PRESIDENTE


V.1: septiembre, 2017

Título original: Mr. President


© Katy Evans, 2016

© de la traducción, Olga Hernández, 2017

© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2017

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-16223-89-3

IBIC: FR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

PRESIDENTE

Katy Evans


Serie La Casa Blanca 1
Traducción de Olga Hernández para
Principal Chic

5





Dedicado al futuro



Nota de la autora

Aunque he intentado ser fiel a lo que pasa en política y en los períodos de campaña, esta es, en última instancia, la historia de amor entre Matt y Charlotte. Es una obra de ficción; por tanto, me he tomado algunas libertades a la hora de escribir sobre el mundo de la política, necesarias para crear la historia que ansiaba contaros. Este no es un libro político, sino una historia de amor que surge en ese mundo. Espero que estos dos personajes os atrapen tanto como a mí. Así que poneos cómodos, quitaos los zapatos y adelante…

Sobre la autora

2


Katy Evans creció acompañada de libros. De hecho, durante una época eran prácticamente como su pareja. Hasta que un día, Katy encontró una pareja de verdad y muy sexy, se casó y ahora cada día se esfuerzan por conseguir su particular «y vivieron felices y comieron perdices». A Katy le encanta pasar tiempo con la familia y amigos, leer, caminar, cocinar y por supuesto, escribir. Sus libros se han traducido a más de diez idiomas y es una de las autoras de referencia en el género de la novela romántica y erótica.

PRESIDENTE


Sube la temperatura en la campaña electoral de Estados Unidos


Charlotte conoció a Matt cuando era una niña y se enamoró platónicamente de él.

Ahora, diez años después, Matt quiere ser el próximo presidente del país y Charlotte trabaja para él en la campaña.

¿Podrán evitar que su atracción ponga en peligro ganar las elecciones y llegar a la Casa Blanca?



«Presidente de Katy Evans me conquistó desde la

primera página. Totalmente recomendable.»

Audrey Carlan, autora de Calendar Girl


«Katy Evans siempre crea personajes que te dejan sin aliento, y con Matthew Hamilton se ha superado.»

C. D. Reiss, autora best seller




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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Nota de la autora


1. Te llamas Matthew

2. Y llevo años pensando en ti como Matthew

3. Comunicado

4. La noticia

5. Todavía soy esa niña

6. La mañana siguiente

7. Primer día

8. El equipo

9. La primera semana

10. Este perro necesita una correa

11. Regalo

12. Corremos por el mismo camino

13. Advertencia

14. Ojos

15. En la cima se está solo

16. Café

17. La Cuenca Tidal

18. Rumores

19. Viaje

20. Una caricia

21. Encuentro

22. Coqueteando con el peligro

23. Cambios

24. Toalla

25. Las últimas primarias

26. Nunca me canso de ti

27. Intenso

28. Llueva o truene

29. Más

30. Noticias

31. Debate

32. La señora Hamilton

33. Ausente

34. La gala

35. Encuentro secreto

36. Por la mañana

37. De vuelta en Washington D. C. 

38. El día de las elecciones

39. Te llamas Charlotte


Playlist

Queridos lectores

Agradecimientos

Sobre la autora

Agradecimientos

Casi no me creo que haya escrito este libro. Lo empecé el año pasado y trabajaba en él esporádicamente. A veces pensaba que sería un proyecto únicamente para mí, otras veces me consumía tanto que no me importaba lo que pasara con él. Entonces, lo terminé, pero estaba ansiosa por empezar con el siguiente y fui incapaz de no compartirlo.

Este libro es para Amy, que es increíble: la mejor representante, asesora y amiga. Me siento bendecida por contar con ella y con todo el fantástico equipo de Jane Rotrosen Agency.

Tampoco podría haber hecho esto sin el amor y el apoyo de mi familia y el de muchas otras personas que han contribuido en mayor o menor medida a mi trabajo como escritora.

Muchísimas gracias a mi editora Kelli Collins y a Sue Rohan por su asesoramiento, a Gwen Hayes, a mi correctora Lisa, a mi correctora de pruebas Anita Saunders y a mis lectoras beta Nina, Angie, Kim J., Kim K., Jenn, Monica, Mara y CeCe.

A la fabulosa Nina y a todo el equipo de Social Butterfly PR; señoritas, sois fenomenales. Gracias por emocionaros tanto por mis libros como yo y por todo lo que hacéis.

A Melissa, gracias por todo, y a Gel, gracias por el increíble apoyo y el material de promoción.

Gracias a mi fabulosa editorial de audiolibros S&S Audio y a mis editoriales extranjeras por traducir mis historias para que se lean en todo el mundo.

A Julie de JT ForMatting y al diseñador de cubierta, James, de Bookfly Covers, ¡has hecho un trabajo fantástico!

Blogueras y blogueros, os agradezco mucho vuestro apoyo y el entusiasmo que mostráis por leer mis obras. Siempre me alegráis el día cuando elegís compartir y promocionar mi trabajo entre tantas historias maravillosas que compartir, leer y criticar. ¡Gracias!

Y a mis lectoras y lectores. Siempre os tengo en mente, cada vez que escribo. Cuando llego a partes que me hacen sonreír o que me provocan otras cosillas, pienso para mí misma: «Me pregunto si sentirán esto, exactamente como lo hago yo». Mi meta es que sea así siempre, por lo que agradezco todas las oportunidades que me dan para arrastraros a mi mundo.

Gracias por vuestro apoyo y cariño. Gracias a todos los que habéis elegido, compartido y leído este libro.


Katy

Te llamas Matthew 

Charlotte


Estamos en una suite del hotel The Jefferson. Benton Carlisle, el director de campaña, se fuma su segundo paquete de cigarrillos Camel junto a la ventana abierta. A poco más de un kilómetro de aquí se encuentra la Casa Blanca, completamente iluminada para la noche.

