Las personas
de la historia

Sobre la persuasión
y el arte del liderazgo

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Las personas de la historia.
Sobre la persuasión y el arte del liderazgo

Primera edición en español: 2017

Coedición:
Editorial Turner de México, S.A. de C.V.
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© Traducción del inglés: 2017, María Sierra

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ISBN: 978-607-7711-15-5, Turner
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Depósito Legal: M-26860-2017

Impreso en España / Printed in Spain

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Para mis alumnos de las universidades de Ryerson,
Toronto y Oxford, que me enseñaron a explicar la historia.

ÍNDICE

I      La persuasión y el arte del liderazgo

II     La arrogancia

III    La osadía

IV    La curiosidad

V     Observadores

Una nota sobre la terminología

Una nota sobre las lecturas

Bibliografía y sugerencias de lectura

Agradecimientos

I

LA PERSUASIÓN Y EL ARTE DEL LIDERAZGO

Me gusta imaginar la historia como una casa desordenada y llena de anexos. En las últimas décadas, los historiadores han ido abriendo el foco, y ahora añaden a la historia política, económica o intelectual el estudio de las emociones, las actitudes, los gustos o los prejuicios (e incluso, dentro de una tendencia que cada vez encuentro más tediosa, los historiadores se miran más a sí mismos, a cómo “crearon” ellos el pasado). Y en esa casa que es la historia hay quienes piensan en siglos y quienes se centran en un instante en particular. Algunos historiadores prefieren tratar los grandes cambios que han tenido lugar en la historia de la humanidad, a lo largo de los milenios incluso. Analizan el paso de la caza a la agricultura, o el crecimiento de las ciudades, o estiman el crecimiento de la población, las migraciones o la producción económica. El gran historiador francés Fernand Braudel defendía que el verdadero objeto de la investigación histórica era trascender la superficie de los hechos y descubrir las tendencias a largo plazo, lo que él llamaba la longue durée. Veía la historia del ser humano como un gran río de curso lento, cuya corriente se ve más afectada por la geografía, por el entorno y por los factores sociales y económicos que por los hechos transitorios o puntuales (a los que llamaba “la espuma”), como los de la política o las guerras. Y aunque la biografía de uno no puede explicarlo todo, quizá no sea coincidencia que Braudel pasara la Segunda Guerra Mundial en un campo para prisioneros de guerra en Alemania. Desde esa perspectiva, la longue durée debió de brindarle la esperanza de que el nazismo desapareciera algún día, como un mal sueño, a medida que la historia fuera avanzando.

Pero no podemos dejar de lado el corto plazo con tanta facilidad. Las ideas y los cambios súbitos en la política, en las modas intelectuales, en la ideología o en la religión también tienen importancia. Piense el lector en el increíble crecimiento que ha experimentado el fundamentalismo en unas religiones tan distintas como el cristianismo, el hinduismo o el islam, en las dos últimas décadas. Los historiadores hacen bien en analizar los momentos clave, que señalan o ponen en movimiento los grandes cambios, tales como la toma de la Bastilla, que marcó la revolución francesa; o el asesinato del archiduque en Sarajevo, que dio pie al estallido de la Primera Guerra Mundial. Y también pueden tomar un incidente de apariencia poco significativa y usarlo para iluminar toda una época, como hizo Natalie Zemon Davis con la Francia del siglo XVI al narrar el retorno de Martin Guerre (que volvió para exigir que un impostor que se hacía pasar por él le devolviera sus posesiones y a su mujer).

Tampoco podemos dejar de lado el papel de los individuos, se trate de pensadores, artistas, emprendedores o líderes políticos. Si Albert Einstein no hubiera desentrañado la naturaleza del átomo a principios del siglo XX, ¿hubieran sido capaces los aliados de desarrollar la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial? Otra cuestión, lógicamente, es qué habría hecho Alemania en el caso de que los nazis no hubieran empujado a Einstein y a muchos otros físicos al exilio, y en consecuencia a ponerse al servicio de los aliados. Es casi seguro que, sin la bomba, la guerra de los aliados contra Japón se hubiera prolongado con grandes sufrimientos durante al menos otro año. ¿Y qué hubiera sucedido si el mundo no hubiera llegado siquiera a desarrollar las armas atómicas? En el siglo XIX, cuando Europa experimentaba los inmensos cambios que trajo consigo la revolución industrial, Karl Marx tomó muchas de las ideas políticas, económicas y sociales que andaban circulando y las convirtió en un paquete coherente y en apariencia irrefutable, que no solo explicaba el pasado sino que predecía el futuro. Varias generaciones de hombres y mujeres de todo el mundo han creído en el marxismo como sus antepasados en la religión, a modo de verdad revelada, y de ahí que trataran de cambiar el mundo de acuerdo con sus preceptos.

Además, en ciertos momentos realmente sí que tiene importancia quién está al volante, o quién se encarga de hacer los planes. La guerra fría podría haber terminado de una forma muy distinta, o no haber acabado, si el líder de la Unión Soviética hubiera sido otro en vez de Mijaíl Gorbachov, que en 1980 no estaba dispuesto a recurrir a la fuerza ni para aferrarse al imperio soviético de Europa oriental ni para mantener en el poder al partido comunista en la propia Unión Soviética. Los líderes comunistas chinos reaccionaron de forma muy distinta al encontrarse con actos de disensión, y de ahí su demostración de poder en la plaza de Tiannamen en 1989. Si la corte suprema estadounidense hubiera decidido en otro sentido sobre el recuento de votos en Florida en el año 2000, George W. Bush no hubiera sido presidente y Al Gore, siéndolo, no se hubiera rodeado de los mismos asesores halcones y es de imaginar que hubiera resistido la tentación de invadir Irak.

