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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Gena Showalter

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Acariciando la oscuridad, n.º 97 - febrero 2016

Título original: The Darkest Touch

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7830-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Epílogo

Glosario de personajes y términos de los Señores del Inframundo

Si te ha gustado este libro…

 

 

Con los años, he recibido increíbles bendiciones.

He conocido a gente asombrosa y he forjado maravillosas y duraderas amistades. Me refiero a ti, Kresley Cole. Eres estupenda, brillante e inteligente, y me sirves de inspiración en muchos sentidos. ¡GRACIAS!

 

También me refiero a ti, Jill Monroe. Has estado a mi lado en los buenos y en los malos momentos, dándome consuelo. Nunca has vacilado a la hora de decir que sí cuando te llamaba y te decía: «Vayámonos por ahí unos días». Y, mejor aún, tampoco has vacilado cuando me las arreglé para conseguirnos una suite nupcial. Dos veces.

 

A mi increíble editora, Emily Ohanjanians. No te da miedo decirme que algo no funciona y, después, guiarme hacia algo mejor, ¡y te lo agradezco con toda mi alma! ¿Te acuerdas de mi primer intento de escribir este libro? Bueno, pues me alegro muchísimo de que nadie más tenga la oportunidad de reírse tanto.

 

Y a Naomi Lahn, la ganadora de mi concurso. ¡Eres una delicia, y tu apoyo es muy valioso para mí!

 

 

¿Cuál es mi signo del zodíaco? Cáncer.

Torin, Señor del Inframundo

 

Capítulo 1

 

–No te mueras. No te atrevas a morirte.

Torin revolvió frenéticamente una mochila que estaba llena de ropa, armas y medicamentos. La había hecho unos días antes, llenándola ciegamente con todo lo que pensaba que podría necesitar. No tenía protección para la boca. Bien. Lo haría sin ella.

Se acercó apresuradamente a su compañera, que estaba inmóvil. La vida se le escapaba a cada segundo. La reanimación cardiopulmonar era el último recurso, pero, de repente, también era su única esperanza, porque estaban encerrados en una mazmorra, solos, y la responsabilidad era únicamente suya, de un tipo como él, que casi nunca se acercaba tanto a una persona.

Posó las palmas de las manos enguantadas sobre el delicado pecho de Mari, que estaba inmóvil, demasiado inmóvil. Y, sin embargo, no hizo lo que debía, sino que se detuvo a saborear aquella rara y extraordinaria conexión con el sexo opuesto. Suave y cautivadora.

«¿Qué demonios estoy haciendo?», se preguntó y, con la mandíbula apretada, presionó.

Se oyó un crujido.

Demasiado fuerte. Acababa de romperle el esternón y, posiblemente, algunas costillas.

El sentimiento de culpabilidad le atravesó el corazón y, si no tuviera aquel órgano tan destrozado ya, tal vez hubiera sentido dolor. Le cayeron gotas de sudor por las sienes mientras apretaba con más suavidad el pecho de Mari. No se rompió nada más. Bien. Volvió a presionar, una y otra vez, cada vez más rápidamente. Sin embargo, ¿cuál era el mejor ritmo? ¿Qué podía ayudar? ¿Qué podía hacer daño?

–Vamos, Mari –dijo. Ella era humana, pero fuerte. Frágil, pero resistente–. Quédate conmigo. Puedes sobrevivir a esto, sé que puedes.

A ella se le cayó la cabeza hacia un lado. Tenía los ojos vidriosos y fijos en la nada.

–No. ¡No! –exclamó Torin. Le tomó el pulso, esperó… pero no sintió ni la más débil de las pulsaciones.

Volvió a poner las manos sobre su pecho, observando sus labios salpicados de sangre, intentando conseguir, con su fuerza mental, que se abrieran, o que una tos escapara de entre ellos. Eso significaría que aún estaba enferma, pero la enfermedad era mejor que la muerte.

–Mari, por favor –dijo. Oyó la desesperación de su tono de voz, pero no le importó. «Yo no puedo ser el culpable de la muerte de alguien tan dulce».

Presionó con más fuerza y oyó otro crujido.

Demonios. Él no era un llorón, pero, en aquella ocasión, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Había llegado a considerar a aquella chica como una amiga y, pese a todos los siglos que llevaba viviendo, no había tenido muchos amigos. Siempre protegía a los que tenía.

Hasta ella.

De no ser por él, Mari nunca se habría puesto enferma.

Intentó tomarle el pulso una vez más. No lo halló.

Soltó una maldición y empezó a trabajar de nuevo. Cinco minutos… diez… veinte. Él era lo único que había entre Mari y la muerte, y seguiría todo el tiempo que hiciera falta.

«Vamos, Mari, recupérate. Tienes que recuperarte».

Sin embargo, pasó otra eternidad sin que ella mejorara lo más mínimo, y Torin tuvo que admitir que sus esfuerzos no servían de nada: Mari ya había muerto, y no había nada que él pudiera hacer para devolverle la vida.

Torin rugió, se apartó de ella y comenzó a pasearse por la celda como un animal enjaulado. Le temblaban los brazos. Le dolían la espalda y las piernas. Sin embargo, ¿qué era el dolor físico comparado al dolor mental y emocional? Aquello era culpa suya. Él sabía lo que ocurriría si tocaba a la chica y, de todos modos, la había atraído para que se acercara a él.

¡Monstruo! Rugió de nuevo y le dio un puñetazo a la pared, y se alegró de sentir dolor cuando se rasgó la piel y los huesos se fracturaron. Siguió dando puñetazos, abriendo grietas en la roca, originando una nube de polvo que lo envolvió.

