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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Barbara Heinlein. Todos los derechos reservados.

MALEFICIO, Nº 53 - julio 2017

Título original: Premeditated Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9814-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Finales de septiembre

 

La luna llena de otoño se derramaba sobre el lago y sobre los jóvenes amantes desnudos, hundidos hasta la cintura en el agua. A solo unos metros, agazapado en las sombras, una solitaria figura acechaba, indecisa entre matarlos en aquel preciso instante… o esperar.

No deberían estar allí. Ya nadie subía por aquella antigua carretera que llevaba al lago Freeze Out. No después de todas aquellas tragedias. Nadie que estuviera en sus cabales se acercaba por aquellos parajes a una hora tan tardía de la noche… y mucho menos se bañaba en aquellas negras y fantasmales aguas. Excepto aquellos dos.

Comenzaron a acariciarse y a besarse con avidez, brillantes sus cuerpos a la luz de la luna: el del chico fuerte y musculado, el de la chica blanco y esbelto, de senos redondeados. Entre risas y juegos, se fueron alejando cada vez más de la costa. El lago no era profundo, debido a la sequía de los últimos años.

El chico se puso a nadar, animándola a que lo siguiera. Pero de repente desapareció bajo el agua. La chica se intranquilizó, como percibiendo el peligro.

De repente el joven volvió a emerger.

—¡Hey! —gritó, con la voz algo temblorosa—. ¡Hay algo aquí abajo!

—¿Qué es? —inquirió ella, dejando de nadar.

La figura que acechaba entre las sombras se puso en acción. Ya no podía dejarlos vivos.

—No lo sé —respondió, algo asustado. Su voz resonó en el anfiteatro de árboles que rodeaba aquel extraño y remoto lago—. Sea lo que sea, estoy encima —y desapareció bajo la superficie.

La chica no se movió, con la mirada fija en el lugar donde se había sumergido su compañero, aparentemente ajena al movimiento que se produjo entre los árboles, justo detrás de ella. Se oyó un crujir de ramas, entre la espesura.

La joven recorrió la fila de pinos con la mirada. De pronto una expresión de intensa alarma se dibujó en su expresión, como si hubiera vislumbrado algo moviéndose en lo oscuro, hacia ellos…

El rumor de un motor en la distancia la distrajo solo por un segundo: lo suficiente como para que, cuando volvió a enfocar la mirada en aquel punto, no distinguiera ya movimiento alguno. Y sin embargo, estaba viendo algo. Eso resultaba obvio por su expresión de terror. Quizá fuera la silueta humana que se recortaba en la costa iluminada por la luna. O el reflejo de la larga hoja de su cuchillo.

Bruscamente, el chico volvió a emerger y se puso a nadar como un desesperado hacia la ribera, donde habían dejado la ropa.

—¿Qué ocurre? —gritó ella—. ¿Qué te pasa?

—¡Sal del agua! —le ordenó con el rostro desencajado por el terror, sin dejar de nadar.

El sonido del motor crecía en intensidad. Alguien estaba subiendo por la carretera del lago. Las luces de los faros barrieron los árboles antes de que una camioneta apareciera de pronto, deteniéndose justo en la orilla del lago.

—¡Oh, Dios mío, es mi padre! —exclamó la joven. Todavía estaba a varios metros de la ribera, donde tenía amontonada su ropa. Completamente desnuda.

La implacable luna se derramó sobre ella mientras se sumergía, avergonzada. El hombre bajó de la camioneta, gritando insultos, con una escopeta en la mano. Pero el chico parecía ajeno a todo, como si no le importaran aquellos insultos, ni su propia desnudez, mientras salía del agua gritando algo acerca de un coche hundido en el lago… y un cadáver.

A la sombra de los pinos, la hoja del cuchillo refulgió por un instante antes de desaparecer en su funda.

Por la mañana, el sheriff ordenaría sacar el vehículo del lago y descubriría el cuerpo atrapado en su interior. Por el momento, nada podía hacer para evitarlo.

