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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Helen Conrad

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Demasiado ocupada, n.º 1719 - enero 2016

Título original: A Little Moonlighting

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8012-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

HAZ LAS maletas, Pendlenton. Mañana a estas horas estaremos cenando en París.

Amy Pendlenton levantó la vista de los documentos que estaba revisando, y miró a su jefe con el ceño fruncido. James Carter parecía encantado con la noticia que acababa de darle.

–¿París, Francia? –preguntó Amy con un ligero tono de desesperación en la voz.

–Por supuesto –respondió James, blandiendo unos documentos que finalmente dejó sobre la mesa de Amy. Estaba tan ilusionado que le brillaban los ojos–. Ah, el río Sena, los Campos Elíseos, las tabernas...

–¿Pero, no estuvimos en París el mes pasado? –preguntó Amy todavía con el ceño fruncido. No entendía cómo su jefe no se daba cuenta de que su entusiasmo por aquellos constantes viajes de negocios se había desvanecido en los últimos meses–. ¿O fue Amsterdam?

–En los dos sitios –le dijo alegremente mientras se sentaba de medio lado sobre la mesa de Amy–. Y no te olvides de la carne tan fabulosa que cenamos en el viaje a Madrid. Fue una pena que la reunión en Copenhague durara hasta tan tarde, y nos tuviéramos que conformar con cenar sándwiches de arenque.

–Sándwiches de arenque –repitió Amy. Con la mirada perdida, tomó un lápiz de la mesa y lo sostuvo entre los dedos–. Otro vuelo transoceánico con su consiguiente comida de cartón –se lamentó, al tiempo que rompía el lápiz en dos, y dejaba caer los pedazos sobre la mesa, pensando en su poco halagüeño futuro–. Horas de espera interminables en los aeropuertos –tomó otro lápiz y lo volvió a partir en dos–. La ropa tan arrugada como si hubiera dormido con ella –se lamentó, y rompió un tercer lápiz–. Dormir mal y sufrir las consecuencias del desfase horario durante días –suspiró con desesperación–. Lo único que quiero es poder dormir tres noches seguidas en mi propia cama.

–¿Te acuerdas de aquel local tan coqueto donde tomamos un excelente café turco la última vez que estuvimos en París? –preguntó Carter con añoranza.

Se le veía relajado y contento. Era la viva imagen del hombre que ha tenido éxito en los negocios. Un traje italiano, que le sentaba de maravilla, dejaba adivinar su cuerpo musculoso. Parecía haber nacido para llevar aquel tipo de trajes. El pelo, oscuro y abundante, lo llevaba peinado hacia atrás, tan controlado como su vida en general.

–Iremos a desayunar allí la primera mañana que pasemos en París...

Amy se quedó mirándolo, consciente de que no le había prestado ninguna atención. Nunca lo hacía, así que no la sorprendía. Otro lápiz acabó hecho añicos.

Se preguntó cómo había podido imaginarse alguna vez casada con aquel hombre si, después de llevar dos largos años trabajando con él, apenas era consciente de su existencia, exceptuando lo referente al trabajo que desempeñaba como asociada administrativa suya. Siguió escuchándolo cantar las alabanzas de París en primavera mientras se preguntaba cómo podía ser tan adorable y tan egoísta a la vez. Casarse con él sería una locura. Tendría que conseguir que pensara en otra cosa que no fuera los negocios o la comida el tiempo suficiente para que la mirara como a una mujer, y aquello le parecía pedir demasiado.

Sin embargo, lo había intentado. Desde luego que sí. Le había llevado galletas caseras, había reído todas sus bromas, y hasta lo había mirado con coquetería, sin dejar de sonreír un momento.

Y al ver que nada de aquello parecía surtir efecto, había sido más directa. Siguiendo los consejos de sus amigos, cosa que había lamentado después, había ido a trabajar con minifalda, y al ver que tampoco eso surtía efecto, se había puesto vestidos escotados, y había llevado la melena suelta, moviéndola cada vez que se inclinaba sobre Carter para que le explicara un plano.

