Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Leeanne Kenedy. Todos los derechos reservados.

DESEO INOCENTE, Nº 1948 - agosto 2012

Título original: The Heartbreak Sheriff

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0755-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

YO no la maté.

La frase, pronunciada en voz baja, se clavó en el corazón de Finn como la hoja de un cuchillo afilado. No podía apartar los ojos de la mujer que estaba sentada frente a él. Había soñado con estar con ella a solas en una habitación durante mucho tiempo, pero no así. No en una sala de interrogatorios, con una mesa de metal separándolos y esos preciosos ojos castaños mirándolo con angustia y resentimiento.

—Sarah —empezó a decir el comisario Finnegan, con voz ronca—. Dime qué hiciste la noche que asesinaron a Teresa Donovan.

Sarah Connelly hizo una mueca de incredulidad. Pero aun enfadada era preciosa; una mujer de facciones elegantes y piel perfecta, con una melena oscura que brillaba bajo el fluorescente del techo y una boca que seguía siendo tan generosa y sexy como siempre.

Era la mujer más guapa que había visto nunca y la única que podía hacerlo sentir un escalofrío incluso fulminándolo con la mirada.

—Estaba en casa, dormida —respondió ella, con voz helada—. Me levanté a las tres para darle el biberón a Lucy y luego volví a la cama, donde me quedé hasta la mañana siguiente.

—¿No saliste de tu casa?

—No salí hasta las ocho y media de la mañana para llevar a Lucy a la guardería y abrir la galería de arte.

Finn contuvo un suspiro.

—¿Entonces por qué aparecen una huella y un cabello tuyo en la escena del crimen? ¡Sarah, por favor, tienes que explicármelo!

—No me grites, Patrick. No sé cómo llegaron allí, pero te aseguro que yo no estuve en casa de Teresa Donovan.

Frustrado, Finn se pasó una mano por el pelo. Por enésima vez, deseó que Teresa Donovan no hubiera muerto. No porque sintiera aprecio por ella, al contrario, sino porque la muerte de esa mujer había llevado el caos al tranquilo pueblo de Serenade.

Exactamente un mes antes, Teresa había muerto de un disparo en el corazón y habían descubierto su cadáver en el cuarto de estar de la mansión que su exmarido había construido para ella.

Cole Donovan, el exmarido, había sido el principal sospechoso, pero con la ayuda de la agente del FBI Jamie Crawford que, además, era la mejor amiga de Finn, Cole quedó eximido de culpa. De modo que tenía que empezar de nuevo y, definitivamente, eso era algo que no le apetecía.

Especialmente con una nueva prueba que señalaba directamente a Sarah.

—Tu huella estaba en la mesa de café, al lado del cadáver —insistió—. Había un cabello tuyo en el suelo, sobre la mancha de sangre.

Sarah palideció.

—Entonces alguien los puso ahí. Yo no maté a esa mujer —le dijo, con voz entrecortada—. Es increíble que tú pienses que lo hice.

El problema era que Finn no pensaba que lo hubiese hecho. En cuanto su alguacil le dio la noticia por teléfono, se había quedado paralizado. Él la conocía. Había vivido con ella, la había besado, la había tenido entre sus brazos. Sarah era una buena persona, alguien que cuidaba de los demás. Imaginarla con una pistola en la mano, disparándole a alguien en el corazón, le resultaba imposible.

Pero era el comisario y había jurado proteger a los ciudadanos de Serenade. Y que nunca le hubiese gustado Teresa Donovan, a nadie le había gustado esa mujer, no significaba que pudiera cerrar los ojos.

—No creo que tú la matases.

La sorpresa que vio en los ojos de Sarah lo enfadó.

—¿Te sorprende?

—Apareces en mi galería un sábado a las once de la mañana y me obligas a cerrar para venir a la comisaría. ¿Debo suponer que estás de mi lado?

