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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Cathy Gillen Thacker. Todos los derechos reservados.

CONTIGO OTRA VEZ, N.º 63 - enero 2012

Título original: The Virgin’s Secret Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-416-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

JOE Hart había cometido un error crucial en su camino al éxito y ahora, siete años después de ser pillado en el sitio equivocado con la hija del jefe, por fin tenía la oportunidad de enmendar el daño causado por su estupidez.

Si conseguía asumir que la mujer que lo había engañado y le había roto el corazón era una manipuladora en vez de la virgen que cada noche recordaba en sus sueños, quizá pudiera seguir adelante con su vida. Porque si había algo que Joe deseaba era tener una esposa y unos hijos. Y para conseguir eso, tenía que sacar de una vez por todas a Emma Donovan de su cabeza y de su corazón.

De momento, tenía al resto del clan Hart para satisfacer sus ansias de formar una familia: su madre, sus cuatro hermanos, su hermana y su sobrino. Ahora que estaba de vuelta en Estados Unidos, a su ciudad natal de Holly Springs en Carolina del Norte, tendría ocasión de verlos más a menudo. Joe estaba deseando pasar tiempo con ellos a diario. Eso sería si su reunión acababa de una vez, pensó sintiéndose cada vez más desesperado.

El propietario del equipo de hockey Carolina Storm, el multimillonario Saul Donovan, parecía no llegar al final de las cláusulas del contrato que tenían que firmar.

–Todos los miembros del equipo han de participar en obras de caridad para la comunidad. Puedes elegir la que quieras o mi esposa, Margaret, y el resto de los relaciones públicas del equipo, te ayudarán.

–No hay problema –dijo Joe mirando a su nuevo jefe–. Es algo que siempre he hecho aunque no fuera obligatorio.

El hombre, de unos cincuenta y tantos años, medía un metro ochenta y estaba algo grueso de cintura.

–Y el equipo patrocina un campamento de hockey para niños. Cuento contigo para este verano.

–Tengo un sobrino que tal vez quiera participar.

Eso sería, pensó Joe, si lograba convencer a su hermana de que hacer deporte era algo bueno para su hijo de doce años.

Saul asintió y luego miró la hoja de papel que tenía delante.

–Eso nos lleva al último punto de la agenda del día.

Saul dejó el bolígrafo.

«Aquí viene, la reprimenda que estaba esperando», pensó Joe.

–Estoy dispuesto a pasar por alto lo que pasó hace años con una condición –continuó Saul y se quitó las gafas, dejándolas sobre la mesa–. Mantente alejado de mi hija.

–Créame, pretendo mantener las distancias –prometió Joe.

Quería olvidarse de Emma y no volver a hablar con aquella atractiva morena en su vida.

–Hablo en serio –reiteró Saul, frunciendo el ceño–. No quiero que Emma sufra.

Joe tampoco quería sufrir. Emma Donovan le había roto el corazón. Hasta el punto de que Joe había renunciado al amor desde la noche en que lo habían pillado tratando de meter a Emma con su maleta en su residencia universitaria. Se había dado de cara con su padre. Saul Donovan seguía sin saber lo que había pasado exactamente, o lo que había estado a punto de pasar esa noche. Cuando Joe se había enterado de la verdad, enseguida había recuperado la cordura.

Al ver que Joe y Saul mantenían un tenso cruce de miradas, el entrenador Thaddeus Lantz se inclinó hacia delante e intervino.

–Creo que Joe lo ha entendido, Saul.

Joe asintió sumiso, confirmando que así era. Por supuesto que lo había entendido. Si esa vez lo estropeaba, no tendría una segunda oportunidad. Saul haría todo lo que pudiera para verlo lejos del mundo del hockey profesional. Como dueño de uno de los equipos más importantes, y en breve del destino de Joe, Saul era lo suficientemente poderoso para conseguirlo.

–Teniendo en cuenta el trabajo que ha elegido Emma y el sitio donde se encuentra su despacho, no sé si será fácil evitarla –le advirtió a Joe.

Era cierto, ya que Emma había elegido trabajar junto a la madre de Joe.

–No se preocupe, señor. No tengo intención de encontrarme a su hija en el Wedding Inn ni en ninguna otra parte.

