jul1492.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lori Wilde

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tentando a cupido, n.º 5545 - marzo 2017

Título original: Coaxing Cupid

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-8789-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

En el patio había un hombre desnudo.

La doctora Janet Hunter se quedó helada con el bolso, una carpeta y su maletín médico bajo el brazo. Todavía tenía la llave de la casa en la mano, porque acababa de salir para dirigirse al Blanton Street Group, la más prestigiosa clínica de pediatría de Houston, para empezar su primer día de trabajo.

Parpadeó, incrédula, y se aseguró de que no se trataba de un espejismo. Efectivamente, había un hombre desnudo.

—Mamá, esta vez has ido demasiado lejos —murmuró Janet.

En realidad, no estaba totalmente desnudo. Se cubría la entrepierna con una bolsa que tal vez había sacado del cubo de la basura, pero el resto resultaba perfectamente visible.

Sin embargo, Janet se dijo que podía haber sido mucho peor. Podía haber sido horrible y gordo, como un luchador de sumo, en lugar de ser tan atractivo. Por lo visto, el gusto de su madre estaba mejorando con el tiempo. Sobre eso no cabía ninguna duda.

—En otro momento podría enfrentarme a esta situación, mamá —se dijo—. Pero hoy es tan mal día que no se puede decir nada bueno sobre tu sentido de la oportunidad.

Entró de nuevo en la casa, dejó las cosas sobre la mesa de la cocina y sacó un pequeño spray para defensa personal que llevaba en el bolso y que ocultó, convenientemente, en una mano.

Después, salió al patio y gritó:

—¡Eh, tú!

El hombre, que se encontraba de espaldas a ella, se sobresaltó y giró en redondo tan deprisa que estuvo a punto de descubrirse. Tenía unos bonitos bíceps, un estómago duro y liso y unas piernas que habrían sido la envidia de un pura sangre. Su cabello era del color de la arena; sus ojos, marrones oscuros; y su masculina mandíbula enfatizaba los fuertes rasgos generales de su rostro.

Era magnífico, perfecto, salvo por la expresión de espanto de su inmensamente atractiva cara. De haber tenido un medidor de testosterona, Janet supuso que habría estallado.

Pero a pesar de la impresión que le había causado, intentó controlarse y mantener la calma. Se suponía que no debía caer en las trampas que le tendía su madre; que admirara el cuerpo de aquel tipo era precisamente lo que ella habría querido.

—¿Me hablas a mí? —preguntó el hombre, con tanta tranquilidad como si estuvieran dando un paseo.

—¿Es que ves más hombres desnudos en mi patio? ¿Cuánto te ha pagado?

—¿Cómo? —murmuró él.

—Que cuánto te ha pagado. No puedo creer que merezca la pena que te humilles de este modo.

Janet empezaba a estar cansada de las jugadas de su madre, Grace Hunter. La semana pasada le había enviado a un obrero impresionante con la excusa de fumigar la casa, pero también había llegado a hacer cosas como llamar a los bomberos diciendo que un gato no podía bajar de uno de los árboles e incluso poner un anuncio en la prensa, en nombre de Janet, en la sección de relaciones personales. Pero dejar a un hombre desnudo en el patio era la gota que colmaba el vaso.

Gracie se había empeñado en encontrarle amante desde que Nadine Maronga, su astróloga, le había asegurado que si a los cincuenta y dos años no era abuela, no lo sería nunca. Por desgracia para Janet, las predicciones de Nadine habían resultado curiosamente acertadas hasta el momento. Había dicho que el padre de Janet las abandonaría, que Gracie tendría que operarse de vesícula y que ganaría dos mil dólares en la lotería. Todo había resultado cierto, y Gracie se lo recordaba a su hija a la menor oportunidad.

Además, estaba en plena carrera contrarreloj. A Gracie le quedaban dieciocho meses para cumplir cincuenta y dos años y estaba desesperada por tener un nieto. Habría hecho lo que fuera para conseguir que Janet se quedara embarazada.

—No te entiendo —dijo él—. ¿De qué estás hablando?

—Mira, el juego ha terminado, no hace falta que sigas disimulando. Sé que mi madre y tú estáis compinchados, así que te ruego que te marches de aquí ahora mismo.

El hombre la miró como si pensara que estaba completamente loca.

—Lo siento, pero creo que me confundes con otra persona.

—¿Tú crees? —preguntó ella, arqueando una ceja.