Todas las televisiones de la suite están encendidas y muestran distintos canales de noticias, donde los presentadores continúan informando de los progresos en el escrutinio de votos para las elecciones presidenciales de este año. Los nombres de los candidatos circulan por todas partes especulativamente; tres nombres, para ser exactos. El candidato republicano, el candidato demócrata y el primer candidato independiente con auténtico impacto en la historia de los Estados Unidos de América, el hijo de un expresidente que apenas cuenta con treinta y cinco años de edad, el candidato más joven de la historia. 

Los pies me están matando. Llevo con la misma ropa desde que salí de mi piso esta mañana para ir al colegio electoral y votar. Todo el equipo que ha participado en la campaña durante el último año se ha reunido aquí por la tarde, en esta suite.

Llevamos aquí más de doce horas.

La tensión en la atmósfera es palpable, sobre todo cuando él entra en la sala después de tomarse un descanso en uno de los dormitorios, donde ha estado hablando con su abuelo, que lo ha llamado desde Nueva York.

Su figura alta y de hombros anchos aparece en la puerta.

Los hombres de la sala se ponen en pie, las mujeres se enderezan.

Hay algo en él que llama la atención: su altura, su mirada intensa pero de una calidez desconcertante, la refinada robustez que únicamente lo hace parecer más masculino con su traje de negocios, y su sonrisa contagiosa, tan auténtica y encantadora que no puedes evitar corresponderla.

Sus ojos se detienen en mí y miden visualmente la distancia que nos separa. He salido a hacer un recado y acabo de regresar; por supuesto, él se ha percatado. 

Trato de mantener la compostura.

—Te he traído algo para la espera. —Hablo con suavidad y me dirijo a uno de los dormitorios con una bolsa marrón bien cerrada que parece de comida. Él me sigue.

Me doy cuenta de que no cierra la puerta, sino que la empuja, de modo que deja una apertura de solo un par de centímetros, lo que nos ofrece toda la privacidad posible en este momento.

Saco de la bolsa una chaqueta negra de hombre y se la doy.

—Te dejaste la chaqueta —comento.

Echa una ojeada a la prenda y, acto seguido, unos preciosos ojos oscuros como el café se alzan hasta los míos.

Una mirada. Un roce de dedos. Un segundo de comprensión.

Su voz es baja, casi íntima.

—Esto habría sido difícil de explicar.

Nos miramos a los ojos.

Casi no soy capaz de soltar la chaqueta y él casi no quiere cogerla.

Extiende el brazo y la agarra; su sonrisa es dulce y triste, su mirada, perceptiva. Sé exactamente por qué muestra una sonrisa triste, que desprende ternura; porque me cuesta mantener la compostura esta noche y estoy segura de que este hombre —este hombre que lo sabe todo— se ha dado cuenta.

Matthew Hamilton.

Posible futuro presidente de Estados Unidos.

Tras dejar la chaqueta a un lado, no hace amago de salir de la habitación, y yo miro al exterior por la ventana para no estar pendiente de todos sus movimientos. 

Una brisa que trae el aroma de lluvia reciente y de los cigarrillos de Carlisle se cuela en la habitación por la ventana. La ciudad de Washington D. C. parece más silenciosa hoy de lo normal; está tan inmóvil que da la impresión de estar conteniendo la respiración con el resto del país, y conmigo.

En silencio, nos dirigimos a la sala de estar para unirnos a los demás. Tomo la precaución de situarme en un lugar de la habitación casi opuesto al suyo; instinto de conservación, supongo.

—Dicen que ya tienes Ohio —informa Carlisle.

—¿Sí? —pregunta Matt, arqueando una ceja. Después mira a su alrededor y silba para que Jack, su perro, una mezcla de pastor alemán y labrador de pelo negro brillante, se acerque. El perro corre por la sala y salta al sofá para situarse en el regazo de Matt, quien le acaricia la cabeza.

«Es cierto, Roger, la campaña de Matt Hamilton de este año ha supuesto una hazaña impresionante hasta, bueno, ese incidente…», conversan los presentadores. 

Matt coge el mando y apaga la televisión. Me echa un vistazo rápido.

Una nueva conexión, una nueva mirada silenciosa.

La habitación se sume en el silencio.

Según mi experiencia, a los tíos les encanta hablar de sí mismos y de sus éxitos. Matt, por el contrario, lo evita. Como si estuviera harto de contar la tragedia de la historia de su vida. La historia que ha sido el centro de atención de los medios desde que empezó su campaña.

Es posible notar distintos grados de respeto en la voz de una persona cuando habla de un presidente de Estados Unidos en particular. Para algunos presidentes, este grado es inexistente, el tono es más similar al desprecio. Para otros, el nombre se convierte en algo mágico e inspirador, y te llena de las mismas sensaciones que se supone que provoca la bandera roja, blanca y azul, la bandera estadounidense: orgullo y esperanza. Este es el caso con la presidencia de Lawrence Hamilton, la administración del padre de Matt, que tuvo lugar hace varios mandatos. 

Mi propio padre, quien hasta entonces había apoyado al otro partido, pronto se convirtió en un partidario demócrata, influenciado por el carisma del presidente Hamilton. La increíble conexión del hombre con la gente se extendió no solo por la nación, sino también en el extranjero, lo que mejoró nuestras relaciones internacionales. Con once años, yo misma estuve expuesta al legendario hechizo de Hamilton.

Matt Hamilton, en plena adolescencia cuando su padre comenzó su primera legislatura, lo tenía todo, un futuro brillante. Yo, por el contrario, aún era una niña, y no tenía ni idea de quién era o hacia dónde se dirigía mi vida.

Más de una década después, todavía lucho contra la sensación de fracaso por no haber logrado algo importante. Lo que yo quería era un trabajo importante y un hombre al que querer. Mis padres querían más de mí, querían que me dedicara a la política. En su lugar, me decanté por el trabajo social. Pero no importa a cuánta gente he ayudado, o cuántas veces me he dicho que ser adulta solo significa estar en mi mejor momento para marcar la diferencia; no puedo evitar sentir que no he cumplido con las expectativas de mis padres. Ni con mis propias expectativas.

