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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Maya Banks

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo una caricia, n.º 233 - 8.11.17

Título original: Just One Touch

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductora: Ana Peralta de Andrés

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta: Shutterstock

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-554-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Corría por el bosque enmarañado, de sus labios escapaba la respiración entrecortada por el miedo mientras luchaba para llevar el preciado oxígeno hasta sus pulmones. Una rama le golpeó dolorosamente el rostro y alzó la mano con un gesto reflejo de protección. La apartó después para protegerse de otros obstáculos que acechaban en la negra noche. El cielo cubierto ocultaba la media luna y la dejaba a ciegas mientras continuaba intentando abrirse camino entre los árboles.

Solo era cuestión de tiempo que detectaran su ausencia. No esperarían hasta el amanecer. En menos de una hora soltarían a los perros para que la localizaran. Contaban con aquella ventaja. Ella con ninguna.

Tropezó con las raíces de un árbol y cayó de bruces al suelo, golpeándose el rostro. Todo el aire abandonó sus pulmones. Permaneció tumbada con la respiración jadeante y las lágrimas ardiendo en sus ojos. Apretando los dientes con un gesto de determinación, se obligó a incorporarse para continuar huyendo, ignorando el dolor insoportable que laceraba su cuerpo.

La encontrarían. No descansarían hasta obligarla a volver. No podía parar. No podía renunciar. Moriría antes de volver.

Un escalofrío le recorrió la espalda al oír al aullido distante de un coyote. Se detuvo en seco al oír a un segundo coyote, y después a un tercero, mucho más cerca que el primero. Los aullidos de toda la jauría gimiendo, ladrando y aullando le pusieron el vello de punta en una piel ya erizada por el frío.

Estaban delante de ella. Eran el único obstáculo que se interponía entre Jenna y el campo abierto que representaba su libertad. Su posible libertad. Pero entonces cayó en la cuenta de que, si se acercaba a los coyotes, quizá los perros que habían soltado para seguir su rastro se mostraran reacios a seguirla para no aproximarse a ellos.

Sus oportunidades con los coyotes salvajes eran infinitamente mejores y preferibles a las que le deparaba el futuro si conseguían arrastrarla de nuevo al complejo. El cielo estaba empezando a clarear hacia el este, pero no lo bastante como para distinguir el camino. Consciente de que tenía que seguir avanzando costara lo que costara, se lanzó hacia delante, apartando el denso ramaje mientras intentaba abrirse paso a través de la tupida vegetación.

No sentía ya los pies descalzos. El frío y los numerosos cortes y golpes los habían dejado entumecidos. Y lo agradecía. Sabía que en el momento en el que recuperara la sensibilidad quedaría indefensa.

¿Tendría que seguir caminando mucho más? Había estudiado los planos en minutos robados y corriendo un riesgo enorme al adentrarse en zonas prohibidas del complejo. Sabía que el camino que había elegido, el que se dirigía hacia el norte, era el más corto para atravesar el impenetrable bosque que rodeaba el complejo. Había memorizado todos los indicadores y se había encaminado hacia el norte desde el extremo septentrional de la tapia.

Pero, ¿y si no había seguido una línea recta? ¿Y si había estado corriendo en círculos? Quiso escapar un sollozo de su boca ensangrentada, pero lo reprimió mordiéndose el labio inferior, infligiéndose dolor de forma intencionada.

Y oyó entonces algo que le hizo olvidar el frío. El pánico se deslizó por su espalda y ella se quedó paralizada por el terror. Los perros. Todavía estaban lejos, pero era un sonido inconfundible con el que estaba íntimamente familiarizada. Sabuesos: rastreadores de sangre. Y ella había sangrado por todo el bosque, dejando un rastro que convertiría su búsqueda en un juego de niños para los perros.

Con un sollozo, se obligó a seguir avanzando. Su huida era cada vez más desesperada. Saltaba tocones y ramas caídas y se cayó media docena de veces en aquella frenética fuga impulsada por la angustia y toda una vida de desesperación.

Un calambre le agarrotó el muslo y gimió, pero ignoró aquel dolor paralizante. La atacó otro en el costado. ¡Oh, Dios! Se palmeó el costado, presionó, masajeó el músculo tensionado y alzó hacia el cielo su rostro devastado por las lágrimas.

«Dios mío, por favor, ayúdame. Me niego a creer que soy la abominación que dicen ellos. Que seré castigada por algo que no elegí yo. No están cumpliendo con tu mandato. No puedo, no quiero creerlo. Por favor, ten piedad de mí».

Los perros parecían estar más cerca y había dejado de oír a los coyotes. A lo mejor habían huido asustados por los escandalosos aullidos de la nutrida jauría que la buscaba. Otro calambre estuvo a punto de doblegarla y comprendió que pronto no sería capaz de continuar corriendo.

—¿Por qué, Dios mío? —susurró—. ¿Cuál es mi pecado?

Y, de pronto, salió de entre la última maraña de ramas y arbustos y fue tal el impacto de no encontrar ningún obstáculo que tropezó y cayó hacia delante, aterrizando con el rostro sobre… ¿sobre una pista de grava?

Extendió las manos sobre el suelo y curvó los dedos sobre la tierra y la gravilla. Las gotas de sangre empaparon la tierra y se secó apresuradamente la boca y la nariz con el brazo de la sudadera hecha jirones.

Creció entonces la euforia. ¡Lo había conseguido!

Se levantó a toda velocidad, regañándose a sí misma. Todavía no había conseguido nada. Apenas había abandonado el bosque y en aquel momento era un blanco más fácil. Pero por lo menos podría saber hacia dónde ir.

O al menos eso esperaba.

Comenzó a correr por la carretera, pero se desvió hacia la cuneta en cuanto las piedras comenzaron a clavarse en sus pies. La hierba no era mucho mejor, pero, al menos, el rastro de sangre no sería tan evidente.

