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TANTO PARA NADA

Ana García-Ramos del Castillo

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A mi familia: A los que están y a los que se marcharon para siempre...

PRÓLOGO

Es todo un privilegio para mí haber sido la persona en la que Ana García-Ramos del Castillo pensara para estas palabras de salutación que preceden a la novela Tanto para nada y el privilegio resulta doblemente gratificante si tenemos en cuenta que se trata de su primera novela o, lo que es lo mismo, del inicio de una andadura que auguramos será fructífera y plenamente satisfactoria.

Esta vez, Ana ha optado por adormecer sus pinceles y sus óleos para emprender el fabuloso encuentro con el mundo de las palabras, no sin descartar que también la pintura posee su propio lenguaje y de eso Ana sabe mucho a través de su larga trayectoria como pintora. Por otra parte, no parece casual que sus aspiraciones creativas se extiendan desde el lienzo hasta la escritura, porque esta mujer con ansias de crear y manifestar sus dotes artísticas, ha recibido, seguramente desde su cuna, la importante influencia de sus padres, de quienes ha sabido captar su amor y dedicación por la pintura y las letras.

Esta novela es, sin duda alguna, el resultado de una intensa labor creativa, pero también el de una abnegada entrega a la investigación. No conforme su autora con deleitarnos con un argumento sugestivo y sumamente interesante, nos va conduciendo, página a página, a todo un mundo pleno de curiosidades y datos históricos, que hacen de su novela una lectura atractiva y rica en matices. El lector, va cayendo en la cuenta de que junto al desarrollo de la historia narrada, Ana nos va colmando de una serie de conocimientos que nos enriquecen, tanto por tratarse de hechos propiamente históricos, como por adentrarnos en nuestras ancestrales costumbres, donde la tradición popular y el exquisito manejo de la autora en describir los detalles, hacen de esta novela un punto de referencia obligado para conocer el entramado de la vida cotidiana de nuestras islas a principios del siglo XX, concretamente en el ámbito de Tacoronte –La Caridad–, La Laguna y Santa Cruz.

El protagonista de Tanto para nada, José, revela una historia real que su autora maneja con acierto y dominio de la situación narrativa, pero además de ser el personaje principal sobre el que recae todo el argumento, José es también un importante hilo conductor para conocer de primera mano las costumbres de la época. Es ese personaje que da vida a un adolescente al que se le brinda la oportunidad de formarse y estudiar en un tiempo en que esta faceta era sólo un sueño para la mayoría de los jóvenes de su edad y que él aprovecha con ahínco para salir adelante en un prometedor futuro que le venía asegurado por sus excelentes dotes de estudiante y su excelente inteligencia.

Su ingreso en el Instituto Instituto General y Técnico de Canarias (hoy conocido como Canarias Cabrera Pinto) supone para el lector una crónica de primer orden para conocer los entresijos de los modelos de estudios de la época, por no mencionar la importante aportación de la autora a la hora de saber la historia de dicho Instituto, centro fundamental de la enseñanza en Canarias en la época en que nuestro protagonista discurre por sus aulas, así como por cada uno de los puntos de interés de que disponía el citado centro y de cómo se iba conformando, pieza a pieza, hasta convertirse en un fundamental punto de referencia de la Enseñanza en Canarias.

Al terminar sus estudios en el Instituto, José emprende su nueva etapa como estudiante en Madrid. Al llegar a esta ciudad, nuestro protagonista nos conduce por un Madrid que reconocemos en las páginas galdosianas. La descripción de calles emblemáticas, Cafés de la época, instituciones como la Residencia de Estudiantes, donde se daban cita encuentros puntuales de intelectuales que intercambiaban sus opiniones sobre literatura o política, forman un interesante y atractivo conglomerado de aquel Madrid de principios del siglo XX y que llega al lector de Tanto para nada a través de la correspondencia que José mantiene regularmente con su familia, donde va haciendo hincapié en cada detalle de su entorno. En este sentido, si tuviéramos que elegir las líneas donde la autora hace mayor alarde de su capacidad narrativa y su inclinación por dar vida a los detalles, nos quedaríamos con aquellas que conforman la pensión donde se hospedaba José. Ana García-Ramos del Castillo muestra, con gran maestría, el acogedor ambiente que rodea a aquella estancia, especialmente la descripción que hace del día de Nochebuena de 1911, la primera que José pasaba sin su familia y que Petra, la casera, consciente de ello, se esmeró en preparar con entusiasmo una cena lo más parecido a lo que nuestro protagonista pudo tener de familiar y que agradeció sobremanera al sentirse tan lejos de los suyos.

La novela se va desarrollando a la par de la trayectoria que José se va fraguando como estudiante. Ser reconocido como un destacado estudiante le fue abriendo puertas hacia Europa, pero el éxito de José depende de la vida misma y, como tal, está sujeto a los reveses que el destino le tiene preparado. «¡Mi niño, mi pobre niño, sacrificios, ausencias, estudios... tanto para nada!» es la exclamación de una madre mientras estruja, impotente, un telegrama.

Desde estas páginas, le damos una cordial bienvenida a Ana García-Ramos del Castillo al maravilloso mundo de las letras, de la imaginación, de la creación literaria y del fantástico don de saber contar una bella historia. Le auguramos un exitoso trayecto hacia la senda de la Literatura.

Cecilia Álvarez González

La Laguna, abril de 2013

En el frondoso bosque de Agua García, en Tacoronte, donde crece la laurisilva a merced del alisio, mi abuela tenía un jardín encantado.

Un lugar en el que plantó flores para esconder, con ellas, una tristeza muy grande...

El Ortigal, marzo de 1898

Un coche, tirado por cuatro mulas, subía lentamente la cuesta de la carretera de El Ortigal. En el pescante, tirando de las riendas, iba José, quien, de vez en cuando se volvía para conversar con su esposa Petra y sus tres hijos mayores, María, Hortensia y José Julio. Se dirigían a La Finca del Monte, un terreno de seis hectáreas que José había heredado de su padre en 1865, y que se encontraba en Agua García, Tacoronte.

