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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.

Tras la colina, Nº 117 - febrero 2017

Título original: Just Over the Mountain

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por María Perea Peña

 

Editor responsable: Luis Pugni

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9775-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para Carla Neggers, con afecto

Capítulo 1

 

 

June Hudson tenía nervios de acero. Tenía treinta y siete años, llevaba de médico en Grace Valley, California, unos diez años, y las cosas para las que la habían llamado no eran recomendables para pusilánimes. June había atendido un alumbramiento en la parte trasera de un pickup, había mantenido la extremidad seccionada de un leñador en hielo hasta que llegara el helicóptero de emergencias y había dado consejos médicos inteligentes, con calma, mientras miraba el cañón del arma de un cultivador de marihuana. Oh, era femenina, sí, pero dura. Fuerte. Intrépida.

Bueno, tal vez no fuera intrépida, pero había aprendido a aparentarlo. Lo había aprendido durante la carrera de Medicina.

Pero una mañana, temprano, recibió una llamada de teléfono que le aceleró el corazón. Le flaquearon las piernas y tuvo que sentarse en el taburete de la cocina.

La conversación empezó inocentemente. Su amiga Birdie le dijo:

–Chris va a venir a casa con los chicos.

Chris era el hijo de Birdie, y los chicos, sus nietos de catorce años, hijos de Chris.

–¿De visita?

–Dice que para siempre. Nancy y él se están divorciando.

June se quedó callada. Horrorizada. Consternada. ¿Divorciándose?

–Me ha preguntado si seguías soltera –continuó Birdie, con cierto tono en su voz alegre. Un ligero tono de esperanza.

Entonces fue cuando June la Intrépida comenzó a temblar y retemblar. Chris era un antiguo novio suyo. También fue el primero que le rompió el corazón, y quien más terriblemente se lo había roto. June siempre juraba que un día ataría y torturaría a Chris por el dolor que le había causado en su juventud.

Chris era el único hijo de Birdie y del juez Forrest, y llevaba unos dieciséis años viviendo en el sur de California. Se había casado con otra amiga del instituto, o más bien una rival, Nancy Cruise. Sólo iba a Grace Valley de visita algunas veces; a sus padres les gustaba viajar a su casa de San Diego. Durante sus escasas apariciones, June hacía todo lo posible por evitarlo. Cuando se lo encontraba se mostraba distante y fría como el hielo. Su postura y su expresión daban a entender que había olvidado el pasado y que no pensaba en él.

Eso era cierto, en parte. June no se lamentaba mucho por el hecho de que un romance le hubiera salido mal a los veinte años. Por otra parte, cuando lo veía recordaba dos cosas al instante: que justo después del instituto la había dejado por Nancy sin explicaciones ni disculpas y que seguía siendo tan guapo como de joven. Ella lo odiaba por ambas cosas.

¿Y ahora, divorciado, preguntaba si ella seguía disponible? ¡Ja! Ni en sueños, Chris Forrest, pensó June con el veneno perpetuo de una amante traicionada.

Charló un poco con Birdie, que naturalmente estaba muy emocionada con lo que estaba ocurriendo. Después de colgar, June permaneció aturdida en el taburete de la cocina, pensando sobre todo en sus planes de causarle a Chris una muerte lenta. Entonces, el teléfono volvió a sonar.

–Chris Forrest se viene a vivir a Grace Valley –le dijo su padre, Elmer.

–¿De verdad? Birdie y el juez deben de estar muy contentos.

–Parece que se ha divorciado de Nancy y tiene la custodia de los niños, lo cual supongo que tiene sentido, porque son chicos.

–Qué agradable.

–Divorciado –aclaró Elmer.

–No quería decir que eso fuera agradable –respondió June–. Es agradable que vuelva aquí con sus hijos, sobre todo para Elmer y el juez.

–¿Y eso no hace que se te sonrojen las mejillas? –le preguntó Elmer–. ¿Lo de que sea soltero de nuevo?

Ella se puso la palma de la mano en una mejilla y comprobó que le ardía, pero no con el calor de la pasión. ¿De verdad su padre pensaba que ella volvería a tomar entre sus brazos a aquel patán?

–Claro que no. Eso fue una cosa de niños. Hace veinte años que lo superé.

–¿De verdad? –le preguntó su padre–. ¿Cenamos en tu casa esta noche?

–¿Papá? ¿Por casualidad te has enterado de cuándo llegan?

–Creo que el juez me dijo que enseguida, porque Chris quiere apuntar a sus hijos al colegio. Bueno, ¿y esa carne asada? Es martes.

–¿Enseguida?

June se tocó el pelo sin darse cuenta. Todavía lo tenía húmedo de la ducha. Nunca se le había dado bien su pelo. Podía extirpar un apéndice en un abrir y cerrar de ojos y dejar una cicatriz que sería la envidia de cualquier cirujano plástico, pero su pelo rubio oscuro, que llevaba por los hombros, estaba más allá de su entendimiento.

Nancy siempre había tenido un pelo maravilloso: castaño brillante, espeso, largo.

June se miró las manos. Manos de doctora. Uñas cortas, los nudillos enrojecidos de frotarlos cientos de veces al día y... ¿qué era eso? ¿Una mancha de la edad?

Había oído decir que Chris, Nancy y sus niños eran socios de un club de campo.

–Te espero a eso de las seis, papá.

–¿Estás bien, June? Parece que estás muy cansada. ¿Has tenido que salir muchas veces esta noche?

Oyó el sonido familiar de su busca, que estaba en modo vibración, y que comenzaba a danzar por la mesa. Se apresuró a ir a recogerlo, sin soltar el teléfono inalámbrico.

–No, no me han llamado ni una vez. Ha sido una noche muy tranquila. Vaya, tengo que colgarte, papá. Tengo un mensaje. ¿Nos vemos después?

–Sí, hasta luego.