Su madre era la dueña y directora del hotel donde más bodas se celebraban en Carolina del Norte. Emma era ahora, según su madre, la mejor organizadora de bodas de todo el estado. Las dos mujeres trabajaban codo con codo muy a menudo. Pero eso no quería decir que Joe tuviera que verse involucrado en el negocio familiar ni que tuviera que hablar con aquella heredera impulsiva.

–Emma está allí esta noche.

–Tengo pensado quedarme en un hotel de Raleigh hasta que lleguen el resto de mis cosas aquí –dijo Joe.

Ya tenía una casa en su ciudad natal. Se la había comprado como inversión un año antes. Apenas la había amueblado porque no esperaba irse a vivir allí tan pronto. Y no lo habría hecho si Saul no le hubiera ofrecido jugar en el Carolina Storm.

–¿Te has registrado ya en algún hotel? –preguntó Saul algo más amable.

–No.

Ross Dempsey, su abogado en Raleigh, lo había recogido y lo había llevado directamente a la reunión desde el aeropuerto.

–Entonces, quédate aquí –insistió Saul.

Joe dirigió una mirada confusa a su abogado, quien asintió. Luego, volvió a mirar a Saul.

–¿Quiere que me quede en su casa? –preguntó para asegurarse de que había entendido bien su invitación.

Estaba empezando a entender de dónde le venían aquellos repentinos cambios de humor a Emma.

Saul asintió, mostrándose paternal.

–Tenemos muchas habitaciones para invitados en la planta de arriba.

Joe se quedó pensativo. Sabía por sus charlas con otros jugadores que aquello era lo habitual para los nuevos miembros del equipo Carolina Storm. Saul Donovan quería que se sintieran como una familia. Hacía todo lo que podía para mantener su moral alta y ganarse la lealtad del jugador tanto hacia él como hacia el equipo. Su método funcionaba. El Carolina Storm tenía las estadísticas más altas en renovación de contratos de la liga. Dejando a un lado su lío con Emma, Joe sabía que tenía suerte de firmar con aquel equipo.

–¿Nos harás un favor? –continuó Saul–. Mi mujer y yo vamos a ir a Southern Pines a un torneo de golf. Y, teniendo en cuenta los robos que ha habido últimamente en Holly Springs, prefiero que la casa no se quede vacía. Los sistemas de seguridad no siempre son eficientes.

Joe sabía por su hermano Mac, el sheriff de Holly Springs, que los delincuentes lograban eludir los sistemas electrónicos de seguridad con facilidad.

–Muy gustosamente le cuidaré su casa –se ofreció Joe.

Teniendo en cuenta sus errores del pasado, era lo menos que podía hacer.

–Volveremos mañana por la noche, así que sólo será durante veinticuatro horas –continuó Saul.

–No hay problema. ¿Y Emma…?

–Rara vez viene y, cuando lo hace, llama antes. Sabe que vamos a estar fuera de la ciudad, así que no pasará por casa.

Por la mirada que le dirigió a Joe, Saul le dejó claro que si hubiera sido de otra manera no se lo habría pedido.

Joe respiró aliviado.

Saul hizo un gesto al abogado del equipo. El hombre sacó el contrato que Joe y Ross Dempsey ya habían revisado, y el bolígrafo. Joe volvió a releer las páginas y comprobó que recogía lo acordado: cinco años, sin posibilidad de negociar. Consciente del enorme riesgo que estaba asumiendo, pero consciente también del aumento de sueldo y de la posibilidad de jugar en un equipo mejor, firmó el contrato. Saul Donovan hizo lo propio a continuación.

Ya estaba hecho. Ahora era miembro del equipo de hockey Carolina Storm. Los dos se pusieron de pie y se dieron la mano.

–El lunes a las nueve de la mañana se celebrará en el estadio la rueda de prensa para anunciar tu regreso a Raleigh.

–Allí estaré –prometió Joe.

Margaret, la madre de Emma, apareció en la puerta. Joe nunca había tratado con ella, pero la conocía de referencias. Margaret era un as en las relaciones públicas. Había ayudado a su marido a convertir una tienda de sándwiches en una de las cadenas de restaurantes más exitosas del país. Ahora, dirigía el departamento de relaciones públicas del Carolina Storm. Con su pelo oscuro y sus bonitos ojos verdes, era tan guapa como su hija. Margaret llevaba unos pantalones amarillos entallados de jugar al golf y un jersey a juego.

