Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Anne O’Brien. Todos los derechos reservados.

AMOR DIVIDIDO, Nº 508 - julio 2012

Título original: Chosen for the Marriage Bed

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0669-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Uno

La Marca Galesa, 1460

En el priorato de Llanwardine, en la Marca Galesa, el área fronteriza entre Inglaterra y Gales, la pequeña estancia tenía paredes y suelo de piedra y un tejado ondulado. Una humedad fría lo calaba todo, proporcionando un brillo desagradable a la luz de la única lámpara. Daba la impresión de que la habitación estaba en desuso desde hacía tiempo, excepto en aquella noche oscura en la que dos mujeres y una gata no podían dejar de temblar de frío y de miedo. La puerta estaba asegurada por dentro con una tranca, las contraventanas se habían cerrado para evitar miradas curiosas.

Las mujeres estaban sentadas la una frente a la otra y entre ellas había una basto tablero de madera sostenido sobre dos caballetes, en uno de cuyo extremos se ovillaba la gata. Ambas figuras iban cubiertas por sendas capas oscuras. Una de ellas, la de más edad, era Jane Bringsty, una mujer oronda, de rostro redondo y vestida con las ropas burdas de una criada. La otra era Elizabeth de Lacy, hija de unas de las principales familias aristocráticas de la Marca. Pálida y delgada, era aún joven, iba vestida completamente de negro y llevaba la toca blanca y negra de las monjas. En silencio, sacó de un saco de lona cuatro velones de sebo, que dispuso formando un cuadro ante su criada. Jane colocó un plato de barro en el centro, lo llenó de agua y levantó la mirada.

—¿Estáis segura, milady?

—Lo estoy —respondió a pesar de que le castañeteaban los dientes del frío.

—Si es así…

Jane miró a la gata, que se dio inmediatamente la vuelta para lavarse las patas y las orejas con estudiada indiferencia. Con un suspiro de resignación, la mujer se rebuscó en un bolsillo y sacó unos cuantos paquetitos antes de encender las velas, de las que comenzó a salir un humo acre y denso, casi en tanta cantidad como luz.

—El arte de la adivinación es peligroso —le dijo, cambiando de postura sobre el taburete—. ¿Y si nos han seguido? ¿Y si nos descubren aquí?

—No nos han seguido, y este hospital está vacío —respondió, apoyando las manos en la mesa con las palmas hacia abajo y los dedos separados. Ningún anillo adornaba aquellas manos de nudillos inflamados y piel enrojecida. Apretaba los labios y su boca quedaba reducida a una fina línea.

—Aun así —respondió, mirándola con atención. Tenía las mejillas hundidas y unas sombras tan oscuras como hematomas bajo los ojos. El marco que le proporcionaba la toca no servía para realzarla, sino más bien al contrario: las llamas temblorosas e indecisas marcaban más sus defectos.

Elizabeth frunció el ceño, irritada.

—Hazlo sin más, Jane. Tú eres mucho mejor adivina que yo.

—Tengo más práctica, eso es todo.

De uno de los paquetes sacó un puñado de hojas de Artemisa y se dispuso a leer el futuro de su ama.

Primero estrujó en la mano unas cuantas hojas y las colocó en las llamas para que desprendieran su penetrante aroma. Con los ojos cerrados inspiró profundamente y a continuación echó el resto en el agua.

—Venga a mí por los Poderes de la Palabra —entonó apenas en un susurro, mientras con el dedo índice de la mano izquierda dibujaba patrones aleatorios desde el centro del recipiente, y siguió así mientras inspiraba hondamente seis veces. A continuación se detuvo para contemplar e interpretar el dibujo que habían hecho las hojas.

—¿Qué ves?

—Callad y esperad.

Elizabeth entrelazó las manos para estarse quieta.

—¿Y bien?

No podía esperar más.

—Todo está turbio, milady. Nubes. Un derramamiento de sangre —Jane alzó la mirada—. Muerte.

—¿La mía?

—No. Para vos… un viaje, quizá. Un castillo oscuro, pero no sé si os aguarda en él una bienvenida o un rechazo, un amigo o un enemigo. No puedo decirlo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó. Un viaje.

—Callad, milady. No es apropiado nombrarle aquí.

Elizabeth asintió, pero siguió preguntando sin dejar de mirar ella misma la fuente de barro como si pudiera entender sus imágenes.

—¿Cuándo será ese viaje? ¿Pronto? ¿O me haré vieja sin remedio antes de partir? ¿Estaré…

Elizabeth de Lacy guardó silencio de inmediato, con la mirada clavada en lo que veía. En la superficie de las aguas removidas apareció un rostro coronado de cabello oscuro que parecía alborotado por el viento. Ojos grises, de mirada intensa y tormentosa, parecían mirarla con determinación desde aquel rostro extraordinariamente bello. La nariz era recta, los pómulos marcados, la barbilla firme. Sin duda era hermoso. Y mientras se admiraba de su simetría y perfección tuvo la sensación de caer presa de su mirada, de que aquel ser se le metía bajo la piel y se le pegaba a los huesos. Sintió un nudo formársele en el pecho. ¿Era una posesión aquello? Respiró hondo y se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. ¿Sería obra del maligno? ¿Sería buena o mala aquella conexión con un desconocido? Una extraña conciencia le sensibilizó la piel y un fino velo de sudor le mojó la parte de arriba del labio superior a pesar de la humedad y el frío de la estancia. Se llevó una mano a los labios mientras los ojos del desconocido la miraban severos. No podía imaginarse aquellos labios curvándose en una cálida sonrisa. No había cordialidad en ellos; solo un duro y frío cinismo.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja—. Parece un hombre capaz de alterar el sueño.

La imagen seguía mirándola fijamente, reteniendo presa su mirada como si fuera capaz de meterse en su cabeza y leer los secretos de su corazón, de modo que enrojeció. Y quizás aquellos labios se curvaron apenas perceptiblemente en una sonrisa. O quizás fuera solo un movimiento del agua. Elizabeth se humedeció los suyos.