Para su asombro, a solo unos cientos de metros le pareció reconocer una pequeña gasolinera y un puesto de frutas. Aumentó la velocidad de sus pasos, mirando en todas direcciones mientras avanzaba. Miraba incluso por encima del hombro, temiendo ver a los perros tras ella. O, peor aún, a los ancianos.

Al no ver nada, ni a nadie, continuó hasta la estación de servicio sin tener la menor idea de lo que allí la esperaba. Sabía muy poco del mundo moderno, más allá de lo que había aprendido en los libros, las revistas y los periódicos que había leído a escondidas. Le parecía un mundo extraño, aterrador y más grande de lo que era capaz de imaginar. Pero había intentado acumular todo el conocimiento posible preparándose para aquel día.

Para la libertad.

Al llegar a la gasolinera, se fijó en una vieja camioneta. Estaba aparcada delante de la gasolinera y una lona cubría por completo el remolque. Miró a derecha e izquierda y después hacia la gasolinera, sopesando rápidamente sus opciones. Oyó voces.

Se agachó detrás de la camioneta a toda velocidad. El corazón retumbaba con fuerza en su pecho y respiraba con dolorosos resuellos.

—Tenemos que llevar la carga al puesto de Houston. Espero estar de vuelta para las dos de la tarde. ¿Necesitas algo de la ciudad, Roy?

—No, hoy no. Pero ten cuidado. He oído decir que esta mañana está fatal el tráfico. Ha habido un choque en cadena en la 610.

—Lo tendré. Y cuídate tú también.

Sin pensárselo dos veces, Jenna alzó la lona de la camioneta y, para su deleite, vio que había espacio suficiente para acurrucarse entre las cajas de fruta y verdura. Con la mayor rapidez y el mayor sigilo que pudo, se deslizó en el remolque de la camioneta, con su cuerpo protestando de dolor. Colocó de nuevo la lona, esperando haberla dejado tal y como la había encontrado, y se inclinó hacia delante cuanto le fue posible para evitar caer.

Aquel hombre se dirigía a la ciudad. Pensar en ello le aterrorizaba. La mera idea de verse engullida por una ciudad tan grande como Houston le resultaba paralizante. Pero también jugaría a su favor. Seguro que los ancianos tenían más problemas para encontrarla en una ciudad repleta de actividad. Por no mencionar que no podrían secuestrarla a plena luz del día. Y podrían hacer las dos cosas si permanecía allí, en aquella zona rural y aislada del norte de Houston.

Contuvo la respiración cuando la camioneta tembló con el portazo del conductor. Después, arrancó el motor y el vehículo comenzó a desplazarse hacia atrás. Jenna se llevó el puño a la boca hinchada y se mordió los nudillos cuando la camioneta se detuvo, pero, un segundo después el vehículo se puso de nuevo en movimiento y ella comprendió que habían salido a la pista de grava.

«Gracias, Dios mío. Gracias por no haberme olvidado. Por hacerme saber que no soy lo que ellos decían y que tú no eres el Dios vengativo del que hablaban».

Capítulo 2

 

Isaac Washington agarró el vaso de café y dos bagels y salió de un pequeño centro comercial situado a solo unas manzanas de las oficinas de DSS. Debido a la popularidad de la cafetería y a que era la hora punta de la mañana en Houston, había tenido que dejar el coche al otro lado de la carretera, en el aparcamiento del centro comercial.

Era una suerte que fuera invierno, o que el tiempo fuera todo lo invernal que podía llegar a ser en Houston, así no terminaría empapado en sudor después de aquella caminata. Se percibía un ligero frío en el aire, cortesía del último frente frío de la noche, lo que suponía un cambio agradable después del calor agobiante del verano y el otoño.

Estaba a punto de llegar a su todoterreno cuando se dio cuenta de que la puerta del conductor estaba abierta. ¡Hijo de…! Siempre se olvidaba de cerrar la maldita puerta y, bueno, eran muchas las veces que se dejaba las llaves en el encendido cuando tenía que hacer un recado rápido.

Dejó el café y los bagels, desenfundó la pistola y se colocó entre dos coches antes de comenzar a avanzar a paso lento hacia el todoterreno, intentando pasar desapercibido mientras acortaba la distancia entre su vehículo y él.

Continuó caminando entre los coches aparcados hasta que estuvo a un solo coche de distancia. Con mucho sigilo, se dirigió hacia la parte de atrás. Quería aparecer por detrás de quienquiera que estuviera intentando largarse con su todoterreno y dejarle atrapado entre la puerta abierta y la pistola cargada.

Se levantó poco a poco, lo suficiente como para poder ver bien al ladrón, y frunció el ceño al ver una delgada silueta con una sudadera con capucha llena de agujeros. Los vaqueros no estaban en mucho mejor estado. La capucha cubría la cabeza del tipo. A juzgar por su tamaño, tenía que tratarse de un adolescente con ganas de dar una vuelta en un coche robado.

Quienquiera que fuera era un pésimo ladrón de coches. Ni siquiera estaba vigilando su espalda para ver si el dueño del todoterreno, o cualquier otra persona, aparecía de repente tras él. Cuando vio que comenzaba a deslizarse tras el volante, supo que tenía que actuar, y esperar que el tipo no fuera armado.

—No te muevas —dijo Isaac, apareciendo de pronto y apoyando la pistola en la espalda del chico.

El adolescente se quedó muy rígido y volvió la cabeza. Y, cuando Isaac vio al supuesto adolescente que estaba intentando robarle el todoterreno, todo el aire abandonó sus pulmones en una enérgica exhalación.

Una joven se le quedó mirando con unos ojos enormes y asustados. Su rostro era de una palidez inusual, lo que hacía la sangre y la hinchazón de su nariz y su boca más evidentes. A pesar de su indumentaria y del estado en el que se encontraba, lo primero que pensó Isaac fue que estaba contemplando el rostro de un ángel.