Si se hubiera preguntado el motivo por el que una chica como Mari podía anhelar tanto la compañía de los demás como para querer estar con él, ella todavía seguiría viva.

Posó la frente sobre la pared de roca destrozada. «Soy el guardián del demonio de la enfermedad. ¿Cuándo voy a aceptar que mi destino es estar solo? ¿Cuándo voy a aceptar que siempre se me negará lo que más deseo?».

–Mari, querida –dijo una mujer con un ligero acento. Aunque él sentía pánico y dolor, le pareció una voz deliciosa–. El vínculo se ha roto. ¿Por qué se ha roto?

A Torin se le volvió la sangre de fuego en las venas. Notó los latidos de su corazón, que se aceleraba, y tuvo la imperiosa necesidad de ir a la puerta de la celda y arrancar los barrotes. Cualquier cosa con tal de disminuir la distancia que había entre la mujer que hablaba y él.

Una reacción muy extrema. Lo sabía. Sabía que sentir de una manera tan insoportable la presencia de otra persona era algo muy poco habitual en él. También era incontrolable, imparable. Todo su mundo giraba alrededor de aquella mujer.

Y no era la primera vez que le sucedía. Cada vez que ella hablaba, fueran cuales fueran sus palabras, su voz ronca siempre le transmitía la promesa del placer absoluto, como si ella no deseara otra cosa que besarlo y lamerlo.

El instinto masculino que él había reprimido durante tantos siglos gritaba: «Ven, ven, pequeña polilla. Acércate a mi llama. O yo iré por ti…».

Se acercó a los barrotes y, como había hecho ya mil veces, ordenó a las sombras que había entre sus celdas que se separaran. No sirvió de nada. Su aspecto seguía siendo un misterio.

Por algún motivo, su obsesión hacia ella aumentó, y pensó que se habría arriesgado a causar una plaga mundial a cambio de ser besado y lamido cinco minutos.

«Me odio a mí mismo». Alguien debería colgarlo de las clavículas y darle unos bastonazos. De nuevo.

–¡Mari! –exclamó su obsesión–. Por favor.

Enfermedad se volvió loco y comenzó a golpearse contra el cráneo de Torin. De repente, el demonio estaba desesperado por escapar.

¿Por escapar de ella? Otra reacción poco habitual. Normalmente, al demonio le encantaba encontrarse cerca de una posible víctima.

Cómo se había reído aquella criatura de Mari…

«También lo odio a él».

–Mari no puede hablar en este momento –dijo Torin. «Ni nunca».

«Admitir esto… es como echar sal en mis heridas».

Los barrotes resonaron.

–¿Qué le has hecho?

Nada… Todo.

–¡Dímelo! –gritó la mujer.

–Le he estrechado la mano –dijo él, con amargura–. Eso es todo.

Pero había hecho mucho más que eso, ¿no?

Había invertido mucho tiempo en atraerla. En invitarla a comer. En hablar y reírse con ella. Al final, ella se había sentido lo bastante cómoda como para quitarle uno de los guantes y entrelazar sus dedos con los de él. A propósito.

«No va a pasar nada malo», le había dicho ella. O, tal vez, había sido su mirada la que lo había dicho. No recordaba bien los detalles, debido a su anhelo. «Ya lo verás».

Él la había creído, porque deseaba creerla más que respirar. La había agarrado con tanta fuerza como un hombre que acabara de encontrar el último vaso de agua en un mundo reducido a cenizas, y había estado a punto de caer de rodillas por la fuerza de su respuesta física. Sus reacciones lo habían abrumado. Suavidad femenina tan cerca de la dureza masculina. Un olor a flores. Las puntas de su pelo sedoso acariciándole la muñeca. Su calor y su respiración, mezclándose con los suyos…

«Experimenté una conexión instantánea, una dicha instantánea, tan solo con apretarle la mano».

Y ella había muerto por eso.

Con él, no tenía importancia si el roce era accidental o intencionado, ni si la víctima era animal o humana, joven o vieja, masculina o femenina… buena o mala. Cualquier ser vivo enfermaba poco tiempo después de haberlo tocado, incluso los seres inmortales como él. La diferencia era que los inmortales a veces sobrevivían, se convertían en portadores de la enfermedad que él les había contagiado, y eran capaces de contagiársela a otros. Mari era humana, y no había tenido ninguna oportunidad de sobrevivir.

–Dime la verdad –le exigió su obsesión–. Dame los detalles.

Él no sabía cuál era su nombre, ni si era humana o inmortal. Solo sabía que Mari había hecho un pacto con el demonio para salvarla.

Las dos mujeres llevaban siglos allí encerradas, por ningún crimen real que él pudiera percibir. Cronus, el propietario de aquella prisión, no necesitaba un motivo verdadero para destrozarle la vida a cualquiera.

Por supuesto, había destrozado la suya.

Cronus le debía un favor, y él había decidido ignorar la mala reputación del tipo y pedirle una mujer que no enfermara cuando él la tocara. Cronus no se había molestado en buscar una candidata adecuada, sino que había reclutado a una de sus prisioneras: a la inocente y dulce Mari.

–Cronus hizo un trato con la chica –dijo Torin.

–Ya lo sé –respondió su obsesión, con los resoplidos y los bufidos de un verdadero lobo–. Mari fue maldecida con la obligación de aparecer una hora al día en tu dormitorio, durante un mes, para convencerte de que la tocaras.

–Sí –respondió él, con la voz quebrada.

Y, a cambio, Cronus le había prometido que liberaría a su mejor amiga, la mujer que estaba interrogando a Torin en aquel momento.