Porque, en este mismo instante, mientras esperamos a que se anuncie el próximo presidente de Estados Unidos, los dos sueños que tengo flotan en el aire… y temo que, cuando los resultados salgan a la luz, todas mis esperanzas se desvanezcan por completo.

Espero en silencio mientras los hombres conversan. Capto la voz de Matt de vez en cuando.

Ignorarlo se me antoja imposible, pero es lo único que soy capaz de hacer hoy.

La suite es grande, decorada para satisfacer los gustos de aquellos que pueden permitirse habitaciones que cuestan mil dólares la noche. Es la clase de hotel que deja caramelos de menta sobre las almohadas, y han sido más hospitalarios de lo normal con nosotros porque Matt es una celebridad. Han llegado incluso a subirle bollos de yogur después de que la prensa se asegurara de que todo el mundo supiera que le encantan.

Incluso han puesto una botella de champán a enfriar, pero Matt ha pedido a uno de los asistentes de campaña que se la llevara de la habitación. Todos se han sorprendido: han pensado que eso significaba que Matt creía que habían perdido las elecciones.

Pero yo sé, de manera instintiva, que ese no es el caso. Sencillamente sé que, si los resultados no son los esperados, no querrá ver ese champán frío aquí dentro como un recordatorio de su derrota.

Tras dejar a Jack sobre el sofá, cruza la sala, inquieto, y toma asiento junto a su director de campaña al lado de la ventana, luego enciende un cigarrillo. Los recuerdos me vienen a la mente, recuerdos de mis labios rodeando el mismo cigarrillo que estaba en los suyos.

Observo a Jack, que menea la cola y tiene unos ojos cálidos de cachorrillo, para evitar mirarlo a él. El perro levanta la cabeza, alerta, cuando Mark irrumpe en la habitación, sin aliento, con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse lo que fuera que acabara de ocurrir… o estuviera ocurriendo. Informa a la sala de que el escrutinio ha llegado a su fin. Y, al anunciar el nombre del próximo presidente de los Estados Unidos de América, la mirada de Matt conecta con la mía.

Una mirada.

Un segundo.

Un nombre.

Cierro los ojos y bajo la cabeza al oír la noticia, abrumada por la sensación de pérdida.

Y llevo años pensando en ti como Matthew

Charlotte

Diez meses antes…

Desde que empecé a trabajar a jornada completa, los días parecen haberse vuelto más largos y las noches más cortas. A medida que me he ido haciendo mayor, quedar con grupos grandes de gente ha perdido gran parte de su antiguo atractivo; en cambio, soltarme la melena en pequeños grupos de amigos es algo que ahora disfruto mucho. Hoy celebro mi fiesta de cumpleaños y en la mesa me acompañan mi mejor amiga Kayla, su novio Sam y Alan, una especie de amigo/pretendiente que es quien insistió en que saliéramos a celebrarlo aunque fuera un ratito esta noche.

—Hoy cumples veintidós años, cielo —dice Kayla mientras alza su copa en mi dirección—. Espero que por fin saques el culo de casa para votar en las elecciones presidenciales del año que viene.

Suelto un quejido; por ahora, las opciones no son como para emocionarse. ¿El actual presidente, antipático y mediocre en su trabajo, candidato para una segunda legislatura? ¿O los candidatos de la oposición, a los que a veces es difícil tomarse en serio dada la ideología radical que abrazan? A veces da la impresión de que sueltan la locura más grande que se les ocurre solo para obtener la atención de los medios.

—Sería emocionante que Matt Hamilton se presentara —añade Sam.

La bebida se me derrama en el jersey cuando oigo su nombre.

—Tiene mi voto asegurado —continúa Sam.

—¿En serio? —Kayla arquea una ceja traviesa y sigue sirviendo tequila—. Charlotte conoce a Hammy.

Suelto un bufido y enseguida me limpio la mancha húmeda del jersey.

—Qué va, no es verdad —aseguro, y frunzo el ceño en dirección a Kayla—. No sé de dónde has sacado eso.

—Lo he sacado de ti.

—Bueno… hemos… —Sacudo la cabeza y le lanzo una mirada envenenada—. Lo he visto alguna vez, pero eso no implica que lo conozca. No sé nada de él. Sé tanto de él como vosotros, y la prensa no es fiable.

¡Dios! No sé por qué le conté a Kayla lo de Matthew Hamilton… Ocurrió a una edad en la que era muy joven e impresionable, evidentemente. Cometí el error de confesarle a mi mejor amiga que quería casarme con el chico. Pero, incluso entonces, por lo menos tuve la perspicacia de obligarle a prometer que jamás se lo diría a nadie. Las promesas de chiquillas tienden a parecer muy infantiles cuando somos adultos, supongo, y ahora no le importa hablar de ello.

—Venga ya, sí que lo conoces: estuviste años coladita por él —dice Kayla entre risas.

Veo que su novio me mira para disculparse.

—Me parece que Kay está lista para ir a casa.

—No estoy ni de cerca lo bastante borracha —protesta mientras él tira de ella para ponerla en pie.

Kayla se queja, pero permite que la levante y después se gira hacia Alan.

—¿Cómo te sientes al tener que competir con el tío más bueno de la historia?

—¿Perdona? —pregunta Alan.

—Ya sabes, el Hombre Vivo más sexy según la revista People… —señala Kayla—. ¿Cómo te sientes al tener que competir con él?

Alan le lanza a Sam una mirada que definitivamente dice: «Sí, está lista para irse a casa, tío».

—Está superborracha —me disculpo con Alan por ella—. Ven aquí, Kay —digo mientras le rodeo la cintura con un brazo y Sam deja que se incline sobre su hombro. Juntos, la ayudamos a salir del local y la metemos en un taxi que Alan ha llamado; Sam y ella se van juntos.

