Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2006 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos reservados.
LA NOVIA ROBADA, Nº 47 - febrero 2011
Título original: The Stolen Bride
Publicada originalmente por HQN™ Books.
Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9798-3
Editor responsable: Luis Pugni
Imagen de cubierta: LUBA V. NEL/DREAMSTIME.COM

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Portadilla

Prólogo

Askeaton, Irlanda, junio de 1814

La llamada de lo desconocido. Estaba allí, a su alrededor, en su interior; la llamada de la aventura era una inquietud apremiante. Nunca la había sentido con más fuerza, y era imposible seguir ignorándola durante más tiempo.

Sean O’Neill se detuvo en el patio de la casa solariega que había sido de su familia durante cuatro siglos. Él había reconstruido los muros que tenía frente a sí con sus propias manos. Había ayudado a los artesanos del pueblo a reemplazar las ventanas, y los antiguos suelos de piedra del interior.

Con un ejército de sirvientas, había rescatado las espadas quemadas del salón principal, todas ellas herencia de la familia. Sin embargo, los tapices que adornaban la estancia se habían quemado por completo.

También había arado los campos carbonizados y ennegrecidos junto a los arrendatarios de las tierras de los O’Neill, día tras día y semana tras semana, hasta que la tierra fue fértil de nuevo. Había supervisado la selección, compra y transporte del ganado vacuno y ovino que había reemplazado a los rebaños destruidos por las tropas británicas en aquel negro verano de 1798.

En aquel momento, erguido sobre su montura, con las alforjas llenas, observaba como las ovejas pastaban con sus crías en las colinas que había detrás de la casa, bajo los primeros rayos de sol.

Él había reconstruido aquella finca con el sudor de su frente, y a veces, con lágrimas también. Había reconstruido Askeaton para su hermano mayor, durante los años que Devlin había pasado en el mar, como capitán de la marina real, luchando en la guerra contra los franceses.

Devlin había vuelto a casa unos días antes con su mujer americana y su hija. Se había licenciado de la marina y Sean sabía que iba a quedarse en Askeaton. Y así era como debían ser las cosas.

Sintió inquietud. No estaba seguro de qué era lo que quería, pero sabía que su tarea allí había terminado. Había algo allí fuera, esperándolo, algo grande que lo llamaba como las sirenas llamaban a los marineros. Sólo tenía veinticuatro años y sonreía al sol, exultante y preparado para cualquier aventura que el destino quisiera proponerle.

–¡Sean! ¡Espera!

Sintió una breve incredulidad al oír la voz de Eleanor de Warenne. Sin embargo, debería haber sabido que ella estaría despierta a aquellas horas, y que lo sorprendería mientras él se disponía a partir.

Desde el día en que la madre de Sean se había casado con el padre de Eleanor, ésta se había convertido en la sombra de Sean. Aquello había ocurrido cuando ella era una pequeña de dos años y él un sombrío niño de ocho.

Cuando eran niños, Eleanor lo había seguido como un perrito, algunas veces divirtiéndolo y otras veces molestándolo. Y cuando él había comenzado la restauración de las tierras de su familia, ella había estado a su lado, de rodillas, sacando piedras rotas del suelo con él. Cuando Eleanor había cumplido dieciséis años, la habían enviado a Inglaterra; desde entonces, ya no parecía la pequeña Elle. Sean se volvió hacia ella con incomodidad.

Y ella lo alcanzó apresuradamente. Siempre había tenido un paso de zancadas largas, nunca el paso gracioso de una dama. Aquello no había cambiado, pero sí todo lo demás. Sean se puso muy tenso, porque ella estaba descalza y sólo llevaba un camisón de algodón blanco.

Y en aquel instante, no supo quién era la mujer que lo estaba llamando. El camisón le acariciaba el cuerpo como un guante de seda, indicando curvas que él no podía reconocer.

–¿Adónde vas? ¿Por qué no me habías despertado? ¡Iré a montar contigo! Podemos echar una carrera hasta la iglesia y volver –dijo Eleanor.

De repente, sin embargo, se quedó callada, inmóvil, mirando con los ojos muy abiertos las alforjas del caballo de Sean. La sonrisa se le había borrado de los labios. Él notó su sorpresa, seguida por la comprensión, pero aún estaba luchando con la impresión que él mismo había experimentado.

Siempre pensaría en Elle como una niña poco elegante, alta y desgarbada tuviera la edad que tuviera, con la cara muy delgada y angulosa, y con el pelo recogido en unas trenzas que le llegaban a la cintura. ¿Qué le había ocurrido en aquellos dos años? Sean no estaba seguro de cuándo se habían desarrollado en su cuerpo aquellas curvas tan poco recatadas y femeninas, o de cuándo se le había llenado la cara, convirtiéndose en un óvalo perfecto.

Él apartó la vista del cuello de su camisón, que le había parecido indecente. Después apartó la vista de sus caderas, que no podían pertenecerle a Elle. Le ardían las mejillas.

–No puedes ir por ahí en camisón. ¡Te va a ver alguien! –exclamó.

La noche anterior, Sean había estado sentado frente a ella en la mesa, y también se había sentido incómodo; cada vez que miraba a Elle, ella sonreía e intentaba mantener la mirada. Después, Sean había hecho todo lo posible por evitar el contacto visual.

–Me has visto mil veces en camisón –dijo ella lentamente–. ¿Adónde vas?

Él la miró. Sus ojos no habían cambiado, y Sean se sentía agradecido por aquello. Tenían el color del ámbar y la forma de una almendra, y en ellos, él siempre había podido descifrar el estado de ánimo de Elle, sus pensamientos, sus emociones. En aquel momento, ella estaba preocupada. La reacción de Sean fue inmediata: sonrió para reconfortarla. De algún modo, su deber había sido siempre aliviar los miedos de Elle.

–Tengo que irme –le explicó–. Pero volveré.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella con incredulidad.

–Elle, hay algo ahí fuera, y necesito encontrarlo.

