Portada

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2004 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos reservados.
EL PREMIO, Nº 36 - febrero 2011
Título original: The Prize
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
Traducido por Victoria Horrillo Ledesma
Publicada en español en 2007

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9817-1
Editor responsable: Luis Pugni

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Portadilla

Este libro está dedicado a Aaron Priest y Lucy Childs, el mejor equipo de la ciudad. Gracias por devolverme a mi camino: escribir sobre tiempos pasados, hombres dominantes y mujeres que se arriesgan a desafiar al mundo con tal de amarlos.

Prólogo

5 de julio de 1798

Sur de Irlanda, alrededores del castillo de Askeaton.

Gerald O’Neill entró en la casa precipitadamente. Su camisa, antes blanca, se hallaba teñida de carmesí. Sus calzas de gamuza y su levita azul estaban igualmente manchadas. La sangre había salpicado su mejilla y ensuciado sus patillas. La herida abierta de su cabeza y los cortes de sus nudillos sangraban. Su corazón latía con alarmante fuerza y el estruendo de la batalla, los gritos de la muerte inminente, resonaban en sus oídos.

–¡Mary! ¡Mary! ¡Baja al sótano inmediatamente! –bramó.

Lleno de asombro, Devlin O’Neill no podía moverse. Su padre había estado fuera más de un mes, desde mediados de mayo. Cada par de semanas, sin embargo, había mandado noticias y, aunque Devlin sólo tenía diez años, era plenamente consciente de que se estaba librando una guerra. Los campesinos y los sacerdotes, los pastores y los caballeros, los labriegos y los nobles se habían alzado para combatir de una vez por todas a los demonios ingleses, para recuperar lo que les pertenecía por derecho: la rica tierra irlandesa, robada hacía ya un siglo. Había mucha esperanza... y mucho miedo.

El corazón de Devlin pareció detenerse mientras miraba a su padre. Se sentía aliviado por que estuviera allí por fin y estaba, al mismo tiempo, terriblemente asustado. Temía que Gerald estuviera herido. Y temía algo mucho peor. Se precipitó hacia él con un leve grito, pero Gerald no se detuvo; se acercó al pie de la escalera y volvió a llamar a gritos a su esposa. Su mano no se apartaba de la funda que contenía su espada, y llevaba un mosquete. Devlin nunca había visto en él una mirada tan feroz. Santo Dios.

–¿Está herido nuestro padre? –susurró a su lado una vocecilla, y una mano pequeña tiró de su manga de hilo.

Devlin ni siquiera miró a su hermano menor, un niño de cabello oscuro. No podía apartar los ojos de su padre. Su mente giraba como un torbellino, acelerada. Los rebeldes habían tomado la ciudad de Wexford al inicio de la insurrección y el condado entero se había regocijado por ello. Bueno, al menos la parte católica. Habían seguido otras victorias, pero también otras derrotas. Ahora los casacas rojas estaban por todas partes. Devlin los había divisado por miles desde un cerro, esa misma mañana. Aquella imagen era la más espantosa que había visto nunca. Había oído decir que Wexford había caído y una criada decía que en New Ross había habido miles de muertos. Él se había negado a creerlo... hasta ese momento. De pronto pensó que quizá los rumores acerca de las derrotas y las matanzas fueran ciertos. Por primera vez en su joven vida, veía temor en los ojos de su padre.

–¿Está herido nuestro padre? –preguntó Sean otra vez con voz temblorosa.

–Creo que no –dijo Devlin. Sabía que tenía que ser valiente, al menos delante de Sean. Pero el miedo lo atenazaba. Su madre bajó corriendo las escaleras, con su hija pequeña en brazos.

–¡Gerald! Gracias a Dios, ¡qué preocupada estaba por ti! –exclamó, pálida como un fantasma.

Él soltó la vaina de su espada para agarrarla del brazo.

–Llévate a los niños al sótano –dijo Gerald ásperamente–. Enseguida, Mary.

–¿Estás herido? –preguntó ella. Sus ojos azules, clavados en el rostro de su marido, parecían llenos de miedo.

–Haz lo que te digo –respondió él mientras tiraba de ella por el pasillo. Meg, la niña, comenzó a lloriquear–. Y que no llore, por el amor de Dios –añadió Gerald con la misma aspereza. Miraba hacia atrás, hacia la puerta abierta, como si esperara ver llegar a los soldados británicos.

Devlin siguió su mirada. En el cielo azul claro se veía humo. De pronto, se oyó el estruendo de los disparos de los mosquetes. Mary se abrió la blusa y apretó a la niña contra su pecho.

–¿Qué será de nosotros, Gerald? –dijo, y añadió en voz más baja–: ¿Qué será de ti?

Él abrió la puerta del sótano, oculta por un tapiz centenario.

–Todo saldrá bien –dijo–. Los niños y tú, y la pequeña, estaréis bien. Ella levantó la mirada hacia él. Sus ojos estaban llenos de lágrimas–. No estoy herido –añadió con voz pastosa, y le dio un rápido beso en los labios–. Bajad y no salgáis hasta que yo os lo diga.

Mary asintió con la cabeza y bajó. Devlin echó a correr al oír retumbar un cañón, muy cerca de la casa.

–¡Padre! ¡Deja que vaya contigo! Puedo ayudarte. Sé disparar...

Gerald se volvió, golpeó a Devlin en la cabeza y el niño cayó sobre el suelo de piedra y aterrizó sobre sus posaderas.

–Haz lo que te digo –bramó su padre y, mientras corría por el pasillo, añadió–:Y cuida de tu madre, Devlin.

La puerta se cerró. Devlin parpadeó para contener sus lágrimas de desesperación y vergüenza y se descubrió mirando a Sean. Había un interrogante en los ojos grises de su hermano. Devlin se levantó, temblando como un niño pequeño. No había duda sobre lo que tenía que hacer. Nunca había desobedecido a su padre, pero no iba a permitir que su padre se enfrentara solo a los casacas rojas.

Si su padre iba a morir, moriría con él.

