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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Alice Sharpe

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Búscame una cita, n.º 1889 - octubre 2016

Título original: Make Me a Match

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9020-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Lora Gifford, que sujetaba un furioso gato atigrado en los brazos, se preguntó quién diablos sería el guapo que entraba a la sala de consulta. ¡Aquél no era el veterinario a quien ella quería interrogar… ejem, conocer!

Para empezar, aquel hombre no parecía necesitar el amor de una buena mujer. Segundo, ella sabía de buena tinta que el doctor Reed era sesentón y aquel hombre parecía tener la mitad de esa edad. Además, con su bronceado caribe y su aspecto, parecía más un actor de cine que un veterinario, hasta en la forma de quitarse las gafas de fina montura. ¡Cuernos!

De acuerdo, tendría que adoptar el plan B. Lo que tendría que hacer ahora sería encontrar una buena excusa para marcharse. Él le sonrió y a ella se le ocurrió que quizá él le pudiese dar información. Tal vez valiese la pena quedarse y preguntar.

–¿Quién es usted? –preguntó, y, para no parecer acusadora, añadió–: Es que esperaba que fuese el doctor Víctor Reed.

El señor Hollywood guardó las gafas en el bolsillo y alargó la mano.

–Víctor no está. Soy Jon Woods. Con gusto le echaré una mirada a su gato.

Cuando Lora sujetó el gato con una mano para alargar la otra y estrechársela al veterinario, Boggle aprovechó para intentar escaparse, clavándole las garras en el hombro.

Jon Woods le desenganchó el gato con suavidad y lo puso en la mesa de acero inoxidable con una firmeza que el animal pareció aceptar a regañadientes. Le acarició las orejas y le habló en voz baja, como si lo hiciese en algún lenguaje secreto. Lora intentó entender lo que decía, pero no pudo distinguir ninguna palabra. Finalmente, sujetando con firmeza al rebelde paciente, Jon le clavó a Lora una mirada penetrante.

–¿Qué problema tiene su gato? –preguntó.

Lora sabía que a Boggle no le pasaba nada que un tranquilizante para caballos no pudiese solucionar. No había ido allí por el gato, que era simplemente su tapadera. De hecho, ni siquiera era suyo.

–Prefiero esperar hasta que vuelva el Dr. Reed.

–Pues, tendrá que esperar un buen rato. Le han operado un pie, así que estará de baja unas semanas.

–¿Está internado?

–Sí…

–¿En «El Buen Samaritano»?

–¿Es otra de sus admiradoras? –le preguntó él, con expresión socarrona en sus ojos castaños–. No, espere, ¿acaso no es su primera visita a la consulta?

–No lo conozco –dijo ella. Haciendo caso omiso a la curiosidad del rostro masculino, añadió, intentando parecer despreocupada–: Entonces, ¿cuánto cree que estará internado?

–Unos días. Luego acabará la recuperación en su casa.

Un nuevo plan se comenzó a fraguar en la mente de Lora. Le devolvería a Boggle a su vecina, iría a la tienda, haría un arreglo floral y lo entregaría ella misma. Sería mejor que se cerciorase de qué hospital se trataba. Contenta por la flexibilidad de su plan, hizo ademán de volver a agarrar al gato.

–Le aseguro –dijo Jon, apoyando su mano sobre la de ella–, que estoy cualificado…

–Oh, no me refería a que no fuese capaz de «ocuparse» de Boggle.

–Lo siento –dijo él, confuso–, le tendrían que haber dicho en la recepción que tenía que pedir una cita para esa operación.

Le gustó cómo el rostro masculino reflejaba sus emociones y la forma en que el cabello desteñido por el sol le caía sobre la frente. Sus manos, una de las cuales seguía apoyada sobre la de ella, eran bonitas y su contacto extraordinariamente ligero.

Se mordió el labio inferior. ¿Sería aquel hombre diferente del resto? Si era socio de la veterinaria, ¿indicaría aquello una cierta estabilidad? Quizá debiese darle una oportunidad…

«No, no, no»

–No –dijo en voz alta.

La mano de él se apartó de la de ella y acarició el lomo de Boggle, que, sorprendentemente, comenzó a ronronear.

–Si lo castrase, su temperamento mejoraría, téngalo en cuenta.

Lora comprendió que él había entendido que con «ocuparse» ella se refería a castrar.