–¿Qué? –preguntó ella, con una mirada de horror–. ¡No! ¡Ahí fuera no hay nada! ¡Yo estoy aquí!

Sean se quedó callado, sin apartar la vista de Elle. Él sabía, como todo el mundo de sus dos familias, que ella había tenido un enamoramiento tonto y salvaje por él desde siempre. Nadie sabía exactamente cuándo, pero de niña, Elle había decidido que lo quería y que un día se casaría con él.

A Sean lo divertían aquellas afirmaciones. Siempre había sido consciente de que ella superaría aquellas tonterías con la edad. No tenían lazos de sangre, pero él la consideraba una hermana. Eleanor era la hija de un conde, y un día se casaría con un hombre de título o muy rico, o ambas cosas.

–Elle –le dijo él con tranquilidad–. Askeaton le pertenece a Devlin. Ahora ya está en casa. Y yo tengo la sensación de que hay algo más para mí ahí fuera. Necesito irme. Quiero irme.

Ella había palidecido.

–¡No! ¡No puedes irte! No hay nada ahí fuera, ¿de qué estás hablando? ¡Tu vida está aquí! Nosotros estamos aquí, tu familia, y yo. ¡Y Askeaton es tuyo también, tanto como de Devlin!

Él decidió no rebatir aquello, porque Devlin le había comprado Askeaton al conde ocho años antes. Titubeó, intentando encontrar las palabras adecuadas para que ella lo comprendiera.

–Tengo que irme. Además, tú ya no me necesitas. Has crecido –dijo, y su sonrisa se apagó–. Pronto te enviarán de vuelta a Inglaterra, y ya no pensarás más en mí. Tendrás muchos pretendientes –añadió, y sin saber por qué, aquella idea le pareció rara y desagradable–. Vuelve a la cama.

Una expresión de pura determinación se reflejó en el semblante de Elle, y él se sintió tenso. Cuando ella tenía un objetivo, no había forma de impedirle que lo consiguiera.

–Voy contigo –anunció.

–¡Por supuesto que no!

–¡No se te ocurra marcharte sin mí! ¡Voy a pedir que me ensillen un caballo! –gritó ella, dándose la vuelta para entrar corriendo a la casa.

Sean la tomó por el brazo e hizo que se girara. En cuanto sintió su cuerpo suave contra el suyo, le falló el cerebro. Al instante, la apartó de sí.

–Sé que siempre te has salido con la tuya en todo, incluyéndome a mí. Pero esta vez no.

–¡Te has estado comportando como un idiota desde ayer! ¡Me has estado evitando! Y no te atrevas a negarlo. Ni siquiera me mirabas –exclamó Elle–. ¿Y ahora dices que me dejas?

–Me marcho. No te estoy dejando. Sencillamente, me voy.

–No lo entiendo –dijo ella con los ojos llenos de lágrimas–. ¡Llévame contigo!

–Vas a volver a Inglaterra.

–¡Lo odio!

Claro que lo odiaba. Elle era una flor silvestre, no una rosa de invernadero. Se había criado con cinco hermanos y había nacido para recorrer las colinas de Irlanda a caballo, no para bailar en los eventos sociales londinenses. En aquel momento, allí, frente a él, con las mejillas húmedas de lágrimas, parecía nuevamente una niña de ocho años, abrumada por el disgusto y muy vulnerable.

Y al instante, él la tomó entre sus brazos, como había hecho cientos de veces antes.

–No pasa nada –le dijo suavemente.

Sin embargo, en el momento en que sintió sus pechos en el torso, la soltó. Notó que le ardían las mejillas.

–¿Vas a volver? –le preguntó ella, aferrándose a sus brazos.

–Claro que sí –dijo él con sequedad, intentando apartarse.

–¿Cuándo?

–No estoy seguro. En uno o dos años.

–¿Uno o dos años? –repitió ella, llorando–. ¿Cómo puedes hacer algo así? ¿Cómo puedes dejarme durante tanto tiempo? ¡Yo ya te echo de menos! ¡Eres mi mejor amigo! ¡Yo soy tu mejor amiga! ¿No me vas a echar de menos?

Él se rindió y le tomó la mano.

–Claro que te voy a echar de menos –le dijo suavemente. Era la verdad.

–Prométeme que vas a volver por mí –le rogó ella.

–Te lo prometo –respondió Sean.

Mientras se miraban fijamente, tomados de las manos, ella lloraba. Con delicadeza, él se soltó. Era hora de marchar. Se volvió hacia el caballo y alzó la pierna hacia el estribo.

–¡Espera!

Él se dio la vuelta a medias, y antes de que pudiera reaccionar, ella le pasó los brazos por el cuello y lo besó.

Sean se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Elle, la pequeña Elle, alta y delgaducha, lo suficientemente temeraria como para saltar de la vieja torre de piedra que había detrás de la casa y de reírse mientras lo hacía, lo estaba besando en los labios. Pero aquello era imposible, porque quien estaba entre sus brazos era una mujer, la dueña de un cuerpo suave y cálido, con unos labios abiertos y ardientes.

Horrorizado, Sean se retiró de un salto.

–¿Qué es eso?

–¡Un beso, tonto!

Él se limpió la boca con el dorso de la mano, sin salir de su asombro.

–¿No te ha gustado? –le preguntó Elle con incredulidad.

–No, no me ha gustado –gritó Sean.

Se había puesto furioso, con ella y consigo mismo. Subió al caballo rápidamente y la miró. Ella estaba sollozando en silencio, cubriéndose la boca con la mano.

Él no podía soportar que llorara.

–No llores. Por favor.

Ella asintió y luchó contra el llanto hasta que cesó.

–Prométemelo otra vez.

Él tomó aire.

–Te lo prometo.

Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

Entonces, Sean sonrió, aunque también tenía ganas de llorar. Después agitó las riendas de su caballo y comenzó a galopar. No quería salir tan rápidamente, pero no podía presenciar más el sufrimiento de Eleanor. Cuando se sintió seguro de que podía hacerlo, miró hacia atrás.

