cover

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2008 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos reservados.
OSCURO ABRAZO, Nº 8 - mayo 2011
Título original: Dark Embrace
Publicada originalmente por HQN™ Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-325-1
Editor responsable: Luis Pugni


Epub x Publidisa

 

 

Éste es para todos los que habéis apoyado mi nueva serie, Los Maestros del Tiempo, con un entusiasmo tan increíble. ¡Gracias!

De nuevo debo dar las gracias de todo corazón a Laurel Letherby, sin la cual estaría perdida en todos los sentidos. También quiero dar las gracias a mi editora, Miranda Stecyk, por su labor y, especialmente, por su corrección del manuscrito, la mejor que me han hecho nunca. ¡Sigue cortando, por favor!

 

 

image

Prólogo

Lago Awe, Escocia, 1436

—¿Eres un highlander sin clan, sin otro padre que un engendro de Satanás, y aun así luchas por conseguir tierras? No son tierras lo que necesitas, Lismore —le espetó Argyll—. Necesitas un padre y un alma.

Aidan de Awe temblaba de rabia. El valle que tenía detrás estaba cubierto de muertos y agonizantes. Su rival del clan Campbell tiró de las riendas de su caballo y sonrió ferozmente, consciente de que ese día había asestado el golpe final. Después, se alejó al galope, hacia el ejército en retirada.

Aidan respiraba trabajosamente. Sus ojos azules brillaban. Su aliento cálido quedaba suspendido del frío aire invernal como el humo de las fogatas del campamento. Ignoraba si Argyll había hablado premeditadamente o no. Todo el mundo sabía que él, Aidan, era un bastardo, nacido de una violación ignominiosa. Aun así, cuando vivía su padre, era el favorito del rey y el Defensor del Reino. Era consciente de que podía repasar cien veces las palabras de Argyll sin llegar a saber si su oponente conocía la negra verdad sobre el conde de Moray. En aquellos tiempos oscuros y sangrientos, sólo los hombres más necios podían vivir ajenos a la guerra entre el bien y el mal que asolaba el mundo, y Campbell no era ningún necio. Quizá conociera lo que los Maestros y los dioses trataban en secreto.

Se volvió para mirar a los últimos combatientes. El jubón empapado se pegaba a su cuerpo musculoso. Todos sus hombres eran highlanders y casi todos ellos habían luchado a pie, con anchas y largas espadas, dagas y picas. Estaban sucios, cansados, ensangrentados... y le eran leales. Esa jornada, muchos habían dado su vida por él. Su sangre y la de los Campbell teñía de rojo la nieve.

Aidan tomó las riendas de su cabalgadura. Sus hombres volvían del valle caminando trabajosamente, con las grandes armas terciadas al hombro, los heridos ayudados por sus compañeros. Aun así, todos sonreían y lo saludaban al pasar. Él les hablaba o los saludaba inclinando la cabeza, uno por uno, para que todos supieran cuánto agradecía su fuerza y su valor.

Se levantaron las tiendas y se encendió lumbre para cocinar. Aidan acababa de entregar su caballo a un ilusionado muchacho de las Tierras Altas cuando sintió un estremecimiento de alarma. Aquella emoción procedía de muy lejos, pero su vibración lo recorrió por entero.

En ese instante comprendió que el miedo que sentía provenía de su hijo, que estaba a salvo, en casa.

O eso pensaba él.

Concentró sus siete sentidos en Ian. Su hijo seguía en el castillo de Awe, donde él lo había dejado.

Aidan no vaciló. Se disolvió en el tiempo.

Tardó un instante en trasladarse a través del tiempo y el espacio hasta el castillo de Awe. El salto le hizo cruzar bosques de pinos cuyas ramas arañaron su piel y pasar por cumbres rocosas y nevadas, por blancas estrellas y soles brillantes, con una fuerza y una velocidad tan arrolladoras que sintió deseos de gritar. La velocidad amenazaba con desgarrar su cuerpo miembro a miembro y hacer jirones su piel. Pero llevaba años saltando en el tiempo, desde que había sido elegido, y había aprendido a soportar aquel tormento. Ahora sólo pensaba en que el mal acechaba a su hijo, y su determinación eclipsaba el dolor.