Jane se apartó de la mesa y bastó con que pasara su mano para que aquello volviera a ser un plato con agua y hierbas.

—No sé deciros. Esta noche todo sale gris e indefinido. Pero veo dos hombres en las sombras, ambos en el contorno de vuestra vida.

—¿Dos? Yo solo he visto uno.

—Dos —insistió—. Ambos de cabello oscuro. Uno es digno de confianza, pero el otro resultará ser un temible enemigo.

Elizabeth apoyó la barbilla en las manos entrelazadas, aún embargada por el rostro que había visto materializarse sobre el agua.

—Muy bien, pero ¿cómo sabré cuál es cuál? ¿Cómo podré distinguirlos?

—Utilizad vuestra cabeza y vuestro corazón, milady. ¿De qué otro modo podríais conseguirlo?

—Lo haré si consigo escapar de este lugar.

Una profunda desesperación había impregnado su voz, y Elizabeth bajó la cabeza como lo haría cualquier otra monja, pero no para orar. Parecía inmensamente cansada. Cuando volvió a levantarla, sus ojos oscuros se veían opacos y sin brillo. Su criada rozó sus manos con la suya en un gesto de compasión, al que Elizabeth respondió respirando hondo y cuadrándose.

—Jane, ¿has traído lo que te pedí?

—Sí. no me ha sido difícil. Las monjas me vigilan a mí mucho menos que a vos —abrió los otros paquetes sobre la mesa—. Esto es lo que queríais: celidonia.

Los pétalos dotados y las hojas en forma de corazón de aquellas flores tempranas quedaron desmayadas y tristes.

Elizabeth asintió.

—Excelente. Para escapar al encierro no deseado o a cualquier tipo de reclusión. Que Dios me ayude, pero lo necesito. ¿Qué es todo lo demás?

Jane abrió los demás paquetes y sobre la mesa quedó una mezcla de feas raíces y hojas secas.

—Verbena, para ayudaros a escapar de los enemigos. Y asperilla, para asegurar la victoria.

Elizabeth tomó con dos dedos una ramita leñosa.

—Consuelda para la seguridad y la protección en un viaje. Puedo necesitarla si tu visión es cierta.

Por primera vez sus labios esbozaron una mínima sonrisa y la mirada que tenía clavada en su sirvienta se caldeó.

—No hacemos ningún daño dándole un empujoncito al destino, milady —Jane lo guardó todo en una pequeña bolsa de cuero cerrada por un cordoncito y se la ofreció a su señora—. Llevadla pegada a la piel, milady, y aseguraos de que no la vean otros ojos que los vuestros.

Elizabeth se la colocó bajo sus ropas.

—La llevaré, y le pediré a Dios y a su misericordiosa madre que funcione para no volverme loca en este lugar.

—Supongo que no hacemos ningún mal en convocar a cuantos poderes podamos en vuestra ayuda, milady —Jane apagó rápidamente las velas con un gesto rápido y se levantó. El gato se levantó también y se estiró perezosamente, dispuesto a marcharse—. Volvamos antes de que alguna de las hermanas repare en vuestra ausencia y flexione el brazo derecho en nombre de la Sagrada Obediencia.

—¡Amén! —replicó Elizabeth con todo su corazón, que ya había probado el sabor del látigo.

En su corazón y en su pensamiento, Elizabeth de Lacy, y no la hermana Elizabeth, algo que nunca sería, hervía de ira y rebeldía, temblaba de amarga frustración. Su vida en Llanwardine era insoportable, empezando por la horrible comida, pasando por el frío helador y las noches sin fin, hasta el agua de hielo en la que era su obligación fregar las tazas y cuencos que usaban las hermanas de mayor edad. Al levantar lo que quedaba de las velas, las mangas le resbalaron hacia atrás, dejando al descubierto unos huesos en brazos y muñecas demasiado frágiles, demasiado delicados, como si fueran a romperse en la primera provocación. Nunca había sido una niña robusta, pero ahora la palidez de la piel de su rostro resultaba casi transparente, y las huellas violáceas que le subrayaban los ojos demasiado profundas. Tenía los dedos enrojecidos y ásperos por el trabajo duro y los sabañones. Sabía que debía comer más, pero le resultaba imposible hacer pasar por la garganta algo que no fuera un mendrugo de pan duro ayudado por una cucharada del grasiento hervido que servían. Era una batalla constante entre su cabeza y su vientre, pero la grasa del hervido se le quedaba en la boca y el sabor rancio de las verduras le revolvía el estómago.

¿Iba a pasarse el resto de sus días en aquel destierro? ¿Se haría vieja y moriría allí?

No. ¡No! No podía creer que la vida fuera a ser para ella solo aquel suplicio de pobreza y obediencia, privaciones y sufrimientos hasta el día de su muerte. Tenía solo veintiún años y Dios sabía bien que no estaba llamada a ser monja. Él vería y comprendería sus sufrimientos y no podía querer encadenarla a semejante destino, a pesar de la determinación de su poderoso tío, sir John de Lacy, de mantenerla encerrada allí hasta que se doblegase y le jurara obediencia.

Y no, nunca podría contraer matrimonio con Owain Thomas con el único fin de conseguir otra alianza para su familia en la Marca. ¡Jamás! Se estremeció al recordar a sir Owain, un caballero alto y flaco, ya casi sin pelo y lo bastante mayor para ser su padre, un escuerzo de hombre que se inclinó sobre su mano con la lujuria escapándosele por los ojos y transmitiéndole por sus manos de dedos resecos y ásperos. Al acceder a casarse con ella, sus ojos la habían mirado con la frialdad de un reptil, y recordar el contacto con él la hizo estremecerse. Fuera lo que fuese lo que la vida le deparara, al menos había escapado a ese horror.

