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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos reservados.

LA NOVIA PERFECTA, Nº 68 - noviembre 2012

Título original: The Perfect Bride

Publicada originalmente por HQN™ Books

Publicado en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1173-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

 

Marzo, 1822

 

Doscientos veintiocho pretendientes. Dios santo, ¿cómo iba a arreglárselas para elegir a uno de ellos?

Blanche Harrington estaba a solas en un pequeño gabinete anexo al gran salón donde pronto comenzaría la invasión de visitantes. Aquella misma mañana habían descolgado las cortinas de luto por la muerte de su padre. Blanche había conseguido librarse del matrimonio durante ocho años, pero sabía que, al haber muerto su progenitor, necesitaba un marido que la ayudara a gestionar su considerable y complicada fortuna.

Sin embargo, tenía pavor a la avalancha de admiradores, tanto pavor como sentía por el futuro.

Su mejor amiga entró agitadamente en el gabinete.

–¡Blanche, querida, estás aquí! ¡Ahora mismo vamos a abrir las puertas! –exclamó con entusiasmo.

Blanche miró por la ventana hacia el paseo circular. A su padre le habían concedido el título de vizconde muchos años antes, después de que amasara una enorme fortuna con el negocio de las manufacturas. Tantos años antes, que ya nadie los consideraba unos nuevos ricos. Blanche no había conocido otra vida que la de la riqueza, los privilegios y el esplendor. Era una de las grandes herederas del imperio, pero su padre había permitido que rompiera su compromiso matrimonial ocho años antes, y aunque nunca había dejado de presentarle candidatos, siempre había querido que su hija se casara por amor. Por supuesto, aquella era una idea absurda.

No porque la gente no pudiera casarse por amor; era absurda porque Blanche sabía que era incapaz de enamorarse.

Sin embargo, iba a casarse. Aunque Harrington había fallecido de manera repentina a causa de una neumonía, y no había podido expresar su última voluntad, Blanche sabía que su padre quería verla casada con un hombre honorable.

En el precioso paseo de entrada a la casa había tres docenas de carruajes. Blanche había recibido quinientas visitas de condolencia seis meses antes. De las tarjetas que habían dejado los visitantes, doscientas veintiocho eran de solteros considerados candidatos aceptables; ella se preguntaba cuántos de ellos no eran oportunistas. Como hacía mucho tiempo que Blanche había desistido de enamorarse, su intención era dar con un hombre sensato, decente y noble.

–Oh, Señor –dijo Bess Waverly mientras se acercaba a ella–. Estás inquieta. Te conozco mejor que tú misma. ¡Somos amigas desde los nueve años! Por favor, no me digas que quieres despedir a todo el mundo, después de que yo haya anunciado que tu periodo de luto ha terminado. ¿Tendría sentido continuar con el luto seis meses más? Solo estarías retrasando lo inevitable.

Blanche miró a su mejor amiga. Eran tan diferentes como la noche y el día. Bess era teatral, vivaz y seductora; estaba casada en segundas nupcias y tenía su vigésimo amante, como mínimo. No intentaba disimular que disfrutaba de todos los aspectos de la vida, incluida la pasión. Blanche tenía casi veintiocho años, no había querido casarse hasta aquel momento y continuaba siendo virgen. Encontraba la vida lo suficientemente placentera; le gustaba pasear por el parque, ir a tomar el té, salir de compras, a la ópera y a los bailes. Sin embargo, no tenía ni la más mínima idea de lo que era la pasión.

Tenía un corazón defectuoso; latía, pero se negaba a sentir emociones intensas.

El sol era amarillo, nunca dorado. Una comedia podía ser divertida, nunca hilarante. El chocolate era dulce, pero se podía prescindir de él con facilidad. Un hombre podía ser guapo, pero ninguno la había dejado sin respiración. Blanche no había deseado que la besaran ni una sola vez en la vida.

Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que nunca sentiría la pasión por la vida que, supuestamente, debía sentir una mujer. Sin embargo, otras mujeres no habían perdido a su madre durante un disturbio, un día de elecciones, a la edad de seis años. Blanche estaba con su madre en aquel día, pero no recordaba nada, y tampoco era capaz de rememorar nada de su vida anterior a aquel momento. Lo peor era que tampoco recordaba nada de su madre, y cuando observaba su retrato, que ocupaba un lugar de honor sobre la escalinata de la casa, veía a una señora guapa, pero que le resultaba una extraña.

Además, había algún lugar de su mente que estaba poblado por imágenes del pasado, oscuras y violentas, por monstruos que siempre habían estado allí. Blanche lo sabía de la misma manera que otras personas decían que vivían con un fantasma, o tal y como un niño tenía un compañero de juegos imaginario. Pero no importaba, porque ella ni siquiera quería identificar a sus demonios. Por lo demás, ¿cuántos adultos eran capaces de recordar cómo era su vida antes de los seis años?

Sin embargo, no había derramado una sola lágrima de pena desde aquel tumulto durante el que su madre había muerto. La tristeza también estaba más allá de las capacidades de su corazón. Blanche era consciente de que se diferenciaba de otras mujeres; ese era su secreto. Su padre conocía toda la verdad, y el motivo de aquella diferencia. Por el contrario, sus dos mejores amigas pensaban que un día Blanche se convertiría en una mujer tan apasionada e insensata como ellas. Sus dos mejores amigas estaban esperando a que se enamorara perdidamente.

Blanche siempre había sido sensata. En aquel momento, se volvió hacia Bess.

–No. No creo que tenga motivo retrasar lo inevitable. Papá tenía sesenta y cuatro años, y tuvo una vida maravillosa. Seguramente, él querría que yo siguiera adelante tal y como habíamos planeado.