El día había amanecido despejado, apenas unas nubecillas blancas se esbozaban en el azul del cielo. La mañana se presentaba ideal para organizar una excursión familiar.

A ambos lados del camino el paisaje se descubría como un valle abierto, salpicado de arboledas, con humildes casitas dispersas y conectadas entre sí por caminos y veredas. El incipiente sol matinal hacía refulgir el fluorescente amarillo de las trebinas de las cunetas y arrancaba hilillos de vapor de los surcos del terreno. Una vez arada y abonada, la tierra lucía esponjosa y suelta, deseosa de recibir las semillas, que el abnegado campesino depositaría en ella.

Aquela campiña tan fecunda fue, durante décadas, el granero de Tenerife. Allí crecían, con vigor, todo tipo de cereales. El manto de tierra era tan fértil que llenaba los graneros de la comarca.

A los mercados de La Laguna y de Santa Cruz llegaban, además, las mejores papas que también se plantaban en la zona. Todo aquel fructífero valle se desplegaba a ambos lados del polvoriento camino.

Hacia arriba, la vista se perdía en la espesura del monte de laurisilva que redondeaba y tapizaba de verde las elevadas cumbres.

José con aquel paseo, pretendía alegrar a su mujer, pues le estaba costando mucho superar la inesperada muerte de una de sus gemelas. Del trágico suceso, había pasado ya algo más de un año.

Las niñas habían nacido idénticas, sanas y rollizas. Toda la familia estaba como loca de contenta con el inesperado acontecimiento, pues en aquellos tiempos tener dos hijos en el mismo parto era una sorpresa que no se desvelaba hasta el mismo instante del alumbramiento.

Sucedió que Petra, al no tener leche suficiente para alimentar a las dos niñas, necesitó contratar a una nodriza. Todo iba bien hasta que esta, comenzó a enfermar y al continuar amamantándolas fue transmitiendo su mal a las pequeñas gemelas. La funesta consecuencia fue que una de las niñas murió.

Idénticas las dos, Lucila Anastasia solo tuvo tiempo de que la bautizaran con ese nombre. La que pudo sobrevivir, María del Carmen, lo hizo con una secuela que al poco tiempo descubrirían. Al parecer, un envenenamiento de origen desconocido, terminó por acabar con tres vidas ya que la nodriza, y su recién nacido, fallecieron también al poco tiempo.

José estaba ilusionado con poderle enseñar a su mujer y a los niños las mejoras que, últimamente, había hecho en la finca. La pequeña Mª del Carmen no iba con ellos, pues acababa de cumplir un año y su frágil salud lo desaconsejaba. La habían dejado al cuidado de una muchacha que trabajaba en la casa, quien se había encariñado especialmente con la niña.

El padre deseaba que el viaje sirviera para alegrarlos, pues hacía bastante tiempo que no iban de excursión todos juntos.

El camino se hacía lento pues al ser en cuesta, a las mulas les costaba mucho más tirar del coche. En el recorrido se cruzaban con otros carros. El sendero era bastante estrecho y había que pasar con cuidado. Los que bajaban se veían obligados a accionar los frenos, pues la pendiente hacía que bajaran ligeros. Unas veces, la parada era obligada, no tanto por la estrechez de la senda como por corresponder a los saludos. Comenzaba entonces un ritual que se repetía cada poco. Se levantaban los sombreros, se preguntaban por cómo andaba la familia, y se solían contestar: –bien, gracias a Dios todos buenos– acababan, deseándose mutuamente mucha salud para todos. Así era siempre, porque, por entonces, todo el mundo se conocía.

Reanudada la marcha, los ocupantes se recreaban viendo las huertas cultivadas con esmero. Los campesinos, trabajando de sol a sol, conseguían transformar los terrenos baldíos en productivos que a la vista se antojaban como una gran alfombra multicolor.

Más saludos a lo lejos. Alguien que cargaba un burro levantaba cortés su brazo. En el campo había una norma no escrita, la gente se saludaba aunque no se conociera.

Al llegar a una fuente al borde del camino, ya en Agua García, hicieron un alto para desentumecer las piernas y para dar de beber a las exhaustas mulas. Desde allí se podía disfrutar de una magnífica panorámica. Hacia abajo se extendía toda la campiña de Tacoronte, con sus arboledas y viñedos. Un poco más lejos resplandecía un mar que se perdía desdibujado en el horizonte. Hacia arriba las montañas ondulaban tapizadas de mil matices de verde.

Tras la última de las pendientes llegaron, por fin, a la finca. Aun sin detenerse el coche, los niños, impacientes por entrar, saltaron por encima de la portezuela, corriendo ansiosos hasta la portada.

Una vez que José la hubo abierto, salieron todos trotando hasta perderse entre los matorrales. El carro entró en la propiedad y avanzó un trecho por un angosto camino que, nuevamente, volvía a tener una suave pendiente.

En un momento dado tiró de las riendas. Hizo que el coche girara a la izquierda, caminara unos metros y, finalmente, se detuviera en un claro bastante amplio y completamente llano. Allí se apeó la pareja.

José le contó a Petra todo aquello que había hecho plantar a lo largo de aquel año en el que su mujer no había vuelto por allí: le habló de los manzanos que comenzaban a dar sus primeras reinetas, del incipiente bosquecillo de pinos canarios, de los dos o tres robles que ya despuntaban casi en el centro de la propiedad, y de los cupresos que había puesto en la linde; estos últimos –le dijo– servirán para delimitarla.

El monte de laurisilva empezaba a extenderse y, por tanto, comenzaba a poblar el terreno. Por todas partes germinaban laureles, barbuzanos, tilos y viñátigos, todo aquello que constituía el tan apreciado bosque de laurisilva canario.

José y Petra dieron voces para reunir a sus hijos, pues el padre tenía algo importante que anunciarles; estos andaban desperdigados correteando y jugando al escondite entre la maleza. Al punto aparecieron desgreñados y con las ropas llenas de hojas y matojos. Una vez todos reunidos, José les comunicó en medio de aquel claro:

–Hijos, tengo algo que enseñarles –dijo con tono algo solemne.

