Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Susan Wiggs. Todos los derechos reservados.

POR ORDEN DEL REY, Nº 64 - julio 2012

Título original: At the King’s Command

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Publicado en español en 2009

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0683-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Este libro está dedicado a Joyce Bell… amiga, escritora, voz de la razón, oído al otro lado del teléfono, y hada madrina en general.

AGRADECIMIENTOS

Quiero darles las gracias a Joyce Bell, Betty Gyenes y Barbara Dawson Smith, que fueron muy pacientes al leer el libro en multitud de ocasiones conforme fui escribiéndolo.

La gloria es como un círculo en el agua que no deja de agrandarse, hasta que a fuerza de extenderse acaba dispersándose en nada.

William Shakespeare

Prólogo

Diciembre de 1533

Juliana estaba convencida de que la cíngara ocultaba algo. El establo estaba medio en penumbra, ya que solo contaba con la tenue luz de la mecha que ardía en un cuerno lleno de aceite, pero alcanzaba a ver la mirada esquiva de Zara y el nerviosismo con el que escondía sus manos voluminosas entre los pliegues de su ajada falda.

–Venga, Zara, me prometiste que me leerías mi futuro.

Zara se llevó la mano al cuello, y empezó a juguetear con el collar de monedas que llevaba puesto.

–Ya es tarde, deberías regresar a la casa. Si tu madre se enterara de que te has escabullido para tratar con cíngaros, te daría una paliza y nos echaría a la calle para que nos heláramos en la nieve.

Juliana trazó con los dedos los granates que abotonaban su abrigo, y comentó:

–No se enterará, nunca viene al cuarto de los niños de noche; además, no tendría que seguir durmiendo con mis hermanos, soy demasiado mayor para las bromitas tontas de Misha y los miedos nocturnos de Boris.

Zara posó una mano en su mejilla con una ternura que Juliana jamás había recibido de su madre. Era una mano grande, pesada, y olía ligeramente a grasa de oveja.

–No eres tan mayor, tienes catorce años.

Juliana la miró a través del aire polvoriento del establo, que estaba empañado por el aliento de los caballos. El olor dulzón y penetrante del heno y de los animales la envolvía, y aislaba el pequeño recinto del frío del exterior.

–Tengo edad suficiente para estar prometida– apoyó las manos en las rodillas, que estaban cubiertas por el abrigo de marta cibelina–. ¿Por eso no quieres leerme la buenaventura? Alexei Shuisky… ¿es un hombre del que podría llegar a enamorarme?

Alexei era un desconocido de cabello oscuro y piel clara que había llegado el día anterior para concretar con el padre de Juliana los detalles del compromiso matrimonial. Ella solo había coincidido con él en una ocasión, porque la casa era muy grande y, al igual que todos los demás, parecía creer que aún era una cría que debía quedarse en el cuarto de los niños.

–¿Me pegará cuando estemos casados?, ¿se casará con otra mujer y me mandará a un convento? Eso fue lo que hizo el Gran Príncipe Basilio, a lo mejor es lo que está de moda.

Zara esbozó una sonrisa, pero sus ojos oscuros reflejaban inquietud. Tenía la boca mellada, ya que había sacrificado un diente por cada hijo que había dado a luz. Había tenido siete, y en ese momento estaban durmiendo en uno de los cubículos sobre el heno y varias mantas. Su esposo, Chavula, y su tío Laszlo habían salido a comprobar las trampas para conejos que habían colocado.

Juliana se sentía reconfortada, protegida. Era poco habitual que un grupo de cíngaros viajara tan hacia el norte, pero en invierno siempre se dirigían hacia allí. La ciudad de Nóvgorod estaba situada en una zona boscosa al noroeste de Moscú, y Gregor Romanov, el padre de Juliana, dejaba que la pequeña tribu se cobijara en su extensa finca durante aquellos fríos meses.

Era un privilegio que no se había otorgado a la ligera. Cuando tenía tres años, Juliana se había perdido en el denso bosque, y su padre había organizado una búsqueda frenética. Las esperanzas habían ido menguando conforme había ido oscureciendo, pero entonces había aparecido un desconocido que, a juzgar por sus pantalones de colores alegres y su blusa recargada, procedía de los Cárpatos. El hombre se había agenciado tres de los galgos de la perrera de Gregor, y después de buscarla incansable, había acabado encontrándola llorosa y acurrucada junto a un riachuelo helado.

Juliana recordaba muy poco de aquel incidente, pero jamás olvidaría los ladridos frenéticos de los perros, el rostro maravillosamente fiero de Laszlo, ni la fuerza de aquellos brazos que la habían levantado del suelo y la habían llevado a casa.

Desde aquel día, se había sentido atraída por aquella gente misteriosa y nómada. Tenía sangre real en las venas y la habían preparado desde la cuna para llegar a ser la esposa de algún poderoso boyardo, así que no tendría que prestar la más mínima atención a los cíngaros, y mucho menos relacionarse con ellos; sin embargo, el hecho de que le estuviera prohibido solo incrementaba el entusiasmo que sentía por aquellos encuentros secretos.

–Vamos, Zara, dímelo. ¿Has tenido alguna visión sobre Alexei?

–Ya sabes que mis visiones no son ni tan claras ni tan obvias.

–Entonces, ¿qué has visto? –arrancó uno de los botones de plata de la capucha, y le dijo con impaciencia–: Ten, debe de valer cien kopeks por lo menos –al ver que Zara agarraba el botón, sonrió y le dijo con picardía–: Vaya, ¿ahora ya puedes ver con más claridad?

–Los gaje sois unos inocentones –le dijo Zara con afecto, mientras se metía el botón en el corpiño.

Juliana se echó a reír; para ella, aquel botón tenía tanto valor como una astilla. Aceptaba la fortuna de su familia con tanta naturalidad como las largas ausencias de su padre, que solía marcharse a menudo para cumplir los mandatos de Basilio III, el gran príncipe de la vecina ciudad-estado de Moscú.

Se puso seria al recordar que Basilio había muerto varias semanas atrás. Su hijo Iván, que solo tenía tres años, había heredado el trono, y el consejo de boyardos estaba inmerso en un sinfín de virulentas disputas.