No era ninguna sorpresa que Cronus hubiera mentido.

Torin había querido llevarse a Mari al hospital en cuanto se había dado cuenta de que estaba enferma, pero la estúpida maldición la ataba a aquella prisión con cadenas invisibles.

Ella tenía que volver. Sin otra opción, Torin se había aferrado a ella mientras se movía de ubicación en ubicación en un abrir y cerrar de ojos, viajando con ella. Se había ocupado de ella lo mejor que había podido.

Sin embargo, no había sido suficiente. Nunca sería suficiente.

–No me importan los porqués –dijo la mujer–. Solo el resultado. ¿Qué está haciendo Mari en este momento?

Descomponerse.

«No puedo decirlo. No puedo…».

Torin se quitó los guantes y comenzó a cavar con las manos, echando puñados de tierra hacia atrás. «No es la primera fosa que cavo, pero juro que será la última».

Nunca tendría más amigos. Nunca volvería a albergar esperanzas ni a soñar con algo que no podía ser. «Se acabó».

–¿Me estás ignorando? –preguntó ella–. ¿Tienes idea de a qué ser estás provocando?

Torin no se detuvo. Iba a enterrar a Mari, e iba a encontrar la forma de salir de aquel antro horrible. Después, continuaría con lo que estaba haciendo antes de decidir seguir a la chica: la búsqueda y el rescate de Cameo y Viola, que habían desaparecido hacía varias semanas. Eran buenos amigos que comprendían su necesidad de mantenerse a distancia.

–Soy Keeleycael, la Reina Roja, y estaría encantada de sacarte todos los órganos del cuerpo por la boca ayudándome de una percha.

Enfermedad quedó inmóvil, en silencio.

Aquello también era una novedad.

La Reina Roja. El título le resultaba familiar. Era de un cuento infantil, sí, pero había algo más. Él lo había oído… ¿dónde? Se le pasó una imagen por la mente. Un bar ruinoso en los cielos. Sí, claro. Mientras trabajaba para Zeus, el rey de los Griegos, él había perseguido a muchos fugitivos inmortales hasta allí. Hombres y mujeres susurraban temblorosamente, tapándose la boca con la mano, las palabras «la Reina Roja», además de «loca» y «cruel».

A él siempre le había gustado medir sus habilidades contra los depredadores más fuertes y viles, y aquellas reacciones tan viscerales hacia la supuesta Reina Roja le habían intrigado. Sin embargo, al preguntar quién era y qué podía hacer, todos se quedaban callados.

Tal vez aquella prisionera fuese la persona de la que hablaba la gente, o tal vez no. Ya no importaba. No iba a luchar contra ella.

–Keeleycael –dijo–. Es muy difícil de pronunciar. ¿Qué te parece si te llamo solo Keeley?

–Ese es un honor reservado únicamente para mis amigos. Si lo haces, es bajo tu responsabilidad.

–Gracias. Lo tendré en cuenta.

Ella gruñó suavemente.

–Puedes llamarme «Majestad». Yo te llamaré «mi próxima víctima».

–Normalmente, prefiero Torin, «Tío bueno» o «El formidable».

Aquellos alias le ayudaron a sonreír a pesar del dolor.

–¿Por qué está Mari en silencio, Torin? –preguntó Keeley–. Y, antes de que respondas, será mejor que sepas que prefiero perdonar a un enemigo que me dice la verdad a un amigo que me miente.

No era un mal lema. Casualmente, el suyo era «Miente y morirás».

Y, en realidad, si la situación fuera al revés, él habría querido lo mismo: respuestas. Además, si ella hubiera provocado la muerte de uno de sus amigos, él habría movido cielo y tierra para hacer justicia. Sin embargo, estaban encerrados en aquellas celdas que habían sido creadas para los inmortales más fuertes, y ella no podía hacer otra cosa que hervir de rabia y de impotencia, tal vez hasta volverse loca. Era un destino muy cruel.

También era una excusa.

«Tengo que estar a la altura de las circunstancias», se dijo Torin.

–Mari está… muerta. Ha muerto.

Silencio.

Un silencio opresivo y que, unido a la oscuridad, daba la sensación de haber caído en una cámara de aislamiento sensorial.

Siguió hablando para intentar mitigar su dolor.

–Como ya sabes que Cronus tenía un trato con Mari, también debes de saber que soy un Señor del Inframundo. Uno de los catorce guerreros que robaron y abrieron la caja de Pandora y que liberaron a los demonios que había en su interior. Como castigo, cada uno de nosotros fue condenado a albergar uno de esos demonios en su cuerpo. A mí me tocó Enfermedad. Contagio la enfermedad por contacto de la piel, y hago que la gente enferme. Eso es lo que hago, y no se puede parar. Ella me tocó, como te he dicho. Nos tocamos el uno al otro, y eso fue todo. Ella murió. Está muerta –repitió Torin, con un vacío por dentro.

De nuevo, el silencio.

Torin apretó los dientes para no tener que admitir que los demás Señores del Inframundo albergaban a demonios como Violencia, Muerte y Dolor. Que habían matado a miles de inocentes, y que otros cuantos miles de personas lamentaban la vileza de sus actos. Que, a pesar de todo, ninguno de sus amigos era tan brutal como Enfermedad. Ellos elegían a sus víctimas. Torin no podía.

«Vaya partidazo soy».

¿Quién iba a quererlo a él?

«Inmortal soltero busca alguien a quien amar y asesinar».