1

 

Ocho de octubre

 

Los faros cortaron la oscuridad como un cuchillo, descubriendo lo que parecía un buen lugar para aparcar. Augustus T. Riley pisó el freno y aparcó en el arcén. Hacía horas que no veía un coche: solamente kilómetros y kilómetros de asfalto negro, flanqueado por altos pinos que se recortaban como agujas de ébano en el cielo iluminado por la luna.

Se detuvo. Nunca había visto una oscuridad semejante. No, desde luego, en el lugar del que procedía. Y tampoco a una hora tan temprana, cuando eran poco más de las siete. Aquel paisaje era el más desolado que había visto en su vida.

Encendiendo la luz interior, revisó el mapa. Debía de estar a pocos kilómetros del pueblo. El viaje había sido largo. Estaba hambriento y cansado. Una vez que llegara hasta allí, ya solo contaría con un nombre y un número de teléfono. Tampoco era la primera vez.

Volvió a doblar el mapa y lo guardó en el maletín. Luego, dejando encendido el motor, bajó del coche. Hacía más frío de lo que había esperado, y se arrebujó en su fina cazadora. Podía percibir el olor de algo fétido y descompuesto. Supuso que se trataría de algún animal atropellado. Probablemente un coyote. O un ciervo.

Fuera lo que fuera, llevaba ya algún tiempo muerto. Abrió el capó y se inclinó sobre el motor. De repente oyó una especie de gemido que le hizo alzar la cabeza, sorprendido, y golpearse la cabeza. Murmuró una maldición y se quedó callado, escuchando.

Volvió a oírlo. El viento agitaba las copas de los pinos produciendo aquel bajo y sensual gemido. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo nervioso que estaba. Aun así, aquel sonido era ciertamente fantasmal, y tan extraño como el paisaje que lo rodeaba.

Después de haber recorrido tantos kilómetros sin un alma a la vista, se sentía como desconectado de la civilización. Volvió a agacharse e hizo una serie de ajustes en el motor hasta que terminó sonando tan mal que apenas funcionaba. Satisfecho, cerró el capó. Intentó animarse: solo le quedaban unos pocos kilómetros.

De nuevo fue agudamente consciente de aquella absoluta oscuridad. En aquellos parajes del norte anochecía muy temprano, y los faros de su coche debían de ser la única luz en varios kilómetros a la redonda. Subió y cerró la puerta. Por un instante pensó en echar el seguro. Aquello lo hizo reír.

Pero fue una risa corta, sin humor. Se disponía a volver a la carretera cuando distinguió algo que no había visto antes. Un cartel sucio, muy cerca de donde había aparcado. Lago Freeze out. Ocho kilómetros.

Conteniendo el aliento, siguió con la mirada el camino que se perdía en lo oscuro. No muy lejos de allí estaba el lugar donde habían sido encontrados los cuerpos. El horripilante ataque del oso grizzly de años atrás había aparecido en todos los periódicos. Nunca olvidaría la foto de la tienda de campaña sobre la que se abalanzó el oso, despedazando a los excursionistas.

Y, apenas la semana anterior, habían sacado el coche de Josh Whitaker de aquel lago, con el cuerpo dentro. Le tembló levemente la mano mientras metía una marcha.

Si había lugares malditos en el mundo, ese era uno de ellos. De repente, el motor sonó como si se estuviera ahogando. Se le aceleró el corazón. Quizá había exagerado demasiado en los «ajustes». Afortunadamente, pudo arrancar. Sí, el motor todavía funcionaba. Malamente, pero funcionaba.

Una vez de vuelta en la carretera encendió la calefacción, como si el calor pudiera combatir el frío que le atenazaba el alma. Poco después empezó a llover. Enormes gotas repiqueteaban sobre el parabrisas, oscureciendo aun más la noche. El siguiente cartel que vio fue el de Utopía, Montana.

El hogar de Charlie Larkin. Había esperado que el pueblo fuera pequeño, pero no tanto: solo unas cuantas casas en medio de la nada. Si aquello era su idea de la utopía…

A través de la cortina de agua, lo primero que vio fue el taller, grande y feo. Las antaño rojas letras de Taller y gasolinera Larkin e Hijos prácticamente habían sido borradas por el tiempo, en un lateral del gris edificio de metal. Dos antiquísimos surtidores se alzaban bajo un techado contiguo, rodeados de chatarra.