A partir de los temas que he elegido para mis libros (que, sobre todo en el caso de los últimos, han sido los momentos clave de la historia internacional, como el inicio y el fin de la Primera Guerra Mundial) encuentro que tengo que prestar atención a los individuos. Si ese hombre conflictivo y errático que era káiser de Alemania en 1914 hubiera sido rey de Albania (como uno de sus parientes lejanos), no hubiera podido hacerle demasiado daño a Europa. Pero Guillermo II dirigía una potencia de gran capacidad económica y militar, en pleno centro del continente. Y, peor aún, bajo la imperfecta constitución alemana disponía de un poder considerable, especialmente en el ámbito de la política exterior y en el militar. Al final, fue el hombre que tuvo que firmar la orden que llevó a Alemania a la guerra. Y de ahí que sea imposible contemplar las causas de aquel conflicto catastrófico sin analizar a Guillermo, o a su primo Nicolás, que en su calidad de zar de Rusia tenía un poder y una responsabilidad equivalentes. Y, ¿podemos escribir la historia del siglo XX como es debido sin analizar los papeles que desempeñaron los líderes democráticos como Margaret Thatcher, Franklin Delano Roosevelt, Winston Churchill o William Lyon Mackenzie King, y todavía más los de los grandes tiranos como Hitler, Mao, Mussolini o Stalin?

Por desgracia, los propios biógrafos, al igual que los historiadores que se basan en las biografías, llevan mucho tiempo sufriendo las miradas suspicaces de gran parte del gremio historicista, que los mira con desdén, considerándolos aficionados que captan la historia a saltos, o los acusa de ignorar la sociedad y de centrarse demasiado en los individuos, asumiendo erróneamente que “los grandes hombres” o “las grandes mujeres” hacen historia. A Thomas Carlyle, escritor e intelectual del siglo XIX, se lo saca mucho a relucir como el exponente de la teoría de que las figuras clave –a los que él llamaba héroes– son los que moldean el pasado. En el mundo académico, este punto de vista se respeta poco (aunque, como es de esperar, a los grandes hombres de negocios les suele parecer bastante atractivo), y eso es una injusticia para con Carlyle, cuya visión de la historia era algo más compleja, y que en uno de sus ensayos se preguntaba: “¿Quién fue el mayor innovador, el personaje más importante de la historia humana, el primero que hizo a sus huestes cruzar los Alpes, y venció en Cannas y en Trasimene, o el patán vagabundo que fue capaz de forjarse a martillazos una espada de hierro para uso propio?”. Según decía, la sociedad era en sí un producto del trabajo y de la vida de innumerables seres humanos, y de ahí que la historia sea “la esencia de incontables biografías”. Aunque a Carlyle se le recuerda más por sus trabajos sobre los héroes, él no los veía tanto como hacedores de historia, sino más bien como personas que recogían el sentimiento de una época en particular, o que fueron capaces de ver con más claridad hacia dónde se dirigía la sociedad o qué necesitaba.

Carlyle entendió que el secreto de la buena biografía –y, de hecho, de la buena historia en general– radicaba en entender esa relación entre los individuos y sus sociedades. Y, para entender a las personas del pasado, debemos partir de respetar el hecho de que tenían sus valores propios y su propia forma de ver el mundo, formados por unas estructuras sociales y políticas diferentes y con unas ideas que salían de fuentes muy distintas a las nuestras. A veces, nos cuesta mucho entender cómo pensaban. El gran historiador británico James Joll hablaba de los “supuestos implícitos” de una época: ese tipo de cosas que la gente no dice porque se dan por hechas generalizadamente. Tampoco nosotros nos tomamos muchas veces el trabajo de explicar por qué, por ejemplo, pensamos que la democracia es la mejor forma de gobierno: en las sociedades occidentales solemos dar por supuesto que es así.

De ahí que debamos ubicar siempre a las personas en el contexto de su tiempo, y recordar que no podemos esperar que pensaran en cosas que no se habían descubierto o expresado aún. Los romanos, como sabemos gracias a los historiadores, tenían unas ideas sobre la familia y el honor muy distintas a las nuestras. Los bizantinos vivían en un mundo donde lo invisible tenía tanta importancia como lo que veían. Y, por otra parte, no debemos olvidar nunca que las personas de antes eran igual de humanas que nosotros. En este libro voy a analizar a algunas que fueron muy importantes por las cosas que hicieron, pero también a otras que nos cuentan cosas sobre nosotros, sobre sí mismos, sobre sus contemporáneos y sobre el mundo en el que vivían. Los ácidos retratos que escribió en el siglo XI Miguel Pselo nos hablan del para nosotros remoto imperio bizantino, y de los hombres y las mujeres que lo gobernaban, a partir de los detalles que añadía; por ejemplo, sabemos que la emperatriz Zoe, una mujer rellenita y rubia, que en 1042 estaba al frente del imperio junto con su hermana menor, era mucho más generosa que Theodora, y que esta era flaca, habladora, tacaña y bastante aburrida. Las memorias de Madame de la Tour du Pin nos ayudan a entender cómo era la vida durante la revolución francesa y la experiencia de pasar, como hizo de ella, de camarera de María Antonieta a granjera en el norte del estado de Nueva York, ordeñando las vacas. Un simple objeto nos abre a veces las puertas del pasado. Aún recuerdo la primera exposición que exportó China tras la revolución cultural. Los que fuimos a verla nos quedábamos maravillados con los leopardos de oro o con el traje de jade que se había confeccionado para darle la inmortalidad a una princesa fallecida mucho tiempo antes, pero a mí lo que más me conmovió fue un bollito seco: el resto olvidado de un almuerzo que se había llevado al tajo un obrero de los que hicieron la tumba, igual que un albañil de hoy.

