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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Carole Mortimer. Todos los derechos reservados.

DESAFÍO ARDIENTE, Nº 20 - octubre 2013

Título original: Defying Drakon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2012 Carole Mortimer. Todos los derechos reservados.

ALGO MÁS DE TI, Nº 20 - octubre 2013

Título original: His Reputation Precedes Him

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3825-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Imagen de cubierta:

DMITRIY SHIRONOSOV/DREAMSTIME.COM

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

 

Desafío ardiente

 

Algo más de ti

Desafío ardiente

 

 

A los amigos ausentes.

Capítulo 1

 

–¿Quién es? –preguntó Markos.

Drakon había llamado por teléfono a la oficina de su primo Markos hacía unos minutos y ahora estaba en una de las múltiples habitaciones del ático situado en el trigésimo piso del edificio Lyonedes, en el centro de Londres, donde se hospedaba cuando iba de visita desde Nueva York. Markos, naturalmente, prefería vivir lejos del edifico donde trabajaba todos los días.

Drakon tenía la atención puesta en uno de los diversos monitores de seguridad y contemplaba a la joven de la pantalla monocromática dar vueltas de un lado a otro de la habitación adonde lo había llevado Max Stanford, el jefe de seguridad, tras provocar ciertas alteraciones en la recepción, situada en la planta baja del edificio.

Era una joven alta y esbelta. La blusa oscura que llevaba se ceñía a sus pechos pequeños, mientras que los vaqueros ajustados de cintura baja dejaban ver parte de su vientre plano. Debía de tener casi treinta años; el pelo, liso, le llegaba hasta debajo de los hombros. Probablemente fuese rubia. Tenía una cara increíblemente hermosa dominada por unos ojos claros. ¡Maldita pantalla en blanco y negro! Tenía la nariz pequeña y recta y unos labios carnosos muy sensuales.

Miró a Markos cuando su primo se puso a su lado. El parecido familiar y su nacionalidad griega eran más que evidentes en sus rasgos esculpidos y bronceados. Ambos tenían el pelo oscuro y medían más de metro ochenta, aunque Markos tenía treinta y cuatro años, dos menos que él.

–No estoy seguro –contestó Drakon–. Max me ha llamado hace unos minutos y me ha preguntado qué quería que hiciera con ella –continuó–. Al parecer, mientras se la llevaba de la recepción, la chica se ha negado a decirle nada más que su apellido, Bartholomew, y que no tenía intención de abandonar el edificio hasta haber hablado contigo o conmigo, preferiblemente conmigo.

Markos abrió los ojos con interés.

–¿Podría ser pariente de Miles Bartholomew?

–Podría ser su hija –Drakon había visto a Miles Bartholomew varias veces antes de que muriera en un accidente de coche seis meses atrás, y había cierto parecido entre la joven de la pantalla y él. Aunque, a sus sesenta y dos años, Miles tenía el pelo gris y el cuerpo enjuto, no esbelto y grácil.

–¿Qué crees que quiere? –preguntó Markos.

Drakon entornó sus ojos oscuros y apretó los labios al mirar a la mujer.

–Ni idea. Pero tengo intención de averiguarlo.

Markos frunció el ceño.

–¿Piensas hablar tú con ella?

Drakon sonrió al ver la sorpresa de su primo.

–Le he pedido a Max que la traiga aquí en diez minutos. Espero que no haya dejado un surco en la alfombra para entonces.

Markos pareció pensativo.

–¿Estás seguro de que es buena idea, teniendo en cuenta nuestra actual relación con la hermosa viuda de Bartholomew?

Drakon le dio la espalda a la pantalla.

–La alternativa de Max era arrestarla por entrar sin autorización y por alteración del orden público. Eso le proporcionaría muy mala publicidad a Empresas Lyonedes –dijo–, y tendría un efecto negativo en nuestra relación con Angela Bartholomew.

–Cierto –admitió su primo–, pero ¿no sentaría una especie de precedente permitir este tipo de chantaje emocional?

Drakon arqueó las cejas.

–¿Crees que habrá en Londres ahora mismo más mujeres dispuestas a hacer una sentada en la recepción de Empresas Lyonedes si no se les permite hablar con el presidente de la compañía?

Markos negó con la cabeza.

–Solo llevas dos días en Inglaterra –dijo–. No es tiempo suficiente para que le hayas roto el corazón a ninguna mujer.

Drakon mantuvo una expresión impasible.

–Si, como dices, se han roto corazones en el pasado, no fue cosa mía. Siempre he dejado claro el hecho de que no me interesa casarme en este momento.

