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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1993 Stephanie Laurens

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A., una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuatro bodas por amor, n.º 176C - febrero 2017

Título original: Four in Hand

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 1998

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9780-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

El ruido de las anillas de la cortina se asemejó al de un trueno. A pesar de que el cabecero de la cama con dosel seguía envuelto en sombras, Max era consciente de que, por alguna misteriosa razón, Masterton estaba intentando despertarlo cuando ni siquiera sería mediodía.

Tumbado boca abajo entre las cálidas sábanas y con la mejilla descansando sobre una almohada del más suave plumón, Max pensó en hacerse el dormido. Pero Masterton sabía que estaba despierto; a veces, aquel demonio de hombre parecía conocer sus pensamientos mejor que él mismo.

Max levantó la cabeza, abrió un ojo de un azul intenso y vio a su extremadamente correcto mayordomo de pie, inmóvil y con el rostro impasible.

Frunció el ceño y, como respuesta a aquella señal de la ira que se avecinaba, Masterton se apresuró a exponer su asunto. Aunque no era que se tratase de algo suyo en particular. Solamente el voto conjunto de la servidumbre que ocupaba puestos de responsabilidad en Delmere House le había inducido a estorbar a Su Excelencia a la insólita hora de las nueve de la mañana. Sabía muy bien lo peligroso que aquella empresa podía resultar. Llevaba nueve años al servicio de Max Rotherbridge, vizconde Delmere. No parecía muy posible que el reciente ascenso de su señor al grado de Su Excelencia el duque de Twyford hubiera alterado su humor en absoluto. En realidad y, por lo que Masterton había visto, con el asunto de su inesperada herencia su señor había puesto a prueba sus nervios más de lo que lo había hecho en sus treinta y cuatro años de existencia.

—Hillshaw me ordenó que le comunicara que hay una joven que desea verlo, Su Excelencia.

Incluso al mismo Max le sorprendía escuchar su nuevo título en boca de su sirviente y, sin darse cuenta, miró a su alrededor sin saber a quién se estaba dirigiendo. Una dama, pensaba mientras fruncía el ceño.

—No.

—¿Ha dicho no, Su Excelencia?

La confusión en el timbre de voz de su mayordomo quedó clara. A Max le dolía la cabeza pues había estado levantado hasta el amanecer. La tarde empezó mal cuando se vio obligado a asistir a una de las fiestas celebradas por su tía materna, lady Maxwell. Aquellas resultaban demasiado insulsas para su gusto y los lánguidos suspiros que su presencia provocaba entre las jóvenes y dulces muchachas eran suficientes para hacerle perder el control al vividor más empedernido. Y aunque tenía todo el derecho a reivindicar aquel título, lo de seducir debutantes no era su estilo. Al menos no a los treinta y cuatro.

Había abandonado la fiesta tan pronto como le había sido posible, retirándose a la discreta casa de campo donde residía su última amante; pero la bella Carmelita estaba de mal humor. ¿Por qué esa clase de mujeres era siempre tan avariciosa? ¿Y por qué imaginaban que iba a tolerar aquel comportamiento? Habían tenido una pelea tremenda que terminó mal, dándole a la seductora muchacha las vacaciones indefinidas.

Tras eso, había estado en White’s y luego en Boodles, en donde se encontró con un grupo de amigotes con los que pasó la velada y parte de la mañana también. En ese momento, la punzada de dolor que sintió en la cabeza le recordó que había bebido demasiado.

Lanzó una especie de gruñido y se incorporó, contemplando a Masterton con la mirada completamente lúcida, algo extraño dado su estado.

—Si hay una mujer que ha venido a verme, no puede ser una dama. Ninguna dama que se precie vendría aquí —Max frunció el ceño de nuevo, arrugando su bello rostro y suspiró largamente mientras hundía la cabeza entre las manos—. ¿La ha visto usted, Masterton?

—Alcancé a ver a la joven dama cuando Hillshaw la hizo pasar a la biblioteca, Su Excelencia.

El hecho de que Masterton hubiera llamado a aquella mujer «joven dama» lo decía todo. Sus criados tenían la experiencia suficiente para saber distinguir entre una dama y el tipo de mujer que podría visitar la residencia de un soltero. Lo que resultaba inconcebible era que una dama llegara a las nueve de la mañana para hacerle una visita al calavera más conocido de todo Londres.