En los últimos tiempos, su padre se pasaba el día encerrado en su despacho, escribiendo frenéticas misivas dirigidas a aliados de otras ciudades. Estaba preocupado por los nobles sin escrúpulos que habían empezado a reclamar el derecho a gobernar tras la muerte del príncipe.

Se obligó a dejar de pensar en la mirada de preocupación que había visto en los ojos de su padre, en su expresión tensa, y alargó la mano con la palma hacia arriba.

–No me ocultes nada. Puede que lo de «una vida larga y llena de felicidad» satisfaga a los gaje supersticiosos, pero yo quiero la verdad.

Zara le agarró la mano con reticencia, y la volvió hacia la luz parpadeante del candil.

–A veces, es mejor no saber ciertas cosas.

–No tengo miedo.

Los ojos de Zara se encontraron con los de Juliana, negro contra verde esmeralda.

–Es bueno no tener miedo, Juliana –trazó con una uña sucia una línea sinuosa y continua que se extendía por la palma de la joven, y entonces fijó la mirada en el enorme broche que Juliana llevaba prendido en el hombro.

La débil llama del candil encendía y daba vida al rubí, que parecía insondable engarzado en una base cruciforme de oro y perlas.

Los ojos de Zara se empañaron, y la mejilla en la que tenía una fascinante marca en forma de estrella pareció hundirse un poco. A pesar de que no se movió, dio la impresión de que se alejaba y se internaba en un reino secreto de intuición e imaginación.

–Veo a tres mujeres fuertes, tres vidas entrelazadas –lo dijo con voz pausada, y su acento romaní se acentuó aún más.

Juliana frunció el ceño. ¿Tres mujeres? Era la única hija de su padre, pero tenía incontables primas Romanov en Moscú.

–Sus destinos están lanzados como semillas a los cuatro vientos –añadió Zara, sin apartar la mirada de la joya, mientras sus dedos recorrían la palma de Juliana. Al rozar una delicada línea curva, dijo–: La primera viajará lejos –su dedo siguió avanzando hasta encontrar una línea quebrada–. La segunda apagará las llamas del odio –su dedo retrocedió, y encontró el punto donde convergían las tres líneas principales–. La tercera curará viejas heridas.

Juliana sintió que un escalofrío le recorría la espalda, y tuvo que aguantar las ganas de apartar la mano. En el exterior, el viento soplaba entre los árboles, y su voz sonaba quejumbrosa en un mundo de hielo y oscuridad.

–¿Cómo es posible que veas los destinos de otras dos mujeres en la palma de mi mano?

–Shhh… –Zara le agarró la mano con más firmeza, cerró los ojos, y empezó a balancearse como al ritmo de una melodía que solo podía oír ella–. El destino cae como una piedra en aguas mansas. Los círculos se expanden y alcanzan otras vidas, cruzan límites invisibles.

En la distancia, los perros sumaron sus voces al aullido del viento. Zara se estremeció, y añadió:

–Veo sangre y fuego, pérdida y reencuentro, y un amor tan enorme, que no puede ser destruido ni por el tiempo ni por la muerte.

Aquellas palabras parecieron quedar suspendidas como motas de polvo en el aire, y Juliana permaneció inmóvil en la penumbra. Era consciente de que Zara era una embaucadora que tenía tantos poderes de adivinación como el poni preferido de su hermano, pero algo en su interior se movió y se encendió, como unas brasas avivadas por el hálito del viento. De forma instintiva supo que en las palabras de Zara había una magia real, y a pesar de que no eran más que profecías vagas, le quedaron grabadas en el corazón.

«Un amor tan enorme…», ¿era eso lo que iba a tener con Alexei? Solo le había visto una vez. Era atractivo, joven, ambicioso, y parecía bastante afable, pero no sabía si podría llegar a enamorarse de él.

Las preguntas se le agolparon en la garganta, pero antes de que pudiera articular palabra, oyó que un búho ululaba con suavidad desde las tablas del techo.

¡Bengui! –Zara le soltó la mano, y sus ojos reflejaron un miedo descarnado.

–¿Qué pasa? Zara, ¿qué estás ocultándome?

La cíngara formó con los dedos un símbolo para mantener alejado al demonio, y dijo con voz temblorosa:

–El búho canta a Bengui… al demonio. Es un presagio claro de…

–¿De qué? –Juliana oyó el sonido de caballos galopando en la distancia… aunque más que oírlos, sintió el golpeteo rítmico de los cascos en la boca del estómago–. No es más que un búho, Zara. ¿Qué crees que presagia?

–Muerte –Zara se levantó de inmediato, y fue corriendo al cubículo donde dormían sus hijos.

Juliana se estremeció, y le dijo:

–Eso es rid…

La puerta del establo se abrió de golpe y Laszlo entró junto a la ventisca de nieve, iluminado desde atrás por la gélida luz de la luna. Tras él entró Chavula, el marido de Zara. Los dos parecían aterrados.

Chavula empezó a hablar a toda velocidad en romaní, pero empalideció al ver a Juliana y dijo en ruso:

–¡Dios…! ¡No dejes que lo vea!

–¿Qué pasa, Chavula? –le preguntó la joven. Su aprensión iba en aumento, y echó a andar a toda prisa hacia la puerta.

Él le cerró el paso, y le dijo con firmeza:

–No salgas.

Juliana sintió que una oleada de furia se sumaba al miedo que sentía, y le dijo:

–No tienes derecho a darme órdenes. Apártate.

Al ver que él vacilaba, aprovechó para salir del establo. Su abrigo empezó a ondear bajo la fuerza de la ventisca, los copos de nieve le azotaron el rostro, y tuvo que entornar los ojos cuando miró hacia su casa a través de la tormenta.

Empezó a gritar al ver el sobrecogedor resplandor rojizo que iluminaba la mansión… se había declarado un incendio. Su familia y los criados corrían peligro, y sus adorados perros estaban atrapados en las perreras adyacentes a la cocina.

Al oír que Laszlo le gritaba algo a Chavula, se alzó un poco la falda y echó a correr hacia la casa. Notó que Laszlo la agarraba de la manga, pero se zafó de él de un tirón.