–El año pasado –continuó tras una pausa– hice que plantaran estos cinco cupresos que ven aquí. Los quería poner juntos, porque quiero que ustedes así se mantengan. Cada uno de ellos me recordará a cada uno de ustedes. Ya sé que ahora son cuatro, pero cuando los planté teníamos una hija más. Aunque la pequeña Lucila ya no esté con nosotros, será un bonito modo de evocarla. Estos árboles se hacen muy grandes y muy fuertes, del mismo modo, yo quiero que se hagan ustedes...

Lo que José no sabía era que no llegaría a ver crecer ni a los unos ni a los otros...

La Caridad, mayo de 1900

Con el cambio de siglo, el día 15 de mayo José Fernández del Castillo Hernández-Abad falleció. No llegó a terminar su mandato como alcalde de Tacoronte, ni tampoco ver crecer a sus hijos. Los plátanos del Líbano, mandados a plantar por él en la Plaza del Cristo de su pueblo, jamás llegarían a darle sombra. Si acaso sus raíces fueran a dar con sus huesos en las profundidades del cementerio cercano de Santa Catalina, donde reposarían para siempre.

Tampoco podría llegar a ver la esbeltez con la que crecerían, con el tiempo, los cinco cupresos de La Finca del Monte. Otros serían los ojos que los vieran, tal vez, los de algunos de aquellos en cuyo recuerdo fueron plantados, tal vez, los de algunos de los hijos de estos, tal vez, los de los nietos de los mismos y, por qué no, tal vez los de los hijos de estos nietos. Fue un duro golpe para la familia. Los niños no lo esperaban. Sin embargo, Petra veía languidecer a su marido hasta el punto de saber que su muerte no tardaría en llegar.

El duelo, por ser público, fue, aún más duro. No solo se moría un padre que podía ser llorado en la intimidad de cuatro paredes. Se moría un alcalde, que, en lo que pudo, hizo el bien en su municipio. Un personaje popular, querido y respetado por sus vecinos, quienes lo acompañaron hasta su última morada de la calle de El Calvario.

A lo que vino después tuvo que enfrentarse Petra sola. No tuvo más alternativa que la de sobreponerse a la tragedia. Siguió cultivando y ocupándose de las tierras como si él no le faltara. Se volvió enérgica, determinante. Montó a caballo. Lidió con peones y jornaleros y con el apoyo de su hermano Lázaro, supervisó siegas y vendimias. Alentó a sus hijas mayores para que continuasen sus estudios en la Escuela Pública de Niñas del pago de Guamasa y pagó a Rosalía, la maestra, para que acudiera a su casa por las tardes, a instruir al pequeño José, puesto que la Escuela de Niños, aún no había sido creada.

Con ello cumplía el sueño de su marido, quién viendo que la muerte le rondaba, le recordó su deseo de que su único hijo varón, estudiase una carrera.

Petra se hizo fuerte, se encargó de todo, pero no pudo evitar que por los ojos se le escapara la tristeza.

Con el tiempo, José se reveló como un alumno brillante al que Rosalía llegó a preparar para que continuase sus estudios en el Instituto General y Técnico de Canarias en La Laguna. En realidad, de los cuatro él era el que mejor aptitud demostraba para los estudios, el que más rápido aprendía, y el que constantemente demandaba más conocimientos. Su carácter inquieto y curioso le hacía ávido y deseoso de saber de todo.

A sus hermanas, la sociedad apenas les exigía mayor esfuerzo que el saber cocinar, coser y bordar con destreza y cuidar del marido y de los hijos en caso de que los tuvieran. Para ello, las chicas tenían como guía El manual de las buenas esposas.

En sus horas libres, María y Hortensia se entretenían en el cuarto de costura, en tanto que José se ocupaba de su hermana pequeña a quien llevaba de mano a todas partes, ya que la niña se había quedado casi ciega desde que su nodriza enfermara.

Ambos, jugueteando, se perdían en las vueltas del laberinto de setos del jardín, aquel que con ilusión años atrás, había diseñado el padre y que ahora espeso y tupido, se elevaba por encima de sus pequeñas cabezas. José se cuidaba mucho de no soltar a su hermana, pues sabía que no era capaz de salir sola de aquella encrucijada verde. Su padre había ideado un trazado en el que no faltaban las bifurcaciones y los tramos aislados que dificultaban encontrar la salida.

Alguna que otra vez se les unían en sus juegos las hermanas mayores, sus primos y los pocos chiquillos que había por la zona. La pandilla se aventuraba entonces a explorar las afueras de su casa.

Andaban por las veredas de la Caridad, de Garimba o de Lomo Colorado. Atravesaran sembrados y huertos. Se mecían con el trigo o comían fruta al pié de los árboles, a cuya sombra se sentaban a paladearla madura y caliente. Así sabía a gloria, el jugo de las ciruelas, la miel que rezumaban los higos, la refrescante pulpa de las manzanas o el néctar de las uvas.

El campo era una fuente inagotable de aventuras, de fantasías, de pequeñas hazañas, de descubrimientos. En él, el tiempo se detenía, las horas no pasaban y la sensación de libertad era absoluta.

La Caridad, septiembre de 1904

Llegó el día en el que José, acompañado de Manuel Cambreleng –un amigo de la familia– se vio cumplimentando el formulario en el que solicitaba al director del Instituto General y Técnico de Canarias, Adolfo Cabrera Pinto, ser admitido para realizar el examen de ingreso, paso previo e indispensable, si se superaba la prueba, para matricularse de las asignaturas del primer curso de bachillerato.

Firmaba la solicitud acompañándola de la correspondiente acta de nacimiento. En ella también le pedía al director del Centro que le comunicase el día y la hora en que se llevaría a cabo la prueba.

Ocho días después fue convocado para la misma. José estaba un poco nervioso. La noche anterior había dormido mal pensando cómo le saldría el examen. Rosalía había pasado por su casa aquella tarde para darle ánimos, pues estaba convencida de que el chico no tendría problema en salir airoso.