Ni siquiera podía consolarse con los recuerdos de amantes del pasado. Cuando vivía en los cielos, solo le preocupaban sus deberes bélicos, y poco más. Las mujeres eran algo ajeno a él… hasta que su cuerpo exigía atención. Sin embargo, cada vez que había elegido una amante, el instinto de guerrero de dominar y someter se había adueñado de él, y aquella brusquedad, aunque no fuera deliberada, había hecho llorar a las mujeres incluso antes de haberse quitado la ropa. Lo cual significaba que nunca habían llegado a quitársela.

Tal vez podría haber obligado a las mujeres a que continuaran, pero siempre había sentido un gran disgusto hacia sí mismo. Destacaba como un maestro en el campo de batalla y, ¿no era capaz de dominar la mecánica del sexo?

Humillante.

En aquel otro momento de su vida, sin embargo, hubiera dado cualquier cosa por tener lo que antes había desdeñado.

–Torin –dijo Keeley. Pese a la tensión que oyó, él reaccionó con la misma intensidad que antes–. Sabes que has matado a una chica inocente, ¿verdad?

Él se quedó inmóvil en el agujero que había cavado, se puso los guantes y apoyó la cabeza en las palmas de las manos.

–Sí.

Miró a Mari. Tal vez ella supiera cuál era su condición, pero debía de tener la confianza de que él la protegería.

«Y mírala ahora».

–Torin –dijo Keeley, de nuevo–. ¿Y sabes también que voy a castigarte por este crimen?

–No puedes hacerme más daño del que estoy sintiendo ahora.

–No es cierto. He oído hablar de tus amigos y de ti, ¿sabes?

¿Y qué tenía eso que ver?

–Explícame dónde quieres llegar, y decidiré si sigo manteniendo esta conversación.

De lo contrario, había llegado la hora de encontrar la salida.

–Puede que tengas la peor enfermedad del mundo, la más contagiosa –respondió ella–, pero yo tengo el peor genio del mundo.

Interesante, pero irrelevante.

–¿Me estás reprobando, o es que quieres ser mi camarada?

–¡Silencio!

Enfermedad se encogió, como el cobarde que era.

–Estoy segura de que has oído hablar de la Atlántida –continuó ella–. Lo que seguramente no sabes es que yo hice que el mar se tragara la isla solo porque estaba un poco molesta con su dirigente.

¿Verdad o exageración?

De cualquiera de las dos formas, oír el fervor de su tono emocionó a Torin. «Por fin. La oponente de mis sueños».

–Tú te has ganado algo más que mi molestia, guerrero. Solo tenía una amiga. Ella era de mi familia –dijo Keeley–. No por lazos de sangre, sino por algo más grande aún. Antes, yo era una criatura del odio, pero ella me enseñó a querer. Y tú me la has quitado.

Aquella muestra de dolor fue lacerante para Torin.

–Torin –dijo ella; él se dio cuenta de que aquella era la calma final antes de una horrible tormenta.

–Sí, Keeley.

Si ella le pedía el corazón, una vida a cambio de una vida, él se lo daría.

La tormenta se desencadenó. Ella exhibió la furia de la que se había jactado.

–¡Te voy a matar! –gritó–. Te voy a matar –repitió, y los barrotes de su celda temblaron con violencia–. Vas a sufrir una agonía que nunca hubieras imaginado, porque voy a hacerte lo que les he hecho a muchos otros. Te voy a despellejar con un rallador de queso y voy a meter tus órganos en una batidora para hacer un batido. Voy a darte golpes tan fuertes en la cabeza que se te va a salir el cerebro por las cuencas de los ojos.

–Yo… no sé qué responder a todo eso.

–No te preocupes. ¡Muy pronto te voy a cortar la lengua para usarla de bayeta, así que no tendrás que decir nada nunca más!

De repente, cayó una piedra en su celda. Fue la primera de una avalancha; la ira y la pena le dieron a la otra prisionera las fuerzas que, seguramente, le habían robado aquellos siglos de confinamiento.

«Estoy hundido».

Le había arrebatado a aquella mujer a su mejor amiga y la había dejado sin nada, salvo el dolor y la tristeza.

«La historia de mi vida».

Ojalá su próximo acto lo matara, pero él sabía que no lo mataría, sino que solo le haría desear la muerte. Cualquier herida que sufriera disminuía su resistencia al demonio y, por lo tanto, su propio sistema inmunitario, y eso permitía que Enfermedad adquiriera fuerza y lo infectara a él mismo, aunque solo fuera unos días.

Sin embargo, Torin hizo lo que había pensado: se clavó las uñas en el pecho, se sacó el corazón… y lo lanzó rodando hacia la celda de Keeley.

 

Capítulo 2

 

Keeley no estaba segura de cuánto tiempo había pasado desde que el guerrero le había ofrecido el regalo macabro de su corazón, que todavía latía cuando había aterrizado a sus pies, y del que su parte más oscura se alegraba. Lo único que sabía era que, desde entonces, el guerrero había estado gimiendo de dolor y, aparentemente, tosiendo y echando partes de los pulmones.

¿Acaso su propio demonio lo había hecho enfermar? Se lo tenía merecido.

Y, aunque su sufrimiento había servido para aplacarla un poco, todavía pensaba matarlo. «No voy a olvidar. No, no, no».

–Es lo más justo, ¿no te parece, Wilson? –le preguntó a la roca que vigilaba todos sus movimientos.

La roca permaneció en silencio, como siempre. Su especialidad era ignorarla.

–Tenía planes para liberar a Mari, ¿sabes? Solo necesitaba tiempo, unas cuantas semanas más.

O meses. O, tal vez, años. El tiempo había dejado de existir. Sin embargo, Mari nunca se había preocupado por sí misma. Solo se preocupaba de ella.

