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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.

A la orilla del río, Nº 119 - febrero 2017

Título original: Down by the River

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Sonia Figueroa Martínez

 

Editor responsable: Luis Pugni

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9776-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

La doctora June Hudson despertó cuando empezó a sonar el teléfono. Aún estaba oscuro, pero cuando le echó un vistazo al despertador y vio que ya eran las seis y cuarto de la mañana, se dio cuenta de que se había dormido. Agarró el teléfono inalámbrico, y se limitó a decir:

–June Hudson.

–¿Quién era ese hombre?

Al oír la pregunta de su tía Myrna miró por encima del hombro a Jim, el hombre en cuestión, que en ese momento dio un enorme bostezo y empezó a rascarse el pecho; al parecer, no había sido un mero sueño y realmente estaba allí, junto a ella, en carne y hueso, después de una larga ausencia.

Su tía de ochenta y cuatro años no era la única que no estaba enterada de la existencia de su amante secreto. Sólo lo sabían un par de personas en todo el pueblo, así que iba a tener que dar muchas explicaciones.

–Se llama Jim, tía Myrna, y en cuanto pueda le llevaré para presentártelo... esta misma mañana, si puedo. Te prometo que te va a gustar.

–¿De dónde es?, ¿a qué se dedica?

Eso era algo que ni ella misma sabía con certeza, pero se limitó a contestar:

–Ya hablaremos con calma más tarde. Son demasiados detalles, y tengo que arreglarme para ir a trabajar. Hasta luego.

Después de colgar y de volver a poner el teléfono en la mesita de noche, se volvió hacia Jim. Sacudió la cabeza y soltó un pequeño suspiro de resignación ante la actitud de su tía, pero no pudo evitar sonreír; al oír que el teléfono sonaba de nuevo, comentó:

–No estoy de guardia, que salte el contestador.

–¿Demasiados detalles? –le dijo él, en tono de broma.

–Sí, y seguro que tenemos que inventárnoslos todos –salió desnuda de la cama con toda naturalidad, y añadió–: Voy a ducharme, ¿podrías escuchar los mensajes? Si alguien llama por alguna emergencia, tráeme el teléfono.

En ese momento oyó la voz de su padre procedente de la cocina, y se apresuró a agarrar la sábana para taparse. Elmer Hudson era una de las pocas personas que sabían lo que pasaba, pero no estaba al corriente de todo.

–Esta vez sí que has montado un buen alboroto, June –su padre soltó una de sus características y sonoras carcajadas antes de añadir–: Me parece que hoy voy a ir a desayunar a la cafetería, por si pasa algo interesante.

–Tu padre es todo un personaje, ¿verdad? –comentó Jim.

–Sí, es para partirse de risa con él. Anda, a ver si se te ocurre una buena historia mientras me ducho.

Mientras esperaba a que el agua de la ducha saliera caliente, se miró en el espejo y se dio cuenta de que su cintura estaba desapareciendo a pasos agigantados. Un año atrás era la doctora de treinta y siete años del pueblo, soltera y sin ningún ligue potencial a la vista; seis meses atrás tenía un ligue, pero estaba casi segura de que jamás llegaría a tener hijos; varios meses atrás, el ligue se había convertido en algo mucho más serio, y se habían pronunciado palabras de amor junto con agónicas despedidas; dos semanas atrás aún tenía el vientre bastante plano, pero en cuanto se había dado cuenta de que estaba embarazada de cuatro meses, la ropa había empezado a quedarle un poco ajustada. Pero daba la impresión de que el embarazo había madurado de golpe en cuanto Jim había vuelto a casa de forma definitiva, en cuanto había regresado a su lado, porque en ese momento tenía una barriguita incipiente.

Él había aparecido de improviso la noche anterior, cuando el baile de clausura de la fiesta de la cosecha que se había celebrado durante el fin de semana estaba llegando a su fin. El baile y el pueblo entero habían desaparecido en ese momento, sólo existían ellos dos mientras se abrazaban, se acariciaban y se besaban, y se habían marchado a toda prisa sin perder el tiempo en presentaciones. Qué ingenuidad... lejos de desaparecer, el pueblo los había observado con ávido interés.

Al oír que el teléfono sonaba de nuevo, se dio cuenta de que todos iban a llamarla esa misma mañana para pedirle explicaciones; de hecho, quizá debería dar gracias de que hubieran esperado en vez de empezar con el interrogatorio la noche anterior.

La pura verdad, la que no iban a contarle a nadie, era que había conocido a Jim la primavera pasada, cuando él había irrumpido en su clínica a altas horas de la noche con un hombre herido, y le había exigido a punta de pistola que extrajera la bala que su acompañante tenía en el hombro; fuera por lo que fuese, quizá por pura intuición, no había creído en ningún momento que aquel hombre apuesto y corpulento de brillantes ojos azules pudiera ser un criminal, a pesar de que tenía toda la pinta de serlo.

Poco después, cuando ya estaba enamorándose de él como una loca, Jim le había confesado que en realidad era un agente de la DEA, la agencia antidroga de Estados Unidos, y que estaba infiltrado en una plantación de cannabis oculta en las montañas que estaban a punto de desmantelar. Después de la redada, le habían asignado la que iba a ser su última misión tras una carrera impecable en las fuerzas de seguridad, pero ninguno de los dos sabía en aquel entonces que ya estaban esperando un hijo.