Sin olvidar sus palabras de aliento, venía charlando con don Manuel por el camino, tratando, de alguna manera, de no pensar en la prueba que tendría que hacer en poco tiempo. Era la segunda vez que se subía en el tranvía eléctrico. En junio de ese año había iniciado su andadura hacia Tacoronte y, desde entonces, su caminar había facilitado las comunicaciones entre el pueblo y la cercana ciudad de La Laguna.

La emoción de subirse nuevamente, el ver desfilar los paisajes ante sus ojos desde los asientos del vagón, hicieron que por un momento se olvidara para qué estaba haciendo aquel viaje.

En la Plaza de La Antigua, justo al lado de la Iglesia de La Concepción, se apearon nada más detenerse el vehículo. Allí esperaban, ansiosas, gentes que ocuparían los asientos que quedaban vacantes: trabajadores, lecheras, vendedoras y una serie de viajeros que posteriormente se bajarían en su mayor parte en Santa Cruz...

Tras una corta caminata, llegaron a la puerta del Instituto. Manuel se quedó esperándolo en la calle, deseándole que tuviera mucha suerte.

José entró decidido y se dirigió a la sala en la que ya le esperaban los examinadores. Saludó a los presentes y tomó asiento en un banco.

Un plumín, un tintero, un secante y unas cuartillas estaban dispuestas sobre el tablero de madera, esperando que el joven hiciese uso de todo ello. No era el único. Otros chicos estaban tan ansiosos como él.

Uno de los profesores presentes les indicó que el ejercicio comenzaría con un dictado.

José cogió la plumilla, la impregnó de tinta y comenzó a escribir lo que el examinador les recitaba. El texto comenzaba diciendo «Consolóse Sancho con esto, templó sus sollozos, limpió sus lágrimas y agradeció a D. Quijote...».

Dos párrafos más fueron suficientes. La letra, pese a los nervios, le había salido bien. Afortunadamente ningún borrón afeó su caligrafía y, además, creía no haber cometido faltas ortográficas. De momento, se sentía satisfecho. Aplicó el secante al texto y aguardó a que le dijeran lo que tenía que hacer a continuación.

La segunda prueba la anunció otro de los profesores: era de Aritmética. Se trataba de multiplicar un número de cuatro cifras por otro de tres. Una por una, fue realizando la operación, anotando seguidamente el resultado. Sumó la escalera de guarismos resultantes y asentó el total que al final le daba. Repitió mentalmente la operación de nuevo, la dio por buena y aplicó, nuevamente, el tampón de secante. Casi al mismo tiempo entregaron los chicos sus pruebas. Tras recogerlas uno de los examinadores les dijo:

–Esperen un minuto fuera de la clase, enseguida les diremos quiénes están aprobados.

José y sus compañeros salieron al pasillo y, tras una corta espera, la puerta del aula se abrió de nuevo.

–¿José Julio Fernández del Castillo? –preguntó uno de los profesores.

–Soy yo –contestó tímidamente el muchacho.

–Está usted aprobado –le comunicó, al tiempo que le tendía la mano en señal de felicitación.

Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Aquellas tres palabras eran las que más deseaba escuchar ese día en La Laguna. En su mente las repetía para acabar de creérselo.

Ya en la calle, corrió al encuentro de Manuel quien lo abrazó celebrando el éxito del niño.

Antes de irse para La Caridad a Manuel aún le quedaba por hacer una cosa en La Laguna. Quería cortarse el pelo y arreglarse el bigote en una moderna barbería abierta hacía poco más de dos años, en la calle de La Carrera.

Mientras a Manuel lo pelaban, José leía las revistas y periódicos que ponía el establecimiento a disposición de los clientes. De cuando en cuando miraba de reojo los frascos de lociones y afeites con los que el peluquero acicalaba a su acompañante, la pila de toallas limpias dispuestas para el aseo de cada cliente, la colección de navajas alineadas en el expositor, las tijeras, los peines y los cepillos. A él le cortaba el pelo su madre. Jamás había estado en una barbería y le pareció que aquello era algo que tendría que empezar a hacer, pues, aunque solo tenía once años, el saber que ya podía estudiar en el Instituto le hizo creer que ya se estaba haciendo mayor.

Tres días después de aprobar el examen de ingreso, volvía a La Laguna acompañado, nuevamente, por Manuel para matricularse oficialmente. El impreso encabezado por la Universidad de Sevilla, bajo la cual destacaba el título «Instituto General y Técnico de Canarias».

El formulario lo cumplimentó con los datos del año del curso 1904 a 1905. Con el tipo de enseñanza, que era oficial en su caso, con su nombre y apellidos, José Fernández del Castillo Álvarez, con el lugar del que era natural, Tacoronte, y con su edad, once años.

Las asignaturas de las que se matriculaba eran las cinco preceptivas del primer curso: Lengua Castellana, Geografía General de Europa, Nociones y ejercicios de Aritmética y Geometría, Religión de primer curso y Caligrafía.

Cumplimentaba la fecha y al final firmaban: él como futuro alumno y Manuel Cambreleng en calidad de representante del joven.

Entregado el correspondiente certificado médico –que acreditaba que el muchacho había sido vacunado, conforme a lo dispuesto por la ley– y la partida de nacimiento, a José ya solo le quedaba preguntar la fecha de comienzo de las clases.

Hasta que se iniciaran el tres de octubre, aún tenían los cuatro hermanos tiempo de disfrutar de lo que estaba siendo, meteorológicamente, una prolongación del verano.

La misma mañana que había llegado José de La Laguna, contento por haber cumplimentado su matrícula en el Instituto, habían decidido hacer una excursión después del almuerzo a una montaña cercana, escenario habitual de muchos de sus paseos.

Por la calle de La Caridad hacia abajo llegaron a la ermita del mismo nombre. Apartándose del camino, tomaron por una pequeña vereda sinuosa que atravesaba las huertas de los campesinos que vivían entonces por allí. Como ya los conocían, no hubo nadie que les cerrara el paso y menos aún que les recriminara que estuvieran cerca de sus propiedades.