Bess la rodeó con un brazo. Tenía el pelo castaño, unos ojos verdes espectaculares, una figura exuberante y unos labios carnosos, que, según ella, los hombres adoraban. Una vez, Blanche había deseado ser como su amiga, o al menos, una versión atenuada de ella. Sin embargo, recientemente se había dado cuenta de que no iba a cambiar. Por muchas cosas que le ofreciera la vida, ella iba a vivirla sensata y serenamente. No habría drama, ni tormento, ni pasión.

–Sí, eso es cierto. Te has pasado la vida escondiéndote –dijo Bess–. Por muy triste que sea, Harrington ha muerto. No te quedan excusas, Blanche. Él ya no está aquí para seguir adorándote. Si continúas escondiéndote, te quedarás sola.

Era increíble, pero no sintió casi nada ante la mención del nombre de su padre. Estaba entumecida, cuando debería haber llorado y sollozado; llevaba agarrotada desde su muerte. La tristeza que sentía era una onda suave, casi indolora. Lo echaba de menos, ¿cómo no iba a echarlo en falta? Su padre había sido el pilar de su vida desde el terrible día de la muerte de su madre. Ojalá pudiera llorar de tristeza y de indignación. Sin embargo, solo notó una leve humedad en los ojos.

Blanche sonrió con una expresión sombría y se alejó de la ventana.

–No me estoy escondiendo, Bess. Nadie da tantas fiestas como yo en Londres.

–Te has estado escondiendo de la pasión y del placer –replicó Bess.

Blanche sonrió sin poder evitarlo. Habían hablado de aquello en incontables ocasiones.

–No tengo una naturaleza apasionada –le dijo suavemente a su amiga–. Y aunque papá ya no está, gracias a Dios os tengo a Felicia y a ti. Yo os quiero mucho a las dos. No sé qué haría sin vosotras.

Bess puso los ojos en blanco.

–¡Vamos a encontrarte a un joven guapo que te adore a ti, Blanche, para que por fin puedas vivir tu vida! ¡Piénsalo! Hay más de doscientos pretendientes, ¡y puedes elegir entre todos ellos!

Blanche sintió una punzada de inseguridad.

–Tengo miedo de semejante avalancha –dijo–. ¿Cómo voy a elegir? Las dos sabemos que todos son cazadores de fortunas, y mi padre deseaba algo mejor para mí.

–Umm... ¡No se me ocurre nada mejor que un cazador de fortunas de veinticinco años! Siempre y cuando sea guapísimo y viril.

Blanche, que estaba acostumbrada a aquellos comentarios, ni siquiera se ruborizó.

–Bess.

–Serás feliz cuando tengas un marido vigoroso, querida, hazme caso. ¿Quién sabe? Quizá termine con tu indiferencia por todo lo que te ofrece la vida.

Blanche sonrió, pero sacudió la cabeza.

–Eso sería un milagro.

–¡Una buena dosis de pasión puede ser milagrosa! –exclamó Bess con seriedad–. Estoy intentando alegrarte. Felicia y yo te ayudaremos a elegir, a menos, claro, que ocurra un milagro y te enamores.

–Las dos sabemos que eso no va a suceder. Bess, ¡no pongas esa cara tan tristona! He tenido una vida casi perfecta. Disfruto de muchas bendiciones.

Bess negó con la cabeza con tanta angustia como alegría había demostrado un momento antes.

–¡No digas eso! Aunque nunca te hayas enamorado, yo conservo la esperanza de que un día lo hagas. Oh, Blanche, no te das cuenta de lo que te estás perdiendo. Sé que crees que tu vida fue perfecta hasta que Harrington murió, pero no es verdad. Eres una isla. Eres la persona más solitaria que conozco.

Blanche se puso tensa.

–Bess, este ya es un día difícil de por sí, con todos esos pretendientes esperando en la puerta.

–Estabas sola antes de que muriera Harrington, y ahora estás incluso más sola. Detesto verte así, y creo que el matrimonio y los hijos cambiarán eso –afirmó Bess.

Blanche se sentía muy tirante. Quería negarlo, pero su amiga tenía razón. Por muchas visitas que hiciera y recibiera, por muchas fiestas que celebrara, por muchos bailes a los que asistiera, ella era diferente, y lo sabía. De hecho, siempre se había sentido separada y desvinculada de los que estaban a su alrededor.

–Bess, a mí no me importa estar sola –dijo, y era la verdad–. Tú no lo entiendes, pero voy a ser sincera: sé con certeza que, cuando me case, seguiré estando sola en espíritu.

–No estarás sola en espíritu cuando tengas hijos.

Blanche sonrió.

–Tener un hijo sería estupendo.

Bess tenía dos niños a los que adoraba. Pese a sus aventuras románticas, era una madre maravillosa.

–Sin embargo, aunque tengas esa idea fantástica de emparejarme con un joven viril, yo quiero a alguien más maduro, alguien de mediana edad. Debe ser bueno y tener fortaleza de carácter. Debe ser un caballero de verdad.

–Claro, quieres a alguien mayor que te dé todos los caprichos. Quieres a alguien que reemplace a Harrington, Blanche –dijo Bess–, pero nosotras no vamos a buscarle un sustituto a tu padre. ¡Tu marido ha de ser joven y atractivo! Y ahora que hemos resuelto eso, ¿puedo elegir yo a algún caballero de entre los restos?

Blanche se rio suavemente, y se dio cuenta de que Bess deseaba encontrar un nuevo amante entre sus doscientos pretendientes.

–Por supuesto –le dijo a su amiga, y se alejó.

No pudo evitarlo, pero en aquel momento, cuando pensó en todos los aspirantes, solo uno apareció en su mente. Era una imagen oscura, inquietante. Un hombre soltero que no la había visitado. No solo no la había visitado, sino que no le había ofrecido el pésame por la muerte de su padre.

Blanche no quería continuar pensando en él. Y, por fortuna, su otra mejor amiga entró en la habitación. Felicia se había casado recientemente con su tercer marido. El anterior era un joven muy guapo, y también un jinete muy temerario que había muerto al saltar a caballo un obstáculo peligroso.

