Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2008 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.
EL FUEGO MÁS OSCURO, Nº 7 - noviembre 2010
Título original: The Darkest Fire
Publicada originalmente por HQNBooks.

© 2009 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.
LA MALDICIÓN DE LA AMAZONA, Nº 7 - noviembre 2010
Título original: The Amazon's Curse
Publicada originalmente por HQNBooks.

© 2009 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.
LA PRISIÓN MÁS OSCURA, Nº 7 - noviembre 2010
Título original: The Darkest Prison
Publicada originalmente por HQNBooks.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9302-2
Editor responsable: Luis Pugni

EL FUEGO MÁS OSCURO

1

La diosa visitaba el Infierno todos los días desde hacía cientos de años, y todos los días Gerión la observaba mientras el deseo calentaba su sangre más que las llamas de la condenación que ardían más allá de su puesto. No debería haberla observado aquella primera vez y debería haber mantenido baja la mirada todas las veces desde entonces. Él era un esclavo de los demonios, engendrado por el mal; ella era una diosa creada de la luz.

No podría tenerla nunca, por mucho que lo deseara. Aquella… obsesión no tenía sentido y no le causaba más que desesperación.

Sin embargo, ese día la miró también mientras ella flotaba por la caverna yerma, rozando con los dedos de uñas de coral las rocas dentadas que separaban lo subterráneo del averno. Los tirabuzones dorados le caían por la espalda y enmarcaban un rostro tan perfecto, tan bello, que ni siquiera el de Afrodita podría comparársele. Entrecerró sus ojos luminosos y sus mejillas de alabastro se cubrieron de un color rosado.

—El muro está agrietado —dijo.

Su voz era como una canción entre el crepitar de las llamas cercanas. Él sacudió la cabeza, pensando que había imaginado sus palabras. Durante todos los siglos que habían pasado juntos, nunca habían hablado, nunca se habían apartado de lo habitual. Él era el Guardián del Infierno, y debía asegurarse de que las puertas de éste permanecieran cerradas hasta que fuera necesario arrojar algún espíritu al interior. De ese modo, no había nada ni nadie que pudiera escapar y, si alguien lo intentaba, él debía administrar el castigo. Ella era la diosa de la Opresión, y fortificaba la barrera física con sólo tocarla. El silencio no se alteraba jamás.

La incertidumbre se reflejó en el rostro de la diosa.

—¿No tienes nada que decir?

Al cabo de un instante, apareció frente a él. Gerión no la había visto moverse. De repente, una fragancia de madreselva eclipsó el hedor a azufre y carne quemada, y Gerión inhaló profundamente y cerró los ojos, extasiado. Deseaba con todas sus fuerzas que ella permaneciera justo donde estaba…

—Guardián —dijo la diosa.

—Diosa —respondió él, y abrió los ojos poco a poco, asimilando lentamente el brillo de su belleza.

De cerca no era tan perfecta como había pensado. Era mejor. Tenía la nariz perfecta, cubierta de pecas, y cuando sonreía, se le formaban hoyuelos en las mejillas. Exquisita.

¿Qué pensaría de él?

Probablemente, que era un monstruo deforme y espantoso. Sin embargo, si lo pensaba, no lo dejó entrever. En sus ojos sólo había curiosidad. Por el muro, pensó Gerión, no por él. Las mujeres no querían tener nada que ver con él ni siquiera cuando era humano; a veces se había preguntado si no estaría contaminado de nacimiento.

—Esas grietas no estaban ayer —dijo ella—. ¿Cómo se ha ocasionado tal daño?

—Todos los días, una horda de Señores de los Demonios se alza del pozo y lucha por salir. Se han cansado de su confinamiento y buscan seres humanos a los que torturar.

—¿Conoces sus nombres?

Él asintió.

—Violencia, Muerte, Mentira, Duda y Tristeza. ¿Sigo?

—No —respondió ella suavemente—, entiendo. Lo peor de lo peor.

—Sí. Dan golpes y zarpazos desde el otro lado, llenos de desesperación por pasar al reino mortal.

—Bien, detenlos —ordenó ella.

En aquel momento, Gerión habría dado los últimos vestigios de su humanidad por cumplir los deseos de la diosa. Cualquier cosa por devolverle el regalo diario de su presencia, cualquier cosa por conseguir que permaneciera allí, regalándole la dulzura de su olor.