El mensaje era de la policía, con el número 911, que indicaba una emergencia. June olvidó rápidamente a Chris Forrest y marcó.

–Hola, soy June.

El ayudante Ricky Ríos era quien la había llamado.

–El jefe Toopeek nos ha avisado de que ha habido un tiroteo en el establo de Culley, June. Te necesitan allí lo antes posible.

–¿Tom va a llamar a los paramédicos o a un helicóptero? –preguntó ella mientras se ponía los zapatos.

–Sólo ha pedido que te avisara –dijo Ricky.

June tomó el bolso y le dio un silbido a su collie, Sadie, y salió por la puerta en menos de quince segundos. Estaba de guardia. Era un servicio que compartía con John Stone, el otro médico de Grace Valley, y por lo tanto tenía que conducir la nueva ambulancia de la ciudad. Era tan nueva que todavía la intimidaba, y aunque puso en funcionamiento las luces y la sirena, no condujo a mayor velocidad de la normal. Era muy temprano; no quería atropellar a algún animal ni chocarse con un tractor.

Aunque June tenía una radio a su disposición, no se puso en contacto con Tom Toopeek para preguntar por el tiroteo, porque muchos otros habitantes de Grace Valley eran radioaficionados, y la noticia se habría extendido rápidamente. Aunque, de todos modos, por el modo en que la gente se preocupaba por los asuntos de los demás en aquella población, tendrían todos los detalles antes de la hora de comer.

Daniel y Blythe Culley vivían en un rancho de tamaño medio, con terreno suficiente para albergar dos establos, cinco corrales y pastos abundantes a los pies de las montañas. Eran criadores de caballos de Kentucky, y habían empezado modestamente, pero unos diez años antes habían tenido un gran éxito con un caballo de carreras en San Francisco y San Diego, y se habían ganado una buena reputación con sus establos. Tenían caballos en pupilaje, sementales, caballos para doma y algunas veces caballos de carreras. Normalmente, había unos veinte empleados en el rancho. Los clientes acudían de todas partes, y los Culley estaban muy ocupados la mayor parte del año.

June no hizo conjeturas sobre lo que podía haber ocurrido. En el valle casi todo el mundo tenía armas, sobre todo si vivían en el campo y tenían que vérselas con la vida salvaje. Tal vez alguno de los trabajadores hubiera tenido un accidente, o tal vez, aunque menos probable, se hubiera producido un enfrentamiento que había terminado en un tiroteo.

Mientras iba hacia el establo, pensó en los Culley. Eran personas buenas y sencillas, felices y siempre dispuestas a echar una mano. También eran reservados, porque levantar un negocio como aquél requería un compromiso férreo. Los granjeros, rancheros, leñadores y gente por el estilo trabajaban desde el amanecer hasta el atardecer, dormían poco, trabajaban más. Era necesario tener un bueno socio, o un buen matrimonio, como el que tenían los Culley. June pensó que era una pena que no hubieran tenido hijos. Habrían sido unos magníficos padres.

Aunque eran las siete de la mañana, el sol no había superado todavía a los altísimos árboles de la finca, y la débil luz no había conseguido disipar la neblina que había en el patio delantero del rancho. El Range Rover de Tom estaba aparcado a unos cincuenta metros de la casa, y Tom estaba junto al vehículo, con el rifle apoyado en el hombro derecho. Había un barril volcado en el suelo y Daniel estaba tendido sobre él, con los pantalones por los muslos, y las nalgas, llenas de perdigonadas, enfriándosele al aire de la mañana.

–Daniel, ¿qué demonios...? –comenzó a preguntar June mientras salía de la ambulancia con el maletín en la mano.

–Esa vieja ha perdido la cabeza –dijo él.

–¿Esto te lo ha hecho Blythe?

–¿Conoces a alguna otra vieja loca por aquí?

–Bueno, yo...

«Lo primero», pensó June, «es que no son viejos». Blythe tenía unos cincuenta y cinco años, y Daniel quizá fuera un poco mayor. Era difícil de saber. Cuando habían ido a vivir a Grace Valley eran una pareja joven, y June no había tenido ocasión de tratarlos a ninguno de los dos. Además, ese asunto no le había provocado curiosidad hasta aquel momento. ¿Por qué iban a irse a otro pueblo para que atendieran sus necesidades médicas? ¿Acaso no confiaban en Elmer, su padre, cuando él era el médico del pueblo antes que ella? Siempre habían sido muy amables con él. Tal vez, al contrario que la mayoría de la gente de Grace Valley, no quería que los atendiera un médico que conocieran bien.

–¿Dónde está Blythe? –preguntó finalmente.

Tom señaló en dirección a la casa. June vio a Blythe, que estaba sentada en la mecedora del porche, con un arma en el regazo.

–¿Has hablado con ella? –le preguntó a Tom.

–A distancia. Parece que necesita un poco de tiempo para pensar.

–Si dejas pensar demasiado tiempo a esa mujer –dijo Daniel–, seguramente bajará aquí y me pondrá el cañón en la cabeza, que yo me tendría que haber mirado hace treinta años por meterme en este lío.

June le miró el trasero inflamado.

–Tengo que llevarte a la clínica, Daniel. Necesitamos antiséptico y vendas... y unas buenas pinzas. Pero te pondrás bien –dijo. Tosió ligeramente y añadió–: Tal vez con algunas cicatrices.

–Sólo hay un modo de que yo vaya a esa clínica, doctora, y es boca abajo.

–Eso lo entiendo. ¿Crees que podrás tumbarte en la camilla de la ambulancia?

–Puedo intentarlo.

–Mientras, creo que alguien debe ir a ver si podemos hacer algo por Blythe.

–¿Hacer algo por Blythe? –preguntó Daniel con incredulidad.

–¿Crees que debería detenerla? –preguntó Tom.

–¿Y qué haces normalmente cuando uno le dispara a otro? –dijo Daniel–. ¿Una juerga?