Aparcó junto a unos de ellos. La lluvia tamborileaba con estrépito sobre el tejado de cinc. En el surtidor había un letrero escrito a mano: Última gasolinera en cincuenta kilómetros. Apagó el motor y miró expectante hacia el edificio, preguntándose qué miembro de la familia Larkin estaría de turno aquella noche.

Al contrario que los surtidores, iluminados por bombillas que colgaban del techado, en la oficina no se veía una sola luz. Estaba vacía y oscura, a excepción de la redonda esfera dorada de un reloj de pared. Marcaba las siete y treinta y seis minutos.

Ni siquiera se le había ocurrido pensar que el lugar podría estar cerrado. No un viernes por la noche. Y sobre todo si se trataba de la única gasolinera en cincuenta kilómetros. Contempló la carretera que se perdía en la lluvia: a lo lejos podía vislumbrar una borrosa mancha de neón. Más allá, la nada. Maldiciendo entre dientes, giró la llave para encender de nuevo el motor, sin saber qué hacer ni adónde dirigirse.

El motor se puso en marcha, pero al instante se apagó. Lo intentó un par de veces más, en vano, antes de golpear el volante mientras soltaba otro juramento. La lluvia seguía repiqueteando en el techado de cinc cuando bajó del coche. Hacía todavía más frío que antes. Después de abrocharse la cazadora y subirse la capucha, se dispuso a abrir el capó. Acababa de hacerlo cuando oyó música y un ruido metálico, como de herramientas. Mirando hacia el taller, distinguió una franja de luz debajo de una de las puertas.

Corrió hasta la oficina. La puerta no estaba cerrada con llave. Guiándose por la música, abrió una puerta lateral y entró en un garaje vacío. Al fondo, en un segundo garaje, estaba la luz que había vislumbrado antes. Una solitaria lámpara de trabajo iluminaba, apoyada en el suelo, un viejo Chevrolet. La música country procedía de un pequeño transistor de radio. Por debajo del coche asomaban unas botas vaqueras.

—¡Hola! —gritó.

Escuchó un gruñido procedente de debajo del Chevrolet, seguido de dos secas palabras: «está cerrado». Pero no había hecho tantos kilómetros para darse por vencido a la primera.

—¡Tengo un problema con el coche! —gritó, para hacerse oír por encima de la música. Se preguntó si aquellas pequeñas botas de trabajo pertenecerían a alguno de los Larkin. Con un poco de suerte, aquellos pies podrían ser los de Charlie.

Esa vez creyó haber oído la palabra «lunes». Definitivamente, no tenía intención alguna de prescindir de su coche durante todo el fin de semana, si podía evitarlo. Y tampoco estaba dispuesto a esperar tanto tiempo para ver a Charlie, si realmente aquel tipo era el Charlie que buscaba. Así que extendió una mano y apagó la radio.

—¿Le importaría dedicarme un minuto de su valioso tiempo? —le preguntó Augustus con tono sarcástico. Al parecer, nada estaba saliendo como había planeado. Para colmo, aquella horrible música country le había levantado dolor de cabeza.

Al cabo de un instante, el mecánico salió rápidamente de debajo del coche, obligando a Augustus a apartarse. Recortada su pequeña silueta a contra luz de la lámpara de trabajo, se incorporó en silencio y se limpió las manos con un trapo. Augustus esperó en vano a que dijera algo. Lo sorprendía que alguien con una complexión tan menuda se mostrara tan arrogante. Llevaba un mono varias tallas más grande y una gorra de béisbol. Dudaba seriamente que aquel tipo fuera Charlie Larkin…

—Mire —pronunció Augustus, intentando mantener un tono tranquilo. Desde que encontró el letrero del lago Freeze Out, estaba algo nervioso. Quizá simplemente fuera un efecto del cansancio—. No me arranca el coche. Ahí fuera está lloviendo a más no poder, llevo todo el día de viaje y estoy cansado y hambriento. Le agradecería que echase un rápido vistazo al motor mientras busco alojamiento para esta noche.

Soltando un suspiro, el mecánico extendió una mano para pulsar el interruptor de la luz mientras se disponía a quitarse la gorra.