El miedo le hacía desfallecer. Miró a su hermano pequeño. Respiraba trabajosamente y procuraba convencerse de que debía portarse como un hombre.

–Baja con nuestra madre y Meg. Vamos, vete –ordenó en voz baja. Sin esperar a ver si Sean le obedecía, atravesó corriendo el vestíbulo y entró en la biblioteca de su padre.

–Vas a luchar, ¿verdad? –gritó Sean, que lo había seguido.

Devlin no contestó. Estaba lleno de resolución. Corrió al armero que había tras el gran escritorio de su padre y se quedó paralizado. Estaba vacío. Lo miró, incrédulo.

Entonces oyó a los soldados. Oyó gritar a los hombres y relinchar a los caballos. Oyó el chirrido de las espadas. El cañón retumbó de nuevo, muy cerca. Disparos de pistolas salpicaban el fuego de los mosquetes. Se volvió lentamente hacia Sean y sus miradas se encontraron. Su hermano tenía la cara desencajada por el miedo, el mismo miedo que aceleraba el corazón de Devlin hasta dejarle sin respiración.

–Están muy cerca, Dev –dijo.

Devlin apenas logró articular palabra.

–Vete al sótano.

Tenía que ayudar a su padre. No podía dejarlo morir solo.

–No voy a dejarte solo.

–Tienes que cuidar de mamá y de Meg –dijo Devlin, y se acercó corriendo al banco que había junto al armero y alzó la tapa. Se quedó atónito: su padre siempre guardaba en aquel arcón una pistola, pero allí no había nada, salvo una daga. Una absurda e inútil daga.

–Voy a ir contigo –dijo Sean con la voz quebrada por las lágrimas.

Devlin tomó la daga, metió la mano en el cajón del escritorio de su padre y sacó un afilado abrecartas. Se lo dio a Sean. Su hermano sonrió adustamente. Devlin no pudo devolverle la sonrisa.

Entonces vio la armadura antigua que había en un rincón de la habitación. Se decía que un célebre antepasado, que había contado con el favor de una reina inglesa, la había llevado. Devlin corrió hacia ella. Sean le pisaba los talones, como si estuviera unido a él por un cordel muy corto. Devlin sacó la espada del guantelete y la deslustrada armadura se desplomó.

Devlin sintió alzarse su ánimo. La espada era vieja y estaba oxidada, pero era un arma. Tocó su hoja y quedó boquiabierto al ver que de su dedo brotaba la sangre. Luego miró a Sean.

Ambos hermanos compartieron una sonrisa.

El cañón retumbó y la casa tembló. En el vestíbulo estallaron los cristales. Los niños parpadearon, con los ojos agrandados por el miedo. Devlin se humedeció los labios.

–Sean, tienes que quedarte con mamá y Meg.

–No.

Le dieron ganas de golpear a su hermano en la cabeza como había hecho su padre con él. Pero, en el fondo, se sentía aliviado por no tener que enfrentarse solo a los casacas rojas.

–Entonces, vamos –dijo.

Más allá de los maizales que ascendían hacia las murallas derruidas del castillo de Askeaton, se luchaba encarnizadamente. Los niños atravesaron corriendo los campos, ocultos por los tallos, hasta que llegaron a la última hilera de plantas. Devlin se agachó y se sintió enfermo al ver por fin el sangriento panorama.

Parecía haber cientos –no, miles– de soldados ataviados de rojo. Los británicos sobrepasaban con mucho a las desarrapadas hordas irlandesas. Iban bien armados con mosquetes y espadas. Los irlandeses portaban sólo picas en su mayoría. Devlin contempló cómo se masacraba a sus compatriotas, no uno a uno, sino en oleadas. El estómago se le revolvió violentamente. Sólo tenía diez años, pero era capaz de reconocer una matanza.

–Padre –susurró Sean.

Devlin se sobresaltó y siguió la mirada de su hermano. Enseguida vio a un hombre que parecía enloquecido. Montaba un caballo gris y blandía salvajemente su espada, con la que mató casi milagrosamente a un casaca roja y luego a otro.

–¡Vamos! –Devlin se levantó de un salto y corrió hacia el campo de batalla.

Un soldado británico apuntaba con su mosquete a un granjero armado con pica y daga. Soldados y campesinos luchaban entre sí con denuedo. Había mucha sangre y el tufo de la muerte se sentía por todas partes. Devlin arremetió contra el soldado con su espada. Para su sorpresa, la hoja lo atravesó por completo.

Se quedó paralizado, lleno de asombro, mientras el granjero remataba rápidamente al soldado.

–Gracias, muchacho –dijo el hombre, y arrojó al barro al soldado muerto.

Un mosquete disparó y los ojos del granjero se abrieron de par en par, llenos de sorpresa. La sangre brotó de su pecho.

–¡Dev! –gritó Sean.

Devlin se volvió bruscamente y vio el cañón de un mosquete que apuntaba hacia él. Levantó al instante la espada. Se preguntó si iba a morir. Su hoja no era oponente para el arma de fuego. Pero entonces Sean, que le había quitado el mosquete al muerto, golpeó al soldado por detrás, justo en las rodillas. El soldado perdió el equilibrio al disparar y erró el tiro. Sean lo golpeó en la cabeza y el hombre cayó al suelo y se quedó inmóvil. Aparentemente, había perdido el sentido.

Devlin se incorporó. Le costaba respirar y veía sin cesar la imagen del joven soldado al que acababa de ayudar a matar. Sean lo miraba despavorido.

–Tenemos que ir con nuestro padre –dijo Devlin.

Sean asintió con la cabeza. Estaba al borde de las lágrimas.

Devlin se volvió y escudriñó la masa informe de hombres que luchaban, intentando encontrar a su padre sobre el caballo gris. Pero fue en vano. De pronto se dio cuenta de que la lucha comenzaba a aflojar. Se quedó quieto y miró a su alrededor con los ojos dilatados. Vio cientos de hombres vestidos con túnicas marrones tendidos, inertes, sobre el campo de batalla. Intercalados entre ellos había docenas de soldados británicos, también sin vida, y unos cuantos caballos. Aquí y allá, alguien gemía o lloraba débilmente, pidiendo ayuda.