—Tengo prohibido abandonar mi puesto, al igual que tengo prohibido abrir las puertas por otra razón que no sea la de permitir entrar a los condenados. Me temo que no puedo cumplir tu petición.

Ella suspiró.

—¿Siempre haces lo que te ordenan?

—Siempre.

Una vez había luchado contra las cadenas invisibles que lo aprisionaban. Una vez, pero nunca más. Luchar contra ellas habría sido provocar dolor y sufrimiento. No para él, pero sí para otros. Para humanos inocentes que se parecían a su madre, a su padre y a sus hermanos, a quienes trasladaban allí para sufrir tortura ante sus ojos. Los gritos… oh, los gritos. Si le hubieran causado aquel dolor y aquel sufrimiento a él mismo, no le habría importado. Se habría reído sin parar. Sin embargo, Lucifer, hermano de Hades y príncipe de los demonios, sabía exactamente lo que tenía que hacer para conseguir los resultados que deseaba.

—Nunca lo habría creído de ti. Eres un guerrero fuerte y seguro.

Sí, era un guerrero. Pero también era un esclavo.

—Lo siento.

—Te daré lo que quieras a cambio de tu ayuda —insistió la diosa—. Di cuál es tu precio y lo que desees será tuyo.

2

«Lo que desees será tuyo», había dicho ella. Ojalá. Él le pediría un solo roce de sus labios, pero no podía arriesgarse a que inocentes sufrieran sólo por saciar su deseo.

«¿Por qué te preocupas por ellos?». Cuando aquella pregunta cruzó por su mente, apretó los dientes. Se preocupaba porque, sin el bien, sólo existiría el mal. Y él había visto demasiado mal.

—Lo siento, diosa. No puedo ayudarte.

A ella se le hundieron de desilusión los delicados hombros.

—Pero ¿por qué? Tú quieres tener confinados a los demonios tanto como yo.

Gerión no quería hablarle de sus motivos. Todavía, después de tantos siglos, se sentía avergonzado. Sin embargo, se lo diría. Quizá de ese modo ella volviera a su actitud del pasado y fingiera que él no existía. Sólo con mantener aquella conversación, su anhelo por ella crecía, se intensificaba. Su cuerpo se endurecía y se preparaba. «Ella no es para ti».

—Vendí mi alma —dijo.

Había sido uno de los primeros humanos que pisaba la faz de la tierra. Estaba contento con su suerte y embelesado con su compañera, aunque a ésta la había elegido su familia y no deseaba estar con él. Ella se había puesto enferma y él se había sumido en la desesperación. Había pedido ayuda a los dioses, pero éstos no lo habían escuchado. En cambio Lucifer se apareció frente a él.

Para salvarla y ganarse su corazón, Gerión se había entregado de buena gana al príncipe oscuro, y se había transformado en bestia. Le habían salido cuernos y sus manos se habían convertido en garras. Le había crecido pelo rojizo en las piernas y, en vez de pies, había pasado a tener cascos. En segundos, un animal había sustituido al humano.

Su esposa se curó, tal y como estipulaba su contrato con Lucifer, pero no se enamoró de él. Lo dejó por otro hombre. Apretó los puños y se clavó las garras en la carne mientras se concentraba nuevamente en la diosa.

—Aunque quisiera que las cosas fueran diferentes, ya no tengo control sobre mis actos.

La diosa lo observó atentamente con la cabeza ladeada. Él se movió con incomodidad. Aquel escrutinio le resultaba agobiante, dado su aspecto repulsivo. Sin embargo, y para sorpresa suya, ella no lo miraba con repugnancia cuando dijo:

—Veré lo que puedo hacer.

Los pasillos interiores del Infierno.

—Lucifer, escúchame, te exijo que hables conmigo. Muéstrate ante mí ahora mismo, en esta misma estancia. Yo seguiré siendo exactamente como soy.

Kadence, la diosa de la Opresión, sabía que tenía que expresar sus deseos con precisión o, de lo contrario, el príncipe de los demonios los interpretaría a su conveniencia. Si se limitaba a exigirle una audiencia, él podía arrastrarla hasta su cama, atarla de pies y manos, desnudarla, y dejarla rodeada por una legión.