Alan y yo nos subimos al siguiente taxi. Él le dice al conductor mi dirección y se gira hacia mí.

—¿A qué se refería Kayla?

—A nada. —Miro por la ventanilla mientras se me hunden las entrañas. Intento reírme de ello, pero el estómago se me revuelve solo de pensar en que la gente se entere de lo colada que estaba por Matt Hamilton—. Tengo veintidós años y eso pasó hace diez u once. Un enamoramiento infantil.

—Un enamoramiento del pasado, ¿no?

Sonrío.

—Claro —le aseguro. Después me giro para contemplar las luces brillantes de la ciudad mientras cruzamos las calles en dirección a mi casa.

Un enamoramiento del pasado, claro. No te puedes enamorar de verdad de alguien que has visto solo… ¿qué? ¿Dos veces? La segunda vez fue tan fugaz y en un momento tan abrumador… y la primera… bueno.

Fue hace once años y, de alguna forma, lo recuerdo todo. Todavía es el día más emocionante que recuerdo, a pesar de que no me guste el efecto que tuvo en mis años adolescentes haber conocido al hijo del presidente Hamilton.


Tenía once años. Mi padre, mi madre, un gato atigrado llamado Percy y yo vivíamos en una casa de dos plantas al este de Capitol Hill en Washington D. C. Cada uno de nosotros tenía una rutina diaria; yo iba a la escuela, mi madre acudía a las oficinas de Mujeres del Mundo, mi padre iba al Senado y Percy nos castigaba con la ley del silencio cuando todos llegábamos a casa.

No nos desviábamos mucho de esa rutina, tal y como a mis padres les gustaba, pero ese día sucedió algo emocionante.

Percy tenía que quedarse en mi habitación, lo que significaba que mi madre no quería que hiciera travesuras. Se echó a los pies de mi cama y se puso a lamerse las patas, sin ningún interés en los ruidos del piso de abajo. Solo se detenía de vez en cuando para observarme fijamente al tiempo que yo miraba a través de una pequeña ranura en la puerta de mi cuarto. Me había pasado ahí sentada los últimos diez minutos, viendo al Servicio Secreto entrar y salir de mi casa.

Hablaban en susurros por sus auriculares.

—¿Robert? Una última vez. ¿Este? ¿O… este? —la voz de mi madre se filtró en mi habitación desde el otro lado del pasillo.

—Este. —Mi padre sonaba distraído. Probablemente se estaba vistiendo.

Hubo una pausa incómoda y casi pude sentir la decepción de mi madre.

—Creo que me voy a poner este —anunció.

Mi madre siempre pedía consejo a mi padre sobre qué llevar en ocasiones especiales, pero si alguna vez no señalaba el vestido que ella quería, se ponía el que había confiado en que él eligiera.

Me imaginaba a mi madre guardando el vestido negro y colocando el rojo con cuidado sobre la cama.

A mi padre no le gustaba que mi madre atrajera demasiada atención, pero a ella le encantaba. ¿Y por qué no? Tiene unos ojos verdes impresionantes y una melena rubia y espesa. Aunque mi padre es veinte años mayor, y además lo aparenta, mi madre parece más joven a medida que pasa el tiempo. Yo soñaba con ser tan guapa y elegante como ella de mayor.

Me preguntaba qué hora era. El estómago me gruñía con el aroma de las especias, que se filtraba en mis fosas nasales. ¿Romero? ¿Albahaca? Las confundía sin importar las veces que Jessa, nuestra ama de llaves, me explicara cuál era cuál.

En el piso de abajo, el chef de algún restaurante de lujo se encargaba de la cena en nuestra cocina.

El Servicio Secreto llevaba horas preparando la casa. Me enteré de que alguien probaría la comida del presidente antes de que se le sirviera.

La comida tenía un aspecto tan delicioso que habría probado cada bocado encantada, pero mi padre le pidió a Jessa que me llevara al piso de arriba. No quería que estuviera presente porque era «demasiado joven».

«¿Y qué?», pensé. La gente antes se casaba a mi edad. Era lo bastante mayor como para quedarme en casa sola. Querían que me comportara con madurez, como una señorita, pero ¿qué sentido tenía si nunca se me brindaba la oportunidad de desempeñar el papel para el que me estaban educando?

—Es una cena de negocios, no una fiesta, y Dios sabe que necesitamos que las cosas vayan bien —refunfuñó mi padre cuando intenté defender mi participación.

—Papá —me quejé—, sé cómo comportarme.

—¿Crees que Charlotte sabrá comportarse? —Miró a mi madre y ella sonrió en mi dirección—. No cumplirás los once hasta la semana que viene, eres demasiado pequeña para estos eventos y solo hablaremos de política. Mejor quédate en tu cuarto.

—Pero es el presidente —insistí con tanta convicción que me tembló la voz.

Mi madre salió de su dormitorio con ese glorioso vestido rojo que le abrazaba la figura con elegancia y me vio mirar ansiosamente hacia el ajetreo de abajo.

—Charlotte —profirió con un suspiro.

Dejé de estar en cuclillas y me enderecé.

Ella suspiró de nuevo y luego se dirigió hacia su dormitorio, cogió el teléfono de su mesilla de noche, marcó un número y dijo:

—Jessa, ¿puedes ayudar a Charlotte a vestirse?

Abrí mucho los ojos y, milagrosamente, Jessa entró en un santiamén en mi habitación, sonriendo alegremente y sacudiendo la cabeza.

—¡Chica, persuadirías a un rey para que abdicara!

—Juro que no he hecho nada. Es que mi madre me ha visto espiando y ha debido de darse cuenta de que esta es una oportunidad única en la vida.

—De acuerdo entonces, te voy a hacer una bonita y larga trenza —anunció la mujer mientras abría los cajones de mi tocador—. ¿Qué vestido vas a ponerte?

—Solo tengo una opción. —Le enseñé el único vestido que todavía me iba bien y ella me ayudó a ponérmelo con cuidado.