–Pendlenton, me vas a hacer estornudar –le había dicho él con una mueca–. ¿No podrías hacer algo con ese pelo?

Tampoco olvidaría nunca el día en que decidió ponerse un perfume que su amiga Julie le había jurado la haría irresistible.

–¿A qué huele? –preguntó Carter con el ceño fruncido y, antes de que Amy pudiera contestarle con una sonrisa seductora en los labios, añadió–: alguien debe de haber pedido una pizza –dijo convencido–. Dios mío, estoy muerto de hambre. No te muevas de aquí, Pendlenton, que voy a traer algo de comer.

Que la confundiera con una pizza había sido el colmo para Amy, y se había dado por vencida.

Allí seguía él, hablando sin parar de París, como si aquel viaje fuera a ser algo especial. Bueno, pues no para ella.

–Yo no voy –le dijo en cuanto dejó de hablar un momento.

Carter la miró cómo si creyera no haber oído bien.

–¿De qué estás hablando? –preguntó pero, antes de que ella pudiera responder, reparó en los pedazos de lápiz que había sobre la mesa–. Pendlenton, ¿por qué estás haciendo pedazos los lápices?

Amy se quedó mirándolo.

–Porque estoy volviéndome loca –le dijo con tristeza–. Por eso voy a presentar mi dimisión.

Amy abrió un cajón de su mesa, y sacó de él su carta de dimisión. Hacía semanas que la había escrito, pero la había guardado esperando el momento oportuno para entregársela a su jefe. Ese momento parecía haber llegado.

Parpadeó, tratando de contener las lágrimas. Adoraba aquel trabajo e incluso había estado a punto de enamorarse de su jefe un par de veces, pero si quería tener vida propia debía dejar todo aquello tras de sí.

–Aquí tienes. Me... me temo que no voy a poder seguir trabajando más contigo.

Carter leyó unas cuantas líneas, y la miró apesadumbrado.

–Tonterías –dijo, y tiró la carta a la papelera–. ¿Qué quieres, Pendlenton? ¿Un aumento de sueldo? ¿Un ascenso? ¿Más responsabilidades?

Amy se dio cuenta, una vez más, de que no la escuchaba. De repente, se sintió muy cansada.

–No quiero nada de eso. Quiero... –dudó un momento. Nunca le había dicho aquello antes. Se lo había insinuado varias veces últimamente, pero no había servido de nada porque no la escuchaba–. Quiero un hogar –dijo tras respirar profundamente–, un marido, hijos y un gato. Levantarme tarde por las mañanas; dar largos paseos por la playa...

Carter se echó a reír. Amy, en vez de ofenderse, lo miró embobada. Rara vez se reía a carcajadas y, cuando lo hacía, a ella siempre se le aceleraba el pulso al ver cómo la blancura de sus dientes contrastaba con su piel bronceada, y la manera en que le brillaban sus hermosos ojos azules de largas pestañas. Al reír, se le suavizaban las facciones y se convertía en un ser más humano, más cercano y sobre todo más... atractivo. El corazón comenzó a latirle a toda prisa, y volvió a sentir por él aquello que en los últimos tiempos había creído controlar sin, al parecer, haberlo conseguido.

–Pendlenton –le dijo Carter, y le levantó la barbilla con una sonrisa en los labios.

Amy le devolvió la sonrisa, encantada de sentir el roce de su piel. Aquello no sucedía a menudo, por el contrario parecía evitarlo constantemente. De repente, se le ocurrió pensar que, tal vez, estuviera despertando que, finalmente, se hubiera fijado en ella como mujer.

Carter la miró con más atención, y hasta pareció confuso un momento por lo que vio en los ojos de Amy.

–¿No te das cuenta de que no puedo prescindir de ti? –le dijo con suavidad.

Amy creyó que el corazón iba a salírsele del pecho mientras se preguntaba si, por fin, se habría dado cuenta de sus sentimientos hacia ella.

–Eres mi media naranja –siguió diciendo–. Sin ti se me dan bien los negocios, pero juntos resultamos letales.