Corrió como si tuviera pies alados, avanzó por encima de la nieve sin hundirse mientras veía las llamas que salían de las ventanas y oía los ladridos de un perro y el relincho de algún caballo.

Pero todos los caballos estaban en el establo… la idea se deslizó por su mente abotargada por el pánico, y desapareció como agua a través de un sumidero.

Mientras cruzaba el amplio terreno salpicado de cenadores y arbustos cubiertos de nieve, oyó una respiración jadeante a su espalda.

–Juliana, por favor, detente. Te lo suplico.

–¡No, Laszlo! –le gritó por encima del hombro–, mi familia… –papá, mamá, los niños y su niñera, Alexei… su ansiedad se acrecentó, y aceleró aún más el paso.

Laszlo la agarró por la capucha del abrigo y tiró de ella. Juliana soltó una exclamación ahogada al caer al suelo bajo una morera, y quedó medio enterrada por el aluvión de nieve que cayó de la planta.

Abrió la boca para gritar, pero Laszlo se la cubrió con una mano enfundada en un maloliente guante de cuero, y solo alcanzó a soltar un pequeño resoplido lleno de furia.

Él la apresó contra el suelo con su propio cuerpo, y le susurró al oído:

–Lo siento, pequeña gaja, pero tenía que detenerte. No sabes lo que está pasando.

Ella le apartó la mano de un tirón, y le dijo:

–Tengo que ir a ver… –enmudeció al oír una serie de estallidos.

–¡Disparos! –Laszlo la arrastró hasta que quedaron más ocultos bajo la morera cubierta de nieve, y apartó las ramas bajas con manos temblorosas para poder ver la fachada de la casa.

Juliana se quedó sin palabras, y permaneció inmóvil como una estatua dorada. El viento invernal había avivado las llamas, que parecían lenguas gigantescas que rugían desde las ventanas y proyectaban en el suelo sombras rojas como la sangre.

Un grupo de jinetes se detuvo delante de la casa. Sus caballos se movían inquietos, sus hocicos dilatados desprendían vaho y la nieve salía disparada bajo sus pezuñas.

A los pies de la escalinata de piedra yacía una figura oscura.

–¡Gregor!

Era la voz de su madre, que reflejaba una agonía que Juliana no había oído en su vida. Natalya Romanov se lanzó sobre la figura inmóvil que permanecía tirada en el suelo, y mientras gritaba y sollozaba llena de angustia, un hombre de anchos hombros ataviado con un sombrero de piel y botas negras se le acercó. Su espada curva relampagueó bajo la luz de las llamas, y los gritos de Natalya Romanov enmudecieron de golpe.

–¡Mamá! –Juliana intentó salir de debajo del arbusto, pero Laszlo siguió sujetándola.

–Quédate quieta, no puedes hacer nada –le dijo él al oído.

Nada, nada más que ver cómo masacraban a su familia. Al ver a Alexei, sintió un atisbo de esperanza y creyó que quizás él pudiera salvar a sus hermanos, pero su prometido desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido, rodeado por atacantes y llamas descontroladas.

Para Juliana fue una tortura permanecer allí, impotente, como sumida en una horrible pesadilla. Los asesinos habían atacado con una rapidez fulminante, y no se trataba de bandidos, sino de soldados que sin duda estaban a las órdenes de alguno de los numerosos rivales de su padre. Quizá se trataba de Fyodor Glinsky, que vivía al otro lado del río y la semana anterior había tildado a su padre de traidor.

–Tápate los ojos, pequeña –le pidió Laszlo.

Juliana sofocó con sus manos heladas los sollozos que la sacudían, pero se negó a apartar la mirada. Ya era demasiado tarde para salvar a sus seres queridos, porque los soldados actuaron con premura. Sus sombras se extendían como demonios sobre la nieve coloreada por el brillo de las llamas. En segundos vio cómo le cortaban el cuello a Mikhail, vio al pequeño Boris volar hacia atrás cuando un hombre le disparó desde corta distancia. Sacaron a los criados como si fueran reses y los acuchillaron. Los perros habían escapado de su recinto, y murieron también al intentar atacar a los invasores.

El mundo resplandeciente de Juliana, que hasta entonces había sido opulento y prometedor, se derrumbó como un castillo de naipes.

Abrió la boca en un grito silencioso, y cerró los dedos en un gesto convulsivo alrededor de su broche cruciforme. Se lo había regalado su padre y contenía oculta una pequeña daga, pero el arma era inútil contra las espadas, los sables y los rifles de los soldados.

El crepitar de las llamas quebraba el silencio de la noche. Al oír el ladrido de un perro, entornó los ojos y vio a dos hombres luchando. Al darse cuenta de que uno de ellos era Alexei, cerró los ojos y rezó por él.

Al oír otro ladrido, abrió los ojos a tiempo de ver que uno de los perros emergía de entre las sombras y mordía una pierna cubierta por una bota.

–¡Maldito seas! –masculló una voz ahogada.

Cuando el hombre cayó al suelo, Juliana alcanzó a ver la silueta de la mejilla y una espesa barba. Sintió una punzada de familiaridad, pero la sensación se desvaneció en medio del horror dantesco de sangre y llamas.

El hombre atacó al perro con su espada. Alcanzó a darle en el lomo, y el animal se alejó aullando hasta perderse en la noche.

En medio de la conmoción, como a través de una neblina, Juliana alcanzó a oír las voces de los soldados.

–¿… encontrado a la chica?

–Aún no.

–Maldita sea, busca mejor. No podemos dejar vivo a ningún hijo de Gregor Romanov.

–Estoy aquí –intentó gritar, pero su voz fue un susurro ronco–. Sí, estoy aquí… ¡venid a por mí!

–¡Insensata! –Laszlo volvió a taparle la boca con la mano–. ¿De qué te serviría que estos boyardos te mataran a ti también?

Juliana lo entendió todo de golpe. Boyardos… nobles celosos y sedientos de poder. Habían asesinado a su padre, a su familia, a su prometido.

Recordó las discusiones en voz baja de sus padres. A pesar de las objeciones llenas de miedo de su madre, su padre había ayudado al gran príncipe a redactar en su lecho de muerte un nuevo testamento en el que recortaba de forma drástica el poder de los boyardos; al parecer, los temores de su madre estaban más que fundados, ya que acababa de demostrarse que los nobles estaban dispuestos a asesinar a niños y a mujeres con tal de hacerse con el control del reino.