«Siempre estoy de tu lado», hubiera querido decir Finn, pero se mordió la lengua. Ella no lo creería de todas formas y era lógico, porque en el pasado no le había demostrado que fuera así.

—Estoy haciendo mi trabajo, Sarah. Y creo que no deberías haber rechazado la posibilidad de llamar a tu abogado.

—¿Es que necesito uno? —exclamó ella.

—Podrías necesitarlo —respondió Finn—. Esto no tiene buena pinta. Las pruebas te colocan en el lugar del crimen y hay testigos según los cuales amenazaste a Teresa.

—¡Yo no la amenacé!

Finn suspiró.

—¿No?

—Bueno, tal vez un poco, pero no lo decía en serio. Ella me provocó.

—¿Cómo?

—Ya te he dicho…

—Entonces dímelo otra vez —la interrumpió él, echándose hacia atrás en la silla—. Necesito conocer los detalles si quieres que entienda esta situación.

—Muy bien —Sarah juntó las manos sobre el regazo—. Teresa me arrinconó en el supermercado un día que llevaba a Lucy en brazos. Tan agradable como siempre, me dijo que había tenido que adoptar a la niña porque ningún hombre me querría. Luego me contó que se había acostado contigo porque yo no era suficiente mujer para ti y terminó con la bonita amenaza de llamar a los Servicios Sociales para que me quitaran a Lucy… porque una loca como yo no podía criar a una niña.

Había recitado ese discurso con calma, pero Finn sospechaba que el encuentro la había afectado más de lo que quería dar a entender. Él sabía de primera mano lo cruel que podía ser Teresa Donovan y escuchar esos insultos era algo que poca gente podría soportar. A Finn lo había sacado de quicio saber que iba por el pueblo contando que se había acostado con él.

Algo absolutamente imposible. Él no habría tocado a Teresa. Nunca, jamás, por loco que estuviera.

Pero así era Teresa Donovan, una mentirosa patológica, una mujer dispuesta a hacer daño a todo el mundo.

—Dos personas te oyeron amenazarla.

—No debería haberlo hecho, es verdad —reconoció ella—. Pero me había insultado. Y no le dije: «Voy a matarte, pedazo de asquerosa».

Finn hizo una mueca al recordar que estaba grabando la conversación.

—¿Qué le dijiste exactamente?

—Que si no me dejaba en paz, lo lamentaría.

La amenaza quedó suspendida en el aire, como una siniestra nube negra.

—Lo dije por decir —siguió Sarah—. Evidentemente, no iba a hacerle daño. Solo quería que se fuera a molestar a otro.

Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos y Finn intentaba no mirar los preciosos ojos castaños por miedo a perderse en ellos. Estar en la misma habitación con ella, respirando el aroma de su perfume de lilas, era una tortura. Llevaba cuatro años fantaseando con aquella mujer, soñando con volver a tenerla entre sus brazos, anhelando que lo perdonase, aunque era un perdón que no se merecía.

Aquella no era la reunión que había imaginado, pero ¿qué otra cosa podía hacer? El alcalde no dejaba de llamarlo por teléfono para exigir que cerrase el caso de una vez por todas para que los ciudadanos de Serenade pudiesen dormir tranquilos.

—Mete a ese asesino entre rejas— le había dicho Williams unas horas antes.

Finn estaba de acuerdo con el alcalde. También él quería ver al asesino entre rejas, pero sabía sin la menor duda que el asesino no era Sarah Connelly.

—¿Entonces qué va a pasar ahora? —la voz de Sarah lo devolvió a la realidad—. Puedo irme, ¿no?

—No, lo siento. No puedo dejarte ir.

Ella se llevó una mano al corazón.

—¿Cómo que no? ¿Eso significa que estoy detenida?

—No —respondió Finn, con un nudo en la garganta—. Aún no.

Sarah lo miró, incrédula.

—¡Yo no maté a Teresa! Alguien está intentando inculparme.