–Vamos, Daniel –dijo June con impaciencia–. Vamos a ver si podemos ponerte en pie para que subas a la ambulancia. No sé lo que has podido hacer para disgustar a Blythe hasta este punto, siendo una mujer tan buena.

–Eso demuestra lo poco que sabes –refunfuñó él.

Bajó del barril y se agarró los pantalones para que no se le bajaran más, y dando pasos pequeños, entre dolores, llegó a la parte trasera del vehículo con ayuda de June.

–Sé que Blythe es buena y amable –dijo June–. Intenta no manchar toda la ambulancia de sangre, Daniel. Acabamos de estrenarla –añadió. Él se detuvo en seco y la fulminó con la mirada–. Bueno...

June se encogió de hombros y continuaron caminando lentamente.

–No puedo imaginarme qué es lo que has hecho –repitió June.

–Exacto, no puedes –respondió él.

 

 

Tom caminó despacio hasta el porche. Con Daniel y June detrás de la ambulancia, se sentía un poco más confiado al acercarse a Blythe. Al mirarla desde más cerca, se dio cuenta de que estaba cansada y herida. Él sabía unas cuantas cosas sobre la discordia familiar. Seguramente habían discutido mucho últimamente. Aquello podía haber estado acalorándose durante días, tal vez semanas.

Blythe Culley no era exactamente guapa, pero tenía una cara redonda y unas mejillas sonrojadas que se encendían como la Navidad cuando sonreía. Sin embargo, en aquel momento no estaban en Navidad. Con la mediana edad había engordado unos cuantos kilos, y su pelo negro tenía algunos mechones grises. Normalmente, cuando no tenía unas ojeras negras y los ojos rojos, a Tom le parecía bonita.

–Has tenido una mañana estresante –le dijo él.

–Puede que me haya puesto de mal humor.

Tom arqueó las cejas. Tom Toopeek era de la Nación Cherokee, y había ido a vivir a California, desde Oklahoma, cuando era un niño pequeño. No se había criado en la reserva, pero sus padres, Philana y Lincoln, que todavía vivían en su familia, lo habían criado en las costumbres nativas. Para Tom era natural escuchar más que hablar, observar más que actuar. Parecía que el momento de actuar y hablar siempre llegaba antes de lo que esperaba.

–Creo que ya lo tenemos todo aclarado ahora –dijo, y una gran lágrima le recorrió la mejilla.

Tom subió lentamente los escalones del porche y le quitó el arma que tenía en el regazo. Comprobó que no tuviera más munición en la recámara, y apoyó el rifle en la barandilla, tras él.

–No, Blythe, no está aclarado. He hablado con Daniel.

–¿Y qué te ha dicho? –le preguntó con temor, como si temiera que todos sus secretos hubieran sido revelados en público.

–Cree que estás loca.

Rápidamente, el miedo se transformó en ira.

–Um. No me esperaba otra cosa.

–¿Vas a decirme por qué has disparado a tu marido en el trasero?

–Me ha dicho ciertas cosas que no debería haberme dicho.

–¿Como por ejemplo?

–No creo que debamos entrar en eso.

–Tal vez sí –replicó Tom–. Me gustaría saber qué puede decirle un hombre a una mujer para que ella le dispare. Daniel no bebe, así que sé que no ha vuelto borracho después de una juerga y se ha puesto a romper los muebles. No es un hombre violento. De hecho, yo diría que es delicado, aunque sea lo suficientemente fuerte como para sujetar a un semental durante el apareamiento. En mi opinión es uno de los mejores maridos de todo el valle... y yo diría que eres afortunada por tenerlo.

Blythe empezó a llorar en voz baja. Bajó la barbilla y su expresión se volvió de dolor.

–Muy bien –dijo–. He tenido suerte de que fuera mi marido. Y ahora, lo va a tener otra persona en mi lugar.

Con aquello, se levantó de la mecedora, entró en la casa y cerró de un portazo.

 

 

Tom no pudo dejar a Blythe sola porque no estaba seguro de cuál era su estado mental. Tal vez se hiciera daño a sí misma. Así pues, decidió llamar a Jerry Powell, el único psicólogo de toda la ciudad.

–¿Quiere hablar conmigo? –le preguntó Jerry.

–No importa, Jerry. O habla contigo, o me la llevo a la comisaría. Pásate por aquí.

Eso ocurrió en el rancho mientras, en la clínica, June le sacaba los perdigones del trasero a Daniel, y le preguntaba insistentemente qué había hecho para llevar a Blythe a aquellos extremos.

–Esa mujer se ha vuelto loca –decía él.

Uno de los trabajadores de Daniel fue a buscarlo en una furgoneta con un par de pacas de paja en la parte trasera. Daniel se tendió sobre ellas, y se marcharon.

Después, June tenía bastantes pacientes a los que atender, y muchos de ellos le preguntaron qué tal estaba Daniel. A media mañana se dio cuenta de que era demasiado tarde para tomarse su primera taza de café en la Cafetería Fuller, que estaba al otro lado de la calle. Normalmente, paraba allí antes de entrar en la clínica, a las siete de la mañana. Ya no podía seguir posponiendo la ingesta de cafeína y azúcar.

–Menuda mañanita, ¿eh, June? –le preguntó George Fuller en el mostrador–. Daniel Culley con unas perdigonadas en el trasero, y Chris Forrest de vuelta a casa, divorciado y todo. ¿Todavía te hace tilín, June?

–George, eso fue en el instituto. No seas tonto.

–¿Y por qué ha vuelto él a Grace Valley?

–Tal vez porque tiene familia aquí. O porque es un buen sitio en el que criar a unos adolescentes. O tal vez porque le gusta el sitio en el que se crió.

George sonrió tontamente.

–¿Y si es que quiere volver contigo?

–¡George, fue en el instituto!