–Me refería a que Boggle está… –dado que su experiencia con animales se limitaba a su acuario, no se le había ocurrido pensar en una enfermedad adecuada para un gato–. Está de mal humor –murmuró–. Creo que le pasa algo. Está muy arisco.

–¿Más de lo normal?

–Ah… no –dijo ella, pensando en las miradas de enfado que Boggle le lanzaba desde la escalera de su vecina–. No, siempre lo ha sido.

–¿Come bien?

–Normal, creo –dijo ella, esperando que aquello fuese verdad.

–¿Algún miembro nuevo de la familia que lo haya alterado: un esposo, o un novio?

¿Estaba tratando de ligar con ella? Lo observó, pero no fue capaz de darse cuenta de ello. ¿Y si se inventaba un marido celoso que le sacase de la apuesta cabeza masculina cualquier idea romántica que se le hubiese podido ocurrir?

–No tengo esposo –acabó murmurando.

–Ajá.

Sus ojos volvieron a encontrarse. Lora los bajó hacia el gato.

Jon sacó un tubo de crema de queso y lo apretó, haciendo una raya sobre la mesa. Boggle comenzó a lamerla inmediatamente.

–Echémosle un vistazo –dijo el veterinario, sacando el estetoscopio.

Lora no pudo evitar admirar la destreza con que Jon llevaba a cabo la exploración del animal. Se preguntó si el Dr. Reed lo habría hecho de forma tan adecuada.

No estaría tan guapo haciéndolo, eso seguro. Jon se hallaba en la flor de la edad. Fuerte. Competente. Unas manos geniales. Deseó haberse fijado más en cómo le quedaban las gafas. Seguramente que estupendas. Si se estiraba un poquito, podría ver qué tal era su trasero…

«¡Basta! ¡Concéntrate en el doctor Reed!»

Como penitencia, comenzó a hacer un arreglo floral mentalmente. Era primavera y el pueblo de Fern Glen se encontraba en la costa, así que se le ocurrió usar iris siberiano y hierbas de las dunas. Quizá narcisos también; a todos los hombres les gustaban los narcisos. Para ir a la clínica recurriría al arreglo floral, la misma triquiñuela que ahora con Boggle. Tenía que averiguar cuatro cosas: si Víctor Reed era una persona agradable, si tenía vicios, si era guapo para su edad y si estaba disponible.

–Creo que Boggle está bien –dijo Jon, colgándose el estetoscopio del cuello–. El corazón, los pulmones y el estómago suenan bien, no hay ningún problema. Si nota algún síntoma más, tráigalo, pero, sinceramente, creo que es arisco por naturaleza. Y ya está castrado, así que, lo siento, pero no hay nada que hacer.

Se preguntaría cómo era posible que no supiese que su propio gato estaba castrado.

–Gracias, doctor –dijo ella.

–Llámame Jon.

No quería llamarlo Jon ni de ninguna otra forma. Bueno, aquello no era totalmente verdad, porque estaba para comérselo, pero ella llevaba tiempo sin estar a la caza de nadie. Por otro lado, aunque nunca lo volviese a ver, no quería darle una mala impresión. Aquélla era una comunidad pequeña y quizá algún día él se presentase en la floristería buscando algo para alguna novia. Seguramente sería una rubia de piel bronceada, con largas pestañas y una profesión emocionante.

–¿Te he mencionado que hace poco que tengo a Boggle? –le dijo, apartándose del rostro un mechón de ondeado cabello oscuro.

–Con razón –dijo él. Parecía aliviado al descubrir que ella no era tan imbécil después de todo. Sacó las gafas y se las puso. Efectivamente, le quedaban bien–. Parece que te has olvidado de darnos tu teléfono –dijo, levantando la vista.

–¿Para qué necesitas mi teléfono?

–Es política de la consulta –dijo él y tomó un lápiz.

Ella murmuró un número inventado y le volvió a dar las gracias. Agarrando al ofendido gato y la chequera, salió de la pequeña consulta. Una ayudante de bata con un estampado de perritos jugando le dijo que esperase y entró en la salita de la que ella acababa de salir.

Lora intentó calmar al gato acariciándole las orejas y hablándole suavemente, como había visto hacer a Jon. Durante un segundo, mirando los ojos tan verdes como los suyos, creyó conectar con él de una forma primitiva, pero luego él abrió la boca y lanzó un bufido de enfado que la dejó petrificada de miedo.