—No creo que le cueste un gran trabajo…

De repente la luz de un fluorescente iluminó el garaje, y Augustus no llegó a terminar la frase. La gorra había escondido una cola de caballo de color cobrizo.

—¿Acaso no está acostumbrado a recibir un «no» por respuesta? —le preguntó una voz femenina.

Augustus se la quedó mirando, sin habla. Era una joven atractiva, de unos dieciocho años como mucho; la pequeña mancha de grasa que tenía en la barbilla le daba un aspecto incluso infantil. Aquel enorme mono de trabajo amenazaba con tragársela.

—¿Usted es el mecánico?

—¿Es que no lo parezco?

Sinceramente, no lo parecía. Para nada.

Pasó de largo ante él, hacia la oficina. Fue entonces cuando Augustus pudo leer el nombre que llevaba bordado en el bolsillo delantero de su mono: Charlie. Se apresuró a seguirla.

—El letrero del taller dice «Larkin e Hijos». Esperaba que quizá uno de los Larkin pudiera echarle un vistazo a mi coche. ¿Podría usted llamar a alguno de ellos? ¿Quizá a ese Charlie, el dueño del mono que lleva?

Una vez en la oficina, se volvió para mirarlo.

—¿Su coche es ese que está aparcado junto al surtidor?

¿Acaso veía algún otro?, se preguntó Augustus. Asintió con la cabeza y ella abrió la puerta para dirigirse hacia su coche. La siguió.

Abrió el capó. Sin mirarlo, le hizo un gesto para que subiera e intentara arrancar el motor. Augustus obedeció sin rechistar.

El motor se encendió, ruidoso, haciendo temblar todo el vehículo, hasta que ella le ordenó apagarlo.

—¿Ha conducido usted desde… —se interrumpió para mirar la matrícula—. Missoula con el motor sonando así? —inquirió con expresión seria y reconcentrada.

—Sí, y cada vez sonaba peor —mintió, bajando la ventanilla para que pudiera oírlo.

Sus miradas se volvieron a encontrar. Hasta entonces no se había fijado en el color de sus ojos. Eran castaños, del mismo tono que las pecas que le salpicaban la nariz. No pudo evitar preguntarse cuál sería exactamente su relación con Charlie Larkin.

Ella continuó mirándolo como esperando a que dijera algo más. Bajo cualquier otra circunstancia, Augustus se habría sentido culpable por su comportamiento. Pero llevaba ya años siendo fiel a una única regla: el fin siempre acababa por justificar los medios. Sin excepciones.

—No podré repararlo esta noche —pronunció ella antes de cerrar el capó y alejarse de nuevo hacia el taller.

¿Qué? Augustus sabía que simplemente tenía que hacer un pequeño ajuste en el carburador. Cualquier mecánico podría hacerlo. Evidentemente aquella chica sabía tanto o menos de mecánica que él.

—Deje las llaves en la oficina. Lo revisaré por la mañana.

—¡Espere un momento! —bajó del coche y se apresuró a seguirla.

Ya había atravesado la oficina y se disponía a reanudar su tarea con el viejo Chevrolet, en el garaje. Volvió a recogerse la cola de caballo con la gorra.

—¿Y qué voy a hacer yo esta noche? ¡Está lloviendo! ¿No podría llamar a Charlie para que me lo arreglara hoy?

Sus palabras surtieron efecto. La joven se volvió lentamente para mirarlo, ladeando la cabeza como si no hubiera oído bien.

Augustus le repitió la pregunta, recordándose que aquello había sido culpa suya. Nunca debió haber realizado aquel pequeño desajuste en el motor hasta estar seguro de que Larkin pudiera reparárselo. Lo que no podía hacer ahora era salir, ajustar el carburador y largarse.

—¿Está segura de que no existe ninguna posibilidad de que pueda repararlo esta noche?

—Del todo.

Augustus maldijo para sus adentros.

—¿Hay algún lugar en el pueblo donde pueda alquilar otro coche mientras tanto?

La chica negó con la cabeza.

—¿Y algún sitio donde pueda quedarme a pasar la noche, un motel o…?

—El de Murphy, a menos de medio kilómetro carretera arriba, es el único que hay por aquí.