–¡Buscad fuera de la casa! –ordenó uno de los soldados.

Juliana miró a Laszlo con ojos llenos de angustia, y le suplicó en voz baja:

–Ayúdame.

–Tenemos que darnos prisa –la sacó de debajo del arbusto, y la agarró de la mano–. Agáchate un poco, y camina entre las sombras.

Mientras avanzaban, Juliana sintió que le cosquilleaba el cuello. Tenía la impresión de que de un momento a otro sentiría la mordedura de una espada afilada.

Al llegar al establo, entraron con sigilo. La luz de la luna entraba por las ranuras que quedaban entre las tablas. Zara y Chavula se habían ido con sus hijos, pero en el ambiente aún se notaba ligeramente el olor del aceite del candil.

Los dos caballos más veloces de Gregor estaban atados a un poste fuera de sus cubículos. Los habían ensillado, y esperaban con la cabeza gacha y resoplando suavemente. Eran dos animales criados para la velocidad y el aguante en las extensas estepas.

–Vamos, monta –Laszlo entrelazó las manos, y ella las usó a modo de escalón.

Juliana miró hacia la puerta abierta al oír una explosión, y vio que parte del tejado del palacio se había desplomado. Una nube de chispas se alzó hacia el cielo, y las llamas avivadas perfilaron la silueta de tres figuras que corrían hacia el establo.

–Iremos a través de los pastos –le dijo Laszlo, mientras abría la puerta trasera.

Juliana se inclinó hacia el cuello de su montura, y chasqueó las riendas. Estaba aturdida, su mente era incapaz de procesar la agonía que sentía.

Los dos jinetes se internaron en la oscuridad invernal, y se dirigieron hacia el río Volkhov. Bordearon las murallas del kremlin de Nóvgorod, y las torres iluminadas por la luz de las antorchas quedaron atrás en un relampagueo.

El adormilado vigilante del puente de madera de Veliky se sobresaltó al oír el estruendo de los cascos de los caballos, pero para cuando estuvo lo bastante despejado como para pensar en exigir que le pagaran, Juliana y Laszlo ya habían cruzado.

Galoparon a través del pequeño barrio de comerciantes de la ciudad. Varios perros se pusieron a ladrar y alguien gritó, pero siguieron a toda velocidad y solo aminoraron la marcha cuando llegaron a un camino cubierto de nieve y flanqueado a ambos lados por el bosque.

–Nos sigue alguien –dijo Laszlo.

Juliana miró por encima del hombro, y vio una sombra que se acercaba. Cuando Laszlo se sacó una daga de la manga, exclamó:

–¡No! –desmontó del caballo en un revuelo de faldas y abrigo, y le dijo–: Es Pavlo.

En cuestión de segundos, tuvo al corpulento borzoi en sus brazos. Era su perro preferido, solo tenía un año y siempre había estado a su cargo. No le sorprendió que los hubiera alcanzado, porque los borzoi se criaban para correr a toda velocidad, incansables, durante millas, para agotar a un lobo y que los cazadores pudieran atraparlo.

–Pavlo… –hundió el rostro en el pelaje del cuello del animal, y notó el olor a sangre–. Está herido, Laszlo –recordó una imagen de la pesadilla… un perro atacando, la hoja de una espada, una maldición ahogada seguida del gemido de un animal.

Laszlo estaba agachado en el camino, examinando algo.

–Ha dejado un reguero de sangre, gaja. Lo siento, pero tenemos que dejarlo aquí.

Juliana le apartó de golpe la daga, y le dijo:

–Ni te atrevas –se sorprendió al oír la dureza de su propia voz. Era la voz de una desconocida, de una mujer que había dejado la niñez atrás al ver el infierno–. Por el amor de Dios, Laszlo, es lo único que me queda.

Después de mascullar algo en romaní, el cíngaro vendó el lomo del animal con un jirón de tela, y poco después retomaron la marcha.

Laszlo impuso un paso constante, y cuando la luz plateada del amanecer empezó a asomar en el horizonte nevado, Juliana hizo la pregunta obvia:

–¿Adónde vamos?

Tras vacilar por un instante, él miró hacia el oeste y le dijo:

–A un sitio del que he oído hablar en las canciones de mi gente, un lugar llamado Inglaterra.

Inglaterra. Era una noción vaga en la mente de Juliana, unas cuantas palabras en las páginas de un libro que había leído, una tierra neblinosa y oscura plagada de bárbaros. Su tutor, un verdadero erudito, le había enseñado el idioma para que pudiera leer por sí misma poemas de aventuras y de virtud triunfal.

–¿Por qué quieres ir tan lejos? Tendría que ir a Moscú, para contarles a los padres de Alexei lo que le ha pasado a su hijo.

–No, es demasiado peligroso –la voz de Laszlo era dura, y su rostro estaba oculto entre sombras–. Los asesinos pueden ser vecinos, gente en la que confías.

Juliana se estremeció al pensar en Fyodor Glinsky, y en todos los rivales de su padre.

–Pero… Inglaterra…

–Si nos quedamos aquí, te perseguirán hasta matarte. Tú misma los oíste, pequeña. No me atrevo a ir a Moscú, es demasiado arriesgado.

Juliana estaba exhausta. Cerró los ojos y respiró hondo, pero tras la oscuridad de sus párpados cerrados volvió a verlo todo de nuevo… muerte, sangre y fuego, teñidos del rojo de una violencia salvaje.

Se obligó a abrir los ojos, y vio una hoja en el camino medio cubierta de nieve y bañada por la débil luz del sol naciente.

Fue entonces cuando recordó la profecía. Zara la había susurrado la noche anterior, pero daba la impresión de que había pasado una eternidad.

«La primera viajará lejos».

Uno

Palacio de Richmond, Inglaterra

1538

Stephen de Lacey, barón de Wimberleigh, entró en los aposentos reales y encontró a su prometida en la cama del rey.