–¡Jamieson está abriendo la puerta principal, queridas! –exclamó con una sonrisa–. Oh, Blanche, me alegro mucho de que te hayas quitado el negro. El gris perla te sienta mucho mejor.

Blanche oyó el sonido de muchas voces masculinas, y de muchos pasos. Se le encogió el estómago. Las hordas acababan de llegar.

 

 

Blanche sonrió cortésmente ante la broma de Felicia, que en realidad no había oído. Al instante, se vio rodeada por seis jóvenes, y otros cincuenta y uno entraron al salón. No quedó un solo asiento libre. Ella ya conocía a casi todos los caballeros que habían acudido a la visita. Llevaba muchos años siendo la anfitriona de Harrington. Sin embargo, estaba muy cansada: se había convertido en el centro de atención, y no estaba segura de que pudiera soportar otra mirada de admiración ni responder a otro comentario insinuante.

Debían de haberle dicho que tenía buen aspecto unas cien veces durante las últimas horas. Unos cuantos atrevidos le habían dicho incluso que era una belleza. Como Blanche era mayor, comparada con otras muchachas casaderas, estaba harta de fingir que creía aquellos halagos. ¿Y cuántos galanes le habían pedido que los acompañara de paseo por el parque? Afortunadamente, Bess le había susurrado al oído que ella le arreglaría todas las citas. Su querida amiga revoloteaba a su alrededor, y Blanche estaba segura de que su agenda estaba completamente comprometida para todo el año siguiente, como poco.

Dentro de la casa, el ambiente estaba muy cargado. Blanche sonrió con cortesía a Ralph Witte, el guapísimo hijo de un barón, mientras se abanicaba con la mano. Se preguntaba cuándo terminaría aquella tarde, o si se atrevería a escapar de la velada.

Sin embargo, llegaban más y más visitas. Y Blanche vio a otra de sus más queridas amigas, la condesa de Adare. En aquel momento, lady De Warenne entraba en el salón con su nuera, la futura condesa, Lizzie de Warenne. Las seguía un hombre alto, moreno. Al instante, Blanche se quedó inmóvil, muy sorprendida.

Rex de Warenne no se prodigaba en sociedad, y ella se había preguntado muchas veces el porqué. ¿Quién no? Sin embargo, se dio cuenta de que se había equivocado. Era Tyrell de Warenne, y no su hermano, el que entraba en el salón. Evidentemente, el futuro conde de Adare acompañaría a su esposa a una visita social.

–¿Blanche? –le preguntó Bess–. ¿Te sucede algo?

Blanche se volvió, consciente de que sentía una ligera y absurda decepción. Era una tontería sentirse mal por el hecho de que sir Rex no hubiera ido de visita con su familia, porque ella apenas lo conocía. Blanche había tenido un breve compromiso con Tyrell, y por esa razón era amiga de su madre y de la esposa de Tyrell. Sin embargo, apenas había cruzado algunas palabras con sir Rex durante los ocho años que habían transcurrido desde aquel compromiso. Todo el mundo sabía que era un ermitaño que prefería permanecer en su finca de Cornualles a alternar con los miembros de la buena sociedad. Sin embargo, de vez en cuando se dejaba ver en algún baile o en algún evento. Siempre tenía una actitud calmada y era silencioso. Como Blanche.

Y Blanche pensó que era mejor que él no hubiera acudido a darle el pésame ni la hubiera visitado. Su mirada oscura e intensa siempre conseguía que se sintiera incómoda.

–Voy a saludar a lady Adare y a lady De Warenne –dijo rápidamente.

–Voy a empezar a insinuar por aquí y por allá que estás cansada. No tardaremos mucho en despedir a todo el mundo.

–Y es cierto que estoy cansada –dijo Blanche. Después, avanzó por entre la multitud y esbozó una sonrisa genuina–. Mary, ¡me alegro mucho de verte!

Mary de Warenne, la condesa de Adare, era una mujer rubia, muy bella y elegante. Las dos mujeres se abrazaron. Como Blanche había roto su compromiso con Tyrell años atrás para que él pudiera casarse con la mujer a la que amaba, había sido fácil estrechar la amistad.

–Querida, ¿cómo estás? –le preguntó Mary con afecto.

–Estoy bien, dadas las circunstancias –le aseguró Blanche–. Lizzie, estás verdaderamente maravillosa.

La esposa de Tyrell estaba radiante. Tenía cuatro niños con su marido, y Blanche se preguntó cuál sería el secreto para que un matrimonio fuera tan feliz como el suyo.

–Ty y yo hemos pasado la tarde juntos –dijo Lizzie, apretándole las manos–. ¡Lo tengo tan pocas veces para mí sola! Vaya, Blanche, ha venido muchísima gente.

Blanche sonrió sin ganas.

–Y todos son pretendientes.

Después miró a Tyrell. Ya no lo confundía con su hermano. Rex era un héroe de guerra, y el más guapo de los dos, aunque casi nunca sonriera. Además, Tyrell tenía los ojos azul oscuro y una mirada amable. Rex tenía los ojos castaños, y una mirada oscura, a veces inquietante.

–Milord, gracias por acudir a esta reunión –dijo Blanche.

Él inclinó la cabeza.

–Es un placer tenerte de vuelta, Blanche. Si hay algo que pueda hacer para ayudarte en lo que necesites, debes avisarme.

Blanche sabía que él aún le guardaba gratitud por haberlo liberado de su compromiso para que pudiera casarse con Lizzie. Se volvió nuevamente hacia las mujeres:

–¿Estaréis mucho tiempo en la ciudad? –preguntó. Normalmente, la familia pasaba largas temporadas en Adare, que estaba en Irlanda.

–Llevamos aquí desde Año Nuevo –respondió Mary con una sonrisa–. Así que estamos a punto de volver.

–Oh, es una pena –dijo Blanche–. ¿El capitán De Warenne y Amanda también están aquí? ¿Cómo están?

