron a cincuenta,

Él las detuvo.

Libros, cientos de artículos, honores por docenas.

No está mal, pensó. Me gusta este reloj.

Pero cincuenta fue también la edad

En que su matrimonio se amargó.

Dejó que el reloj continuara.

Cuarenta y ocho, cuarenta y cinco años,

Luego cuarenta y uno.

Ah, sí, los años de coleccionar:

Pinturas, esculturas y mujeres.

Sobre todo mujeres.

Pero ¿no fue esa la época

En que empezó primero su soledad?

¿O fue antes?

¿Por qué otra razón uno colecciona,

Sino para llenar un vacío?

¡No detengas las manecillas!

Los treinta fueron mejores:

Reventado de trabajo. Éxito. Reconocimiento.

Profesor en una universidad de primera.

Nace su hijo, ahora su único superviviente.

¿Qué tal los veintiocho?

Ah, sí, casi lo olvidaba.

El año de la Píldora.

La Píldora que cambió el mundo.

No… demasiado pretencioso, demasiado vanidoso.

Pero sí cambió la vida de millones,

Millones de mujeres que toman su Píldora, pensó.

El reloj sigue retrocediendo.

Veintisiete años:

Padre por primera vez, de una hija;

Alguna vez, su único confesor.

Ahora está muerta. Se suicidó.

El comienzo de su segundo matrimonio.

El primero, deshecho.

Los primeros indicios del éxito por venir:

Doctorado antes de los veintidós;

Licenciado en letras antes de los diecinueve.

Y la falacia de la supuesta madurez:

Comprometido, por primera vez, antes de los veinte.

Hacia atrás: Europa. Guerra.

Hitler. Viena.

Infancia.

Alto. Alto. ¡Alto!

El paterfamilias,

Rodeado de su esposa, niños y amigos,

El hombre que lo tiene todo

Sigue abriendo presentes.

Más pisapapeles, más plata,

Más libros, diez libras de queso Stilton,

Y un reloj más.

Gracias a Dios camina hacia adelante,

Pensó el amigo,

El solitario,

Quien pronto también tendrá sesenta.

Y sonrió a la mujer a su lado,

La que había conocido ayer. La que ayer había dicho:

“Sí, iré contigo a Oslo.”

Y eso fue lo que hizo.

Pero no por mucho tiempo.

Para DIANE MIDDLEBROOK,

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