Con una expresión tan fría e inmutable como un retrato de Holbein, contempló a la belleza galesa medio oculta bajo la colcha de seda, y sintió una oleada de resentimiento casi irrefrenable. Apretó los puños con fuerza mientras luchaba por mantener el control, y miró con una inexpresividad deliberada al rey Enrique VIII.

–Majestad –se inclinó en una rígida reverencia, y notó el olor a lavanda y bergamota que emanaba de las bolsitas que había colgadas de los postes de la cama.

Para cuando se enderezó de nuevo, los lacayos ya estaban entrando en la habitación para vestir al soberano.

–Ah, Wimberleigh –el rey alargó los brazos, y un lacayo se apresuró a acercarse para ponerle un manto de seda.

Enrique esbozó una sonrisa, y en aquel gesto se vislumbró su antiguo encanto, las hazañas de un joven y prometedor príncipe. De niño, Stephen le había idolatrado como si se tratara de un segundo Arturo; sin embargo, el legendario Arturo había muerto joven, en plena gloria, mientras que Enrique había cometido el error de seguir viviendo hasta llegar a una madurez corrupta y mediocre.

–Venid, acercaos –Enrique sacó de la cama sus piernas regordetas, y metió los pies en las zapatillas de brocado que le sujetaba un lacayo arrodillado–. Podéis acercaros a la cama real, venid a ver lo que he encontrado para vos.

Mientras se acercaba a la cama, Stephen notó la ávida curiosidad de los ayudantes del rey. La habitación había ido llenándose de nobles, que llegaban dispuestos a supervisar las funciones fisiológicas más privadas del soberano… y a influenciar la política del reino.

Sir Lambert Wilmeth, el Lacayo del Sillico, se tomaba las defecaciones de Su Majestad tan en serio como las disputas relacionadas con la frontera escocesa, y para lord Harold Bloodsmor, el Lacayo del Ropero, la colección de zapatos del soberano era tan importante como las joyas de la corona; sin embargo, en aquel momento la atención de todos aquellos caballeros se centró en Stephen de Lacey.

La muchacha sonrió con timidez, e incluso se las ingenió para ruborizarse un poco. Se estiró con una elegancia felina, y uno de sus hombros desnudos asomó por debajo de las mantas. Como la mayoría de las amantes del rey, se enorgullecía de compartir el lecho del soberano.

Después de tantas traiciones, Stephen tendría que haber sabido que no podía confiar en el rey, que le había mandado llamar para someterlo a alguna crueldad.

–Hoy me sentía juguetón –Enrique esbozó una sonrisa traviesa que revelaba un sutil rencor. Fue cojeando un poco hasta el sillico, y mientras hacía sus necesidades, dijo por encima del hombro:

–Decidí ejercer de nuevo el derecho de pernada. Es una costumbre bastante anticuada, pero tiene sus méritos y merece resurgir de vez en cuando. Saludad a vuestra lady Gwenyth, y después procederemos a…

–Mi señor –Stephen hizo caso omiso de las exclamaciones ahogadas de los nobles presentes.

Nadie interrumpía al rey. Durante sus treinta años de reinado, Enrique VIII había mandado ajusticiar a hombres por menores ofensas.

Se arrepintió de inmediato del riesgo que había corrido, ya que era consciente de que quizá lo había puesto todo en peligro con las dos palabras que acababa de pronunciar.

–¿Qué sucede, Wimberleigh? –el rey solo parecía un poco molesto. Varios nobles le ayudaron a ponerse el jubón y las calzas.

Stephen fue incapaz de contener la furia que brotó de su interior a borbotones, y le espetó:

–Al demonio con vuestro derecho de pernada –sin más, dio media vuelta y salió de los aposentos reales. Era consciente de la infracción que estaba cometiendo, pero no estaba dispuesto a participar voluntariamente en las diversiones despiadadas que tanto entretenían al monarca.

Pasó a toda velocidad junto a varios alabarderos ataviados con librea roja y blanca, y salió al pavimentado patio central. Como necesitaba recuperar la calma, se internó en un jardín tapiado y siguió un camino de guijarros que avanzaba entre espinos blancos y eglantinas. Los lechos de flores seguían formas geométricas, y parecían burdos mosaicos.

Se dijo por enésima vez que tendría que haber hecho caso omiso del llamamiento anual del rey, que tendría que haberse quedado en Wiltshire, pero negarse a obedecer la orden del soberano significaría arriesgar la única cosa que estaba dispuesto a proteger a toda costa. Si para proteger su secreto tenía que dejar que le arrancaran el corazón y que destrozaran públicamente su orgullo, que así fuera.

Estaba convencido de que el rey no iba a dejarle en paz, y estaba en lo cierto. Al cabo de una hora, un mayordomo de lo más estirado fue a decirle que debía ir al salón de audiencias.

El salón tenía un techo arqueado con entramado de madera descubierto, y la luz de principios de primavera entraba por las dos estructuras gemelas de ventanas con parteluz.

Las vidrieras de colores proyectaban formas cambiantes en las paredes y en el suelo, y la música de un laúd que alguien tocaba desde algún rincón oculto sonaba de fondo entre el murmullo de las voces.

Los miembros del Consejo Privado lo observaban todo con mirada aguzada, y sus hombros parecían encorvarse bajo el peso de sus largos mantos.

Stephen avanzó por el suelo empedrado hacia el estrado, que estaba situado bajo un baldaquín dorado y escarlata. Cuando se detuvo, se echó hacia atrás el manto ribeteado en satén que llevaba puesto, y realizó una reverencia formal. No le hizo falta mirar al soberano para saber que estaba encantado al verle en aquella pose tan sumisa, ya que sabía que a Enrique le encantaba hacer que se sintiera inferior.

Se incorporó con odio y desafío en los ojos, y con un regalo en las manos extendidas.

Enrique estaba sentado en su enorme trono tallado, y parecía el mismísimo Baco ataviado en oro y plata. En los últimos años, su rostro había ido creciendo hasta alcanzar el tamaño de la grupa de una res.

–¿Qué es eso? –el soberano le hizo una indicación al paje, que se apresuró a tomar el pequeño cofre de madera de manos de Stephen y se lo entregó. Enrique lo abrió con las prisas de un niño, y sacó un pequeño reloj en una cadena de oro–. Nunca dejáis de sorprenderme, Wimberleigh.