Elizabeth se encaminó a la cocina del priorato, donde una vez más hundiría las manos en aquel agua helada. A su mente volvió el rostro que habían conjurado, la mirada intensa del hombre de cabello oscuro que la había hecho temblar. No habían sido las gélidas corrientes del lugar lo que había movido sus hábitos, sino que en su seno algo había florecido.

Richard Malinder, señor de Ledenshall, estaba concentrado limpiando la hoja de su espada y componía en aquella tarea una imagen agradable, si es que hubiera llegado a saberlo o le importase. Su constitución y temperamento eran los de un soldado, y las finas arrugas que surcaban su rostro denotaban determinación y una cierta inflexibilidad. En el brillo de sus ojos había un incómodo cinismo. Era moreno de piel, con el cabello negro, los ojos de un gris oscuro y la nariz recta y bien formada, perfecta para la arrogancia. Tenía los pómulos bien marcados, la boca perfectamente dibujada y capaz de cierto encanto en sus gestos, pero en aquel momento apretaba los labios con seriedad. En resumen, era un hombre atractivo, o al menos eso solían decir las mujeres, pero de temperamento vivo e imperioso, de modo que no era fácil manejarle. Uno de los Malinder Negros, que podía encantar y atraer, pero cuyo carácter era tan fuerte como su apariencia. El motivo por el que fruncía el ceño en aquel momento era por el mensaje enviado por De Lacy y que había llegado hacía menos de una hora, unas noticias que habían causado en él honda sorpresa.

Maude de Lacy, la hija de diez años de sir John de Lacy, la niña que estaba destinada a ser su esposa, había muerto de unas fiebres.

No lo había presentido. ¿Cómo iba a imaginárselo? La chiquilla tenía solo diez años. Lamentaba su muerte, qué duda cabe, y había enviado las palabras de condolencia adecuadas a su padre, sir John de Lacy, señor de Talgarth. La muerte de la única hija de sir John era muy dolorosa, aunque Richard apenas era capaz de encontrar entre sus recuerdos algún detalle personal de aquella criatura de cabello castaño vestida de azul intenso, que corría riendo tras un cachorro en el patio de su casa. Fue la única ocasión en que la vio, cuando se selló su compromiso.

Pero bajo su aflicción corría un torrente de alivio cargado de culpabilidad. Aquel matrimonio iba a ser una alianza que en su corazón nunca había querido, un acuerdo político en el que la niña había sido simplemente una moneda de cambio utilizada en la lucha por el poder en la Marca. Estaba claro que sir John pretendía atraparle en una unión con los Lacy de la que no pudiera escapar, con el fin de que pudieran dominar la Marca entre ambos. Pero sir John sería un aliado incómodo en las presentes circunstancias. La lealtad de los Lacy para con la casa de York no encajaban con el apoyo de Malinder al rey Henry de Lancaster. Tampoco le hacía demasiada gracia verse prometido a una niña tan pequeña.

Sin embargo, había de reconocer la necesidad de volver a casarse tras el fallecimiento de Gwladys, su esposa. Ya era hora de darle un heredero a sus dominios, se dijo mientras seguía limpiando la hoja de la espada con un paño suave. Siempre y cuando sir John no intentase remediar aquel repentino colapso de las negociaciones ofreciéndole otra novia de la familia. ¿Y si le proponía que fuera su sobrina, Elizabeth de Lacy, quien ocupara el lugar de su hija en el tálamo nupcial de los Malinder?

Richard dejó a un lado la espada y apoyó la espalda en la silla. Elizabeth de Lacy. Una muchacha difícil, con más interés de la cuenta en las artes oscuras. Conocía su reputación, ya que los rumores se extendían con toda rapidez en la Marca. Nada bueno se decía de ella. Una chica brusca, de rostro anguloso… bueno, en realidad era ya una mujer, y de lengua afilada. Poco aguante, poca belleza, pocas emociones femeninas en resumen, era todavía una niña cuando tuvo que asumir el control de la casa de su familia en Bishop’s Pyon y la educación de su hermano menor tras la muerte de su padre, y permanecía soltera a pesar de su edad. Si se añadía a la mezcla su falta de pudor al hablar y sus conocimientos de nigromancia… Richard hizo una mueca. No, desde luego no era una novia atractiva.

De todos modos era poco probable que se la ofreciera. Los rumores decían que la había enviado al priorato de Llanwardine para tomar los votos bajo la autoridad de lady Isabel de Lacy, su tía abuela, que era la priora allí. Si John podía decir que la muchacha había descubierto su vocación, pero la maledicencia decía que había salido de su casa para no encontrarse con sir John.

—De todos modos, tampoco la quiero —le dijo al sabueso que estaba sentado junto a él antes de levantarse—. Sea cual sea la razón por la que Elizabeth de Lacy haya oído la llamada de Llanwardine, solo puedo decir ¡gracias, Dios mío!

En una habitación circular de la torre que cerraba la gran fortaleza que los Lacy tenían en Talgarth, más hacia el norte, un hombre se colocó la túnica negra de los magos encima de su ropa. Nicholas Capel, sacerdote renegado, nigromante, leedor de horóscopos y consejero personal en todos los asuntos no ortodoxos de sir John de Lacy, encendió una única vela. El maestro Nicholas Capel era un hombre de ambición sin fin y fina perversión, y según él todo estaba a punto de florecer y dar una fructificación especial.

¡Poder! ¿qué más se podía desear? El poder para manipular, para doblegar a un hombre a su voluntad como las piezas de un tablero de ajedrez. El poder para destruir, si era necesario.

Se acomodó tras la mesa en una silla de brazos y respaldo alto pintada con extraños símbolos y cuyas patas eran espadas tintas de sangre. Retiró el paño de terciopelo que cubría un cristal, y apoyando las palmas abiertas sobre la madera, miró atentamente a la bola de cristal.

—¿Qué futuro aguarda aquí?