—¿Te importaría que habláramos sobre ello dentro de la casa?

Ella lo miró y respondió:

—No estoy segura de que sea una buena idea. Mi madre te ha metido en esta situación y sólo falta que te marches.

—Oh, vamos —rogó él—. No sé de qué diablos me estás hablando. Te lo prometo.

—En ese caso, ¿podrías explicarme qué estás haciendo? —preguntó, contemplando su cuerpo.

Janet lamentó haberlo mirado, porque se excitó sin poder evitarlo, de manera totalmente imprevista.

—Es una larga historia que no tiene nada que ver con tu madre, sea quien sea —explicó—. Y por lo demás, te aseguro que me siento bastante vulnerable en este momento.

Janet se mordió una mejilla, por dentro de la boca, e intentó evitar la visión de su anatomía.

—De eso estoy segura.

—Déjame entrar y te daré todas las explicaciones que quieras.

—Tal vez me equivoque, pero eso me suena al cuento del lobo y los tres cerditos, cuando el primero quería entrar…

—Es verdad, suena a eso, pero hace mucho tiempo que dejé de leer cuentos para dormir a los niños —afirmó, sosteniéndole la mirada.

—No es un cuento para dormir a los niños, es un cuento clásico.

—¿Qué?

—Que es un cuento clásico. La primera edición apareció en una colección de historias de Grimm.

—Gracias por la lección literaria. Eso es exactamente lo que necesito en este momento —declaró con ironía.

—¿Preferirías que hablásemos de El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen? —preguntó, devolviéndole el sarcasmo—. Parece más apropiado a las circunstancias.

—Creo que podríamos dejar los cuentos para otro momento. ¿Podemos entrar en la casa?

El hombre sonrió de forma cautivadora, como una especie de Cary Grant. Janet pensó que su aplomo resultaba admirable y por primera vez calculó la posibilidad de que su madre no tuviera nada que ver en el asunto.

—Todavía no estoy convencida de que sea buena idea.

—Te aseguro que no soy un lunático ni un asesino ni nada por el estilo. Y desde luego, tu madre no me ha contratado —declaró—. Te enseñaría mi carnet de identidad con mucho gusto, pero desafortunadamente no lo llevo encima.

Janet suspiró y pensó que al menos tenía sentido del humor.

—Está bien, pasa…

—Gracias…

Él pasó ante ella apretando la bolsa contra su entrepierna. Era obvio que estaba haciendo verdaderos esfuerzos por mantener su dignidad.

—¿Podrías prestarme algo para… cubrir mi desnudez? —continuó él.

—Lo siento, pero no estoy casada.

—¿Tampoco tienes novio?

—No.

—¿Ni un simple amante que se dejara unos calzoncillos una noche?

—De haberlo hecho, los habría quemado hace tiempo.

—Ya veo que no eres una sentimental. Bueno, ¿y no tienes una bata, o una toalla o cualquier cosa parecida? No soy exigente, cualquier cosa me vendría bien.

—Puedo prestarte una de mis batas.

Janet intentó disimular lo divertida que le resultaba la situación. La incomodidad del desconocido era tan evidente que ya estaba prácticamente segura de que su madre no era responsable de aquello.

—Está bien, eso valdrá —dijo él—. Sólo necesito taparme un poco para subir a mi casa.

—¿Es que vives arriba? —preguntó ella, asombrada.

—Sí, acabo de mudarme…

—Yo también…

—Me gustaría estrecharte la mano, pero en estas circunstancias…

—Bueno, espera un momento y te traeré la bata.

Janet lo dejó a solas, todavía sorprendida por lo que acababa de decirle. Pero supuso que no intentaría hacer nada malo si eran vecinos.

Cuando regresó y le dio la bata, él sonrió de oreja a oreja y dijo:

—Mil millones de gracias. Me has salvado la vida.

Ella se quedó allí, mirándolo con cierta incomodidad. Resultaba extraño que reaccionara de ese modo, porque a fin de cuentas era médico, una profesional, y estaba acostumbrada a mantener el control y por supuesto a ver hombres desnudos. Pero por alguna razón, se sentía más agitada que un martini en una película de James Bond.

—¿Te importa? —preguntó él.

—¿Qué?

Janet cayó en la cuenta de que lo estaba observando con intensidad.

—¿Podrías darte la vuelta un momento?