–Es una bagatela, mi señor –le contestó, con una voz carente de inflexión.

Enrique tenía muchos apetitos, en su mayoría insaciables, así que no resultaba difícil satisfacer el entusiasmo que sentía por los regalos únicos. Después de colocar la cadena sobre el tahalí que rodeaba su corpulento cuerpo, comentó:

–Supongo que el diseño es exclusivo –al ver que Stephen asentía, añadió–: Tenéis un talento único para inventar todo tipo de cosas, Wimberleigh. Es una lástima que vuestros modales dejen mucho que desear –el volumen desmesurado de las mejillas le empequeñecía los ojos, y tenía los finos labios tensos–. Dejasteis la alcoba real sin pedirme permiso.

–Soy consciente de ello, mi señor.

Enrique golpeó el brazo de la silla con una de sus manos regordetas y cargadas de anillos, y aferró con fuerza una de las gárgolas talladas.

–Maldita sea, Wimberleigh… ¿es que siempre tenéis que sobrepasar los límites de la propiedad y el decoro?

–Solo cuando se me provoca, mi señor.

La expresión del rey permaneció inalterable, pero sus ojos brillaron con furia. Con voz suave y letal, le dijo:

–Sería mejor que os dedicarais a bailar con vuestra prometida en vez de poner a prueba mi paciencia. Lady Gwenyth es hermosa, distinguida, y posee una fortuna razonable.

–Sí, y está deshonrada, mi señor.

–Le he concedido un gran honor. Solo hay un rey de Inglaterra, al igual que solo hay un sol. Mis favores no se limitan a una sola persona.

Stephen tuvo que morderse la lengua para no contestar, porque sabía que era inútil discutir con un hombre que se comparaba a un cuerpo celestial. El rey podía satisfacer cualquier capricho, nadie con un mínimo de sensatez osaría oponerse.

–¡Por el amor de Dios, no entiendo vuestras evasivas! –exclamó Enrique con furia–. Os he encontrado cuatro candidatas ideales en el último año, y las habéis rechazado a todas. ¿Por qué os creéis tan superior a cualquier otro noble?

–No quiero volver a casarme –Stephen no pudo evitar añadir–: No le concedo mis favores a nadie, ni siquiera a ese bombón insulso que he visto en vuestro lecho.

–Los bombones son dulces, y un placer para el paladar.

–Sí, pero pierden su sabor cuando pasan por demasiadas manos, y se pudren cuando se los deja solos por un tiempo.

El rey alargó una mano sin apartar la mirada de él, y un criado le entregó una copa de plata que contenía un vino blanco y seco procedente de Canarias. Después de tomar un buen trago, comentó:

–Así que aún lloráis la pérdida de vuestra Margaret, aunque ya lleva siete años en la tumba.

Stephen apenas pudo contener las ganas de hundir el puño en el rostro del soberano. Le enfurecía que hablara con tanta despreocupación de Meg, como si nunca la hubiera conocido.

–¿Era tan importante para vos, que no podéis amar a otra? –el monarca siguió hurgando en la herida.

Stephen permaneció inmóvil mientras su mente se llenaba de recuerdos de su difunta esposa… Meg mirándolo con timidez a través del velo en la boda, llorando de dolor y de miedo en el lecho conyugal, ocultándole secretos al marido que la adoraba, muriendo en un mar de sangre y de amargas maldiciones.

–Margaret era… –tuvo que aclararse la garganta antes de poder seguir–. Era una niña crédula e impresionable –sintió una culpabilidad desgarradora. Sabía que la había obligado a pasar de niña a mujer, a convertirse en madre, pero lo peor de todo era que al final la había arrastrado hasta la muerte.

–Sé lo que se siente al llorar a una esposa –le dijo el rey.

Stephen se sorprendió al notar una ligera compasión en su voz. Supo de inmediato que el soberano estaba pensando en Jane Seymour, la esposa callada y diligente que había muerto dándole el regalo que deseaba por encima de todos los demás: un heredero varón.

–Pero una esposa es un ornamento necesario para un hombre de cierta posición social, y no deberíais dejar a un lado vuestra obligación por culpa de viejos recuerdos. Bueno, en cuanto a la dama galesa…

Stephen bajó la voz para que solo pudiera oírle el soberano.

–Os pido humildemente disculpas, Majestad, pero no estoy dispuesto a aceptar los despojos de otro hombre… ni siquiera del rey de Inglaterra. No pienso ser la válvula de escape de vuestra conciencia.

–¿Mi conciencia? –Enrique sonrió con frialdad, y le dijo en un susurro–: Mi querido lord Wimberleigh, ¿de dónde habéis sacado la disparatada idea de que tengo conciencia?

Stephen se recordó a sí mismo que Enrique VIII había apartado a un lado a su primera esposa y había hecho ejecutar a la segunda, que se había apropiado de la autoridad de la Iglesia, había tomado posesión de monasterios, y había expulsado a los pobres de sus tierras. La deshonra de una joven virgen no le importaría en lo más mínimo a un hombre como Enrique Tudor.

–En cualquier caso, estoy seguro de que lady Gwenyth no querría casarse conmigo.

–Ah, sí, vuestra empañada reputación… rebeldes salvajes, juegos, rapiña… los rumores acaban llegando a la corte, todas las doncellas del reino se estremecen de miedo solo con pensar en vos.

Stephen lo prefería así, y había trabajado duro para ocultar sus buenas cualidades bajo una pátina de mala reputación.

–Soy un hombre carente de moral, es un defecto desafortunado de mi carácter. Y ahora, si le place a Su Majestad, debo marcharme de la corte.

El rey se levantó con una rapidez sorprendente teniendo en cuenta su edad y su corpulencia, y lo agarró del jubón.

–Por Dios, claro que no me place.

Enrique acercó tanto el rostro, que Stephen alcanzó a oler el aroma dulzón del vino blanco que se había bebido.

–Conseguid una esposa y un heredero adecuado, Wimberleigh, si no queréis que Inglaterra entera se entere de lo que escondéis en Wiltshire.