Ella se había criado con su padre, y le había sucedido como médico de aquella pequeña localidad. Siempre estaba pendiente de la salud y el bienestar de los demás, pero no se había dado cuenta de lo que pasaba a pesar de las náuseas, el cansancio, y las lloreras que había experimentado por primera vez en su vida; de hecho, para cuando le había descrito sus síntomas a John Stone, su socio y colega, el embarazo ya estaba bastante avanzado.

Después de salir de la ducha, agarró una toalla y fue secándose mientras regresaba al dormitorio. Tenía el pelo suelto, y los rizos le caían sobre los hombros chorreando agua; después de envolverse el cuerpo con la toalla, comentó:

–¿Te acuerdas de que, justo antes de que te marcharas para esa última misión, te dije que estaba casi convencida de que no podía tener hijos?

–Sí, aunque está claro que estabas bastante equivocada –Jim estaba sentado en la cama con la sábana hasta la cintura, y tenía una taza de café en la mano.

Sadie, la collie de June, estaba tumbada a sus pies a pesar de que tenía prohibido subirse a los muebles, y al oírla entrar alzó la cabeza y la miró con aires de reina.

–Para entonces ya estaba embarazada, aunque me di cuenta hace poco.

–Para ser médico, prestas muy poca atención a los detalles, ¿verdad?

–Sí que presto atención, pero cuando se trata de los demás. ¿Has preparado café?

–Sí, y también he sacado a Sadie a hacer un pis y le he dado de comer.

–Vaya, a lo mejor resulta que eres bastante útil. No te acomodes demasiado, tienes que venir al pueblo conmigo para que te presente a unas personas. No podemos perder tiempo.

–¿Por qué?

June abrió poco a poco la toalla para dejar al descubierto la protuberancia que en escasos meses estaría berreando y reclamando su comida, y él recorrió las nuevas curvas de su cuerpo con una mirada cálida y acariciante.

–Ya es hora de que conozcas a mi familia y a mis amigos, Jim.

–Quizá deberías tomarte el día libre... podríamos ir a Reno o al lago Tahoe, y casarnos.

Ella sintió que se ruborizaba de golpe. ¿Quería casarse con ella así, sin más? Lo único que sabía de aquel hombre era que estaba locamente enamorada de él y que roncaba, pero seguía siendo un misterio en muchos aspectos, y no estaba dispuesta a casarse con él sin saber antes algunos detalles más; aun así, no podía rechazar de plano su caballerosa propuesta, porque no quería empezar aquella relación con mal pie, así que se inclinó hacia él y le dio un besito antes de decir:

–Es demasiado tarde para andarse con remilgos, Jim. ¿Cómo vamos a describir nuestro... noviazgo?

Él le acarició la mejilla con el nudillo del índice antes de contestar.

–Sé por experiencia que, cuantas menos mentiras se digan, más fácil es mantener la tapadera. A ver qué te parece esto: trabajaba como agente de policía en el este, pero lo dejé y decidí venirme a vivir al oeste. Te conocí a principios de primavera, cuando estaba por la zona y tuve que llevar a tu clínica a un amigo mío que había sufrido un pequeño accidente.

–¡Él era un criminal, cultivaba droga!

–Sí, pero éramos amigos... bueno, eso creía él.

–Ya veo –se sentó en la cama con las piernas encogidas, como una niña a la espera de seguir oyendo un cuento.

En ese momento el teléfono empezó a sonar de nuevo, y se limitaron a esperar en silencio. Cuando saltó el contestador, oyeron la voz del doctor John Stone:

–Hola, June. Llamo para preguntarte si piensas tomarte el día libre, o por lo menos la mañana. Yo puedo encargarme de la clínica si tú estás... ocupada haciendo otras cosas. Je, je, je...

–Qué listillo –masculló, para sí misma. Se volvió de nuevo hacia Jim, y le dijo–: ¿Se puede saber qué puesto desempeñaba en las fuerzas de seguridad, señor Post?

–Digamos que en veinte años me ha dado tiempo de hacer un poco de todo, pero en los últimos años, he hecho más trabajo burocrático que otra cosa.

–¿Es eso verdad?

–Por desgracia, sí.

–¿Qué se supone que estabas haciendo en esta zona?

–Buscando un sitio donde vivir; de hecho, Grace Valley habría tenido muchas posibilidades aunque no me hubiera enamorado de la doctora de este pueblo.

–La verdad es que se te da muy bien inventarte historias –comentó, impresionada.

Jim se inclinó hacia ella antes de contestar.

–Soy un profesional... mejor dicho, lo era.

–¿Cómo voy a saber cuándo estás mintiéndome?

Él deslizó la mano bajo su pelo mojado hasta posarla en su nuca, la instó a que se acercara, y la besó con ternura antes de decir:

–Por alguna razón que no sabría explicar, siempre has sabido ver la verdad sobre mí. La única persona capaz de hacerlo además de ti es mi hermana Annie –esbozó una sonrisa antes de añadir–: Aunque por ella no siento lo mismo que por ti.

–Qué alivio –comentó, antes de salir de la cama–. Dúchate si quieres, pero date prisa. Hay que ponerse en marcha antes de que el pueblo tenga más tiempo para regodearse con todo esto.

 

 

Fueron al pueblo en la camioneta de June. Como Sadie solía ir en el asiento del copiloto y June se negó a plantearse siquiera ponerla en el asiento trasero, la perra acabó yendo apretujada entre los dos. June llamó a John por el móvil durante el trayecto, y le dijo:

–Sólo quería que supieras que voy camino del pueblo, y que viene conmigo mi... mi... que Jim viene conmigo para que todo el mundo pueda echarle un buen vistazo y darle el visto bueno.