Pasaron varios minutos y no obtuvo ninguna respuesta. Ella sabía bien que eso era lo que iba a suceder. Él se divertía haciéndola esperar, así se sentía poderoso. Ella aprovechó el tiempo para observar su entorno. Los muros del palacio de Lucifer no eran de piedra sino de fuego. De llamas doradas, crepitantes, letales.

Odiaba aquel sitio. De las llamaradas surgían volutas de humo negro que la envolvían como los dedos de los condenados. Tenía muchas ganas de darse aire con la mano, pero no lo hizo. No estaba dispuesta a mostrar ninguna debilidad, ni siquiera con un gesto tan nimio.

Sabía que, de hacerlo, se ahogaría en vapores nocivos. A Lucifer le encantaba explotar las vulnerabilidades.

Kadence había aprendido bien aquella lección. La primera vez lo había visitado para informarles a Hades y a él de que la habían designado como su guardiana. No había nadie mejor que ella para asegurarse de que los demonios y los muertos permanecieran allí, puesto que era la esencia de la subyugación y la conquista. O eso habían pensado los dioses, y por ello la habían seleccionado para la tarea.

Ella no había podido negarse, porque la habrían castigado. Sin embargo, desde entonces había pensado muchas veces que habría sido mejor soportar el castigo que desempeñar aquella tarea. Pasaba el día durmiendo en una caverna cercana, pero no durmiendo de verdad, sino sumida en un sueño vigilante y sin perder de vista, mentalmente, ninguna de las moradas de los demonios. Y dedicaba la noche a revisar el muro. A menudo tenía que ir al palacio a informar de alguna infracción.

¿Cómo era posible que no se hubiera enterado antes de lo que estaba ocurriendo?

¿Acaso Lucifer había bloqueado sus visiones? Y de ser así, ¿qué quería obtener?

Nunca se había sentido tan indefensa.

No, eso no era cierto. Durante su primera visita, Lucifer había notado su miedo y, desde entonces, aprovechaba todas las oportunidades posibles para acrecentarlo. Un roce de fuego por acá, una pulla perversa por allá. Ella se sobresaltaba con aquellas atenciones.

Y eso había decepcionado a los dioses. La habrían llamado para que volviera a casa, seguro, de no ser porque ya la habían vinculado al muro con la intención de ayudarla en sus labores, no para ponérselo más difícil. Sin embargo, ni siquiera los dioses sabían lo fuerte que sería aquel vínculo. Se había dado cuenta de que no sólo sentía el momento en el que el muro necesitaba una reparación, sino de que se había convertido en la razón de su existencia. Su sangre era de la misma esencia que la de la piedra.

La primera vez que un demonio lo había arañado, ella había notado el dolor y había jadeado de asombro. Ya no le causaba sorpresa, aunque seguía sintiendo cada roce. Cuando un alma tocaba el muro, sentía un cosquilleo en la piel. Cuando el Infierno lo abrasaba, notaba la quemadura.

«Puedes hacerlo». El resultado de aquella reunión era más importante que nada que hubiera ocurrido antes. «Puedes».

¿Le importaría al guardián lo mucho que iba a arriesgar por él?

Se oían las risas enloquecidas de los demonios desde el exterior del palacio, y los gemidos de los torturados, y el chisporroteo de la carne separándose del hueso. Y el olor… era el mismo Infierno. Resultaba difícil permanecer en actitud estoica entre tanta vileza, sobre todo en aquel momento. Durante las semanas anteriores, su cuerpo se había quedado sin fuerzas poco a poco, y el dolor se había adueñado de ella. Al menos ya sabía por qué. Al estar unida al oscuro mundo subterráneo, aquella grieta del muro la estaba matando, literalmente.

Oyó el sonido de unos pasos y las llamas se separaron varios metros frente a ella. Por fin. Lucifer apareció en escena, tan despreocupado como un día de verano.

—He estado esperando tu regreso —dijo con voz aterciopelada. Incluso sonrió, con una expresión de pura maldad—. ¿Qué puedo hacer por ti, cariño?