Al lado de la bola había tres trozos de un pergamino roto escritos con la letra de Capel. Tres nombres. John de Lacy, su señor de aquel momento… o al menos eso creía el fiero magnate. Se sonrió. De Lacy jamás sería su amor. Richard Malinder de Ledenshall, cuyo poder iba en aumento en la Marca, y seguiría creciendo si no se tomaban las medidas necesarias para frenarlo. Y luego su propio nombre, por el que le conocía todo el mundo: Nicholas Capel.

—Nuestros destinos están conectados —cubrió los tres nombres con las manos—. Lo sé. ¡Enséñame el futuro!

Lo que le mostró la bola le sorprendió. Era una figura femenina de cabellos oscuros, alta y delgada.

—¿Quién eres tú?

La figura se dio la vuelta y vio su rostro.

—¿Elizabeth de Lacy? —susurró—. Esto no me lo esperaba.

En la esfera de cristal las figuras aparecían en silencio, casi como si ejecutasen complicados pasos de danza, hasta que John de Lacy y él se desvanecieron y en el centro mismo de la esfera quedaron Elizabeth de Lacy y Richard Malinder. Con una cadencia suave se fueron acercando el uno al otro como si tirasen de ellos cuerdas invisibles. Sonrieron. Malinder le ofreció la mano y Elizabeth puso en ella sus dedos para que él pudiera besarlos delicadamente. Entonces le ofreció los brazos y ella dio un paso para dejarse abrazar. La escena desprendía intensidad cuando él se inclinó para besarla, y ella se lo permitió aferrándose a él, tan cerca que era como si fueran un solo ser. La falda oscura de su vestido le envolvió a él las piernas, su melena le descansó en el hombro, y el beso fue interminable, aderezado con una intensa pasión.

Capel frunció el ceño.

—De modo que tú también vas a tener tu propio papel, Elizabeth de Lacy. Parece que los dos estáis destinados a ser amantes, y eso me sorprende. Puede que al final no resulte tan buena idea dejar que te pudras soltera en un priorato. Quizá deba ignorar tu terquedad y encontrarte un nuevo camino.

La escena cambió. Richard desapareció y Elizabeth quedó sola. En sus brazos un niño recién nacido de pelo oscuro. Un cúmulo de nubes oscuras amenazaba tormenta.

Capel sonrió y tras echar el paño sobre la bola se recostó sobre la silla y apagó la vela, sumiendo a los amantes en el olvido. Permaneció largo tiempo a oscuras, tejiendo, deshaciendo y volviendo a tejer en su cabeza hasta que el tapiz resultante sirviera a sus propósitos. Utilizaría sus poderes a favor de John de Lacy mientras sirviera a sus intereses. Era ventajoso ser el poder tras el guante de malla del que nadie sospecharía. ¿Y después? Pues después, todo sería revelado.

Pero de una cosa estaba seguro: Richard Malinder y Elizabeth de Lacy debían ser reunidos para usarlos como puerta a la grandeza.

Dos

Elizabeth de Lacy permanecía de pie al otro lado de la puerta claveteada de la cámara privada de la priora, entretenida en colocar los pliegues de su hábito y la toca de novicia. Había sido convocada a sus aposentos y estaba muy nerviosa, aunque no podía adivinar qué pecado habría cometido por el que ya no hubiera sido castigada. Llamó con suavidad. Una vez recibida la orden de entrar se detuvo en el umbral, mirando primero sorprendida y después con desconfianza.

—Pasad, hermana Elizabeth.

Obedeció a aquella voz serena y bien modulada. Se inclinó primero ante la priora con las manos ocultas tras su hábito y la mirada baja, antes de dedicarle una reverencia a su tío, sir John de Lacy.

Elizabeth no prestó atención al elegante gusto y comodidades que había en aquella habitación, completamente distinta a las celdas del priorato en las que ella vivía. Toda su atención estaba puesta en el hombre que permanecía de pie junto a la silla de la priora. Y al segundo hombre que también de pie permanecía un paso más atrás. ¿Qué pasaba allí?

—Tenéis visita, hermana Elizabeth.

Elizabeth sintió el poder de su presencia cuando la miró. La energía de su tío llenaba la estancia, aunque no su persona. De estatura media, delgado, fibroso, con el pelo oscuro y los ojos azules que hablaban de la sangre galesa que corría en la familia De Lacy durante generaciones, sir John irradiaba fuerza controlada. Su expresión denotaba impaciencia, oculta tras una máscara deliberada de impasividad.

—Tenéis buen aspecto, sobrina.

Elizabeth inclinó la cabeza con arrogancia por toda respuesta, su única protección contra aquellos ojos de penetrante mirada. Sabía bien cuál debía ser su aspecto y no podía ofrecer una imagen agradable a la vista, con aquel hábito negro que le robaba el escaso color que le quedaba a sus mejillas, aún más evidente sin la protección del velo. No pensaba sonreír, ni tampoco darle la bienvenida.

Tampoco iba a reconocer la presencia del hombre que había acompañado a su tío, Nicholas Capel. Alto, impresionante con su mata de pelo hasta el hombro, la suya era una presencia habitual el Talgarth. ¿Qué función desempeñaría para su tío? ¿La de consejero? ¿La de sirviente? Tenía la impresión de que aquel hombre no serviría a nadie más que a sí mismo. Se decía que era sacerdote, expulsado por haber cometido pecados inconfesables, pero en su opinión era un nigromante que servía al diablo. Vestido de negro de la cabeza a los pies, sus ojos sin fondo la despojaron de cuanto llevaba excepto de la carne que cubría sus huesos. Se estremeció.

—He tomado una decisión en lo que respecta a vuestro futuro, Elizabeth.

El corazón le dio un salto en el pecho, bajo aquel tejido negro y basto que le irritaba la piel. Un inesperado rayo de esperanza la atravesó, y tuvo la impresión de que todos los presentes lo notaron, pero no permitió que se mostrase en su expresión.

—¿Y qué decisión habéis tomado, sir John?

—Vais a volver a casa —Elizabeth miró brevemente a la priora, pero no encontró nada en ella—. Bueno, no exactamente a casa, pero sí vais a dejar el priorato.

—Entiendo.

