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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Susan Mallery Inc.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Antes de la boda, n.º 109 - julio 2016

Título original: Hold Me

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8651-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

La dedicatoria de este libro está escrita por una de mis lectoras favoritas:

 

Para todas las lectoras de Mallery, que disfrutáis de sus historias tanto como yo, una entusiasta lectora de novelas de amor,

Jan W.

Capítulo 1

 

Nadie se despertaba una buena mañana y pensaba: «hoy voy a perderme en el bosque». Pero, incluso sin haberlo planeado, era algo habitual.

Quizá fuera simplemente la innata necesidad de explorar de los humanos. O quizá fuera cuestión de mala suerte. O, quizá, que la gente era idiota. A la abuela Nell siempre le había gustado decir: «la belleza es algo superficial, pero la estupidez cala hasta los huesos». No era que Destiny Mills fuera una persona dada a juzgar a los demás en ningún caso. La gente se perdía y su trabajo consistía en asegurarse de encontrarla. Era algo así como ser un superhéroe. Solo que, en vez de tener visión láser o el poder de la invisibilidad, tenía un potente software y un perfeccionado equipo de búsqueda y rescate.

Bueno, técnicamente, el equipo no era suyo. Pertenecía a cualquier ciudad o condado que hubiera contratado a su empresa. La empresa para la que trabajaba había creado el software y ella era una de las tres preparadoras que ayudaban a aquellos que querían utilizarlos. Explicaba la manera de usarlo, entrenaba al grupo de búsqueda y rescate y continuaba después con el siguiente encargo.

Si era lunes, debía de estar en Fool’s Gold, pensó divertida mientras entraba en su pequeña oficina temporal. Fool’s Gold, California. Población, ciento veinticinco mil cuatrocientos ochenta y dos habitantes, por lo que decía la señal que había visto de camino hacia allí. Situada en las laderas de las montañas de Sierra Nevada, la ciudad atraía a miles de turistas. Llegaban a esquiar en invierno, en verano a hacer excursiones y a acampar y, a lo largo del año, asistían a las numerosas fiestas que habían conseguido poner a la ciudad en el mapa.

Nada de aquello la incumbía. Lo que realmente le interesaba eran los cientos de miles de hectáreas que había justo en los límites de la ciudad. Era un territorio inexplorado y salvaje con montones de laderas, barrancos, arroyos y cuevas. Lugares en los que la gente se perdía. Y cuando alguien se perdía, ¿a quién llamaba?

Destiny rio mientras resonaba en su cabeza el tema musical de Cazafantasmas. No sabía si para todos los demás, pero para ella la vida era una banda sonora. La música estaba por todas partes. Las notas conformaban una melodía y las melodías se convertían en recuerdos para ser rememorados. Oías una canción de cuando estabas en el instituto y te trasladabas a los brazos de tu novio de entonces.

Se sentó en una silla y enchufó el ordenador portátil en la estación de conexión. Solo disponía de una semana para prepararse antes de que comenzara el verdadero trabajo. Durante los tres meses siguientes, iba a tener que cartografiar el terreno, introducir la información en aquel software tan increíblemente inteligente que utilizaba su compañía y entrenar después al equipo local de búsqueda y rescate. Ella era el punto de contacto, la conexión humana. Al cabo de tres meses, se trasladaría a cualquier otro lugar del país y comenzaría de nuevo.

Le gustaba moverse. Le gustaba estar siempre en algún lugar nuevo. Hacía amigos fácilmente y los dejaba tras ella con la misma facilidad cuando llegaba el momento de marchar. Ya encontraría nuevos amigos en el próximo lugar. Por supuesto, había una carencia de continuidad, pero la ventaja era que se ahorraba los dramas emocionales que acompañaban a las amistades largas. Tanto si ella intimaba con los demás como si los demás intimaban con ella, las relaciones podían ser agotadoras.

Había crecido en una familia que hacía que cualquier reality sobre la vida doméstica resultara tan interesante como leer la guía telefónica. La realidad de la televisión no tenía nada que ver con sus padres. Como adulta, Destiny había tenido que decidir si quería o no aquel dramatismo y había decido que no. De modo que había escogido deliberadamente un trabajo y un estilo de vida que le permitieran estar continuamente en movimiento.