–Solo estamos nosotros tres –explicó Lizzie–, y mis cuatro hijos, claro. Cliff y Amanda están en las islas, pero vendrán en primavera. Están muy contentos, muy enamorados.

Blanche titubeó, pensando en sir Rex.

–¿Y cómo están los O’Neill?

–Sean y Eleanor están en Sinclair Hall, y Devlin y Virginia están celebrando su noveno aniversario en París, sin los niños.

Ella sonrió. Entonces se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que preguntar por sir Rex. Habría sido grosero no hacerlo.

–¿Y sir Rex? ¿Se encuentra bien?

Lizzie asintió.

–Está en Land’s End.

Mary intervino:

–Últimamente, Cliff es el único que lo ha visto, y solo porque pasó por Land’s End de camino a las islas el pasado otoño. Rex se excusa diciendo que está rehabilitando su finca y que no puede marcharse. Yo no lo he visto desde que Cliff volvió a Londres con Amanda.

Aquello había sucedido un año y medio antes. Blanche sintió preocupación.

–¿Y crees a sir Rex? ¿No será que algo va mal?

Mary suspiró.

–Lo creo, sí. Ya sabes que evita la sociedad por todos los medios. Pero ¿cómo va a encontrar esposa si siempre está en el sur de Cornualles? ¡Allí no hay muchachas para poder elegir!

A Blanche se le encogió el corazón, extrañamente.

–¿Y él desea casarse? –preguntó. Rex era dos años mayor que ella, y ya debería haber celebrado su matrimonio.

Mary se encogió de hombros.

–Es difícil de decir.

Lizzie la tomó por el brazo.

–Las mujeres De Warenne hemos decidido que tenga una familia propia. Y eso requiere una esposa.

Así que las De Warenne querían verlo casado. Blanche tuvo que sonreír. Sus días de soltero estaban contados. Tenían razón: Rex debía casarse. No estaba bien que viviera tan solo.

–Y para conseguirla, es necesario que salga de Land’s End –continuó Mary–. Sin embargo, Edward y yo vamos a celebrar en mayo nuestro trigésimo aniversario aquí, en Londres. Rex asistirá. Toda la familia va a reunirse para la celebración.

Blanche sonrió.

–Eso suena maravillosamente bien. Felicidades, Mary.

–Tengo tantos nietos que ya he perdido la cuenta –dijo Mary con los ojos brillantes. Después, le tomó la mano a Blanche–. Blanche, te he considerado como una hija desde tu compromiso con Tyrell. Espero con toda mi alma que tú también encuentres la felicidad que yo siento.

La condesa era una de las mujeres más buenas y generosas que conocía Blanche. Su marido, sus hijos y sus nietos la adoraban. Blanche sabía que se lo decía con todo el corazón, pero, sin embargo, se sintió un poco triste. Ella nunca disfrutaría de la misma alegría y felicidad que Mary de Warenne. Si tuviera la capacidad de enamorarse, seguramente ya lo habría hecho, porque siempre había caballeros que visitaban Harrington Hall. Blanche no se imaginaba lo que sería sentir tanto amor, sentirse tan querida y estar rodeada de una familia así.

–Yo ya no deseo evitar más el matrimonio –dijo ella lentamente–. No tiene sentido. No puedo gestionar sola un patrimonio tan grande.

Mary y Lizzie se miraron, complacidas.

–¿Y has pensado en alguien en especial? –le preguntó Lizzie con entusiasmo.

–No, no –respondió Blanche, y se dio cuenta de que la mitad de la sala se había quedado vacía. Era mucho más fácil respirar. Se abanicó y comentó–: ¡Ha sido una tarde muy larga!

–Y es solo el comienzo –dijo Lizzie. Blanche sintió una punzada de consternación–. Bueno, yo he visto algunos buenos candidatos. Si quieres que te pase la información, dímelo.

Lizzie se rio mientras le tendía la mano a su marido. Al instante, él se separó de su grupo y se colocó junto a ella, tomándole la mano. Ambos compartieron una mirada de comunicación íntima.

–Deberíamos irnos. Tienes aspecto de estar cansada, querida –le dijo Mary a Blanche. Entonces, las mujeres se abrazaron y se despidieron.

Blanche pasó la siguiente media hora sonriendo a los caballeros que se marchaban, haciendo todo lo que podía por parecer interesada en cada uno de ellos. En cuanto se marchó el último de los visitantes, se dejó caer en la butaca más cercana. La sonrisa se le había borrado de los labios, y notaba que le dolían las mejillas.

–¿Cómo voy a poder hacer esto? –preguntó quejumbrosamente.

Bess sonrió mientras se sentaba en el sofá.

–A mí me parece que todo ha salido muy bien.

Felicia le pidió a uno de los sirvientes que sirviera jerez para las tres.

–Es cierto –dijo la voluptuosa morena con una sonrisa–. Dios santo, ¡se me había olvidado cuántos hombres casaderos y guapos hay en el mundo!

–¿Que ha salido bien? –preguntó Blanche–. ¡Yo tengo una migraña terrible! Lo único positivo que he oído en toda la tarde es que los condes de Adare van a celebrar su trigésimo aniversario en mayo.

Felicia se quedó sorprendida. Bess no.

–Y Rex de Warenne va a asistir a la fiesta –dijo.

Blanche miró con curiosidad a Bess. ¿Qué quería decir su amiga?

–¿Estás segura de que quieres un marido maduro, Blanche? –le preguntó su amiga con una sonrisa.

Blanche se sintió incómoda.

–Sí, estoy segura. ¿Por qué has mencionado a sir Rex?

–Pues, verás, estaba detrás de ti cuando hablabas de él con su familia –contestó Bess.

Blanche no entendió la respuesta.

–Me siento confusa. He preguntado por toda la familia, Bess. ¿Es que estás insinuando que tengo algún interés en sir Rex?