Pero no entendía nada.

Alguien llamó con suavidad a la puerta y abrió. Era un joven que consiguió devolver a Elizabeth por primera vez el color que tanto tiempo hacía que había perdido.

—¡David! No sabía que estabas aquí.

—Es que estaba ocupándome de los caballos…

En otro momento habría acudido de inmediato a saludarlo. En otro momento se habría echado en los brazos del hermano que había criado desde la niñez, apretándolo contra su pecho. En otro momento el placer de contemplar sus facciones, su expresión familiar y risueña le habría hecho reír, besándolo en la mejilla y alborotándole el pelo. Pero bajo la severa mirada de la priora, la desconfianza de su tío y la mirada siniestra de Capel, no se movió de donde estaba y esperó.

—¡Elizabeth! —exclamó, y olvidando todo protocolo, acudió a su lado para tomarla por los hombros y besarla en la mejilla. Luego la estudió atentamente con sus ojos azules tan De Lacy—. No podía dejar de aprovechar la ocasión de verte.

—Tienes buen aspecto. ¿Qué tal está Lewis?

—¿Y cuándo no le va bien a nuestro hermano? ¿Te ha contado ya sir John?

—No. No me ha contado nada —respondió, apretándole las manos con fuerza antes de soltarlo. Sería demasiado fácil dejarse llevar por las emociones y no debía mostrar sus debilidades. Aún no le habían hablado de cuál era el plan que tenían reservado para ella—. ¿Qué queréis de mí, tío? —le preguntó volviéndose a sir John—. ¿Por qué he de volver a casa… o no volver exactamente?

Mejor saberlo cuanto antes, por desagradable que pudiera ser la respuesta.

—Mi hija Maude ha muerto.

—Lo sé —su expresión se suavizó un poco—. Lo hemos sabido, y lo siento mucho.

La priora intervino rápidamente.

—No estamos tan encerradas aquí como para no enterarnos de nada de cuanto ocurre. Ofrecimos ya nuestras plegarias al señor por el alma de esa criaturita, sir John.

Él asintió, pero continuó dirigiéndose a su sobrina.

—Es mi intención que ocupéis el lugar de Maude en el enlace acordado con lord Richard Malinder de Ledenshall, y seáis vos quien honréis el contrato nupcial.

Elizabeth contuvo el aliento. Qué sorpresa. Se había librado de las garras de Llanwardine pero ¿a qué precio? Volvía a ser una pieza en la partida de ajedrez que De Lacy mantenía para obtener aún más poder en La Marca.

—Debería habérmelo imaginado ¿verdad? Vuelvo a ser una novia, pero esta vez voy a casarme con un partidario de la casa de Lancaster y no de la de York. Voy a casarme con el enemigo. Vuestros ardides parecen haberse vuelto más arteros, tío.

Ignoró la tos ahogada de su hermano y clavó la mirada en sir John, que parecía rojo de ira. Preferiría no airear sus diferencias ante lady Isabel, pero ¿qué más daba ya?

—Encontraréis que Malinder es una posibilidad mucho más agradable que sir Owain. Su política no ha de preocuparos —replicó, dejando claro que no iba a tolerar desobediencia o que siguiera aireando los trapos sucios de la familia—. Tendréis escolta desde aquí a Ledenshall, el hogar de Malinder.

—De modo que no voy a poder ir antes a casa, a Bishop’s Pyon.

—Tío —intervino David—, ¿no creéis que sería más adecuado…

—Es mejor que viajéis directamente a vuestro nuevo hogar, milady —dijo Capel en tono conciliador—. La ceremonia puede celebrarse en cuanto lleguéis.

«¿Mejor para quién?», se preguntó.

Elizabeth se limitó a bajar la mirada. ¿Qué opinión le merecía aquel inesperado cambio? Meses atrás apenas le había costado el tiempo de pestañear rechazar la proposición de casarse con sir Owain Thomas, aun a riesgo de molestar a su tío. Pero en aquel momento llevaba ya cierto tiempo en Llanwardine, y había aprendido una dura lección. Aquella nueva proposición sería sin duda mejor, más satisfactoria que la vida que llevaba allí. Muchas veces había llegado a pensar que cualquier vida sería mejor que aquella, por ejemplo cuando la llamada a primas la arrancaba de la cama y la llevaba a la gélida capilla. Cuando las manos se le quedaba agarrotadas de frío al cavar en el hielo para extraer las últimas raíces del invierno en el huerto.

Pero Richard Malinder… ¿qué sabía de él? Corrían innumerables rumores acerca de él, de su creciente autoridad, del poder cada vez mayor de su espada y de su puño en nombre del rey Enrique, de la casa de Lancaster. Malinder el Negro, que había perdido a su primera esposa en un embarazo que se había llevado por delante a la mujer y al niño. ¿Quería casarse con ese hombre? Era el enemigo. Un partidario de Lancaster, que apoyaba al hombre que reclamaba sus derechos al trono con el nombre de Enrique IV, mientras que a ella la habían criado para seguir a la otra línea sanguínea, la de los Plantagenet, la casa de York. ¿Qué resultaría de casarse con un hombre cuyas inclinaciones políticas se oponían frontalmente a las suyas? La angustia creció. ¿Insistiría en que cambiase sus alianzas? Y de ser así, ¿podría hacerlo?

Otra idea se le vino a la cabeza. Lo llamaban Malinder el Negro. ¿Sería suyo el hermoso rostro que había visto dibujarse en el agua? ¿Sería él uno de los hombres morenos que habían aparecido en la predicción de Jane y que podía ser igualmente amigo o enemigo? No había modo de saberlo. Los hombres de su vida eran todos morenos: sus hermanos Lewis y David. El propio sir John. Incluso aquella temible criatura llamada Nicholas Capel, que en aquel momento le sonreía como si fuera capaz de leer incluso en su alma. La lectura de Jane no le había dado ninguna pista.