–¡Ni nunca! –exclamó su primo.

Drakon se encogió de hombros.

–Sin duda llegará un momento en que necesite un heredero.

–¿Todavía no?

–No.

–La señorita Bartholomew parece haber despertado tu interés…

Había solo dos personas en el mundo que se atrevían a hablarle en ese tono tan familiar: su primo y su madre.

Ambos primos habían crecido juntos en el hogar familiar, en Atenas. Markos había ido a vivir con sus tíos y con Drakon tras la muerte de sus padres en un accidente de avión cuando él tenía ocho años. Era aquella cercanía, y el hecho de que fuesen parientes de sangre, la que le permitía ciertas libertades en lo referente a Drakon. Si alguien que no fuera Markos se hubiera atrevido a hacer un comentario o cuestionar la vida privada de Drakon de esa forma, habría salido por la puerta en cuestión de segundos. Tras ser convenientemente reprendido, claro.

–Siento curiosidad sobre sus razones para estar aquí –dijo Drakon.

–Desde luego es guapa –contestó Markos mirando hacia la pantalla.

–Sí, lo es.

Markos lo miró de reojo.

–Quizá yo pueda estar presente en la reunión.

–No, Markos. Sea lo que sea lo que la señorita Bartholomew desee hablar conmigo, ha procedido de una manera muy poco ortodoxa. No creo que el hecho de que el vicepresidente de la empresa muestre interés en ella nos ayude a transmitir lo descontentos que estamos con su comportamiento.

–¿Por qué tienes que chafarme siempre la diversión? –preguntó Markos.

Drakon sonrió ante la reputación canallesca de su primo con las mujeres mientras miraba el reloj de oro que adornaba su muñeca.

–Thompson debería llegar dentro de poco para su cita de las diez. Me reuniré con vosotros dos en diez minutos en tu despacho.

–¿Estás seguro de que será tiempo suficiente con la encantadora señorita Bartholomew?

–Oh, sí.

Drakon miró una última vez a la joven de la pantalla antes de dirigirse hacia la sala de estar del apartamento y colocarse frente a uno de los enormes ventanales que daban a la ciudad de Londres. Oyó que su primo abandonaba el apartamento segundos más tarde y siguió pensando en la insolente señorita Bartholomew.

Drakon se había hecho cargo del negocio familiar tras la muerte de su padre diez años atrás. Ahora, a sus treinta y seis años, rara vez le sorprendía algo de lo que la gente hiciese o dijese, y jamás se dejaba intimidar por sus acciones. Era él quien, con su presencia, intimidaba a los demás; no al revés.

Fueran cuales fueran las razones de la señorita Bartholomew para aquel comportamiento tan inaceptable, pronto se daría cuenta de ese hecho…

 

 

Gemini dejó de dar vueltas y se volvió para mirar con el ceño fruncido al hombre de mediana edad que antes se había presentado como jefe de seguridad cuando por fin regresó a la habitación donde la había dejado encerrada hacía quince minutos.

Sin duda se había ido a recibir instrucciones de Markos Lyonedes con respecto a qué hacer con ella; o quizá no se hubiera molestado en hacer eso y simplemente hubiese ido a llamar a la policía para que la arrestasen. Dudaba que el esquivo Drakon Lyonedes, presidente de la compañía, de visita en la ciudad, estuviera al corriente de algo tan trivial como que una joven se negaba a abandonar el edificio hasta hablar con él.

Gemini tenía razones para saber lo esquivo que era. Había intentado en repetidas ocasiones concertar una cita para hablar con él desde que supiera de su llegada a Inglaterra dos días antes. Pero, dado que se había negado a revelar el motivo por el que quería hablar con él, la secretaria de Markos Lyonedes había rechazado educadamente su petición.

Eso sí, le habían dicho que podía enviar su currículum al jefe de personal, como si fuese a querer trabajar para un hombre como Drakon Lyonedes, pero le habían negado la posibilidad de hablar con él o con su primo, vicepresidente de la compañía a cargo de las oficinas de Londres. Al no quedarle otra alternativa, Gemini había decidido hacer una sentada en la recepción del edificio Lyonedes.

Y a los pocos minutos de su llegada la habían encerrado en una habitación.

–Vamos –el jefe de seguridad, vestido de negro y con la cabeza rapada, se echó a un lado para permitirle salir de la habitación. Seguramente era un exmilitar.

–¡Esperaba unas esposas! –exclamó ella al salir al pasillo de mármol.

El jefe de seguridad arqueó sus cejas grises.

–¿Qué tenía en mente exactamente?