–Me pregunto si sabrá lo malhumorada que te has vuelto con el paso de los años.

–Si te callaras y me dieras el café y la garra de oso, tal vez mejorara. Pero todas las mañanas tienes algo que decirme para que me ponga de mal humor.

–June, llevo dándote garras de oso y magdalenas diez años, y sigues estando tan delgada como en el instituto. ¿Crees que tienes un metabolismo muy activo?

–Probablemente.

George se dio una palmada en la barriga. Los botones de la camisa estaban a punto de reventar. Parecía que estaba embarazado de siete meses.

–¿Crees que el mío no funciona bien? –le preguntó él con una sonrisa.

–El metabolismo y varios otros mecanismos tuyos –respondió June mientras tomaba el café y el bollo.

Se dio la vuelta y él le dijo mientras se alejaba:

–No me voy a ofender. Yo también tendría malas pulgas si hubiera estado toda la mañana sacando perdigones del trasero de un ranchero viejo.

Hasta el momento aquélla había sido una mañana interesante, pensó. Se hubiera llevado el café y el bollo a la clínica, pero vio a Tom en la barra con otros dos del pueblo, así que fue a hablar con él.

–Hemos hecho una apuesta, doctora –le dijo Ray Gilmore al verla–. Yo digo que Blythe le puso treinta perdigones en el trasero a Dan, pero Sam dice que él le vendió a Dan ese rifle viejo y que sólo dispara nueve perdigones de una vez, y que no sirve para que nadie dispare cuatro veces seguidas en una diana tan pequeña como el trasero esmirriado de Dan. Sam dice que, como mucho, doce perdigones. ¿Quién paga el café?

–¿No tenéis otra cosa que hacer, chicos? –preguntó ella.

Sam y Ray se miraron, se encogieron de hombros y respondieron:

–No.

–Este pueblo –dijo ella mientras cabeceaba. Después miró a Tom–. ¿Qué has hecho con Blythe?

–Parece que se ha calmado –dijo él, lo cual no era demasiado específico.

–¿No te parece que son la última pareja de Grace Valley que pudiera tener una pelea como ésa? ¿Con un rifle?

–La última –dijo él.

–El matrimonio es un asunto delicado.

Tom, Sam Sussler y Ray, todos casados con mujeres de carácter, se limitaron a agitar la cabeza. Uno de ellos silbó, el otro se rió y el tercero murmuró:

–Dímelo a mí.

Aquel último era Sam, un hombre de setenta años atlético y lleno de energía, que acababa de casarse con una mujer de veintiséis, Justine.

–Bueno, June –dijo Ray–, debes de estar muy contenta, porque tu viejo amor ha vuelto a casa. Y soltero otra vez.

Iba a ser un día muy largo.

Capítulo 2

 

 

June, Tom Toopeek, Chris Forrest y Greg Silva habían crecido juntos. Eran muy amigos, confidentes, iguales. Nunca había parecido que a los chicos les preocupara que June fuera una chica hasta que llegaron a la pubertad, momento en el que ella se puso un poco distante porque tenía que tratar de asuntos privados. En vez de ser sensibles con ella, se subieron al enorme árbol que había junto a su ventana para intentar ver algo femenino. Chris se cayó y se rompió el brazo. Elmer le puso más escayola de la necesaria, y Chris caminó con una escora a estribor durante seis semanas.

Cuando terminaron el instituto, Chris y June eran pareja. Llevaban siéndolo durante toda la escuela. Él era quarterback, y ella era animadora. Había otra animadora, Nancy Cruise, que perseguía a Chris sin descanso, pese al hecho de que él ya tuviera otra novia. Chris, que sólo era un muchacho, demostró ser débil. Algunas veces se preguntaba si debería estar atado a una sola persona cuando todavía era tan joven. Y en aquellos momentos de debilidad, siempre iba en la misma dirección: hacia Nancy Cruise. Durante aquellos breves periodos de victoria, Nancy se regodeaba. Después, Chris le rogaba a June que volviera con él y le prometía que nunca más iba a ser infiel, y Nancy hacía todo lo posible para que rompieran. Fue un tira y afloja de cuatro años. June estuvo más tiempo con él, pero Nancy siempre fue una verdadera amenaza.

Si Nancy era difícil, su madre era insoportable. Era una mujer dominante y autoritaria de presencia temida en el pueblo. Era presidenta de todos los comités, incluido el de la Asociación de Padres y Alumnos, durante tres años seguidos. Además era muy peligrosa. El daño que Nancy intentara hacerle a la pobre June, la señora Cruise lo multiplicaba por dos.

Para June, el triángulo amoroso entre Chris, Nancy y ella fue el único defecto que tuvo su paso por el instituto. Aparte de eso, fue una época feliz. En realidad, debería haber dejado a Chris después del primer engaño, pero como la mayoría de las chicas, no quería estar sola, y no le gustaba nadie aparte de Chris. Además, después de muchas negociaciones, de ruegos por parte de él y de remoloneos por parte de ella, June le entregó su virginidad. Desde aquel momento hasta la graduación, Chris no volvió a serle infiel. Al menos, que June supiera.

Había una cosa en la que Chris y ella no eran compatibles en absoluto, y se trataba de los estudios. A June le encantaba estudiar, y parecía que sacar tan buenas notas no le costaba ningún esfuerzo. Chris era inquieto, se aburría fácilmente y tenía que luchar por mantener la concentración. Ella se graduó con honores, y él estuvo a punto de no conseguirlo. Cuando llegó el momento de ir a la universidad, aquella diferencia tuvo mucha importancia en su ruptura. June consiguió becas y fue a Berkeley, mientras que los padres de Chris tuvieron suerte al poder apuntarlo en la escuela universitaria del pueblo.