Ella no se había movido. Seguía junto a las puertas de hierro de la finca, mirando como él se alejaba. Eleanor alzó la mano, e incluso desde la distancia, él percibió su miedo y su tristeza.

Él también alzó la mano para saludarla. Quizá aquello fuera lo mejor, pensó, temblando por dentro. Se volvió hacia el camino y siguió avanzando hacia el este.

Cuando llegó a la primera colina, se detuvo una última vez. Le latía el corazón con fuerza, aceleradamente, inquietantemente. Miró de nuevo a su casa. El edificio se veía tan pequeño como una casa de juguete. Había una pequeña figura blanca junto a las puertas de hierro. Elle seguía sin moverse.

Y se preguntó si lo que estaba buscando no lo tenía ya en su poder.

Capítulo 1

7 de octubre, 1818, Adare, Irlanda

En tres días iba a casarse. ¿Cómo había ocurrido aquello?

En tres días iba a casarse con un caballero al que todo el mundo consideraba perfecto para ella. En tres cortos días, iba a convertirse en la esposa de Peter Sinclair. Eleanor de Warenne estaba asustada.

Iba tan inclinada sobre el lomo de su caballo que sólo veía su pelaje y su crin. Lo espoleó para que galopara más rápidamente, más peligrosamente. Eleanor quería correr más que su nerviosismo y su miedo.

Y brevemente, lo consiguió. La sensación de velocidad se hizo absorbente; no podía haber otro sentimiento ni otros pensamientos. El suelo era un borrón bajo los cascos del caballo. Finalmente, el presente se desvaneció. La euforia se adueñó de ella.

El amanecer iluminaba el pálido cielo. Finalmente, Eleanor se agotó, y también el semental que montaba. Se irguió y el animal aminoró el paso. Al instante, ella recordó su inminente matrimonio.

Eleanor hizo que el caballo disminuyera la velocidad hasta el trote. Había llegado al punto más alto de la colina, y miró hacia abajo, hacia su casa. Adare era la cabeza de las tierras de su padre, que abarcaban tres condados, cien pueblos, miles de granjas y una mina de carbón muy productiva, además de varias canteras.

Más abajo, la colina se convertía en un espeso bosque, y más allá, en una pradera exuberante que, atravesada por un río, terminaba en los jardines que rodeaban la enorme mansión de piedra que era su hogar. Aquella mansión, que había sido reformada cien años antes, era un rectángulo de tres pisos, con una docena de columnas que sujetaban el tejado y el frontón triangular. Había dos alas más detrás de la fachada, una reservada para la familia, y la otra para sus invitados.

Su casa estaba, en aquel momento, abarrotada de familia e invitados. Asistirían trescientas personas al enlace, y los cincuenta miembros de la familia de Peter estaban alojados en el ala este. El resto se quedaban en las posadas de los pueblos y en el Gran Hotel de Limerick.

Eleanor miró hacia la finca, sin aliento, sudorosa; la trenza se le había deshecho, y vestía un par de pantalones que le había robado siglos atrás a alguno de sus hermanos. Después de su presentación en sociedad, dos años antes, le habían pedido que montara con un traje de amazona adecua do para una dama.

Sin embargo, se había criado con tres hermanos y con dos hermanastros, y pensaba que aquello era absurdo. Desde entonces, había comenzado a montar al amanecer para poder montar a horcajadas y hacer saltos, cosas imposibles de llevar a cabo con falda. La sociedad consideraría su comportamiento reprobable, y también su prometido, si descubría que a ella le gustaba montar y vestirse como un hombre.

Por supuesto, no tenía intención de permitir que nadie la descubriera. Quería casarse con Peter Sinclair, ¿verdad?

Eleanor no pudo soportarlo, entonces. Había pensado que su pena y su preocupación habían pasado hacía mucho tiempo, pero en aquel momento tenía el corazón destrozado. Sabía que debía casarse con Peter, pero con su boda tan cerca, tenía que admitir una verdad terrible y aterradora. Ya no estaba segura. Y más importante aún, tenía que saber si Sean estaba vivo o muerto.

Eleanor guió al caballo colina abajo. Tenía el pulso acelerado a causa de unos sentimientos que no quería experimentar. Él la había dejado cuatro años antes. Y el año anterior, ella había conseguido aceptar la realidad de su desaparición. Después de esperar su vuelta durante tres interminables años, después de negarse a creer la conclusión a la que había llegado su familia, se había despertado una mañana con una horrible certidumbre. Sean se había marchado para siempre. No iba a volver. Todos tenían razón: él no había vuelto a dar señales de vida. Casi con toda seguridad, debía de estar muerto.

Durante varios días había permanecido encerrada en su habitación, llorando la muerte de su mejor amigo, del chico con el que había pasado la mayor parte de su vida, del hombre al que amaba. Y a la cuarta mañana, había salido de su habitación y había ido a ver a su padre.

–Estoy lista para casarme, padre. Me gustaría que encontraras un candidato apropiado.

El conde, que estaba solo en la sala del desayuno, la miró boquiabierto.

–Alguien con un buen título y rico, alguien a quien le guste la caza tanto como a mí, y pasablemente atractivo –había proseguido Eleanor. Ya no le quedaban emociones. Añadió con expresión sombría–: De hecho, deberá ser un jinete excepcional, o no conseguiremos llevarnos bien.

–Eleanor… –le dijo el conde, poniéndose en pie–, has tomado la decisión correcta.

Ella había evitado la cuestión.

–Sí, lo sé.

Después, se marchó antes de que su padre pudiera preguntarle cuál era el motivo de tan súbito cambio de opinión. Eleanor no quería hablar de sus sentimientos con nadie.