–¡Gato malo! –lo reprendió, preguntándose por qué tardarían tanto. La asistente apareció por fin.

–El doctor dice que no tiene que pagar nada hoy –dijo.

Sorprendida por la generosidad de Jon Woods, se dirigió a la furgoneta. Lanzando un aullido, Boggle se metió bajo el asiento.

–Prefiero los peces tropicales –protestó Lora.

 

 

Jon miró por la ventana, intentando ver a la dueña de su último paciente, pero lo único que vio fue una furgoneta azul que salía del aparcamiento. Soltó la cortina y agarró la ficha debajo de la de Lora.

Llevaba poco más de un mes en Fern Glen, un pueblecito de la costa norte de California y cada vez se sentía más aburrido. ¿Cuántas veces se podía pasear solo por una playa barrida por el viento, admirar árboles gigantescos o hablar con extraños? Echaba de menos Los Angeles, Trina, su vida.

Sin embargo, no podía negar que Lora Gifford había despertado su interés. Era tan… pues, tan real. No tenía ni un pelo de boba. Y, hablando de pelo, su cabello negro azabache era una gloria.

Lora. Parecía un poco nerviosa, como si alguien le hubiese hecho daño. Sintiendo una oleada de protección, sonrió ante su propia tontería. Su capacidad de empatía era algo muy positivo para su trabajo, pero no tenía que dejarse guiar por ella con la gente, y, menos todavía, las mujeres.

Dejó de pensar en Lora cuando comenzó a prepararse para su próximo paciente, un cachorro de labrador resfriado.

 

 

Cinco años antes de que Lora naciese, sus padres habían comprado un pequeño local en el centro de Fern Glen. Su madre soñaba con abrir una tienda de telas; su padre deseaba poner un negocio de artículos de pesca y carnada. Se decidieron por una floristería porque en aquella época no había ninguna en Fern Glen.

Ninguno de los dos se había salido con la suya. Así había sido todo siempre entre sus padres, deteriorando su relación.

Pero Lora había crecido rodeada de pétalos de flores. En la temporada baja, mientras su padre pescaba y su madre cosía edredones para ganar algún dinero extra, Lora se pasaba las horas después del colegio ayudando a un cultivador de lirios, un anciano minusválido ansioso por compartir con alguien sus amplios conocimientos del tema. Para ella, el cálido invernadero se había convertido en su santuario.

Hacía cuatro años, Lora había recibido una modesta herencia de un tío y había sorprendido a todos al comprarse una casa que, según opinaban sus padres, era pequeña y fea. Lora no les explicó que la había comprado por el invernadero que tenía en el fondo.

Dos años más tarde, su padre decidió que ya estaba bien de treinta años de matrimonio, enganchó su barca en el coche y se marchó. Su madre se quedó con la tienda. Cuando Lora comenzó a llevar la contabilidad, descubrió lo limitados que eran sus recursos económicos e invitó a su madre a mudarse con ella durante unos meses. Los meses se habían convertido en un año. Y luego, su abuela Ella, viuda, se había presentado en su puerta con tres maletas y cinco cajas. Había llevado el resto de sus posesiones a un guardamuebles. Se sentía sola.

¿Cómo iba a echar Lora a su propia abuela? Al menos Ella estaba dispuesta a compartir el dormitorio con la madre de Lora. Así que ahora las tres generaciones compartían la casita de Lora y ella estaba a punto de volverse loca.

Todo era culpa de Calvin. El muy canalla la había dejado, abriendo al marchase la puerta para que sus parientes entrasen enarbolando un único estandarte: «¡Encontremos un esposo para Lora!». Daba igual que ella les hubiese repetido mil veces que no estaba interesada, simplemente no la creían.

Y pensar que había creído que Calvin era el hombre adecuado para ella: tenían la misma edad, le gustaba el contacto con la naturaleza lo mismo que a ella y también tenía familia en Fern Glen. Perfecto. Luego él había aceptado un trabajo en Chicago sin ni siquiera comunicarle que lo había solicitado. Lo único que ella tenía que hacer eran las maletas. Según parecía, él tenía sus planes.

Sólo que ella también tenía planes propios.

–Tómalo o déjalo –le había dicho él.

Fue entonces cuando ella decidió que había algo de lo que estaba segura: no se pasaría la vida aguantando, como sus padres.