Debía decidir si quería aquel matrimonio y decidirlo ya. Sir John ya la miraba frunciendo el ceño. Bien, ¿por qué no aceptar la oferta? Todos los hombres eran ambiciosos y egoístas, unos seres en los que no se podía confiar. Richard Malinder solo la querría como garante de la paz entre dos familias que potencialmente podían enfrentarse en la Marca. Y para que le diera un heredero a la casa Malinder, por supuesto. Eso podría aceptarlo. Al menos no era una cáscara seca, ni tan viejo como otros. Al final resultó ser una decisión simple. Aquel matrimonio iba a proporcionarle los medios necesarios para salir de allí, la llave de una puerta cerrada a cal y canto, y el destino quizá quisiera ofrecerle otra oportunidad antes de que el casamiento llegase a puerto, encadenándola de por vida a reglas y forzada obediencia. Podría poner punto final al control de sir John sobre su vida. ¡Y que la Virgen la asistiera, porque iba a hacerlo! Conceder su mano en matrimonio al señor de Ledenshall le daría posición, autoridad, cierta independencia y una vía de escape para su cautiverio.

Al final iba a ser la decisión más fácil de cuantas había tomado.

—Muy bien, sir John. Me casaré con Richard Malinder.

Sir John sonrió satisfecho.

—Sea.

—¿Y él ha… aceptado mi mano, señor?

Tenía que preguntárselo. Necesitaba saber cuál había sido su reacción ante la posibilidad de tenerla a ella como esposa en lugar de a su prima Maude.

—Aún no está todo acordado, pero no habrá dificultad alguna. Os aceptará. Vuestra dote será tan abundante que sería una locura rechazaros.

«Aún no se lo has dicho, ¿verdad? ¡Ni siquiera lo sabe!»

—En ese caso, por supuesto que aceptará, si vos habéis dispuesto comprar su decisión —la inexplicable esperanza que había albergado de que Richard Malinder pudiera quererla por ella misma murió en su pecho—. Qué absurdo ha sido habéroslo preguntado.

Una vez se hubieron marchado las visitas, Elizabeth quedó a solas con su tía abuela.

—Tenéis muchos talentos y dones que ofrecer a Richard Malinder —le aseguró lady Isabel.

—¿Talentos? ¿Dones? Jamás he tenido prueba de ello. Mi padre no mostró afecto alguno por mí, y Owain Thomas me quería por mi sangre Lacy —Elizabeth tragó saliva para ahogar la conmiseración que amenazaba con desbordarla. No estaba dispuesta a dejarse llevar por ella—. Y ahora solo me aceptan como sustituta. Sustituta de la esposa fallecida para lord Malinder. De mi prima Maude. No por mi persona —la respuesta sonó temperamental—. ¿Qué felicidad puedo esperar, o qué tolerancia al menos en un matrimonio donde ya somos enemigos antes de ponernos los anillos?

—Siempre hay esperanza —la priora era una mujer severa, pero percibía cierta comprensión—. Antes de que nos dejéis, quiero deciros algo y quiero que me escuchéis con atención: si alguna vez os encontráis necesitada de ayuda, ya sabéis dónde podéis buscar refugio. Ahora mismo la zona está tranquila, pero me temo que no siempre será así. Si vuelve a declararse la guerra entre York y Lancaster, os encontraréis en el ojo del huracán, como todos. Si el peligro es grande, vos y los vuestros siempre seréis bienvenidos aquí. No lo dudéis. Pronto sonará la campana de tercias. Rezaremos un ave maría porque lleguéis con bien a Ledenshall.

Algunos días más tarde, el ruido de cascos de caballos sobre las piedras del patio hizo que Richard Malinder abandonara los documentos que estaba examinando para acercarse a la ventana. Lo que vio abajo le hizo sonreír encantado, una expresión que no se prodigaba demasiado en el rostro del señor de Ledenshall. Bajó las escaleras de dos en dos para dar la bienvenida a los Malinder Rojos, a la cabeza de quienes iba un hombre que desmontó y se volvió a ayudar a una dama a desmontar entre palabras de ánimo. Parte de la escolta comenzó a llevarse los caballos a otro lado, mientras otros se ocupaban de descargar el equipaje cargado en los animales y en una pequeña carreta.

—¡Rob! ¿Venís pensando en quedaros? —preguntó sorprendido al ver aquel montón de cajas y paquetes que se iba reuniendo sobre las piedras del patio.

—He venido para la boda —respondió sonriendo Robert Malinder, apodado el Rojo por su pelo, y se volvió de mal humor a la mujer que iba detrás, le sacó el pie del estribo y le dijo de malos modos si pensaba bajar del caballo antes del anochecer.

—Las noticias viajan rápido —se sorprendió Richard—. ¡Según parece, os habéis enterado del evento antes que yo!

Los primos se estrecharon la mano derecha en reconocimiento de parentesco, amistad y alianzas políticas. Robert Malinder. Alto, fornido, pelirrojo y de ojos verdes. Blanco de piel, aunque en aquel momento estuviera un tanto roja por el frío. No se parecía a los Malinder de Ledenshall excepto en su estatura y corpulencia, pero era inconfundiblemente uno de los Malinder Rojos de Moccas.

—Siempre es bueno para nosotros saber lo que los De Lacy andan tramando —explicó Robert sin necesidad—. Y tenemos nuestras fuentes —dudó solo un instante—. Hemos lamentado enterarnos de la muerte de Maude.

Antes de que pudiera elaborar una respuesta que no le comprometiera, su atención quedó atrapada en otra cosa.

Y bien, mi querido Richard. ¿Es que no piensas darme la bienvenida, cuando he hecho tan largo viaje solo para verte?