La gente de antes, como nosotros, se enfrentaba a desafíos vitales, aunque sus preocupaciones fueran muy distintas. Ya no tenemos, por suerte, la peste negra, pero hace varios siglos tampoco ellos corrían el riesgo de la aniquilación nuclear. Y sin embargo, aunque es nuestra obligación tener en cuenta las diferencias entre lo de antes y lo de ahora, reconocemos en aquellas personas unas características familiares: también tenían ambiciones y temores, amores y odios. Podemos compartir sus placeres y sus penas, y comprender la forma en que manejaban sus conflictos y tomaban decisiones. Oír una voz que nos llega cruzando las décadas o los siglos y nos recuerda que compartimos un carácter humano común es un placer muy especial. Leemos a los grandes escritores de diarios, como Samuel Pepys, o como James Boswell, porque nos resultan unos seres humanos divertidos e interesantes.

Michel de Montaigne, un acaudalado noble francés que vivió en el conflictivo siglo XVI, todavía nos interesa, como le ha interesado a todas las generaciones que nos separan de él, porque sus escritos son una exploración de la condición humana. Los ensayos de Montaigne nunca estaban terminados, porque trataban sobre todo de él mismo: sobre sus ideas, sus emociones y reacciones y, como repetía a menudo, estas y él cambiaban sin cesar. “Estamos hechos por completo de trozos y piezas –escribió–, unidas de formas tan diversas y tan amorfas que cada una de ellas tira hacia un lado constantemente. Y somos tan distintos cada uno de sí mismo como cada uno de los demás”.

A la edad de treinta y ocho años, Montaigne se retiró de la vida pública y se dedicó a gestionar sus posesiones y a meditar en la torre más remota de su château (con su mujer bien a recaudo y a distancia en su propia torre al otro extremo). Allí, en su nutrida biblioteca, escribía, revisaba y seguía escribiendo. Le encantaba plantearse preguntas: ¿por qué nos enfadamos con los objetos inanimados? ¿Por qué de repente nos desborda una emoción? ¿Y por qué, quisiera yo saber, la cabeza se nos va tan lejos? Desde luego, la suya se iba muy lejos. En sus ensayos, aparece muy a menudo alguna llamada al orden, como “Volvamos al tema”, pero no sirve de nada. Empieza a hablar de un asunto y enseguida se pierde en bifurcaciones y meandros. En mitad de un largo ensayo sobre un teólogo de su época, nos encontramos a Montaigne intentando decidir cuál es la mejor postura durante el acto sexual para que la mujer se quede embarazada. En otro de sus ensayos, titulado “De los vehículos” empieza hablando de los medios de transporte pero incluye, entre otras muchas cosas, varias reflexiones sobre por qué los monarcas precisan del lujo grandilocuente, o sobre el descubrimiento, entonces reciente, del nuevo mundo (con varias observaciones sarcásticas sobre lo fatuos que son los europeos si se creen más civilizados que los pueblos hallados allí) y el temor a la muerte. Añade además algunas consideraciones sobre la moda: “Cuando yo era menor de edad gustaba de adornarme, a falta de mejor ornamento, y me sentaban bien los perifollos; hay hombres en quienes los trajes hermosos lloran”. Montaigne es divertido, sensato y vivaz. “Si no sabes cómo morir, no te preocupes: la naturaleza te lo enseñará a su debido tiempo”. Leer a Montaigne, como dijo Sarah Bakewell, que ha escrito un libro maravilloso sobre él, “es experimentar sucesivos sobresaltos de familiaridad, que dejan en nada los siglos que lo separan del lector del siglo XXI”.

Y sin embargo, Montaigne nos cuenta cosas sobre su propia época y las preocupaciones de entonces: la fascinación de su redescubrimiento del mundo clásico, por ejemplo, o por el hallazgo de los nuevos, como las Américas o el lejano oriente. Se pregunta, quizá porque vivía en unos años muy convulsos, qué hace que un gobierno sea bueno o malo. Durante gran parte de la vida de Montaigne, Francia sufrió el desgarro de las guerras entre católicos y protestantes, y reflexiona a partir de ellas sobre cómo la religión puede llevar al mal. Aunque él era un buen católico, a Montaigne le horrorizaba la intolerancia de ambos bandos: “Tómenla a tuertas o a derechas, digan negro o blanco, todas la emplean de modo parecido, todos la ponen al nivel de sus empresas ambiciosas, todos la usan para realizar el desorden y la injusticia, de suerte que hacen bien dudosa y difícil de creer la diversidad de opiniones que alegan como justificación de sus actos en cosa de que depende la norma y ley de nuestra vida”. Y señala con tristeza que los franceses se han habituado a la crueldad y la malicia.

Todas las personas a las que he elegido para hablar de ellas aquí, cada una a su manera, han puesto su granito de arena en la historia, algunos haciéndola, otros registrándola, y otros de las dos formas. Hubo líderes, como Franklin Delano Roosevelt o Iósif Stalin, que se ganaron la fama dirigiendo las corrientes de la historia y desviándolas en una dirección en lugar de otra. Y luego están los que se enfrentaron a esas corrientes, los intrépidos hombres y mujeres que se convirtieron en exploradores y aventureros, muchas veces pagándolo muy caro. Y hay aun quienes, como Montaigne, se hicieron más conocidos por su capacidad de observación, por quedarse en los márgenes. Sin embargo, si nos faltaran esas personas que registraban los hechos, los que redactaban diarios o cartas, los que escribían sus pintadas en los muros y hasta los que enterraban la basura, los historiadores careceríamos de las pruebas que nos hacen falta para examinar el pasado.