Algunos mechones de pelo rubio sobresalían de la capucha de la sudadera, enmarcando un cutis que, al margen de las heridas, parecía de porcelana. La sangre y las heridas no casaban en absoluto con la imagen que aquella joven proyectaba. Isaac bajó la mirada hacia su mísero atuendo y advirtió que ni siquiera llevaba unos malditos zapatos. No podía decirse que hiciera un frío helador, por supuesto, pero sí demasiado como para andar saliendo con aquella indumentaria y los pies descalzos.

—Por favor, no me haga daño —susurró la joven con labios temblorosos.

Su cuerpo entero temblaba mientras alzaba las manos con un gesto de rendición. El enfado de Isaac al ver que le estaban robando el todoterreno se desvaneció para ser sustituido por un fuerte sentimiento protector y por la rabia de saber que alguien quería hacer daño a aquella mujer diminuta y de aspecto inocente.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con delicadeza antes de bajar la pistola y guardarla en la pistolera.

El terror asomó a aquellos ojos azules y claros como el cristal. Isaac nunca había visto a nadie con un color tan especial. Aquellos ojos junto al rubio sedoso de su pelo, su aspecto delicado y su piel clara conjuraron en su mente la imagen de un ángel.

—No… no… puedo decirlo.

Isaac suavizó su expresión.

—¿Tienes algún problema? Porque yo puedo ayudarte. Mi trabajo consiste en ayudar a gente que tiene problemas.

Ella sacudió la cabeza con énfasis.

—Por favor, déjeme marcharme. Siento mucho haber… —se interrumpió y señaló el vehículo moviendo débilmente la mano—. No sabía qué hacer.

—Cariño, creo que no te has visto —respondió él con delicadeza—. Estás herida, llena de moretones, tienes un aspecto horrible y no vas vestida para este tiempo. Ni siquiera tienes zapatos.

—Tengo que irme —susurró ella—. Tengo que irme.

Isaac dio un paso adelante al percibir su urgencia y su inminente huida. No sabía por qué era tan importante para él impedir que se fuera, pero, ¡diablos!, ¿cómo iba a dejar que se marchara aquella misteriosa mujer después de haber visto en qué condiciones estaba?

Ella se encogió, replegándose sobre sí misma con un gesto de protección instintivo y en absoluto consciente. Isaac sintió oscurecerse su propia expresión al pensar en los motivos que podía tener aquella joven para asumir que debía tener tanto miedo de un desconocido. Pero comprendía su reacción. No podía decirse que se hubieran conocido en las mejores circunstancias. Sobre todo, teniendo en cuenta que él había aparecido apuntándola con una pistola.

—Déjame comprarte algo de comer. Acabo de salir de la cafetería del centro comercial, pero, cuando he visto la puerta del todoterreno abierta he dejado caer el café y los bagels. Creo que a ti también te vendría bien algo caliente.

Reconoció el anhelo en sus ojos ante la mención de la comida y el café y desvió la mirada automáticamente hacia su silueta, advirtiendo su delgadez. Tenía unas profundas ojeras bajo los ojos que sugerían falta de sueño, además de la de comida.

Maldita fuera. Tenía todas las señales de una víctima de malos tratos. ¿Habría sido su marido? ¿Su novio? Podría haber sido hasta su padre. Parecía lo bastante joven como para ser una adolescente. Sus ojos eran lo único que la hacía parecer adulta. Unos ojos que habían visto demasiado. Unos ojos más viejos que ella, educados con dureza en la universidad de una vida miserable.

—Te juro que no voy a hacerte ningún daño —le aseguró en el mismo tono tranquilizador que habría empleado con un animal salvaje—. No pienso llamar a la policía ni denunciarte por intento de robo.

La joven palideció todavía más ante la mención de la policía e Isaac se maldijo por lo imprudente de sus palabras.

Ella estaba abriendo la boca para protestar cuando Isaac distinguió el familiar silbido de una bala. El coche que estaba a su lado se sacudió de forma violenta en el momento en el que el neumático recibió el impacto. El eco del disparo reverberó con fuerza en la distancia.

—¡Agáchate! —gritó Isaac, abalanzándose hacia la mujer.

Le rodeó la cintura con los brazos y se volvió para tirarla al suelo y protegerla con su cuerpo. Estaba buscando su propia pistola cuando nuevos disparos alcanzaron el todoterreno y el coche que estaba a su lado. Y, después, el dolor explotó en su pecho.

Abrió la boca sorprendido y, por un momento, fue incapaz de moverse. La fuerza abandonó sus piernas, se derrumbó como un globo desinflado y cayó con un golpe seco al lado de la mujer, que continuaba tumbada en el suelo a menos de un metro de distancia.

—¡No, no! —gritó Jenna—. ¡No!

Isaac vio su rostro. La angustia y la preocupación hacían más marcadas sus facciones. La perplejidad y la sensación de fracaso le asaltaron mientras sentía cómo iba apagándose su cuerpo. Después de todo lo que había soportado y contra lo que había luchado durante el año anterior, ¿así era como iba a morir?

—Escúchame —jadeó. Él mismo se sobresaltó al oír su voz convertida en un mero susurro—. Móntate en mi todoterreno. Las llaves están puestas. Sal de aquí a toda velocidad y ponte a salvo. No tienes manera de ayudarme. Me estoy muriendo.

—¡No! —se opuso ella— ¡No pienso dejarte!

Gateó para acercarse a Isaac y, de pronto, su rostro se cernió sobre él. Sus ojos azules centellearon hasta adquirir un tono plateado mientras caía la capucha de la sudadera, dejando deslizarse alrededor de su cuello una cascada de rizos rubios tan descontrolada como las manos que corrían sobre su pecho ensangrentado.

—Vete —graznó Isaac.

Tosió y se atragantó al sentir el gusto metálico de la sangre envolviendo su lengua.