Aterrizó en la torre norte y cayó a gatas, tan fuerte que sintió que sus rodillas y sus muñecas se quebraban. El aposento giraba vertiginosamente mientras intentaba orientarse.

Todo seguía dándole vueltas cuando sintió acercarse una inmensa presencia maligna, un poder tan inmenso y tan oscuro que temió levantar la vista.

Pero aquella maldad iba acompañada de la rabia y el miedo de Ian.

Levantó la cabeza, cada vez más horrorizado.

En la puerta de la estancia había un hombre gigantesco sujetando al pequeño Ian, el cual forcejeaba sin cesar.

Su padre no estaba muerto. Moray había regresado.

Aidan se levantó de un salto, con los ojos abiertos de par en par por el horror.

El conde de Moray le sonrió. Sus dientes blancos centellearon.

Hallo a Aidan.

Aidan miró a su hijo. Ian no se parecía a su madre, que había muerto al dar a luz. Era exactamente igual que su padre: de tez dorada y vívidos ojos azules, de bellas e impecables facciones y cabello oscuro. Tardó un momento en comprender que Ian no estaba herido... aún. Luego miró al hombre que había seducido, violado y torturado a su madre: el deamhan que, desde hacía mil años, acechaba a los Inocentes de todo el mundo.

Vestido de cortesano, con largo manto de terciopelo púrpura y oro, era rubio, guapo y de ojos azules. No parecía tener más de cuarenta años.

—He decidido que era hora de conocer a mi nieto —murmuró Moray en un inglés intachable.

Aidan tembló. Nueve años atrás, su padre había sido derrotado en Tor, en las islas Órcadas. Su medio hermano, Malcolm, y la esposa de éste, Claire, habían decapitado a Moray tras una gran batalla, pero sólo con ayuda de los dioses. El mal no podía vivir sin un cuerpo de carne y hueso, aunque se rumoreaba que la energía demoníaca más poderosa era inmortal. Aidan nunca había creído, en realidad, que su padre hubiera muerto. En el fondo, sospechaba que algún día volvería. Y tenía razón.

—Sí, estoy vivo —dijo Moray suavemente, mirándolo a los ojos—. ¿De veras creías que podían destruirme?

Aidan respiró hondo, preparado para una batalla descomunal. Moriría por salvar a su hijo de las garras de Moray.

—Suelta a Ian. Haré lo que quieras.

—Ya sabes lo que quiero, hijo mío. Te quiero a ti.

Naturalmente. Nada había cambiado. Moray deseaba convertirlo en su mayor deamhan, en un soldado casi inmortal, en un agente de muerte y destrucción.

—Haré lo que desees —mintió Aidan. Mientras hablaba, lanzó a Moray una ráfaga del poder que le habían concedido los dioses.

Pero los dientes de su padre brillaron en una sonrisa regocijada, y detuvo sin esfuerzo la oleada de energía. Un instante después, de sus manos brotó un rayo plateado y Aidan salió despedido y fue a estrellarse contra la pared del fondo de la estancia. El impacto lo dejó sin respiración, pero siguió en pie.

Un puñal apareció en la mano de Moray. Lo deslizó por la oreja de Ian.

Aidan gritó al ver correr la sangre por el blanco jubón de su hijo.

—¡Basta! —rugió—. ¡Haré lo que quieras!

Ian se sujetó la cabeza, sollozando de dolor. Moray le sonrió y empujó el trozo de oreja por el suelo con la afilada punta de su zapato.

—¿Quieres quedártela?

Aidan tembló de ira.

—Obedéceme y no sufrirá —añadió Moray con voz suave.

—Deja que detenga la hemorragia —Aidan tenía poderes curativos. Se adelantó a recoger el trozo de oreja. Podía volver a pegarlo, conseguir que curara.

Moray sujetó con más fuerza a Ian y el chico gimió.

—No hasta que me des una prueba.

Aidan se detuvo.

—Primero curaré a Ian.

—¿Te atreves a hacerme exigencias?

En ese instante, Aidan comprendió que, a no ser que llegara algún Maestro que pudiera ayudarlo, lucharían a muerte.

—No viene nadie —dijo Moray, riendo—. He bloqueado tus pensamientos. Nadie sabe que estás sufriendo.