En los primeros tres capítulos de este libro me voy a concentrar en algunas personas de las que se puede decir que dejaron su impronta en la historia; qué cualidades eran las que poseían, y qué circunstancias les permitieron convertirse en líderes o al menos en seres capaces de correr riesgos. ¿Por qué actuaron como lo hicieron? Todos los líderes de los que me voy a ocupar tenían un conocimiento instintivo del estado de ánimo de su época, y sin embargo algunos decidieron construir consenso y otros hicieron valer su voluntad a golpe de decretos y de fuerza. Pero ambos tipos de líderes tuvieron opciones, y la capacidad de dirigir la historia hacia un camino en lugar de otro. A continuación, pasaré a observar la cualidad particular de la osadía, la de los individuos que corren riesgos, que dan pasos hacia lo desconocido. ¿Qué les impulsa? ¿Y en qué cambiaron las cosas? En los dos capítulos finales, dejaré a quienes cambiaron el curso de la historia para fijarme en el tipo de personas con los que uno quisiera disfrutar de una cena amenísima (personas que, a diferencia de muchos líderes, no hablarían todo el rato, sino que escucharían). Algunos de estos últimos ocuparon puestos poderosos, como Babur, emperador de la India, mientras que en otros casos se tratará de una señora inglesa de clase media, pero todos compartían una intensa curiosidad hacia el mundo, y una refrescante libertad respecto a los prejuicios y las sentencias de su época. Algunos eran viajeros vocacionales, que a menudo sufrieron condiciones de gran incomodidad e incluso de peligro, mientras otros se quedaron donde estaban, observando lo que sucedía a su alrededor.

Para mí, las personas de la historia son esas que destacan respecto al fondo, como una madonna en un cuadro renacentista, como los recortables que se ponen de pie en un libro infantil troquelado, como ese rostro particular en el que se fija la cámara de cine cuando recorre una multitud. Aunque una vida no puede reflejar por completo toda una época, sí puede iluminarla y despertarnos el deseo, y hasta la obligación, de saber más. Catalina la Grande fue una persona fascinante, una mujer de pasiones intensas y de una determinación igualmente intensa, pero para entenderla de verdad necesitamos hacernos preguntas sobre su época. ¿Qué era Rusia en el siglo XVIII, especialmente para una joven que llegaba de un pequeño condado alemán? ¿Qué valores traía consigo, y cuáles adquirió en su nueva vida? Catalina fue capaz de sobrevivir y de prosperar en el traicionero y peligroso mundo de la familia imperial rusa, y con el tiempo de llegar a dejar su huella allí, como en toda Europa. El tamaño y el peso de la Rusia de hoy le deben mucho a sus conquistas, y lo mismo se puede decir, al menos en parte, de sus complicadas relaciones con sus vecinos occidentales. Otto von Bismarck tenía una personalidad inmensa, que hubiera agitado las aguas de cualquier sociedad en que se colocara, pero tuvo la suerte (quizá no se pueda decir lo mismo de gran parte de Europa) de disfrutar de un buen escenario sobre el que actuar. Basta con seguir a Bismarck a lo largo de su vida para conocer la emergencia de Alemania como estado independiente, y lo que eso significó para su época y para la posteridad.

El liderazgo, que es mi tema de partida, es un asunto que está hoy muy de moda. Buscando en internet aparecen literalmente millones de enlaces a cursos de liderazgo. Parece que el mundo entero, desde las escuelas de negocios a Oprah Winfrey, anda en el negocio de enseñarles a los demás a triunfar como líderes, y muy a menudo prometen conseguirlo en solo unas pocas horas o unos pocos días. Le hacen a uno pensar cómo es posible que aún quede alguien desempeñando el papel de seguidor. Pero, como ha señalado el historiador estadounidense Garry Wills, no todo el mundo puede, ni quiere, ser líder. El triunfo del liderazgo depende, entre otras cosas, de algunas cualidades inherentes, como la habilidad de motivar e inspirar a los demás, pero todos conocemos a alguien de gran talento que nunca llegó a tanto como prometía.

Durante muchos años, los demócratas estadounidenses vivieron en la esperanza de que Adlai Stevenson llegara a ser otro Franklin Delano Roosevelt. Stevenson tenía el mismo tipo de contactos sociales, y el brillo, el encanto y la voluntad reformista. Y sin embargo, no estaba dispuesto a bregar para salir elegido; los votantes reconocerían su talento sin necesidad de mayores esfuerzos por su parte, o así lo dio por sentado. Y tampoco estaba dispuesto a pronunciarse demasiado. Siendo embajador de su país ante las Naciones Unidas, secundó a su gobierno, que negaba haber estado implicado en el frustrado intento de derrocar a Fidel Castro con la invasión de Bahía Cochinos. Al darse cuenta de que también le habían mentido a él, se puso furioso contra el presidente Kennedy, pero ante un amigo dejó claro que no estaba pensando ni en enfrentarse públicamente con él ni en dimitir. “Eso sería quemar mis naves”, dijo. En cualquier caso, estaba disfrutando mucho, demasiado, de hallarse en las Naciones Unidas y en los círculos sociales de los diplomáticos. Stevenson murió joven, y sus obituarios insistieron mucho en las grandes esperanzas que se habían depositado en él, sin resultados al final.

La persona que triunfe como líder debe tener, para empezar, ambición, e incluso una ambición implacable. David Lloyd George, que llegaría a primer ministro británico, era joven y pobre, y vivía en una remota esquina del norte de Gales, cuando le escribió a la mujer con la que esperaba casarse: “Mi idea suprema es ser alguien, y lo voy a sacrificar todo a esta idea… excepto, espero, la honradez. Estoy dispuesto a dejar que la fuerza de mi Juggernaut atropelle hasta al amor si se le interpone…”. Hoy, esta franqueza nos chocaría mucho. Aunque se considera perfectamente correcto querer triunfar en el mundo financiero, en Silicon Valley o en un deporte, en los políticos la ambición se ve como algo censurable. La serie House of Cards, tan celebrada, muestra un Londres (y un Washington, en su versión americana) donde los políticos mienten y hacen trampas y tratan de alcanzar el poder sin medir los límites ni pararse en barras. Deberíamos recordar que, en otros tiempos y en otros lugares, la ambición política despertaba admiración. En la Roma de la república, como ha destacado Tom Holland en su fascinante libro Rubicón, de los jóvenes que ya eran ciudadanos se esperaba que participaran en la vida pública y que se esforzaran por servir al gobierno. Sus conciudadanos serían los jueces de esa tarea porque, según dijo un observador: “Los romanos, más que ninguna otra nación, perseguían la gloria y abrigaban grandes deseos de ser alabados”. En latín, el término honestas significaba a la vez reputación y excelencia moral. Si la ambición se centraba puramente en la ganancia para uno mismo, era una fuente de vergüenza y de censura.