—Bien —repuso, resignado a caminar aquella distancia bajo la lluvia. No iba a pedirle que lo acercara hasta allí—. ¿Está segura de que Charlie o cualquiera de los Larkin podrá trabajar en mi coche mañana por la mañana?

—Cuente con ello —y, dándole la espalda, concentró su atención en el viejo Chevrolet.

—¿No quiere que al menos le deje mi nombre? —le preguntó, conteniéndose de soltar una maldición—. Soy Augustus T. Ri…

—Gus —lo interrumpió ella—. Entendido. Deje las llaves en el mostrador de la oficina —encendió la radio. Las notas de la melodía country volvieron a resonar en el taller.

Augustus se marchó, resignado, preguntándose si Charlie Larkin trabajaría al día siguiente. O si sería alguno de sus otros hermanos, o su padre, quien se encargaría de la reparación. Después de dejar las llaves en el mostrador, fue a sacar su bolsa de viaje y su maletín del coche, contento de haber viajado con tan pocas cosas. Luego, empezó a caminar carretera arriba, hacia la borrosa luz de neón, bajo la lluvia.

Apenas había recorrido unos metros cuando de repente un coche apareció a su espalda, frenando a su altura.

—¿Quiere que lo lleve? —le preguntó el anciano que lo conducía.

—Bueno, yo…

—Suba. Supongo que se dirige a la pensión de Maybelle Murphy, ¿verdad? —le preguntó mientras Augustus dejaba su equipaje en el asiento trasero y subía al coche—. ¿Problemas con su vehículo?

El interior del coche olía a tabaco de pipa, del mismo tipo que solía fumar su padre. El hombre no le dio oportunidad de contestar.

—Me llamo Emmett Graham, y soy el propietario de la única cafetería y de la única tienda de este pueblo. Si todavía no ha comido, la especialidad de esta noche en el Café Pinecone es filete de pollo frito. Abrimos hasta las diez.

En aquel instante el estómago de Augustus protestó, recordándole que no había vuelto a probar bocado desde la mañana. El anciano pareció no oírlo, y tampoco se extrañó de que no se presentara a su vez.

—Tengo la impresión de que usted conoce a todo el mundo aquí.

—Diablos, eso no es nada difícil, tratándose de un pueblo tan pequeño —repuso el hombre—. Puede decirse que, a estas alturas, ya conoce a la mitad de los habitantes de este pueblo.

Augustus sabía que estaba exagerando, aunque no tanto. Sentía curiosidad por averiguar quién era la chica del taller.

—Desde luego, de todos los que he conocido hasta ahora, usted es el más amable.

El anciano asintió con una sonrisa.

—A veces Charlie no es muy hospitalaria —pronunció mientras se detenía frente al motel de Murphy.

—¿Charlie? ¿Ella… es Charlie?

—Claro —adivinando el motivo de su asombro, añadió—: No debería hacer caso de todo lo que lee. No hay ningún «Larkin e Hijos». Burt y Vera jamás tuvieron hijos. Burt se puso loco de alegría cuando al fin su mujer se quedó embarazada. Encargó a un pintor de Missoula que añadiera a su letrero dos palabras más: «e Hijos» —sacudió la cabeza, como si no fuera la primera vez que le relatara a alguien aquella historia—. Pero después del nacimiento de Charlie, Vera ya no pudo tener más. De todas formas, ni con media docena de hijos se habría sentido Burt más orgulloso de su Charlie. Murió como un hombre feliz, sabiendo que Charlie seguiría manteniendo vivo el taller. La chica dejó la universidad después de que su padre sufriera el infarto… Fue una ataque mortal; cayó fulminado un día, cuando estaba trabajando en un coche. Y ella se hizo cargo del taller.

Augustus se lo quedó mirando de hito en hito. No podía ser. Aquella chica no podía ser el tipo por el que había recorrido tres mil kilómetros.

—Pero si solo es una niña…

—Parece más joven, cierto —sonrió—. Pero debe de tener unos veinticinco años… no, quizá veintiséis —se corrigió. Alzó la mirada al letrero de neón intermitente del motel—. No creo que tenga problema en encontrar una cama —no había ningún coche aparcado delante de las habitaciones, que tenían la forma de diminutas cabañas rústicas—. Maybelle lo recibirá bien y mañana Charlie se ocupará de repararle el coche— No se preocupe, Gus. Es muy buena en su oficio.