–Espera que recoja la maleta y mis palos de golf –le dijo a su esposa.

Se despidieron dándose las buenas noches y Saul se fue con el entrenador Lantz y los dos abogados.

Margaret sonrió a Joe. Si culpaba a Joe por lo que había pasado entre Emma y él cuando tenían diecinueve años, no lo mostró. Le entregó un papel con el código de seguridad de la casa anotado.

–Le enseñaré la casa.

Lo acompañó hasta la habitación de invitados en la que quería que se alojase y luego a la cocina. En la parte trasera de la casa había un ala separada con un gimnasio, una sala de pesas, una piscina cubierta, un jacuzzi y vestuarios.

–Use lo que le apetezca –le dijo Margaret amablemente.

–Gracias.

Margaret se quedó quieta.

–¿Qué ocurre? –preguntó Joe, viendo preocupación en sus ojos.

Margaret suspiró.

–Siento que tenga que estar solo en esta casa tan grande, sobre todo sabiendo lo que está pasando últimamente.

De nuevo los robos. Le gustaría que todo el mundo dejara de hablar de ello. Pero Joe supuso que ése era el peligro de vivir en una ciudad pequeña, a unos treinta minutos de Raleigh. Sus habitantes no estaban acostumbrados a los delitos, así que para ellos era algo muy preocupante.

–No se preocupe, señora Donovan, soy un tipo fuerte –afirmó Joe.

–Bueno, me parece que todo ha ido muy bien –murmuró Helen Hart, poco después de la nueve y media, mientras los últimos invitados a la boda de los Shephard-Crowkey se marchaban.

–Estoy de acuerdo –convino Emma Donovan con la madre de Joe Hart–. Hasta el último detalle ha salido perfecto.

Y gracias a que las dos familias de los contrayentes eran política y socialmente relevantes en el estado de Carolina del Norte, la noticia de la boda aparecería en las noticias de las once.

–Vamos a conseguir un montón de bodas gracias a ésta –murmuró Helen.

Emma asintió mientras los empleados del catering seguían recogiendo las copas. Costaba creer que la madre del hombre más importante que había habido en su vida y ella se hubieran hecho amigas, además de socias. Claro que aquella viuda de cincuenta y seis años, madre de seis hijos, pelirroja y con ojos de color ámbar, ni siquiera sabía que Emma conocía a Joe. No pretendía ocultárselo, pero no había sabido cómo sacar el tema a colación. Tal vez fuera lo mejor, puesto que Emma todavía estaba resentida por la manera en que Joe la había dejado por su carrera.

–Es una lástima que no se trabaje tan bien con otros clientes –dijo Emma, mientras se dirigían a la oficina que tenía alquilada en el Wedding Inn.

–Te refieres a la boda Snow-Posen de la semana que viene, ¿verdad?

Emma asintió. Gigi Snow, la madre de la novia, era insoportable. Emma sabía que Helen y ella estarían muy ocupadas la semana siguiente preparando la que iba a ser la boda más cara del año.

–Sí, pero hoy no voy a pensar en eso –dijo Emma.

Estaba tan agotada que estaba pensando en hacer algo que rara vez hacía.

–¿Vas a volver a Raleigh? –preguntó Helen al llegar al amplio porche del edificio de tres pisos.

Estaban en mitad del pórtico semicircular, junto a la barandilla de hierro y de la media docena de escalones que había a cada lado.

–Creo que no. Mis padres están de viaje este fin de semana y estoy pensando en ir a pasar la noche a su casa –dijo Emma, viendo cómo los coches de los empleados y las furgonetas de servicio se marchaban.

–Ten cuidado –dijo Helen preocupada–. Puede que sea peligroso estar en una casa tan grande. Además, la casa de tus padres está en una zona aislada. ¿Quieres que llame a Mac y le pida a alguien del departamento del sheriff que te acompañe?

–No hace falta. No hay por qué molestar a tu hijo. Todo el mundo habla de la oleada de robos que está habiendo. Pero lo único que han hecho los ladrones ha sido robar algunos palos de golf y vaciar algunas despensas. No han hecho daño a nadie.