Pero durante los meses siguientes, disfrutaría de las peculiaridades de Fool’s Gold. Ya se había informado sobre aquel lugar y estaba deseando probar las diferentes muestras del sabor local.

Justo en aquel momento, se abrió la puerta de su oficina. Destiny reconoció al joven alto, rubio y atractivo que apareció en el marco de la puerta. No porque se hubieran conocido antes, puesto que la había contratado la alcaldesa, y no él, pero le había visto en muchas portadas de revistas, en entrevistas en televisión y en artículos de Internet.

Se levantó y le sonrió.

–¡Hola! Soy Destiny Mills.

–Kipling Gilmore.

Tenía los ojos de un azul más oscuro del que esperaba y una elegancia de movimientos que, probablemente, debía a toda una vida dedicada al deporte. Porque aquel hombre no era solamente Kipling Gilmore. Era el mismísimo Kipling Gilmore. El famoso atleta. La superestrella del esquí. El medallista de oro olímpico. La prensa le llamaba la G-Force, la fuerza de la gravedad, porque, por lo menos sobre los esquíes, buscaba la velocidad sin que parecieran importarle las leyes de la física. Era capaz de cosas que nadie había hecho. Por lo menos, hasta que había sufrido el accidente.

Se estrecharon la mano. Él le tendió una caja rosa procedente de la panadería.

–Para ayudarte a instalarte.

Destiny levantó la tapa y vio media docena de donuts. El olor del azúcar glaseado y la canela flotó hasta ella. Un olor embriagador que la hizo desear inmediatamente quince minutos de soledad para deleitarse con aquella dosis de azúcar.

–Gracias –le dijo–. Es mucho mejor que unas flores.

–Me alegro de que te lo parezca. ¿Cuándo has llegado?

–Ayer. Llegué la noche anterior a Sacramento y por la mañana hice el viaje hasta aquí.

–¿Y te estás instalando a gusto?

–Sí y estoy deseando ponerme a trabajar.

–En ese caso, adelante.

Se sentaron los dos. Destiny giró el portátil hacia él y presionó algunas teclas.

–Para que el programa de búsqueda y rescate resulte operativo, hay dos partes principales –comenzó a decir–. Cartografiar la geografía física de la zona y, posteriormente, enseñaros a ti y a tu equipo la manera de utilizarlo.

–Parece fácil.

–Sí, siempre lo parece, hasta que se impone la realidad.

Kipling arqueó una ceja.

–¿Eso es un desafío?

–No. Sencillamente, estoy diciendo que el proceso lleva tiempo. El software STORMS puede adaptarse prácticamente a cualquier situación. El éxito o el fracaso de una búsqueda normalmente residen en una combinación de suerte e información. Mi objetivo es eliminar el factor suerte de la ecuación.

STORMS, Search Team Rescue Management Software, funcionaba con equipos de rescate. Los datos se introducían en el sistema y el programa indicaba las áreas más probables para iniciar la búsqueda. Cuanta más información se tuviera sobre la persona perdida, el terreno, la época del año y las condiciones del tiempo, más rápida era la búsqueda. Cada rastreador disponía de un GPS que iba acumulando información sobre su trabajo. La información se transmitía al programa de manera que la búsqueda estuviera continuamente actualizada a tiempo real.

Cuantas más áreas se eliminaran, más iba estrechándose la búsqueda hasta dar con la persona buscada.

–Comenzaré cartografiando la zona durante los próximos dos días –continuó explicando.

–¿Y eso cómo lo haces?

–Primero, por aire. Utilizamos un helicóptero y diferentes clases de equipamiento para incrementar los datos de los que ya disponemos por vía satélite. Las zonas boscosas más tupidas y los rincones más recónditos de las montañas tendremos que cartografiarlos a pie.

–¿Y tú haces eso?