—Estás creciendo demasiado rápido —señaló con cariño mientras me acompañaba al espejo. Luego se colocó detrás de mí y me peinó el cabello.

Contemplé mi reflejo y admiré el vestido; me encantaba el azul del satén. Me imaginaba de pie junto a mi madre con su vestido rojo y a mi padre con su traje a medida. Entrar en el misterioso y prohibido mundo de mis padres era emocionante, pero nada era tan emocionante como conocer al presidente.

Cuando el presidente llegó, un grupo de hombres lo seguía, todos con esmóquines. Eran altos y atractivos, pero yo estaba demasiado ocupada mirando al joven situado al lado del presidente como para advertir mucho más.

Era guapísimo. Su cabello era marrón oscuro y aunque estaba peinado hacia atrás, era rebelde en las puntas y rizado en el cuello.

El chico era un par de centímetros más alto que el presidente. Su traje parecía más pulcro, hecho a medida con más cuidado. Me miraba y, aunque sus labios no se movían y su expresión no revelaba nada, juraría que sus ojos se reían de mí.

El presidente Hamilton estrechó la mano de mi madre antes de saludar a mi padre. Aparté los ojos del muchacho situado a su lado y vi que los labios del presidente se curvaban un poco al mirarme. Cuando llegó mi turno, le di la mano.

—Mi hija, Charlotte…

—Charlie —corregí.

Mi madre sonrió.

—No ha querido perderse la diversión.

—Chica lista. —El presidente me sonreía mientras señalaba a su lado con evidente orgullo, y luego le dio un empujoncito al joven—. Este es mi hijo Matthew, algún día será presidente —añadió en un tono conspirador.

El muchacho que yo no podía dejar de mirar se rio en voz baja. Era una risa grave y profunda que me hizo sonrojar. De pronto, no quería estrecharle la mano, pero ¿cómo iba a evitarlo?

Tomó mi mano con la suya, que era cálida, seca y fuerte. La mía era suave y temblaba.

—Qué va —negó, luego me guiñó un ojo.

Yo le sonreí con timidez y reparé en que mis padres nos miraban con atención.

—Usted no tiene pinta de presidente —declaré en dirección al presidente Hamilton.

—¿Qué pinta tiene un presidente?

—Pues de viejo.

El presidente Hamilton rio.

—Dame tiempo. —Se señaló el pelo canoso y brillante. Luego le dio una palmada a Matthew en la espalda y dejó que mis padres lo guiaran hasta el comedor.

Los adultos se centraron en hablar de política y economía, mientras yo me centraba en la deliciosa comida. Cuando mi plato quedó limpio, llamé al camarero y le pedí en voz baja que me trajera otro plato.

—Charlotte —me advirtió mi padre.

El camarero miró a mi padre con los ojos muy abiertos y después a mí con la misma expresión, e intenté repetir la pregunta en voz muy baja.

El presidente me miró con interés.

Preocupada, me pregunté si era de mala educación pedir más antes de que todos hubieran acabado.

El rostro de Matthew reflejaba una expresión seria, pero sus ojos parecían volver a reírse de mí. No apartó la mirada de mí cuando le dijo al camarero:

—Yo también repetiré.

Le dirigí una mirada de agradecimiento y luego empecé a sentirme nerviosa de nuevo. Su sonrisa era muy poderosa, sentía que me perforaba el corazón.

Bajé la vista a mis manos, apoyadas en el regazo, y admiré mi vestido. Confiaba en que Matthew pensara que era guapa. La mayoría de los niños del colegio lo pensaban; al menos, eso era lo que me decían.

Mientras mis padres hablaban con el presidente y con Matthew, me puse a juguetear con mi trenza; me la colocaba sobre un hombro y, después, detrás. La atención de Matthew volvió a mí y, cuando sus ojos brillaron con otra carcajada silenciosa, sentí otra vez que tenía un agujero en el estómago.

El camarero nos trajo a ambos sendos platos con codorniz rellena y quinoa. Mis padres todavía me miraban como si hubiera tenido mucho descaro al repetir plato delante del presidente.

Matthew se inclinó sobre la mesa y me dijo:

—Nunca dejes que te digan que eres demasiado joven para pedir lo que quieres.

—Ah, no te preocupes, a veces ni siquiera pregunto.

Con esto me gané una agradable risa de Matthew. El presidente frunció el ceño en su dirección y luego me guiñó un ojo. Al volver a centrar su atención en el grupo una vez más, reparé en que los ojos de Matthew parecían tener un tono más claro del negro, como el del chocolate.

Permanecí allí sentada, tratando de absorberlo todo, consciente de que ese momento, de que esa noche, constituiría la experiencia más emocionante de mi vida.

Pero, como todo en la vida… no duraría para siempre.

Decepcionada, vi al presidente levantarse de su silla mientras les daba las gracias a mis padres por la cena.

Yo también me puse en pie, con los ojos fijos en Matthew, observando cómo se mantenía erguido, cómo caminaba, su aspecto; también empecé a preguntarme cómo olía. Seguí al grupo hasta el vestíbulo en silencio. El presidente se giró y se dio unos toquecitos en su mejilla presidencial.

—¿Me das un beso, jovencita?

Sonreí, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Cuando apoyé de nuevo los talones en el suelo, mi mirada captó la de Matthew. En un acto reflejo, volví a ponerme de puntillas. Parecía normal que también le diera un beso de despedida. Mis labios rozaron su dura mandíbula y su barba incipiente me hizo cosquillas; era como besar a una estrella de cine. Él giró la cabeza y también me besó en la mejilla; estuve a punto de soltar un grito de sorpresa al sentir sus labios contra mi piel.

Antes de recuperar la compostura, él y el presidente salieron por la puerta y todo el ajetreo del día se convirtió en puro silencio.

Subí las escaleras apresuradamente y los vi marcharse desde la ventana de mi dormitorio. Al presidente lo escoltaron hasta la parte de atrás de su limusina negra y brillante.