Augustus no habría apostado por ello, desde luego. Pero asintió de todas formas, le dio las gracias, recogió su equipaje y bajó del coche. Por unos segundos se quedó inmóvil bajo la lluvia, sintiéndola apenas, mirando alejarse al anciano. Lo había llamado «Gus». Solo una persona en aquel pueblo sabía su nombre. La chica del taller, que había utilizado el mismo diminutivo.

Mientras volvía la mirada hacia el taller y la gasolinera de Larkin e Hijos, sintió un escalofrío que nada tenía que ver con la lluvia. Charlotte «Charlie» Larkin.

El asesino que buscaba… era una mujer.

2

 

En la oficina a oscuras, Charlie Larkin veía alejarse al desconocido mientras se preguntaba quién era y por qué había ido allí. Y, sobre todo, por qué la había engañado al decirle que había hecho todo el camino desde Missoula con el motor de su coche sonando tan mal.

Le había mentido al asegurarle que cada vez había ido a peor. ¿Pero por qué? Un carburador jamás se desajustaba de esa manera. Cualquier mecánico habría sabido al momento que el motor había sido manipulado. Desvió la mirada hacia el coche. Un Sedán color tabaco con matrícula de Missoula, Montana, con la pegatina de una agencia de alquiler en el parachoques trasero.

Vio pasar un coche, que no tardó en frenar a la altura del desconocido. Era Emmett Graham, ofreciéndose a llevarlo hasta el motel de Murphy. Casi se arrepentía de haber avisado a Emmett. Tal vez un paseo bajo la lluvia le hubiera sentado bien a aquel tipo. Pero sabía que el anciano se dirigía a su casa y que no le importaría hacerle ese favor.

Esperó a que se alejaran antes de recoger las llaves del mostrador y dirigirse al coche de alquiler. No tenía ninguna necesidad de volver a revisar el motor. No esperaba encontrar más sorpresas. Abrió la puerta y se sentó al volante, sintiéndose vulnerable durante los escasos segundos en que estuvo encendida la luz interior. De nuevo sumida en la oscuridad, vio que el coche de Emmett seguía su camino, ya de vacío. El desconocido estaría ocupado registrándose en el motel.

Tenía tiempo.

 

 

—¿Cuánto tiempo se quedará? —le preguntó la mujer mayor mientras observaba al recién llegado a través de sus bifocales, con evidente curiosidad. Estaba envuelta en una nube de colonia barata. Gardenias, quizá. Fuera lo que fuera, a Augustus casi le lloraban los ojos.

Daba la impresión de que Maybelle Murphy había llegado corriendo. Llevaba al cuello una bufanda anudada descuidadamente, como si se la hubiera puesto a toda prisa. Augustus supuso que el motel tendría tan pocos clientes que su llegada la habría tomado por sorpresa. Sin embargo, nada más entrar la había visto sentada detrás del mostrador de recepción, esperándolo. Y no podía haber sabido que se dirigía hacia allí… dado que ni siquiera lo había sabido él mismo hasta quince minutos antes.

La mujer alzó la cabeza, esperando su respuesta. ¿Cuánto tiempo se quedaría allí? Había pensado alojarse en diferentes hoteles, tal y como siempre hacía, hasta encontrar el más seguro y discreto. Pero, evidentemente, eso no era en absoluto posible en Utopía.

—No estoy seguro —admitió. Solo quería conseguir una habitación, una ducha caliente, cambiarse de ropa, comer. Y, sobre todo, tiempo para pensar. En Charlie. Todavía estaba conmocionado por el descubrimiento.

—Le sale más barato por semanas —lo informó la mujer con tono suave.

Pero Augustus dudaba que fuera a quedarse tanto tiempo.

—Mejor una sola noche. Por el momento.

—Bien. Se le ha estropeado el coche, ¿verdad?

O las noticias viajaban rápido en aquel pueblo o una avería de coche era la única razón para que alguien se detuviera en Utopía.