Con cuidado de no pisar ningún surco que estuviera plantado, los chicos llegaron a las faldas de una pequeña loma. La Atalaya la llamaban. Se trataba, en realidad, de un cono volcánico, una esponjosa colina que para nada recordaba la ferocidad de las erupciones del magma. El tiempo había dejado crecer en sus redondeces un manto verde de escasa altura, de tal modo que la montaña parecía estar tapizada de suave terciopelo. La subida a la cima se realizaba a través de un sendero mil veces transitado que contorneaba el cono, trazando en él una espiral que con la altura se estrechaba.

El caminar por la senda dando vueltas y más vueltas hacía que el paisaje rotara como en un tiovivo. Según se ascendía, la vuelta se hacía más corta. Con la última llegaron al borde superior del pequeño volcán. En el interior del cráter la vegetación crecía al abrigo de los vientos alimentada por el agua que, al caer, se depositaba en el fondo como en la boca de un embudo. La vista hacia el exterior de la montaña era maravillosa. El tiovivo, por fin, había parado y con ello se podía contemplar la quietud inmensa del paisaje. El día estaba despejado y la panorámica hacia el norte ofrecía la imagen de El Teide en todo su esplendor. En sus faldas se desplegaba, espléndido de verdor, todo el Valle de La Orotava precedido de una sucesión de barrancos profundos guarnecidos de bosques. En la lejanía se atisbaban las costas espumosas y las desdibujadas cimas de los pueblos más distantes.

El Puerto de la Cruz aún se observaba con cierta nitidez. Los Realejos, Icod, La Guancha y San Juan de la Rambla se perdían en lontananza. Garachico y el pueblo de Los Silos aparecían en la estampa, tan remotos y difusos que se podía pensar que sus lívidos contornos pertenecían a otra isla.

En otro tramo del sendero de la cima veían con claridad la superficie llana de su pueblo, atravesada por los barrancos que surcaban el municipio. Otras montañas casi gemelas apenas sobresalían de la planicie. Solían jugar a localizar en el paisaje las casas de los conocidos, la suya, la de sus tíos Lázaro y Juana, la de sus vecinos más inmediatos, incluso, intentaban ubicar La Finca del Monte, tarea casi imposible, pues entre tanto verdor y sin tener referencias, podía encontrarse en cualquier punto de aquella espesura.

Continuaron avanzando por el trazado en espiral. Bajo la falda del cono se desplegaba la zona de Garimba y Guamasa, primorosamente cultivada. En ella aparecían las casitas de los labriegos enlucidas de blanco y desperdigadas por la campiña.

Las paredes de las montañas de El Púlpito apenas les dejaban hueco para atisbar La Laguna. Al contemplarla, José le señalaba a Carmen con el dedo, indicándole que pronto tendría que ir allí casi todos los días. Lo que veían de la ciudad desde aquel altozano era una concentración de casas sobre un valle rodeado de montañas.

Se colocaron, por último, en la zona de la cima desde la que se podía ver el mar. Ese día parecía estar en calma, pues solo unos surcos atravesaban su superficie, dándole la apariencia de un pelaje, cuya uniformidad la rompían las corrientes que fluían en el interior de la masa azul de agua.

La inmensidad del Atlántico se extendía desde los abruptos acantilados de La Matanza, El Sauzal, La Victoria, Santa Úrsula y Tacoronte, cercenados por los profundos barrancos que los atravesaban.

Abajo, en la costa, aunque desde allí no las veían, los chicos sabían que estaban las playas de arena negra, alguna de difícil acceso, casi peligrosa. La de El Camello, donde el impresionante Barranco de Guayonje se dejaba morir volviéndose manso, o la de El Pris, eran las que más conocían pues han ido allí a bañarse alguna vez en el verano.

Aquellas calas arenosas eran el resultado de capear el embate de olas y alisios, de atesorar la gravilla que acarreaban los barrancos. Un remanso que el acantilado feroz ofrecía tras ser atacado por la inexorable erosión.

A continuación de la costa tacorontera, otro valle fecundo se expandía hacia la derecha, el llamado Valle de Guerra, pues era ese el apellido del conquistador a quien se le había concedido la propiedad de las fértiles tierras. Tras él se perdían en la lejanía los litorales esbozados de Tejina, Bajamar y la Punta del Hidalgo como en un espejismo.

Aquel lugar era magnífico para observar buena parte del norte de la isla. Desde allí parecía que su pequeño mundo estaba a sus pies, que bastaba extender los brazos para casi tocar cuanto de bello observaban.

Muchas tardes subían allí los chicos y se entretenían, simplemente observando la maravillosa vista que se podía contemplar. La isla se manifestaba ante sus ojos de tres maneras: rotunda, fuerte y potente en sus montañas y barrancos; suave, aterciopelada y acogedora en las medianías y soñadora e infinita en su mar perdido en el horizonte.

La Laguna, 3 de octubre de 1904

No se había olvidado José de dar cuerda al reloj de la mesita de noche. A las siete menos cuarto, aún de noche, Petra lo llamaba dándole unos golpecitos en la puerta para que se despertase. Así se lo había pedido él, pues ese era su primer día de clase en el Instituto. El niño se levantó deprisa, sabía que el tranvía pasaba y no esperaba ni por él ni por nadie. Se aseó un poco en el aguamanil y se puso la ropa que la noche anterior su madre le había dejado preparada sobre una silla. Se abotonó la camisa blanca y, bajo el cuello, anudó la delgada corbata azul. Se puso los pantalones que dejaban al descubierto buena parte de sus piernas, se cubrió con la chaqueta, se colocó en la muñeca el reloj que le habían regalado hacía algunos meses por su cumpleaños y se enfundó los calcetines. Lo último que se puso fue el calzado, estrenaba botas y, al calzárselas, el cuero rígido aún por la falta de uso apenas cedía al contacto con sus pies. Se peinó y salió de su habitación cogiendo el sombrero negro y la cartera en la que habían dormido sus libros por primera vez esa noche.