–Porque nadie estaba en casa cuando los robos han ocurrido –dijo Helen–. Todas las víctimas estaban de viaje o habían salido de casa esa noche. No sabemos qué podía haber pasado si los ladrones se hubieran dado de cara con alguien a quien estaban robando.

Un escalofrío recorrió la espalda de Emma al imaginarse que le pudiera ocurrir a ella.

–Mis padres tienen muy buen sistema de seguridad.

–Mac me ha contado que los ladrones han conseguido burlarlos.

Como sheriff de Holly Springs, Mac Hart tenía que saberlo bien, pensó intranquila. Emma se esforzó en ignorar el temor que sentía.

–De veras, estaré bien.

Lo único que necesitaba era darse un baño caliente, ponerse un pijama cálido y dormir bien.

Decidida a conseguir las tres cosas, se metió en su BMW. Mientras atravesaba la ciudad de camino a la casa que sus padres se habían comprado dos años antes, Emma pensó en lo mucho que había cambiado su vida desde que dejara de ser una niña.

Sus padres eran muy ricos, pero cuando estaba en la escuela elemental, todavía no habían convertido las tiendas de sándwiches de Saul en cadena nacional. Margaret y Saul habían tenido que viajar tanto que habían tenido que dejar a Emma en un internado para niñas en Virginia.

Emma siempre había sido una buena alumna y había destacado en los estudios. Margaret y Saul habían conseguido el éxito y la fama a nivel nacional que tanto querían. Cuando ella se graduó en el instituto y se marchó a la universidad de Brown en Rhode Island, su padre también consiguió otro de sus sueños: comprar un equipo de hockey, el Carolina Storm.

Emma se había puesto muy contenta con la compra ante la idea de ir a los partidos y conocer a los jugadores, pero su padre, muy protector, se lo había prohibido. Los jugadores de hockey no eran trigo limpio para las mujeres, le había dicho. Si hubiera seguido sus consejos… Pero no lo había hecho. Lo había desobedecido y había estado yendo a ver al equipo de Providence en Rhode Island. Se había quedado embelesada con la agilidad, la velocidad y la destreza de sus guapos y jóvenes jugadores, especialmente de uno en particular. El muchacho en el que se había fijado era muy sexy y originario de Carolina del Norte.

Emma suspiró. Tenía que dejar de pensar en eso. Si no, pasaría la noche en vela, soñando con un muchacho de pelo castaño y ojos marrones.

Con el ceño fruncido ante su incapacidad de superar algo que había pasado hacía mucho tiempo, pulsó los números del código de seguridad y esperó a que las puertas se abrieran. Para su tranquilidad, la casa de mil metros cuadrados estaba tan en calma como siempre. Entró en la casa de estilo colonial, de contraventanas blancas y pizarra oscura, y subió la escalera hasta su dormitorio, al fondo del pasillo. Luego, se recogió el pelo, se lavó la cara y se quitó la ropa mientras la bañera se llenaba. Después, se sumergió entre las burbujas.

Una vez en el agua, sus pensamientos volvieron a Joe Hart y a los estragos que había causado en su vida. No habían hecho nunca el amor, pero no podía olvidar el calor de sus besos ni la suavidad de sus caricias. Todavía seguía deseándolo y le habría gustado que…

Emma salió de la bañera y fue entonces cuando lo oyó. El ruido de algo o alguien en la primera planta la sobresaltó. Quizá fuera en el gimnasio o tal vez en la sauna. Se quedó de piedra, asustada ante la idea de no estar sola. Descolgó el teléfono de la pared del baño y llamó a la policía.

–Emma, quédate dónde estás –le dijo el sheriff Mac Hart nada más oír lo que le decía–. No trates de averiguar quién está en la casa.

En medio del silencio, Emma oyó el inconfundible sonido de una puerta al cerrarse. Luego, una tos masculina. Algo se cayó. A pesar de lo que Mac le había aconsejado, no estaba dispuesta a permanecer en el sitio hasta que quien fuera que estuviera en la casa diera con ella, sola y desarmada. Temblando debido a la mezcla de adrenalina y miedo, se puso un albornoz azul marino. Necesitaba un arma con la que protegerse y sabía muy bien dónde encontrarla.