La chica sabía lo que ella se estaba haciendo día a día. Bueno, tal vez no lo supiera con exactitud, pero sí se lo imaginaba. Y Mari no podía soportar que Keeley sufriera. Así pues, la muchacha había decidido actuar y, a pesar de que era un acto suicida, aceptar la oferta de Cronos para liberar a su amiga. Aunque ella hubiera protestado.

–Cronos ni siquiera cumplió su parte del trato –le explicó a Wilson.

Mari había muerto cumpliendo la suya y, sin embargo, ella no había sido liberada.

El odio que sentía creció en su interior, arraigando con fuerza en la oscuridad de su alma, alimentándose de su amargura. Tenía tanto que hacer… Primero, se encargaría de Torin. Después, le haría al rey de los Titanes lo mismo que le había hecho una vez a Prometeo, que no era tan buen tipo como pensaban todos. Él no había bendecido a los seres humanos con el fuego. Eso era hilarante. Pero sí había intentado que las llamas devoraran el mundo.

–Pero yo lo castigué, ¿no? –preguntó, riéndose como si fuera una maníaca–. Le saqué el hígado cada vez que se le regeneraba y se lo di a una bandada de pájaros para que se lo comieran.

Día tras día… año tras año.

Por supuesto, había sido Zeus el que se había llevado todo el mérito. Pero en aquella ocasión, no.

«Yo soy la Reina Roja. Todo el mundo va a conocerme por fin, y me temerán».

–Pronto –dijo, en voz alta.

Le pareció que Wilson soltaba un resoplido.

–Ya verás –dijo Keeley, que estaba acurrucada en un rincón de su celda, clavándose en el antebrazo una piedra que había afilado. La sangre brotó de la herida, y su visión se llenó de telarañas negras. Sin embargo, continuó clavando, cortándose cada vez más profundamente.

Había experimentado cosas peores.

Como perder a Mari… el único rayo de luz en una vida que era tan oscura como la pez.

–Mari siempre ofrecía consuelo, en vez de hacer críticas. Ni una sola vez me dijo una palabra cruel –le dijo a Wilson, señalándolo con el pincho afilado–. Pero tú… Oh, tú. Lo único que me has dado ha sido dolor.

La muy desgraciada le dedicó una sonrisa de desprecio.

–Tú siempre te has burlado de mí, pero ella me alimentaba constantemente. No sé cuántos roedores me lanzó.

¿Cuánta gente sería capaz de compartir lo suyo con tanta generosidad, dando la única comida que iban a poder encontrar y sabiendo que, al final, morirían de hambre? ¡Nadie!

No era de extrañar que se hubiera formado un vínculo tan fuerte entre ellas.

Sin embargo, aquel tipo de vínculos eran una parte vital del pueblo de Keeley, los Curators. O, como los llamaban otras razas, los Parásitos. Los vínculos eran imperceptibles a la vista y, como si fueran tentáculos místicos, se apoderaban de los otros con o sin su aprobación para succionar su fuerza y todo lo que la otra persona tuviera que ofrecer.

Cuantos más vínculos formara, más poder tendría, y más control sobre ese poder. Sin embargo, debía ser cautelosa; los vínculos funcionaban en las dos direcciones. Ella tomaba, pero también daba.

Nunca era divertido que otro utilizara su propia fuerza contra ella.

–Sin embargo, el vínculo no ha servido para proteger a Mary.

Keeley sintió que su rabia se multiplicaba por dos. Gritó, y el pincho se le cayó de la mano. Aquel largo confinamiento había mermado su humanidad y sospechó que eso nunca había sido tan evidente al ponerse en pie y comenzar a arrancar piedra de las paredes hasta que se le destrozaron las uñas. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

«La realeza no llora. La realeza no llora».

Exacto. Las lágrimas eran una debilidad que no podía permitirse. Se enjugó los ojos. Le temblaban los brazos, y su última herida sangró aún más. Inhaló y exhaló varias veces.

Se había quedado con un único vínculo: el que tenía con la tierra que la rodeaba. Y tendría que bastarle para todo lo que había planeado.

Se sentó junto a Wilson y le dijo:

–Voy a fortalecerme. Voy a conseguirlo.

Tuvo la sensación de que la roca le preguntaba: «¿De verdad?».

Alzó la barbilla.

–Nadie que me robe vivirá para contarlo.

Había tenido tan pocas cosas que merecieran la pena… Un reino, por ejemplo. Pero, al final, todos sus súbditos la habían rechazado. Un prometido impresionante, hasta que él le había mentido y la había traicionado. Y, después, a Mari, que nunca le había hecho daño.

Y que había muerto. Se había ido para siempre.

Se le escapó un sollozo.

«La realeza no llora. La realeza aguanta».

–Yo solo soy una chica. Una chica sin amigos.

Torin dejó escapar un gemido de agonía.

–Lo siento. Lo siento muchísimo.

¿Ya se había recuperado? ¡Demasiado pronto!

–Tu disculpa no sirve de nada –dijo ella y, con un golpe de la mano, envió otra lluvia de piedras a su celda.

Al ver que Wilson también salía rodando de su celda, Keeley lo persiguió, gritando frenéticamente «¡Wilson!». La piedra llegó al pasillo y allí se quedó inmóvil, mirándola una vez más. Estaba fuera de su alcance para siempre.

–Está bien –le dijo ella, con la barbilla temblorosa–. Como quieras. No eres nada sin mí. Y, de todos modos, nunca me caíste bien.

–¿Keeley? –preguntó Torin.