En la cocina, Petra le terminaba de servir un buen tazón de leche con gofio y una empleada cortaba rebanadas de pan recién hecho para untarlas después con manteca. Apuró el gofio y, no queriéndose retrasar demasiado, envolvió en una servilleta una de aquellas ruedas de pan, asegurándole a su madre que se la iría comiendo por el camino.

Mientras desayunaba, Petra le repetía toda una serie de recomendaciones acerca de que tuviese cuidado en su primer viaje solo a La Laguna. Le deseó suerte y, antes de que saliera por la puerta, le dio un beso.

Sus hermanas dormían aún, pero el perro de la casa se había percatado de la novedad de que uno de sus amos salía por la puerta a horas poco habituales. Mientras José caminaba por la calle de El Trazo, el chucho le seguía los pasos. El niño no sabía con certeza si el can estaba tan interesado en acompañarlo a despedirlo, como en el pan con manteca que llevaba envuelto, pues miraba, de vez en cuando el envoltorio sin poder evitar relamerse.

Viendo el desconsuelo del animal, José abrió la servilleta y lanzó la rebanada al aire. Al fin y al cabo, no le gustaba demasiado la manteca y tampoco tenía hambre. El proyectil aceitoso no llegó a caer al suelo. Los reflejos del perro hicieron que lo atrapara en pleno vuelo. Allí mismo se sentó a masticarlo con deleite, viendo cómo su dueño se marchaba.

A los pocos minutos de estar en la parada, el niño vio acercarse al tranvía que llegaba desde la estación de Tacoronte. El trole y el vagón abierto del que tiraba se pararon. José fue el único en subirse y después de pagar su pasaje, se acomodó en uno de los asientos. Antes de iniciar de nuevo la marcha, al chico se le ocurrió mirar hacia atrás un instante. El perro estaba sentado al borde del camino, desconcertado, porque su amo había desaparecido. José sonrió pensando que no solo era el pan lo que lo había llevado a acompañarlo hasta la parada.

El vagón venía bastante lleno. Algunos pasajeros resultaron ser conocidos y otros creía haberlos visto alguna vez. De hecho, sentados en los últimos bancos, venían dos chicos de su edad, cuyas caras le eran familiares; así, su inicial temor a viajar solo pronto se disipó.

Mientras el tranvía avanzaba el cielo comenzaba a clarear, pero aún se podían ver las últimas estrellas. Ya llegando a San Lázaro, el sol despuntaba sobre la cima de la montaña de San Roque, y con él sus rayos caldeaban las más vetustas calles laguneras. Contemplando el paisaje, pronto se vio en la Plaza de La Antigua, la parada de la Iglesia de La Concepción. Aquí terminaba su viaje. Se bajaban del vagón abierto que llamaban Jardinera parte de las gangocheras y lecheras que, descalzas, iban camino del mercado a vender sus frescos productos. Del vagón cerrado lo hacían unos pocos estudiantes, los obreros y algún que otro pasajero que deseaba quedarse en la ciudad de los Adelantados.

Comenzó a caminar sin prisa, aún le quedaba tiempo. Mientras andaba se dio cuenta de que las botas se le habían llenado de polvo. Las frotó una contra otra sin conseguir dejarlas limpias, dando por imposible obtener mejor resultado. Llegó a la calle San Agustín observando cómo, por entre los tejados de las casas, emergía la pirámide de la torre del Instituto. Tras de sí oyó las pisadas de alguien que parecía llevar prisa. Otro muchacho, algo mayor que él, apuraba el paso para llegar pronto al Centro. Viendo que ya llevaba el sombrero puesto, José hizo lo mismo con el suyo.

–Es temprano –le dijo consultando su reloj de pulsera.

–¿Eres nuevo? –le preguntó el otro después de aminorar la marcha.

José le contestó que empezaba en primero y le dijo su nombre. El otro se presentó diciéndole que él era de segundo, que se llamaba Antonio y que vivía en San Diego. José se encogió de hombros.

–¿Dónde está San Diego? –le preguntó.

–Aquí, muy cerca, a menos de cinco minutos del Instituto–respondió señalando con el dedo el inicio de una calle.

–¿Y tú de dónde vienes? –quiso saber Antonio.

–De La Caridad en Tacoronte. Vengo en el tranvía –le aclaró José puntualizando, antes de que el chico le preguntara.

La respuesta que le dio hizo reflexionar a José: gracias al tranvía él podía cursar el bachillerato. Pensó, de pronto, qué sería de sus estudios si no hubiesen prolongado su recorrido hasta la estación de Tacoronte.

En los seis años que estuvo en el Instituto, haciendo uso de él para ir y venir desde La Caridad, se planteó muchas veces la acertada iniciativa que había tenido la compañía belga de traer hasta la isla aquel medio de transporte capaz de salvar los inconvenientes de su accidentada orografía.

Entraron juntos en la plazoleta que daba acceso al recinto. Allí se separaron. Un grupo considerable de jóvenes aguardaba a que se hiciese la hora de entrar; unos, encaramados a las rejas de forja, otros, apoyados en los muros que cercaban la rectangular glorieta; el resto, junto a la puerta de entrada de la Iglesia de San Agustín, a esa hora aún cerrada.

Los estudiantes más veteranos hablaban despreocupados, saludándose entre ellos después de un verano sin verse. Los novatos miraban a los demás de reojo y se fijaban en los detalles del edificio, disimulando su desasosiego. Entre el grupo de los primeros, distinguió José a sus dos primos, Daniel y Sixto. El último destacaba del resto por su altura. El niño sabía que se los encontraría, pues ambos estaban en los cursos superiores.

Se reunieron los tres y, tras saludarse, los hermanos lo pusieron al corriente de lo que ya sabían del Instituto. Lo conocían bastante bien, no en vano habían estado en el internado el primer año hasta que la inauguración del tranvía en 1901 les había permitido ir y volver de Santa Cruz a La Laguna todos los días. Aún les quedaban dos cursos para acabar el bachillerato, lo que le hizo pensar a José que era una suerte para él poder contar allí con dos primos mayores. Tan mayores que llevaban pantalones largos.