Joe estaba subiendo la escalera cuando oyó que algo se caía. Luego escuchó unos ruidos, como si alguien estuviera revolviendo en el pasillo de arriba. Puesto que los empleados de servicio no estaban, tenía que ser un intruso.

Todavía tenía el cuerpo mojado después de nadar en la piscina y meterse en el jacuzzi. Dio un paso atrás y se ocultó. Con el corazón acelerado, se apoyó en la pared de la escalera y deseó llevar algo más que una toalla alrededor de la cintura. Lo último que necesitaba era que un ladrón robara en casa de Margaret y Saul Donovan cuando estaba cuidándosela.

No sería la mejor manera de empezar su andadura en el equipo de Saul. Por otro lado, si conseguía evitarlo sería una manera de ganarse puntos.

Volvió sigilosamente al primer piso y entró en la despensa de la cocina, suponiendo que contaba con el efecto sorpresa. Necesitaba protección y se aferró al palo de la escoba. Lo único que tenía que hacer era esperar a que se acercara el intruso de espaldas para darle con el palo.

Se quedó junto a la puerta de la despensa. Los grandes ventanales de la cocina no tenían cortinas y apenas había iluminación. La estancia estaba tan oscura que a duras penas pudo distinguir la silueta de una persona un palmo más baja que él. Llevaba puesto algo oscuro que le cubría hasta los pies. Estaba de espaldas a Joe y buscaba algo en los cajones. Decidió actuar a toda prisa antes de que su oponente encontrara un cuchillo y salió de la despensa. La persona se giró y se abalanzó sobre él con el brazo en alto. Esquivó el lance y algo pesado, un rodillo de amasar de mármol, cayó sobre la encimera junto a él.

Joe maldijo y blandió la escoba. Su oponente se hizo a un lado y el palo rozó un armario antes de que pudiera dirigirlo a las rodillas del intruso. El rodillo volvió a volar por los aires. Joe usó la escoba como una espada para apartarlo y fue a dar en el suelo haciendo un gran estruendo.

Misión conseguida, pensó Joe mientras soltaba una exclamación de victoria. De pronto, vio que una rodilla se dirigía hacia su entrepierna y bloqueó el golpe con su muslo, a la vez que tomaba a su contrario por los brazos. No pudo evitar perder la toalla al acorralar al extraño contra la encimera. El albornoz se abrió. Cuerpo contra cuerpo, Joe sintió la calidez de unos pechos femeninos mientras percibía una fragancia floral. Con la impresión de que no era un ladrón, soltó a su contrario y dio un paso atrás.

Antes de que pudiera hablar, la mujer tomó una caja de galletas de porcelana de la encimera y de nuevo volvió a arremeter contra él. Joe consiguió agarrarla de las manos antes de que las galletas salieran volando.

–Espere, yo…

–¡Váyase al infierno, bestia! –gritó la mujer–. ¿Qué derecho tiene para entrar aquí?

–Un momento, señora. No soy un…

Joe soltó una maldición al recibir una patada en la espinilla, mientras ambos peleaban por hacerse con la caja de galletas. Casi se había hecho con ella cuando la mujer soltó un grito.

No estaba dispuesto a dejarse vencer por una mujer histérica. Para su desesperación, ella volvió a intentar tomar otra cosa de la encimera. ¿Una botella de vino esa vez? Antes de que pudiera agarrar algo más, Joe la sujetó por la manga.

Ella se retorció como si fuera un animal salvaje y perdió el albornoz en la pelea, sin dejar de gritar. Quería hacerla entrar en razón, pero le estaba resultando imposible.

Joe la detuvo y sus cuerpos desnudos chocaron, pecho contra pecho. La tomó por los brazos en un intento de calmarla, pero no lo consiguió. Daba igual lo que dijera o hiciese, era incapaz de hacer que lo escuchara o que dejara de gritar.

Quizá no lo hubiese conseguido nunca si no hubiera sido por un destello de luz que entró por las ventanas de la cocina, iluminándolos de pies a cabeza. El foco de luz provenía de la policía. Ambos se quedaron de piedra, sorprendidos y sin palabras.