Un inglés gritaba órdenes a su compañía. La mirada de Devlin recorrió de nuevo la escena. El campo de batalla se había extendido hasta las orillas del río por un lado, con el maizal al fondo y la casa solariega al sur. Los soldados británicos comenzaban a reagruparse.

–Rápido –dijo Devlin, y Sean y él corrieron sobre los cadáveres hacia el campo de maíz, donde podrían esconderse. Sean tropezó con un cuerpo ensangrentado. Devlin lo ayudó a levantarse y tiró de él hasta que pudieron refugiarse en las primeras ringleras de maíz. Ambos se agazaparon, jadeantes. Desde la ligera elevación donde se hallaba el maizal, Devlin vio por fin que la batalla había acabado.

Había muchos muertos.

Sean se acurrucó a su lado. Devlin sabía que su hermano estaba a punto de llorar. Lo rodeó con el brazo, pero no apartó la vista del campo de batalla. La casa quedaba a su derecha, más allá de un prado. Había algunos muertos en el patio. Su mirada se dirigió de pronto hacia la izquierda. Allí delante, no muy lejos de donde se hallaban escondidos, vio el caballo gris de su padre.

Se quedó rígido. Un soldado sujetaba el caballo. Su padre no estaba montado en él.

De repente aparecieron varios oficiales británicos y se acercaron al animal. Empujaban delante de ellos a Gerald O’Neill, maniatado y a pie.

–Padre –susurró Sean.

Devlin temía abrigar esperanzas.

–Gerald O’Neill, supongo –preguntó, burlón, un oficial que iba a caballo.

–¿Con quién tengo el honor de hablar? –dijo Gerald en el mismo tono.

–Con el capitán lord Harold Hughes, fiel servidor de Su Majestad –respondió el oficial con una fría sonrisa. Tenía un rostro hermoso, el pelo tan negro que parecía azulado y los ojos azules como el hielo–. ¿No se ha enterado, O’Neill? Los rebeldes han sido vencidos y masacrados. El general Lake ha arrasado sus míseros acuartelamientos en Vinegar Hill. Tengo entendido que el número de bajas en el bando rebelde se estima en quince mil. Sus hombres y usted son un hatajo de inútiles.

–Maldito sea Lake y Cornwallis también –le espetó Gerald. Cornwallis era el virrey de Irlanda–. Lucharemos hasta que caiga el último hombre, Hughes. O hasta que recuperemos nuestra tierra y nuestra libertad.

Devlin deseó desesperadamente que su padre no hablara así al capitán británico. Pero Hughes simplemente se encogió de hombros.

–Quemadlo todo –dijo, como si hablara del tiempo.

Sean gritó. Devlin se quedó paralizado por el desaliento.

–Capitán, señor –dijo un oficial joven–. ¿Quemarlo todo?

Hughes sonrió a Gerald, que se había quedado blanco como un fantasma.

–Todo, Smith. Cada campo, cada pasto, cada cosecha, cada establo, los animales... la casa.

El teniente se volvió y expidió rápidamente las órdenes. Devlin y Sean se miraron, horrorizados. Su madre y Meg estaban en la casa. Devlin no sabía qué hacer. Sentía el deseo imperioso de correr hacia los soldados y gritar: «¡No!».

–¡Hughes! –dijo Gerald con ferocidad–. Mi esposa y mis hijos están dentro.

–¿De veras? –Hughes no parecía impresionado–. Quizá sus muertes sirvan para que otros se lo piensen dos veces antes de cometer traición –dijo.

Los ojos de Gerald se agrandaron.

–Quemadlo todo –dijo Hughes–. Y quiero decir todo.

Gerald se abalanzó hacia él, pero los soldados lo retuvieron. Devlin no se detuvo a pensar: se volvió, dispuesto a correr hacia la casa. Pero sólo había dado un paso o dos cuando se detuvo en seco. Su madre, Mary, estaba en la puerta abierta de la casa, con la niña en brazos. Devlin sintió tal alivio que se tambaleó. Tomó a Sean de la mano y se atrevió a respirar. Luego volvió a mirar a su padre y al capitán Hughes.

La cara del inglés había cambiado. Había alzado las cejas y miraba con interés hacia la casa.

–Su esposa, supongo.

Gerald forcejeaba violentamente con los tres hombres que lo sujetaban.

–Maldito canalla. Tócala y te mataré de una forma o de otra, lo juro.

Hughes sonrió sin apartar la vista de Mary. Como si no hubiera oído a Gerald, murmuró:

–Vaya, vaya. Los acontecimientos acaban de tomar un hermoso giro. Llevad a la mujer a mis aposentos.

–Sí, señor –el teniente Smith hizo volver grupas a su montura hacia la casa.

–¡Hughes! Toca un pelo a mi mujer y te cortaré las pelotas una a una –bramó Gerald.

–¿Ah, sí? ¿Y eso lo dice un hombre destinado a la horca... o a algo peor? –desenvainó tranquilamente su espada y, un instante después, un solo golpe cercenó la cabeza de Gerald.

Devlin miró, horrorizado, cómo caía lentamente al suelo el cuerpo decapitado de su padre y su cabeza rodaba por la tierra, con los ojos grises aún abiertos y llenos de ira.

Se volvió, paralizado aún por el estupor, y vio que su madre se desmayaba. Meg lloraba con fuerza, pataleaba y agitaba los brazos en el suelo, junto a Mary.

–Prended a la mujer –dijo Hughes–. Llevadla a mis aposentos y quemad la maldita casa –espoleó a su montura y partió al galope.

Mientras dos soldados echaban a andar hacia la casa, la conciencia de que su padre había sido brutalmente asesinado golpeó a Devlin como un mazazo. «Padre ha muerto. Ha sido salvajemente asesinado, a sangre fría. Por ese maldito capitán inglés, por ese Hughes.»