Había oído esa misma frase una semana antes. Cole Donovan había insistido en que alguien intentaba inculparlo cuando descubrieron el arma con la que se cometió el crimen en el basurero municipal. Aunque la pistola no contenía huellas y el número de serie estaba borrado, Cole había estado en el basurero unos días después de la muerte de su exmujer y eso había despertado las sospechas de Finn. Pero el elegante abogado de Donovan había dejado claro que no tenían suficientes pruebas y Jonas Gregory, el fiscal del distrito, estaba de acuerdo.

Sin embargo, el fiscal del distrito no estaba de acuerdo con Finn sobre aquella sospechosa.

—Yo le he sugerido eso mismo a Gregory, pero él cree que podría no ser así.

—¡Pero es cierto, yo no soy una asesina!

—Sarah… —Finn no sabía qué decir.

—¿Qué? Dime lo que sea, Patrick.

Solo lo llamaba Patrick cuando estaba enfadada y en aquel momento lo entendía, especialmente considerando la bomba que estaba a punto de soltar.

—A Gregory le preocupan… los problemas de salud mental que tuviste en el pasado.

Hubo un silencio. Un silencio atronador, aunque Finn hubiera jurado que podía oír los latidos del corazón de Sarah bajo el jersey de cuello alto azul.

—No me lo puedo creer —dijo ella por fin—. Tú sabes por lo que tuve que pasar mejor que nadie. Aunque no te importase… —se le quebró la voz y también el corazón— tú sabes lo que pasó. ¡Estaba luchando contra una depresión, no era una enfermedad mental! ¡Y fue hace cuatro años!

—Lo sé, lo sé.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a usar mi depresión para decir que no estoy en mis cabales? ¿Que maté a Teresa porque estoy loca?

—Yo no he dicho eso. Solo te he contado lo que dice el fiscal del distrito.

—¡A la porra el fiscal del distrito! —exclamó Sarah—. Y tú también —añadió, llevando oxígeno a sus pulmones—. Creo que es hora de llamar a un abogado.

Asintiendo con la cabeza, Finn se levantó de la silla.

—Te traeré un teléfono.

Mientras cerraba la puerta le temblaban las piernas y le dolía el pecho como si alguien lo hubiera golpeado. Tal vez no era una reacción muy masculina, pero en aquel momento se sentía completamente inútil.

Finn entró en su despacho, ignorando la mirada de conmiseración de su alguacil, Anna Hotel. Él adoraba a Anna, pero en aquel momento no quería la compasión de nadie. Solo quería ayudar a Sarah porque no podía soportar verla así.

Ella no había matado a Teresa. Se negaba a creer que Sarah pudiese perder la cabeza hasta el punto de matar a alguien…

Tan desagradable pensamiento apareció en su cerebro como un ladrón de guante blanco y Finn apretó los puños, furioso y avergonzado a la vez. Como Sarah había dicho, él sabía mejor que nadie por qué había sufrido un colapso nervioso. Y tenía razón, no había lidiado con el asunto como debería. Pero la depresión y el estrés postraumático contra los que Sarah había luchado años antes no la convertían en una asesina.

El teléfono inalámbrico empezó a sonar, con esa musiquilla que parecía la sirena de un barco y de la que su amiga Jamie siempre se reía tanto. Pero, en fin, la cuestión era que no pasase desapercibido en medio del alboroto de la comisaría.

Finn apretó los labios al ver en la pantalla el número del alcalde… otra vez. Williams se negaba a dejarlo en paz hasta que detuviera a alguien por el asesinato de Teresa Donovan.

—Ahora mismo no puedo hablar, alcalde —le dijo, intentando mostrarse amable—. Tengo a Sarah Connelly en custodia y ha pedido un abogado.

—Esa es una señal de culpabilidad, ¿no?