—Ah, sí, claro, discúlpame…

Le dio la espalda, nerviosa, y pensó que era una suerte que no fuera de la clase de personas que se ruborizaban con facilidad. Pero a pesar de eso, tuvo que apretar firmemente los labios para controlarse.

—Ya puedes mirar —dijo él, segundos después.

Janet miró.

El hombre tenía un aspecto bastante ridículo con su bata. Le quedaba muy pequeña. Además, un mechón de cabello le había caído sobre la frente y le hacía parecer más joven de lo que realmente era. Debía de tener unos treinta y cinco años, cinco más que ella.

—Bueno, ¿y ahora podrías decirme qué estabas haciendo en mi patio? —preguntó, cruzándose de brazos—. ¿Cómo has llegado a él?

—Por la ley de la gravedad.

—Venga ya… ¿La ley de la gravedad te sacó de la ducha y te llevó a mi patio? —preguntó con tono de burla.

Él sonrió.

—Veo que tienes sentido del humor… Es algo que me gusta en la gente.

—Y a mí me gusta que la gente vaya vestida.

—¿Todo el tiempo?

—No sigas por ese camino —dijo, jugueteando con el spray.

—Vaya, por lo visto estás armada y eres peligrosa —dijo él—. Eso me gusta especialmente en las mujeres.

—Todavía estoy esperando una explicación. Dame una buena razón para que no llame a la policía y les diga que un loco ha entrado en mi patio.

—Dudo que me creyeras…

—Inténtalo.

—Está bien… Me encontraba en la ducha cuando oí el canto de unos sinsontes. Al parecer tienen un nido cerca de mi terraza, en el roble.

—Ya.

—Entonces vi que un gran gato blanco estaba subiendo por una rama y decidí echarlo de allí antes de que se comiera a las crías. Me enrollé una toalla a la cintura y salí a la terraza, pero al inclinarme sobre la barandilla uno de los pájaros se abalanzó sobre mí y me picó en la cabeza —explicó—. Y eso que sólo intentaba ayudar.

—Gajes de hacerse el buen Samaritano…

—Y que lo digas. El caso es que perdí el equilibrio y me caí. La toalla se quedó prendida en una de las ramas y yo acabé desnudo en tu patio. Te aseguro que no tenía intención de asustarte…

Janet lo miró con tanta incredulidad que él añadió:

—Sal y echa un vistazo al roble si no me crees. La toalla debe de seguir allí.

Ella negó con la cabeza.

—Ahora no tengo tiempo porque voy a llegar tarde al trabajo. Puedes marcharte a casa cuando quieras. Ya me devolverás la bata en otro momento… Y en cuanto a la bolsa, tírala.

—De acuerdo. Gracias otra vez…

—De nada.

—Siento lo sucedido.

—Hagamos como si este incidente no se hubiera producido —dijo Janet, mientras lo llevaba a la salida—. No digas nada y yo tampoco lo haré.

—Está bien, pero me alegro de haberte conocido —dijo, ya en el pasillo exterior—. Tal vez podríamos vernos en otro momento…

Janet lo miró. Y antes de cerrarle la puerta en las narices, dijo:

—No.

 

 

Gage Gregory subió por la escalera de servicio hasta llegar a su casa. Se sentía totalmente ridículo con la bata de aquella mujer y no podía creer que tuviera tan mala suerte. Se había marchado a Houston para conseguir un poco de anonimato y tranquilidad y había empezado por caerse desnudo al patio de una vecina.

Se pasó una mano por el pelo y justo entonces notó que la bata olía a ella. Era un aroma oriental, especiado, que lo intrigó.

Le había parecido una mujer fascinante. Directa, extremadamente bella e inteligente, hasta el punto de que había deseado tomarla entre sus brazos y probar aquellos grandes labios.

Sin duda alguna, el destino le estaba jugando una mala pasada. Acababa de encontrarse con la mujer más sexy que había visto en mucho tiempo y lo había hecho en una situación tan embarazosa que suponía que no querría volver a verlo en toda su vida.

Por fortuna, no había llamado a la policía. De haberlo hecho, sabía que la noticia habría salido al día siguiente en toda la prensa amarilla del país. Era del tipo de cosas que adoraban los paparazzi.

Se estremeció al pensar en los titulares y pensó que, a fin de cuentas, no podía quejarse de su suerte. Se había mudado a Houston para empezar de nuevo y no quería que nadie lo reconociera. Sólo quería llevar una vida normal, lejos del cine. Quería volver a trabajar en algún hospital, tal vez casarse y tener hijos, comprar una casa con una valla pintada de blanco, tener un perro e ir de vacaciones dos veces al año.