Había dejado la espada en el campo de batalla. Levantó la pequeña y estúpida daga. Un grito se elevó de alguna parte, un sonido monstruoso, agudo, lleno de rabia y de dolor. Devlin comprendió vagamente que aquel sonido procedía de él. Se precipitó hacia delante dando tumbos, decidido a matar a quien pudiera, a cualquier inglés.

Un soldado lo miró con sorpresa al verlo correr hacia él con la daga levantada.

Alguien golpeó la parte de atrás de su cabeza y, tras el primer instante de dolor, sólo sintió negrura... y un delicioso alivio.

Devlin despertó despacio. Notaba un intenso dolor en la cabeza, tenía frío, estaba mojado y sentía un temor difuso.

–¿Dev? –susurró Sean–. Dev, ¿estás despierto?

Notó que los brazos delgados de su hermano lo sujetaban. Un extraño olor, acre y amargo, impregnaba el aire. Devlin se preguntó dónde estaba, qué había sucedido. Entonces vio a su padre maniatado entre los casacas rojas; vio al capitán Hughes levantar su espada y cercenar su cabeza. Gimió y abrió los ojos bruscamente.

Sean lo abrazó más fuerte.

Al recordarlo todo, luchó por ponerse de rodillas. Estaban en el bosque y había llovido hacía poco. Todo estaba húmedo y frío. Devlin se echó hacia un lado y se retorció de dolor, sin llorar, agarrándose a la oscura tierra de Irlanda.

Por fin se calmó. Se sentó en cuclillas y miró a los ojos a Sean. Su hermano había hecho una pequeña hoguera cuyo fuego permitía ver, pero no calentaba.

–¿Y madre? ¿Y Meg? –preguntó Devlin con voz ronca.

–No sé dónde está –dijo Sean con el rostro contraído–. Los soldados se la llevaron antes de que volviera en sí. Yo quería ir a recoger a Meg, pero cuando te volviste loco y ese soldado te golpeó, te traje aquí a rastras. Luego empezó el fuego, Devlin –sus ojos se llenaron de lágrimas–. Todo ha desaparecido, todo.

Devlin quedó con la mirada perdida, lleno de pavor. Luego, sin embargo, volvió en sí. Ahora, todo dependía de él. No podía llorar; tenía que tomar el mando.

–Deja de lloriquear como un bebé –dijo con voz cortante–. Tenemos que rescatar a mamá y encontrar a Meg.

Sean dejó de sollozar al instante. Asintió con la cabeza sin apartar los ojos de su hermano.

Devlin se levantó. No se molestó en sacudirse las calzas, que estaban muy sucias. Atravesaron a toda prisa el claro. Al llegar a su linde, Devlin dio un traspié.

Una vasta planicie se extendía ante él y, donde antaño se alzaba la casa, vio un cascarón de paredes de piedra y dos chimeneas desoladas. Identificó enseguida aquel olor acre: un olor a humo y a cenizas.

–Nos moriremos de hambre este invierno –musitó Sean, agarrándolo de la mano.

–¿Volvieron a la fortaleza de Kilmallock? –preguntó Devlin con severidad. La determinación había ocupado el lugar del miedo gélido, del pavor nauseabundo. Sean asintió.

–Dev, ¿cómo vamos a rescatarla? Ellos son miles... Nosotros, sólo dos... y pequeños.

Aquella misma pregunta atormentaba a Devlin.

–Encontraremos algún modo –dijo–. Te lo prometo, Sean. Encontraremos algún modo.

Era mediodía cuando llegaron a lo alto de un cerro que miraba sobre la fortaleza inglesa de Kilmallock. Devlin se desanimó al mirar más allá de las empalizadas y ver un mar de tiendas blancas y casacas rojas. Las tiendas del oficial al mando, situadas en medio del fuerte, estaban señaladas por banderas. Devlin se puso a pensar cómo podían entrar Sean y él en el fuerte. De haber sido más alto, habría matado a un soldado para apoderarse de su uniforme. Sopesó la posibilidad de entrar sencillamente por las puertas abiertas con una carreta, un convoy o un grupo de soldados, como si fueran inofensivos.

–¿Crees que está bien? –susurró Sean. Su hermano seguía estando aterradoramente pálido, tenía los labios en carne viva de tanto mordérselos y los ojos llenos de temor. A Devlin le preocupaba que cayera enfermo. Lo rodeó con un brazo.

–Vamos a salvarla y todo volverá a estar bien –dijo con firmeza. Pero en el fondo de su alma sabía que estaba mintiendo: nada volvería a ser como antes.

¿Qué habría sido de la pequeña Meg? Le daba miedo pensar siquiera en que hubiera muerto en el incendio. Cerró los ojos con fuerza. Una terrible quietud se apoderó de él. Su respiración se calmó por primera vez. Sus entrañas dejaron de retorcerse. Algo oscuro comenzó a formarse en su cabeza. Algo oscuro, amargo y duro... algo terrible e implacable.

Sean comenzó a llorar.

–¿Y si le ha hecho daño? ¿Y si... y si... le ha hecho... lo que le hizo a nuestro padre?

Devlin parpadeó y se descubrió mirando fríamente el fuerte. Siguió mirándolo un momento sin hacer caso de su hermano, consciente del terrible cambio que acababa de operarse en él. El niño de diez años se había esfumado para siempre. Un hombre había aparecido en su lugar, un hombre frío y decidido, un hombre cuya ira bullía bajo la superficie y alimentaba una férrea resolución. La fuerza de su determinación le causaba asombro. El temor había desaparecido. No temía a los ingleses, ni a la muerte.

Y sabía lo que tenía que hacer..., aunque costara años.

Se volvió hacia Sean, que lo miraba con sus ojos enormes y llenos de lágrimas.

–No le ha hecho daño a mamá –se oyó decir con calma. Su tono era tan imperioso como lo había sido el de su padre.

Sean parpadeó, sorprendido, y asintió con la cabeza.

–Vamos –dijo Devlin con firmeza. Bajaron la colina y junto a la carretera encontraron una peña tras la que esconderse. Pasada una hora, aparecieron cuatro carros llenos de provisiones, conducidos por una docena de soldados a caballo–. Finge que queremos darles la bienvenida –susurró suavemente.