—No, es una señal de inteligencia —replicó Finn—. Tiene derecho a un abogado y le preocupa que sus derechos sean vulnerados.

—Pues a mí me preocupa a quién pueda matar si la deja en libertad —replicó el alcalde—. Por cierto, tengo a Jonas Gregory en el despacho, está escuchando la conversación por el altavoz.

Finn tuvo que disimular su irritación.

—No creo que debamos sacar conclusiones precipitadas. Sarah Connelly…

—¿Ha admitido haber amenazado a la víctima? —lo interrumpió Williams.

—Sí, pero…

—Eso es todo lo que necesitamos.

—¿Todo lo que necesitamos para qué, alcalde?

—Finnegan, soy Jonas —escuchó la voz del fiscal—. He recibido el informe que me envió y quiero seguir adelante. Tenemos huellas de Sarah Connelly en el lugar del crimen, sabemos que amenazó a la víctima dos meses antes de su muerte y tiene un historial de desequilibrio mental.

—¿Qué está diciendo, Gregory?

—Que debe detenerla. Tenemos pruebas suficientes para llevarla a juicio.

Finn tuvo que contener el deseo de lanzar el teléfono contra la pared y ver cómo se partía en mil pedazos. ¿La vida de Sarah, todo su futuro, estaba en peligro porque el fiscal del distrito creía que una huella en la casa de Teresa era prueba suficiente?

—Con todo respeto, creo que eso podría ser prematuro —le dijo, intentando ocultar su desesperación—. Deje que siga investigando…

—¿Qué más necesita? —lo interrumpió Gregory—. Deténgala e intente hacerla confesar que el arma es suya.

Sabía que estaba derrotado, pero Finn hizo un nuevo intento:

—Sarah Connelly es madre soltera. Acaba de adoptar a una niña y…

—No vamos a hacerle ningún favor —esa vez era el alcalde quien hablaba—. No seguirá teniendo una relación con ella, ¿verdad, comisario?

—No, claro que no. Mi relación con Connelly terminó hace cuatro años.

Se refería a ella por el apellido, esperando que eso lo ayudase a distanciarse, pero no fue así. El hermoso rostro de Sarah estaba grabado en su cerebro, el recuerdo de su risa, clavado en su corazón. Daba igual cómo la llamase, siempre sería Sarah. Su Sarah.

—Debe tratarla como a cualquier otro delincuente, Finnegan —asintió el fiscal—. Se quedará en el calabozo hasta la vista preliminar, donde el juez decidirá si puede salir bajo fianza.

—¿Y cuándo será eso?

—Su abogado puede pedir una vista urgente, pero el juez Rollins está en Charleston en un torneo de golf. Dudo mucho que vuelva a toda prisa por algo tan trivial.

¿Trivial? ¿Apartar a una madre de su hija y encerrarla en un calabozo durante un fin de semana era trivial? ¿Cómo podía un torneo de golf ser más importante que la vida de una mujer?

En ese momento maldijo al pueblo de Serenade, con un solo fiscal del distrito y un solo juez que estaba demasiado ocupado jugando al golf.

—Nos veremos el lunes por la mañana en los Juzgados —dijo Gregory, en un tono que no admitía discusión—. Tenemos que averiguar cómo consiguió la pistola.

Finn estaba tan aturdido cuando cortó la comunicación que el teléfono cayó sobre su escritorio, tirando una cajita de clips. Pero él no se dio cuenta.

No podía hacerlo, no podía detener a Sarah.

«Ese es tu trabajo».

Él era el comisario de Serenade, Carolina del Norte, el hombre elegido por el pueblo para protegerlo.

Pero ¿quién protegería a Sarah?

Sintiendo como si sus piernas fueran de plomo, salió del despacho, ignorando la mirada preocupada de Anna, y atravesó el pasillo para volver a la sala de interrogatorios.

Respirando profundamente para darse valor, empujó la puerta y entró en la habitación.