Pero la ambición, por sí sola, no basta nunca para crear líderes que triunfen; necesitan persistencia y aguante. Winston Churchill sufrió un revés tras otro en el curso de su larga carrera. En 1915, se vio obligado a dimitir de su cargo como primer lord del Almirantazgo a consecuencia del fracaso de las ofensivas aliadas en Galípoli y, aunque consiguió volver al gobierno en 1917, su posterior decisión de abandonar a los liberales y unirse a los conservadores provocó que ambos bandos desconfiaran de él. Durante la década de 1930, vivió en una relativa oscuridad y, aunque nunca cesó de aspirar al cargo máximo, su carrera parecía acabada. Si no llega a estallar la Segunda Guerra Mundial, muy posiblemente nunca hubiera salido de los escaños más remotos, y hoy solo lo recordarían unos pocos especialistas en ese periodo.

El sentido de la oportunidad y la buena suerte son quizá lo que más marca la diferencia entre quedarse en la oscuridad de las bambalinas y triunfar en el centro del escenario. Napoleón Bonaparte venía de una familia modesta de la isla de Córcega, que fue capaz de mover los suficientes hilos (y de asignarse un linaje lo suficientemente noble) como para que el hijo entrara en la École Militaire, donde se formaban los oficiales. Un chico de provincias, sin fortuna ni relaciones, no hubiera podido abrigar la esperanza de ascender a general, y mucho menos a mandatario de Francia, si no llega a ser por la revolución francesa, que hizo añicos las anteriores estructuras de gobierno. La subida de Napoleón al poder fue posible gracias a la revolución. Su gran general de caballería, Joachim Murat, hijo de un posadero, no hubiera podido ni entrar en la escuela de oficiales antes de 1789 pero, gracias a la revolución y a sus propios talentos, Murat llegó a mariscal de Francia y a rey de Nápoles y de Sicilia.

Napoléon fue un dictador que ejerció lo que el gran sociólogo alemán Max Weber describía como “el liderazgo carismático”. Estaba al mando no por su cargo, sino por su carácter. Su encanto, su extraordinaria memoria y su igualmente extraordinaria capacidad de trabajo, su asombrosa habilidad para tomarle la medida al enemigo durante la batalla y aprovechar el momento de vacilación en sus filas… todos estos factores crearon a un individuo que podía empujar a los demás a luchar y a morir. Su gran oponente, el duque de Wellington, que no era un hombre dado a la exageración, decía que la presencia de Napoleón en el campo de batalla valía por cuarenta mil soldados.

Los tres hombres en quienes me voy a concentrar a continuación –Otto von Bismarck, William Lyon Mackenzie King y Franklin Delano Roosevelt– eran en muchos aspectos muy distintos de Napoleón, y no solo porque lo fueran sus tiempos y sus circunstancias. Pero, como él, fueron capaces de maniobrar entre los objetivos a largo plazo y las tácticas inmediatas, poseían a su vez la habilidad de percibir los estados de ánimo y las corrientes de su época y podían, cuando era necesario, aprender de sus fracasos y cambiar de táctica, aunque no de opinión. Y, lo que es igualmente importante, el curso de la historia les dio una oportunidad, y ellos la aprovecharon.

Nos cuesta recordar lo joven que es Alemania como país (cuatro años más joven que Canadá, de hecho) y damos por supuesto que, a pesar de su turbulenta y torturada historia, estaba escrito que llegara a existir. El nacionalismo fue una fuerza poderosa, quizá irresistible, en la Europa del siglo XIX, y el nacionalismo germano era una de sus más poderosas manifestaciones. Los poetas, los maestros y los políticos se habían ocupado, muchas veces de forma deliberada, de crear la imagen de un pueblo alemán unido por el idioma y los valores compartidos. Los hermanos Grimm no recogieron los cuentos de hadas alemanes para divertir ni asustar a varias generaciones de niños, sino para demostrar que había una cultura alemana única. Los historiadores escribían sobre una nación distintiva, que había resistido el paso de los siglos; qué significado político tenía eso, sin embargo, estaba aún por decidir a mediados del siglo XIX. Durante las revoluciones de 1848, fueron muchos los nacionalistas que tuvieron la esperanza de que la confederación alemana, bajo la que se unían unos treinta y nueve estados y territorios germanoparlantes (entre ellos, las zonas alemanas del imperio austriaco), fuera capaz de dotarse de una constitución nueva, más liberal, y reforzarse quizá bajo el mando del rey de Prusia o del emperador de Austria. Otros preferían quedarse como estaban. No era inevitable en absoluto que apareciera un único estado alemán; a fin de cuentas, los angloparlantes del mundo no se veían ni se ven como miembros de una misma unidad política. El nacionalismo alemán podría haber cursado en direcciones distintas, quizá haciendo de amalgama para algunos de los territorios alemanes separados, y dando pie a la creación de unos pocos estados germanos con autogobierno: Baviera, Prusia, la Sajonia y las zonas alemanas del imperio austriaco (gran parte de las cuales se convertirían más adelante en el pequeño estado de Austria).

De no ser por Otto von Bismarck, Alemania –como la hemos conocido en los siglos XIX y XX– muy posiblemente no hubiera existido. Gordon Craig, uno de los más destacados historiadores de la Alemania moderna, no tiene reparos en empezar su historia del país con Bismarck. “Si él no hubiera llegado a lo más alto en la política prusiana –dice Craig–, es probable que la unificación de Alemania se hubiera producido igualmente, pero con seguridad no al mismo tiempo ni de la misma manera en que se produjo”. El imperio austriaco tenía la historia de su parte, porque siempre había sido la fuerza dominante entre los estados germanos. Los Habsburgo, sus gobernantes, llevaban siglos monopolizando casi por completo el título de Sacro Emperador Romano y dominando así, al menos en teoría, todos los territorios germanos, y de paso gran parte del resto de Europa. Tenían fuertes lazos históricos y dinásticos con la mayoría de los estados germanos, sobre todo con los del sur, donde las familias dominantes eran católicas, como los propios Habsburgo. Y muchos de estos estados alemanes –Baviera, por ejemplo– miraban a Prusia con temor y desconfianza.