Aidan lo creyó.

—Dime qué he de hacer para liberar y curar a mi hijo.

—No, padre —sollozó Ian con los ojos azules muy abiertos.

—Calla —le dijo Aidan con firmeza, mirándolo a los ojos.

Ian asintió con la cabeza, próximo a las lágrimas.

—La aldea que hay al pie de Awe. Destrúyela.

Aidan se quedó inmóvil.

Moray comenzó a avanzar hacia él con una sonrisa.

Aidan cobró conciencia de que su corazón latía con violencia, lento y firme, lleno de temor. Conocía a todos los vecinos de la aldea. Comerciaban con el castillo, con él, todos los días. Dependían de él para ganarse el pan y conservar la vida. El castillo defendía la aldea de cualquier ataque, y necesitaba su trabajo y sus mercaderías para mantenerse. Pero, lo que era más importante, Aidan había jurado ante los dioses proteger a los Inocentes.

No podía destruir toda una aldea llena de hombres, mujeres y niños.

Moray tomó el puñal y lo apoyó en la garganta de Ian. Comenzó a brotar sangre y el chico gimió, pálido.

Aidan saltó en el tiempo.

Aterrizó en el gran salón del castillo momentos antes. La enorme estancia giraba velozmente a su alrededor, pero vio a Ian allí. Su hijo conversaba tranquilamente con su mayordomo. De rodillas, Aidan intentó recuperar su poder y exclamó con voz ahogada:

—¡Ian! ¡Hijo! —tenía que impedir aquello, deshacerlo de algún modo. Las reglas estaban muy claras: ningún Maestro podía retroceder en el tiempo para cambiar el pasado, ¡pero esta vez él lo cambiaría!

Ni su hijo ni el mayordomo lo oyeron.

Aidan se levantó, estupefacto.

—Ian, ven aquí —dijo, pero su hijo tampoco lo oyó esta vez. Ian salió del vestíbulo y comenzó a subir las escaleras.

No podían verlo, ni oírlo.

Algo les había ocurrido a sus poderes.

Se negaba a creerlo. Corrió tras Ian por la estrecha y sinuosa escalera. En cuanto llegó al descansillo de arriba vio materializarse a Moray en el pasillo. Lo mismo que Ian, Moray no podía verlo. Aidan intentó golpearlo con su poder, pero nada salió de su mano, ni de su mente. Furioso y desesperado, vio que Moray se disponía a apoderarse de Ian e intentó golpearlo de nuevo, con el mismo resultado.

—¡Ian! —gritó, casi presa del pánico—. ¡Huye!

Pero Ian no lo oyó, y Moray tomó al niño entre sus brazos poderosos. Ian comenzó a forcejear y Aidan casi se echó a llorar al ver que Moray echaba a andar hacia la torre norte, arrastrando al muchacho de nueve años.

Corrió tras ellos. Se abalanzó contra Moray con intención de agredirlo, como haría un hombre corriente, pero un muro invisible apareció entre ellos y Aidan salió despedido hacia atrás por el pasillo.

¿Estaban interfiriendo los dioses? No podía creerlo.

Gritó de furia y se vio aparecer a sí mismo en la torre, de rodillas. Había otras reglas. Un Maestro no podía encontrarse consigo mismo ni en el pasado ni en el futuro. La norma carecía de explicación. Temiendo moverse, Aidan se vio levantar la vista con espanto.

Hallo a Aidan —le dijo su padre a su yo de hacía unos instantes—. He decidido que era hora de conocer a mi nieto.

¿Era por eso por lo que un Maestro no debía encontrarse nunca consigo mismo en otro tiempo?, ¿porque perdía sus poderes? Porque Aidan sólo podía quedarse allí, mirando, impotente ante el drama que se desplegaba ante sus ojos, el mismo drama que acababa de vivir.

—Sí, estoy vivo —dijo Moray con calma—. ¿De veras creías que podían destruirme?

—Suelta a Ian —dijo su yo anterior—. Haré lo que quieras.

—Ya sabes lo que quiero, hijo mío. Te quiero a ti.