Notó un roce suave en el brazo y se volvió con una sonrisa de bienvenida. Por un momento el estómago se le hizo un nudo y su sonrisa se marchitó. ¡Gwladys! La imagen de su esposa lo llenó todo antes de que el sentido común y la brutal realidad tomasen el control. Claro que no era ella. Gwladys estaba muerta. Parpadeó varias veces mirando el rostro que tenía a la altura del hombro y se sintió ridículo. Ojalá la muchacha no hubiera notado su reacción inicial. Pero el parecido estaba allí, tan fuerte que le resultaba incómodo: cabello rubio cobrizo delicadamente recogido, oculto en su mayor parte por la capucha de la capa de viaje. Los mismos ojos verdes como esmeraldas realzados por largas pestañas. Cejas bien perfiladas, nariz recta y piel inmaculada. Crema y rosa en comparación con las mejillas enrojecidas de Robert. Anne Malinder era una belleza y Gwladys y ella eran primas, compartiendo ambas los rasgos de la familia.

—Anne. No había vuelto a veros desde… —desde su boda, cuando no tenía ojos más que para su esposa y ella era aún solo una damita de honor en la celebración—. ¡Desde antes de que crecieras!

Richard, molesto por carecer de una bienvenida adecuada, examinaba a la hermana de Robert cuya cabeza le alcanzaba ya por el hombro.

—Pues ya veis: he crecido lo suficiente para casarme —respondió, y sus espesas pestañas cubrieron el brillo de sus ojos—. He convencido a mi hermano para que me trajese con él porque se me ocurrió pensar que tu nueva esposa quizá necesite un poco de compañía femenina. Y no la de un aya, aunque creo que es unos cuantos años mayor que yo.

—Ha sido un pensamiento muy considerado.

—Claro. Debemos darle la bienvenida aunque sea partidaria de los de York y un poco mayor para casarse —declaró, ladeando la cabeza. Sus ojos verdes brillaron como dos piedras preciosas.

Richard la miró frunciendo el ceño, pero el rostro de la chiquilla brillaba de inocente complacencia. Seguía teniendo la mano en su brazo y se dio cuenta de que hasta las manos eran como las de Gwladys: pequeñas, delgadas, hechas para lucir hermosos anillos. Se agachó y la besó en las mejillas.

—Bienvenida a Ledenshall, Anne.

—No me ha quedado más remedio que traerla —protestó Robert. Los caballos y los hombres de armas por fin se habían dispersado en busca de calor y un poco de comodidad después del viaje, una vez colocado todo el equipaje en su sitio con rápida eficacia. Los primos, después de admirar la calidad de los animales de monta de Malinder entraron también al salón principal.

—No importa.

Lord Richard pidió a una criada que les llevase más cerveza, pan y carne.

—Es que me amenazó con venir sola si yo no estaba dispuesto a acompañarla y no dejó de darle la lata a nuestra madre hasta que accedió. Anne puede ser una verdadera molestia cuando se aburre o cuando se le niega algo —Robert se quitó guantes y capa, los dejó en un banco y comenzó a soltar el cinturón con el que se ceñía la espada, no sin maldecir sonoramente sus torpes y congeladas manos—. Supongo que se aburre al no tener compañía femenina de su edad. Y con la promesa de una boda en el horizonte… bueno, que he tenido que traérmela —sacudió las botas dando unas patadas contra el suelo—. ¡Hace un tiempo detestable para viajar!

—Tendrá toda la compañía que quiera durante los próximos días.

Recuperado tras la sorpresa inicial de verla, había podido relegar la incomodidad a un rincón. Llenó la jarra de cerveza de Robert, que se la bebió encantado. Un vapor blanquecino empezaba a brotar de sus ropas y sus botas húmedas.

—Esto está mejor —dijo, pasándose la mano por la cara.

La criada llegó con platos de comida y añadió un poco más de leña al fuego. El perro volvió a tumbarse junto al hogar, una vez pasada la excitación de los recién llegados.

—¿Habéis tenido un viaje tranquilo?

—Mucho —con el dorso de la mano se limpió la boca—. Los galeses parecen tranquilos por una vez. Y con este tiempo… nadie se mueve.

—Descansad un rato los pies.

Robert masculló algo mientras seguía bebiendo junto al fuego. Luego, se dejó caer en una silla y puso los pies en un escabel.

—Vamos, contádmelo todo. Así que vais a aliaros con los De Lacy, a pesar de la muerte de Maude.

—Sí. Voy a casarme con la sobrina de sir John.

Richard clavó la mirada en su jarra de cerveza. El nombre de Elizabeth de Lacy había sustituido rápidamente al de Maude en el contrato nupcial. En interés de la paz en la Marca, el matrimonio Malinder-De Lacy se mantendría si él, Richard Malinder, accedía a ello. Respiró hondo. Sir John era un hombre obsesionado por su ambición, y en cuanto al maestro Capel, sus ojos de obsidiana habían brillado con un interés conspirador durante todo el proceso, y aunque había permanecido en silencio y se había mostrado deferente respecto a los protagonistas del acto, había algo en él que le producía repulsa.

—Supongo que sabéis dónde os metéis.

—Eso espero —respondió manteniendo el tono ligero de voz—. Y sí, he oído los rumores, pero no es posible que sea tan mala como se dice. Antes no la quise; es más: juré que no tendría nada que ver con ella, pero he cambiado de parecer. Sir John está entusiasmado y no he visto razón por la que retrasar todo el proceso.

—Siempre y cuando mantengáis los ojos y los oídos bien abiertos en cuanto a las intenciones de De Lacy —le aconsejó Robert, de pronto muy serio—. Tened vigilada vuestra espalda. Sir John debe tener un motivo ulterior… siempre lo tiene. ¿Cuándo va a tener lugar la ceremonia?

—Pronto. Ella vendrá directamente aquí desde el priorato de Llanwardine. Es de buena familia, tiene edad suficiente para casarse y ha sido criada para ser una competente castellana. Es la clase de mujer perfecta para mí porque necesito un heredero. Y además está extraordinariamente bien dotada.

Miró a su primo con un inesperado brillo divertido en la mirada, atravesó la habitación, abrió la tapa de un pesado cofre de roble y rebuscó en su interior hasta encontrar un rollo de antiguo y desgastado pergamino, que desenrolló y alisó sobre la mesa sujetándolo con una jarra y la mano. Luego, apoyándose sobre la mesa, leyó detenidamente hasta encontrar el párrafo que buscaba.