3

Kadence reprimió un escalofrío. Lucifer era alto, musculoso como un guerrero y sensualmente guapo, pese al oscuro averno que ardía en sus ojos. Sin embargo, no tenía comparación con la bestia que guardaba sus dominios. La bestia cuyo rostro era tan áspero que resultaba salvaje; la bestia cuyo cuerpo, mitad hombre y mitad monstruo, debería haberle causado repulsión. Sin embargo, sus ojos castaños la cautivaban y su naturaleza protectora la intrigaba.

Ella nunca se hubiera interesado por el guardián, habría pensado que era como el resto de las criaturas de aquel reino, pero él le había salvado la vida. Por desgracia, incluso las diosas inmortales podían morir asesinadas, algo que nunca había sabido con tanta claridad como cuando las puertas exteriores del averno se habían abierto de par en par para recibir a un espíritu y un demonio había aprovechado para escapar. La criatura debería haberla temido, debería haberse inclinado ante ella, pero seguramente había sentido su miedo y había reaccionado en consecuencia, lanzándose en picado hacia su carne.

Kadence se había quedado paralizada, pero el demonio no había podido alcanzarla.

El guardián había intervenido, había destruido al demonio con un zarpazo de su garra envenenada. Después no le había dicho nada, ni ella a él tampoco. La creencia de que era igual que el resto de las criaturas del mundo subterráneo se había tambaleado, pero no se había desmoronado completamente. Ella había comenzado a estudiarlo, no obstante. Con el tiempo, se había sentido fascinada por su complejidad.

Era un destructor, pero la había salvado. No tenía nada y, sin embargo, no le había pedido nada a cambio. ¿Acaso ella lo atraía? Kadence creía que algunas veces, cuando la miraba, en sus ojos ardían unas llamas que no tenían nada que ver con la condenación.

Lucifer la observó en silencio mientras se acomodaba en su trono de almas fantasmales. En su mano se materializó una copa de la que bebió. Una gota de color carmesí se le deslizó por la comisura del labio y se derramó en su camisa blanca.

Ella sintió asco, pero mantuvo una expresión de indiferencia.

—Te provoco repugnancia, pero lo disimulas —dijo él con su sonrisa vil—. ¿Dónde está el ratón que viene normalmente de visita, el que tiembla y tartamudea? Me gusta.

Kadence alzó la barbilla. Él podía decir lo que quisiera, no iba a responderle.

—Los muros tienen grietas, y una horda de demonios está luchando por escapar.

Al príncipe se le borró la sonrisa de los labios.

—Mientes. No se atreverían.

Su agitación era comprensible. Sin los demonios, no tendría a nadie sobre quien reinar.

—Tienes razón. Tu banda de ladrones, violadores y asesinos no se atreverían a desobedecer a su soberano.

Él entrecerró los ojos con ira. Después se encogió de hombros para contrarrestar aquel gesto delator.

—Así que los muros están agrietados. ¿Qué quieres de mí?

—Al guardián. Él puede ayudarme a detener a los responsables.

Lucifer soltó un resoplido.

—No. Me gusta donde está. Mi último guardia se dejó engañar por un demonio y estuvo a punto de permitir que escapara. Gerión es inmune a sus tretas.

—Yo soy tu soberana —dijo ella—. Harás…

—No eres mi soberana —respondió él con otro gesto de furia. Después respiró profundamente y se calmó—. Eres mi… observadora. Vigilas, aconsejas y proteges, pero no ordenas.

«Porque eres demasiado débil», debía de pensar Lucifer, pero no lo dijo. No era necesario, los dos sabían que era cierto.

Muy bien, Kadence pensó que iba a conseguirlo de otro modo.

—¿Quieres que hagamos un trato?

Él asintió, como si hubiera estado esperando aquella oferta.

—De acuerdo.

Las puertas del Infierno.

—No lo entiendo —dijo Gerión, que se negaba a moverse de su puesto. Se había cruzado de brazos, un gesto que le recordaba a sus días de humano, cuando era más que un guardián, más que un monstruo—. No es posible que Lucifer me haya liberado.

—Te lo prometo. Accedió, eres libre —dijo la diosa, mirándose los pies sin añadir nada más.

¿Le estaba ocultando algo? ¿Quería tenderle una trampa? Hacía mucho tiempo desde la última vez que había tratado con una mujer, y no estaba seguro de cómo debía juzgar sus actos.