Tomando el silencio de su amo como una señal de aceptación de lo que le había deparado el día, Masterton cruzó el amplio dormitorio hasta el ropero.

—Hillshaw mencionó que la joven dama, una tal señorita Twinning, Su Excelencia, estaba casi segura de tener una cita con usted.

Max tuvo la convicción repentina de que todo aquello se trataba de una pesadilla. Raramente se citaba con nadie y menos aún con jóvenes damas a las nueve de la mañana.

—¿La señorita Twinning? —el nombre no le sonaba de nada.

—Eso es, Su Excelencia —Masterton volvió a la cama con varias prendas colgadas del brazo, entre las cuales había elegido una chaqueta azul—. Si me permite, creo que esta sería la más apropiada.

Cediendo ante lo que parecía inevitable, Max se sentó en la cama dando un largo bostezo.

 

 

En el piso de abajo, sentada en un sillón junto a la chimenea de la biblioteca, Caroline Twinning leía tranquilamente la copia del diario de la mañana de Su Excelencia el duque de Twyford. Si sentía algún reparo por lo correcto de su maniobra, lo disimulaba muy bien.

Su encantador y cándido semblante no mostraba señales de nerviosismo y, mientras ojeaba un artículo abiertamente difamatorio sobre una recepción al aire libre animada por las escandalosas propensiones del ya maduro duque de Cumberland, una atractiva sonrisa se dibujó en sus generosos labios.

La verdad era que tenía ganas de conocer al duque. Ella y sus hermanas habían pasado los dieciocho meses más divertidos de su vida; la libertad de la que habían gozado actuó como un mareante tónico tras su casi monástica existencia. Pero a ellas en especial les había llegado la hora de embarcarse en el serio negocio de asegurar sus respectivos futuros. Para hacerlo necesitaban saltar a la palestra, cosa que hasta ese momento les había sido negada. Para ellas, el duque de Twyford indudablemente tenía la llave para abrir aquella puerta en particular.

Al escuchar unos pasos de hombre aproximándose a la biblioteca, Caroline levantó la cabeza y sonrió confiada.

Para cuando llegó al piso bajo, Max se había quedado sin ideas posibles que pudieran explicar la presencia de la misteriosa señorita Twinning. Había empleado muy poco tiempo en vestirse, pues no tenía la necesidad de colocarse adornos extravagantes para embellecer su ya de por sí fornido y esbelto cuerpo. El cabello, corto y negro como el ébano, enmarcaba un rostro moreno en el cual el paso de los años no había dejado más que un rastro de mundano cinismo. Despreciando las tendencias a la ornamentación de la época, Su Excelencia el duque de Twyford no llevaba más anillo que un sello de oro. Pero, a pesar de ello, nadie se imaginaría al verlo que no fuera lo que era, es decir, uno de los hombres más elegantes y ricos de la alta sociedad.

Entró en la biblioteca arrugando el entrecejo entre unos ojos de color azul intenso. Se paró, su mirada súbitamente penetrante, desapareciendo cualquier rastro de disgusto mientras contemplaba a su inesperada visitante. Su pesadilla se había transformado en un sueño. Durante unos segundos se quedó inmóvil, contemplándola embelesado, pero poco a poco entró en razón. Desde los cobrizos rizos que le rodeaban el rostro, hasta las puntas de sus diminutas zapatillas, que se asomaban provocativamente por debajo del sencillo aunque elegante vestido, no había nada que le pareciera mal. Tenía una figura bien formada, de generosos pechos y amplias caderas, todo dentro de las proporciones más perfectas.

Cuando su mirada pasó al rostro de la joven, se tomó su tiempo para asimilar la nariz recta, los labios carnosos y el hoyuelo que se asomaba naturalmente en una mejilla, antes de pasar a contemplar el elegante arco de las cejas y las largas pestañas que enmarcaban sus grandes ojos. Finalmente, al fijar su mirada directamente en los iris verde grisáceos fue cuando vislumbró en ella un brillo burlón. Desacostumbrado a suscitar tales reacciones, frunció el ceño.

—¿Quién es usted exactamente? —dijo.

La sonrisa que había estado rondando las comisuras de aquellos invitantes labios finalmente apareció, dejando ver una fila de pequeños y blancos dientes.