–Por favor, June, el hombre al que elijas no es incumbencia nuestra –le dijo él, fingiendo estar muy dolido.

Ella no pudo evitar echarse a reír, y comentó:

–Qué más quisiera yo.

Aminoró la velocidad al doblar una curva, y vio a escasa distancia una furgoneta parada a un lado de la carretera. Era un vehículo viejo al que le faltaba la rueda izquierda trasera, y estaba cargado hasta los topes con fardos, cajas, y un par de colchones de tamaño infantil. Justo detrás había dos crías de expresión tristona (estaba casi segura de que eran niñas, aunque también podría tratarse de niños a los que no se les había cortado el pelo en mucho tiempo) que tenían un aspecto descuidado y sucio. No llevaban chaqueta a pesar de que el aire matutino era bastante frío, y teniendo en cuenta las carencias de su ropa, era muy probable que estuvieran desnutridas.

Las pertenencias de aquella familia no estaban cubiertas con ninguna lona protectora, y el cielo amenazaba tormenta. Era octubre, y las lluvias de invierno llegarían pronto y no remitirían hasta finales de primavera.

En las carreteras que rodeaban el valle no era extraño ver a una familia de pocos recursos, con el coche cargado con todas sus pertenencias y en busca de un lugar donde poder empezar de cero. La llegada del frío conllevaba una pausa en la tala de árboles y un bajón en la construcción, los granjeros prescindían de los trabajadores temporales, y la gente se veía obligada a pedirle ayuda al estado y al condado para poder salir adelante.

–Maldición –masculló, mientras iba reduciendo la velocidad–. Danos un poco más de tiempo, John, vamos a pararnos un momento. Hay una furgoneta con una rueda pinchada, y una familia que puede que necesite ayuda.

–Tómate tu tiempo, aún no hemos acabado de hinchar todos los globos.

–Ni se os ocurra...

Antes de que pudiera acabar la frase, Jim le dijo:

–Date prisa, me parece que hay alguien enfermo.

Después de detener el vehículo justo al lado de la desvencijada furgoneta, June bajó a toda prisa mientras se metía el móvil en el bolsillo, y tardó un instante en darse cuenta de lo que sucedía. Las dos puertas delanteras estaban abiertas, y en el asiento del copiloto había una joven mujer embarazada que se aferraba con fuerza a su abdomen. Estaba echada hacia atrás todo lo que podía, su rostro reflejaba un intenso dolor, y tenía un pie apoyado contra el salpicadero. Junto a ella había un hombre joven que debía de ser su marido.

Después de sacar de la parte trasera de su camioneta el maletín que contenía su equipo médico, echó a correr hacia el lado del copiloto del otro vehículo y gritó por encima del hombro:

–¡Jim, necesito que me eches una mano! –al llegar junto al desconocido, se limitó a decirle que era médico y le apartó sin prestarle apenas atención ni perder tiempo en presentaciones. Había fluidos y sangre chorreando desde la furgoneta hasta el suelo, y en cuanto levantó el húmedo vestido floreado de la joven, vio que la cabeza del bebé ya empezaba a asomar. Miró al marido, y le dijo–: ¡Rápido, extiende uno de tus colchones en la parte trasera de mi camioneta! ¡Jim, saca a esta mujer de aquí y túmbala en el colchón que él va a poner en mi camioneta! ¡Vamos, vamos, vamos!

El joven la miró confundido por un segundo antes de obedecer, pero por alguna extraña razón, no se movió con celeridad. June había dado aquellas instrucciones por una razón de lo más lógica: Jim era el más corpulento y fuerte de los dos. El desconocido estaba muy delgado y enjuto, tenía las mejillas hundidas, y los pantalones le quedaban grandes. En el fondo de su mente era consciente de que se trataba de una familia pobre y desnutrida (de hecho, los movimientos lentos del joven podían deberse a la mala alimentación), pero su atención estaba centrada en prepararse para el parto.

Jim sacó a la mujer de la furgoneta y esperaron juntos mientras el joven desataba las cuerdas que sujetaban los colchones, aunque parecía algo del todo innecesario. Sus movimientos eran tan letárgicos, que al final June soltó el maletín, se acercó corriendo, y sin andarse con miramientos sacó a tirones uno de los delgados y pequeños colchones y lo colocó en su furgoneta.

Después de que Jim tumbara a la mujer con sumo cuidado, se sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y se lo dio.

–Marca el botón de Rellamada. Cuéntale a John lo que pasa, y dile que traiga la ambulancia –le dijo, mientras sacaba unos guantes del maletín.

–No tenemos dinero para pagar una ambulancia –protestó el marido–. Yo ayudé en el último parto, y puedo encargarme también de éste.

–Ni hablar. El bebé viene de cara, y voy a tener que girarle la cabeza. Ve a buscar sábanas, toallas, ropa... cualquier cosa de tela para limpiar, y para cubrir a tu mujer y al bebé –se puso los guantes, y posó una mano en la cabeza del bebé mientras con la otra palpaba con cuidado el útero. Miró a la mujer, y le preguntó con voz suave–: ¿Cómo te llamas?

–Er... Erline. Davis.

–¿Es tu tercer hijo?

–El cuarto, uno se me murió.

–¿Has tenido alguna vez problemas al dar a luz?

–Sólo aquella vez, el niño nació muerto.

Soltó un grito desgarrador que los dejó paralizados a todos menos a June.

–¿Fue en un hospital?