«Rechazada por una piedra».

–No te metas en esto, guerrero. Es algo entre Wilson y yo.

Estaba demasiado agitada como para sentarse, y se paseó por el centro de la celda. «Ojos que no ven, corazón que no siente».

Al menos, en teoría.

«Estoy sola otra vez».

–Llevo varios siglos aquí –murmuró, para sí misma–. Wilson ha estado siempre conmigo. Incluso cuando estaba encadenada a la pared.

No tenía armas, y se había visto obligada a morderse las muñecas hasta separárselas de los brazos para liberarlos. Después, cuando le habían crecido las manos de nuevo, había tenido que afilar piedras y huesos para hacer cuchillas y cortarse los pies para liberar las piernas.

–¿Y me abandona ahora? Es tan canalla como Cronus.

Bueno, pues se perdería el final. Ella iba a terminar con el minucioso proceso de sacarse las cicatrices de azufre de la piel… y todo explotaría.

Las cicatrices tenían un nombre… un nombre… ¡Eran marcas de protección! Sí. Así era como las llamaba su gente.

¡Las marcas de protección! Tenía los dedos muy hinchados, y le costó agarrar el mango del cuchillo, pero consiguió recogerlo.

–Estúpidas cicatrices y estúpido azufre –gruñó. Eran como la kriptonita para toda su raza. Su peor pesadilla.

Pasar aquellas piedras de azufre por el espíritu o la carne le dejaría cicatrices incluso a un inmortal, pero, para ella, las cicatrices iban acompañadas de debilidad. Si tenía demasiadas, neutralizarían totalmente su poder, por muy inmenso que fuera.

Que una cosa tan nimia hubiera podido provocar su caída…

No podía castigar a Torin y a Cronus hasta que se hubiera quitado todas aquellas cicatrices, y ellos debían recibir un castigo.

A veces, su carne volvía a unirse y las cicatrices quedaban intactas, con lo que el trabajo resultaba frustrante. Todo dependía siempre del estado de su cuerpo. Si estaba bien alimentada, podía crear células nuevas. Si estaba muerta de hambre, solo podía regenerar las viejas.

«Motivo por el que he ahorrado todos los bichos durante estas últimas semanas. He tomado un gran desayuno de escarabajos esta mañana».

Antes, las marcas le cubrían toda la piel. Para quitárselas de la espalda, había tenido que frotarse contra las paredes de roca áspera y rugosa de la celda. Había utilizado el mismo método para la cara, las piernas y el torso y, aunque había resultado un poco más fácil, había sido igualmente doloroso. Ya solo le quedaban unas cuantas cicatrices pequeñas en los brazos… y una que se le regeneraba una y otra vez.

Pero, en aquella ocasión, no.

–Lo siento mucho –dijo Torin.

Si no lo odiara tanto, le habría parecido atractiva su voz de tenor, ronca y masculina. ¿Sería verdadero su arrepentimiento?

–Por lo menos todavía tienes a Wilson –añadió él–. Sea quien sea.

–Mi roca mascota. Nos hemos separado hace poco.

–Ah. Eh… también lo siento por eso.

–No lo sientas. Fue de mutuo acuerdo.

Una pausa.

–Lo lamento de todos modos.

–Ahórrate el aliento. Pronto será el último –dijo ella, y agarró con fuerza el mango del pincho. Lo hecho estaba hecho, y ya no podía deshacerse. Nunca, nunca, nunca–. Una vez cometí el error de perdonar a alguien que me había traicionado –añadió. Era el hombre a quien amaba y con quien iba a casarse–. Desde entonces, estoy viviendo con las consecuencias.

Aunque… seguramente, debería sentir gratitud hacia Hades. Antes de conocerlo, tenía muy poco control sobre sus propias habilidades. Con un solo estallido de su poder, había acabado con la mitad de su pueblo en menos de un segundo.

El resto de su pueblo había querido vengarse de ella.

Hades apareció para rescatarla y se la llevó al inframundo, su hogar. Él le había enseñado todo lo que necesitaba para sobrevivir y desarrollarse. Incluso la había alabado cuando ella había arrasado su palacio y él había tenido que construirse otro. «Esa es mi chica, terrible y aterradora».

Keeley se clavó el pincho con tanta fuerza que tocó el hueso.

–Sé que ansías la venganza –le dijo Torin. Su voz fue como un salvavidas de calma en el mar de su ira–. Pero, aunque saliéramos de aquí, no podrías cobrártela. No puedes tocarme, porque caerías enferma.

Por su tono de voz, parecía que eso también le producía remordimientos.

Una mentira, seguramente.

–Matarte no es el único modo de conseguir venganza, guerrero.

Hubo una pausa llena de tensión.

–¿Qué estás diciendo?

–¿No te he dicho ya que he oído hablar de ti?

Galen, el guardián de los Celos y la Falsa Esperanza, era uno de los mayores enemigos de los Señores del Inframundo… y estaba allí prisionero desde hacía varios meses. Ellos habían pasado las primeras semanas intercambiando información, y habrían seguido si él no se hubiera deteriorado a causa de la enfermedad y el hambre y se hubiera quedado en silencio.

Lo cual era desafortunado. El conocimiento era más valioso que el oro, y ella siempre anhelaba más y más. «Ese era el motivo por el que una vez establecí una red de espías desde un extremo del mundo al otro». Sabía cosas que no sabían los Titanes ni los Griegos. Solo tenía que recordarlas.

–Quieres a tus amigos –dijo–. Los cuidas y los proteges.

–¿Y eso que tiene que ver con lo demás?