Los jóvenes se dieron cuenta de que, desde uno de los dos balcones de celosía de la fachada, alguien los observaba. Gracias a Sixto supo José de quién se trataba aquel que escrutaba desde los huequecillos de la madera. Don Julián se llamaba el bedel, que, desde aquella atalaya, esperaba el momento en el que le ordenaran que bajara a abrir las puertas del Centro. Sobre las pesadas hojas de cuarterones se erguía la torre que había vislumbrado el niño emergiendo de entre los tejados. En su frontal de cantería se abría un amplio arco que albergaba los portones que pronto estarían abiertos. Sobre este arco, y coincidiendo con la línea del alero del tejado, se abría otro, de menores proporciones, que también alojaba una puerta y un pequeño balconcillo con barandilla en el que descansaba un mástil sin su bandera.

El cuerpo superior de la torre amparaba el campanil, en donde las campanas, suspendidas por sus yugos de madera, asomaban en las arcadas frontales de los cuatro lados del torreón. Campanas que pronto supo José, permanecían mudas desde que los monjes agustinos abandonaran el recinto que, con anterioridad, les había pertenecido. Remataba el conjunto una cornisa pétrea de desigual vuelo. En sus vértices, cuatro pináculos de cantería se erguían delimitando el espacio del que sobresalía una pirámide revestida de mosaicos vidriados, a los que los rayos de sol de la mañana arrancaban reflejos multicolores.

A las ocho en punto el bedel abrió una de las dos hojas de la puerta. Por el hueco, en silencio, fueron entrando los chicos. Don Julián vigilaba que el paso se hiciese sin atropellos. En ninguno de los dos días que José había entrado por allí había reparado en los detalles que, en ese momento, llamaban su atención.

Mientras aguardaba su turno para entrar, se fijó en un cuadro de la Virgen del Socorro que colgaba de la pared del pequeño vestíbulo. Un altarcito de madera tallada lo enmarcaba, recordando que la imagen había sido objeto de plegarias de los frailes agustinos. Tras varios siglos de estar allí entronizada, le prestarían, sin duda, desigual devoción aquellos que la contemplaban todos los días al acudir a clase. El retablo era uno de aquellos objetos de culto que los clérigos, tras su éxodo forzoso, habían dejado abandonados.

Le llegó el turno de pasar. Lo hizo siguiendo al grupo, pues siendo novato no sabía hacia dónde debía dirigirse. Tras él, lo hacían aquellos dos chicos que había visto poco antes en el tranvía.

–Vamos al salón de actos –escuchó que alguno decía por detrás.

En orden también se introdujeron en una sala situada a la izquierda del magnífico claustro. En el centro de este, cercado por un murete de piedra del que partían columnas de cantería roja, había un hermoso patio ajardinado que recreaba la vista. Sobre los sobrios capiteles de las columnas, descansaban las vigas de tea que soportaban una segunda galería –en parte acristalada– que recorría toda la primera planta. Su techumbre, la sustentaban gráciles columnillas repartidas por todo el perímetro.

Contemplando todo aquello le tocó a José pasar al salón de actos. La noble estancia la presidía, en la cabecera, el retrato al óleo de un joven Alfonso XIII. Del techo pendían arañas de cristal que resplandecían gracias a la luz que entraba por los ventanales, tamizada, en parte, por los cortinajes drapeados que cubrían sus dinteles.

El Claustro y las autoridades se acomodaron en los sillones de terciopelo del estrado, en tanto que los alumnos lo hicieron en los bancos corridos de la zona más baja.

Cuando terminaron de sentarse todos los asistentes, el secretario del Instituto, don Joaquín Estrada, desde la tarima, comenzó dedicando un discurso de bienvenida a los estudiantes.

Tras agradecer su presencia en el acto a las personalidades asistentes, se dirigió especialmente a los que ese curso comenzaban su primer año de bachillerato. Empezó su charla haciendo una pequeña reseña histórica del Centro, incidiendo en la importancia que tenía, pues era el único de Canarias y, como tal, un exclusivo referente educativo. Exhortó a las autoridades competentes a que contribuyeran al sostenimiento del Instituto, pues, hasta aquellas fechas, se mantenía con muchas precariedades.

Continuó enumerando lo que eran las normas básicas del Instituto, y les recomendó que las tuvieran siempre en cuenta. Entre ellas, se grabaron en la memoria de José la obligación de llevar siempre el sombrero negro, asistir a clase con traje oscuro y la de no tomar la palabra sin previa autorización del profesor.

Seguidamente, el secretario presentó a los docentes que ese año impartirían allí sus enseñanzas. Uno a uno, según los nombraba, iban levantándose para que los alumnos pudiesen conocerlos.

José se fijó, especialmente, en los que serían sus profesores ese año. El Director don Adolfo Cabrera Pinto estaba entre ellos, pues, según parecía, impartía la asignatura de Geografía.

Por último, anunció que se haría entrega, como era ya tradicional, de los diplomas correspondientes a aquellos que habían obtenido una Matrícula de Honor en alguna asignatura el curso anterior. La sencilla ceremonia terminó y los chicos aplaudieron complacidos. A continuación, los guiaron por las distintas dependencias del Centro.

Los veteranos, agazapados, habían perdido el interés en la visita, en tanto que los nuevos procuraban no perder detalle.

Las maderas crujían al paso de la comitiva. Los profesores iban delante, los muchachos les seguían los pasos en silencio. De vez en cuando, se le escapaba a algún novato una incontenible exclamación de sorpresa.

Lo primero que pudieron conocer fue la biblioteca, situada en el primer piso. Sobre el Salón de Actos, unas amplias escaleras de piedra les condujeron a un recinto espacioso repleto de tantos volúmenes que en algunas zonas llegaban hasta el techo. Desde 1852 había tomado el nombre de Biblioteca Provincial y del Instituto de Canarias; por tanto, su uso no sólo estaba restringido a los alumnos y profesores del Centro.