Salieron a la carretera. El sol, muy alto, era cálido y brillante. Sonrieron y saludaron a las tropas que se acercaban. Algunos soldados les devolvieron el saludo. Uno de ellos les arrojó un trozo de pan. Los hermanos siguieron saludando mientras pasaban las carretas, con la sonrisa pegada al rostro. Luego Devlin dio un codazo a Sean y echaron ambos a correr tras la última carreta. Devlin montó en ella de un salto, se volvió y le tendió la mano a su hermano. Sean dio un brinco, se agarró a su mano y Devlin tiró de él. Se ocultaron bajo los sacos y se acurrucaron el uno junto al otro, mirándose. Devlin sintió una satisfacción leve, pero feroz. Sonrió a Sean.

–¿Y ahora qué? –susurró su hermano.

–Ahora, esperaremos –dijo Devlin. Curiosamente, sentía una fría confianza en sí mismo.

Una vez el carro hubo cruzado las puertas del fuerte, Devlin se atrevió a asomar la cabeza. Vio que nadie miraba y dio un codazo a Sean. Saltaron al suelo y corrieron hacia el lateral de la tienda más cercana. Cinco minutos después estaban agazapados junto a la tienda del capitán, escondidos tras dos barriles de agua. Apenas se les veía y, de momento, estaban a salvo.

–¿Qué vamos a hacer ahora? –preguntó Sean mientras se limpiaba el sudor de la frente.

–Sss –dijo Devlin. Intentaba descubrir cómo podían liberar a su madre. Parecía imposible. Pero tenía que haber algún modo. No había llegado hasta allí para permitir que su madre cayera en las garras del capitán Hughes. Su padre querría que la rescatara... y él no volvería a defraudarlo.

Aquel recuerdo pavoroso volvió a asaltarlo: la cabeza cercenada de su padre en el suelo, en medio de un charco de sangre, sus ojos agrandados y furiosos, casi sin vida.

Su confianza en sí mismo flaqueó, pero su resolución se fortaleció hasta lo imposible.

Se oyeron voces. Unos caballos se acercaban al trote. Devlin y Sean miraron más allá de los barriles. Hughes había salido de la tienda. Parecía contento. Sostenía en la mano una copa de coñac y, al parecer, le interesaba la causa de aquel alboroto.

Devlin siguió la dirección de la mirada del capitán hacia el sur, a través de las puertas abiertas del fuerte por las que habían entrado su hermano y él. Se sobresaltó. Un grupo de jinetes se acercaba a galope tendido. El pendón que ondeaba por encima del jinete que iba al frente era de color negro, plata y cobalto. A su lado, Sean inhaló bruscamente y Devlin y él se miraron.

–Es el conde de Adare –susurró Sean, inquieto. Devlin le tapó la boca con la mano.

–Habrá venido a ayudar. Calla.

–Malditos sean los irlandeses, hasta los de origen inglés –le dijo Hughes a otro oficial–. Es el conde de Adare –arrojó la copa de coñac al suelo. Estaba visiblemente irritado.

–¿Cerramos las puertas, señor?

–Por desgracia, ese hombre es amigo de lord Castlereagh y forma parte del Consejo de Irlanda. Tengo entendido que estuvo en una cena de estado con Cornwallis. Si cierro las puertas, se armará una buena –Hughes tenía el ceño fruncido y unas manchas rojas habían aparecido en su garganta, por encima del cuello dorado y negro de su casaca roja.

Devlin intentó contener su agitación. Edward de Warenne, conde de Adare, era su señor. Y, aunque Gerald tenía en arriendo sus tierras ancestrales, que pertenecían a Adare, ambos eran, de hecho, mucho más que propietario y arrendatario. A menudo asistían a las mismas cenas y bailes, a las mismas cacerías y carreras de obstáculos. Adare había cenado muchas veces en la casa de Askeaton. A diferencia de otros grandes terratenientes, siempre se había mostrado justo en sus tratos con la familia O’Neill; nunca les exigía pagos excesivos ni pedía más de lo que le correspondía.

Devlin se dio cuenta de que Sean y él estaban agarrados de la mano. Observó, casi sin aliento, cómo el conde y sus hombres se dirigían a la tienda del capitán. No refrenaron a sus caballos y los soldados tuvieron que apartarse. Por fin, los jinetes se detuvieron bruscamente ante Hughes y sus hombres. De inmediato, decenas de casacas rojas armados con mosquetes rodearon a los recién llegados.

El conde espoleó a su caballo negro para acercarse al capitán. Era alto y moreno, de apariencia distinguida y formidable. Su presencia emanaba poder y autoridad. Pero su rostro era una máscara de ira.

–¿Dónde está Mary O’Neill? –preguntó secamente. Un manto azul marino ondeaba sobre sus hombros.

Hughes esbozó una sonrisa crispada.

–Supongo que se ha enterado de la prematura muerte de O’Neill.

–¿De su prematura muerte? –El conde de Adare se apeó de un salto y se acercó al capitán–. De su asesinato, querrá decir. Ha matado usted a uno de mis arrendatarios, Hughes.

–Así que, ¿ahora es usted papista? O’Neill estaba abocado al patíbulo y usted lo sabe, Adare.

Adare se quedó mirándolo. Temblaba de furia. Por fin dijo en voz baja:

–Maldito canalla. Siempre queda la posibilidad del exilio y el perdón real. Yo habría movido cielo y tierra para conseguirlo. Hijo de puta arrogante –su mano se dirigió hacia la empuñadura de su espada.

Hughes se encogió de hombros con indiferencia.

–Como decía, papista y jacobita. Éstos son tiempos peligrosos, amigo mío. Ni siquiera lord Castlereagh querrá que se lo relacione con un jacobita.

Adare guardó silencio un momento. Saltaba a la vista que luchaba por dominarse.

–Quiero a la mujer. ¿Dónde está?

Hughes vaciló. Su mandíbula se tensó. Nuevas manchas rojizas salpicaron su semblante.

–No me obligue a hacer lo que deseo. No me obligue a matarlo con mis propias manos –dijo Adare con frialdad.