—Será mejor que no vuelvas a meterte donde no te llaman, Gregory —se dijo—. No más damiselas en peligro. No más zambullidas en aguas peligrosas.

Y una de las cosas que no debía hacer era, sin duda alguna, presentarse desnudo en el patio de su vecina. De hecho, pensó que sería mejor que la evitara a partir de entonces.

Pero la idea de no volver a verla le resultó extrañamente enemiga.

 

 

Durante el trayecto a la clínica, que se encontraba en un conocido hospital de la ciudad, Janet no dejó de pensar en su vecino. No le había dicho cómo se llamaba y todavía tenía sus dudas sobre la veracidad de su historia, a pesar de que al salir había visto que efectivamente había una toalla en el roble.

De todas formas, pensó que su desconfianza tal vez era hija de su timidez. En ese sentido no se parecía nada a Gracie. No se sentía cómoda con los hombres, no tenía una buena opinión de las relaciones íntimas y desde luego no resultaba tan enamoradiza como su amiga Lacy Calder, ni creía en que los mejores amigos eran los mejores amantes, como CeeCee. Por lo demás, tampoco creía en el matrimonio.

En realidad, Janet no sabía qué pensar en lo relativo al amor. Había trabajado muy duro durante doce años para convertirse en pediatra y no había tenido tiempo para nada más.

Sólo había un hombre al que verdaderamente respetara, el único que jamás había mostrado sus emociones y que nunca le había dicho lo mucho que la quería: el doctor Niles Hunter, su padre, el cirujano plástico más conocido de todo el sudoeste del país, el hombre que se había divorciado de Gracie cuando Janet tenía tres años, el mismo que se había negado a recomendar a su propia hija para conseguir una beca.

Cuando entró en la clínica, se dirigió directamente a la sala de conferencias. Alrededor de la mesa estaban sentados ocho médicos y había dos sillas vacías, lo que significaba que no era la última en llegar.

—¿Llego tarde? —preguntó.

—No, en absoluto —respondió Peter Jackson, el director de la clínica—. Estamos esperando al doctor Gregory.

Janet ya había oído hablar de Gage Gregory, a quien también acababan de contratar.

Todavía no había tenido ocasión de conocerlo, pero ya sabía que había tenido un enorme éxito en Hollywood como cirujano plástico. Sin embargo, su éxito en la meca del séptimo arte le interesaba poco. Mucho más interesante, sin duda, era su contribución a la medicina; al parecer, había descubierto una técnica revolucionaria cuando todavía era muy joven, antes de cambiar el estetoscopio por los escenarios.

—De todas formas, hay algo que queríamos hablar contigo —continuó Jackson.

—¿De qué se trata?

—El ayuntamiento nos ha dado permiso para ampliar la clínica y me temo que durante los ocho próximos meses vamos a andar cortos de espacio. Los obreros tendrán que tirar una de las paredes, así que perderemos temporalmente uno de los despachos y tres salas —explicó el médico—. Como Gregory y tú sois los nuevos, hemos pensado que compartáis despacho mientras tanto.

La idea no le hizo demasiada gracia a Janet. Compartir despacho durante ocho meses era excesivo, sobre todo porque le gustaba estar sola. Pero no tenía más opción que aceptar.

—No hay problema.

—Me alegra saberlo. Estoy seguro de que te gustará trabajar con Gregory… Es muy inquieto y tiene muchas ideas innovadoras.

—No lo dudo…

Justo en ese momento, oyó una voz intensamente masculina.

—Siento llegar tarde. No volverá a suceder.

Sorprendida, Janet no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando al recién llegado, al hombre que acababa de entrar con un ademán tan seguro como si el mundo entero le perteneciera.

Bajo su bata blanca llevaba una camisa hawaiana, unos chinos y botas de motorista. No parecía importarle que la indumentaria resultara poco habitual en un médico, ni que su cabello rubio y ondulado aumentara el efecto y le hiciera parecer recién salido de una playa tropical. Era un hombre profundamente atractivo, una verdadera fantasía hecha realidad.

Sólo entonces, lo reconoció. Y se quedó sin aliento.

Su nuevo compañero de despacho, el famoso doctor Gage Gregory, era su vecino: el mismo tipo que había conocido aquella mañana, desnudo, en el patio de su casa.