–Sí. Sí, no tuve ningún problema cuando di a luz en casa.

–Los partos son algo extraño e impredecible. ¿Podrías respirar con jadeos cortos y poco profundos, y controlar las ganas de empujar mientras intento girar la cabeza del bebé? Va a dolerte, pero será rápido.

–Vo... voy a intentarlo.

–Eso es todo lo que te pido, Erline –mientras giraba con cuidado la cabeza del bebé, la mujer gimió y empezó a jadear–. Eso es, Erline. Ya casi está –alzó la cabeza como una cierva olisqueando el aire para ver si había cazadores cerca, y gritó–: ¿Dónde está la dichosa sábana?

Más allá de los gemidos y los jadeos de Erline, fue vagamente consciente de que Jim estaba intentando explicarle a John quién era y lo que necesitaba. También se oía al marido lidiando con sus hijas, y a una de las pequeñas lloriqueando.

Como era consciente de que no podía perder más tiempo, se quitó la chaqueta y la sudadera blanca de cuello de pico que llevaba sobre una fina camisa, colocó la sudadera junto a la mujer, y le dijo:

–Vale, ya está. Cuando estés lista, adelante.

Tras un breve momento de inmovilidad y silencio en el que sin duda hizo acopio de fuerza tanto física como mental, Erline soltó un sonoro gemido mientras empujaba con todas sus fuerzas y la cabeza del bebé salió del todo. June limpió la nariz y la boca del pequeño con una perilla que había sacado del maletín, pero resultó ser innecesario; a pesar de los desafíos a los que había tenido que enfrentarse al llegar al mundo, el bebé ya estaba lanzando un sonoro berrido. Ella metió un dedo para ayudar a sacar un hombro, y el niño acabó de salir sin ningún problema.

–Lo has hecho como toda una campeona, Erline. Es un niño, y yo diría que pesa poco más de tres kilos –envolvió al bebé en la sudadera, colocó las largas mangas alrededor del pequeño fardo, y lo colocó sobre el abdomen de su madre.

Después de quitarse los guantes, sacó unas pinzas del maletín y las colocó en el cordón umbilical. No se molestó en cortarlo, porque era preferible que el personal de urgencias y John lo vieran todo intacto... siempre y cuando éste último llegara pronto, claro. Entonces extendió la chaqueta sobre los dos procurando cubrir todo lo posible a la madre, que estaba temblorosa.

–No he encontrado ninguna sábana.

Al oír la voz del marido a su espalda, se giró a mirarle y le dijo:

–Acabas de tener un hijo. A primera vista parece que está sano, pero habrá que hacerle una revisión en el hospital.

–No tengo dinero para pagar un hospital –parecía incapaz de mirarla a los ojos, y empezó a rebuscarse en el bolsillo de los anchos pantalones.

Cuando se sacó un pequeño fajo de billetes y apartó dos de veinte dólares, el aire se llenó con el olor a marihuana verde, un hedor inconfundible parecido al de las mofetas que impregnaba las manos, la ropa y el dinero de la gente que cortaba las plantas para secarlas.

El joven alzó la mirada hacia ella al ofrecerle los cuarenta dólares, y June entendió el porqué de su letargo y su pobreza al ver lo dilatados que tenía los ojos. Había gente de todo tipo que se dedicaba a cultivar marihuana en zonas aisladas... estaban los que querían dinero y consideraban que la marihuana no era más que una planta como cualquier otra, así que aprovechaban una habitación de la casa o una sección del jardín para plantar unas matas y ganarse un dinero extra. También estaban los productores y traficantes a gran escala, los que tenían campamentos tan grandes como pueblos y plantaciones tan extensas como la que podría tener un productor de soja del centro del país, la clase de traficantes que Jim había atrapado en la misión de infiltración que le habían asignado. Y por último estaban los descerebrados como aquel joven, los adictos que cultivaban para consumo propio y para conseguir el poco dinero que necesitaban para ir tirando y cultivar un poco más.

–No necesito tu dinero, seguro que tenéis derecho a recibir asistencia médica gratuita; además, no pienso aceptar un dinero que apesta a marihuana. Guarda eso si no quieres meterte en un lío, ¿tu mujer ha estado fumando?

–No, no consume cuando está embarazada.

–¡No lo hago nunca! –apostilló la mujer.

–La he visto hacerlo una o dos veces –insistió él.

–Sólo lo pregunto por razones médicas.

Jim se acercó en ese momento con las dos niñas en brazos. Las pequeñas debían de tener dos y tres años respectivamente, tenían el pelo rubio y mugriento, vestían unos pantalones de algodón y unas camisetas que no servían para resguardarlas del frío, y lo único que cubría sus pies desnudos eran unas sandalias.

Jim estaba muy serio, y la expresión de su rostro era pétrea. La mayor de las niñas tenía una marca roja en la cara y estaba luchando por contener las lágrimas... era obvio que su padre le había dado una bofetada.

Al ver que el tipo volvía a meterse el dinero en el bolsillo y hacía ademán de agarrar a la niña, June se apresuró a preguntarle:

–¿Quieres ver a tu hijo? –le tomó del brazo con cuidado, y le condujo hasta la parte trasera de la camioneta.

Por suerte para todos, John llegó poco después y se apresuraron a meter a Erline y al recién nacido en la ambulancia. Después de colocar a las dos niñas en el asiento delantero, June se volvió hacia Jim y le dijo:

–Voy a tener que conducir yo para que John pueda ocuparse de Erline. Te veo después en el pueblo, ¿de acuerdo?