Antes de subirse, el presidente le dio una palmada en la espalda a Matthew y le apretó la nuca en un gesto cariñoso.

El agujero de mi estómago se convirtió en una bola mientras accedían al interior del vehículo.

La limusina arrancó y avanzó por la calle silenciosa de nuestro vecindario. Pequeñas banderas estadounidenses ondeaban en la entrada de las casas. Una fila de coches los seguía, uno tras otro.

Cerré la ventana, corrí las cortinas y después me quité el vestido y lo colgué con delicadeza. Luego me puse mi pijama de franela. Me estaba metiendo en la cama cuando mi madre entró.

—Ha sido una velada muy agradable —declaró—. ¿Te lo has pasado bien?

Sonreía como si se estuviera riendo de algo por dentro. Yo asentí con sinceridad.

—Me ha gustado escuchar las conversaciones. Todos me han caído bien.

Ella seguía sonriendo.

—Matthew es guapo. Pero, por supuesto, tú ya te has dado cuenta de eso. También es muy inteligente.

Asentí en silencio.

—Tu padre y yo vamos a escribir una carta al presidente para darle las gracias por pasar este rato con nosotros. ¿Quieres escribirle tú también?

—No, gracias —respondí con timidez.

Ella alzó las cejas y se echó a reír.

—Vale. ¿Estás segura? Si cambias de opinión, déjala en el vestíbulo mañana.

Mi madre salió de mi dormitorio y yo me quedé tumbada en la cama, mientras pensaba en la visita, en lo que el presidente había dicho de Matthew.

Decidí escribir una carta a Matthew, solo porque seguía completamente asombrada y fascinada por la visita. ¿Y si al final resultaba que no había conocido solo a un presidente esa noche, sino a dos? Ese debía de ser el colmo de las reuniones.

Cogí la primera hoja de los papeles y sobres que mi abuela me había regalado por mi cumpleaños y, con mi mejor letra, escribí: «Quisiera daros las gracias a ti y al presidente por venir. Si decides presentarte a presidente, tienes mi voto. Incluso estaría dispuesta a unirme a tu campaña».

Lamí el sobre y lo cerré con firmeza, para luego depositar la carta en mi mesilla de noche. Después apreté el interruptor de la luz para apagarla y me metí bajo las sábanas.

Permanecí tumbada en la penumbra. Él estaba por todas partes; en el techo, en las sombras, sobre el edredón. Me pregunté si alguna vez volvería a verlo y, de pronto, la idea de que él no me viera nunca de mayor me produjo una especie de dolor en el pecho.


He estado tan perdida en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que Alan escudriñaba mi perfil.

—Un enamoramiento infantil, ¿no? —pregunta de nuevo.

Me giro hacia él, sorprendida al darme cuenta de que ya nos hemos parado delante de mi edificio. Me río y salgo del taxi, luego miro al interior.

—Desde luego. —Asiento con más firmeza esta vez—. Ahora estoy centrada en mi carrera.

Cierro la puerta al salir y me despido de él con la mano.

Comunicado

Matt


Nunca fui de esos niños con ganas de seguir los pasos de su padre, de ponerme sus zapatos. Demasiado limpios, demasiado clásicos, demasiado grandes.

Sin embargo, lo más extraño es que son sus zapatos lo que recuerdo con mayor nitidez de él, cuando trazaban un círculo perfecto en torno a su escritorio durante una llamada telefónica tensa, mientras que yo, a sus pies, hacía un puzle.

Mi padre se esforzaba por alcanzar la perfección en todo, incluida su apariencia. Desde su impecable traje hecho a medida, a su rostro afeitado a la perfección y a su pelo bien recortado.

Mientras tanto, yo, joven y en las nubes, soñaba con la libertad. Con ser libre de la vida privilegiada que el éxito de mi padre nos había dado a mi madre y a mí.

Mi padre decía miles de veces que yo sería presidente. Se lo decía a sus amigos, a los amigos de sus amigos y a menudo me lo decía a mí; yo me reía y le restaba importancia.

Los siete años que viví en la Casa Blanca mientras crecía fueron siete años que pasé rezando por salir de la Casa Blanca.

Sí, la política me interesaba.

Pero sabía que mi padre apenas dormía; la mayoría de las decisiones que tomaba eran erróneas para un cierto porcentaje de la población, aunque fueran las adecuadas para la mayoría; mi madre perdió a su marido el día en que él entró en la Casa Blanca.

Yo perdí a mi padre el día en que decidió que su legado consistiría en ser presidente.

Intentó hacer malabarismos con todo, pero ningún ser humano podría dirigir el país y, encima, disponer de la energía para dedicar a su mujer e hijo adolescente.

Así que me centré en mis estudios y obtuve fantásticos resultados en la escuela, pero hacer amigos era difícil. No podía invitar a alguien a la Casa Blanca sin más. Mi vida como me la imaginaba después de la Casa Blanca estaría centrada en el trabajo, quizás en Wall Street. Tendría la libertad de hacer todo lo que no había podido hacer bajo el escrutinio de una nación entera.

Mi padre se presentó a las elecciones de nuevo y ganó.

Entonces, en el tercer año de su nueva legislatura, un ciudadano descontento le metió dos balazos.

Uno en el pecho y otro en el estómago.

Han transcurrido miles de días desde entonces. He estado demasiados años viviendo en el pasado.

Ahora, mientras me abrocho los gemelos y me aliso la corbata, vuelvo a recordar aquellos zapatos y me doy cuenta de que estoy a punto de ponérmelos.

—¿Listo, señor?

Asiento, y él abre la cortina.

El mundo me observa. Todos han estado especulando, confiando, dudando.

«Lo hará, no lo hará… Por favor, que lo haga; por favor, que no lo haga…».

«Si se presenta, ganará…».

«No tiene ninguna posibilidad…».