Se dio cuenta de que ella estaba más pálida de lo normal. Sus mejillas ya no tenían el color rosado y las pecas estaban atenuadas. Los tirabuzones le caían desordenadamente por los hombros y los brazos, y se dio cuenta de que los tenía manchados de hollín. Tuvo la tentación de mover la mano y entrelazar aquellos mechones en sus dedos.

¿Saldría ella corriendo si lo hiciera?

Aquel día llevaba una túnica violeta y un collar a juego, un colgante de amatista en forma de lágrima, tan grande como su puño y tan brillante como el hielo que él no había vuelto a ver desde hacía cientos de años. La diosa nunca se había puesto una vestimenta similar; normalmente se envolvía en prendas blancas, como un ángel entre la maldad, sin adornos.

—¿Cómo? —insistió él—. ¿Por qué?

—¿Tiene importancia?

—Para mí sí.

Ella dio una patada en el suelo.

—Necesito tu ayuda para arreglar el muro. Eso es suficiente por el momento, vamos —dijo moviendo los dedos—. Te enseñaré los daños.

No esperó a oír su respuesta. Se dio la vuelta y caminó hacia la esquina más lejana del muro. No, no caminó. Se deslizó como si fuera un reguero de estrellas.

Gerión titubeó sólo un segundo antes de seguirla, inhalando profundamente el olor a madreselva que la diosa dejaba a su paso.

4

Para sorpresa de Gerión, nadie saltó de entre las sombras para detenerlo. Nadie lo esperaba para castigarlo por atreverse a abandonar su puesto. ¿Era libre de verdad? ¿Podía albergar esperanzas?

La diosa no se volvió hacia él cuando la alcanzó. Pasó un dedo por la delgada grieta que había en la piedra.

—Es pequeña, lo sé, pero ha crecido desde ayer. Si los demonios continúan con sus intentos, la grieta se agrandará hasta que la piedra se rompa completamente y ellos puedan pasar al reino humano.

—Si un solo demonio lo consigue —murmuró él—, reinarán la muerte y la destrucción.

Aunque lo castigaran, la ayudaría, pensó. No podía permitir que ocurriera algo así. No podían arrebatarles la inocencia a aquellos que no lo merecían. Era algo demasiado valioso.

—¿Qué quieres que haga?

Ella emitió una exclamación de sorpresa.

—¿Vas a ayudarme? ¿Aun sabiendo que ya no estás sometido al príncipe?

—Sí.

Si ella decía la verdad y él era libre, no tenía a donde ir. Habían pasado demasiados siglos, su hogar había desaparecido. Su familia había muerto. Además, quizá ansiara la libertad que le había prometido la diosa, pero no se atrevía a confiar en ella. Quizá ella no tuviera malicia, pero Lucifer sí.

Con el príncipe siempre había un truco. Ser libre un día no significaba que pudiera seguir siéndolo al siguiente.

No, no podía albergar esperanzas.

—Gracias. No me lo esperaba. Yo… ¿Por qué vendiste tu alma? —preguntó ella suavemente, volviendo a tocar la grieta.

Hubo un instante de silencio.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó él, en vez de responder a su pregunta. No deseaba admitir la razón de su idiotez, y su humillación consiguiente.

Ella bajó el brazo y su expresión se suavizó.

—Me llamo Kadence —dijo.

Kadence. Cómo le gustaba la forma que tenían aquellas sílabas de sucederse en su mente, suaves como el terciopelo. Por los dioses, ¿cuánto tiempo hacía que no tocaba algo tan suave? Y dulce como el vino. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había probado aquella bebida?

—Yo, Gerión.

En otra época, él tenía un nombre distinto. Sin embargo, al llegar allí, Lucifer lo había llamado Gerión, Guardián de los Condenados, todo lo que era y todo lo que sería.

Según le había dicho una vez un demonio, algunas leyendas lo describían como un centauro de tres cabezas. Otras, como un perro agresivo. Nada podía compararse a lo que era en realidad, así que no le importaban aquellas historias.

—Cumpliré tus órdenes, Kadence.

A ella se le cortó la respiración, y él se dio cuenta.

—Dices mi nombre como si fuera una plegaria —le dijo con asombro.

¿De veras era así?

—Lo siento.