Joe se giró hacia su oponente. Nada más ver la melena oscura revuelta y aquellos ojos verdes tan conocidos, apenas tardó un segundo en darse cuenta de con quién había estado forcejeando.

–¡No!

Entonces, oyó la voz familiar del sheriff hablando por un altavoz.

–Muy bien, ustedes dos. Quédense donde están.

CAPÍTULO 2

–¿ES QUE no puedes evitar meterte en problemas, hermanito? –preguntó el sheriff de Holly Springs, Mac Hart.

Bajó el megáfono, introdujo un código de seguridad y entró por la puerta de la cocina. Tres agentes uniformados lo seguían.

No en lo referente a Emma Donovan, pensó Joe mientras instintivamente se movía para tapar a su compañía femenina. Con su cuerpo, ocultó de la luz de la policía a Emma y la ayudó a recoger y ponerse su albornoz. Su gesto no fue de gran ayuda. Había luz suficiente para que todos vieran que estaba desnuda, al igual que él.

De espaldas a la luz, Joe se giró para ver mejor al grupo. ¿Era su imaginación o había una furgoneta de un canal de noticias fuera? Había una cámara enfocando hacia donde Emma y él estaban.

–¿Te importa si recojo mi toalla, hermano mayor? –dijo Joe mirando a su hermano–. ¿O estás pensado en dispararme?

Podía adivinar que su hermano había llegado a una conclusión equivocada sobre su comportamiento. Con expresión de fastidio, Mac se guardó la pistola e hizo un gesto para que los agentes hicieran lo mismo.

–Vestíos –dijo Mac y se giró hacia el equipo de televisión–. ¡Y apaguen esas cámaras!

–¡De ninguna manera!

Joe reconoció a Trevor Zwick, un periodista de W-MOL.

–Hemos oído la llamada por la radio de la policía, al igual que usted. Ésta es la casa de Saul Donovan, el dueño del Carolina Storm, y eso es noticia.

–Y ella es su hija –dijo Joe, a modo de advertencia.

El equipo de reporteros debía de saber que Saul y Margaret no se tomarían aquello muy bien.

El joven cámara se acercó para hacer una toma, mientras Joe se cubría con la toalla, impidiendo que vieran a Emma, que no dejaba de temblar.

–Hola, Joe. Soy Rusty Crowley. Dime, ¿son ciertos los rumores? ¿Has firmado un contrato con los Carolina Storm?

Joe sonrió. Vaya sitio para encontrarse a un aficionado al hockey.

–No puedo hablar de eso –dijo con firmeza.

Todavía no se había celebrado la rueda de prensa oficial ni había tenido oportunidad de comentárselo a su familia.

–Entonces, ¿puede explicarnos por qué está desnudo con la hija del señor Donovan? –preguntó Trevor Zwick–. ¿O por qué el sheriff ha aparecido esta noche en respuesta a la llamada de la señorita Emma Donovan?

Joe miró a Mac en busca de ayuda. Si alguien tenía autoridad para hacerlos desaparecer, ése era su hermano.

–Ya está bien de preguntas, chicos –dijo Mac, leyendo la mente de Joe–. Fuera de la casa.

El equipo de tres periodistas parecía decepcionado.

–Ya me han oído –continuó Mac–. No hay nada que contar.

Los agentes se movieron para hacer acatar las órdenes. El equipo se fue sin dejar de protestar. Emma se giró y salió al pasillo, apartándose de las ventanas. Joe hizo lo mismo.

Mac lo siguió y se quedó en el umbral de la puerta de la cocina. Apretó el interruptor y una suave luz amarilla bañó la estancia. Luego, miró a Emma, que estaba apoyada en la pared. Su rostro no podía ocultar el susto.

–¿Está todo bien? –preguntó Mac, estudiando la expresión de Emma–. ¿Quieres que me quede?

Joe se giró hacia Emma y pudo verla bien por primera vez en la noche. Habían pasado siete años desde la última vez que se habían visto. Había dejado de ser una adolescente y se había convertido en toda una mujer. Y no sólo se refería a las curvas de su metro sesenta de estatura. Había sabiduría y madurez en su mirada esmeralda, una sonrisa pícara en sus labios y una expresión de tozudez en su expresión. No llevaba maquillaje, aunque sus elegantes facciones y su piel delicada no necesitaban nada para estar guapa. A pesar del albornoz azul que la envolvía y de que estaba descalza, tenía el aspecto de la rica heredera que era.