Stephen estuvo a punto de rugir con la furia de un animal, pero gracias al férreo control que había adquirido a lo largo de los años consiguió controlar el impulso de atacar al soberano. No sabía cómo se las había ingeniado Enrique para enterarse de su terrible secreto, pero era dolorosamente obvio cómo pensaba utilizar aquella información.

Exhaló lentamente, y retrocedió un paso. A pesar de que le había soltado el jubón, el rey seguía agarrándolo con una atadura invisible que no se rompería hasta que Stephen consiguiera librarse de una vez por todas de la ira del monarca.

–Arrodillaos, Wimberleigh.

Stephen obedeció mientras las mejillas le ardían de rabia.

–Juradlo. Quiero que juréis obedecerme, quiero oíros decir que os casaréis… si no es con lady Gwenyth, con otra –la voz del monarca sonó alta y clara.

La orden quedó como suspendida en medio del silencio ensordecedor que se creó. Desde su perspectiva más baja, Stephen captó los detalles con una precisión fuera de lo común: el polvo que colgaba del dobladillo del manto del rey, el leve olor séptico de la úlcera que Enrique tenía en la pierna, el suave tintineo del collar de mando cuando el voluminoso pecho del soberano se movía con cada inspiración, y el eco moribundo de las cuerdas de un laúd.

La corte entera permaneció a la expectativa, con el aliento contenido. El rey acababa de retar a uno de los pocos hombres del reino que osaban desafiarle.

Stephen de Lacey no era ningún tonto, y valoraba su propio cuello. Los años le habían enseñado a usar evasivas.

–Vuestras órdenes se cumplirán, mi señor –lo dijo con claridad, para que todo el mundo pudiera oírle. Sabía que, si hablaba en voz baja, el rey le ordenaría que repitiera el juramento.

Los Consejeros Reales soltaron un suspiro colectivo. Les encantaba ver a uno de los suyos humillado.

Enrique se sentó de nuevo en el trono, y comentó:

–Espero que en esta ocasión sí que me obedezcáis –cuando Stephen se incorporó, le indicó que podía retirarse con un seco gesto de la cabeza, y entonces les gritó a sus lacayos–. Ensilladme el caballo, voy a salir a cabalgar.

Stephen salió del salón de audiencias y empezó a cruzar la antesala. La corrupción se olía en el ambiente, junto con el penetrante aroma del sándalo que ardía en un brasero y el olor de los rastrojos que cubrían el suelo y que no se habían cambiado en meses.

Antes de la audiencia, había pedido que tuvieran preparada su montura, porque quería marcharse cuanto antes. Como los mozos de las cuadras reales le habían prometido que tendrían lista su yegua napolitana en la puerta oeste, cruzó el patio y pasó entre las torres gemelas de forma octogonal. Se detuvo bajo el rastrillo, con los barrotes de hierro forjado justo por encima de su cabeza, y vio de inmediato la yegua. Estaba ensillada y atada a una arandela de hierro, a la sombra de un roble enorme, a cierta distancia de la puerta.

Frunció el ceño ante la negligencia de los mozos de cuadra. ¿Cómo era posible que hubieran dejado desatendido a un animal tan valioso? Justo cuando se preguntaba dónde estaría Kit, su escudero, ladeó la cabeza al ver un ligero movimiento junto a la yegua, y vio una sombra tan furtiva como un pecado inconfeso.

Una cíngara mugrienta estaba robándole la yegua.

Juliana apenas podía creer la suerte que había tenido. Necesitaba con tanta urgencia un caballo para poder ir a la feria de Runnymede al día siguiente, que estaba dispuesta a entrar en el mismísimo palacio para robar un animal, pero mientras estaba agazapada entre unas hayas observando las murallas resplandecientes y las torres doradas del palacio de Richmond, un mozo había salido con uno de los animales más magníficos que había visto en su vida. Si vendía los arreos de plata y de cuero de Marruecos que llevaba, tendría para alimentar al clan de cíngaros durante una década.

Pavlo, su perro, había ahuyentado al muchacho. A aquellas alturas, era una treta habitual. Los ingleses no conocían a los borzoi, y al ver al enorme perro blanco, la mayoría creía que se trataba de una especie de bestia mitológica.

Miró a su alrededor para ver si había alguna posibilidad de que la atraparan. A unos doscientos pasos, haciendo guardia delante de la puerta de las torres, había un par de centinelas ataviados con una librea verde y blanca. Tenían la mirada fija en el horizonte, en las colinas que se alzaban sobre el río Támesis, y parecían ajenos al caballo que permanecía tranquilo entre las sombras.

Juliana se detuvo para tocar su amuleto, el broche con la daga oculta que llevaba sujeto a la parte interior de la cintura de la falda, y salió con cautela del hayal. Mientras avanzaba descalza por la hierba húmeda, las cadenitas de hojalata que llevaba en los tobillos tintineaban con suavidad. La falda que llevaba estaba cosida a base de retales, y rozaba el suelo.

Después de vivir cinco años entre los cíngaros de Inglaterra, se había acostumbrado a parecer una pordiosera… y a comportarse como tal cuando era necesario. Aceptaba su suerte con una resignación que ocultaba la decisión férrea que seguía ardiendo en su corazón.

Jamás había olvidado su verdadera identidad: era Juliana Romanov, hija de un noble, prometida de un boyardo. Se había jurado que algún día regresaría a casa, que encontraría a los hombres que habían asesinado a su familia y se encargaría de que acabaran en manos de la justicia.

Era una tarea enorme para una muchacha que no tenía ni un penique. Los primeros meses habían sido muy duros. Durante el largo trayecto hasta Inglaterra había ido vendiendo sus joyas y su ropa junto a Laszlo, que se había hecho pasar por su padre; al final, lo único que le había quedado era su broche, el rubí rodeado por doce perlas. La joya escondía una daga, y tenía grabado en la parte posterior el lema de los Romanov en caracteres cirílicos: Sangre, promesas, y honor.

Era el único vínculo que le quedaba con la joven privilegiada que había sido en el pasado, y no estaba dispuesta a desprenderse de él.

Con el tiempo, el trauma de la pérdida de su familia se había convertido en un dolor sordo y constante. Se había lanzado a su nueva vida con la misma concentración decidida que en Nóvgorod había agradado tanto a sus profesores de hípica y de baile, a su tutor, y a su maestra de música.