Aidan se vio intentando golpear a Moray con una descarga de energía, y vio cómo el poder de Moray lo lanzaba volando hasta el otro extremo de la torre. Respiraba agitadamente, consciente de lo que sucedería a continuación. Antes de que Moray levantara el puñal, se abalanzó de nuevo hacia él.

Chocó contra aquel muro invisible y rebotó, retorciéndose de rabia y de angustia. El puñal cortó el lóbulo de la oreja de Ian. Ian sofocó un grito y Aidan se oyó a sí mismo rugir de rabia.

Y mientras el otro Aidan intentaba negociar con su demoníaco progenitor para curar a su hijo, una fuerza inmensa comenzó a arrastrarlo inexorablemente hacia el trío que formaban. Intentó detenerse, pero no pudo. Su otro yo tiraba de él velozmente.

Aidan se preparó para el impacto, sin saber qué ocurriría cuando su cuerpo entrara en contacto con su yo anterior.

—La aldea que hay al pie de Awe. Destrúyela.

Pero no hubo impacto. Experimento una fugaz sensación de vértigo y luego se encontró mirando a Moray, y a Moray mirándolo a él. Ya no era un espectador de aquel terrible drama. Había retrocedido en el tiempo para evitar aquel momento, para cambiarlo, y ahora se hallaba frente a Moray. Había recorrido el círculo completo, hasta llegar al instante exacto en que había saltado.

No podía destruir una aldea entera, llena de hombres, mujeres y niños.

Moray tomó el puñal y lo apoyó contra la garganta de Ian. Brotó la sangre y el pequeño sollozó, palideciendo.

La mente de Aidan trabajaba a toda prisa. Había protegido sus pensamientos para que Moray no los acechara, pero no tenía poderes suficientes para cambiar el presente.

Se sentía enfermo.

—Suelta a mi hijo y destruiré la aldea —dijo con voz crispada.

—¡No, papá! —gritó Ian.

Aidan no lo miró.

Moray sonrió.

—Te daré al chico cuando hayas demostrado que eres hijo mío.

—Papá... —musitó Ian en tono de reproche.

Aidan lo miró y deseó gritar.

—No tardaré mucho.

—¡Moriré por ellos! —gritó Ian, forcejeando con ímpetu.

Moray tiró de él con expresión de furia y fastidio.

—El chico no me servirá de nada —dijo con aspereza.

—No lo necesitarás. Me tendrás a mí —contestó Aidan de corazón.

Cuando salió de la torre, tenía la impresión de que su alma ya había dejado su cuerpo. Se movía mecánicamente, pero su corazón latía con violencia y su estómago se retorcía. Por primera vez en su vida sentía un miedo descarnado.

Bajó rápidamente y despertó a los cincos hombres que dormían en el salón, que echaron a andar con él.

Fuera había luna llena, el cielo estaba mortalmente negro y las estrellas brillaban con descaro. Despertó a otra veintena de hombres. Mientras ensillaban las monturas, fueron encendiendo antorchas. Uno de los hombres se acercó a él con expresión hosca y severa.

—¿Qué ocurre, Aidan?

Miró a Angus, negándose a contestar. Le llevaron su caballo, montó de un salto y dio orden a sus hombres de seguirlo.

Las tropas cruzaron la barbacana y pasaron por el puente helado, tendido sobre aguas refulgentes. Cuando llegaron a la aldea, a orillas del lago, Aidan se detuvo. Miró a Angus y dijo:

—Quemadla. No dejéis a nadie con vida. Ni a un solo perro.

No hizo falta que mirara a Angus para advertir su perplejidad. Se quedó mirando la aldea sin molestarse en repetir sus órdenes.

Un momento después, sus hombres comenzaron a galopar entre las casas, prendiendo fuego a los tejados de paja. Hombres, mujeres y niños salieron huyendo de las casas en llamas, gritando de temor. Sus hombres los persiguieron, uno por uno, y les dieron muerte a golpe de espada. La noche se llenó de gritos de terror. Aidan aquietaba a su inquieta montura, sin permitirle moverse. Sabía que tenía la cara mojada, pero se negaba a enjugarse las lágrimas. Tuvo presente la imagen de Ian hasta que la noche quedó en silencio, salvo por el siseo de las llamas y los sollozos de una sola mujer.

Su llanto cesó de pronto.

