bian1269.jpg

6022.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Miranda Lee

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El matrimonio tenía un precio, n.º 1269 - mayo 2016

Título original: Marriage at a Price

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8229-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

En cuanto Courtney vio la cara de William Sinclair, el contable de su madre, supo que le llevaba muy malas noticias. Le había preguntado por teléfono si Crosswinds tenía problemas financieros y él había contestado con evasivas que solo quería charlar con ella.

Era obvio que su madre había recortado gastos durante los dos años anteriores. Tenía contratado el mínimo de personal. No se habían pintado las cercas. No se habían hecho reparaciones. El lugar comenzaba a verse desastrado. Eso no era bueno para el negocio.

Si Crosswinds tenía que competir con las elegantes y modernas cuadras de remonta de pura sangres de Upper Hunter Valley, debía mejorar su aspecto.

Se lo había dicho a su madre, pero Hilary no estaba de acuerdo y le había contestado:

–Hija mía, no necesitamos cuadras de lujo sino un semental nuevo.

También eso era cierto. Cuatro años antes, cuando la cuadra iba muy bien, su madre había importado un elegante caballo irlandés que se llamaba Four-Leaf Clover.

Por desgracia, el caballo contrajo un virus y murió después de una sola temporada. Los potrillos no eran gran cosa y ofrecieron tan poco por ellos en la subasta que Hilary prefirió quedárselos.

Sin Four-Leaf Clover y con los otros dos sementales haciéndose viejos, el programa de cría se había interrumpido y no habían tenido dinero para comprar un nuevo semental.

–Tengo que buscar bien –había dicho su madre–, pues no tengo mucho dinero disponible.

Cuando volvió a casa con Goldplated, estaba muy orgullosa sobre todo por el precio que le había costado. Pero no había sido una ganga y, al entrar en el despacho del contable, Courtney se preguntó si el dinero no sería prestado.

William Sinclair, que era un caballero a la antigua, se levantó a recibirla.

–Buenos días, Courtney –la saludó–. Siéntate.

Courtney se quitó el sombrero y se sentó, tratando de ponerse todo lo cómoda que la dura silla le permitía. Pero no tuvo éxito. Los nervios la habían puesto muy tensa.

El contable dirigió la mirada hacia los papeles que estaban en la mesa y comenzó a moverlos.

Courtney se impacientó.

–Dime lo que sea, Bill –comenzó tajante, y él levantó los ojos con una expresión algo molesta. Nunca le había gustado que lo llamaran Bill. Pero en ese momento era irrelevante–. No te andes por las ramas. Ve al grano. Soy hija de mi madre y puedo afrontarlo.

William sacudió la cabeza pensando que sin duda alguna era igual que su madre.

No en el físico. Porque Hilary Cross había sido muy corriente. La hija había salido al padre, ese desconocido, innombrable, que después de dejar embarazada a la solterona de cuarenta y cinco años que era propietaria de Crosswinds desde hacía más de un cuarto de siglo, había desaparecido sin dejar rastro.

Las habladurías decían que era gitano, y el aspecto de Courtney parecía confirmarlo. Tenía el pelo largo, negro y rizado, los ojos oscuros y la piel aceitunada. Una chica llamativa, opinaba William. Sin embargo, su personalidad y sus modales eran como los de Hilary. No había más que ver cómo se sentaba, con el pie derecho montado sobre la rodilla izquierda. Así es como se sentaban los hombres, y no las señoritas. Y luego, su manera de vestir… Nunca llevaba vestidos. William nunca la había visto más que con vaqueros y una camisa a cuadros. Pero tenía muy buen tipo.

En cuanto a su maravilloso pelo, siempre lo llevaba recogido en una cola de caballo descuidada que metía de cualquier manera debajo de un polvoriento sombrero de vaquero. Nunca se pintaba los labios carnosos y apetecibles y no olía a otro perfume que el del cuero y los caballos.

Lo que más irritaba a William eran sus modales. No era tan agresiva y testaruda como su madre, pero no tenía tacto. Y era muy atrevida.

Pero no era culpa suya. Hilary la había educado como si fuera un chico, dejándola correr con toda libertad desde que era un bebé. Todavía podía recordar el día que había ido en coche a Crosswinds cuando Courtney tenía once o doce años. Lo había recibido en la barrera montando un potro negro y grande de mirada nerviosa. Demasiado caballo para un hombre. No digamos para una chiquilla.