Aunque la pregunta fue suficientemente educada, el tono sugería que no se lo creía. «Estúpido», pensó ella con una sonrisa.

–Sí, Kipling. Soy capaz de caminar cuando hace falta. Y si son zonas muy remotas, consulto con guías locales.

–Pensaba que eras una urbanita. ¿No me dijo alguien que vivías en Austin?

–Ahí es donde tengo mi casa, sí. Pero crecí cerca de las Smoky Mountains. Sé arreglármelas sola en el campo.

Lo que no mencionó fue que, cuando era más joven, había pasado varios años viviendo en aquellas mismas montañas con su abuela materna. Además de saber moverse por un terreno abrupto, sabía pescar y conocía tres maneras diferentes de cocinar las ardillas. Pero no iba a compartir aquella información. Si contabas que eras capaz de hacer un triste filete a la brasa te aplaudían. Si hablabas de ardillas guisadas con raíces de diferentes plantas te miraban como si fueras caníbal. La gente era muy extraña, pero eso era algo que Destiny sabía desde hacía mucho tiempo.

–En ese caso, confiaré en que te encargues tú del negocio –le dijo Kipling–. ¿Cuándo llega el helicóptero?

Destiny revisó el calendario.

–A finales de semana. Voy a tener un verano muy ocupado. En cuanto hayamos introducido todos los datos geográficos en la base de datos, comenzaremos a comprobar el sistema. Eso significa que tendremos que localizar a personas que, en realidad, no se han perdido.

El humor asomó a las comisuras de los labios de Kipling.

–Sí, ya he leído el material.

–Me alegro de saberlo. ¿Eso significa que también has abierto los manuales de instrucciones?

Kipling vaciló durante el tiempo suficiente como para que Destiny se echara a reír.

–No creo –le dijo–. ¿Qué problema tenéis los hombres con los manuales de instrucciones y con preguntar direcciones?

–No nos gusta admitir que no sabemos algo.

–Eso es ridículo. Nadie lo sabe todo.

–Pero podemos intentarlo.

No era una respuesta sorprendente, pensó Destiny. La fanfarronería parecía ir de la mano de los hombres. Otro motivo por el que le costaba encontrar al hombre adecuado para ella. Quería una ausencia total de fanfarronería y un ego minúsculo. Cuando los sentimientos se desbordaban, el sexo opuesto era capaz de hacer cualquier locura. Y en la vida de Destiny, no había lugar para la locura.

–¿Crees que te va a suponer algún problema recibir instrucciones mías? –le preguntó–. Porque, si es así, tendremos que solucionarlo en este mismo instante. Si es necesario, hasta puedo retorcerte el brazo para que te sometas.

Kipling se echó a reír.

–Lo dudo.

–Ten cuidado con tus presunciones. Mi abuela me enseñó muchos trucos sucios. Conozco lugares en los que me basta presionar con un nudillo para hacer que un hombre grite como una niñita. Y no de felicidad, precisamente.

–¿Hay formas de gritar de felicidad como una niñita?

Destiny arrugó la nariz.

–He tenido que utilizar esa amenaza en otras ocasiones y algunos hombres piensan que estoy hablando de sexo. Pero no es así.

Kipling fijó la mirada en su rostro.

–Interesante.

–Entonces, ¿voy a tener problemas contigo?

–No.

–En ese caso, disfrutaremos de un buen verano. Nunca había trabajado en California. Estoy deseando conocer la zona.

–Esta ciudad es un poco extraña.

–¿En qué sentido?

Kipling permaneció tranquilamente sentado en la silla. No hubo movimiento alguno, ninguna sensación de que quisiera estar en cualquier otra parte. Era un hombre paciente, pensó Destiny. Tendría que serlo. Esperar a que llegara el mal tiempo. Esperar la llegada de las estaciones. Esperar a que las condiciones fueran las adecuadas.

Kipling Gilmore había cosechado grandes éxitos en los Juegos Olímpicos de Sochi, el desastre le había golpeado varios meses después. Destiny no era seguidora de ningún deporte, de modo que no conocía los detalles. Evidentemente, Kipling se había recuperado lo suficiente como para aceptar el trabajo de dirigir el equipo de búsqueda y rescate de Fool’s Gold. Se preguntó si habría tenido problemas para adaptarse a una vida normal.