–¿Acaso tengo elección?

–Claro que sí. Si dejas mi camioneta bien aparcada, Sadie y tú podéis veniros en la ambulancia.

–¿Y qué pasa con él? –le preguntó, antes de señalar con un pequeño gesto de la cabeza hacia el joven de los billetes apestosos.

–Él me da lo mismo, los que me preocupan son ellos –June señaló con la cabeza hacia la ambulancia.

–Vete tranquila. Nos vemos en la cafetería, aprovecharé para empezar a conocer a la gente del pueblo mientras tú trabajas.

Ella esbozó una sonrisa, consciente de que tanto su padre como más de un vecino de la zona estaban esperándole, y comentó:

–Eres todo un valiente.

Él se quitó la chaqueta, que tenía las mangas manchadas, y se la puso a ella alrededor de los hombros antes de preguntarle:

–¿La vida contigo va a ser siempre así?

–La verdad es que no, esto no me pasa cada día de camino al trabajo.

–Pero va a ser una vida extraña, ¿verdad?

Ella se puso de puntillas y le dio un beso antes de contestar.

–Seguro que un tipo flexible como tú lo tendrá chupado –sin más, se apresuró a ponerse al volante de la ambulancia y se alejó con las luces de emergencia puestas.

Jim se volvió hacia el joven, que estaba mirando como un pasmarote su destartalada furgoneta, y le dijo con calma:

–Si te parece bien, podemos cargar la rueda pinchada en la camioneta y yo te llevo al pueblo. Allí podrán arreglártela, y cuando tengas la furgoneta lista puedes ir al hospital.

–A lo mejor tendría que largarme solo en cuanto me arreglen la rueda, nunca me pareció buena idea tener críos.

Jim enarcó una ceja, y le preguntó:

–¿Crees que alguien se molestaría en buscarte si te vas?

El joven le miró ceñudo y poco a poco, sin demasiado entusiasmo, llevó rodando la rueda hasta la camioneta, pero al final Jim la agarró con impaciencia y la metió en la parte trasera del vehículo. El tipo fue hacia la puerta del copiloto, pero se detuvo en seco al ver a Sadie y dijo:

–Prefiero ir atrás, los perros no me gustan demasiado.

Jim pensó para sus adentros que menos mal, porque a Sadie no le gustaban demasiado los idiotas, pero se limitó a contestar:

–Como quieras.

Capítulo 2

 

 

A pesar de que Grace Valley había pasado de los novecientos habitantes a más de mil quinientos en los últimos diez años, las cosas apenas habían cambiado; de hecho, Valley Drive, la calle que atravesaba el centro del pueblo, sólo había tenido algunas mejoras menores. Sólo había media docena de negocios incluyendo la comisaría de policía, la iglesia y la clínica.

El negocio de Sam Cussler, una mezcla de gasolinera y de taller mecánico, llevaba cuarenta y cinco años en el extremo oeste de dicha calle. El local ya estaba bastante viejo el día en que había firmado el contrato de compra, pero en todo aquel tiempo no había hecho ningún esfuerzo por modernizarlo.

Sam había enviudado dos veces, y pasaba más tiempo pescando que llenando depósitos de gasolina. En Grace Valley, al igual que en muchas otras pequeñas poblaciones rurales, casi todo el mundo se ocupaba del mantenimiento de sus propios vehículos, así que no tenía demasiado trabajo como mecánico; de hecho, por regla general solía dejar los surtidores encendidos, la gente le dejaba en el buzón pagarés en los que ponía cuánta gasolina se había puesto, y él aprovechaba a pasar a cobrar por las casas cuando veía que los peces no picaban.

Siguiendo la calle principal, a cierta distancia de la gasolinera, se encontraba la casa de tres habitaciones donde se ubicaba la comisaría. En ella trabajaban Tom Toopeek y sus jóvenes ayudantes, Lee Stafford y Ricky Ríos, que llevaban toda la vida en el pueblo. Tom había llegado de niño a Grace Valley con sus padres, y era uno de los mejores amigos de la infancia de June. A diferencia de sus seis hermanos, que habían optado por marcharse a probar fortuna fuera de allí, él no sólo se había quedado, sino que había construido su casa en el lugar donde antes estaba la antigua cabaña de sus padres y había aumentado la familia con cinco hijos propios.

En cuanto el pueblo había podido permitirse tener más agentes de policía, él mismo había seleccionado a Lee y a Ricky, y cuando habían regresado de la academia de policía, los había entrenado para que adoptaran su misma filosofía en cuanto a la mejor forma de servir a una población pequeña como aquélla.

En Valley Drive también había una floristería, aunque en ese momento estaba cerrada debido al reciente fallecimiento de su propietaria, Justine, que era la difunta esposa de Sam. También estaban la cafetería de George Fuller (que estaba abierta todos los días del año, incluso en Navidad), una panadería regentada por Burt Crandall y su esposa Syl, la clínica, y la iglesia presbiteriana. A ésta última había llegado un nuevo pastor, Harry Shipton, al que se le consideraba un soplo de aire fresco. Detrás de la cafetería y de la iglesia se extendía una ribera tan ancha como un campo de fútbol que descendía en una ligera pendiente hasta el río Windle, y era allí donde se celebraban la mayoría de eventos públicos, como la comida al aire libre del Día de la Independencia y la fiesta de la cosecha. George Fuller había construido varias barbacoas de ladrillos, y la gente llevaba mantas y sillas de jardín.