—Sí —respondió, dejando su tarjeta de crédito sobre el mostrador.

La mujer, sin mirarla siquiera, se la devolvió.

—Lo siento, pero no aceptamos tarjetas de crédito.

Era de esperar. Augustus abrió su cartera y le entregó tres billetes de diez.

—Necesitaré un recibo.

—Oh. ¿Ha venido aquí de viaje de negocios, Gus? —le preguntó la mujer mientras le devolvía el cambio.

—No, simplemente me gusta llevar bien la cuenta de mis gastos —lo molestaba que, al igual que Charlie y que Emmett, lo hubiera llamado «Gus». Luego, al recordar que ni siquiera había leído su nombre en la tarjeta de crédito, se imaginó que Charlie debía de haberla telefoneado, como había hecho con el anciano.

—Bueno, evidentemente usted no es cazador y no estamos en temporada turística, así que… —lo miró de cerca—. No quedan muchas opciones.

Augustus maldijo en silencio la curiosidad de aquella mujer.

—Solo estoy de paso. Nada más —la informó fríamente mientras extendía la mano para que le entregara la llave, como instándola a que se diera prisa.

Fue en aquel instante cuando, por el rabillo del ojo, vio el periódico que estaba encima del mostrador. El titular de portada le llamó la atención:

 

Descubren el cadáver de un desaparecido de Missoula en el fondo del lago Freeze Out. Se sospecha que el médico fue asesinado.

 

—Si es tan amable de esperar, ahora mismo le prepararé el recibo…

Mientras esperaba, Augustus leyó rápidamente la noticia. Maybelle le entregó la llave y el recibo.

—La cabaña número cinco es la de…

—Ya la encontraré, gracias —después de dejar en el mostrador un par de monedas por el periódico, se subió la capucha de su cazadora y salió del motel.

 

 

Charlie seguía sentada al volante del coche de alquiler, perfectamente inmóvil, a oscuras, escuchando el repiqueteo de la lluvia en el tejado de cinc y pensando en el recién llegado. Ahora tenía una impresión de su persona bastante distinta de la que se había llevado al principio, en el taller.

El coche olía a su colonia. Un perfume tan fuerte y masculino como la imagen que proyectaba. Agarrada al volante, cerró los ojos por un instante, aspirando el aroma profundamente. Cuando abrió los ojos se sintió sola, vacía. Una sensación con la que llevaba muchos años conviviendo.

Encendió la luz interior. Todo estaba limpio e inmaculado. Ni restos de patatas fritas ni bolsas vacías en los asientos, o en el suelo. Aquel coche parecía tan limpio como cuando lo alquiló: demasiado para un viaje tan largo a través de Montana. Aquel hombre tenía la costumbre de no dejar ningún rastro tras de sí, pensó mientras apagaba la luz y volvía a quedarse a oscuras.

Pero cuando abrió la guantera, la pequeña bombilla interior iluminó lo que parecía el contrato de alquiler del coche, cuidadosamente doblado. Debía de haberse olvidado de sacarlo. Lo desdobló para leerlo. Augustus T. Riley. No tenía registrado el domicilio. Solo un apartado de correos de Los Ángeles. Y un número de teléfono.

Memorizó ambas cifras antes de dejar el contrato exactamente como lo había encontrado. Luego, continuó sentada allí, a oscuras, casi esperando sentirse culpable por haber invadido la intimidad de otra persona. Deseando sentirse culpable. Pero no sentía nada. Augustus T. Riley había renunciado a su derecho a la intimidad cuando le pidió que le reparara un motor que había manipulado y saboteado a propósito. Cuando apareció en su taller buscando a Charlie Larkin.

Bajó del coche y se dirigió a la oficina. Ya no llovía tanto y la temperatura había bajado. Por la mañana habría nieve el suelo. Miró el neón del motel de Murphy, carretera arriba, preguntándose dónde estaría ahora aquel tipo. Y preocupada de que tuviera realmente algún motivo para temer su presencia allí.

Percibió, más que vio, un movimiento furtivo a su izquierda. Una figura encapuchada surgió de repente de la oscuridad, encaminándose rápidamente hacia ella. Se llevó una mano al bolsillo del mono en el que había guardado una pesada llave…

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