Sabía que para aquellos acostumbrados a la fama, podía ser difícil intentar vivir como simples mortales.

–Aquí todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo.

Exacto. Le había preguntado por la ciudad.

–Eso es algo habitual en una ciudad pequeña.

–Sí, pero aquí es diferente. Aquí todo el mundo está más involucrado en todo. Hablaremos dentro de dos semanas, a ver lo que piensas para entonces. Se organizan fiestas muy interesantes y no tienes que cerrar la puerta con llave por las noches. Si vives cerca del centro, apenas utilizas el coche.

–Parece agradable.

A pesar de que tenía su casa base en Austin, Destiny no era una persona a la que le gustaran las ciudades grandes. Prefería las peculiaridades de una ciudad pequeña.

–¿Ya has conocido a Marsha, la alcaldesa? –preguntó Kipling.

Destiny sacudió la cabeza.

–No. Me contrató ella, pero todo se hizo a través de mi jefe. Hoy tengo una reunión con ella.

La diversión volvió a los ojos de Kipling.

–Yo también iré a esa reunión. Creo que Marsha te va a gustar. Es la alcaldesa que más tiempo lleva en su cargo en California. Parece una dulce anciana, pero, en realidad, es una mujer fuerte capaz de ejercer un firme control sobre su ciudad. Consigue que se hagan las cosas. A veces, soy incapaz de entender cómo lo consigue.

Cualidades que ella podía respaldar completamente.

–Ya me cae bien.

–Me lo imaginaba –Kipling se levantó–. Bienvenida a Fool’s Gold, Destiny.

Destiny también se levantó.

–Gracias.

Mientras Kipling salía de la oficina, Destiny dejó que su mirada vagara por su cuerpo. Estaba en buena forma, pensó, admitiendo que le parecía un hombre suficientemente atractivo como para hacerle preguntarse si tendría algún potencial.

Sacudió la cabeza, porque ya conocía la respuesta. Era no. De ningún modo, de ninguna manera. Ella quería algo normal. Algo ordinario. La clase de hombre que entendía que la vida era mejor vivirla tranquilamente. Kipling, alias G-Force, era capaz de descender montaña abajo a quién sabía qué velocidad. Era un hombre que buscaba emociones fuertes y eso significaba que no estaba hecho para ella.

Sencillamente, seguiría buscando. Porque aquel hombre tan tranquilo como ella, aquel hombre de sus sueños racionales, estaba ahí fuera, y algún día le encontraría.

 

 

Kipling cruzó la calle. Mientras esperaba a que uno de los pocos semáforos de Fool’s Gold se pusiera en verde, alzó la mirada hacia las montañas. Estaban ya al final de la primavera, de modo que podía mirarlas y no sentir nada. El único recuerdo de la nieve estaba demasiado alto como para que fuera posible esquiar. Así que no había ninguna sensación de pérdida, nada que pudiera recordarle que podría luchar contra las montañas y ganar. Había perdido para siempre la sensación de volar sobre la nieve.

Él sabía lo que le dirían sus amigos, lo que le dirían los médicos. Que había sido condenadamente afortunado al poder recuperarse como lo había hecho. Que el mero hecho de que pudiera andar era un milagro. Todo lo demás sobraba.

Kipling había oído aquellas palabras. En los días buenos, incluso se lo había creído. Pero durante el resto del tiempo, evitaba pensar en lo que había perdido. Cuando se sentía mal, sencillamente, dejaba de mirar hacia las montañas.

Cambió la luz, y cruzó la calle. Cuando caminaba, consideraba el hecho de que podría haber sido más fácil limitarse a encontrar un trabajo en cualquier otro lugar que no estuviera cerca de las montañas. Había zonas más llanas. Quizá en el Medio Oeste o en Florida. Pero no podía imaginarse lo que sería algo así. Alzar la mirada y no ver nada, salvo el cielo. Era posible que tuviera una relación incómoda con las montañas, las amaba y las odiaba a un tiempo, pero le resultaba imposible alejarse de ellas. Formaban parte de él. Le resultaría más fácil cortarse un brazo que vivir sin ellas.