El hecho de que la unificación, cuando llegó, se realizara no bajo la égida del imperio austriaco sino de Prusia tuvo mucho que ver con el hombre que se convirtió en el primer ministro de ese país. Guillermo I de Prusia, desesperado, nombró a Bismarck en 1862 con la esperanza de que fuera capaz de resolver la crisis constitucional interna. El rey no tenía la menor intención de enfrentarse con Francisco José, el emperador Habsburgo, ni de excluir a Austria de la Confederación Germánica, ni siquiera de reunir al resto de los estados germanos en una gran nación potente en cuyo trono estuviera él. Bismarck tenía otras ideas: su objetivo era una Alemania unida bajo el liderazgo de Prusia y bajo una corona prusiana. Y esto significaba meter en vereda a los demás estados germanos y despojar a Austria de su papel dentro de la Confederación Germánica. Con este objetivo en mente, Bismarck estaba dispuesto a usar todo tipo de herramientas, desde la diplomacia hasta, como él mismo dijo en un discurso que se hizo famoso, “la sangre y el hierro”. Bismarck no era belicista; más bien, podía usar la guerra para conseguir sus objetivos si le parecía la opción más eficaz. Además, sabía medir el momento, como también supo hacer Helmut Kohl más de cien años después, al ver tras la guerra fría que disponía por poco tiempo de una ventana durante la que reunificar las dos Alemanias. Desde el momento en que Guillermo le asignó el cargo de primer ministro hasta 1890, cuando el nieto de Guillermo (ya convertido en Guillermo II de Alemania) lo despojó de él, Bismarck dominó la política prusiana y luego la alemana y fue el dueño de las relaciones internacionales de Europa.

Ninguno de los líderes alemanes de su época le hizo sombra, ni por su brillantez como hombre de estado, ni por su carácter despiadado y cínico. Bismarck era implacable con sus subordinados y brutal con sus enemigos, que a lo largo de los años llegaron a ser muchos. Mentía sin vacilaciones y les echaba la culpa a los demás de sus fallos sistemáticamente. Sus ataques de cólera eran terroríficos y, aunque era cristiano, no parecía creer en el perdón ni en el olvido. Si alguien lo hacía enfadar o simplemente dejaba de parecerle útil, lo abandonaba sin vacilación. Un diplomático británico que llegó a conocerlo bien decía: “La parte demoníaca es más fuerte en él que en ningún hombre que yo haya conocido”. Y sin embargo, también podía ser, cuando le apetecía, encantador y divertido. Bismarck alcanzó grandes logros con la mera fuerza de su personalidad, que, como casi todo lo suyo –incluyendo su energía, su capacidad de trabajo y su apetito– era grandiosa. (Dos huéspedes que se alojaron en su casa en cierta ocasión se quedaron boquiabiertos al ver la bacinilla de su cuarto, que era mucho mayor de lo normal).

Bismarck provenía de un entorno a primera vista poco propicio para crear una personalidad tan extraordinaria. Los de su clase, los júnkers prusianos, tenían fama de caballeros de campo, estólidos, temerosos de Dios y convencionales, hombres que se enorgullecían de su genealogía, de los contactos familiares y de su servicio al estado prusiano, casi todos de carácter conservador, desconfiados del mundo moderno y de todo el que fuera distinto de ellos (lo que incluía a los liberales, a los capitalistas y a los judíos). A los júnkers tampoco les daban ninguna confianza los personajes vistosos y excéntricos; en su clase se valoraban cualidades como la modestia, la religiosidad, la capacidad de trabajo, el autocontrol… y la autodisciplina. Bismarck fue durante toda su vida profundamente hipocondriaco y sufría largos accesos de autocompasión. Los jóvenes de las familias júnkers acababan frecuentemente en la carrera militar y, en caso de necesidad, morían por Prusia sin queja alguna. Pero Bismarck hizo todo lo posible para librarse del servicio militar obligatorio y años después, con la desfachatez y el autobombo que ponía en gran parte de sus actos, aseguraba haber sido un soldado de lo más probo, feliz de vestir el uniforme de oficial, para indignación de los generales prusianos.

Los primeros años de Bismarck no dieron mucha indicación del fenómeno que llegaría a ser, y no parece que tuviera una infancia particularmente feliz. Sus padres eran una pareja muy poco unida: un hombre de carácter débil, bienhumorado, poco práctico y dominado por su mujer, que era bella, inteligente y fría. El hijo llegó a odiarla, a ella y a todas las mujeres que se le parecieran, como la mujer de su rey, Guillermo I. En la escuela primaria el joven Bismarck no destacó en nada, y según parece pasó gran parte de su época universitaria jugando y apostando. Su primer trabajo fue de oficina, y lo desempeñó con marcada pereza y contrayendo numerosas deudas. Cuando lo dejó para dedicarse a gestionar el patrimonio familiar, sus excéntricas hazañas le hicieron merecer el apodo de “el júnker loco”: se le veía galopar como un poseído y, en cierta ocasión, pegó un tiro de pistola a la ventana de la habitación de unos invitados para despertarlos.