—Estoy esperando al duque de Twyford —replicó la aparición en vez de contestar a la pregunta.

Tenía la voz suave y musical. Max, deseando prescindir de las formalidades, contestó con rapidez.

—Yo soy el Duque.

—¿Usted? —durante unos minutos, la expresión de su rostro no fue sino de total confusión.

Caroline no era capaz de ocultar su sorpresa. ¿Cómo podría aquel, de todos los hombres, ser el Duque? Aparte de que era demasiado joven como para haber sido uno de los amigotes de su padre, el caballero que tenía delante era sin duda un calavera de primer orden. No sabía si a definir su carácter le habían ayudado aquel rostro de duros rasgos, de nariz aguileña y boca y mentón firmes o bien la indolente seguridad con la que había entrado en la habitación. Pero la manera en que sus ojos de mirada azul intensa la habían recorrido desde los bucles hasta los pies la dejaron pocas dudas sobre el tipo de hombre que tenía delante.

Con una creciente sensación de incomodidad, instó a su visita a que se sentara frente a la mesa de caoba mientras él tomó la silla tras de la mesa.

Mostrándose tranquilo por fuera, Max observó su natural y gracioso paso y el seductor bamboleo de las caderas al sentarse. Su mirada descansó especulativamente sobre la belleza que tenía delante. Hillshaw tenía razón, aquella era indudablemente una dama. Pero aquello nunca había logrado echarle para atrás. Y en ese momento en que la miraba más de cerca, observó que no era tan joven.

—¿Quién demonios es usted?

El hoyuelo se dibujó de nuevo.

—Me llamo Caroline Twinning y, si en verdad es usted el duque de Twyford, entonces mucho me temo que sea su pupila.

Su anuncio fue recibido en silencio, seguido de una larga pausa durante la cual Max, inmóvil, miraba fijamente a su visita. Soportó aquel escrutinio durante diez segundos antes de arquear las cejas en cortés y divertido interrogante.

Max cerró los ojos y lanzó un gemido.

—¡Oh, no!

Le había llevado tan solo un segundo darse cuenta de que la única mujer a la que no podría seducir era a su pupila; sin embargo, estaba completamente seguro de que deseaba seducir a Caroline Twinning. Abrió los ojos esperando que ella achacase aquella reacción a la sorpresa y, al encontrarse con sus ojos verde grisáceos mirándolo divertida, ya no estuvo tan seguro.

—Explíquese por favor con un lenguaje simple; no estoy como para averiguar misterios en este momento.

Caroline había notado en sus ojos lo que pensaba que eran punzadas de dolor.

—Si le duele tanto la cabeza, ¿por qué no se coloca una bolsa de hielo? Le aseguro que no me importará.

Max la miró con odio. Parecía que la cabeza le iba a estallar pero ¿cómo se atrevía a notarlo, y aún peor, a mencionarlo? Aun así, tenía toda la razón. Con mirada sombría alcanzó el tirador de la campanilla.

Hillshaw se presentó y recibió la orden de llevarle una bolsa de hielo.

—¿Ahora, Su Excelencia?

—Por supuesto que ahora; ¿para qué la quiero más tarde? —Max hizo una mueca al escuchar su voz.

—Como mande Su Excelencia —aquel tono de voz sepulcral confirmó a Max la total desaprobación de su mayordomo.

—Puede empezar —dijo Max mientras se cerraba la puerta tras Hillshaw.

—Mi padre era sir Thomas Twinning, un viejo amigo del duque de Twyford, anterior me imagino.

Max asintió.

—Era mi tío. Yo heredé el título de él cuando murió en un accidente hace tres meses junto con sus dos hijos. No esperaba heredar el patrimonio de mi tío, por lo que no estoy familiarizado con cualquiera de los compromisos que su padre pudiera haber hecho con el fallecido duque.

Caroline asintió y esperó a que Hillshaw se marchara, después de haberle llevado a su señor la bolsa de hielo que le había pedido.

—Ya veo. Cuando mi padre murió hace dieciocho meses, mis hermanas y yo fuimos informadas de que nuestro padre nos había dejado bajo la tutela del duque de Twyford.

—¿Hace dieciocho meses? ¿Qué han estado haciendo desde entonces?