–¡Eh, Kipling!

Saludó con un gesto a una mujer que iba empujando un cochecito y acababa de saludarle. Fool’s Gold era esa clase de lugar amable. Donde los vecinos se conocían el uno al otro y los turistas eran bienvenidos tanto por su presencia como por el dinero que aportaban.

Estaba acostumbrado a que personas a las que no conocía supieran quién era. Aquello formaba parte de su antigua fama. Pero ser conocido en Fool’s Gold era diferente. Más intenso, quizá. Aquella ciudad no era solo un lugar. Era una forma de vida, una esencia.

Sacudió la cabeza, preguntándose de dónde había salido todo aquello. Él normalmente no daba tantas vueltas a las cosas. Era un hombre de acción, prefería moverse a permanecer quieto. Pero eso ya había quedado atrás. Excepto por las cicatrices, la cojera y el dolor sordo que siempre le acompañaría, estaba curado. Y podía caminar.

Se dirigió hacia una de sus oficinas, situada en la esquina de Eight Street y Frank Line, justo al lado del parque de bomberos y la comisaría. Una comisaría en la que nunca entraba nadie. El único conflicto posible en aquel barrio era el de alguna fiesta demasiado ruidosa.

Mientras abría la puerta para entrar, se recordó a sí mismo que años atrás le habría fastidiado estar tan cerca de las autoridades. Pensaba entonces que el ser capaz de bajar volando una montaña le daba derecho a disfrutar al máximo sin pensar en las consecuencias. Siempre y cuando fuera capaz de ganar, aunque fuera por una milésima de segundo, era un dios. Por lo menos, hasta la siguiente carrera.

Pero el tiempo ayudaba a madurar. Había entrado arrastrado y en contra de su voluntad en el mundo adulto y allí estaba, dirigiendo el equipo de búsqueda y rescate de la ciudad. ¿Quién se lo iba a imaginar?

Y aunque el joven que Kipling había sido se habría burlado de la autoridad, incluso de niño había respetado las montañas y a aquellos que salvaban a los desafortunados, o estúpidos, que terminaban perdiéndose en ellas. Él se había encontrado en medio de una avalancha en cierta ocasión. Y una patrulla de esquiadores le había salvado el trasero.

Siempre había sido un tipo con suerte, pensó. Hasta el verano anterior, cuando había sufrido el accidente. Siempre había sabido que algún día se acabaría su suerte y lo había aceptado. Estaba comenzando un nuevo capítulo de su vida. Tenía un problema y lo había solucionado. Eso era lo que le gustaba hacer. Y, en aquel trabajo, iba a tener muchas cosas que arreglar. O encontrar.

Caminó hasta su mesa y encendió el ordenador. La oficina era tan nueva que todavía olía a pintura y las plantas que le habían enviado a modo de bienvenida continuaban vivas. Kipling se consideraba a sí mismo una persona a la que se le daba mejor la gente que las plantas. Con el tiempo tendría un equipo y podría pedirle a alguno de sus empleados que se encargara de regarlas y abonarlas.

Se volvió en la silla para poder estudiar el enorme mapa que dominaba la pared principal de la oficina. En él aparecían unos aproximadamente ochenta kilómetros cuadrados alrededor de Fool’s Gold. Al oeste había viñedos y estaba también la carretera de Sacramento, de modo que las principales áreas de preocupación eran el este y el norte. Las escarpadas montañas de Sierra Nevada se elevaban bruscamente. Había miles de maneras de perderse en ellas y se temía que turistas y vecinos por igual encontrarían todas ellas.

Se levantó y se acercó al mapa. El terreno comenzaba a hacerse más abrupto a solo unos kilómetros de la ciudad. Había docenas de rutas excursionistas y lugares de acampada. Justo el año anterior había habido una riada en uno de los campamentos. El torrente de agua había puesto en peligro a unas chicas y a sus monitores. Kipling quería asegurarse de que no volviera a ocurrir algo así. Y de que si alguien se perdía, sería encontrado rápidamente y a salvo.