Durante una temporada se escribieron largas cartas de amor, disfrutaron de fines de semana apasionados, hicieron planes para las vacaciones de la universidad y fantasearon con el matrimonio. Después de las Navidades del primer curso, June decidió cambiar sus asignaturas de enfermería por las de medicina. El nuevo programa era incluso más difícil que el anterior, y los estudios empezaron a parecerle agotadores. No iba a casa tantos fines de semana, y las cartas de amor se convirtieron en notas breves. El cambio ocurrió de la noche a la mañana. La madre de June, Marilyn, la llamó por teléfono a la residencia para decirle que Chris había dejado la escuela, que se había escapado para alistarse al ejército y que se había ido con Nancy Cruise. Se habían fugado juntos.

A ella no le dio una sola explicación, ni se despidió, ni le dijo que lo sentía.

Seis meses después, cuando Chris tuvo su primer permiso, la señora Cruise dio una gran fiesta en honor a la pareja e invitó a todo el pueblo, incluida June. Tuvo todo el sabor de un buen regodeo.

June se quedó hundida, destrozada. Sin embargo, también se enfadó. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que Chris llevaba cuatro años alternándola con Nancy, y de que el hecho de que hubiera estado más tiempo con ella no era más que un triste consuelo. Si los tres hubieran seguido viviendo en la misma ciudad, seguramente todo habría continuado igual. June estaba mejor sin Chris, y le alivió que Nancy y él se marcharan a vivir a otro sitio. June siguió estudiando medicina. Berkeley le parecía mucho mejor sitio que Grace Valley en aquel momento de su vida, y agradeció el hecho de poder concentrarse en los estudios. Apenas pensaba en Chris, y cuando lo hacía, esperaba que no fuera feliz.

Y ahora, June estaba sentada en su escritorio, mirando el cuadro de un paciente, pero sin verlo. Aquello sólo le ocurría cuando se enteraba de que Chris estaba de visita en el pueblo, cuando pensaba en que podía encontrárselo. La maldición que padecía era que lo suyo no había tenido un final. Él ni siquiera se había molestado en romper con ella antes de casarse.

Pero las cosas eran distintas en aquella ocasión. Chris estaba soltero.

June no se arrepentía de cómo había ido su vida sin Chris, después de que hubiera superado el dolor de aquel abandono. Había tenido un par de relaciones desde entonces. Ella no era una monja. Y, a los treinta y siete años, todavía le quedaba tiempo para tener una relación larga e incluso fructífera.

Recordando aquella llamada de teléfono de su madre...

Sufriendo las bromas de los hombres del pueblo acerca de que su antiguo amor había vuelto para recuperarla...

Pensando en que nunca había sabido por qué...

–Lo que necesito es distraerme –dijo en voz alta–. No puedo seguir pensando en el pasado. En tonterías.

Pasó las páginas del historial, miró el reloj y se preguntó qué estaría haciendo de comer su tía Myrna.

Entonces la puerta de su oficina se abrió de repente, y apareció su enfermera, Charlotte. June se sobresaltó como hacía varias veces al día, porque Charlotte nunca llamaba a la puerta.

–Disculpa –dijo Charlotte–. Ha llamado el doctor Hudson para preguntar si sigue invitado a cenar esta noche.

June suspiró.

–Bueno, ya le he dicho que quedábamos a las seis. Recuérdaselo por mí, por favor.

Comenzó a escribir una nota en el margen de los resultados de unos análisis. No hubo ningún movimiento ni ningún sonido de la puerta. June alzó la vista. Parecía que Charlotte se había quedado petrificada; tenía los ojos y la boca muy abiertos, y había palidecido. Comenzó a llevarse el brazo hacia el pecho cuando cayó al suelo como fulminada.

–¡Charlotte!

June fue la primera que llegó a su lado, pero John Stone y la recepcionista, Jessie, también estuvieron a su lado en un segundo. June le puso el estetoscopio en el pecho. Nada. Puso las yemas de los dedos en las arterias carótidas, a cada lado del cuello de Charlotte.

–Jessie –dijo John–, ve a buscar el carro de paradas. Montaremos el electrocardiógrafo y el desfibrilador aquí en el pasillo. Después llama a la policía. Necesitaremos un conductor y un escolta para ir al Hospital del Valle. June, empieza el masaje. Yo la intubaré.

June comenzó a comprimir el pecho de su enfermera, contando en alto.

–Uno, dos, tres, cuatro...

Jessie llevó el carro rápidamente y John se arrodilló junto a los hombros de Charlotte, la intubó y comenzó a apretar la bolsa.

June interrumpió el masaje cardíaco para abrirle el uniforme blanco a Charlotte y ponerle los electrodos en el pecho.

–Jessie, después de llamar a la policía, llama a mi padre y a Bud Burnham –dijo, y la chica echó a correr de nuevo por el pasillo–. Esos malditos cigarrillos –murmuró June.

–Date prisa –dijo John.

El electrocardiógrafo era viejo. Lento. June esperó con angustia la primera línea.

–No tiene ritmo sinusal –dijo June. Tomó las palas, las impregnó de gel, las posó en el cuerpo de Charlotte y gritó–: ¡Fuera!

Jon levantó las manos de la bolsa. La sacudida eléctrica hizo que Charlotte se levantara del suelo. No hubo ningún cambio. June aumentó el voltaje y volvió a colocar las palas.

–¡Vamos, Charlotte! ¡Fuera!

Miró la cinta del electrocardiógrafo. Nada.

–Tengo preparada la lidocaína –dijo John.

June se apartó mientras John le ponía la inyección en el pecho a Charlotte. En cuanto terminó, June aumentó nuevamente el voltaje y volvió a poner las palas en el pecho de la enfermera.

–Tiene ritmo sinusal –dijo con alivio.

–Buena chica –dijo John–. Cabezota. Ponle una vía. Voy a ponerle Lasix y betabloqueante. ¿Tiene historial?

–Jessie lo encontrará. John, mi padre se va a disgustar mucho. Charlotte ha sido su enfermera durante más de treinta años.