Bismarck además se aburría, tanto “que me dan ganas de colgarme”, como le escribió a su padre en una carta. Y sin embargo, para entonces su suerte (que desempeña un papel importante en esta historia) estaba a punto de cambiar. En 1847, uno de los delegados del distrito de Bismarck en el parlamento prusiano cayó enfermo de repente. Los júnkers, sorprendemente, se olvidaron de su desconfianza hacia Bismarck y lo eligieron para cubrir el hueco. El joven se dedicó a la política con entusiasmo y, lo que es más importante, descubrió que se le daba bien. Enseguida se ganó fama de persona a la que tener en cuenta… y de persona con muy pocos principios políticos. En cierta ocasión dijo: “Si tuviera que ir por la vida sobre la base de los principios me sentiría como quien avanza por un sendero angosto del bosque con un palo largo en la boca”. Su única idea y guía en términos de política interior era conservar la fuerza del estado prusiano, y luego del alemán, y para Bismarck eso era sinónimo de un gobierno central fuerte en nombre del rey. (A pesar de que fuera el propio Bismarck quien ejerciera ese poder desde detrás del trono).

Cuando llegó al cargo máximo en 1862, tomó la costumbre de ganarse a los seguidores y dividir a la oposición apelando a los intereses particulares, ofreciendo incentivos o por la mera intimidación. Los liberales prusianos, que nunca habían sido muy partidarios suyos, acabaron por avenirse, entre otras cosas porque las sucesivas victorias en las guerras alemanas de unificación les despertaron el instinto nacionalista. A la clase obrera, cada vez más nutrida, y al movimiento socialista, les tapó la boca, al menos durante una temporada, con el sufragio masculino universal en las elecciones al nuevo Reichstag y con la promulgación del programa de beneficios sociales más avanzado e inclusivo de toda Europa. Sin embargo, nunca consiguió crear una coalición duradera; de hecho, sus valores y sus formas de actuar no iban al paso de la Alemania moderna que iba emergiendo. Por el contrario, siempre confió en el apoyo del hombre que realmente contaba en Prusia: el rey Guillermo I.

El rey prusiano era un hombre digno y tradicional, y no especialmente listo ni perspicaz; en otras palabras, lo contrario de su primer ministro. Le disgustaban buena parte de las cosas que hacía Bismarck y cómo las hacía: los enfrentamientos y las crisis, muchas veces fabricados; las derrotas del imperio austriaco primero y luego de Francia; la oposición de gran parte de la opinión pública alemana y de Europa. Sin embargo, en cierto nivel el rey reconocía que tanto él como su dinastía necesitaban a Bismarck aunque, como él mismo se quejó sin acritud en cierta ocasión, “es duro ser káiser bajo Bismarck”. Y dado que bajo la constitución prusiana primero y luego bajo la alemana, el monarca tenía la última palabra sobre la política exterior y la de defensa, y eran los gobiernos quienes respondían ante él y no al revés, Bismarck fue capaz, en nombre de Guillermo, de ejercer un gran control sobre los asuntos internos y los del extranjero. La relación entre estos dos hombres estuvo marcada por terribles discusiones, con portazos, llantos y gritos. Bismarck caía víctima de intensas jaquecas y ataques de vómitos, asegurando que se moría, y amenazaba con dimitir cada poco. Al final, era siempre Guillermo quien se echaba atrás. Después de una de estas escenas, le escribió a Bismarck que no debía dimitir: “Vivir con usted y coincidir con usted de todo corazón es mi mayor felicidad” (subrayado dos veces).

También ayudó el hecho de que el rey tuviera una larga vida, de forma que Bismarck disfrutó de su apoyo durante veintiséis años. Si Guillermo hubiera muerto a los setenta y algo, es casi seguro que su sucesor, Federico Guillermo, hubiera prescindido de Bismarck y hecho todo lo posible para que Alemania se convirtiera en un estado más liberal y constitucional. (La esposa de Federico Guillermo, Vicky, era una mujer de carácter enérgico, la hija mayor de la reina Victoria, y detestaba a Bismarck). Cuando Guillermo murió por fin a los noventa y un años de edad, en 1888, Federico Guillermo estaba gravemente enfermo y solo vivió noventa y nueve días más. Su hijo Guillermo II, errático y complicado, no pudo aguantar la vida a la sombra de Bismarck y lo despidió en 1890. Una viñeta del tebeo Punch que se hizo muy famosa rezaba: “Arrojamos al piloto”.

El apoyo que tenía en su propio país explica parte de los logros de Bismarck, pero también en esto tuvo la suerte de que Europa estuviera experimentando grandes cambios. En cierta ocasión, le dijo a un amigo que no se podía jugar al ajedrez si, de las sesenta y cuatro casillas del tablero, dieciséis estaban ya tomadas. Cuando empezó a crear Alemania, el tablero de ajedrez estaba libre por entero. Su Prusia era una potencia en alza, y ya disponía de un ejército potente (como decía el viejo chiste, Prusia no era un país que tuviera un ejército, sino un ejército que tenía un país), y a partir de 1850 su economía fue creciendo a buen ritmo. Esto le brindó a Bismarck, según sus palabras, el oro que necesitaba para expandir y equipar al ejército prusiano, y la ventaja económica que le permitía meter en vereda a los demás estados germánicos. El gran rival de Prusia, el imperio austriaco, iba desdibujándose bajo los muchos problemas que le causaban los diversos nacionalismos internos. La potencia conservadora que era Rusia, y que podría haber intervenido para prevenir unos cambios súbitos y de gran alcance en Europa, estaba muy concentrada en sí misma tras la guerra de Crimea (1853-1856) y ya no se hallaba muy dispuesta a cooperar con las demás potencias –Francia, Gran Bretaña y el imperio austriaco–, que se habían unido al imperio otomano, su viejo enemigo, para atacar a Rusia. Francia, al mando del vanaglorioso Napoleón III a partir de 1848, tardó bastante en enterarse del desafío que le estaba planteando Prusia. Los franceses habían acogido con alegría la derrota de la monarquía conservadora austriaca, pero no se dieron cuenta de que Prusia y sus aliados de la Confederación Germánica se estaban convirtiendo en una potencia fuerte en la frontera francesa. Gran Bretaña, como mucho, veía con buenos ojos el despegue de una Alemania unida pero, como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia, estaba más centrada en sus intereses trasatlánticos que en lo que sucedía en el continente.