Un mes después había tenido lugar la presentación. Peter Sinclair era el heredero de un condado y de unas tierras situadas en Chatton, y su familia era rica. Tenía su misma edad, y era guapo y encantador. Era un jinete experto, y criaba caballos purasangre.

Eleanor había sentido desconfianza por su origen inglés, ya que durante sus dos temporadas sociales en Londres había sufrido la persecución de algunos mujeriegos, pero, al conocerlo, había sentido simpatía por él casi al instante. Él se había comportado de un modo sincero desde el principio. Aquella misma noche, ella había decidido que el matrimonio con él sería posible. La celebración de la boda se había fijado para poco después, dada la edad de Eleanor.

De repente, ella se sintió como si estuviera sobre un caballo salvaje, uno al que no podía controlar. Había montado durante toda su vida, y sabía que el único recurso que tenía era saltar.

Sin embargo, ella nunca había huido de nada, nunca en sus veintidós años de vida. En vez de eso, había ejercitado su voluntad y su habilidad sobre el caballo y había conseguido controlarlo.

Había intentado convencerse de que todas las novias estaban nerviosas antes de la boda; después de todo, su vida estaba a punto de cambiar para siempre. No sólo se casaría con Peter Sinclair, sino que además se iría a vivir a Chatton, en Inglaterra, dirigiría su casa y, pronto, llevaría un hijo suyo en el vientre. Dios, ¿podría hacerlo?

Ojalá supiera, al menos, lo que le había ocurrido a Sean.

Sin embargo, probablemente nunca lo sabría. Su padre y Devlin habían pasado años buscándolo, incluso a través de la policía, los Bow Street Runners. Sin embargo, nadie lo había encontrado. Sean O’Neill se había desvanecido.

Una vez más, se maldijo por haberlo dejado marchar. Eleanor había intentado detenerlo; debería haberlo intentado con más ímpetu.

Bruscamente, Eleanor detuvo su montura y cerró los ojos con fuerza. Peter sería un marido perfecto, y ella estaba muy encariñada con él. Sean no estaba. Además, Sean nunca la había mirado del mismo modo en que la miraba Peter. Su prometido era bueno, divertido, encantador, rubio y guapo. Estaba loco por los caballos, como ella. Era un estupendo partido, tal y como habrían dicho las debutantes de los bailes a los que ella se había visto obligada a asistir.

Eleanor taloneó al caballo para que siguiera avanzando. No sabía por qué se estaba mintiendo de aquella manera. Peter era un buen hombre, pero… ¿cómo iba a casarse con él cuando existía la más mínima posibilidad de que Sean estuviera vivo? ¡Por otra parte, ya no podía romper los contratos de matrimonio!

De repente, sintió un profundo pánico. En Londres, ella había sido todo un fracaso. Odiaba los bailes, donde la desairaban por ser irlandesa y alta, y porque prefería los caballos a las fiestas. Los ingleses habían sido terriblemente condescendientes. Y estaba segura de que también sería un fracaso en Chatton. Aunque Peter nunca hubiera cuestionado su origen, cuando la conociera también sería condescendiente con ella.

Porque ella no era una dama lo suficientemente educada como para ser una esposa inglesa. Las damas no montaban a caballo a horcajadas, con pantalones y a solas al amanecer. Y aunque algunas eran lo suficientemente valientes como para ir a la caza del zorro, las damas no disparaban carabinas ni practicaban la esgrima. Peter no la conocía en absoluto.

Las damas no mentían.

Era como si Sean estuviera a su lado, clavándole una mirada llena de acusaciones. Ojalá él no la hubiera dejado. ¿Cómo era posible que aquello siguiera haciéndole daño, a punto de casarse, y cuando había invertido un año entero de su vida en su relación con Peter?

Cerró los ojos otra vez y vio de nuevo a un hombre alto, moreno, de ojos asombrosamente plateados.

«Las damas no mienten, Elle».

Eleanor no pudo soportar aquella punzada de tristeza. No necesitaba aquellos pensamientos en aquel preciso instante. No quería tenerlos.

–¡Vete! –exclamó, casi llorando–. ¡Déjame en paz, por favor!

Sin embargo, el daño estaba hecho. Ella se había atrevido a dejarlo entrar de nuevo en su mente, y a tan sólo unos días de su boda, Sean no iba a marcharse.

Eleanor conocía a Sean desde que eran niños. La madre de Sean se había quedado viuda durante una terrible masacre provocada por los ingleses, y su padre, que también era viudo por aquella época, se había casado con Mary O’Neill y había acogido a Sean y a su hermano. Aunque nunca los había adoptado legalmente, había criado a los niños O’Neill junto a sus tres hijos y a Eleanor, tratándolos como si también fueran suyos.

Eleanor tenía tantos recuerdos… Incluso cuando era un bebé que apenas andaba, pensaba que Sean era un príncipe, aunque en realidad su familia era de la pequeña nobleza irlandesa, y católicos empobrecidos.

Ella había gateado tras él, llamándolo, intentando seguirlo a todas partes. Al principio, él había sido amable y la había llevado sobre los hombros, o la había tomado de la mano para devolvérsela a su niñera. Sin embargo, su amabilidad se había convertido en irritación cuando Eleanor había crecido y, de niña, había comenzado a esconderse en la clase en la que él tomaba sus lecciones, y le había aconsejado cómo hacer mejor las cosas. Sean llamaba al profesor y le decía a Eleanor que se marchara y se ocupara de sus asuntos. Por desgracia, incluso a los seis años, a Eleanor se le daban mejor las matemáticas que a él.

Si a Sean se le ocurría escapar de las lecciones durante un día, ella lo seguía hasta el estanque, decidida también a pescar. Sean intentaba asustarla con los gusanos, pero Eleanor lo ayudaba a ponerlos en los anzuelos. Ella también era mejor en eso.

–Está bien, mala hierba, puedes quedarte –refunfuñaba él finalmente.