Los hombres de Aidan pasaron en fila a su lado, sin mirarlo.

Cuando se quedó solo, se apeó de su cabalgadura y comenzó a vomitar sobre la nieve, sin poder controlarse.

Al acabar, se irguió. Respiraba trabajosamente. Los gritos resonaban en su cabeza. Se recordó que al menos había salvado a Ian. Y comprendió que jamás olvidaría lo que acababa de presenciar, lo que había hecho.

Oyó algo tras él.

Se irguió lentamente y se volvió.

Había una mujer entre los árboles. Lloraba en silencio y agarraba con fuerza la mano de un niño pequeño, aterrorizado. Miraba fijamente a Aidan. A él se le encogió el corazón. Desenvainó la espada y echó a andar hacia ellos.

La mujer no huyó. Abrazó a su hijo y se encogió contra el enorme abeto, con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué, mi señor? ¿Por qué?

Aidan sentía pegajosa la empuñadura de la espada. Pensaba levantarla. Dijo con voz ronca:

—Huid. Huid.

La mujer y el niño se adentraron corriendo en el bosque.

Aidan lanzó la espada al suelo y, apoyando los brazos en el árbol, escondió la cara en ellos. Ian... Tenía que salvar a Ian de Moray.

Sintió entonces una presencia aterradora tras él. Se giró, tensándose. Moray estaba allí. Agarraba todavía a Ian. Aidan vio refulgir la hoja del puñal.

—¡Dame a mi hijo!

Ian dejó escapar un sonido estrangulado.

Horrorizado, Aidan vio el puñal clavado en el pecho de Ian.

—¡No!

Moray sonrió, y los ojos de Ian quedaron en blanco, inermes. Aidan gritó y se abalanzó hacia él antes de que se desplomara. Pero cuando llegó a ellos, habían desaparecido.

Se quedó inmóvil un instante, lleno de estupor. Moray había matado a Ian.

La angustia comenzó a apoderarse de él, y con ella, una rabia que sobrepasaba todo cuanto había sentido hasta entonces. Aulló, llevándose las manos a la cabeza, y, furioso, saltó de nuevo en el tiempo. No permitiría que Ian muriera.

Regresó a aquel momento, en Awe, en que había visto a Ian en el gran salón, con su mayordomo, pero de nuevo carecía de poderes y nadie lo veía ni lo oía. Intentó atacar a Moray, pero un muro invisible se alzaba entre ellos y el pasado se repitió minuciosamente. Vio, lleno de repulsión, cómo su yo anterior contemplaba, erguido sobre su caballo, la destrucción de toda una aldea llena de personas inocentes.

Y esa vez, cuando se vio a sí mismo descubrir a la mujer y al pequeño, se acercó corriendo.

—¡Hazlo! —le gritó a su yo—. ¡Tienes que hacerlo!

Pero el hombre que había sido en ese momento no levantó la espada.

—Huid. ¡Huid!

La mujer y el niño se adentraron corriendo en el bosque. Aidan se vio a sí mismo volverse para enfrentarse a Moray, que apretaba a Ian contra su pecho.

Y entonces aquella fuerza inmensa, sobrenatural, comenzó a tirar de él hacia el trío. Gritó, intentando avisar a Ian, a sí mismo, pero nadie lo oyó. Vio refulgir el puñal de plata.

La angustia era ahora aún mayor, pero también lo era la ira.

Cayó de rodillas, aullando, enloquecido, y volvió a saltar en el tiempo. Una y otra vez. Y cada vez sucedía lo mismo. Una aldea entera destruida por orden suya, una mujer y su pequeño huyendo, y Moray asesinando a Ian ante sus ojos y desvaneciéndose con su hijo muerto.

Por fin se dio por vencido.

Rugió y bramó, cegado por el dolor. Renegó del mal; renegó de los dioses. Estaba al pie de las murallas de Awe, aunque no recordaba haber regresado de la aldea. Luego, finalmente, el tejado de la torre que tenía encima se derrumbó. El ala entera del castillo comenzó a desplomarse. Lloraba desgarradora-mente mientras los muros de piedra llovían sobre él. Y cuando estuvo enterrado bajo los muros de su propio castillo, se quedó quieto y en silencio.

Y esperó la muerte.