Según les contó el Director, el archivo atesoraba los fondos bibliográficos que habían pertenecido a la desaparecida Universidad y al convento dominico. Buena parte de ellos tenían un valor incalculable, pues se trataba de códices valiosos; pero, a efectos académicos, resultaban anticuados, pues la mayoría estaban escritos en latín. La intención de don Adolfo era que, poco a poco, se fueran adquiriendo ejemplares de consulta más modernos y útiles para el alumnado.

Aparte de los libros, había en la sala mesas y sillas en las que poder acomodarse para leer allí, pues, como les informaron, ningún libro podía salir de la biblioteca.

José se fijó en los globos terráqueos que estaban en ella. Un objeto por el que siempre había sentido veneración. Mientras les daban una pequeña charla acerca de la procedencia de los volúmenes, se había quedado absorto mirándolos, intentando reprimir las ganas que tenía de verlos de cerca y hacerlos girar.

Otras salas –a las que llamaban Gabinetes– habían llamado también su atención. Destacaban la de Historia Natural, en la que había una momia, además de una colección de restos arqueológicos guanches y diversos animales disecados; la de Física, en donde les mostraron aparatos que José solo había visto en fotografías y dibujos; y la de Geografía e Historia, que disponía de grandes mapas universales, atlas y murales de España.

Les enseñaron también, orgullosos de haberla creado el curso anterior, la Sala de Gimnasia, aún con escasa dotación.

Continuaron mostrándoles el resto de los Gabinetes. Observaron los instrumentos que formaban parte de la Estación Meteorológica. Don Adolfo les comentó que, ese mismo curso, se tenía proyectado construir una caseta para las observaciones atmosféricas, para lo cual se habían solicitado aparatos al Observatorio Central de Madrid.

Terminada la visita, les indicaron a los jóvenes el lugar dónde estarían sus clases. Cada curso se fue en dirección a la suya. Una vez en ella, los compañeros de José se escrutaban con la mirada. Comprobó que los chicos del tranvía también se encontraban en el aula. Aún no los conocía, pero pronto supo que se llamaban José y Ramón Álvarez Castro y que, como él, venían de Tacoronte. Con el paso de los días, supo también que la mayoría de sus compañeros eran laguneros o de Santa Cruz, que había algunos alumnos del norte de Tenerife, y que otros venían, incluso, de otras islas ya que no existía en Canarias otro centro donde se pudiese estudiar el bachillerato. Los alumnos que vivían lejos, y se matriculaban de enseñanza oficial, estaban, obligados a quedarse en el internado que poseía el Instituto, en el que la disciplina era aún más extrema.

Con aquel grupo de chicos tendría que compartir durante todo el curso las casi dieciséis horas de clase semanales que implicaba el primer año. Las de ese día ya casi finalizaban. Los internos se quedaron esperando a que los condujeran a sus habitaciones. Los que no lo eran podían regresar cada uno a sus casas.

Antes de lo que esperaban, vieron a José abrir la portezuela de su casa, su madre y sus hermanas. Se apercibieron de su regreso por el alborozo que traía. El niño estaba como loco. Había visto tantas cosas en tan poco tiempo que casi no había podido asimilarlo todo.

Tranquilizó a su madre en cuanto a su viaje en el tranvía, pues le aseguró que, tanto en el de ida como en el de vuelta, había encontrado a personas conocidas; que, incluso, tenía dos compañeros del pueblo con los que, más de una vez, coincidiría al ir a clase.

Esa tarde, subido con Carmen a una de las dos enormes araucarias que despuntaban al cielo desde uno de los patios de la casa, le contó todo cuanto podía recordar.

No olvidó decirle que había visto unos globos terráqueos preciosos y unos animales rarísimos disecados. Pero en lo que puso más énfasis fue en contarle que en el Instituto tenían una momia en una urna y que había podido verla de cerca.

A Carmen le recorrió un escalofrío por la espalda, pero, aun así, quiso saber cómo era...

Tres días más tarde, José repetía la misma rutina al levantarse: asearse, vestirse y desayunar fue todo uno. Volvió a salir con envoltorio en la mano, seguido por el desconsolado perro que, ya en dos días creía que comer pan con manteca todas las mañanas se había convertido en costumbre.

Entró en el vagón saludando con la mano a los hermanos Álvarez que volvían a ocupar los últimos asientos.

Aún se encontraba algo inquieto, pues, verdaderamente, las clases comenzaban ese día.

A primera hora tenían Religión. Según le habían contado, el sacerdote tenía mal genio y no le gustaba que sus alumnos llegaran con retraso a su asignatura. Los tres chicos se bajaron en La Plaza de la Concepción, corriendo lo más rápido que podían hasta llegar a la entrada del Instituto. Tomaron resuello y se dirigieron, por el pasillo, a su clase. La puerta estaba cerrada y no les quedó más remedio que tocar, pues tanto el profesor como sus compañeros se encontraban ya cada cual en su puesto.

–Adelante –anunció una voz autoritaria desde el interior.

–Con su permiso –pidió José asomando un poco la cabeza antes de abrir del todo la hoja de la puerta.

El sacerdote los miró severo, antes de que les recriminara su impuntualidad unos de los hermanos levantó la mano con el fin de que le diera autorización para poder hablar. El cura asintió con la cabeza invitándolo a que le diera alguna explicación.

–Padre –comenzó diciendo Ramón– venimos de Tacoronte en el tranvía y, a veces, pasa un poco más tarde. Esperamos que nos perdone.

El profesor pareció comprenderlo: Sabía que aquel medio de transporte era usado por algunos alumnos del Instituto y no era su culpa que a veces se retrasaran.

Lo mismo sucedió con el resto de docentes que impartían sus clases a primera hora. Una vez que los tres les dijeran a todos de donde venían, aceptaban sin reproches sus constantes tardanzas.

Conforme fueron pasando los días y las semanas, el niño fue haciendo amistades. Pronto supo que, a los internos, los hacían levantarse a las seis de la mañana, teniéndolos sometidos a una férrea disciplina que los obligaba, entre otras cosas, a permanecer en el Centro durante todo el día y a llevar un uniforme. Algunos volvían a sus casas los fines de semana; otros, en cambio, los de las otras islas, solo lo hacían durante las vacaciones.