–¿Cómo voy a decir algo así? –respondió Bess con ironía–. Vamos, Blanche, esta no es la primera vez que se menciona su nombre.

–Es un amigo. Lo conozco desde hace muchos años –insistió Blanche, y se encogió de hombros–. Solo me preguntaba por qué no me ha visitado nunca. Ha sido una falta de educación. Algo casi insultante. Eso es todo.

Bess se irguió en su asiento.

–¿Deseas que te corteje?

–¡Claro que no! Lo que deseo es tener un futuro sereno. Sir Rex es un hombre demasiado sombrío. Todo el mundo sabe que es una persona inquietante y un ermitaño. No encajaríamos. Además, mi vida está aquí, en Londres, y la suya está en Cornualles.

Bess sonrió dulcemente.

–En realidad, a mí siempre me ha parecido inquietantemente sexual.

Blanche palideció. ¡No quería saber lo que insinuaba su amiga! Y solo Bess podía escapar indemne después de haber hecho un comentario así. Ella decidió hacerle caso omiso.

–De todos modos, yo quiero recuperar mi antigua existencia –dijo con aspereza.

–Sí, claro. Tu antigua existencia era tan perfecta... cuidando de tu padre y viviendo la vida a través de Felicia y de mí.

Felicia acercó una otomana mientras por fin les servían el jerez.

–Bess, yo intenté seducirlo después de que muriera Hal. Es un zafio. De hecho, tiene tal falta de encanto que resulta grosero. Y es más, no hay candidato peor para ser el marido de Blanche.

Blanche no dudó en defenderlo, porque odiaba la malicia de cualquier tipo.

–Has juzgado mal a un hombre introvertido, Felicia –le dijo con suavidad–. Sir Rex es un caballero. Al menos, conmigo siempre ha sido un perfecto caballero, y quizá, solo quizá, no deseaba coquetear contigo.

Felicia enrojeció.

–Los hombres de la familia De Warenne son famosos por sus aventuras, hasta que se casan. Quizá él no sea viril.

–¡Eso es una cosa terrible! –exclamó Blanche, horrorizada.

Bess intervino.

–Tiene reputación de preferir a las sirvientas antes que a las mujeres de la nobleza, Felicia. Y también tiene la reputación de tener una gran resistencia y habilidad, pese a su herida de guerra.

Blanche se quedó mirando fijamente a su amiga, consciente de que se estaba ruborizando por momentos.

–Eso es puro chismorreo –dijo–. No me parece apropiado hablar de sir Rex de esta manera.

–¿Por qué no? Hablamos todo el tiempo de mis amantes, y con mucho más detalle.

–Eso es distinto –dijo Blanche, aunque incluso ella se daba cuenta de que su objeción no era racional. Nunca había pensado en sir Rex de otro modo que como un amigo de la familia, aunque distante.

–Es increíble que se acueste con las sirvientas –dijo Felicia con desdén–. ¡Qué ordinario!

Blanche notó que se incrementaba el calor de sus mejillas.

–No puede ser cierto.

–Oí a dos doncellas hablando de su destreza con mucho entusiasmo. Una de ellas había disfrutado de esa maestría –comentó Bess con una sonrisa.

Blanche se quedó mirándola con más inquietud que antes.

–Preferiría que no habláramos más de sir Rex.

–¿Es que ahora te vas a convertir en una mojigata? –le preguntó Bess.

–Es censurable que una persona de la nobleza tenga aventuras con el servicio –insistió Felicia, decidida a ser maliciosa.

–Bueno, yo disfruté mucho con mi jardinero –replicó Bess, refiriéndose a un antiguo episodio.

Blanche no sabía qué pensar. Ella no quería juzgar a sir Rex; no era propio de su carácter juzgar ni condenar a nadie. Realmente, no era aceptable que los nobles tuvieran aventuras con los sirvientes, pero de vez en cuando sucedía. Era aceptable que un caballero tuviera una amante, siempre y cuando se respetara la discreción. Probablemente, sir Rex tenía una amante. Además, no deseaba seguir pensando en sir Rex de aquel modo. ¿Cómo había comenzado la conversación? ¿De veras tenía él la reputación de ser hábil y resistente? ¡Blanche no quería saberlo!

–¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Rex de Warenne?

Aquel era un terreno mucho más seguro.

–Durante la puesta de largo de Amanda de Warenne –respondió Blanche–. Antes de que Amanda se casara con el capitán De Warenne.

Bess se quedó boquiabierta.

–¿Me estás diciendo que bebes los vientos por un hombre al que no ves desde hace dos años?

Blanche suspiró y sonrió.

–Bess, yo no bebo los vientos por él. Y eso fue solo hace un año y medio. Además, ya he tenido suficiente conversación por hoy –dijo, y se puso en pie bruscamente.

Bess también se puso en pie y, como un terrier con un hueso, continuó.

–Querida, ¿te das cuenta de que sir Rex no se ha presentado aquí como pretendiente tuyo?

–Claro que me doy cuenta –respondió Blanche–. Sé lo que estáis pensando. Él necesita una fortuna y una mujer, así que esa conducta es rara. Es evidente que no desea casarse todavía.

–¿Cuántos años tiene? –preguntó Bess.

–Creo que tiene treinta años, pero no estoy segura. Bess, te lo ruego, déjalo ya. Veo dónde quieres llegar. ¡No pienses en emparejarme con sir Rex!

–Te he angustiado –dijo Bess–. Y tú nunca te angustias. Lo siento, Blanche. Debe de ser el estrés de la fiesta. Yo nunca te emparejaría con nadie en contra de tu voluntad. Lo sabes.

Blanche se sintió aliviada.

–Sí, lo sé. Pero me has causado preocupación. Las dos sabemos lo persistente que eres. Bess, no puedo soportar la presión de esos pretendientes, y esto ha sido solo el primer día. Si no te importa, voy a retirarme ya a mi habitación.