—Permanecimos en la finca durante algún tiempo. La heredó un primo lejano y, aunque él estaba dispuesto a que nos quedáramos allí, nos pareció inútil quedarnos enterradas de esa manera. El Duque deseaba que nos trasladáramos a su casa inmediatamente, pero yo lo persuadí para que nos diera permiso para visitar a la familia de nuestra difunta madrastra en Nueva York. Le escribí una carta desde Nueva York diciéndole que le visitaríamos cuando volviéramos a Inglaterra. Él me respondió sugiriéndome que lo visitara hoy y aquí estoy.

De pronto, Max lo vio todo claro. Caroline Twinning era una parte más de su extraña herencia. Por llevar una vida de hedonismo sin límites desde su juventud, Max pronto comprendió que su estilo de vida necesitaba de un capital en que apoyarse. Por ello se aseguró de que sus fincas fuesen administradas eficazmente y con orden. Las fincas de Delmere que había heredado de su padre constituían un moderno modelo de administración de fincas.

Pero su tío Henry nunca había mostrado mucho interés en sus propiedades. Tras el trágico accidente de barco que inesperadamente había hecho que recayeran sobre él las responsabilidades del ducado de Twyford, Max consideró que una puesta al día de las numerosas fincas era totalmente esencial si no quería que le minasen toda la fuerza a las propiedades más prósperas de Delmere.

Los últimos tres meses habían sido problemáticos, con los antiguos criados del difunto duque intentando hacerse con aquel estilo tan distinto del nuevo duque de Twyford. Para Max habían sido tres meses de trabajo interminable. Solo aquella semana había creído terminar con lo peor. Envió a su sufrido secretario Joshua Cummings a casa para que se tomase unas vacaciones bien merecidas. Pero, en ese momento, parecía que el siguiente capítulo en la saga de los Twyford estaba a punto de empezar.

—Ha mencionado hermanas. ¿Cuántas son?

—Son hermanastras mías, en realidad, y en total somos cuatro.

Max sospechó inmediatamente.

—¿De qué edades?

Caroline vaciló antes de contestar.

—De veinte, diecinueve y dieciocho.

—¡Santo Dios! No han venido con usted, ¿verdad?

—No, las dejé en el hotel —contestó Caroline, confundida.

—Menos mal —dijo Max—. Si alguien las hubiera visto entrar, se hubiera corrido la noticia por toda la ciudad y me acusarían de estar organizando un harén.

La sonrisa de Max hizo a Caroline pestañear y, al ver aquella luz en sus azules ojos, se sintió contenta de ser su pupila.

Pero lo que ella no sospechaba era que Max había resuelto despojarse de aquella última responsabilidad heredada lo más rápidamente posible. Aparte de no tener el menor deseo de hacer de guardián de cuatro jóvenes casaderas, necesitaba limpiar de obstáculos el camino que lo llevaría hasta Caroline Twinning.

—Comience por el principio. ¿Quién era su madre y cuándo murió?

—Mi madre fue Caroline Farningham, de los Farningham de Stattfordshire.

Max asintió. Se trataba de una antigua, conocida y bien conectada familia.

La mirada de Caroline recorrió las filas de libros que forraban las estanterías situadas detrás del duque.

—Murió poco después de nacer yo, por lo que nunca la conocí. Tras unos años, mi padre se volvió a casar, esa vez con la hija de una familia del lugar a punto de partir hacia las colonias. Eleanor fue muy buena conmigo y cuidó de todas nosotras muy bien, hasta su muerte hace ahora seis años.

—¿Por qué ninguna de ustedes ha sido presentada en sociedad? Si a su padre le preocupaba el asunto lo suficiente como para asegurarles un guardián, me parece que la solución más fácil hubiera sido entregarlas a los cuidados de un marido.

Caroline no vio razón alguna para no satisfacer una curiosidad que parecía totalmente comprensible.

—Nunca nos presentó en sociedad porque... mi padre no estaba de acuerdo con tales frívolos pasatiempos. Para serle totalmente sincera, a veces creo que le tenía manía a las mujeres en general.

Max pestañeó.

—En cuanto al matrimonio, lo había organizado a su manera. Se suponía que tenía que casarme con Edgar Mulhall, nuestro vecino —involuntariamente su expresión se tornó de disgusto.

Max se estaba empezando a divertir.

—¿Y no era el adecuado?