—Venid a ver esto, Rob.

Lo que le mostraba era un mapa de tosco trazado y tinta que ya había ido perdiendo el color que representaba la extensión de las posesiones de la familia Malider. Resultaban formidables vistas así, representadas en aquella tinta azul índigo. Por un lado estaban las tierras de los Malinder Negros, que formaban un sólido bloque en la Marca central y oriental, con Ledenshall situado hacia la frontera occidental. Y luego las adquisiciones de sus primos pelirrojos, principalmente al sur de Gales. Los Malinder eran una familia poderosa.

—Es formidable —corroboró Robert—. Malinder Negros y Rojos unidos.

—Lo es. Y por eso resulta comprensible que de Lacy tema nuestra influencia y desee congraciarse con nosotros. Pero fijaos en la dote de la muchacha. Sir John dice que sus títulos provienen de la línea materna de su familia, los Vaughan de Treetower, una familia con importantes conexiones en la Marca, y esas propiedades quedarían incorporadas a las nuestras —Richard se refería a los territorios estipulados en el contrato matrimonial y señaló la ubicación de esas tierras—. Aquí, y aquí también. Y esta franja de terreno —fue pasando el dedo por las tierras que aportaría su futura mujer—. Yo diría que sir John los ha elegido cuidadosamente —añadió, pensativo.

Robert asintió. Si las tierras de Elizabeth iban a quedar incorporadas a las de los Malinder, Richard sería dueño de un territorio compacto, casi un bloque sin fisuras.

—Más que generosa la dote.

—¿Demasiado, quizá? —Richard se incorporó y dejó que el pergamino volviera a enrollarse antes de guardarlo en el cofre. Luego se sentó sobre la tapa y apoyando los antebrazos en las piernas, miró a su primo—. A mí me parece un movimiento bastante irreflexivo. Consolidar mi poder de ese modo en la zona central de la Marca a expensas del suyo propio… sir John no es tonto. ¿Por qué lo habrá hecho entonces? ¿Porque valora mis encantos y quiere verme sentado a la mesa de su familia?

Robert gruñó.

—No se me ocurre nada menos probable.

—Ni a mí. Ha puesto mucho empeño en convencerme de que acepte su propuesta, y es mucho más ventajosa para mí que cuando accedí a casarme con Maude. ¿Por qué?

—¿Tantas ganas tendrá de quitarse de encima a la chica?

—No. No lo creo —Richard se pasó las manos por el pelo y las entrelazó sobre la nuca, y se contempló las piernas cruzadas frunciendo el ceño, casi como si ellas pudieran ofrecerle la respuesta que buscaba—. Si el problema fuese la chica en sí, ¿por qué no dejarla sin más en el priorato de Llanwardine donde solo pueda ser irritante para la priora? No. Sir John tiene algo en mente y para ello necesita aliarse conmigo. ¿Lo hará para que no preste demasiada atención a lo que hace él en la Marca? Podría haber comprado mi aquiescencia con mucho menos, ya que no tengo disputas abiertas con él a menos que se extralimite y a pesar de su alianza con la casa de York, de modo que no hay nada que no esté contemplando —el sol arrancó un destello a sus ojos al volver la cabeza—. Lo que sí tengo claro es que sir John considera a Elizabeth y sus propiedades como el cebo del cepo.

—¿Y vos sois la rata inocente?

Robert apoyó la cadera contra el borde de la mesa y se echó al coleto la jarra de cerveza.

—Mm… no tan inconsciente. Pero ¿cuál es la trampa? Eso es lo que no soy capaz de discernir.

—Como os dije antes, primo… habéis de tener ojos en la nuca.

—Es lo que pienso hacer, porque hay otra pregunta: ¿creéis que el queso que piensa colocar para cazar a la rata, es decir, la propia Elizabeth de Lacy, desconoce este ardid? ¿O acaso es parte interesada en el oscuro y siniestro plan de sir John?

Richard dejó su propia pregunta vagar en el aire. Nunca se había sentido inclinado a tales trapisondas, y sin embargo había de reconocer que el matrimonio presentaba grandes ventajas para él. Una esposa con un unas envidiables posesiones… siempre que se mantuviese alerta, no correría peligro. Y si la muchacha no era soportable o medianamente atractiva, ¿le importaría mucho? Siempre y cuando fuese capaz de llevar las riendas de Ledenshall en su ausencia y traer al mundo a sus vástagos, resultaría una esposa aceptable.

—Me sorprende que os planteéis sellar una alianza con una familia que estaría dispuesta a arrancar al rey Enrique del trono y poner en su lugar al duque de York —comentó Robert.

—En mi opinión eso sería incluso ventajoso, Rob. Mejor tener una ventana por la que espiar a nuestros enemigos a que nos pillen desprevenidos, de modo que si resulta ser cierto que sir John está conspirando contra mí…

—Y Elizabeth de Lacy va a ser esa ventana.

—¿Por qué no?

—La joven cuenta con mis simpatías —Robert brindó con su jarra—. Objeto de intriga desde ambos lados de la alianza.

Richard se levantó para llenársela.

—Dudo que lleguemos a eso, pero basta de maquinaciones por hoy. El contrato ya está firmado. La dama parece considerar el casamiento conmigo preferible a pasarse la vida en un convento o en brazos de Owain Thomas, así que debería sentirme halagado y honrado —declamó con un toque de acero en la mirada y en la voz—, siempre y cuando sea consciente de que una vez que cruce ese umbral, su lealtad deberá ser para conmigo y no para su familia. No toleraré que participe en la política de la familia De Lacy.

Robert alzó de nuevo su jarra.

—Entonces, si ya estáis decidido, bebamos por el éxito de esta nueva empresa.

Richard alzó su jarra.

—¡Amén! ¡A la salud de mi fructífera unión con Elizabeth de Lacy!

Tres