–Está bien. No me interesa esa zorra irlandesa. Se puede conseguir una docena por un penique.

Aquella ofensa dejó tan asombrado a Devlin que le dio vueltas la cabeza. Se habría lanzado a matar a Hughes, pero no hizo falta. Adare recorrió la escasa distancia que lo separaba del capitán y se encaró con él.

–No subestime el poder de Adare. Le sugiero que cese en sus ofensas antes de que se encuentre al mando de un montón de pieles rojas en el Canadá. El día quince ceno con Cornwallis y nada me gustaría más que susurrarle al oído algunos hechos sumamente desagradables. ¿Me ha entendido, capitán?

Hughes no dijo nada. Su rostro se había vuelto de color carmesí. Adare lo soltó. Entró en la tienda. Su manto oscuro ondulaba tras él.

Devlin y Sean se miraron. Luego pasaron corriendo junto a Hughes y entraron en la tienda tras el conde. Devlin vio al instante a su madre sentada en una sillita y comprendió enseguida que había estado llorando.

–¡Mary! –exclamó el conde, parándose en seco–. ¿Te encuentras bien?

Mary se levantó. Sus ojos azules se habían agrandado. Tenía los rizos rubios revueltos. El conde y ella se sostuvieron la mirada.

–Sabía que vendría –dijo ella con voz trémula.

Adare se acercó y la agarró de los hombros. Tenía los ojos azules muy abiertos.

–¿Estás herida? –preguntó con más suavidad.

Ella tardó un momento en contestar.

–No en el sentido al que se refiere, milord –titubeó sin dejar de mirarlo y sus ojos se llenaron de lágrimas–. Mató a Gerald. Mató a mi esposo delante de mis ojos.

–Lo sé –respondió Adare, angustiado–. Lo siento. Lo siento muchísimo.

Mary estaba deshecha. Apartó la mirada, a punto de llorar de nuevo. Adare le hizo volver la cara y sus ojos se encontraron de nuevo.

–¿Dónde está Meg? ¿Y los niños?

Ella comenzó a llorar.

–No sé dónde está Meg. La tenía en brazos cuando me desmayé y... –no pudo continuar.

–La encontraremos –el conde sonrió un poco–. Yo la encontraré.

Mary asintió con la cabeza. Estaba claro que creía que el conde triunfaría contra toda esperanza. Entonces vio a sus hijos de pie junto a la entrada de la tienda. Los niños, inmóviles como estatuas, observaban a su madre y al poderoso conde protestante.

–¡Devlin! ¡Sean! ¡Gracias a Dios! ¡Estáis vivos! ¡Estáis bien! –corrió hacia ellos y los abrazó.

Devlin cerró los ojos. Apenas podía creer que hubiera encontrado a su madre sana y salva. Sabía que el conde se ocuparía de ella a partir de ese momento.

–Estamos bien, madre –dijo suavemente, apartándose de su abrazo.

Adare se reunió con ellos y rodeó a Mary con el brazo con aire posesivo. Miró rápidamente a los dos chiquillos. Devlin le sostuvo la mirada. Una parte de su ser deseaba rebelarse, a pesar de que necesitaban desesperadamente la ayuda del conde. Pero Gerald no había sido enterrado aún, y Devlin conocía las inclinaciones del conde. Hacía tiempo que las adivinaba.

–Devlin, Sean, prestad atención –ordenó Adare–. Vendréis a Adare conmigo. Cuando salgamos de esta tienda, montad a caballo rápidamente, detrás de mis hombres. ¿Me habéis entendido?

Devlin asintió con la cabeza, pero no pudo evitar mirar rápidamente a Adare y a su madre. Había notado cómo miraba el conde a su madre en otras ocasiones. Pero, naturalmente, muchos hombres la admiraban desde la distancia. Antes de la muerte de Gerald, había sido fácil decirse que Adare admiraba a su madre como tantos otros. Ahora, Devlin sabía que se había engañado. Le alegraba que el poderoso conde hubiera acudido en su ayuda, pero estaba también resentido. El conde era viudo y amaba a Mary. Devlin estaba seguro de ello. Pero, ¿y su padre, que aún ni siquiera había sido debidamente enterrado?

–¡Devlin! –la voz de Adare resonó como un látigo. Su mirada era afilada–. Muévete.

Devlin se apresuró a obedecer. Sean y él echaron a andar tras Adare y Mary. Los cuatro abandonaron el amparo de la tienda.

Fuera, el sol lucía brillante. Un silencio sobrenatural había caído sobre el campamento. Los soldados británicos habían formado en hileras alrededor de la veintena de hombres armados de Adare. Era evidente que, de desearlo Hughes, habría otra matanza ese día.

Devlin miró al conde, pero, si Adare tenía miedo, no lo demostraba. El respeto que Devlin sentía por él se acrecentó. Adare se parecía mucho a Gerald, y debía de ser igual de valiente. Sofocaba cualquier temor que luchaba por levantarse.

El paso de Adare no vaciló cuando se acercó a sus hombres. Montó a Mary en su caballo. Hughes los observaba con semblante lleno de odio. Devlin aupó a Sean hacia uno de los jinetes y montó de un salto tras otro. Sean fue subido a la grupa de otro caballo.

Adare ya estaba en la silla, detrás de Mary. Paseó la mirada por los niños y por las filas de soldados británicos y miró finalmente a Hughes.

–Ha atentado contra lo que es mío –dijo con voz tonante–. No vuelva a hacerlo.

Hughes sonrió agriamente.

–Ignoraba que la señora y usted fueran... íntimos.

–No tergiverse mis palabras, capitán –bramó Adare–. Ha matado usted a mi vasallo, ha quemado mis tierras, y eso es una afrenta para mí y para los míos. Ahora, déjenos pasar.

Devlin miró a Adare y a Hughes. Los dos hombres se miraban fijamente. Devlin notaba que el sudor corría por su espalda. Por un instante, el fuerte quedó tan en silencio que podría haberse oído el susurro de una hoja.

–Apartaos –bramó Hughes finalmente–. Dejadlos marchar.