Ella cerró los ojos y frunció la frente angustiada e Isaac gimió en el momento en el que sintió sus manos presionándose con fuerza contra su pecho.

Fue como si le hubiera caído un rayo. Una descarga eléctrica. El corazón le palpitó con fuerza, después, se detuvo y se le nubló la visión. Las delicadas facciones de aquella joven se hicieron cada vez más borrosas.

Dejó entonces de luchar contra lo inevitable: la muerte. Se relajó, esperando la llegada del fin mientras el frío alcanzaba lo más profundo de su corazón. Hasta que la más asombrosa de las sensaciones le devolvió a la conciencia. Calor. El calor más delicioso que había sentido en su vida fue extendiéndose poco a poco por sus venas, llevando con él el susurro de la esperanza, el anuncio de un nuevo renacer.

Intentó hablar, protestar, preguntar si aquello era la muerte, pero solo fue capaz de boquear en el momento en el que se le aclaró la visión y pudo contemplar la insoportable tensión grabada en cada una de las líneas del rostro de aquella joven.

Jamás había experimentado nada tan maravilloso como aquella calidez que emanaba del interior de su cuerpo. Su corazón agotado y sus pulmones parecieron relajarse y, además, ya no había dolor… solo quedaba la sensación de estar resurgiendo. Era como si un cirujano hubiera hundido las manos en su pecho y hubiera reparado meticulosamente el daño hecho por la bala.

Alzó la mano, asombrado al saberse con fuerzas para hacerlo. Aspiró ansioso el dulce oxígeno que daba la vida y se maravilló al descubrir que no solo había desaparecido el dolor, sino que estaba sintiendo algo indescriptible. No había drogas, ni narcóticos, ni analgésicos capaces de producir una sensación tan maravillosa.

Alargó la mano hacia la muñeca de la joven y la rodeó con los dedos. No estaba seguro de lo que estaba haciendo aquella mujer, pero sabía que tenía que parar. Estaba en peligro. Los francotiradores seguían allí. Podían ir a por ella en cualquier momento.

Ella abrió los ojos en el instante en el que la tocó y los propios ojos de Isaac se abrieron como platos al descubrir el turbulento torbellino de colores resplandecientes que hacían indetectable el otrora azulado iris.

—No —respondió ella entre dientes—. Todavía no he terminado. Tienes que dejarme acabar. No voy a dejar que mueras.

Isaac apartó la mano, aturdido ante lo que estaba viendo o, mejor dicho, experimentando. A aquellas alturas de la vida, pensaba que ya nada podía sorprenderle o pillarle desprevenido. Creía que en el mundo en el que vivía y trabajaba ya nada volvería a parecerle increíble. Pero jamás había imaginado tal poder, tal habilidad. ¿No era Dios el único que tenía poder sobre la vida y la muerte?

No, eso no era cierto. Hombres y mujeres se mataban a diario. Los humanos tenían más poder de decisión sobre la muerte que sobre la vida. Y, sin embargo, aquella mujer…

Todo su cuerpo se estremeció y su tronco se irguió como si acabaran de utilizar con él un desfibrilador. Sintió el frío del cemento a través de la chaqueta empapada en sangre y se dio cuenta de que él estaba caliente. Vivo. Entero. Y respirando.

Comenzó a mirarla maravillado y descubrió la desesperación que arrasaba aquellos ojos tan profundos. Ella apartó las manos, encogió las rodillas contra el pecho, las rodeó con los brazos y comenzó a moverse hacia delante y hacia atrás mientras las lágrimas rodaban por su rostro.

Isaac comprendió al instante lo que ocurría. Al salvarle, al sanarle, había renunciado a la oportunidad de escapar. La resignación que reflejaba su rostro le rompió el corazón cuando todavía estaba estupefacto ante la sorpresa de estar vivo. Se palpó el pecho con cuidado, apartó la mano y la vio empapada de sangre. Pero la sangre procedía de su ropa. No era él el que estaba sangrando. Ya no había ninguna herida en su pecho. Sentía una debilidad residual… pero quizá fuera solo por el impacto de lo ocurrido. No estaba en condiciones de levantarse, de tirar de ella, meterla en el todoterreno y salir corriendo. Lo único que conseguiría sería que les mataran a los dos, o, mejor dicho, que volvieran a matarle a él. Ella solo tendría oportunidad de escapar si le abandonaba allí.

Alargó la mano y la agarró del tobillo, sacudiéndola con delicadeza para llamar su atención. Ella alzó la mirada hacia él con expresión apagada e Isaac señaló el todoterreno.

—¡Vete, deprisa, antes de que vengan! Las llaves están puestas.

Ella negó con la cabeza mientras una nueva oleada de lágrimas empapaba su rostro.

—¡Maldita sea, sal de aquí! Yo puedo conseguir ayuda y todavía conservo la pistola. ¡Por el amor de Dios, muévete!

Por primera vez, la esperanza asomó al rostro de la joven, a pesar de que sus ojos continuaban mostrando su sorpresa. Isaac estaba comenzando a levantarse cuando se descubrió aplastado de nuevo contra el suelo por el cuerpo de ella mientras una docena de balas agujereaban el todoterreno.

Ella abrió los ojos como platos, mostrando dolor, tristeza y un terror inefable. Isaac sintió la intensidad de su mirada penetrándole hasta los huesos, su peso arrastrándole a las más turbulentas profundidades. No había una sola parte de su cuerpo que no estuviera suplicándole y, cuando habló, Isaac se encogió ante la angustia que traslucía cada palabra.

—Tienes que esconderte. No pueden saber lo que he hecho. No puede saberlo nadie. No le hables a nadie de mí —suplicó.

Envolvió las manos de Isaac con sus manos diminutas, se las levantó y se las llevó al pecho. Isaac sintió el errático latido de su corazón contra los nudillos y advirtió entonces que estaba temblando violentamente.