Con aquel nuevo programa de ordenador, la búsqueda sería más fácil. Sabía que sería complicado el aprendizaje, pero, al final, el esfuerzo merecería la pena.

En cuanto la alcaldesa le había hablado de aquel software, había comenzado a informarse sobre él. Los resultados eran impresionantes y estaba deseando aprenderlo todo sobre aquel sistema.

Y, a lo mejor, también sobre Destiny Mills, pensó con una sonrisa. Era preciosa. Había algo en la combinación de su pelo rojo y su piel pálida que le había llamado la atención. Y si tenía pecas, mejor. Un hombre podía dedicarse a buscar pecas sin volver a la superficie durante días.

Y, en otros sentidos, también era su tipo. Era soltera, por lo que había oído, y pensaba estar en la ciudad durante un tiempo limitado. Él era un hombre que disfrutaba de la monogamia consecutiva. Saber que una relación tenía fecha de caducidad era su idea de perfección. Si la dama en cuestión estaba interesada, él estaba más que dispuesto. Por lo menos, durante un breve espacio de tiempo.

De vez en cuando, se preguntaba si no debería aspirar a algo más. A aquel «para siempre» que otros parecían buscar. Él había visto el amor. Había creído en él. Pero nunca lo había sentido. No de una forma romántica. El deseo, por supuesto. El cariño, absolutamente. Él quería a su hermana y a su país. Haría cualquier cosa por cualquier amigo. ¿Pero enamorarse tan locamente como para casarse? Eso no le había ocurrido jamás.

Y, a aquellas alturas, imaginaba que era algo que nunca iba a ocurrirle. Pero podía vivir con ello.

 

 

La alcaldesa era una mujer de más de sesenta años con el pelo blanco recogido en un moño suelto y penetrantes ojos azules. Llevaba un traje entallado, un collar de perlas resplandecientes y tenía una sonrisa tan amable que Destiny se sintió inmediatamente como en casa.

–Bienvenida a Fool’s Gold –le dijo con cariño–. Me alegro de poder conocerte por fin.

–Lo mismo digo –respondió Destiny.

Le estrechó la mano como le había enseñado a hacerlo la abuela Nell, con firmeza y mirando a la otra persona a los ojos. «Eres una persona, no un pez, y debes comportarte como tal». Porque la abuela Nell tenía consejos para todas las situaciones. No todos ellos eran apropiados, ni siquiera útiles, pero siempre eran memorables.

–Me alegro de estar aquí –le dijo Destiny a la alcaldesa–. Vamos a disfrutar de un verano muy agradable poniendo STORMS en funcionamiento.

–Tu jefe, David, me dijo que disfrutaría trabajando contigo y veo que tenía razón. Me gusta tu actitud –respondió la alcaldesa. Miró por encima del hombro de Destiny y asintió–. Aquí viene el que faltaba en nuestra reunión.

Destiny se volvió y vio a Kipling entrando en el despacho de la alcaldesa como si estuviera paseando. No había otra manera de describir la elegancia con la que se movía. Un truco depurado, pensó al fijarse en la ligera cojera que, sin lugar a dudas, era producto del terrible accidente que había sufrido el año anterior. ¿Cómo sería Kipling antes de aquel accidente?

Si ella fuera cualquier otra mujer, una mujer que estuviera buscando algo diferente, Kipling sería una tentación, pensó. Pero ni ella era diferente ni lo era él. Kipling no era hombre para ella. Y, en cualquier caso, sabía que era preferible no adentrarse por un camino equivocado. Había visto demasiados desastres emocionales en su vida como para correr riesgos. «A veces, eres tú el que descubre al oso y otras es el oso el que te descubre a ti. Si te ocurre lo último, lo mejor que puedes hacer es salir corriendo a toda pastilla».