Aguardo hasta que el ruido se apaga, me inclino ante el micrófono y hablo:

—Damas y caballeros, tengo el placer de anunciar oficialmente mi candidatura a la presidencia de los Estados Unidos de América.

La noticia

Charlotte


A la mañana siguiente de mi cumpleaños, reparo en que la luz de mi contestador parpadea. Le doy al botón de reproducir distraídamente mientras permanezco tumbada en la cama y me desperezo.

«Charlotte, soy tu madre; llámame».

«¡Charlotte, contesta al móvil!».

Tras un tercer mensaje similar, me pongo en pie, enciendo la cafetera y le devuelvo la llamada a mi madre.

—¿Has oído los rumores? —pregunta en lugar de saludar.

—He estado durmiendo las últimas… siete horas. —Entrecierro los ojos—. ¿Qué rumores?

—¡Sale en la televisión nacional! Y nos han invitado a la inauguración de su campaña, Charlie, tienes que venir. Ya es hora de que te mojes de verdad en política.

Lo primero que se me pasa por la cabeza es lo mismo que llevo años pensando: que no quiero meterme en política. He visto y oído demasiado al ser la hija de un senador, ya he pasado por mucho.

—Ya es hora de que contribuyas a cambiar las cosas, de que participes y abraces tus facultades… —prosigue mi madre y, mientras parlotea, yo enciendo la tele. La cara de Matt aparece ante mis ojos.

Su atractiva cara, perfectamente simétrica, bronceada y con una ligera barba incipiente.

Está en un estrado, un lugar donde nunca ha sido fotografiado. Los paparazzi lo han pillado desprevenido en citas, en la playa, en todas partes, pero nunca, hasta donde yo sé, en un estrado.

Un traje negro y una corbata carmesí cubren un cuerpo digno de una portada de revista. Su traje es de un negro tan intenso que los que llevan los hombres que lo rodean parecen de color gris en comparación.

Es famoso por ser amante de la naturaleza y por adorar la actividad física, y se mantiene en forma experimentando todos los deportes de aventura que la naturaleza puede ofrecer. Natación, tenis, senderismo, equitación. Su constitución fuerte y atlética, perfectamente definida bajo el traje a medida, es sin duda testimonio de ello. Su boca carnosa y seductora se curva en una sonrisa mientras habla por el micrófono.

Debajo de él, una línea negra que se desplaza por la pantalla reza:


noticia de última hora: matthew hamilton ha confirmado su candidatura a la presidencia


Leo la frase de nuevo. Distraída, oigo su voz en la televisión; tiene una voz tan deliciosa que el vello de mis brazos se pone de punta, atento.

«… tengo el placer de anunciar oficialmente mi candidatura a la presidencia de los Estados Unidos de América».

Algo dentro de mí da una voltereta y varias emociones me invaden: conmoción, entusiasmo, incredulidad. Me dejo caer en el sofá y me aprieto el estómago con una mano para evitar que los bichos alados que hay dentro se muevan. Mi madre continúa diciéndome lo mucho que mi padre y ella apreciarían mi compañía, pero apenas le presto atención.

¿Cómo podría, cuando Matthew Hamilton sale por la tele?

Es tan atractivo que estoy segura de que cualquier mujer que lo esté viendo quiere que sea el padre de todos sus hijos, que ponga esos labios únicamente en ella y que con esos ojos solo la mire a ella y a nadie más…

Menudo dios.

El príncipe de América.

¿Ahora ha decidido presentarse como candidato para presidente?

Habla con confianza y determinación.

Sé de primera mano que la política no es para los débiles. Estoy al tanto de lo que ha tenido que soportar mi padre para conseguir y mantener su puesto en el senado. Soy consciente del sacrificio, de la paciencia y de la disciplina que requiere servir a la gente. Sé que, a pesar de dar lo mejor de sí, las críticas lo han mantenido despierto por la noche más veces de las que se atrevería a admitir. Estoy convencida de que ser presidente no puede ser más fácil que ser senador. Y sé que Matt antes no quería esto.

Sin embargo, tras el asesinato de su padre, nuestra economía se fue a la mierda. Estamos básicamente en un punto en el que buscamos ayuda con urgencia, pero la situación es tan apremiante que probablemente no sea suficiente para seguir adelante.

Al final lo ha hecho. Ha dado un paso al frente.

—¡Así que no tienes excusa para no venir! —prosigue mi madre.

—Vale.

—¿Entonces aceptas, Charlotte? —Suena tan sorprendida que sonrío al pensar que la he cogido desprevenida.

Vaya, hasta yo estoy sorprendida de no haber respondido lo de siempre. Seguro que la culpa la tiene mi cumpleaños y otro año esperando un enorme cartel de neón que me señalice el camino hacia mi vida ideal, que sigue sin aparecer.

Otro año esperando ese momento que me diga: «Esta eres tú, esto es lo que estás destinada a hacer». Cuando pienso en la noche en la que los Hamilton vinieron a cenar, recuerdo que me sentía como si estuviera viviendo algo emocionante, histórico, significativo. Ese momento me marcó de muchas formas. No se puede expresar en palabras el asombro, el honor y la sorpresa de tener delante al presidente de Estados Unidos. Hace que también quieras hacer grandes cosas.

Puede que ver a Matt una vez más me ayude a tener las cosas claras. O, si no, al menos lo conoceré y sabré de qué pasta está hecho. Quizá vea si realmente es capaz de estar a la altura del apellido Hamilton.

Tengo curiosidad.

Estoy… intrigada.

Puede que incluso una parte de mí necesite convencerse de que mi enamoramiento infantil ha desaparecido de verdad.

O, quizá, como el resto del mundo, estoy sencillamente emocionada de que finalmente haya un hombre que pueda ganarse el respeto de ambos partidos, abordar las dificultades y realizar un trabajo importante.

—Iré con vosotros —acepto, para deleite de mi madre—. ¿Cuándo es?