No se atrevió a llamar la atención sobre el hecho de que el charco de sangre sobre el que todavía estaba tumbado la delataría porque sabía que se derrumbaría, era como si estuviera sostenida por un hilo finísimo. Soltarle las manos, perder su contacto, le hizo sentirse repentinamente vacío, como si parte de él hubiera muerto. Pero, aun así, la empujó hacia su vehículo y adoptó un tono duro y autoritario mientras le dirigía la más enérgica e imperativa de sus miradas.

—Vete mientras todavía estás a tiempo, maldita sea. Ya te he dicho que pronto vendrá alguien a por mí. No permitas que esos animales te pongan las manos encima.

Dios, esperaba no estar mintiendo al decir que pronto acudirían en su ayuda. Había conseguido activar el botón de «¡Oh, mierda!», como llamaba Eliza, su compañera de equipo, al transpondedor que todos llevaban encima. No estaba lejos de las oficinas centrales. Diablos, pronto tendría que aparecer alguien por allí.

—¡Por el amor de Dios, escúchame!—bramó—. No sé quién demonios eres ni qué demonios has hecho, pero no voy a dejar que asesinen a alguien que acaba de salvarme la vida.

Ella se levantó trabajosamente, manteniendo la cabeza gacha, y se deslizó tras la puerta del todoterreno. Se volvió después para mirar a Isaac por última vez y él habría jurado que le estaba suplicando perdón con la mirada. La puerta se cerró tras ella y el motor se puso en marcha. Isaac esbozó una mueca al ver que el todoterreno avanzaba bruscamente hacia delante, se detenía y comenzaba a avanzar de nuevo con los frenos chirriando a modo de protesta.

¡Mierda! Quizá no hubiera sido una buena idea hacerla marcharse. Ni siquiera parecía saber conducir. Diablos, a lo mejor no tenía ni la edad para hacerlo. Apretó los dientes con un gesto de frustración ante su incapacidad para ofrecerle la protección que tan desesperadamente necesitaba y rezó para haber tomado la decisión correcta.

Comprobando las respuestas de su cuerpo, giró hasta quedar tumbado sobre su estómago y fue arrastrándose alrededor de la parte delantera del coche que había quedado ante él, con los nudillos blancos por la fuerza con la que agarraba la pistola. Se apoyó contra la rejilla del coche y esperó, frotándose todavía el pecho sin poder creer lo que acababa de pasar.

—Isaac —oyó una voz baja en la distancia—. Informa de la situación.

Isaac suspiró aliviado al oír a Zeke, una de las nuevas adquisiciones de DSS, anunciando su llegada.

—¿Tienes refuerzos? —preguntó Isaac, alzando la voz solo lo suficiente como para hacerse oír.

—Dex ha venido conmigo. ¿Qué pasa, tío?

—Hay francotiradores. No sé dónde están, pero no andaban lejos cuando han disparado por primera vez. No tengo la menor idea de si todavía están en escena o se han marchado ya. Cuidaos, y espero que vengáis bien pertrechados.

Oyó que Dex respondía con un sonido burlón que él interpretó como una afirmación.

—¿Te han dado? —quiso saber Zeke.

Isaac abrió la boca, pero la cerró al instante. ¿Cómo demonios contestar a aquella pregunta? Sí, le habían dado. Debería estar de camino a la morgue para que le pusieran una etiqueta en el dedo gordo del pie, pero se sentía como si jamás le hubieran herido. Como si su corazón y sus pulmones no hubieran recibido un golpe mortal. ¿Cómo iba a explicar algo así a sus compañeros?

—Este no es momento para preguntas. Después os lo explicaré. Pero que quede una cosa clara: no dejéis que os metan un tiro.

—No es algo que tengamos previsto —replicó Dex. Se interrumpió un segundo—. ¿Necesitas un médico?

—No, solo un coche.

—Sombra está ahora sobre el terreno, intentando localizar a los francotiradores. Si todavía están ahí, él se ocupará de ellos.

No podía ser más cierto. Sombra se había ganado su apodo porque era precisamente eso: una sombra que nadie podía detectar. Nadie era consciente de que le tenía encima hasta que ya era demasiado tarde.

—Buena idea —musitó Isaac—. Pero dile que vigile su espalda. Hay más de uno. Los disparos procedían de por lo menos tres fuentes diferentes.

—Él se hará cargo de todo —dijo Dex confiado—. Estoy más preocupado por tu estado.

—Estoy bien —insistió Isaac—. Pero no me gusta ser un blanco tan fácil.

—Te sacaremos pronto de allí. Tú relájate y mantente en guardia. Zeke y yo te cubriremos y Sombra se ocupará de cualquier posible amenaza.

Pero lo que le preocupaba a Isaac era que no había sido él el objetivo. El curso de sus pensamientos se detuvo de pronto. ¿O quizá sí? Los disparos no habían ido dirigidos a la mujer. No había impactado ni una sola bala en el coche que estaba más cerca de ella mientras que él podía considerarse afortunado al seguir de una pieza. Aquello no había tenido que ver nada con él, ni tampoco había sido un tiroteo al azar por parte de unos aficionados. Había sido un intento de secuestro y él había estado a punto de convertirse en un daño colateral. Le querían muerto, a ella la querían viva. Y solo habían alcanzado uno de sus objetivos.

En cualquier caso, aquel ángel misterioso tenía un serio problema e Isaac no pensaba permitir que huyera indefensa de aquellos miserables que habían dejado claro que no se andaban con miramientos. No tenía la menor idea de qué podían querer de ella, pero mientras intentaba analizar las posibles razones se pasó la mano por el pecho, por aquel pecho sanado que no mostraba el menor indicio de haber recibido un disparo. Aquel pecho indemne podía ofrecerle una idea bastante acertada de por qué un puñado de asesinos la tenían huyendo aterrada.

Si se conociera aquella habilidad, y apostaría hasta su último dólar a que alguien conocía aquel milagroso don, querrían hacerse con ella. Eran muchos los que no se detendrían ante nada para tenerla bajo control.