–Todos nos vamos a disgustar, June –dijo él. Aunque John sólo llevaba unos meses trabajando en la clínica, ya le había tomado afecto a la gruñona, aunque muy eficaz, enfermera–. Voy a traer la ambulancia hasta la puerta y sacaré la camilla, si crees que puedes controlar esto.

–Vete. Cuanto antes lleguemos al hospital, mejor.

John salió corriendo hacia la puerta trasera, y June, arrodillada junto a Charlotte, comenzó a acariciarle la frente.

–Cuando he dicho que necesitaba distraerme, no me refería a nada tan dramático como esto.

 

 

June y Elmer pasaron toda la tarde en el Hospital del Valle con la familia Burhham. Charlotte había recuperado el conocimiento y aguantaba, aunque había tenido un infarto de miocardio y todavía tenían que saber cuáles eran los daños reales. Lo mejor que podía ocurrir era que Charlotte se recuperara, pero que no volviera a ser la misma. Y eso significaba que no podría seguir trabajando.

–Siempre dijo que era lo mejor de su vida –les contó su hijo, Archie, a June y a Elmer.

June lo tomó de la mano.

–A nosotros siempre nos dijo que haber criado a sus hijos fue lo mejor.

–Ahora tendrá más tiempo para los nietos –dijo Elmer.

–Va a salir de ésta, ¿verdad, Elmer? –preguntó Bud, su marido–. Sé que tendrá que cuidarse, pero va a salir, ¿verdad? –preguntó otra vez, mirando a Elmer y después a June.

–Bud, no sabemos mucho todavía –dijo June–. Ha tenido un infarto grave. Pero la medicina es asombrosa, y lo que podría haberla matado hace diez años, tal vez ahora no sea más que un revés. Lo bueno es que sucedió en el trabajo, y tuvo atención y medicación inmediatamente. Eso ayuda en la recuperación.

–No sé cómo voy a poder darle las gracias –dijo él.

–¡Ni lo menciones! –dijo June–. ¿Acaso no habría estado ahí Charlotte para ayudarnos a cualquiera de nosotros? ¿Como ha estado cientos de veces?

Cuando Elmer y June salieron del hospital, ella le preguntó a su padre:

–¿Y qué hacemos con el puesto de enfermera?

–Llamar al colegio de enfermería. Ellos nos mandarán a alguien.

–Eso ya lo sé. Me refiero en el futuro. Los dos sabemos que Charlotte no puede volver a trabajar.

–Yo no lo asumiría tan rápidamente. Siempre ha tenido muchas agallas.

June pensó que en aquella ocasión iba a hacer falta algo más que agallas.

John estaba de guardia y tenía la ambulancia aquella noche, así que Elmer llevó a June a Grace Valley en su coche. De camino, June llamó a John y lo puso al corriente del estado de Charlotte. Después, en vez de ir a cenar a casa de June, fueron a tomar carne asada a la cafetería. Sadie, que había estado esperando pacientemente en la clínica, los acompañó. George siempre tenía comida para perros a mano.

Charlotte era, tanto como Elmer, alguien que estaba en el centro de todo el pueblo. Llevaba cuarenta años trabajando de enfermera, y apenas se había tomado tiempo de maternidad para tener a sus hijos, y había tenido seis. Casi todos los habitantes del valle se habían cruzado alguna vez con la enfermera, y todos sabían ya la noticia de su paro cardíaco. Los clientes de la cafetería quisieron saber cómo estaba.

Cuando June y Sadie llegaron a casa eran más de las diez... y la luz del porche estaba encendida.

June sabía que no se la había dejado encendida por un despiste. Además, también había luz dentro de la casa. Eso hizo que sonriera.

Había conocido a su hombre secreto la primavera anterior. Jim Post era un agente de la Agencia Antidroga y estaba trabajando de incógnito en Trinity Alps, infiltrado en una granja de marihuana. Uno de los cultivadores había recibido un balazo, y Jim lo había llevado a la clínica de June; a punta de pistola, ella había tenido que sacarle la bala al hombre y que curarlo. Muy poco después había empezado una aventura con el agente, aunque no habían hecho falta pistolas. Ella se había enamorado de él. Era un hombre guapo y fuerte.

El único inconveniente era que Jim seguía trabajando de incógnito para la Agencia Antidroga. Por su seguridad, y por la de June, nadie podía saber nada de él. Tener un amante secreto era a la vez gratificante... y solitario.

Entró sigilosamente en casa. Atravesó de puntillas el salón y la cocina, hacia la luz, hacia el dormitorio. Él estaba sentado en la butaca del rincón, con los pies en la otomana, tapado con la manta de los pies de la cama y con un libro boca abajo sobre el pecho.

Se había dejado crecer la barba desde la última vez que ella lo había visto. Una barba muy bonita de color castaño claro. Sin embargo, tenía el pelo más corto. Y no estaba tan moreno, porque llevaba dos meses trabajando en una oficina, y el verano estaba terminándose. A aquellas horas, ya de noche, hacía frío.

Vaya agente secreto, pensó June con una sonrisa. Ni siquiera se movió mientras Sadie y ella lo observaban. June se acercó, se arrodilló junto a la butaca, le quitó con cuidado el libro del pecho y apoyó allí la cabeza. Él la rodeó lentamente con los brazos.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó June–. Ya sabes que es la noche de la carne asada.

–No parecía que hubiera ningún asado. He esperado hasta las nueve, y entonces pensé que si Elmer venía a casa contigo, sabrías que yo estaba aquí por la luz del porche.

–Estamos a mitad de semana. Esto no son unas vacaciones, ¿verdad?

–No. Son buenas y malas noticias.

–Odio esas cosas.

–Tengo un par de días libres.

–¿Eso son las malas noticias?