Un antiguo dolor se estaba adueñando de ella, pero sin embargo se dio cuenta de que también estaba sonriendo. Había desmontado y caminaba con las riendas del caballo en la mano. Ya estaba cerca de los establos, y mientras avanzaban, el animal pastaba con satisfacción.

A Eleanor se le llenaron los ojos de lágrimas. Sean no estaba allí. Ella deseaba con todo su corazón que volviera, y lo echaba de menos, pero ¿de qué servía? La lógica le decía que si hubiera querido volver, ya lo habría hecho. Y el sentido común le decía, además, algo mucho más doloroso: Sean nunca había demostrado que sintiera por ella otra cosa que afecto fraternal.

Al llegar junto a una de las entradas de la finca, Eleanor se dio cuenta de que se le acercaba un hombre. Al instante reconoció a su hermano mayor, Tyrell. Él estaba tan ocupado con todos los asuntos de las tierras, el condado y la familia que ya no pasaban mucho tiempo juntos, pero no había ningún hombre más sólido o más bueno que él.

Un día, Tyrell se convertiría en el patriarca de la familia, y habría que plantearle todos los problemas y las crisis, tanto personales como de otra clase, para que las resolviera. Ella lo admiraba mucho. Era su hermano favorito.

Tyrell se detuvo ante ella, y Eleanor se alegró mucho de habérselo encontrado. Era un hombre alto, musculoso y moreno. Sonrió y le dijo a su hermana:

–Me alegro de ver que estás bien. Te vi desde la ventana, y cuando bajaste del caballo, temí que hubiera ocurrido algo malo.

Eleanor esbozó una sonrisa forzada. Se sentía triste y frágil.

–Estoy bien. Decidí dejar pastar un poco a Apollo, eso es todo.

Tyrell la miró fijamente.

–Sé que siempre te ha gustado madrugar, pero creía que habíamos hecho el trato de que no montarías de este modo mientras tuviéramos tantos invitados.

Eleanor intentó seguir sonriendo, pero evitó su mirada.

–Tenía que montar esta mañana.

–¿Qué te ocurre? –le preguntó Tyrell sin rodeos, y cariñosamente, la tomó de la mano–. A la mayoría de las novias les gustaría poder dormir más para estar más bellas, cariño –le dijo.

–Dormir más no me va a acortar la estatura –respondió ella con sarcasmo–. Las bellezas de verdad no son tan altas como los hombres, y más altas que sus maridos.

Él sonrió brevemente.

–¿Has decidido que quieres un marido más alto? Es un poco tarde para cambiar de opinión.

Demonios, el primer pensamiento de Eleanor fue que a Sean apenas le llegaba por la barbilla, incluso con las botas puestas. Consternada, Eleanor se mordió el labio inferior.

–Le tengo mucho cariño a Peter –murmuró–. No me importa que nuestros ojos estén a la misma altura cuando yo estoy descalza.

–Me alegro, porque él está muy enamorado de ti –le dijo Tyrell seriamente.

–¿De verdad lo crees? Voy a aportar una gran fortuna al matrimonio.

–Es muy evidente que está enamorado, Eleanor. ¿Por qué estás inquieta?

–Estoy confusa –respondió ella con un suspiro.

Él le señaló un banco de piedra con una expresión amable. Ella le entregó las riendas del caballo y ambos se sentaron.

–De veras aprecio a Peter –dijo–. Es muy inteligente y considerado, y he disfrutado durante el tiempo que hemos pasado juntos. Sabes que detesto los bailes, pero estos últimos meses, con él a mi lado, no me ha importado bailar.

–Él ha sido bueno contigo, Eleanor –le dijo Tyrell–. Toda la familia está de acuerdo en eso. Te va a convertir en una dama elegante y convencional.

–Yo he intentado de veras ser una dama –dijo ella.

«Las damas no mienten, Elle».

De nuevo, Eleanor sintió pánico. Se levantó con brusquedad.

–¡Tyrell! Sean me está obsesionando. ¡No puedo hacerlo! ¡De verdad, no puedo! Deberíamos cancelar la boda. No me importa convertirme en una solterona.

Él abrió los ojos de par en par.

–Eleanor, ¿qué es lo que ha motivado esto ahora? –le preguntó con cautela.

–¡No lo sé! Si al menos supiéramos dónde está Sean… si supiéramos lo que le ha ocurrido…

Tyrell permaneció en silencio.

Ella llenó aquel silencio.

–Sé que tú piensas que está muerto. Sé lo que dijo la policía. Yo aún lo echo de menos –susurró Eleanor.

Y para su asombro, se dio cuenta de que seguía echándolo tanto de menos que era como si le atravesaran el corazón con un puñal.

Tyrell le pasó el brazo por los hombros.

–Lo has querido durante toda la vida, y lleva cuatro años lejos de aquí. Estoy seguro de que una parte de ti lo añorará para siempre. Peter es un gran partido para ti, Eleanor, en todos los sentidos, y yo estoy muy contento porque sé que además está verdaderamente enamorado de ti.

Ella apenas lo oyó.

–¿Pero cómo voy a hacer todo esto si me siento así? ¡Estoy tan inquieta! Es casi como si Sean estuviera aquí y me impidiera seguir adelante. Voy a ser la esposa de Peter Sinclair. Voy a tener sus hijos. Voy a vivir en Chatton.

–¿Y si Sean estuviera aquí las cosas serían distintas?

–¡Sí! –respondió ella, y se ruborizó–. Comprendo lo que quieres decir. Él nunca me quiso como me quiere Peter. Lo sé, Ty. Entonces, ¿por qué tengo que estar pensando en él a todas horas?

–Todas las novias se ponen muy nerviosas antes de sus bodas, o al menos, eso me han dicho –le dijo Tyrell con una sonrisa reconfortante–. Quizá estés buscando excusas para posponer el evento, o quizá para huir.

Ella lo observó atentamente.

–Quizá tengas razón. ¿Qué debería hacer?

–Eleanor… Ya has esperado durante cuatro años a Sean. ¿Qué crees que deberías hacer? ¿Esperar otros cuatro?