Mierda.

Le había salvado la vida. Y, aunque no hubiera sido así, después de ver a aquella mujer tan pequeña, tan frágil, ensangrentada y amoratada, nada iba a impedirle remover cielo y tierra hasta estar seguro de que estuviera protegida en todo momento. Aquello ya era una cuestión personal. No era una misión más de DSS que podían asignarle a un equipo o a otro de sus miembros. Iba a protegerla él. Y si Caleb, Beau o Dane tenían algún problema al respecto, que se fueran al infierno. Presentaría su dimisión y se encargaría personalmente de aquella misión.

—¡Qué demonios! —rugió Zeke cuando apareció junto a Dex delante de Isaac—. Has dicho que no te habían herido. Necesitas una ambulancia y que te lleven ahora mismo al hospital.

Isaac suspiró y se limitó a abrirse la camisa empapada en sangre para que pudieran ver su piel intacta.

—Sí, ya sé lo que parece, pero si os cuento lo que ha pasado, incluso con todas las locuras a las que estáis expuestos trabajando para DSS, me llevarías a rastras hasta el psiquiátrico.

—Ponnos a prueba —dijo Dex con calma.

Isaac resoplo y relató después todo lo ocurrido: desde el momento en el que había visto la puerta de su todoterreno abierta hasta aquel en el que había recibido un disparo mortal en el pecho que una misteriosa mujer había curado.

Y tuvo que reconocerles el mérito de que su única respuesta visible fuera un arqueamiento de cejas.

—¿Y has dejado que se vaya? ¿Sin protegerla? ¿Para que esos cretinos intenten dispararle otra vez? —preguntó Zeke con incredulidad.

—La he hecho marcharse en mi coche —le espetó Isaac, fulminándole con la mirada—. No estaba en condiciones de protegerme y, mucho menos, de protegerla a ella y no podía hacerle correr un riesgo tan grande cuando sabía que estarías aquí en cuestión de minutos.

Apareció Sombra de en medio de la nada. Su ceño fruncido indicaba que había oído toda la explicación. Algo de lo que lo que Isaac se alegró, porque no tenía ganas de repetirla.

—¿Y eso le va a servir de algo? —preguntó Zeke con insistencia.

Isaac sacudió la cabeza ante la lentitud de Zeke para entender. Volvió a fulminarle con la mirada mientras la irritación le inflaba las aletas de la nariz.

—Se ha llevado el todoterreno de la empresa.

Entonces asomó a los ojos de su compañero de equipo el brillo de la comprensión.

—¿Vas a ir a buscarla? —preguntó Sombra, desviando la ira de la que había sido objeto Zeke por parte de Isaac hacia él.

—¿Qué clase de pregunta es esa? —gruñó Isaac.

—De acuerdo. Entonces, ¿cuándo piensas ir a buscarla? —preguntó Dex.

—Ahora mismo —respondió con impaciencia—. Parecía que ni siquiera sabía conducir, así que no creo que sea muy difícil seguirle el rastro. Mientras estamos aquí perdiendo el tiempo discutiendo sobre estupideces que podrían esperar, podrían haberla encontrado.

Zeke le miró preocupado.

—¿No deberías ir a urgencias, o, por lo menos, a la clínica privada que utiliza DSS para que te echen un vistazo?

—¿Y qué les cuento? —tenía la paciencia al límite—. ¿Que he recibido un disparo en el pecho, en el corazón y en los pulmones? ¿Qué estaba sangrando como un cerdo y sintiendo que me moría hasta que de pronto una misteriosa dama me ha puesto las manos en el pecho y me ha curado? ¿Que he sentido cómo iba cerrándose la herida desde dentro hacia afuera? Confía en mí, si me examina algún médico, no encontrará ningún rastro de la herida.

Dex soltó un silbido.

—Esto es una locura.

Isaac resopló.

—Después de saber lo que Ramie, Ari y Gracie son capaces de hacer, ya no debería sorprenderte nada.

—Ya, tío, pero esto es diferente —respondió Sombra con voz queda—. Esa mujer salva a la gente. Te ha rescatado cuando estabas al borde de la muerte. Tú mismo lo has dicho. Has llegado a sentir que te estabas apagando, que te estabas muriendo, pero, aun así, ahora nadie podría saber siquiera que te han herido. Esto va mucho más allá de los poderes psíquicos de nuestras mujeres.

—Sí —respondió Isaac resoplando—, por fin lo entiendes. Por eso tengo que encontrarla antes de que otros le pongan las manos encima. Va a llevar esa diana en la espalda durante toda su vida. Es probable que ya esté teniendo problemas. Ahora que sé lo que ha pasado y los motivos por los que estaba intentando robarme el coche, cobra más sentido que tuviera la cara destrozada y que fuera vestida como iba. ¡Si ni siquiera llevaba zapatos, por el amor de Dios!

La expresión de Zeke se oscureció hasta el punto de resultar peligrosa.

—No nos habías dicho que le habían pegado.

Las reacciones de Dex y de Sombra no fueron menos coléricas.

—Ayudadme a levantarme y pongámonos en camino de una maldita vez. Tenemos que activar el sistema de rastreo de mi todoterreno para saber dónde está, hasta dónde ha llegado o si el coche sigue todavía en marcha.

Aunque no lo dijo, la expresión sombría de sus rostros indicaba que todos sabían que aquellas alturas podía estar en manos de sus perseguidores.

Capítulo 3

 

—¡Joder! —gruñó Isaac desde el asiento de pasajeros.

Zeke conducía y Sombra y Dex iban sentados en el asiento trasero del vehículo. Estos dos últimos volcaron en él toda su atención y Zeke le miró de reojo.

—¿Qué pasa?

—No ha vuelto a haber ningún movimiento desde la primera vez que lo he localizado hace unos minutos.

Sombra se encogió de hombros.