Bess le dio un abrazo.

–Ve a tomar un baño caliente. Daré instrucciones para que te manden la cena a tu cuarto. Que pases buena noche.

–Gracias.

Blanche sonrió a su amiga, abrazó a Felicia y salió de la estancia. Notó que comenzaban a cuchichear, y se dio cuenta de que hablaban de ella. No importaba. Sabía que solo querían lo mejor para ella, y estaba muy cansada. Además, tenía que escapar de la conversación acerca de sir Rex. Le había resultado inquietante, y de una manera muy extraña.

 

 

–Sé que estás tramando algo –declaró Felicia.

Bess la tomó de la mano.

–Creo que por fin Blanche está interesada en un hombre, aunque ni siquiera ella se dé cuenta. Dios santo, ¿y cuánto tiempo? ¡Creo que lo conoce desde hace ocho años!

Felicia se quedó boquiabierta.

–No es posible que pienses que le gusta Rex de Warenne. Es un hombre grosero, zafio, ¡siempre está a la defensiva!

–He escuchado la conversación que ha mantenido Blanche con la condesa de Adare. No sé tan siquiera si ella misma se da cuenta de su interés. Cuando comenzó a hablar de sir Rex, su expresión cambió por completo, y se ruborizó. Además, Felicia, ¿cuándo la has visto angustiada? ¿O azorada por nuestras charlas? ¡Y se siente insultada porque él no le haya dado el pésame! No hay nadie que pueda insultar a Blanche.

Felicia estaba horrorizada.

–¡Puede conseguir a alguien mucho mejor! ¿Cómo puede gustarle ese hombre? Es tan... oscuro.

–Sí, es muy oscuro. Algunas mujeres prefieren a los hombres inquietantes. Tú estás molesta porque te rechazó. Si Blanche tiene algún interés en sir Rex, debemos hacer algo al respecto.

Felicia suspiró.

–Si tienes razón, si a Blanche le interesa, debemos hacer algo. Pero, Dios, espero que estés equivocada. ¿Qué has planeado?

–Deja que recapacite –respondió Bess, y comenzó a pasearse por la habitación, absorta en sus pensamientos.

–Él va a venir en mayo –dijo Felicia.

–Mayo está muy lejos.

Felicia asintió.

–Ya conoces el dicho: «Si no puedes enganchar el caballo al carro, engancha el carro al caballo». Nosotras vamos a ir a Cornualles –dijo Bess.

A Felicia no se le ocurría nada peor. Cornualles estaba en el fin del mundo, y en aquel momento del año, hacía mucho frío.

–Por favor, no. Da la casualidad de que acabo de casarme de nuevo y me gusta mi marido.

Bess descartó aquella objeción con un gesto de la mano.

–Oh, no te preocupes. Vamos a organizar unas pequeñas vacaciones para nosotras tres, pero cuando llegue el momento de ponerse en camino, tú estarás enferma, y mi hija habrá sufrido un accidente montando a caballo.

Felicia abrió unos ojos como platos, y Bess continuó con una gran sonrisa.

–Creo que, en menos de una semana, Blanche necesitará escapar de todo este torbellino. De hecho, estoy segura de que ya desea hacerlo. Y nosotras, sus queridas amigas, la convenceremos para ir de vacaciones a la finca que Harrington tenía en el sur.

–No sabía que Harrington tuviera una finca en el sur.

–No la tiene. Al menos, que yo sepa. Sin embargo, he estado ayudando a Blanche a organizar la enorme fortuna que ha heredado, y voy a hacer unos retoques interesantes en algunos de los documentos. Así que… sí hay una pequeña finca en Cornualles, que está a pocos kilómetros de Land’s End. Imagínate lo que tendrá que hacer Blanche cuando llegue allí y compruebe que ha habido un error. Estoy segura de que sir Rex no permitirá que quede sin alojamiento.

Felicia sonrió lentamente.

–Eres tan inteligente... –dijo.

–¿A que sí?

Dos

 

Golpeó el clavo, con todas sus fuerzas, y de un solo mazazo lo hundió en la viga de manera que la cabeza quedó al mismo nivel de la madera. El sudor le caía por los ojos y le cubría el torso desnudo. Volvió a golpear, y la cabeza del clavo desapareció. Sin embargo, Rex sabía que el ejercicio físico, por muy intenso que fuera, no iba a cambiar nada.

Aunque ya habían pasado diez años, seguía viendo la Península española como si estuviera allí. Los cañones disparaban desde la cresta que se erguía sobre él, los sables entrechocaban, los hombres gritaban. El aire estaba lleno de humo que no permitía el paso de la luz del sol. Y él corría para rescatar a su amigo Tom Mowbray. De repente, un dolor abrasador le explotó en la rodilla...

La furia y la frustración se adueñaron de él. No quería recordar la guerra. Tiró la maza a un lado y la herramienta impactó contra una columna. Los hombres que estaban ayudándolo a construir el establo siguieron con sus tareas, haciéndole caso omiso.

La carta siempre despertaba los recuerdos y el dolor, y él hubiera preferido olvidar. Rex se apoyó en la muleta e intentó calmarse. Lo peor era que necesitaba desesperadamente aquella carta, y que, en el fondo, no lamentaba haberle salvado la vida a Tom Mowbray, ni tampoco lamentaba haber tenido aquella breve aventura con la mujer a la que había amado.

Se enjugó el sudor de la frente y recuperó algo de sosiego. El pasado era eso, pasado, y tenía que mantenerlo enterrado. Sin embargo, no podía olvidar la carta sobre su hijo porque, aunque temía su contenido, estaba ansioso por leerla. Le produciría una gran alegría, y también un gran dolor.