La fila de soldados se abrió. Adare levantó la mano, espoleó a su montura y condujo a sus hombres fuera del campamento, por entre las tropas británicas. Devlin se aferró al soldado detrás del cual montaba. Pero miró hacia atrás.

A los ojos azules del capitán.

Y entonces comenzó el fuego.

Comenzó en algún lugar al fondo de su alma. Emanaba en grandes y negras oleadas y se difundía por su sangre hasta consumirlo, amargo, rojo y acre.

Algún día se cobraría venganza. Algún día, cuando llegara el momento. El capitán Harold Hughes pagaría por el asesinato de Gerald O’Neill.

PRIMERA PARTE

LA CAUTIVA

Capítulo

1

5 de abril de 1812

Richmond, Virginia

–Ni siquiera saber bailar –dijo con desdén una de las jóvenes damas.

Muy colorada, Virginia Hughes notaba vivamente la presencia de las doce muchachas que aguardaban en fila tras ella en el salón de baile. El maestro de danza le estaba enseñando el sissonne ballotté, uno de los pasos de la cuadrilla. Virginia no comprendía el paso, pero tampoco le importaba. No le interesaba el baile. Sólo quería irse a su casa, a Sweet Briar.

–Señorita Hughes, no debe usted abandonar la conversación galante ni siquiera cuando esté ejecutando el paso. Si no, su actitud será gravemente malinterpretada –la reprendió el maestro de baile, un hombre moreno y esbelto.

Virginia no le oía en realidad. Cerró los ojos y se sintió transportada a un tiempo y un lugar mucho más agradables que los formidables muros del colegio Marmott para señoritas.

Aspiró profundamente y el olor embriagador de la madreselva la embargó. Tras él llegó el aroma, mucho más fuerte y potente, de la negra tierra virginiana, removida para la roza de primavera. Se imaginaba los campos oscuros, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, las hileras de esclavos vestidos de blanco y, más cerca, los prados ondulados, las rosaledas y los vetustos robles que rodeaban la hermosa casa de ladrillo construida por su padre.

–Podría haberse construido en Inglaterra –había dicho su padre con orgullo muchas veces–, hace cien años. Nadie que la mire verá alguna diferencia.

Virginia echaba de menos Sweet Briar, pero no tanto como echaba de menos a sus padres. Una oleada de añoranza se apoderó de ella y, al abrir los ojos, se halló de nuevo en el horrible salón de baile de la escuela a la que había sido enviada. El maestro de baile parecía sumamente enojado; tenía los brazos en jarras y una expresión agria en su morena tez italiana.

–¿Por qué arruga así los ojos? –murmuró alguien.

–Porque está llorando, por eso –contestó otra persona con aire altivo.

Virginia sabía que aquella voz era la de Sarah Lewis, la bella joven rubia que, según ella misma, era la debutante más codiciada de todo Richmond. O lo sería, cuando debutara a final de año. Virginia se volvió, furiosa, y se acercó a Sarah. Virginia era muy menuda y delgada; tenía la cara pequeña y triangular, pómulos afilados y brillantes ojos violetas; su cabello negro, que le llegaba a la cintura, había sido recogido minuciosamente hacia arriba, pues se negaba a cortárselo, y parecía a punto de aplastarla con su peso. Sarah era al menos un palmo más alta que Virginia y mucho más corpulenta. Pero a Virginia no le importaba.

Se había peleado por primera vez a la edad de seis años y, cuando su padre detuvo la pelea, había comprendido que estaba luchando como una chica. Después, para disgusto de su madre, la habían enseñado a pelear con los puños, como un chico. Virginia no sólo podía asestar un buen gancho, sino que podía volar el cuello de una botella a cincuenta metros de distancia con un rifle de caza. No se detuvo hasta hallarse cara a cara frente a Sarah, para lo cual tuvo que ponerse de puntillas.

–Bailar es para tontas como tú –gritó–. Deberías llamarte Sarah la bailarina tonta.

Sarah profirió un bufido de indignación, retrocedió... y montó en cólera.

–¡Signor Rossini! ¿Ha oído usted lo que me ha dicho esta verdulera?

Virginia mantenía la cabeza muy erguida.

–Esta verdulera es dueña de una plantación entera. Cinco mil acres de tierra. Y, si no me salen mal las cuentas, cosa que dudo, eso me hace mucho más rica que tú, bailarina idiota.

–Estás celosa –siseó Sarah–, porque eres flaca y fea y nadie te quiere... ¡Por eso estás aquí!

Virginia plantó con firmeza los pies en el suelo. Algo se quebró dentro de ella, produciéndole un dolor agudo. Porque Sarah tenía razón. Nadie la quería, estaba sola, y por Dios que aquello era muy doloroso.

Sarah notó que había puesto el dedo en la llaga. Sonrió.

–Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo sabe que te han mandado aquí hasta que seas mayor de edad. Para eso quedan tres años, Virginia. Estarás vieja y arrugada cuando vuelvas a tu granja.

–Ya basta –dijo el signor Rossini–. Señoritas, vayan a...

Virginia no aguardó a oír el resto. Se volvió y salió corriendo del salón de baile, segura de que tras ella se oían risillas nerviosas. Odiaba a Sarah, odiaba a las otras chicas, al maestro de baile, a todo el colegio y hasta a sus padres. ¿Cómo podían haberla abandonado? ¿Cómo era posible?

Al llegar al pasillo, se dejó caer al suelo, pegó las finas rodillas al pecho y rezó porque aquel dolor se disipara. Incluso odiaba a Dios por haberse llevado a sus padres de un solo golpe, aquella espantosa noche de lluvia, el otoño anterior.

–¡Oh, papá! –musitó contra su rodilla huesuda–. Te echo tanto de menos...