—A lo mejor ha parado para esconderse.

Isaac miró a Sombra por encima del hombro.

—Eso lo dices porque no la has visto. No había visto unos ojos que fueran el espejo del alma hasta que he mirado a los ojos a esa mujer. Y no creo que haya dejado de huir desde que se montó en el coche.

Zeke parecía pensativo.

—Y, aun así, se ha detenido para salvar tu triste trasero.

Isaac suspiró y se frotó la cara.

—Sí, pero no entiendo por qué. No había visto a una mujer tan asustada en toda mi vida y eso me fastidia. Pero, aun así, cuando le he dicho que se fuera, que no había ninguna esperanza para mí porque me estaba muriendo, se ha negado a marcharse. Y después… Dios… Después de curarme estaba temblando porque sabía que por mi culpa había renunciado a la única posibilidad de escapar.

—Es increíble —musitó Dex.

—Sí, dímelo a mí —gruñó Isaac.

¿Por qué le habría salvado? Normalmente, la gente solo pensaba en sí misma, pero ella lo había arriesgado todo por él. Y parecía devastada por la tristeza al saber que se estaba muriendo.

Isaac quería conocer la respuesta a aquellas preguntas, pero para conseguirla tenía que encontrarla.

—¿Entonces dónde está tu coche? —preguntó Sombra—. Si no se ha movido, tiene que ser fácil localizarlo, ¿no?

Isaac le mostró el transmisor, pero ocultó el miedo que oprimía su pecho al pensar en lo que se iban a encontrar. O en lo que no iban a encontrar.

—A un kilómetro y medio —dijo Zeke—, en una zona aislada. Por lo menos ha tenido la sensatez de conducir hasta una zona bastante apartada.

—No creo que supiera siquiera a dónde iba —replicó Isaac—. Ni siquiera parecía saber conducir. Ni tener edad como para tener el carnet, por cierto.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Sombra con curiosidad.

—El de un ángel —susurró Isaac—. Un ángel ensangrentado y herido, pero un ángel muy bello. Tiene los ojos más azules que he visto en mi vida y el pelo rubio y rizado. ¡Dios! A lo mejor todo ha sido una alucinación y estoy como una cabra.

—Te aseguro que no te has imaginado que te han disparado y que te hemos encontrado en el suelo, tumbado en un charco de tu propia sangre —gruñó Dex.

—Ahí delante —anunció entonces Zeke con voz sombría.

Al oírle, los hombres sacaron sus armas. Zeke se detuvo un segundo después y salieron del coche empuñando las pistolas.

—Dividámonos de dos en dos —propuso Isaac—. Por lo que aparecía en el localizador, tiene que estar ahí mismo, justo al salir de la carretera, lindando con el bosque. Zeke, ven conmigo. Sombra, tú y Dex os acercaréis dando un rodeo y apareceréis delante del coche.

Sombra y Dex se adentraron en el bosque mientras Isaac y Zeke emprendían la ruta más directa hacia donde habían localizado el todoterreno. Apenas estaban entrando en el bosque cuando Isaac se detuvo precipitadamente y le hizo un gesto a Zeke, señalando el lugar en el que el todoterreno había quedado aparcado de cualquier manera en una zona cubierta de arbustos, como si hubiera intentando atravesarlos para esconderse.

Isaac soltó un juramento sin olvidar ni por un instante que había sido la enorme generosidad de aquella mujer y su disposición a arriesgarlo todo la que había evitado que en aquel momento estuviera muerto sobre un charco de sangre. No pensaba permitir que se defendiera sola. En cuanto la tuviera a su lado, estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera en su mano para conseguir que se abriera a él. Y se aseguraría de no permitir que volviera a correr un riesgo como aquel nunca más.

Avanzó sigiloso hacia el vehículo. Zeke le protegía la espalda. Cuando se asomó al asiento delantero, el corazón se le hundió en el pecho y el pulso se le aceleró. Maldita fuera. ¿La habrían encontrado? Pero miró entonces en el asiento de atrás y su alivio fue tal que estuvieron a punto de flaquearle las rodillas. Hasta que consiguió verla del todo.

Estaba encogida, hecha un ovillo e, incluso dormida, y parecía estar completamente rendida, había arrugas en su frente y temblaba y gemía. ¿O estaría inconsciente?

¿Sería él el culpable de su estado? ¿Salvarle la vida la habría dejado tan agotada que no era capaz de defenderse?

Cuando vio las silenciosas lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, sintió que se ablandaba por dentro. Que se ablandaban partes de él que ni siquiera sabía que pudieran llegar a suavizarse.

Zeke, no menos afectado, musitó malhumorado:

—¡Mierda! ¿Qué vamos a hacer, Isaac?

—Se viene conmigo —respondió Isaac en un tono que no admitía discusión—. No pienso dejársela a esos miserables. Solo Dios sabe lo que le han hecho antes de que consiguiera escapar.

La expresión de Zeke se tornó turbulenta.

—Podríamos ponerle protección durante veinticuatro horas al día.

—Se viene conmigo —gruñó Isaac.

—Dane querrá un informe completo y supongo que tendrá algo que decir al respecto.

—Me importa un bledo lo que quiera Dane. Es mía. Esto no tiene nada que ver con él. Ni siquiera es una clienta. Además, seré yo el que decida lo que hay que hacer.

Zeke arqueó las cejas, pero tuvo la sensatez de no seguir presionando.

Isaac abrió con cuidado la puerta de atrás. No quería despertarla con un ruido repentino. Ya había soportado demasiado miedo y estrés. Quería acabar con aquel infierno cuanto antes. Pero también sabía que no era una mujer a la que fuera a resultarle fácil confiar. Tendría que ser paciente y extremadamente delicado con ella.