Aquello era lo que su corazón deseaba. Finalmente, Eleanor dijo:

–Él no está muerto, Ty. Lo sé. Lo siento. Está muy vivo. Me ha hecho mucho daño, pero un día volverá y nos contará lo que ocurrió y por qué.

–Espero que tengas razón –dijo Tyrell con seriedad–. Una persona muy sabia dijo una vez que nosotros no elegimos el amor. El amor nos elige a nosotros. El amor verdadero nunca muere, Eleanor.

–¿Y qué hago? –le preguntó en tono suplicante su hermana.

–Sinceramente, no me sorprende que te sientas atormentada por sus recuerdos justo antes de tu boda. Teniendo en cuenta el pasado, sería raro que no pensaras en él. Pero eso no significa que tengas que cancelar tu boda con Sinclair.

–¿Qué quieres decir?

–Eleanor, deseo que tengas una vida propia. Tu hogar, tu familia, un futuro con la alegría de los hijos. Sean nunca correspondió a tus sentimientos, y no sabemos dónde está o si volverá algún día. Sinclair te está ofreciendo un futuro de verdad. Creo que sería un error que lo abandonaras en el altar. No encontrarás una oportunidad así de nuevo. Sinclair es estupendo para ti.

Eleanor se dio cuenta de que no le importaba lo que él le estaba diciendo. Se encorvó sobre el banco, consumida de desesperanza y duda.

Tyrell siguió hablando con delicadeza.

–Sinclair es un hombre honorable, y se ha enamorado de ti. ¿De veras estás pensando en romper el compromiso a causa de la remota posibilidad de que Sean vuelva y se dé cuenta de que te quiere?

Ella se sentía tan abrumada que no podía pensar con claridad. Tyrell tenía razón. Estaba siendo absurda. Y le había dado su palabra a Peter Sinclair.

–Claro que, si tú no quisieras nada a Sinclair, yo no querría que te casaras con él –prosiguió su hermano–. Pero, por lo que he visto, creo que le tienes mucho cariño. Me he sentido muy feliz al verte reír de nuevo, Eleanor. Y nunca pensé que te vería sonreír durante un baile.

Eleanor respiró profundamente y tomó una decisión.

–Tienes razón. Soy muy afortunada. Peter tiene título, es rico, guapo y bueno, y además me quiere. Debo de ser la tonta más grande del mundo por pensar en romper este compromiso a causa de un hombre que no me quiere, que ni siquiera está aquí. Un hombre que todo el mundo da por muerto.

–Nunca has sido tonta –replicó Tyrell–, pero me alegra que sigas adelante con la boda. No soy capaz de explicarte el placer que experimentarás al tener una familia propia.

–Tú escandalizaste a toda la sociedad al elegir a Lizzie en vez de casarte según tu deber, Ty. Te casaste por amor, por amor verdadero; así que yo no estoy tan segura de que vaya a disfrutar de todo lo que tú tienes.

–Nunca lo sabrás si no lo intentas –dijo él–. Yo nunca te animaría a este matrimonio si no tuviera grandes esperanzas en él. Quiero que te sientas amada y que seas feliz, Eleanor. Todos lo queremos.

Ella lo abrazó.

–¡Eres mi hermano favorito! ¿Te lo había dicho?

Él se rió.

–Creo que sí –le dijo él con una sonrisa de afecto–. ¿Y, Eleanor? No te vuelvas demasiado damisela, por favor.

Ella sonrió.

–Como es un truco, no tienes que temer que mi carácter se transforme demasiado. ¿No es prueba de ello mi atuendo? –dijo, y señaló los pantalones que llevaba puestos.

Tyrell no bajó la mirada.

–Sobre este tema, tengo una objeción. Eleanor, por favor, prométeme que volverás a ponerte el traje de montar. Al menos, hasta después de la boda y de la luna de miel. Y te aconsejo que después le pidas a Peter humildemente que te permita montar a horcajadas. No me cabe duda de que podrás convencerlo de cualquier cosa que desees de verdad.

Ella suspiró.

–Intentaré ser humilde, Ty. Y tienes razón. No necesito montar un escándalo. Entraré en casa sin que nadie me vea. ¿Están levantados los caballeros?

–Un grupo de ellos tiene intención de ir de pesca, así que ahora están en la sala del desayuno. Te sugiero que atravieses el salón de baile. Las señoras están dormidas, salvo mi esposa –dijo él, con una sonrisa.

–Gracias, Ty. Gracias por tus consejos. Me has calmado mucho. Ahora me siento mucho mejor.

Tyrell le besó la mejilla.

–Da la casualidad de que creo que estás haciendo lo correcto. Creo que, con el tiempo, tu amor por Peter aumentará. Cuando tengas sus hijos no lo lamentarás. Te mereces la vida que él te puede ofrecer. Sinclair puede darte muchas cosas.

–Sí. Tienes razón. De hecho, siempre tienes razón –dijo Eleanor, y sonrió a su hermano. Nunca estaba de más halagar al heredero del condado.

Él se rió.

–Mi esposa no estaría de acuerdo. No tienes por qué ser zalamera, querida.

–¡Pero si eres el más sabio de todos mis hermanos! ¿Te importaría llevar a Apollo al establo, por favor? –le preguntó.

–Por supuesto. Eleanor lo abrazó y caminó hacia la casa para entrar al salón de baile por la terraza.

Tyrell se quedó allí, mirándola. Su sonrisa se desvaneció. Él había sido muy afortunado en la vida por haber podido casarse por amor. Y sabía que Eleanor estaba tan enamorada de Sean como siempre. Nunca había sido más evidente. Durante todos aquellos meses pasados, ella había estado actuando.

Tyrell no podía dejar de pensar en todo aquello. Su mujer lo había convertido en un romántico. Deseaba con todas sus fuerzas que las circunstancias fueran distintas, y que su hermana pudiera casarse con quien de verdad era su amor. Sin embargo, aquello no era posible, y Sinclair le estaba ofreciendo un futuro.