Había aprendido a hacer un trueque por un caballo que estaba mal de salud, a curarlo y a esconder sus defectos, y a obtener beneficios al venderlo de nuevo a los gaje. Sabía cómo aparecer en la plaza de un mercado aparentando ser la criatura más desaliñada y afligida del mundo, una muchacha con un aspecto tan mugriento, que la gente le daba unas monedas para mantenerla alejada. Sabía realizar trucos de feria sorprendentes a caballo, y esbozar después una sonrisa seductora mientras recogía las monedas que le lanzaban los espectadores embelesados.

La vida podría haber seguido así de forma indefinida, de no ser por Rodion.

Se estremeció al pensar en él… joven, atractivo, mirándola desde el otro lado de la hoguera con una expresión posesiva y cruel que endurecía sus facciones… la inevitable propuesta de matrimonio había llegado la noche anterior, y Laszlo le había aconsejado que la aceptara; a diferencia de ella, hacía mucho que había renunciado al sueño de regresar a su país.

Pero ella no estaba dispuesta a rendirse, así que la propuesta de Rodion la había empujado a pasar a la acción. Había llegado la hora de dejar a los cíngaros, de presentarse ante el rey de Inglaterra para pedirle una escolta armada que la acompañara a Nóvgorod.

Lo primero que tenía que hacer era conseguir ropa adecuada. Se había convertido en una experta a la hora de robar comida de los carros del mercado, y ropa de la colada que la gente dejaba colgada al sol, pero un vestido elegante y digno de la corte era un desafío mucho más grande.

Hasta ese momento, los hombres de la tribu se habían quedado con todo lo que ganaba, pero aquella soberbia yegua era para ella sola.

Esbozó una pequeña sonrisa. A la mañana siguiente se celebraba la feria de caballos de la ciudad de Runnymede, así que vendería al animal cuanto antes y pondría en marcha su plan.

–Quédate aquí, Pavlo –susurró.

El perro la miró con preocupación, pero se tumbó y apoyó su largo morro entre las patas delanteras.

Ella se agachó un poco mientras se acercaba a la yegua de frente. Para que advirtiera su presencia, susurró:

–Hola, preciosa. Eres una yegua muy bonita, una belleza.

El animal dejó de mordisquear las matas de trébol que había a los pies del árbol, echó las orejas para atrás, y soltó un pequeño resoplido.

Juliana hizo un suave chasquido con la lengua, y al ver que la yegua parecía tranquilizarse un poco, alzó la mano con la palma hacia arriba para ofrecerle un nabo pelado que había robado de un huerto.

Sonrió cuando el animal devoró el nabo y le dio un golpecito en la mano con el morro para pedirle más. A pesar de su fuerza, su velocidad y su aguante, los caballos eran seres sencillos que se dejaban guiar por sus apetitos… Catriona diría que en ese sentido se parecían mucho a los hombres.

Estaba tensa y sabía que tenía que apresurarse, pero le dio otro nabo y se le acercó un poco más mientras le acariciaba el cuello. Siguió hablándole con suavidad en inglés, diciéndole tonterías, usando la misma cadencia tranquilizadora que una madre al dormir a su hijo; en cuestión de minutos, el animal estaba relajado y dócil.

Lanzó una mirada hacia la puerta, y vio que los centinelas permanecían ajenos a su presencia. Un hombre apareció en ese momento bajo el rastrillo, y desde aquella distancia solo alcanzó a ver que era alto y corpulento y que tenía el pelo rubio.

Se sintió triunfal, y desató la cuerda que sujetaba a la yegua a la arandela de hierro. Colocó un pie descalzo en el estribo, y se aferró a la silla para poder montar.

–¡Alto! ¡Al ladrón!

El grito la detuvo por una fracción de segundo, pero se alzó como impulsada por la mano de Dios y consiguió montar. Sin parar ni un instante, hincó los talones en los flancos de la yegua y soltó un sonido estridente.

El animal echó a correr como una flecha, y Juliana saboreó la sensación de galopar con el mejor caballo que había montado desde su huida frenética de Nóvgorod cinco años atrás.

–Parece que esa cíngara está robando vuestra montura, Wimberleigh.

Stephen estaba tan atónito al ver a la mujer alejándose al galope a lomos de Capria, que no se había dado cuenta de que el rey y su séquito se habían aproximado a la puerta de las torres.

–No llegará muy lejos –dijo en voz alta, antes de dar media vuelta y de echar a andar hacia los establos. Al ver a un mozo que estaba conduciendo a un caballo ensillado hacia el patio central, le gritó–: ¡Tráeme ese caballo de inmediato!

El mozo lo miró vacilante durante unos segundos, pero su expresión ceñuda pareció convencerlo, porque se apresuró a obedecer.

–Apuesto cien coronas a que no volveréis a ver esa yegua –le dijo el rey.

–Hecho –le contestó Stephen con tono seco.

Espoleó a su montura de inmediato, y atravesó a toda velocidad el puente hacia el camino principal. El caballo tenía un galope indiferente y la boca dura, y como Capria era muy superior, estaba claro que iba a haber una persecución considerable; además, era obvio que la cíngara era una amazona experimentada.

La joven pasó rauda como el viento junto a un hayal, y un enorme perro blanco echó a correr tras ella a una velocidad increíble; de hecho, aquel animal desgarbado y de pelaje largo era casi tan rápido como la yegua.

Stephen se inclinó sobre el cuello de su montura mientras el camino pasaba como un borrón marrón bajo las patas del caballo. La cíngara miró por encima del hombro, y espoleó los flancos de Capria con sus talones descalzos.

Al ver que conseguía acortar un poco la distancia que los separaba, Stephen se dio cuenta de que no le hacía falta alcanzar a la cíngara. Conocía otro método para recuperar a Capria, le bastaba con que la yegua le oyera.

Cuando estuvo lo bastante cerca, se llevó los dedos a los labios y soltó un estridente silbido.

La yegua ladeó la cabeza de golpe, y a la cíngara se le escaparon las riendas. Capria se detuvo, dio media vuelta, y retrocedió por el camino.

–¡No!