Vaciló un instante cuando estaba a punto de tocarla y fijó la mirada en su cuerpo acurrucado. Parecía tan frágil que daba miedo tocarla. Sus manos le parecían enormes comparadas con las manos y los brazos de ella, con sus huesos. ¿Y si le hacía daño de forma involuntaria? Pero no iba permitir que fuera otro el que la llevara en brazos a ninguna parte.

Conteniendo la respiración, posó la mano en su brazo, intentando comprobar su grado de conciencia. Pero no debería haberse preocupado. No se movió ni un milímetro. Era evidente que había traspasado sus propios límites, estaba agotada. La culpa volvió a correrle por las venas.

Aquella mujer era un maldito milagro. Todavía estaba entumecido y le parecía increíble estar allí, entero, sin ninguna señal de haber recibido un disparo, en vez de en la morgue, donde sus compañeros habrían tenido que enfrentarse a la desgraciada tarea de identificar su cadáver.

Consciente de que tenía que darse prisa, deslizó la otra mano por debajo de su cuerpo y apartó después la que tenía apoyada en su brazo para colocarla bajo sus piernas. La levantó sin hacer el menor esfuerzo y comenzó a regresar a su vehículo, atento a su respiración, al menor movimiento y a cualquier cambio de expresión.

Ella continuaba sin dar ninguna muestra de estar despertándose. Aquello le alivió y preocupó al mismo tiempo. Sosteniéndola muy cerca de su pecho, tan cerca que casi podía sentir el latido de ambos corazones, caminó a grandes zancadas hacia el coche mientras daba órdenes a sus compañeros de equipo.

—Deshaceos del todoterreno y desactivad el localizador. Por mí lo destruiría, pero Beau pondría el grito en el cielo. De todas formas, hacedlo desaparecer durante algún tiempo. Cuando todo esto termine, alguien podrá venir a por él.

Cuando todo esto termine. Esa sí que era una declaración de intenciones. Sabiendo lo poco que sabía, apenas nada, sobre la situación en la que se encontraba, tener alguna idea de cuándo iba a terminar era la menor de sus preocupaciones. ¿Pero estar al tanto de lo que necesitaba saber para mantenerla a salvo y protegerla contra cualquier daño? Aquella era la prioridad. Ella le había salvado la vida sin saber nada de él, salvo que estaba agonizando a solo unos centímetros de ella. Por nada del mundo iba a permitir que sufriera o siguiera viviendo con miedo un solo día más.

—¿Qué quieres hacer Isaac? —preguntó Sombra mientras Isaac dejaba a la mujer en el asiento de atrás del todoterreno con extrema delicadeza.

En cuanto consideró que la había dejado todo lo cómoda posible, Isaac se volvió y descubrió a sus tres compañeros tras él, con expresión preocupada a interrogante.

Por mucho que odiara la idea de dejar a aquella mujer a la que consideraba suya —aun sabiendo que era absurdo pensar que le pertenecía, que era su responsabilidad y nadie salvo él debía protegerla—, sabía que no podía desaparecer sin darles a Dane y a Beau una explicación. Se pasó la mano por el pelo y musitó un juramento. Después taladró a los tres hombres con su intensa mirada.

—Tengo que ir a informar a Dane y a Beau de lo que ha pasado y de que voy a pedir un permiso durante algún tiempo. Necesito que la llevéis a mi casa y cerréis la puerta con llave. No quiero que la perdáis de vista ni un solo segundo. Confío en que os aseguréis de que no le ocurra nada. Regresaré lo antes posible, pero necesito que hagáis esto por mí.

—Sabes que haremos cualquier cosa que necesites —dijo Zeke con voz queda—. Y más incluso. No deberías ocuparte tú solo de este asunto. Nosotros no trabajamos así y lo sabes.

—Pero esta no es una misión oficial —comenzó a decir Isaac.

—Cierra el pico —le espetó Dex con rudeza—. Ya sabemos que no llevamos tanto tiempo como tú y los demás trabajando para DSS. Somos los últimos contratados. Pero llevamos ya tiempo suficiente como para saber que esto no funciona así. Somos un equipo, una familia, y eso significa que no vamos a dejarte solo aunque esta no sea una misión oficial. Así que te vas a tener que aguantar. No puedo hablar por los demás, pero puedes contar conmigo para lo que quieras. Te apoyaré y haré todo lo que necesites. Lo único que tienes que hacer es pedírmelo.

Zeke y Sombra no dijeron nada, pero sus expresiones lo decían todo. Ellos tampoco iban a ir a ninguna parte.

Isaac dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias. Os lo agradezco de verdad. Y, ahora, vámonos. Necesito que la llevéis a mi casa. Quiero que uno de vosotros esté a su lado en todo momento. No quiero que se despierte sola y asustada. Los otros dos exploraréis la zona para aseguraros de que no hay nadie por allí. No estaré mucho tiempo en las oficinas. Nos veremos en mi casa lo antes posible.

—No te preocupes —dijo Zeke—. No dejaremos que se acerque nadie a ella, Isaac. Te lo juro por mi vida.

Isaac alzó la barbilla.

—No lo he dudado en ningún momento. Dane solo contrata a los mejores, así que, si no supiera ya que puedo confiar en vosotros, el mero hecho de que él os haya contratado y haya dado su aprobación sería suficiente para que os confiara mi vida, y la de ella.

Dex le tendió las llaves del otro todoterreno e Isaac dirigió una última mirada a la mujer que le había salvado haciendo un milagro. Odiaba dejarla aunque fuera por tan poco tiempo, pero no le quedaba otra opción.

Cerró el puño alrededor de las llaves y se obligó a dar media vuelta y a comenzar a caminar hacia el coche.

—Mantenedme informado —les pidió, volviéndose un momento—. Quiero saber si se despierta, y cómo está —después, tomó aire, miró a sus compañeros sin importarle lo que pudieran descubrir por su tono o su expresión—. Mantenedla a salvo por mí —susurró.

—Sabes que lo haremos —respondió Dex con voz queda—. Y ahora vete para que puedas volver pronto con ella.