Él era un antiguo soldado de los Griegos. Si se comparaba a un gladiador romano con uno de aquellos soldados, el gladiador quedaría a la altura de una gominola; así pues, tenía que saber a qué se refería ella.

–Lo que quiero decir, por si no lo sabías, es que puedo matarlos a todos.

Los barrotes de la celda de Torin sonaron con fuerza.

Un golpe certero.

–Ni se te ocurra acercarte a ellos –gritó él. O había recuperado las fuerzas de repente, o su ira le servía de impulso–. Ellos no te han hecho nada.

–Mary tampoco te había hecho nada a ti.

–Tú no estabas allí. No sabes cómo fueron las cosas. Me estás culpando de un accidente.

–Los dos sabemos que tú te culpas a ti mismo. ¿Por qué no iba a culparte yo?

Pasó un momento y, cuando él volvió a hablar, su tono era una vez más frío y controlado, incluso lánguido.

–No te pongas a psicoanalizarme, princesa. Me culpo a mí mismo, sí. Tú también puedes culparme. Pero desquítate conmigo, no con nadie más.

Aunque él no podía verla, ella alzó la cabeza.

–Soy una reina. Si vuelves a llamarme «princesa», te castraré antes de matarte.

Durante muchos años, la castración había sido su método preferido de castigo. El secreto estaba en el giro de muñeca.

Él murmuró:

–Deberías agradecerme que solo te llame «princesa».

–Y tú deberías saber que haré lo que considere adecuado a quien crea que se lo merece.

–Tu actitud me hace pensar que todavía no entiendes el gran error que estás cometiendo. Puede que seas la Reina Roja a la que temen los inmortales, pero yo soy un guerrero con el que no se puede jugar. En el campo de batalla me gusta sentir que la hoja de mi espada atraviesa a mi enemigo. Me gusta el olor de la sangre. Me da energía. Incluso creo que los gritos de dolor son una buena banda sonora cuando estoy haciendo ejercicio.

En su mundo, la fuerza tenía importancia. Y su forma de describirse a sí mismo…

Sexy.

¡No, no era sexy!

–Me das ganas de bostezar –dijo ella, y bostezó sonoramente.

–¿De bostezar? –preguntó él, y agitó con más fuerza los barrotes de la celda–. ¿Acabas de soltarme un bostezo?

–Para que lo sepas, me he comido guerreros como tú para desayunar.

–¿Y qué hiciste, escupir o tragar? No, no contestes. No hace falta. Tus perversiones sexuales no tienen importancia en esta situación. Te agradecería que te concentraras.

A ella se le sonrojaron las mejillas.

–¡No estaba hablando de eso!

–Eh, yo no estoy aquí para juzgarte. Estoy aquí porque esperaba…

Él se detuvo. Su asombro fue casi palpable en el ambiente, entre el hedor de los cuerpos sucios y la mugre.

¿Qué estaba ocurriendo?

–¿Qué es lo que esperabas? ¿Ayudar a Mari? Bueno, pues ya es tarde. No lo hiciste. Ella ha muerto, y…

A Keeley le tembló la barbilla, tanto, que tuvo problemas para pronunciar sus siguientes palabras.

–Y alguien tiene que pagar. Varias personas.

–Créeme –dijo él. Se oyó un clic, y continuó–, ya lo estoy pagando.

Aquella última palabra fue acompañada del chirrido de los goznes oxidados. Entonces, ¿sonaron unos pasos?

Ella frunció el ceño con confusión. ¿Acaso él acababa de…?

¡Había escapado!

Keeley se puso en pie de un salto, y el pincho se le cayó de la mano. Torin estaba enfrente de su celda, con una mochila colgada de un hombro. Oh… vaya. Era todo lo que podía desear una chica, y más aún. Alto, fuerte, con aspecto de mercenario y de asesino. «Mis favoritos. Mi debilidad».

Llevaba siglos sin ver a ninguna otra persona, sin tocar a nadie. ¿Por qué tenía que ser Torin tan magnífico? Tenía el pelo blanco como la nieve, pero las pestañas y las cejas negras, y el contraste resultaba delicioso y sensual. Pero lo más asombroso de todo eran sus ojos. Eran del color de las esmeraldas, con varios tonos entremezclados, sin un solo fallo.

Ella pensaba que sus terminaciones nerviosas habían muerto, pero se despertaron y le causaron un cosquilleo. La boca se le hizo agua. La sangre de sus venas se convirtió en lava.

«Acércate a él… Tócalo».

«No, no puedo hacerlo. Bueno, tal vez sí».

Tenía un desgarrón en el cuello de la camisa, y la tela se abría sobre su pecho musculoso, que ya se había curado, como por arte de magia, de la improvisada cirugía que se había practicado a sí mismo.

–¿Cómo has podido escaparte de esta prisión? –le preguntó.

«Hace demasiado tiempo que no tengo el más mínimo contacto con nadie. Eso es todo». Un oso hormiguero tendría aquel mismo efecto en ella.

–Es un secreto que se me ha olvidado.

–Eso no es una respuesta.

–Responder no era mi intención.

Él la miró con intensidad, y el verde de sus ojos se oscureció tanto que casi se transformó en negro. Un eclipse exquisito. Causado por… ¿la lujuria? ¿Aquel chico malo la encontraba atractiva, pese a que ella tuviera tantas rarezas?

La sangre de sus venas hirvió de deseo.

Pero ¿y su crimen?

Su deseo se mitigó.

–Será mejor que salgas corriendo mientras puedas, guerrero.

–¿O qué, princesa?

–Te haré daño.

Él se pasó una lengua por uno de los colmillos.