Bismarck nunca hubiera sido capaz de convertirse en el hacedor de la Alemania moderna y en el dueño de Europa sin la combinación del nacionalismo alemán, la fuerza prusiana y el inestable escenario internacional europeo. Tuvo la inmensa suerte (aunque el resto de Europa no pueda decir lo mismo) de haber nacido en un momento y en unas circunstancias que le permitieron poner en práctica sus indudables talentos. Si hubiera nacido algo antes, en la misma familia de la nobleza rural, podría haber sido, como casi todos los de su entorno, un oficial cualquiera del ejército real, o un funcionario. En una carta que escribió cuando solo tenía diecinueve años, pintaba el retrato de un Otto von Bismarck que malgastaba los días en su hacienda campestre, aterrorizando a sus peones, a sus perros y a los sirvientes, pero que vivía bajo el yugo de su mujer, un Bismarck alternativo que se pasaba los días cazando, bebiendo demasiado y ocupándose de la gestión de sus fincas. “Me pondré piripi el día del cumpleaños del rey, y le diré vivas a grito pelado, y el resto del tiempo estaré despotricando o diciendo, cada dos frases, ‘Caramba, qué espléndido caballo’”.

En 1862, y tras ponerse de acuerdo con Austria, Bismarck provocó la guerra con Dinamarca para hacerse con los ducados de Schleswig-Holstein. Al cabo de un año, ya estaba pensando si habría llegado el momento de lanzar un ataque sorpresa sobre su otrora aliado, pero optó por utilizar el asunto de la disposición de los ducados para iniciar una serie de disputas con Austria. Al llegar el verano de 1866, Bismarck estaba listo; tanto Rusia como Francia habían acordado mantenerse neutrales, y el ejército prusiano, que no se había defendido bien contra Dinamarca, se hallaba en ese momento reorganizado, y los soldados de infantería disponían de rifles nuevos, los más modernos de toda Europa. Sin embargo, y tras una escena tormentosa, Guillermo se negó a atacar a Francisco José, al que veía como un monarca de mayor rango. Al final, el rey echó de la sala a Bismarck, y le prohibió mencionar ese asunto nunca más. Bismarck se fue derecho a contárselo todo a un confidente, quejándose de que “estaba hecho trizas, moral y físicamente, que ese día se había hecho añicos el trabajo de toda su vida, el establecimiento del imperio alemán, y que desde allí se iría directamente a su casa para enviar su dimisión”. El amigo trató de calmarlo, y le rogó al rey que lo recibiera de nuevo. Guillermo capituló casi de inmediato, y Bismarck reapareció jubiloso, diciendo tras beberse de un trago media botella de coñac: “Te doy las gracias de todo corazón: es la guerra”.

El 3 de julio, en Königgrätz (lo que hoy es Hradec Králové, en la República Checa), el ejército prusiano le infligió a Austria una derrota decisiva, tras la que ese país tuvo que firmar la paz aceptando el fin de la Confederación Germánica, sustituida por una nueva Confederación Alemana del Norte bajo control prusiano. La propia Prusia aumentaba de tamaño al anexionarse el territorio de algunos estados, por ejemplo Hanover, que habían apoyado a Austria. Los demás estados alemanes del sur, entre ellos Baviera, se vieron forzados a firmar tratados con Prusia, y a partir de entonces sus días como entes independientes estuvieron contados.

En 1870, dándose cuenta de que a la consolidación de Prusia como estado dominante en todo el sur solo se le oponía Francia, Bismarck consiguió de nuevo provocar un encontronazo, partiendo de una cuestión en principio poco conflictiva: quién iba a ser el sucesor al trono de España. Los franceses le ponían objeciones a un candidato que era pariente lejano de Guillermo de Prusia, y este aceptaba las objeciones en cuestión, e incluso llegó a acordar con el embajador de Francia, durante una charla en el balneario de Bad Ems, que se retirara el nombre del aspirante de marras. Pero el embajador francés tuvo la poca visión de exigirle al rey la seguridad de que nunca iba a apoyar una candidatura semejante. Guillermo, con la cortesía de costumbre, no quiso acceder, y luego le envió a Bismarck un telegrama contándole neutralmente lo sucedido. “Menudo golpe de suerte”, recordaría Bismarck tiempo después. Lo que él hizo fue retocar el telegrama para que pareciera decir que su señor había echado al embajador francés con cajas destempladas, y luego lo filtró a la prensa. En Francia ya los ánimos contra Prusia estaban caldeados, y el Telegrama de Ems, como llegó a conocerse, prácticamente daba por sentada la guerra.

Bismarck ya se había asegurado de que la escena internacional, como antes Austria, estuviera a favor de Prusia; no era probable que ninguna de las demás potencias interviniera a favor de Francia. Y en esta ocasión Prusia disponía de un ejército aún más potente, con mejores armas de infantería y una estructura de mando más cohesionada. El 2 de septiembre, tras una serie de derrotas, las fuerzas francesas se rindieron en los alrededores de la localidad de Sedán, muy cerca de la frontera con Bélgica. Los representantes de los estados alemanes del sur, que seguían la batalla desde un monte cercano, supieron que estaban contemplando también el fin de su independencia. El 18 de enero de 1871, se proclamó el nuevo Reich alemán en la gran Galería de los Espejos de Luis XIV en Versalles. Guillermo era ahora emperador de Alemania, y a su lado estaba Bismarck, el verdadero creador del Segundo Reich. Dentro de Alemania, Bismarck concentró todo el poder en manos del rey, y por tanto en las suyas, consiguiendo enfrentar a los demás partidos políticos entre sí. En el extranjero, dejó aislada a Francia, mientras el resto de las potencias simpatizaban con Alemania o por lo menos se mostraban neutrales, y durante dos décadas dirigió el desarrollo de su país, que se convirtió en la potencia europea dominante, tanto en lo militar como en lo económico. Gracias a Bismarck, a partir de 1871 Europa ha sido siempre, de una forma o de otra, una Cuestión Alemana.