Aunque Sean volviera en aquel mismo momento, no podía ofrecerle nada a Eleanor.

Tyrell se puso muy tenso. Le había ocultado la verdad a su hermana, y deseaba que fuera lo correcto.

Porque la noche anterior, después de la cena, el comandante del regimiento estacionado al sur de Limerick, el capitán Brawley, había pedido una audiencia con el conde. Tyrell también había asistido, puesto que era su derecho. Y el joven capitán les había dicho que se había descubierto el paradero de Sean O’Neill.

Tyrell y su padre habían sabido que Sean había estado encarcelado durante los dos últimos años en una prisión militar de Dublín; aquello les había producido una fuerte impresión. Según el capitán, Sean había sido acusado de traición. No había explicación para aquel confinamiento tan largo ni del motivo por el que las autoridades no habían informado a la familia. Entonces, Brawley les había contado la noticia más impresionante de todas: Sean había escapado tres días antes.

Sean O’Neill se había convertido en un fugitivo buscado por las autoridades, que habían puesto precio a su cabeza.

Y Tyrell esperaba que apareciera en Adare en cualquier momento.

Capítulo 2

Todo el mundo pensaba que el infierno era un fuego abrasador. Todo el mundo se equivocaba.

El infierno era la oscuridad. El silencio, el aislamiento. Él lo sabía. Acababa de pasar dos años allí. Tres días antes, había escapado.

La luz le hacía daño en los ojos, y los sonidos normales lo asustaban; los ingleses lo perseguían, y no tenía intención de dejarse colgar. Por todas aquellas razones, había estado ocultándose en el bosque durante el día y avanzando camino al sur por la noche. Le habían dicho que en Cork había hombres que lo ayudarían a huir del país. Hombres radicales, hombres que también eran traidores, como él, y que no tenían nada que perder salvo la vida.

Estaba a punto de amanecer. Él estaba cubierto de sudor, después de haber viajado desde la prisión de Dublín a las afueras de Cork en tan sólo tres días, a pie.

Cuando se había dado cuenta de que quizá nunca saliera del agujero negro de su celda, había empezado a ejercitar su cuerpo para mantenerse fuerte, al tiempo que planeaba una fuga. Ejercitar el cuerpo había sido fácil. Había encontrado un hueco en la pared, y lo había usado para colgarse de él y subir a pulso.

En el suelo había hecho flexiones, y había mantenido en forma las piernas haciendo ejercicios de esgrima. Sin embargo, su cuerpo no estaba acostumbrado a andar ni a correr. Los músculos que no había usado durante dos años le gritaban de dolor. Y los pies era lo que más le dolía de todo.

Ejercitar la mente había sido mucho más difícil. Se había concentrado en problemas matemáticos, en geografía, en filosofía y en los poemas. Rápidamente se había dado cuenta de que debía mantener la mente ocupada, porque de lo contrario no podía evitar pensar. Y el pensamiento le hacía recordar, y recordar sólo le provocaba desesperación y miedo.

En la mano llevaba una antorcha. La antorcha era su tesoro más preciado. Después de haber estado inmerso en la oscuridad durante dos años, una fuente de luz era algo muy importante para él.

Sean O’Neill miró al cielo. Había comenzado a aclararse; ya no necesitaba la luz para seguir. El otro único superviviente de Kilvore le había dicho que llegara a una determinada granja todo lo rápidamente que pudiera, y él sabía que debía continuar, superar su miedo. Con cuidado, apagó la antorcha.

Blarney Road, la carretera en la que estaba, conducía al centro del pueblo. Un poco más adelante estaba la granja Connelly. Le habían asegurado que allí encontraría ayuda.

Mientras caminaba por el bosque, sin atreverse a usar la carretera, sino avanzando en paralelo a ella, le latía el corazón con fuerza. Durante las tres largas noches que había pasado viajando, había evitado todas las carreteras e incluso los caminos, manteniéndose en las colinas y el bosque.

Había oído tropas una vez, a ciento cincuenta kilómetros al norte del lugar en el que se encontraba en aquel momento. A horas de Dublín, había oído una cabalgata de caballos y se había asomado al camino desde las altas rocas de la cima de una colina. Abajo, vio los uniformes azules de un regimiento de caballería. La última vez que había visto a la caballería, habían muerto dos docenas de hombres, y también mujeres inocentes y niños. Aterrorizado, Sean se había vuelto a esconder en el bosque.

El cielo comenzó a ponerse de color rosa pálido. Aquel día tampoco iba a llover. Comenzó a ponerse tenso, pero estaba demasiado cerca de su objetivo como para detenerse. Sufriría a la luz del día, por mucho que le costara. Los sonidos del bosque que se despertaba ya estaban empezando a sobresaltarlo; los pájaros que comenzaban a cantar en las ramas de los árboles le hicieron llorar, como cada mañana desde que había conseguido escapar. Era un sonido precioso, tan inestimable como la antorcha que llevaba en la mano.

La carretera se curvó, y apareció una casa de campo con el tejado de paja. Detrás de la casa había un campo de maíz y un cobertizo.

Sean se detuvo detrás de un árbol, con la respiración entrecortada, y no del ejercicio, sino del miedo. Le resultaba muy difícil ver más allá de la casa, del sembrado y del cobertizo, debido a que en la prisión los ojos se le habían debilitado mucho. Finalmente, percibió un movimiento entre la casa y el campo de maíz; era un hombre, o al menos eso le pareció. Deseó con todas sus fuerzas que fuera Connelly.

Sean miró hacia ambos lados de la carretera, pero no divisó a nadie. No se fiaba de su vista, así que prestó atención para percibir algún sonido. Lo único que oyó fue el canto de los pájaros, y después de un momento, pensó que también podría detectar el crujido de las hojas, el susurro de la brisa.

Pensó que estaba solo.