—Si lo conociera no diría eso, es... —arrugó la nariz mientras pensaba en la descripción más adecuada— recto —pronunció finalmente.

Ante ese comentario, Max se echó a reír.

—Está claramente fuera de cuestión.

Ignorando la provocación en sus ojos, Caroline continuó.

—Papá tenía planes similares para el resto de sus hijas, pero, como nunca se fijó si estaban o no en edad casadera y yo tampoco se lo recordé, al final se le pasó.

Al percibir la evidente satisfacción de la señorita Twinning, Max pensó en cuidarse muy bien de su tendencia a mostrarse manipuladora.

—Muy bien. Una vez aclarado el pasado, vayamos al futuro. ¿Cuál fue el trato que hicieron con mi tío?

—Bueno, en realidad fue idea suya, pero a mí me pareció bastante sensata. Sugirió que fuéramos presentadas a la gente distinguida, por lo que sospecho que tenía la intención de encontrarnos un marido adecuado para cada una y así poder terminar con su tutela —hizo una pausa pensativa—. No estoy muy segura de los detalles del testamento de mi padre pero me imagino que los tratos terminarían si nos casáramos, ¿no?

—Es lo más probable —asintió Max.

El constante dolor de cabeza había cedido considerablemente. El plan de su tío era loable, pero personalmente prefería no tener a ninguna mujer como pupila y menos a la señorita Twinning.

Sabía que ella lo estaba observando, pero no hizo más comentarios mientras consideraba el paso siguiente.

—Hasta la fecha no sabía nada de este asunto; tendré que pedirle a mis abogados que arreglen todo esto. ¿Qué compañía se ocupa de sus asuntos?

—Whitney & White, de la calle Chancery.

—Bien, al menos eso facilita la cosa puesto que también llevan las fincas de Twyford y las otras mías —dejó la bolsa de hielo a un lado y miró a Caroline—. ¿Dónde se hospedan?

—En Grillon’s; llegamos ayer.

A Max se le ocurrió otra idea.

—Oh, ¿de qué han estado viviendo durante los últimos dieciocho meses?

—Ah, pues todas teníamos dinero que nos habían dejado nuestras madres. Decidimos tirar de eso y dejar nuestro patrimonio sin tocar.

Se hizo una pausa durante la cual Max no dejó de mirar a Caroline.

—Iré a ver a Whitney esta misma mañana y arreglaré el asunto; pasaré por su hotel a las dos para informarla de cómo ha salido todo.

Se imaginó a sí mismo encontrándose con la bella y joven dama y conversando con ella en la entrada del exquisito Grillon’s, ante la mirada fascinada de los demás clientes.

—Aunque, pensándolo mejor, la llevaré a dar una vuelta por el parque. Así quizá podamos charlar un poco.

Tiró del llamador y apareció Hillshaw.

—Prepare el carruaje; la señorita Twinning regresa a Grillon’s.

—Oh, no. No quisiera causarle tantas molestias —dijo Caroline.

—Mi querida niña —dijo Max lentamente—, no voy a permitir que una de mis pupilas atraviese Londres montada en un coche de alquiler. Prepare todo, Hillshaw.

—Sí, Su Excelencia —y por una vez Hillshaw se retiró, totalmente de acuerdo con su señor.

Caroline se topó con aquellos ojos azules que seguían contemplándola con cierto trasfondo de burla. Pero ella no era una dama de poco coraje y le devolvió la sonrisa con serenidad, sin saber que en ese momento estaba sellando su destino.

Jamás, pensaba Max, había conocido a una mujer tan atractiva. De una forma u otra rompería las obligaciones del tutelaje. Max aprovechó para contemplarla de nuevo con detenimiento cuando ella se puso a examinar las filas de libros forrados en piel. Tenía un rostro joven, lleno de humor y serenidad al mismo tiempo lo cual, según su experiencia, era algo raro de encontrar en las mujeres de entonces. Indudablemente, era una mujer de carácter.

Su fino oído captó el sonido de unas ruedas en la calzada. Se levantó y ella hizo lo mismo.

—Venga, señorita Twinning; su carruaje espera.

La acompañó hasta la puerta de entrada, pero se abstuvo de continuar y dejó que Hillshaw la llevase hasta el coche de caballos. Cuantas menos personas lo vieran con ella, mejor, al menos hasta que hubiera resuelto aquel lío de la tutela.