Joe se dio cuenta de que a pesar de no sentir nada por ella, físicamente se sentía atraído. Ella no dejaba de mirarlo con la misma ansia con la que él la miraba.

Lo cual sólo quería decir una cosa: Saul Donovan tenía motivos para estar preocupado y querer mantener a Joe alejado de su única hija. Porque si pasaban tiempo juntos…

Mac carraspeó.

–¿Y bien? –dijo impaciente.

Consciente de que su hermano todavía no había recibido una explicación y de que se merecía una por haber recibido una falsa alarma, Joe se giró hacia él.

–Estoy aquí como invitado.

–Yo también –dijo ella.

–Sí, bueno, no tenía ni idea de que ella también estuviera aquí. Hace unas horas, antes de marcharse a Southern Pines, los Donovan me dijeron que estaría solo esta noche.

Así que si alguien tenía culpa de algo, desde luego que no era él.

–¿Crees que yo lo sabía? –preguntó Emma, atándose el cinturón del albornoz.

Joe se encogió de hombros, tratando de ignorar lo rápido que su cuerpo se estaba viendo afectado por el de ella.

–¿Cómo demonios iba a saberlo? No sería la primera vez que me pones en apuros a propósito.

Sintiendo curiosidad, Mac arqueó una ceja y los miró.

–¿Hay algo aquí que yo debería saber?

Joe negó con la cabeza. No quería que nadie de su familia se enterara del error que lo había mandado a la liga inferior siete años atrás. No sabían que era algo que había hecho de manera impulsiva y que había estado a punto de echar al traste su carrera. Joe había conseguido enderezar su carrera y había dedicado toda su energía a ella. La vergüenza que aún sentía era un asunto personal. No quería que nadie se enterara de lo estúpido e inocente que había sido.

–Mira, estamos bien, Mac –aseguró Joe–. Puedes irte, Emma y yo arreglaremos esto.

Mac miró a Emma. Todavía no estaba seguro de lo que debía hacer.

–¿Te parece bien? –le preguntó.

Emma asintió.

–Siento haber llamado. Si hubiera sabido quién estaba abajo…

–Les habrías pedido que dispararan primero y que preguntaran después –la interrumpió Joe.

Emma lo miró y se cruzó de brazos.

–Qué gracioso –dijo antes de girarse hacia Mac–. No hace falta que te diga que no os habría llamado ni habría organizado este lío.

–¿Me he perdido algo? –volvió a preguntar Mac, mirándolos con los ojos entornados.

–No. Así que, si nos disculpas, hermano, a Emma y a mí nos gustaría estar un rato a solas.

Emma tenía que reconocerle una cosa: sabía cómo deshacerse de público. Y por ello le estaba agradecida. Se colocó las solapas del albornoz, una sobre otra, tratando de cubrirse.

–Si me disculpas, voy a vestirme y a irme.

–No tan deprisa –dijo Joe, poniendo una mano sobre su hombro–. Quiero saber qué estabas haciendo aquí. ¿Lo habías planeado? ¿No fue suficiente el castigo que me infligió tu padre hace siete años? ¿Todavía quiere hacerme pagar por aprovecharme de tu inocencia y luego dejarte?

Nada de eso había ocurrido, pero era lo que sus padres pensaban que había pasado. Emma nunca se había molestado en explicarles la verdad, imaginando que no la creerían.

–No tengo ni idea de lo que estás hablando. De todas formas, ¿por qué ibas a estar invitado aquí?

Joe se cruzó de brazos y la miró escéptico.

–¿Me estás diciendo que no sabes lo que ha pasado esta noche?

Emma intentó apartar la vista de sus hombros. No quería recordar la sensación de sentir su cálido e imponente cuerpo contra el suyo, y menos aún sus besos apasionados.

–¿Debería saberlo? –preguntó, encogiéndose de hombros.

Joe se quedó mirándola. Emma se dio cuenta de que dudaba de si podía confiar en ella.

–He firmado un contrato con el equipo de tu padre.

Emma trató de ignorar la reacción que le provocaba su cercanía. Ahora, era ella la escéptica.