En la carretera 482 había una oficina de correos, y en la zona sur un mercado al aire libre donde se vendían productos de temporada. Las escuelas, tanto la de primaria como la de secundaria, se encontraban entre Grace Valley, Westport y Rockport, porque los estudiantes de otras pequeñas poblaciones se desplazaban hasta allí en autobuses que se asignaban en función de las necesidades que hubiera.

Grace Valley era uno más de entre las decenas o incluso los centenares de pueblos que salpicaban el norte de California, desde San Francisco hasta la frontera de Oregón, y a pesar de las muchas similitudes que existían entre ellos, cada uno tenía una personalidad propia y única. La principal industria era la tierra... la agricultura, la pesca, la tala de árboles, la vinicultura, la ganadería... y también la belleza que atraía tanto a turistas como a urbanitas desarraigados, que a su vez habían provocado la llegada de hostales y pensiones, tiendas especializadas, e incluso alguna sala de degustación o algún que otro restaurante (aunque estos últimos solían estar cerca de las carreteras, en vez de en el centro del pueblo).

La gente no iba al pueblo atraída por la industria agrícola de la zona, sino por los nuevos negocios que iban surgiendo a partir de esos recién llegados y del nuevo turismo. Cuando alguien se daba cuenta de que algunos artistas y artesanos se habían ido a vivir al valle para disfrutar de su belleza y de la paz que reinaba allí, de repente aparecía una galería de arte. Después de que se advirtiera la presencia de un número creciente de turistas visitando los pueblos de la zona, unas cuantas casas viejas se remodelaban y se convertían en pensiones de la noche a la mañana. Las salas de degustación emergían mientras los viñedos iban ampliando la producción, y el número de pintorescos restaurantes iba creciendo conforme el tráfico que circulaba por las carreteras iba en aumento.

También había quien no se ganaba la vida trabajando la tierra ni con el turismo: Myrna Hudson Claypool era una novelista con mucho éxito, y Sarah Kelleher una artista muy conocida. Y también estaban quienes tenían mucho dinero y construían sus casas entre la sombra de las montañas y la vasta belleza del océano Pacífico, por la mera razón de que podían permitírselo.

Pero también había otros que no llegaban al valle en tan buenas condiciones. El crecimiento generaba oportunidades en la construcción, la tala y la agricultura, y dichas oportunidades conllevaban la llegada de gente en busca de trabajo... o gente que pasaba de camino a las ciudades en busca de un salario, porque su trabajo de temporada se había terminado en otro pueblo; por desgracia, había muchos que optaban por trabajos ilegales como la pesca y la caza furtivas o el cultivo de marihuana, porque eran ocupaciones que les encandilaban con la promesa de un dinero fácil.

El joven que viajaba en ese momento en la parte trasera de la camioneta de June, sentado contra su rueda pinchada, entraba en ese último grupo. Se llamaba Conrad Davis, y a juzgar por su aspecto, estaba claro que no había conseguido dinero con tanta facilidad como esperaba. Jim estaba deseando que le repararan la rueda y se marchara de allí, porque después de trabajar tantos años para la DEA en misiones encubiertas, su olfato era excelente y sus instintos incluso mejores. Aquel tipo estaba delgaducho y parecía un desdichado de tres al cuarto, pero algo no encajaba. Su lentitud de movimientos podría deberse a que estaba fumado, pero la expresión de enfado que se reflejaba en su rostro no encajaba con eso. Una persona que había estado fumando marihuana solía estar apática, no malhumorada. Seguro que había consumido algo más, a lo mejor iba alternando... un poco de marihuana, un poco de cristal...

Cuando llegaron al pueblo, detuvo la camioneta delante de la gasolinera. Como había pasado muy poco tiempo en Grace Valley, no se dio cuenta de que había más coches que de costumbre en la calle principal, en especial cerca de la cafetería. A través de la puerta abierta del taller vio a un hombre alto, moreno y de aspecto imponente que, a pesar de tener el pelo blanco, tenía unos hombros anchos y un rostro de aspecto joven. Llevaba una escoba en una mano y una caña de pescar en la otra, como si estuviera intentando decidir cuál iba a usar, aunque al final dejó ambas cosas apoyadas contra la pared al verle bajar de la camioneta y acercarse.

–Sabía que hoy iba a ser un día más ajetreado que de costumbre.

–Hola. Me llamo Jim Post, y soy... eh...

–Sam Cussler –le estrechó la mano, y añadió–: Sé quién eres, hijo. Más o menos.

Las piezas encajaron de inmediato, porque June le había contado un montón de historias sobre el pueblo y sus habitantes.

–Es un placer conocerle, señor Cussler.

–Si vas a andarte con formalismos, tardaremos un montón en ir a pescar juntos. Porque tú pescas, ¿verdad?

–Sí, siempre que tengo ocasión, señor... Sam.

–Perfecto, los buenos pescadores nunca están de más en este sitio –miró hacia la camioneta, y al ver a Conrad intentando bajar la rueda, comentó–: Es demasiado enclenque para ese viejo trasto tan grande, ¿no?

Al darse cuenta de que había estado a punto de olvidarse de Conrad, Jim se apresuró a ir a por la rueda y la llevó rodando hacia Sam.

–June y yo veníamos de camino al pueblo y nos hemos encontrado a este joven y a su familia, se les había pinchado la rueda. Su esposa estaba de parto, y June la ha ayudado a dar a luz. Después se ha llevado a la madre, al bebé y a sus otras dos hijas al hospital, y me ha dejado a mí con él y con la rueda pinchada –miró por encima del hombro a Conrad, que estaba apoyado en la camioneta con las manos en los bolsillos de sus holgados pantalones, y añadió–: La rueda no es lo único que está desinflado.