Rex se rindió. La misiva había llegado aquel mismo día, y estaba en su estudio. Solo recibía aquella carta una vez al año, así que no podía retrasar más su lectura. Rápidamente, cruzó la estructura de madera de lo que iba a ser el establo. Fuera contempló la edificación de piedra que tenía ante sí, tras la cual se erigía la capilla del siglo XIV. Sobre todo ello, el cielo típico de Cornualles: azul y salpicado de nubes blancas. Al avanzar, atisbó en la distancia sus ovejas y su ganado, y sintió una gran satisfacción. Y, más allá de los pastos, como siempre, resonaban las olas del océano al chocar contra las rocas, y le recordaban dónde estaba y quién era.

Bodenick Castle era su hogar. Se había construido en el siglo XVI sobre un acantilado de roca negra, y era un edificio cuadrado del que solo quedaba una torre en pie. Él había pasado cuatro años rehabilitándola, desde que se la habían otorgado como premio al valor que había demostrado durante la guerra. Sin embargo, no había intentado reconstruir la segunda torre, de la que solo quedaban algunas de las piedras originales. La leyenda local decía que los piratas la habían desmantelado, pieza por pieza, en busca de un tesoro escondido. Algunos afirmaban que el tesoro seguía enterrado allí.

Como único adorno, el castillo contaba con un roble muy anciano, y con la hiedra y los rosales silvestres que trepaban por sus muros. Rápidamente, Rex pasó al salón y notó que hacía más frío, incluso, en el interior de la residencia que fuera de ella. Se estremeció, puesto que había olvidado la camisa en el establo. Se dirigió apresuradamente hacia su estudio, que ocupaba el piso bajo de la torre. Y el miedo volvió a apoderarse de él.

En el interior del estudio reinaba la penumbra, puesto que la estancia, de forma redonda, solo tenía dos ventanas. Rex se acercó al escritorio, donde tenía sus papeles y documentos perfectamente organizados en carpetas. La carta estaba en el centro de la mesa, y no tuvo que mirarla para saber de quién era. Su escritura le resultaba familiar, y también despreciable.

Una tormenta le estalló en el pecho. Stephen tenía nueve años. La carta había llegado tarde; Rex debería haberla recibido en enero. Sin embargo, así era Julia; le enviaba el informe sobre su hijo cuando se dignaba a hacerlo. Le había dejado bien claro que consideraba que aquella tarea estaba por debajo de sus atribuciones.

¿Cómo estaba Stephen? ¿Seguía siendo correcto y solemne, y decidido a sobresalir en todo lo que hacía para complacer al hombre a quien creía su padre? ¿Seguía prefiriendo las matemáticas a los clásicos? ¿Habían contratado al maestro de esgrima que él les había recomendado?

A Rex se le entrecortó la respiración. Tuvo que sentarse al borde del escritorio, con la muleta bajo el brazo derecho. Después tomó el sobre con las manos temblorosas.

Aquello le despertó muchos recuerdos. Había llegado a casa después de una larga rehabilitación en el hospital militar, y su familia al completo le había dado la bienvenida, junto a sus vecinos y amigos. Sin embargo, su prometida, Julia, no estaba allí, y solo le había visitado dos veces mientras estaba en el hospital. Él había ido inmediatamente a verla, pero ella no estaba en casa. La había encontrado en Clarewood, la finca familiar de los Mowbray, en brazos de Tom.

Desde aquel día de primavera de mil ochocientos trece, había intentado no volver a ver nunca a Julia ni a Mowbray. Estaba decidido a ignorar su existencia, como si aquella pareja enamorada no existiera, como si ella no hubiera sido su amante, y como si Rex no hubiera arriesgado la vida y hubiera sufrido la amputación de un miembro para salvarle la vida a Tom.

Sin embargo, la sociedad a la que pertenecían era un círculo pequeño, endogámico. Un año más tarde había llegado a sus oídos la noticia del nacimiento del primer hijo de los Mowbray, en octubre. Rex no quería pensarlo, pero las cuentas eran irrefutables. Como él había dejado a Julia justo después de Año Nuevo, Stephen podía ser hijo suyo, aunque Mowbray hubiera estado disfrutando de los favores de Julia al mismo tiempo que él. Y después, Rex había oído los rumores: que el niño había sido sustituido por otro al nacer, o que había sido adoptado, o incluso que era hijo de uno de los amantes de Julia. Tanto su padre como su madre eran muy rubios, pero el niño era moreno como un irlandés.

Lleno de congoja, Rex había ido a Clarewood para ver al niño por sí mismo, y había comprobado que tenía la tez morena y un gran parecido con los De Warenne.

Los hombres de la familia De Warenne se parecían a uno de sus dos ancestros. O eran rubios, o muy morenos, y normalmente, tenían los ojos azules, muy brillantes. Rex vio a un niño que podía ser su hermano Tyrell de pequeño. O él mismo.

Hacía mucho tiempo que los Mowbray y él habían llegado a un acuerdo. No era la primera vez que ocurría aquello en su círculo social. El matrimonio criaría a Stephen, porque, en aquel punto, Julia fue inflexible; Mowbray le haría heredero de una fortuna que Rex nunca podría proporcionarle. A cambio de entregarle a su hijo a la pareja, Rex recibiría informes anuales y podría visitarlo en alguna ocasión. Sin embargo, nadie debería conocer la verdad. Mowbray no quería que nadie supiera que Julia había estado con otro hombre.

Todo era irónico, porque había pasado una década, y Stephen iba a tener más que una buena herencia de Mowbray. Cuando Clarewood falleció, Tom había heredado el ducado, porque su hermano mayor había muerto en un naufragio. Además, no había tenido más hijos. Parecía que Mowbray no podía tener descendencia. Por lo tanto, un día Stephen Mowbray sería el duque de Clarewood, uno de los señores más ricos e importantes de la nación.

Rex estaba haciendo lo que era mejor para su hijo, sin duda. Sin embargo, en aquel momento se sentía como si le estuvieran clavando un puñal en las entrañas.

Rex abrió la carta.