—Sarah… —empezó a decir.

Ella levantó la cabeza.

—¿Dónde está el teléfono?

—No puedo dejar que llames hasta que… —Finn suspiró, angustiado— hasta que terminemos con el procedimiento reglamentario.

Sarah parpadeó varias veces, mirándolo con expresión horrorizada.

—Finn…

—Lo siento mucho, pero estás detenida.

Capítulo 2

DETENIDA.

Mientras soportaba en silencio la humillación de posar para las fotografías de la ficha policial, Sarah no podía creérselo.

¿Cómo podía estar ocurriendo algo así?

«Yo no soy una asesina», le hubiera gustado gritar.

No era culpa de Anna Holt, que solo estaba haciendo su trabajo, pero le costaba recordarlo mientras la alguacil apretaba el pulgar de su mano derecha sobre el cartón para tomar sus huellas dactilares.

—Es el procedimiento reglamentario —le dijo, con tono de disculpa—. Pero ya tenemos tus huellas en el archivo… ya sabes, por el cursillo de defensa contra el crimen que hiciste para los alumnos del instituto.

Y cuánto lamentaba ahora esa decisión. Durante el último año de carrera había hecho un estudio independiente sobre prevención del crimen, basándose en la hipótesis de que si a los ciudadanos se les requería por ley aportar sus huellas y una muestra individual de ADN, los delitos en la zona se reducirían drásticamente. Todos los alumnos del último año habían enviado sus huellas dactilares y muestras de saliva para que fuesen introducidas en la base de datos de la comisaría y ella lo había hecho también…

Y, por alguna inconcebible razón, sus huellas habían aparecido durante la investigación del asesinato de Teresa Donovan.

Sarah siguió a Anna por una escalera que llevaba al sótano de la comisaría. Nunca había estado allí, pero sabía lo que iba a encontrar: los calabozos.

Había sido detenida por un crimen que no había cometido.

¿Cómo era posible?

Sarah empezó a temblar al ver el calabozo. Verlo en una película no era lo mismo, aquello era real. Y aterrador. Su pulso se aceleró al ver la fila de celdas con barrotes de hierro…

Asustada, vio a Anna abriendo una de las celdas.

—Tendrás que esperar aquí hasta que llegue tu abogado.

Sarah se llevó una mano al corazón. La celda debía de medir cuatro metros cuadrados y solo contenía un camastro con un delgado colchón y una manta. Eso era todo; no había inodoro, ni ventana. Solo aquel sitio claustrofóbico, iluminado por una bombilla que colgaba del techo.

—Lo siento —dijo la alguacil.

Respirando profundamente, Sarah intentó reunir valor mientras daba un paso adelante, con la cabeza bien alta. Pero rezaba para que el abogado cuyo nombre había elegido al azar en la guía telefónica apareciese lo antes posible.

Cuando estaba dentro de la celda, Anna cerró la puerta con expresión contrita.

—El comisario bajará enseguida.

«No hace falta que se moleste».

Sarah se mordió la lengua para no decirlo en voz alta. Pero entonces, cuando la alguacil desapareció por la escalera, se quedó sola.

En un calabozo.

Se sentó sobre el camastro y miró alrededor, intentando contener las lágrimas. ¿Cómo podía nadie pensar que ella había matado a Teresa? Daba igual que hubiesen encontrado sus huellas, ella no había estado en casa de Teresa Donovan la noche que murió. De hecho, nunca había estado en su casa.

¿Por qué había huellas suyas allí?

Era una pregunta que había estado haciéndose desde que Finn apareció en la galería de arte horas antes, pero, por el momento, no lograba encontrar una respuesta. Bueno, no del todo. La única respuesta era que alguien intentaba inculparla.

Pero eso despertaba aún más preguntas. ¿Quién intentaría inculparla a ella de un asesinato?