Ahora, gracias a la intervención de las cariñosas mujeres de su familia, una interminable procesión de hombres había comenzado a aparecer a cenar o a comprar flores en la tienda. Las cosas se estaban yendo de madre.

Desesperada, Lora había llegado a la conclusión de que la culpa la tenía la soledad de su madre y de su abuela, así que atacaría por allí. Con un poco de suerte, lograría que la dejasen en paz.

Dejó a Boggle y entró a la floristería por la puerta trasera. Vio con alivio que las dos mujeres se encontraban atendiendo al público.

Al pensar en Jon Woods y en su triquiñuela para que le diese su número de teléfono, una sonrisa se dibujó en su rostro, pero la borró con determinación. Desde luego que él era interesante y sexy, pero aquél no era momento de iniciar nada: estaba recuperándose de una relación y no sería sensato revolotear de relación en relación como una abeja atontada.

«Quizá debieses bajar un poco la guardia y conocerlo más», dijo su subconsciente. «No, concéntrate en mamá y en la abuela. Ya tendrás tiempo para Jon Woods».

Miró los pedidos del fax para ver si estaban muy retrasadas. No estaba mal. Después de hacer un par de llamadas para confirmar el hospital en el que se encontraba el Dr. Reed, hizo un arreglo floral rápidamente y se marchó nuevamente sin que la viesen.

Al llegar a la clínica, descubrió que al Dr. Reed lo habían operado hacía dos días, lo cual era una buena noticia. Seguramente ya se sentiría mejor y un poco solo. A la gente que estaba sola le gustaba hablar, hasta con los floristas. Les dijo a las afanadas enfermeras que no se molestasen en acompañarla y unos momentos más tarde vio por primera vez a su posible padrastro.

El Dr. Reed, que leía echado en la cama, levantó la mirada cuando Lora entró en la habitación. Lo primero que ella notó fue el color azul jacinto de sus ojos. Una cuidada barba y una cabellera color gris plata acompañaban complementaban sus hermosos ojos. ¡Parecía el capitán de un crucero!

–¿Más flores? –preguntó.

–Ajá –dijo ella, observando que no había más flores en la habitación–. ¿Dónde las pongo?

–¿De quién son?

Lora había pensado en ello.

–De sus amigos de la Clínica Veterinaria –dijo, leyendo la tarjeta. Se la dio y él se la quedó mirando un segundo.

–Qué exagerados. Le dije a mi hermana que se llevase los otros ramos porque me dan de alta esta tarde. Póngalas en la ventana.

«¿No hay ninguna novia madurita a quien darle las flores? Bien».

–Si quiere, no me cuesta nada llevarle las flores a su casa –le dijo, con el ramo en los brazos. Tenía curiosidad por saber dónde vivía.

–Sería demasiada molestia…

–¡Qué va! –dijo ella–. Así que se vuelve a su casa. ¿Está contento?

–Desde luego –dijo él, con expresión alegre.

–Qué gusto sentarse en casa con un buen cigarro y un whisky, ¿verdad? –¿resultaba demasiado obvio que fisgoneaba?

–Nunca he fumado, aunque me gusta tomarme un vasito de vino de vez en cuando –dijo él–. Dicen que te mantiene joven.

–Parece que la receta funciona –dijo ella, con una sonrisa.

Él rió. Tenía una risa agradable.

–¿Qué hace una chica tan guapa como usted flirteando con un carroza como yo?

Ella también rió. Le gustaba aquel hombre. Su pecho comenzó a albergar esperanzas. Ya no se trataba de un sentimiento egoísta. Su madre se merecía la felicidad, se merecía estar con alguien diez años mayor que ella, un hombre sensato.

–¿Vive con su hermana? –le preguntó.

–Oh, no –dijo él afablemente–. Jess vive con su familia. Vivo solo desde que murió mi esposa y mis hijos se fueron a la costa este.

–¿Cómo se las va a arreglar para moverse? –le preguntó Lora, señalándole el pie vendado que asomaba por entre las sábanas.

–Muletas.

–Cuesta trabajo aprender a usarlas.

–Pues, Jess vendrá durante el día y yo me las arreglaré por la noche.

–¿Solo? –preguntó Lora, con genuina preocupación–. ¿Y si hay un incendio? ¿Cómo se las arreglará? Alguien tendría que quedase con usted. Es peligroso estar solo.

–Parece que se ha conchabado con mi médico y mi hermana, señorita.