Destiny reprimió una risa. Sí, la abuela Nell siempre había sido una persona muy pragmática. Le habría echado un vistazo a Kipling, y le habría pedido a ella que se marchara, buscando un poco de intimidad. Después, se habría acercado de nuevo a Kipling y le habría obligado a marcharse. Porque las relaciones dramáticas que habían rodeado a Destiny mientras crecía no habían comenzado con sus padres, aunque hubieran sido ellos los peores. No, los matrimonios fracasados y los corazones rotos se remontaban a generaciones anteriores en ambos lados de la familia.

Kipling abrazó a la alcaldesa y le dio un beso en la mejilla antes de saludar a Destiny con una inclinación de cabeza.

–Me alegro de volver a verte –le dijo.

–Lo mismo digo.

La alcaldesa les condujo hacia los sofás que tenía en una de las esquinas del despacho. Una vez se sentaron los tres, comenzó la reunión.

–Destiny, estamos encantados de tenerte aquí, ayudándonos a lanzar nuestro programa HERO.

Destiny asintió y alzó la mirada hacia Kipling. Le vio hacer una mueca y no pudo resistir la tentación de fingir no saber de qué estaba hablando la alcaldesa.

–¿Programa HERO?

–Help Emergency Rescue Operations –le explicó la alcaldesa–. Es así como llamamos a la organización de búsqueda y rescate de Fool’s Gold. Hicimos un concurso y la gente envió nombres. El consejo municipal los redujo a diez y después votamos. HERO fue el ganador.

–Continúa siendo un nombre estúpido –gruñó Kipling.

Destiny disimuló una sonrisa.

–¿No te gusta ser un héroe?

–Digamos que estoy teniendo que soportar muchas estupideces a cuenta de ese nombre.

–Los desafíos imprimen carácter –musitó ella, pensando que, probablemente, le gustaba mucho más que le llamaran G-Force.

–Otra de las cosas que no me faltan.

Le guiñó un ojo mientras lo decía y a Destiny le entraron ganas de echarse a reír. Pero se suponía que aquel era un encuentro profesional, de modo que optó por desviar la atención hacia la alcaldesa.

–STORMS encajará perfectamente con lo que tenéis en mente.

–Cuento con ello –contestó la alcaldesa–. Tuvimos mucha suerte al conseguir el dinero que necesitábamos. Entre el fondo federal, las subvenciones del estado y una considerable cantidad de donantes anónimos, tenemos dinero para los próximos cinco años. Incluida tu parte.

Impresionante, pensó Destiny. STORMS no era un proyecto barato. Solo con el programa, el equipo que se necesitaba, los gastos por levantar el mapa y el entrenamiento del equipo, el presupuesto ascendía a más de un millón de dólares. Y eso sin incluir el precio de las operaciones de búsqueda y rescate.

–Hemos tenido un gran éxito con nuestro software –les dijo–. Este terreno es perfectamente adecuado para lo que mejor sabemos hacer.

–Excelente. ¿Kipling y tú ya tenéis un plan?

Kipling volvió a relajarse.

–Vamos a organizarlo juntos. Destiny tiene que cartografiar la zona e introducir la información en el software. Después pondremos el programa a prueba. Nos hemos puesto agosto como fecha límite.

–Estupendo –la alcaldesa asintió y miró de nuevo a Destiny –. ¿Crees que podremos tenerlo para entonces?

–Estamos planificándolo de tal manera que el programa esté funcionando para mediados de julio. Las dos semanas restantes nos proporcionan un margen que espero no necesitemos.

A Destiny no le gustaban los problemas inesperados. Parte de su trabajo consistía en anticipar los problemas antes de que ocurrieran. Se enorgullecía de conseguir que su labor transcurriera sin incidentes.

–¿Y qué tal se está adaptando Starr a la vida en Fool’s Gold?

Aquel repentino cambio de tema por parte de la alcaldesa pilló a Destiny desprevenida. Peor aún, tardó varios segundos en recordar quién era Starr y por qué, por primera vez desde hacía una década, de repente tenía otra persona, además de sí misma, de la que preocuparse.