Y comenzó a sudar de nuevo.

En aquel momento, el corazón le latía desbocadamente. Salió del bosque a la carretera, casi esperando que una columna de soldados se lanzara sobre él sin piedad. Sin embargo, no apareció ni un solo soldado, y él intentó respirar con más calma. No lo consiguió. Estaba demasiado asustado.

Parpadeó contra el cielo brillante y siguió cruzando la carretera.

El hombre lo vio y se detuvo.

Sean maldijo su visión y siguió hacia delante. Intentó hablar con gran esfuerzo. Justo antes de que lo confinaran en el aislamiento más absoluto, había habido un asesinato en la prisión, seguido de un terrible caos. A él lo habían golpeado salvajemente, y en el disturbio, le habían cortado el cuello. Después, nadie había enviado a un médico para que lo atendiera, y durante unos días, Sean se había debatido entre la vida y la muerte.

Poco a poco, sin embargo, se había curado, aunque no por completo. Ya no podía hablar con facilidad; de hecho, formar las palabras le costaba un esfuerzo ímprobo, y le resultaba agotador. Por supuesto, no había tenido que hablar con nadie durante dos años, y una vez que se hubo dado cuenta de que apenas podía hacerlo, no lo había intentado.

En aquel momento, intentó pronunciar la palabra que tenía en mente.

–¿Connelly? –dijo lentamente, y oyó su propia voz, ronca y desagradable.

El hombre se acercó a él.

–Tú eres O’Neill –le dijo su interlocutor, y lo tomó del brazo.

Sean se quedó impresionado al sentir su roce, y alarmado al darse cuenta de que lo esperaban. Hizo un gesto de dolor y se alejó del otro hombre.

–¿Cómo lo sabes?

–Tenemos nuestro propio correo secreto –respondió Connelly. Era un hombre grande, fuerte, con una larga nariz roja y los ojos azules, muy brillantes–. Me han mandado un mensaje. Será mejor que entres.

Sean siguió al hombre a la casa, y cuando la puerta estuvo cerrada, sintió un gran alivio.

–Mi señora ya está con las gallinas –le dijo Connelly–. Ahora eres John Collins –le explicó. Mientras hablaba, miraba a Sean con preocupación creciente–. Pareces un esqueleto, muchacho. Te daré de comer y una cuchilla para que te afeites. ¡Malditos sean esos desgraciados ingleses!

Sean se limitó a asentir, y se palpó la espesa barba. No había podido afeitarse durante dos años.

Connelly titubeó, pero después le dijo:

–Siento lo que ocurrió en Kilvore. Lo siento mucho. Siento lo de tu esposa y tu hijo.

Sean se irguió. En la mente se le formó una imagen borrosa de una cara dulce con los ojos bondadosos, llenos de esperanza. Peg se había desvanecido en un recuerdo poco definido y doloroso, sin color, aunque él sabía que ella tenía el pelo pelirrojo. A Sean se le encogió el alma.

Al principio había sufrido, durante muchos meses. En aquel momento, sin embargo, ya sólo le quedaba el sentimiento de culpabilidad. Estaban muertos por su culpa.

–No te queda otro remedio que marcharte del país. ¿Lo sabes?

Sean asintió, aliviado por que hubieran interrumpido sus pensamientos. Había aprendido cómo evitar todo recuerdo de su breve matrimonio, salvo en las horas de la madrugada.

–Sí.

–Bueno. Ve directamente por Blarney Road hasta Blarney Street. Puedes cruzar el río por el primer puente. Sigue el río, te llevará hasta el muelle, Anderson Quay. El zapatero O’Dell te dará alojamiento.

Sean asintió de nuevo. Tenía preguntas, sobre todo, cuándo podría encontrar un pasaje y cuánto tendría que pagar, pero de momento, se sentía exhausto y hambriento. Sólo había comido una rebanada de pan en tres días. Y hablar le resultaba una difícil tarea. Intentó formar las palabras e inquirió:

–¿Cuándo? ¿Cuándo… podré salir del país?

–Siéntate, muchacho –dijo Connelly con expresión grave–. No lo sé. Todas las mañanas, al mediodía, ve a Oliver Street. Busca a un caballero que lleve una flor blanca en la solapa. Él podrá decirte lo que necesitas saber. Yo sólo soy un granjero, Sean.

–Mediodía –repitió Sean–. ¿Hoy? ¿Tengo que ir… hoy?

–No sé si el caballero estará allí hoy o mañana, o al día siguiente. Pero es un hombre bueno. Es toda una ayuda para los patriotas. Se llama McBane. No lo pierdas.

«McBane», pensó Sean, y asintió.

Connelly se volvió y fue hacia la despensa. Después volvió con un plato de patatas cocidas y una gran rebanada de pan con queso. A Sean se le hizo la boca agua.

La mesa estaba cubierta con un mantel blanco; la cristalería era de Waterford, la porcelana importada y los cubiertos de plata. La estancia estaba iluminada por enormes candelabros, y los sirvientes uniformados servían bandejas de venado, cordero y salmón. Las mujeres llevaban seda y joyas, y los hombres el traje de gala. El perfume flotaba en el aire…

Sean se sobresaltó. No tenía derecho a recordar aquello. Se negaba a identificar aquellos recuerdos ni al hombre a quien pertenecían.

En vez de eso, comenzó a comer rápidamente el pan y el queso. El único pasado que quería recordar era el más reciente, su vida en la granja de los Boyle. De otro modo, nunca podría pagar por lo que les había hecho.

El ruido era ensordecedor.

Sean se detuvo al pasar la entrada del bar, abrumado por la cacofonía de sonidos. Tuvo el impulso casi irresistible de taparse los oídos con las manos. Las conversaciones escandalosas, las carcajadas, el arrastrar de las sillas, el tintineo de las latas eran un aluvión de sonidos que amenazaba con inmovilizarlo. Sean se quedó rígido de tensión. Y las luces brillantes eran cegadoras.