Empujó la rueda con suavidad hacia Sam, que soltó un silbido al interceptarla y comentó:

–Me parece que estuvo conduciendo un rato con el pinchazo.

–¿Va a necesitar una nueva?

–Es lo más probable. Puedo intentar arreglarla, pero no te garantizo nada.

–¿Podrías venderme una nueva?, yo te la pago –no quería que el joven aireara aquellos billetes que apestaban a droga por toda la ciudad, estaba deseando que se largara de allí–. Me encargaré de llevarle de vuelta a su furgoneta.

–No te preocupes por eso, hijo, puedo llevarle yo. Supongo que hay gente esperándote en la cafetería; además, es mi trabajo, aunque no lo haga con la frecuencia suficiente como para pagar impuestos.

Jim contempló la calle, y le preguntó:

–¿Suele ir tanta gente a desayunar a la cafetería?

–La verdad es que no.

Al verle sonreír de oreja a oreja, Jim se dio cuenta de lo que pasaba: era obvio que estaba a punto de enfrentarse a una inspección exhaustiva.

–Eh... estoy deseando conocer a todo el mundo, pero le he prometido a June que me encargaría personalmente de este joven, y supongo que comenzará a dudar de mí si empiezo a romper mis promesas a las primeras de cambio.

Sam no se tragó aquella explicación. Conocía a June desde siempre, y estaba convencido de que no había ni un ápice de verdad en lo que acababa de oír. Supuso que detrás de todo aquello había algo más, algo relacionado con el joven del pinchazo.

–Te aconsejo que no les hagas esperar demasiado.

–Tardaré muy poco en llevarle de vuelta a su furgoneta, y regresaré al pueblo de inmediato.

–Como quieras, hijo –Sam metió la rueda pinchada al taller.

Al cabo de media hora, Jim estaba acabando de ponerle a la furgoneta de Conrad la rueda recauchutada que Sam le había vendido a buen precio, y que era mejor que las otras tres que llevaba el vehículo; después de apretar la última tuerca, se puso de pie y estiró la espalda. La mañana era fría y húmeda, y como no llevaba chaqueta, no había tardado en quedarse entumecido.

Era consciente de que Sam podría haberse encargado de poner la rueda, pero de momento estaba vigilando a Conrad como lo haría un policía ante un posible sospechoso. El muchacho estaba enclenque, pero eso sería irrelevante en caso de que tuviera un arma oculta en la furgoneta. No podía correr el riesgo de que atracara o hiriera a Sam.

–Gracias, tío, te debo una –le dijo Conrad.

–No me debes nada. ¿Sabes cómo llegar al hospital de Rockport?

–Aún no sé si voy a ir –esbozó una sonrisa falsa y ladina que dejó al descubierto su horrible dentadura.

Jim respiró hondo mientras intentaba hacer acopio de paciencia, y le dijo:

–Vayas adonde vayas, no vuelvas por aquí. ¿Está claro?

–Pero es que me gusta esta zona, colega. La gente es muy amable.

–Eso podría cambiar en un abrir y cerrar de ojos... colega.

Jim subió a la camioneta de June para evitar decir o hacer algo de lo que después pudiera arrepentirse, dio media vuelta, y puso rumbo al pueblo. Mientras iba de camino, se dio cuenta de que quizás el retiro no iba a ser tan aburrido como había temido, sobre todo viviendo en aquella zona.

 

 

John ingresó a madre e hijo en la unidad de maternidad y en la sala de recién nacidos del hospital, respectivamente, y June llevó a las dos niñas a una zona de juegos segura de la unidad de servicios sociales mientras esperaban a que llegara su padre. El personal estaba en alerta. Si el padre no hacía acto de presencia o parecía estar en malas condiciones, la asistente social estaba lista para llevar a las niñas a un centro de acogida.

Mientras iban de regreso a Grace Valley después de dejarlo todo dispuesto en el hospital, John la miró y le preguntó:

–¿Tu novio va a quedarse a vivir aquí?, ¿va a hacer de ti una mujer decente?

–No pierdes el tiempo, ¿verdad? Sí, parece que va a quedarse aquí.

–Qué alivio. ¿Y va a hacer de ti una mujer decente?

–¿Sabías que había estado planteándome tener un hijo por mi cuenta? Mi reloj biológico me decía que ya era hora, y por si fuera poco, las hojas de mi calendario iban pasando a una velocidad pasmosa. Pero la verdad es que soy una romántica y prefiero que haya pasado así, aunque ha sido algo del todo imprevisto.

–Vale, voy a fingir que no me he dado cuenta de que no has contestado a la segunda pregunta, pero no creas que voy a ser el único que va a hacértela.

–Eso lo tengo muy claro, te lo aseguro.

–¿Por qué no me habías hablado de él?

–Pues... la verdad es que eso es un poco complicado.

–No lo dudo, pero será mejor que idees una respuesta convincente. Si la gente se centra en esa pregunta, puede que se olvide de la otra. Venga, practica conmigo –su pelo rubio solía estar impecable, pero en esa ocasión le caía un mechón sobre la frente.

–A pesar de mi embarazo, no hemos pasado juntos tanto tiempo como cabría pensar.

Él soltó un silbido antes de comentar:

–Bien hecho, June. No habrías podido inventarte una respuesta más imprecisa que ésa.