–Te lo voy a advertir solo una vez: no vuelvas a amenazar a mis amigos. Si lo haces, te mataré. No quiero hacerlo y, seguramente, después me odiaría a mí mismo, pero lo haré de todos modos. ¿Lo entiendes?

Oh, sí. Lo entendía.

–Eres más protector de lo que pensaba.

Por un momento, ella sintió celos de sus amigos. Aquel hombre los quería con todo su corazón, sin reservas. Con la muerte de Mari, ya no quedaba nadie en el mundo que pudiera defenderla a ella. Aunque, en realidad, ella no necesitaba que la defendieran.

Él agitó los barrotes de la celda.

–¡Te he preguntado que si me entiendes!

Era feroz…

Ella respiró profundamente. El cuero y el almizcle de su olor deberían haber sido un alivio en comparación del hedor de aquella cárcel, pero a ella se le puso el vello de punta, y eso le fastidió. Si hubiera sido cualquier otro hombre, habría llamado «atracción animal» a aquella reacción. Sin embargo, él era él. Y, si ella hubiera tenido una voluntad más débil, no habría podido resistirse a la tentación y se habría acercado a él, habría recordado cómo era sentirse como una mujer, y no como una prisionera. Sin embargo, era la Reina Roja, y no poseía una voluntad débil.

Se mantuvo inmóvil. Aquel hombre la inquietaba, y no había ningún motivo para empeorar las cosas flirteando con la tentación.

Qué preciosa tentación.

Nada iba a impedirle vengarse en nombre de Mari.

–Keeley –dijo él–. Préstame atención.

¿Órdenes?

–Si vuelves a decirme lo que tengo que hacer, te saco la espina dorsal por la boca.

Él ni siquiera pestañeó.

–Eso es más difícil de lo que piensas.

–Oh, lo sé. Hace falta experiencia, cosa que tengo. Y mucha.

Ni un parpadeo.

–El orgullo desmedido nunca es bueno.

–Yo no tengo un orgullo desmedido. Solo digo la verdad. Cuando prometo que voy a hacerle daño a alguien que me ha hecho daño a mí, lo cumplo. Nunca miento. Y menos a mí misma. Y tú, Torin, me has hecho daño.

Él suspiró de exasperación; sin embargo, la excitación seguía brillando en sus ojos. Aquella combinación confundió a Keeley.

–Entonces, ¿vamos a luchar? –preguntó él.

Ella sonrió con frialdad.

–Ya estamos luchando, guerrero.

–En ese caso, lo más sabio por mi parte sería matarte ahora mismo.

–Por favor, inténtalo.

Para eso, tendría que abrir su puerta como había abierto la de su propia celda… algo que ella había intentado cientos de veces. ¿Cómo lo había hecho?

Él frunció el ceño.

–¿De verdad piensas que una mujer como tú puede vencerme?

¿Una mujer como ella? ¿Qué quería decir con eso?

Keeley sintió un arrebato de ira.

–He vencido a oponentes mejores y más grandes que tú.

–Más grandes, quizá, pero ¿mejores? Lo dudo, teniendo en cuenta que no hay nadie mejor.

El orgullo desmedido le sentaba muy bien a él.

–¿Has oído hablar de Typhon, el supuesto padre de todos los monstruos? Es medio dragón, medio serpiente, y tenía muy mal carácter. A Zeus le gusta decir que fue él quien lo venció pero, en realidad, fui yo quien lo hizo pedazos y lo metió debajo de una montaña. Y todo porque frunció el ceño cuando yo pasaba.

–No me hagas bostezar –replicó Torin.

Ella se puso muy rígida.

–Has subestimado a tu oponente; ese es un error fatal que han cometido muchos antes que tú. Podrías preguntarles por la experiencia… pero están muertos.

Él miró la cerradura de la puerta y la herida que ella tenía en el brazo. Por fin, dijo:

–Estás sufriendo el duelo por la pérdida de tu amiga. Voy a pasártelo por alto. Esta vez. Pero no te daré más oportunidades.

–Puedes elegir –replicó ella–. O te quedas en este reino, o te marchas. Un día, muy pronto, yo voy a echar abajo toda esta prisión. En cuanto lo haga, iré por ti. Si te has quedado, terminaremos nuestro asunto aquí, te doy mi palabra. Si no, iré por tus amigos y comenzaré con ellos.

Él le dio un puñetazo a uno de los barrotes.

Mal genio.

Ella sintió un escalofrío.

–No puedes ganarme, Keys. ¿Por qué ibas a meterte en esa batalla?

Ella hizo caso omiso de su familiaridad.

–Te sugiero que utilices el tiempo que te queda de vida en ponerme trampas –dijo.

En realidad, no importaba; hiciera lo que hiciera, iba a perder. Sin embargo, tal vez el esfuerzo hiciera que se sintiera un poco mejor con respecto a la derrota que iba a sufrir. O no. Probablemente, no.

Él entornó los párpados.

–Muy bien. Hasta que volvamos a vernos… Majestad.

Y, con una mirada fulminante que, asombrosamente, la dejó sin aliento, él se marchó de la mazmorra.

 

 

Keeley trabajó a un ritmo endemoniado, cortando y abriendo la carne de la última cicatriz de azufre. «Esto es por ti, Mari».

Ya debería haber terminado, pero no podía dejar de pensar en Torin…

¡Lo odiaba!

Y, sin embargo, no dejaba de preguntarse si su pelo rubio era tan suave como parecía. O si sus labios serían blandos o firmes contra los de ella. O si su piel bronceada sería ardiente, y sus músculos se contraerían cada vez que ella los acariciara.