–Te echo una carrera hasta la casa –le había gritado mientras el caballo daba vueltas impaciente por salir corriendo–. Tonto el último –y clavándole las espuelas había salido al galope chillando como un jockey.

Aunque sorprendido por sus modales poco femeninos, William había acelerado y había salido detrás de la traviesa muchacha, convencido de que cualquier coche podía ganar con facilidad a un caballo, aunque fuera de carreras, por la pendiente llena de curvas de la pista.

¿Y ella, qué había hecho? Pues saltar la cerca y cruzar la dehesa, dispersando a las yeguas y a los potrillos mientras saltaba cerca tras cerca como la especie de diablillo que era. Y allí estaba esperándolo con un brillo travieso en sus ojos negros, cuando por fin llegó a la última curva de la pista delante de la casa.

–Tendrás que conducir más deprisa la próxima vez, Bill –bromeó–, o comprarte un coche de carreras.

Era la primera vez que lo llamaba Bill. Hasta entonces siempre había sido señor Sinclair.

Se sintió satisfecho al ver que Hilary estaba observando a su hija desde la terraza, porque pensó que la criatura recibiría una buena reprimenda por su arrojo y temeridad.

¿Y qué había hecho Hilary?

¡Regañar a la niña por haber perdido el sombrero!

–Niña, ¿quieres acabar teniendo cáncer de piel? –le había dicho– ¡Ve a buscarlo y póntelo!

Ante lo cual, la locuela había dado media vuelta a su caballo y había salido a todo galope, chillando y saltando cerca tras cerca igual que antes.

Cuando William se atrevió a hacer algún comentario sobre su osadía, Hilary le dirigió una fría mirada.

–¿Hubieras dicho lo mismo si fuera un chico? –lo había retado– Seguro que no. Habrías alabado lo buen jinete que es, y te asombrarías de su valentía y su descaro. Mi hija necesita esas cualidades más que cualquier chico si tiene que tomar las riendas cuando yo me vaya. El mundo de la cría de caballos es un mundo de hombres, William, y Courtney necesita no tener cortapisas si quiere sobrevivir en ese mundo. Aquí no hay sitio para personas apocadas. Como heredera mía necesitará mucho más que un nombre de hombre. Necesitará el carácter de un hombre, la fuerza y el orgullo de un hombre. Pretendo conseguir que tenga las tres cosas.

«Hiciste un buen trabajo, Hilary», pensó William. «Sin duda, la chica es valiente. Y tiene carácter. Pero, ¿serán suficientes para salir del atolladero en que la has dejado?».

William respondió con la verdad, tal como Courtney le había pedido.

Eran malísimas noticias. Su madre no solo había pedido un préstamo para comprar a Goldplated, como Courtney temía, sino también para comprar a Four-Leaf Clover. Y le había costado una fortuna. Además, no lo había asegurado, por lo que al morir, la pérdida había sido total y no se había podido devolver el préstamo.

–Tu madre no creía en los seguros de vida –informó el contable–, y nunca pude persuadirla. Como sabes, ella tampoco tenía seguro de vida.

Courtney asintió.

–Sí, lo sé –contestó con un nudo en la garganta ante la certeza de que su madre había muerto.

El ataque al corazón de Hilary había sido un shock para todos a pesar de que ya había cumplido los setenta. Siempre había parecido tan fuerte…

Courtney hizo una mueca. Esa deuda creciente, ¿habría contribuido a su ataque? ¿Había estado tan preocupada por el préstamo?

Nunca lo mencionó. Era demasiado orgullosa para admitir que había sido tan tonta.

Volvió a sentir un nudo en la garganta y se le saltaron las lágrimas. Tosió y parpadeó para contenerse. Su madre odiaba que llorara. «Las lágrimas no arreglan nada. Trata de encontrar una solución. No te quedes ahí sintiendo compasión por ti misma».

–¿Cuál es la cantidad exacta que debo? –preguntó con brusquedad.

La forma en que William se aclaró la garganta antes de contestar era muy mala señal.

–Er… más o menos tres millones de dólares.

–¿Tres millones?

Courtney consiguió disimular su asombro.

–No dejes traslucir tus pensamientos, ni tus sentimientos –le había dicho su madre más de una vez–. Si bajas la guardia esos canallas se aprovecharán de ti.