–No. Las malas es que me mandan a las Ozarks... dado que tengo mucha experiencia en las montañas.

Ella se quedó callada un momento.

–Eso está muy lejos.

–Ya lo sé.

–¿Y no podías esperar hasta mañana para decírmelo?

–No podía hacerte eso –respondió Jim–. Esta relación no tiene demasiadas ventajas. Por lo menos, tienes que saber la verdad.

Ella sonrió contra su pecho, pero no permitió que él lo viera. A decir verdad, lo necesitaba en aquel momento. Y no esperaba en absoluto que fuera a aparecer para darle ningún tipo de consuelo, y menos del mejor.

–¿Y por qué no ha habido carne asada esta noche? –preguntó él–. ¿Muchos pacientes?

–Hemos tenido una urgencia. Mi enfermera, Charlotte, ha tenido un infarto. Uno grave. Casi la perdemos.

–¿Quieres decir que la has salvado?

–La hemos salvado John y yo, por los pelos. No está muy bien.

–Eso significa que no puedes escaparte un par de días...

–Si nos hubiéramos conocido cuando éramos mucho más jóvenes –le dijo ella–, ¿habrías elegido otro trabajo?

–¿Y tú?

–Habrías sido un marido terrible.

–Pero tú habrías sido una esposa sensacional.

–Conmigo no funcionan los halagos –dijo ella, preguntándose si él notaría que estaba sonriendo otra vez contra su pecho. Demonios, todo su cuerpo sonreía.

–Si no puedes escaparte un par de días, ¿podrías por lo menos quitarte toda la ropa?

–Bueno –dijo June con un suspiro–, supongo que como te vas a ir a la guerra otra vez, es lo menos que puedo hacer.

Él la estrechó entre sus brazos.

–Tengo otra noticia. Seguramente, esto debería decírtelo por la mañana, pero no me gusta ocultarte cosas.

–¿Qué es?

–No sé si es buena o mala. Tú eres quien tendrá que decidirlo.

–Bueno, ¿qué es?

–Después del siguiente trabajo, me van a ofrecer la oportunidad de retirarme anticipadamente con todos los beneficios.

Ella lo miró a los ojos, con la boca ligeramente abierta. ¿Significaba eso que su siguiente trabajo era demasiado peligroso? ¿Que le llevaría mucho tiempo? ¿Que no iban a verse durante meses? Él había dicho que se lo iban a ofrecer... ¿Acaso iba a decir que no? ¿O diría que sí, y aparecería en la puerta de casa para quedarse para siempre?

En aquella frase tan sencilla había demasiados interrogantes, pero June no tenía intención de quedarse toda la noche hablando. Quería quedarse despierta toda la noche, pero no hablando.

–No charlemos más ahora –dijo. Se mordió el labio y añadió–: No quiero perder un tiempo tan precioso.

Capítulo 3

 

 

A mitad de la noche June se levantó, tomó una prenda del suelo, a oscuras, y salió silenciosamente del dormitorio. ¿Cómo podía un amante tan fuerte y tan maravilloso, y tan pendiente de todos sus deseos, roncar?

Resultó que había recogido del suelo la camiseta de Jim. Se la puso. Le llegaba por las rodillas y se le resbalaba de los hombros, pero se la ciñó con un abrazo e inhaló su olor. Iba a tenerlo durante más de un día, y después él se marcharía otra vez. Sin embargo, en un futuro no muy lejano, volvería. Para siempre. ¿Para siempre?

Oyó un ronquido desde la habitación, pero en vez de hacer un gesto de desagrado, sonrió secretamente. Vegetaciones. Habría que extirpárselas.

A Sadie le gustaba tanto tener un hombre en la casa, que ni siquiera había seguido a June, cosa que hacía siempre a menos que le dijeran lo contrario. Sin embargo, incluso con aquellos ronquidos espantosos, Sadie estaba contenta en el suelo, junto a la cama.

Jim tenía cuarenta años y nunca había estado casado. Ella tenía treinta y siete y tampoco. Habían pasado tan poco tiempo juntos que había cientos de cosas de las que no habían hablado. ¿Y si él aceptaba aquel retiro anticipado, iba a vivir a Grace Valley y después descubrían que no eran compatibles?

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, frente a su tocadiscos de veinte años. Miró sus discos de vinilo. Sus gustos musicales siempre habían sido raros; le gustaban cosas que hubieran sido más lógicas en su padre. Puso un disco de Perry Como, muy bajo, y escuchó su voz, como el terciopelo, diciéndole que debería hacer feliz a alguien...

Perry Como, Andy Williams, Nat King Cole, Mel Torme, Johnny Mathis. Todos eran como navegar por un lago en un bote, meciéndose...

Oyó el tintineo del collar de Sadie y sintió que la perra se tendía a su lado, pero Jim se acercó silenciosamente y se sentó detrás, con sus piernas largas a ambos lados de las suyas. La abrazó y le besó la nuca.

–Hay una cosa que llevo tiempo queriendo decirte –comentó June–. Pero sólo si crees que quieres un futuro conmigo. No es que yo acepte, pero sólo quiero saber cuáles son tus expectativas.

–Me gustas para siempre –dijo él.

–¿De veras lo piensas?

–Hasta ahora sí. Pero estoy seguro de que podrías encontrar algo mejor si te dedicaras a ello.

–¿Si me dedicara a conseguir un hombre?

–No importa. En qué estaría yo pensando.

–Está bien, lo que quería decirte es esto: estoy bastante segura de que no puedo tener hijos. ¿Qué piensas de eso?

June notó que él se erguía un poco, que se separaba ligeramente.

–Ah –dijo–. ¿No tenías pensado tener hijos?

–June, no somos niños. Yo no creía que tú estuvieras interesada. Después de todo, estás bastante ocupada. Tienes que cuidar a todo el pueblo.

–Estoy interesada –replicó ella–. Pero creo que no puedo.

–¿Y por qué?