Como siempre, Stephen destacaba en todos los estudios y todas las actividades. Iba muy adelantado en lectura y matemáticas, que seguía siendo su asignatura preferida. Hablaba francés, alemán y latín con fluidez, había comenzado a aprender a bailar y se le daba muy bien el manejo del sable. También era muy buen jinete, y le habían regalado un purasangre por su cumpleaños. Ya saltaba obstáculos con facilidad. Y, poco antes, Mowbray lo había llevado a su primera caza del zorro.

Desde que había comenzado a leer, Rex tenía la vista borrosa. No podía ver más. La hoja se manchó con las lágrimas, y tuvo que interrumpir su lectura y dejarla encima del escritorio. No podía parar de llorar.

Estaba muy cansado de fingir que Stephen no era su hijo. Odiaba aquellas cartas; lo que de verdad quería era abrazarlo. Quería enseñarle a saltar obstáculos, y llevarlo a cazar zorros. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo; aquella solución era la mejor. No quería que Stephen terminara exiliado en Land’s End, como él. Ojalá, al menos, pudiera verlo alguna vez. Nunca lo había visitado, porque sabía que, para mantenerse fuerte, debía mantener la mayor distancia posible entre ellos.

Rex miró los muros de piedra entre los que se encontraba, y se sintió como si estuviera enterrado en vida, allí en Bodenick, donde había trabajado tanto para convertir unas ruinas en algo lucrativo. Sin embargo, Land’s End se había convertido en un lugar de destierro en cuanto se había dado cuenta de que debía ceder a su hijo. No importaba que él mismo hubiera elegido aquel destino; el día en que llegaba la carta anual, era el día que le parecía el más inútil de toda su vida. Era el día en el que no podía respirar, y en el que el peso de la vida se le hacía insoportable.

Rex blandió la muleta violentamente. La lámpara cayó al suelo y se hizo añicos, y sus papeles, perfectamente organizados, volaron por todas partes. Él se incorporó y golpeó lo que quedaba sobre el escritorio. El vaso, el decantador, el pisapapeles y más documentos, todo cayó al suelo con gran estrépito.

Jadeó, cerró los ojos y se esforzó en recuperar el control de sus actos. Aquel día pasaría. Siempre pasaba. Sin embargo, el dolor y la desesperación le atenazaban las entrañas.

Miró el decantador, que no se había roto. Se inclinó; los resortes de la muleta le permitían contraerla a su antojo, y pudo recoger la botella. Hacía mucho tiempo que había aprendido a usar la muleta de todas las formas posibles. Estaba hecha a su medida, y tenía bisagras. Rex ya no era consciente de que tuviera que valerse de ella. Se había convertido en una extensión de su cuerpo, en su pierna derecha.

Aún quedaba un poco de whisky, y él se bebió cuanto pudo de un solo trago.

En aquel momento entró una doncella en la habitación.

–¡Milord! –exclamó, al ver el desorden que él había ocasionado.

Rex terminó el contenido del decantador y lo dejó sobre el escritorio. Después miró a la doncella. Había un modo mejor para olvidar.

Anne estaba de rodillas, recogiendo los papeles del suelo. Tenía veinte años. Era de pecho exuberante, muy guapa y lozana. Había comenzado a trabajar para él dos meses antes, y había dejado bien claro que deseaba hacer mucho más que limpiarle la casa y lavarle la ropa. Él no iba a negarse el placer y la pasión, y ya estaba cansado de la aventura que tenía con la hija viuda del posadero. Al momento, había contratado a Anne. Su primera tarea había sido compartir cama con él, y ambos habían disfrutado inmensamente. Llevaban haciéndolo desde entonces. Él no había sido su primer amante, y no sería el último. Rex la había compensado por sus deberes extra con provisiones para su familia; eran granjeros arrendados pertenecientes a la parroquia vecina, que tenían que hacer grandes esfuerzos para subsistir. Rex, además, pagaba un salario generoso a Anne.

Sin embargo, poco tiempo antes él la había visto coqueteando con el herrero del pueblo, un guapo muchacho de su edad que acababa de llegar a Lanhadron. Rex tenía la sensación de que ella le estaba engañando, pero no le importaba, porque Anne se merecía tener una familia y un hogar propios. De hecho, siempre y cuando él pudiera encontrar otra sirvienta, y otra amante, ayudaría a que se formara aquella pareja, y les haría un buen regalo de bodas.

Pero Anne todavía no se había casado con el herrero, y el placer podía proporcionarle a Rex una vía de escape.

–Anne. Deja eso para luego.

Ella se sorprendió y alzó la vista.

–Milord, cuida sus documentos como mi madre cuida de mis hermanas. ¡Sé que son muy importantes!

Él notó una tensión en los pantalones; lo que quería sentir.

–Ven aquí –le dijo muy suavemente.

La muchacha se quedó inmóvil. Lo había entendido al instante. Se levantó pausadamente, dejó algunos papeles en el escritorio y lo miró con las mejillas arreboladas. Comenzó a sonreír.

–Milord, ¿no le di gusto anoche? –murmuró.

Él le devolvió la sonrisa y la tomó de la mano.

–Sí, claro que sí. Mucho. Pero la noche de ayer ya ha terminado, ¿no?

–Es un lord muy lujurioso.

–¿Y te importa? –le preguntó él, acariciándole la espalda hacia abajo, hasta que llegó al trasero y se lo agarró. La atrajo hacia su virilidad mientras permanecía sólidamente apoyado en la muleta.

–¿Cómo va a importarme, cuando es un caballero y siempre se preocupa de mi placer?

Aquel comentario complació a Rex. No entendía un encuentro satisfactorio sin que la mujer con quien compartía su cama no disfrutara también.

–¿Quiere ir a su habitación? –susurró la muchacha, mientras acariciaba la gruesa longitud que se escondía en sus pantalones.

A él se le cortó el aliento.

–No. Deseo tomarte aquí mismo, en el sofá.