Courtney sabía, que esos canallas, eran todos los hombres. Aunque no odiaba a los hombres como su madre, había llegado a apreciar de primera mano lo que su madre quería decir.

El mes transcurrido desde el funeral había sido toda una lección. Desde que había heredado Crosswinds, no podía contar la cantidad de hombres que la adulaban y le habían ofrecido ayuda, ahora que estaba sola en el mundo, la pobrecita.

Courtney se puso de mal humor. ¡Seguro que ni se acercarían si supieran que tenía una deuda de tres millones!

Ojalá pudiera decírselo.

Pero guardaría silencio por orgullo y lealtad hacia su madre. Hilary se había pasado la vida intentando obtener el aprecio de sus colegas del mundo de la cría de caballos. No dejaría que se rieran de ella, y mucho menos, los hombres.

¿Pero qué podía hacer?

–Ya sé que es mucho dinero –le dijo William con suavidad–. Intenté que tu madre no pidiera más préstamos, pero no me hizo caso.

Courtney asintió. Se daba cuenta de lo testaruda que había sido su madre y no pensaba ser igual. Bill era un hombre inteligente, con una integridad a la antigua que ella admiraba y respetaba. Sabía que no intentaría aprovecharse de ella o aconsejarla mal. No era uno de los canallas y Courtney lo apreciaba.

–¿El banco está reclamando el pago, Bill? ¿Es eso?

–No. Han tenido mucha paciencia y han sido sospechosamente generosos al prestarle más dinero a tu madre. Está claro que no tenían nada que perder. Sabes bien que Crosswinds vale mucho más de tres millones.

Courtney se sintió desfallecer.

–¿Quieres decir que Crosswinds corre un riesgo y que tendré que venderlo?

–Si las cosas siguen como hasta ahora y tú no consigues frenar la acumulación de deuda, me temo que será inevitable. El banco lo venderá por ti.

Courtney estaba perpleja.

¿Cómo podría vivir sin Crosswinds? La casa, los caballos, el terreno. Eso era todo lo que conocía, todo lo que quería. Era su vida. Sin Crosswinds, moriría.

William sintió verdadera pena por la chica. Sentía tener que decírselo tan pronto después de morir Hilary. Pero esas cosas no podían esperar. Una deuda tan cuantiosa aumentaba cada día. Era como la espada de Damocles suspendida sobre la cabeza de Courtney.

–Si quieres mi opinión –le dijo con firmeza–, podrías vender algún caballo. Y cuanto antes. Tienes algunas yeguas de cría muy valiosas.

La chica le echó una mirada furiosa.

–¿Vender las yeguas de cría? ¿Estás loco? ¿No sabes cuánto tiempo le costó a mi madre, y antes a su familia, el alcanzar esa raza? Las yeguas de cría son la esencia de Crosswinds. No tienen precio. ¡Me vendería a mí misma antes de vender una sola!

William reprimió un suspiro. Sí. De tal palo, tal astilla. Courtney había contestado exactamente lo mismo que Hilary unos días antes del ataque al corazón. A Hilary no le había dicho que ella era una mercancía muy difícil de vender. Pero su hija era otra cosa. Mientras examinaba a la chica con la mirada, se le ocurrió una imagen asombrosa, a Courtney, desnuda y encadenada, mirando altiva desde la tarima de un subastador de esclavas. Su magnífico cabello negro esparcido sobre los hombros desnudos y sus bellos ojos marrones desafiando a los hombres lujuriosos que ofertaban por ella.

¡Vaya precio que conseguiría! William podía imaginar que un jeque millonario pagaría una suma exorbitante para que Courtney Cross ingresara en su harén.

¿Sucedían esas cosas todavía? Era posible, pero no allí, en Australia.

Una idea germinó en su cabeza…

Courtney controló su genio con dificultad. Bill no sabía de lo que estaba hablando. Podía ser que entendiera de dinero, pero de caballos no entendía nada.

–¿Cuánto tiempo crees que tengo? –exigió saber–. ¿Cuánto, antes de que el banco empiece a incordiar? ¿Un año? ¿Dos años? ¿Puedo esperar que sean tres?