–Las últimas veces que estuviste aquí, se me olvidó ponerme el diafragma, pero no ocurrió nada. Y si soy sincera conmigo misma, tengo que reconocer que siempre he sido descuidada con los métodos anticonceptivos –dijo. Giró la cabeza y lo miró–. Es curioso siendo doctora, ¿eh? Es algo con lo que siempre martirizo a mis pacientes.

–Si crees eso, ¿por qué te acordaste de ponerte el diafragma ayer?

–Por si estoy equivocada. Aunque sí he querido tener un hijo.

–Si quieres tener un...

–Oh, ¡yo no te haría algo semejante! No se lo haría a ningún hombre. Si decidiera tener un hijo de verdad, recurriría a un donante anónimo.

Frank Sinatra comenzó a cantar New York, New York.

–Las mujeres tenéis cosas muy raras –comentó él–. Hasta en la música.

–¿Y tú quieres tener hijos? –preguntó ella.

Jim se rió suavemente.

–Soy muy flexible.

–Bueno, entonces, ¿cuándo estarías dispuesto a operarte las vegetaciones?

 

 

Por la mañana, sin haber dormido demasiado, June se duchó, se vistió y le dio un beso a su agente secreto.

–Me gusta besarte por las mañanas –le dijo.

–Oh, no pasará mucho tiempo antes de que empieces a quejarte de que no tengo el desayuno listo a tiempo.

–Tengo que ir al hospital un par de veces hoy, porque Charlotte está allí, pero se me ha ocurrido una idea. Después de que hayas pasado una mañana ociosa, ¿por qué no vas a Westport? Allí hay una pequeña pensión cerca del mar. Está cerca de un restaurante mediocre y se oyen las olas. Podríamos pasar allí la noche. Está bastante cerca del hospital.

–¿Puedes hacer eso?

–Sí. Si miento.

–Ah, entiendo.

–Bueno, es culpa tuya. Por tu trabajo.

–No por mucho tiempo más.

Él todavía no le había dicho cuánto tiempo, ni tampoco le había dado ningún detalle sobre su siguiente misión ni sobre su retiro anticipado. June se había salido con la suya y habían hecho otras cosas que no eran hablar.

–Tal vez puedas explicármelo esta noche, mientras escuchamos el sonido de las olas. Así no tendrás que seguir siendo invisible metido aquí, en casa.

–Buena idea. Pregunta por el doctor Muñón.

–¿Y no se te ocurre otro apellido? Ése es bastante feo.

–Voy a decir que soy traumatólogo. ¿Qué te parece?

June le acarició la barba, ignorando su tosquedad.

–Esta barba es interesante. ¿Vas a dejártela mucho tiempo?

–Voy a llevármela a las Ozarks. Seguramente me la afeitaré allí. ¿Por qué?

–Te esconde la cara. Te hace muy misterioso.

–Esconde las cicatrices. ¿Te acuerdas?

–Demasiado bien.

En la misión de Trinity Alps, durante la redada del campo de cultivo de marihuana, Jim había tenido que salir huyendo para salvar la vida. Se había caído por una ladera pronunciada y rocosa, y se había chocado con un árbol de corteza afilada antes de aterrizar en el asfalto de la carretera. Se había hecho unas raspaduras tremendas en un lado de la cara.

Sin saber si estaba bien o no, June se había pasado toda la noche en la clínica, atendiendo a los policías y a los delincuentes que habían sido detenidos, todos ellos heridos durante la redada. Después había vuelto a casa y se había encontrado a Jim esperándola, lleno de hematomas y sangrando.

En aquel momento, le hubiera gusta ver qué tal se había curado.

 

 

June no se sorprendió al ver el coche de Elmer en el aparcamiento del hospital. Tuvo que pasar a través del grupo que habían formado cuatro de los seis hijos de Charlotte alrededor de uno de los ceniceros que había a la salida del edificio. Sadie la acompañó hasta el mostrador de información, y allí, una mujer mayor con una bata rosa de voluntaria se ofreció a cuidársela. June encontró a los otros dos hijos de Charlotte esperando en la sala de espera de la UCI. En las ciudades pequeñas, los hospitales estaban acostumbrados a tener a toda la familia junto al paciente, y a que se negaran a marcharse hasta que su ser querido salía también.

June miró a Charlotte y pensó que era posible que tuvieran que marcharse sin ella. Estaba de color gris, del color de la muerte, y aunque tenía los ojos abiertos, había muy poca vida en ellos. Estaba conectada a muchos tubos.

Elmer estaba sentado a su lado, y Bud estaba de pie, al otro. June pasó por el mostrador de las enfermeras y pidió que le mostraran los registros de Charlotte. Revisó la última cinta del electrocardiógrafo, las medicinas que le había recetado el cardiólogo y las órdenes de los médicos para aquel día. Lo único que hubiera querido leer no estaba allí. ¿Iba a sobrevivir Charlotte a aquello?

Mientras June leía el informe, la enfermera echó a Bud y a Elmer.

–Muy bien, caballeros, ya es la hora. Charlotte necesita echar una siestecita. Podrán visitarla de nuevo dentro de una hora.

El personal de cuidados intensivos era muy estricto en cuanto a los límites de la duración de las visitas; sin embargo, a June no la echaron. Se acercó a la cama con el cuadro en la mano, y le acarició la mano a Charlotte. La enferma tenía la piel pegajosa. June se la apretó suavemente. Charlotte tenía una traqueotomía y oxígeno, así que no podía hablar, pero miró a June a los ojos y formó unas palabras con los labios.

–Gracias, doctora.

Doctora. A June se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Te vas a poner bien, Charlotte. Eres muy fuerte.

Charlotte asintió, pero no con mucha convicción. Cerró los ojos.

June encontró a su padre en la sala de espera, charlando con uno de los Burnham.

–Papá, ¿tienes un segundo?