Sabía que no debía llorar. Prefería morir a que alguien la viera llorar. Pero nunca se había sentido tan perdida y sola. Nunca antes, en realidad, se había sentido perdida y sola. Sólo había conocido días soleados que pasaba cabalgando con su padre por la plantación y veladas ante la chimenea, mientras su madre bordaba y su padre leía. Su casa estaba llena de esclavos, a cada uno de los cuales conocía desde la cuna. Estaba Tillie, su mejor amiga, a pesar de que fuera una esclava dos años mayor que ella. Se abrazó las rodillas con más fuerza, respiró hondo y parpadeó furiosamente. Tardó un buen rato en recuperar la compostura.

Cuando lo logró, se sentó más derecha. ¿Qué había dicho Sarah? ¿Que tenía que quedarse en el colegio hasta que fuera mayor de edad? ¡Pero eso era imposible! Acababa de cumplir los dieciocho y eso significaba que tendría que quedarse en aquella horrible prisión tres años más.

Se levantó sin molestarse en sacudirse el polvo de las faldas negras que llevaba en señal de luto. Habían pasado seis meses desde el trágico accidente de carruaje que se había cobrado las vidas de sus padres y, aunque la directora había expresado su deseo de que abandonara el luto, Virginia se había negado en redondo. Pensaba guardar luto por sus padres toda la vida. Aún no podía entender por qué Dios los había dejado morir.

Pero sin duda esa bruja de Sarah Lewis no sabía de qué estaba hablando.

Muy alterada, Virginia recorrió a toda prisa el corredor recubierto de paneles de madera. Su único pariente era su tío, Harold Hughes, conde de Eastleigh. Tras la muerte de sus padres, el conde le había hecho llegar sus condolencias y, en su calidad de tutor oficial, la había ordenado ir al Colegio Marmott, en Richmond. Virginia apenas recordaba nada de aquello; su vida se reducía entonces a un borrón de dolor y melancolía. Un día se había hallado en la escuela, sin apenas recordar cómo había llegado allí. Sólo recordaba vagamente que Tillie la había abrazado una última vez y que ambas se habían despedido entre lágrimas. Una vez hubo remitido el dolor inicial, Tillie y ella habían intercambiado una serie de cartas. Sweet Briar estaba a ciento treinta kilómetros al sur de Richmond y a unos pocos kilómetros de Norfolk. Virginia se había enterado a través de Tillie de que el conde era el albacea de su herencia y de que había ordenado que todo siguiera administrándose como antes de la muerte de su hermano. Sin duda, si Sarah tenía razón, Tillie la habría advertido de las terribles y crueles intenciones de su tutor. A menos que no las conociera...

Pensar en Tillie y en Sweet Briar la llenaba de añoranza. El deseo de regresar a casa se le hizo de pronto abrumador. Tenía dieciocho años y muchas jóvenes de su edad estaban ya prometidas y hasta casadas. Antes de morir, sus padres nunca habían sacado a relucir el asunto de su matrimonio, cosa por la cual Virginia les estaba agradecida. No sabía muy bien qué le pasaba, pero el matrimonio –y los jóvenes– nunca le había interesado. Desde los cinco años, cuando Randall Hughes la montó por primera vez en su caballo, delante de él, Virginia había trabajado codo con codo con su padre cada día. Conocía cada palmo de Sweet Briar, cada árbol, cada hoja, cada flor. (La plantación tenía cien acres, no cinco mil, pero a Sarah Lewis había que bajarle un poco los humos). Lo sabía todo acerca del tabaco, el producto que se cultivaba en Sweet Briar. Conocía las mejores formas de transplantar los retoños, el mejor modo de curar las hojas recolectadas, las mejores lonjas para venderlo. Al igual que su padre, había seguido con ávido interés y ferviente esperanza las fluctuaciones del precio de la hoja de tabaco. Cada verano, su padre y ella desmontaban y atravesaban a pie los campos de tabaco, tocaban las plantas frondosas con las manos sucias, inhalaban su aroma penetrante, juzgaban la calidad de su cosecha.

Ella había tenido también otros deberes y responsabilidades. No había mujer más buena y generosa que su madre, ni nadie que supiera más de hierbas y remedios para sanar. Nadie se preocupaba más por sus esclavos. Virginia había atendido junto a su madre a muchos aquejados de fiebres o gripe. Nunca le había dado miedo entrar en las casas de los esclavos cuando había algún enfermo. De hecho, había puesto más de una cataplasma. Aunque su madre no le permitía asistir a los partos, Virginia veía nacer a los potrillos y había pasado muchas noches esperando a que pariera alguna yegua preñada. ¿Por qué no podía estar en casa ahora, recorriendo Sweet Briar con James Mac-Gregor, su capataz? ¿Qué sentido tenía que estuviera en aquella maldita escuela? Ella había nacido para dirigir la plantación. Llevaba a Sweet Briar en la sangre.

Sabía que no era una dama. Había llevado pantalones desde el momento en que descubrió su existencia, y le gustaban mucho más que las faldas. A su padre no le molestaba; se enorgullecía de la franqueza de su hija, de su habilidad natural para cabalgar, de su perspicacia. La consideraba hermosa, además –siempre la había llamado su pequeña rosa silvestre–, pero todos los padres pensaban eso de sus hijas. Virginia sabía que no era cierto. Era demasiado flaca para que se la considerara bella. Sin embargo, no le importaba. Era demasiado lista como para querer ser simplemente una dama.

Su madre se había mostrado siempre tolerante con su marido y su hija. Los dos hermanos varones de Virginia habían muerto al nacer, primero Todd y luego el pequeño Charles, cuando ella tenía seis años. Fue entonces cuando su madre empezó a hacer la vista gorda con el asunto de las calzas, los caballos y la caza. Se pasó semanas llorando y rezando en la capilla de la familia y, al final, de algún modo, encontró la paz. Después de eso, sus sonrisas y su luminoso afecto regresaron..., pero no volvió a quedarse embarazada, como si su marido y ella hubieran hecho un pacto tácito.

Virginia no comprendía por qué una mujer había de desear ser una dama. Una dama tenía que ceñirse a ciertas reglas. La mayoría de aquellas reglas eran exasperantes, pero algunas eran simplemente opresivas. Ser una dama era como ser una esclava que no tenía un hermoso hogar como Sweet Briar. Ser una dama no era muy distinto a llevar grilletes.