William sospechaba que el banco podría alargar la hipoteca sin fin, hasta que hiciera falta un milagro para que Courtney pudiera cancelarla. Al final, liquidarían, venderían Crosswinds y también a sus preciadas yeguas. Lo malo era que en la liquidación nada se vendía por su valor real. Si Courtney se descuidaba, no solo perdería Crosswinds sino que no le quedaría nada para vivir.

Tenía que obligar a la chica a hacer algo inmediatamente, o lo perdería todo.

–El sábado será uno de agosto –le dijo–. Yo diría que tienes hasta fin de año.

–¡No es suficiente tiempo! –protestó–. Tienes que hablar con el banco, Bill y explicarles que en un par de años tendré una fantástica camada de potrillos para vender. Puede que mamá fuera tonta en algunas cosas, pero entendía mucho de caballos. Goldplated será un éxito. Lo sé. ¡En tres años, Crosswinds tendrá dinero hasta para quemar!

William suspiró. Ya le había oído lo mismo a Hilary, y sabía que nada era seguro sobre los caballos, ni en las carreras, ni en la cría.

–Courtney –le dijo con severidad–, tienes que encontrar la forma de pagar ese crédito cuanto antes.

–Pues no me vuelvas a decir que venda mis caballos –le espetó con rebeldía–, porque no lo pienso hacer. ¡Es mi última palabra! Tiene que haber alguna otra manera.

–Solo se me ocurren otras dos posibilidades. Aunque pensándolo bien, solo una es viable –añadió con sequedad.

¿Qué multimillonario querría casarse con esa muchacha difícil, obstinada y mandona? Solo con su belleza no lo conseguiría, teniendo en cuenta que no era nada sofisticada. Los hombres ricos querían esposas elegantes y bien cuidadas que alimentaran su orgullo y que fueran anfitrionas perfectas, y no a una muchacha con problemas de comportamiento y de dinero.

–¿Cuáles? –preguntó Courtney, toda oídos–. Dímelas.

–Tienes que encontrar un socio dispuesto a pagar en dinero efectivo su parte de Crosswinds.

Courtney se incorporó con una mueca.

–Ni hablar. Eso no funcionará, Bill. Nadie entendido en caballos querrá participar en Crosswinds sin querer también dirigirlo. Mamá se revolvería en su tumba y a mí tampoco me gustaría.

–No pensaba en ningún caballista –aclaró William–. Pensaba en un hombre de negocios profesional, un hombre de ciudad que fuera solamente socio capitalista.

–Bueno, ese sería el tipo de socio que podría tolerar. ¿Y cómo he de encontrar a ese títere?

William se crispó al oír la palabra títere, pero era la que mejor describía a cualquier posible socio de Courtney.

–Pensé que podías pedir la ayuda de Lois. Es una mujer inteligente. No solo entiende de caballos, sino también de relacionarse con la gente. Se le da muy bien conseguir dinero para su federación ecuestre. Tiene algunos clientes muy ricos y muchos contactos en el mundo de los negocios. Estoy seguro de que Lois conoce a algún posible candidato con más dinero que sentido común.

Courtney se indignó.

–¿Insinúas que un hombre tiene que ser estúpido para ser mi socio?

–Para ser tu socio no. Pero un viejo colega muy sabio me dijo que nunca invirtiera mi dinero en algo a lo que hay que regar o dar de comer.

Courtney suspiró.

–Tienes razón. La cría de caballos pura sangre es una inversión de riesgo. Mi futuro socio tendrá que ser un hombre de negocios muy, pero que muy rico.

–Los hombres de negocios que tratan con caballos de carreras, casi siempre lo son. ¿No?

–Cierto, Bill. Cierto. Mira, no puedo decir que me guste la idea de tomar un socio, ni siquiera un socio que no intervenga, pero si no hay más remedio… Es mejor que vender alguno de los caballos. Llamaré a Lois en cuanto llegue a casa. Podría apuntarme al desfile de caballos del viernes. He quedado en mandarle un par de potros para que los inscriba y me los entrene. Son muy buenos caballos, pero ahora Crosswinds no puede pagar su entrenamiento.

–Me temo que no –afirmó William, aliviado de ver cómo se lo tomaba Courtney.

–Como sabes, no puedo estar fuera mucho tiempo. Ven este fin de semana que me llegarán unos potros.

–Tienes gente que se encargue de eso. Es mucho más importante que encuentres un socio, Courtney.