–Starr está… eh… adaptándose bien, supongo. En realidad, llegamos ayer a la ciudad.

La alcaldesa asintió, como si la comprendiera.

–Sí, tiene que ser muy difícil para las dos. Es tu medio hermana, ¿verdad? Tenéis el mismo padre, pero diferentes madres.

Destiny notó que comenzaba a abrírsele la boca por la sorpresa. Mantuvo los labios deliberadamente juntos mientra asentía.

–Sí, exacto –contestó con recelo.

No se sentía cómoda hablando de su familia. Porque era preferible que la gente no supiera nada de ella.

Miró a Kipling, que no mostraba excesivo interés en la conversación. ¿Sabría quién era ella? En ningún momento había insinuado que lo supiera.

–Los quince años son una edad difícil –Marsha sacudió la cabeza–. A esa edad fue justo cuando comencé a tener problemas con mi hija. Era muy terca. Pero ya ha pasado mucho tiempo desde entonces. En cuanto a Starr y a ti, espero que Fool’s Gold sea un hogar para vosotras mientras estéis aquí. Si necesitas algo, házmelo saber. ¡Ah! Y tengo algo para ti.

Regresó a su escritorio para ir a buscar una carpeta. Regresó al sofá y se la tendió a Destiny.

–Tenemos un campamento de verano en la ciudad. End Zone for Kids se llama. Está en lo alto de las montañas. Hay una gran cantidad de programas interesantes para adolescentes. Creo que Starr podría disfrutar con las clases de teatro, y también con las de música, por supuesto. Tú vas a estar muy ocupada y una adolescente de quince años no debería estar sola en casa todo el día.

–Yo… eh… gracias.

Destiny no sabía qué más podía decir. ¿Cómo habría averiguado la alcaldesa la edad de Starr? ¿Cómo sabía que estaba sola en casa? Aunque, a lo mejor, lo último no era tan difícil de averiguar. Al fin y al cabo, Destiny no estaba en casa con ella y llevaban menos de dos días en la ciudad.

Se sintió culpable al darse cuenta. Porque Starr estaba sola. Con quince años no tenía por qué suponer ningún problema. Pero no era esa la cuestión.

–A lo largo de todo el verano, se organizan fiestas muy divertidas –continuó la alcaldesa–. Espero que las disfrutéis mientras estéis aquí. Fool’s Gold es un lugar maravilloso para vivir.

De alguna manera, Destiny se descubrió a sí misma fuera del despacho. No se recordaba saliendo, ni despidiéndose. Fue una sensación extraña.

Kipling estaba a su lado. Le dirigió una sonrisa radiante.

–¿Estás preguntándote qué es lo que ha pasado?

–Sí.

–Ya te acostumbrarás. Es una buena idea lo del campamento para tu hermana.

Destiny asintió. No tenía manera de explicar que, hasta diez días atrás, ni siquiera conocía a Starr. Que entre el nacimiento de una y otra, sus padres se habían casado doce o catorce veces y había docenas de hermanastros o lo que fueran y unos cuantos medio hermanos salpicados por todo el país. Era imposible estar al tanto de tantos cambios y hacía años que Destiny había dejado de intentarlo.

Se aferró a la carpeta con fuerza.

–Hablando de mi hermana, debería ir a casa para ver cómo está.

–De acuerdo. Te llamaré más tarde.

Exacto. Por motivos de trabajo. Se obligó a concentrarse.

–Tenemos que hablar del horario de preparación.

–Dame tu teléfono.

Destiny le tendió su teléfono móvil. Él tecleó su número y se lo devolvió.

–Ahora podrás estar en contacto conmigo siempre que quieras.

Kipling se despidió de ella con la mano y se dirigió hacia las escaleras. Destiny se le quedó mirando fijamente durante un segundo. Kipling era una buena distracción. Pero, en cuanto desapareció de su vista, Destiny aterrizó en la realidad de un nuevo trabajo, una ciudad nueva y una hermana a la que apenas conocía.

Los problemas, de uno en uno, se dijo a sí misma. Y, en aquel momento, pretendía ocuparse de su familia.