–A ver, le conocí en... no sé, hace unos meses, puede que fuera cuando tú te mudaste al pueblo más o menos. Vino a la clínica fuera del horario de atención al público con un amigo que tenía una pequeña herida, no sé por qué estaban por la zona. A lo mejor habían venido de acampada o a cazar, yo qué sé. Atendí a su amigo, y al cabo de unos días Jim se presentó en mi casa un domingo por la tarde para darme las gracias. Nos sentamos a beber té frío en el porche, y nos enamoramos.

–Ohhh... qué dulzura...

June intentó no hacerle ni caso, pero se dio cuenta de que realmente necesitaba practicar, así que al final añadió:

–Venía por aquí de vez en cuando, pero sus estancias eran cortas, y ya sabes que en el pueblo no hay ni hoteles ni hostales. En una ocasión alquilamos una habitación en Westport, en ese sitio que hay junto al asador –se dio cuenta de que mentir sin llegar a mentir del todo podía ser de lo más divertido. Al igual que en el ajedrez, había que recordar dónde estaban todas las piezas.

–Ahora llega la pregunta dura de verdad, señorita: ¿cómo se tomó la noticia?, ¿cómo reaccionó al enterarse de que estás embarazada?

En esa ocasión, June no tuvo que inventarse una respuesta.

–Muy fácil: parece encantado con la noticia.

–Me alegro muchísimo, June –lo dijo con total sinceridad. Había sido él quien la había examinado la semana anterior, quien la había sorprendido con la noticia de que el embarazo estaba bastante avanzado. Era obvio que los médicos no eran infalibles–. Es verdad que no tenías ni idea, ¿no?

–Ni se me había pasado por la cabeza.

–No me lo explico, Susan y yo supimos que estaba embarazada a las tres semanas de gestación.

–Porque tú eres tocólogo y médico de familia, así que se da por hecho que tienes que ser obsesivo en esos temas; además, no sé por qué, pero estaba convencida de que nunca iba a tener hijos... al menos, con tanta facilidad.

Él se echó a reír, y comentó:

–Apuesto a que fuiste bastante descuidada con los métodos anticonceptivos.

–¿Por qué lo dices? –lo miró sorprendida, porque había acertado de pleno.

–Porque las mujeres que han ido librándose siempre piensan que no van a concebir.

 

 

June estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón cuando llegaron al pueblo y vio la cantidad de coches que había aparcados, tanto a lo largo de Valley Drive como en los aparcamientos de la iglesia y de la clínica. Cualquiera diría que iba a celebrarse una asamblea popular. La última vez que se había producido una aglomeración parecida, se había corrido la voz de que un apuesto doctor nuevo había llegado a la ciudad para trabajar con ella en la clínica. Multitud de mujeres habían recorrido kilómetros para poder echarle un vistazo a John Stone.

–¿Qué diablos está pasando?

–Lo sabes de sobra, June.

Lo entendió de golpe al ver que la cafetería estaba llena hasta los topes. Su camioneta estaba en el lado opuesto, delante de la clínica, aparcada justo al lado de la de su padre.

Como no había ni un solo espacio libre, John detuvo la ambulancia en segunda fila, junto a unas furgonetas, y comentó:

–Después la llevaré a la clínica para limpiarla y ponerla a punto, pero no pienso perderme ni un segundo del espectáculo –abrió la puerta de la ambulancia, y se apresuró a bajar.

–Está bloqueando estas furgonetas, puede que los dueños quieran sacarlas.

Él echó a andar hacia la cafetería, y se limitó a contestar:

–No querrán irse hasta oír tus explicaciones.

June no tenía ningunas ganas de entrar en la cafetería, pero la preocupación por lo que pudiera estar pasándole a Jim la impulsó a salir de la ambulancia y a ir hacia allí. Al entrar fue recibida con un sinfín de saludos y sonrisas, la gente se apartó para dejarla pasar, y mientras avanzaba entre el gentío, recibió palmaditas en la espalda por parte de los hombres y multitud de breves apretones en los hombros por parte de las mujeres. El invitado de honor estaba apoyado en la barra, con una taza de café en la mano. Le flanqueaban el párroco y el jefe de policía a un lado, su padre y Sam Cussler al otro, y todos ellos sostenían sus respectivas tazas de café como si se tratara de jarras de cerveza.

A primera vista, daba la impresión de que Jim no había sufrido ningún daño.

–¡Vaya, aquí está nuestra chica! –exclamó Elmer al verla–. Sírvele un café, George, pero no le pongas ni una gota de alcohol. ¡Está embarazada!

–¡Papá! –exclamó, horrorizada. Se puso roja como un tomate y fulminó con la mirada a Jim, que se limitó a encogerse de hombros en un gesto de impotencia, y se oyeron algunas carcajadas entre la multitud.

George le pasó una taza por encima de la barra a su padre, y cuando éste se la dio a ella, June no pudo evitar hacer una mueca de asco al ver que contenía leche, porque era una bebida que no soportaba.

–Lo siento, hija. He intentado mantener la boca cerrada, pero la emoción me ha podido. Creía que iba a irme a la tumba sin tener nietos. ¿Te has hecho ya una ecografía?, ¿sabes si va a ser niño o niña?

–¡Eso no le incumbe a nadie!

–¿Para cuándo es la boda? –preguntó alguien de entre el gentío.

–¿Cuándo sales de cuentas? –preguntó alguien más.

–¿Dónde conociste a ese tipo?, no es de por aquí –comentó otra persona.