Amy suspiró al darse cuenta de que, una vez más, Carter solo estaba pensando en los negocios.

–Tú y yo estamos hechos para este tipo de trabajo –aseguró él. Le soltó la barbilla, pero no dejó de mirarla fijamente–. Sabes que tengo razón. Eres una negociadora nata. He visto cómo te brillan los ojos cuando ves una fisura en la armadura de tu adversario, cómo te emocionas cuando consigues terminar un negocio con un resultado favorable para TriTerraCorp –afirmó, sonriéndola seguro de sí mismo.

Amy sabía que tenía razón. Ambos eran muy importantes para su empresa, dedicada al negocio inmobiliario y con sucursales en el mundo entero. En la ciudad californiana de Río de Oro, un impresionante edificio de cuatro plantas construido de acero y cristales tintados constituía la prueba fehaciente de la prosperidad de la empresa.

–Y siempre conseguimos que los negocios resulten favorables para TriTerraCorp –le recordó Carter–, porque somos los mejores.

Amy pensó que tenía razón. Ella era buena, pero él era todavía mejor. Sabía que era tan bueno que hasta podía conseguir manipularla, pero aquella vez iba a costarle porque no iba a darse por vencida fácilmente.

–Tengo treinta y dos años, Carter –le dijo Amy con sinceridad–. Mi reloj biológico me dice que si no me empiezo ya a buscar a alguien con quien formar una familia, dentro de poco será demasiado tarde.

–¿Y por qué tienes que dejar tu trabajo para formar una familia? –le preguntó él–. Muchas mujeres siguen trabajando.

–Un trabajo normal tal vez sea compatible con formar una familia, pero no el que llevo a cabo como ayudante tuya. Apenas si tengo tiempo para respirar. No creo que pueda conseguir conocer a ningún hombre y criar a dos bebés, al mismo tiempo que firmo contratos.

–Bebés –dijo estremeciéndose–. No creo que quieras mezclarte con esas cosas ruidosas que huelen tan raro y molestan tanto. En cuanto te hicieran pasar unas cuantas noches sin dormir, no tendrías fuerzas para trabajar.

–Eso es lo que estoy tratando de decirte. Que no puedo hacer las dos cosas –afirmó Amy.

 

 

Carter se levantó, y se puso a pasear nervioso por el despacho con las manos metidas en los bolsillos. Se daba cuenta de que aquella vez Amy parecía hablar en serio y no podía permitirse perderla. Se habían entendido tan bien en el trabajo durante los últimos dos años que no podía ni imaginar siquiera hacer algún negocio importante sin ella. La miró de reojo, y se preguntó por qué no había visto llegar aquello. Había procurado mantener las distancias con ella, porque la vida le había enseñado que las relaciones sentimentales de todo tipo siempre terminaban mal. No merecía la pena arriesgarse a que te rompieran el corazón. Se había hecho la promesa de no dejar nunca que nadie se convirtiera en tan imprescindible para él como para que su felicidad dependiera de que esa persona estuviera a su lado. Y sin embargo, ahí estaba, a punto de perder a Amy, y aterrorizado de que pudiera suceder.

De repente, pensó que también podía contratar a otra ayudante y enseñarle como había hecho con Pendlenton porque, al fin y al cabo, nadie era imprescindible. Sin embargo, cuando la miró y vio su perfil de porcelana fina, sus hermosos cabellos rubios, su esbelta figura, la hermosa curva que formaba su cuello, algo tembló en su interior y se dijo que no podía perderla.

–No tan deprisa, Pendlenton –le dijo con calma–. Me parece que no te lo has pensado lo suficiente. En este momento hay un negocio que podría hacerte cambiar de opinión.

–Siempre va a haber algo que me tiente a quedarme porque este trabajo me encanta, y tú lo sabes. Sin embargo, necesito más. Necesito realizarme como mujer.

–Esta mañana he estado hablando con la gente de Joliet Aire –le dijo sin dar ninguna importancia a lo que estaba diciendo–. Y el señor Jobert ha aceptado reunirse contigo.