No era la persona más popular del pueblo, pero tampoco la menos popular. Se llevaba bien con todo el mundo e incluso después de su depresión la mayoría de la gente la había apoyado.

«No todos», le recordó una vocecita interior.

Era cierto. Una persona la había dejado sola en el peor momento de su vida.

Como si al pensar en él lo hubiese conjurado, Finn apareció en ese instante. Y al ver su expresión angustiada, lo único que pudo pensar fue: «Demasiado tarde».

Podría parecer todo lo angustiado que quisiera, ella no necesitaba su maldito apoyo. No se lo había dado cuando más lo necesitaba y ya no lo quería.

—El abogado acaba de llamar —le dijo, con voz ronca—. Llegará en un par de horas.

¿Dos horas?

Sarah intentó contener las lágrimas. Muy bien, dos horas, podría soportarlo.

—Gracias —respondió, con sequedad.

Esperaba que Finn se fuera, pero se quedó donde estaba, estudiándola a través de los barrotes de la celda.

—¿Qué pasa?

—¿Te encuentras bien?

—¿Tú crees que estoy bien?

Él tragó saliva, incómodo, pero eso no la animó. Estar en la misma habitación que aquel hombre le despertaba amargos recuerdos que llevaba años intentando superar. No la ayudaba nada que estuviera tan guapo como siempre, con esos penetrantes ojos azul oscuro, el cabello negro ligeramente despeinado, los anchos hombros que solían hacerla sentir escalofríos, los antebrazos fuertes que una vez le habían dado tanto consuelo…

Patrick Finnegan había sido el amor de su vida, el único hombre que había capturado su corazón.

Pero luego se lo había roto. Lo había aplastado entre sus fuertes dedos, dejándola destrozada. Y sola.

No había pensado que algún día pudiera recuperarse de su traición. Y tampoco había pensado que algún día pudiera volver a enamorarse, pero al menos había sobrevivido, intentando olvidar el trauma del pasado. Se había convertido en una mujer fuerte y ahora tenía a Lucy, la preciosa niña a la que adoraba, que había cambiado su vida por completo.

«¡Dios santo, Lucy!».

—¿Qué ocurre?

Sarah había olvidado que Finn estaba allí y al levantar la cabeza vio un brillo de alarma en sus ojos.

—Lucy —respondió, el miedo envolvió su corazón como una boa constrictor—. La guardería cierra a las cuatro. ¿Qué hora es?

Finn miró su reloj.

—La una y media.

Su abogado debía llegar en dos horas, pero aunque fuera así, tal vez no podría sacarla de allí a tiempo…

—Tengo que llamar a la guardería. Tal vez Maggie pueda llevársela a casa cuando cierre. O tal vez…

¿Y si Maggie llamaba a los Servicios Sociales para decirles que la madre de Lucy estaba detenida? La propietaria de la guardería era una buena persona, pero probablemente no le haría gracia saber que la madre de una niña de tres meses estaba en el calabozo. Maggie le había dicho durante su primera entrevista que tenía la obligación legal de informar a las autoridades si los niños que estaban bajo su supervisión no eran bien atendidos por sus padres.

Sarah había adoptado a Lucy tres meses antes y había sido un arduo proceso que duró dos años. Económicamente estaba en buena posición para criar a un hijo porque había recibido una herencia de su tía y tenía una próspera galería de arte, pero la depresión que sufrió unos años antes había alarmado a la agencia de adopción.

Sarah había soportado docenas de entrevistas, sesiones de terapia y visitas sorpresa por parte de trabajadores sociales antes de que por fin se aprobase la adopción de Lucy.

Pero si Maggie llamaba a los Servicios Sociales… le quitarían a su hija. No, eso no podía pasar. Había esperado dos largos años y se negaba a perder a su hija después de todo lo que había soportado para ser madre.

Sarah saltó del camastro y prácticamente se lanzó sobre los barrotes.

—Tienes que hacer algo por mí —le dijo, angustiada.