—No lo sientas —dijo la diosa, y se ruborizó. Después dio una palmada y dirigió la conversación hacia lo que debería haber sido su primera preocupación—. Primero debemos arreglar esa grieta.

Gerión asintió.

—Me temo que el muro está muy dañado. Tapar la grieta sólo servirá para fortalecerlo durante un tiempo —y no impedirá que, finalmente, se derrumbe, pensó.

—Sí. Conociendo a los demonios como los conozco, volverán a la carga. Gerión, no debería pedirte esto, pero no sé a quién más podría pedírselo.

—Pídeme lo que desees —dijo él. Se encargaría de hacerlo, fueran cuales fueran las consecuencias—. Será un placer ayudarte.

—Espero que recuerdes esas palabras, porque después de arreglar el muro, debemos entrar al Infierno y dar caza a los demonios que quieren destruirlo.

5

Durante horas, Gerión trabajó en el arreglo del muro, pidiendo a Kadence que se mantuviera apartada. Le dijo que los demonios eran muy peligrosos, y que preferían capturar vivas y frescas a sus presas. Lo que no le dijo fue que ella era frágil, vulnerable. No era necesario que se lo dijera. Ella le leía el pensamiento con sólo mirarlo a los ojos.

Se negó a permitirle ir solo. No había ofrecido algo que podría granjearle la ira de los dioses para luego enviar a Gerión a una misión que no podría llevar a cabo sin su ayuda.

Aunque los demonios no eran suyos, ella podía obligarlos a obedecer. Eso esperaba. Además, quizá su aspecto fuera frágil, pero tenía un interior de hierro.

Se lo había demostrado a Lucifer poco antes.

De niña, había sido una fuerza indomable. Un torbellino que se llevaba por delante todo lo que hubiera a su paso. No era intencionado; simplemente seguía los impulsos que surgían en su mente. «Dominar. Ordenar». Cuando se dio cuenta de que había acabado con la fuerza mental de su propia madre, de que había dejado reducida a un caparazón sin vida a aquella diosa que había sido vibrante, se encerró en sí misma, temerosa de lo que era y de quién era. Temerosa de todo lo que podía hacer, por mucho que no quisiera.

Por desgracia, con aquel miedo vinieron otros, como si hubiera abierto una puerta al temor. Miedo de la gente, de los lugares, de las emociones. Durante siglos, se había comportado como un ratón, justamente lo que le había dicho Lucifer.

Bajo a aquellos miedos, sin embargo, seguía siendo la misma diosa de su infancia: Opresión.

Gerión había apartado de mala gana los peñascos que separaban la caverna de un pozo enorme, sólo una pequeña abertura y, al instante, habían aparecido llamas y brazos con escamas. Él había entrado en primer lugar, ordenándoles que retrocedieran. Para sorpresa de Kadence, habían obedecido en cuanto ella se había acercado. En parte quería creer que lo habían hecho porque la temían; sin embargo, sabía que temían a Gerión.

—¿Preparada? —le preguntó él. Estaba a la izquierda de la puerta, y ella a la derecha—. ¿Preparada? —insistió, y alargó los brazos hacia ella.

¿Para protegerla? ¿Para ayudarla? Después de todo, estaban colgados sobre una enorme roca, y abajo esperaba un pozo de fuego que los engulliría si caían.

—Sí —dijo Kadence.

«Por fin voy a tocarlo. Seguramente no será tan divino como espera mi cuerpo. Nada podría serlo». Sin embargo, justo antes de tocarla, él bajó los brazos y se retiró. Kadence suspiró de desilusión y se agarró con fuerza a la pared, moviendo los pies por el delgado saliente tan cuidadosamente como podía.

—Por aquí —dijo él, y le señaló la abertura con un gesto de la cabeza.

—De acuerdo. Y gracias. Por todo.

Normalmente, ella entraba en el palacio de Lucifer sin abrir la puerta, porque tenía miedo de caer en aquel pozo de fuego. Aquel día no. No podía permitirse el temor.

—De nada —dijo él, y volvió a colocar las piedras.

Ella agitó la mano sobre los peñascos para dejar allí trazos de su poder. Como ya no había guardián para vigilar la entrada, era necesario fortalecerla, pese al hecho de que al hacerlo, ella se debilitaba.