Todavía soy esa niña

Charlotte


Me he mudado a mi propio piso cerca de las oficinas de Mujeres del Mundo. Tiene un dormitorio y mi ropero es de un tamaño considerable. Mi armario tiene más trajes de ejecutiva que otra cosa, ya que son indispensables para captar patrocinadores y conseguir oportunidades laborales para nuestras mujeres… Nuevas oportunidades que las inspiren a ser mejores.

Sin embargo, también hay una pequeña hilera de vestidos en el armario atestado de mi nuevo piso. Puede que no tenga docenas de opciones, pero para la noche de la fiesta de inauguración tengo más donde elegir que el único vestido que poseía a los once años.

Kayla se muere de celos, y Alan y Sam me han lanzado indirectas de que están dispuestos a venir conmigo al evento, en caso de que necesite acompañantes. He declinado, ya que voy con mi madre. Mi padre, como demócrata, no vendrá a apoyar a un candidato independiente. Pero mi madre tiene sus propias opiniones y, en lo que se refiere a cualquier cosa relacionada con los Hamilton, parece que yo también.

Me pregunto en qué clase de hombre se habrá convertido Matt Hamilton y si es el donjuán que pinta la prensa desde hace años, a medida que ha crecido la fascinación por él.

Al final me decido por el vestido amarillo de espalda abierta.

Me peino el cabello pelirrojo y me lo dejo caer por la espalda, añado una horquilla de cristal para mantenerlo apartado de mi frente y después bajo las escaleras. Mi madre me espera en el coche, un Lincoln Town.


***


La última vez que vi a Matt fue dos años y ocho meses después de aquella cena en casa de mis padres. Yo había crecido, ya era oficialmente una mujer y, como mi madre, llevaba un vestido negro. Él también iba de negro, estaba junto a su madre, que parecía minúscula y agotada cuando él la rodeó con un brazo.

Él era más adulto que en la cena, un poco más corpulento, mucho más masculino y sus ojos ya no brillaban al verme cuando seguí a mi padre y a mi madre para darle el pésame. Luego me senté atrás y traté de contener las lágrimas al ver a Matt enterrar a su padre.

Su madre lloraba en silencio y con delicadeza, y el país también lloraba. Ahí estaba él, fuerte y orgulloso, el chico al que su padre educó, el que fue entrenado para capear una tormenta y seguir adelante.


***


Nos rodean adornos blancos salpicados de plata y azul.

Me siento un poco fuera de mi zona de confort cuando sigo a mi madre hasta el salón. Cruzar las puertas es como abrir las páginas de una enciclopedia viva, llena de nombres importantes: políticos, filántropos, herederos, además de gente con cargos en lo más alto de las mejores universidades del país: Duke, Princeton, Harvard.

Y luego todos los artistas, poetas y escritores…

Ganadores de los premios Pulitzer y Nobel, y caras que se ven en los éxitos de taquilla del año… De alguna forma, todos ellos se desvanecen con Matt Hamilton en esta misma habitación.

Se encuentra en la parte más alejada, alto y de hombros anchos. Su pelo oscuro brilla bajo la luz de las lámparas. Lleva un esmoquin negro perfecto y una corbata de color plateado, y su impecable camisa blanca contrasta con el tono dorado de su piel.

La boca se me seca y parece que mi cuerpo se esfuerza más en bombear la sangre por mi sistema.

No es fácil perderle la pista a Hamilton. Es el niño mimado de los medios.

Primero adolescente rebelde, luego chico de universidad privada, y finalmente el hombre en el que se ha convertido. Es el aspirante más joven de la historia (cumplirá treinta y cinco años para el día de la toma de posesión) y mi madre dice que representa los años dorados que su padre nos regaló: crecimiento, trabajo, paz. Eso es lo que quiero. Cada uno de los miles de partidarios que están aquí esta noche quiere eso.

Mientras nos abrimos paso a través de la refinada multitud y con el ambiente cargado de perfumes caros, saludo a algunos de los conocidos de mi madre, todos vestidos para impresionar. Los famosos siempre han gravitado hacia los Hamilton, su presencia es un apoyo silencioso. Han pasado nueve años, más o menos, desde la última vez que vi a Matt. (En realidad, sé el tiempo exacto, pero quiero fingir que no lo he contado tan religiosamente).

Es más alto incluso de lo que parecía por la tele, supera a los demás en altura por unos cuantos centímetros.

Y Dios.

Es todo un hombre.

Cabello marrón oscuro. Ojos color café. Un cuerpo de dios griego.

Exuda confianza por todos los poros.

Incluso el traje negro que lleva puesto es perfecto.

Si alguna vez hubo un hombre con un aura de privilegio y éxito, ese es Matthew Hamilton.

Los Hamilton han sido influyentes desde su nacimiento. Su linaje se remonta a lores y ladies ingleses. Lo llamaban príncipe cuando su padre estaba vivo, ahora está a punto de subir al trono del rey.

Cuando la revista People lo nombró «Hombre vivo más sexy», Forbes lo nombró «Empresario de mayor éxito». Desapareció unos años tras terminar la carrera de Derecho para construir y expandir el imperio inmobiliario de su familia discretamente. A juzgar por la cantidad de furgonetas de prensa que veo desde el salón de la fiesta inaugural, el mundo se ha visto arrasado con la tormenta de su regreso.

Todos los titulares de la prensa de hoy incluyen el nombre Hamilton.

No he visto a tantas personas importantes juntas en un mismo sitio en toda mi vida. No puedo creer que todos hayan venido para apoyarlo.

Cuando soy consciente del alcance de la influencia de Matt, me siento repentinamente asombrada por haber conseguido una invitación para esta fiesta de inauguración.

En Mujeres del Mundo, ayudamos a mujeres que pasan por momentos difíciles en su vida: divorcios, problemas de salud y traumas. El espíritu de la organización es el de ayudar humildemente. Esto se trata más o menos de lo mismo; todo el mundo está unido por una causa común, pero la atmósfera aquí rezuma poder.