–Por cierto, ¿qué te parece un seguro? No quiero cometer el mismo error que mamá.

–Cuando tu madre murió, lo aseguré todo –confesó William–. No quería molestarte en esos momentos. Espero que no te importe.

Courtney se levantó sonriendo para estrecharle la mano.

–En absoluto, Muchas gracias, Bill. No sé qué haría sin ti.

William se aturdió ante el apretón acerado de su mano. No era de extrañar que los caballos la obedecieran.

–Con los gastos corrientes no tenemos problema ¿verdad?

–Por el momento, no. El dinero que entra es suficiente para cubrir el que sale. Claro que sería necesario gastarse algo en mejorar las instalaciones. Están empezando a parecer ruinosas. Si Lois y tú vais a intentar sacarle tres millones a algún pardillo, daría lo mismo hacerlo por cuatro y acabar cuanto antes.

Courtney le sonrió.

–¡Bill! ¡Me escandalizas!

–Lo dudo mucho –le replicó con sequedad–. Por cierto, que si Lois no te encuentra a nadie adecuado, podrías dirigirte a una empresa consultora que se especialice en inversiones en el campo. Pero ese es el último recurso. Los intermediarios siempre quieren su tajada. Un trato directo sería mucho mejor.

–Estoy de acuerdo. Si he de asociarme con alguien, me gustaría poder elegirlo. Mejor me voy ya. El viernes llegará antes de que me dé cuenta.

–Buena suerte, Courtney.

–Hasta la próxima, Bill.

No había dado tres pasos cuando se dio media vuelta y le preguntó:

–¿Y cuál era la otra? –le preguntó.

–¿La otra qué?

–La otra solución a mis problemas de dinero.

–Era una idea estúpida. No vale la pena mencionarla.

Courtney se volvió de nuevo.

–Aún así me gustaría saberla.

William suspiró con resignación.

–Pensaba en lo que antiguamente hacían las aristócratas cuando se les desmoronaban los castillos.

–¿Y qué hacían?

–Casarse por dinero.

Courtney soltó una carcajada.

–Tienes razón, Bill. Es la idea más estúpida que jamás he oído. Creo que el mundo ha evolucionado desde que las chicas jóvenes se sacrificaban casándose con viejos condes barrigudos solo por salvar las joyas de la familia.

En realidad, William no estaba tan seguro de ello.

–Cuando me case, si me caso –anunció Courtney mientras se ponía el sombrero vaquero–, no será por dinero.

–¡Ah! –sonrió William con aprobación–. ¿Será por amor, no?

–No seas ridículo, Bill. El amor no tendrá nada que ver. Será solo por el sexo –y con una sonrisa malvada, salió de la habitación.

Capítulo 2

 

Todo el mundo va muy elegante –dijo Courtney echando una mirada a la multitud presente en las carreras.

Todos los hombres llevaban traje y corbata, y la mayoría de las mujeres lucían sombreros. Lois llevaba un llamativo vestido de flores con sombrero a juego que habría parecido exagerado en alguien menos esbelta. Lo lucía con elegancia y parecía mucho más joven de los cuarenta años que admitía tener.

–Te lo advertí, querida –le contestó Lois–. Randwick no tiene nada que ver con un hipódromo de campo.

–Ni que lo digas. Muchas gracias por prestarme esta ropa, Lois. Siento haber sido tan terca.

A Lois le había costado mucho trabajo persuadir a la chica de que, en lugar de los vaqueros y la camisa a cuadros que llevaba por la mañana, se pusiera los elegantes pantalones negros y la chaqueta corta que le había prestado. El milagro lo había conseguido diciéndole que las normas de Randwick no permitían usar vaqueros.

Lois sabía que en la ciudad, la apariencia lo era todo. No por ser una entrenadora de caballos tenía que parecerlo y por eso se gastaba una fortuna en ropa elegante y con estilo. El gasto valía la pena: los fotógrafos siempre la retrataban y los periodistas siempre le pedían opinión sobre las posibilidades de sus caballos. Quizás era porque se veía mejor en televisión que los entrenadores masculinos. También hablaba mejor y sonreía mucho. Lois pensaba que su actitud atraía a más clientes que el éxito de sus caballos.

–Te sienta muy bien el negro –elogió a Courtney–. Mucho mejor que a mí.