Amy levantó la cabeza bruscamente, y se quedó mirando a Carter.

–¿Cómo? –preguntó sorprendida.

Llevaba seis meses queriendo hablar de negocios con aquel hombre. Se levantó, y miró a su jefe con una sonrisa en los labios.

–¡Me estás tomando el pelo!

–Es cierto –afirmó Carter, feliz de haberla sorprendido tan gratamente–. Para eso vamos a ir a París. Por fin ha leído una de tus cartas, y está deseando reunirse con la persona que ha sabido ser tan persuasiva.

–Sabía que al final conseguiría reunirme con él –afirmó Amy con una sonrisa triunfal y el puño apretado–. Ahora tengo que procurar esgrimir argumentos suficientemente convincentes cuando nos encontremos cara a cara... –al darse cuenta de lo que estaba diciendo, calló de repente.

Carter la observó detenidamente con una ceja levantada.

–Solo un viaje más a París, Pendlenton –le dijo con suavidad–. Venga, sabes que no puedes dejar escapar esta oportunidad.

Amy se volvió de espaldas a Carter, pensativa. Se daba cuenta de que Carter había vuelto a ganar. Sin embargo, una entrevista con el famoso señor Jobert...

Carter la miró preocupado, aprovechando que su ayudante no lo veía. Lo último que podía permitirse era perder a Amy Pendlenton. Juntos formaban una maquinaria muy bien engrasada. Sus éxitos en TriTerraCorp eran ya legendarios.

Además, había una parte de él, que nunca dejaba que se exteriorizara, que la echaría de menos en otros sentidos. No, no podía pasar sin ella. Solo de pensarlo, se le hacía un nudo en la garganta. Ya había perdido demasiado. No pesaba permitir que desapareciera de su vida.

–Muy bien –le dijo Amy, volviéndose hacia él con los ojos chispeantes–. Un viaje más a París. Pero, después dimitiré. No se te olvide.

Carter no respondió, pero la seguridad con que la miró sin dejar de sonreír, le dijo que seguiría tramando nuevas tretas para impedir que se marchara.

 

 

–Cuanto más empeño pongas en marcharte, más van a tratar de retenerte –afirmó Meg, la hermana mayor de Amy.

–Así es –respondió Amy–. Pero te prometo que voy a dimitir en cuanto regresemos de ese viaje.

–Muy bien –dijo Meg sonriendo a su hermana. Solo tenía dos años más que ella, pero había adoptado el papel de cabeza de familia desde la muerte de sus padres–. Porque tienes que admitir que, como te descuides, se te va a pasar la edad, Amy.

Meg llenó una copa de helado de fresas casero, y la dejó encima de la mesa. Después hizo lo mismo con otras dos más pequeñas.

Amy se mordió la lengua para no responder a su hermana, y se puso a comer helado. Era perfectamente consciente de la edad que tenía y le había molestado mucho el comentario de Meg. Sin embargo no lo exteriorizó porque sabía que solo lo había dicho con ánimo de ayudarla. Estaba preocupada por ella, y solo deseaba que conociera a un buen hombre y fuera tan feliz como ella con su marido Tim y sus tres hijos.

Amy adoraba a su hermana y, al mirarla, sintió que la inundaba una oleada de cariño hacia ella. Tenía la sensación de haberla descuidado en los últimos años. Había estado casi siempre de viaje de negocios, y en las únicas oportunidades en que se había reunido con su familia, había sido en las fechas más señaladas como Navidad o el día de Acción de Gracias. A veces, tenía la sensación de no conocer casi a los hijos de Meg, y lo lamentaba profundamente.

–Además, si dimites tendrás más tiempo para quedar con hombres –le dijo Meg con una sonrisa–. Paul está siempre preguntando por ti.

Paul era el vecino de Meg, un hombre encantador que había conocido en una cena organizada por su hermana. Era muy agradable, y poseía un cierto atractivo, pero no tenía nada que ver con Carter James.

Sin embargo, sabía que Carter James era el tipo de hombre inalcanzable. Si deseaba formar una familia, seguramente Paul resultaría más asequible.