¿Fue diversión lo que vio en aquellos ojos azules? No, desde luego que no.

–Nada parecido, se lo aseguro –respondió Gemini.

–Eso me parecía –dijo él antes de agarrarla con fuerza del brazo–. Y las esposas no quedarían bien delante de los demás visitantes.

El comentario habría resultado gracioso de no ser por la seriedad de su rostro al hacerlo.

–¿Adónde me lleva? –preguntó ella mientras el hombre la conducía a marchas forzadas hacia la parte de atrás del edificio. Antes Gemini había intentado zafarse de sus manos, pero lo único que había conseguido era magullarse el brazo–. He preguntado que…

–Ya la he oído –el jefe de seguridad se detuvo junto a un ascensor antes de introducir un código en el teclado iluminado.

La había oído, sí, pero evidentemente no tenía intención de satisfacer su curiosidad.

–Supongo que este edificio es demasiado moderno para tener una mazmorra –murmuró ella.

–Pero sí que tiene un sótano –le dirigió una mirada con los párpados entornados mientras se abrían las puertas del ascensor. La empujó dentro con él y pulsó uno de los botones.

Realizó el movimiento con tanta rapidez que Gemini no pudo ver qué botón había pulsado antes de que las puertas se cerraran tras ellos y el ascensor comenzara a moverse. ¿Hacia arriba o hacia abajo? Fuese hacia donde fuese, el ascensor se movía tan deprisa que el estómago le dio un vuelco. O quizá fuese por su estado de nervios. No le había hecho especial ilusión tener que ir al edificio Lyonedes aquella mañana y montar un escándalo, y el hombre de aspecto peligroso que iba con ella en el ascensor no inspiraba mucha confianza con respecto a su bienestar inminente.

Tal vez no hubiera sido tan buena idea forzar un encuentro con Markos o Drakon Lyonedes.

Al pensar en sus opciones aquella mañana, sentada en la cocina de su apartamento, le había parecido lo más lógico y directo. Pero ahora, de camino a Dios sabía dónde, con un hombre que parecía capaz de matar con sus propias manos, ya no le parecía tan lógico.

Todo era culpa de Drakon Lyonedes, claro. Si no hiciera que fuese tan difícil verlo y hablar con él, no habría razón para recurrir a medidas tan drásticas como las de aquella mañana. Sin embargo…

Levantó la barbilla en un gesto desafiante y se arriesgó a mirar al jefe de seguridad, que no había dicho ni una palabra más.

–Imagino que sabrá que el secuestro es algo muy grave.

–También lo es alterar el orden público –respondió él.

–¡El edificio Lyonedes no es precisamente un lugar público!

–Puede usted pensar lo que quiera, querida –de nuevo, a Gemini le pareció ver cierta nota humorística en su mirada, pero enseguida desapareció y solo quedó el acero de sus ojos.

–No puedo huir a ningún sitio encerrada en este ascensor, así que probablemente no pase nada porque me suelte el brazo –en ese momento el ascensor se detuvo suavemente y las puertas se abrieron ante ella.

No estaban en un sótano. Ni en una mazmorra. Estaban en la oficina más extraña que Gemini hubiera visto jamás.

Probablemente porque no era una oficina, pensó mientras el de seguridad la arrastraba hacia una elegante sala de estar. La alfombra que había bajo sus pies era de un bonito color crema, y frente a la chimenea de mármol había un sofá de cuero marrón en forma de ele con sillones a juego. Había varias mesas con jarrones de rosas color crema. También un piano a juego en un rincón y un mueble bar en el otro. En las paredes de color crema, Gemini reconoció obras de arte de artistas de renombre. Los ventanales que conformaban la pared que tenía delante ofrecían una impresionante vista de Londres.

Así que, definitivamente, no estaban en el sótano.

–Max, te llamaré cuando la señorita se vaya.

–Sí, señor.

Gemini apenas advirtió que el jefe de seguridad volvía a entrar en el ascensor y desaparecía. Se dio la vuelta para localizar al dueño de aquella voz profunda y autoritaria, y se quedó boquiabierta al ver la silueta del hombre situado frente a la segunda pared de ventanas. Supo de inmediato que se encontraba ante el mismísimo Drakon Lyonedes.

Era más que evidente que no estaba de buen humor. La expresión de su hermoso rostro era aún más sombría que la del jefe de seguridad.

Drakon Lyonedes medía más de metro ochenta, tenía los hombros anchos, un torso bien definido y unas piernas largas, todo ello realzado por un traje color carbón, una camisa blanca de seda y una corbata gris pálido. Llevaba el pelo muy corto y tenía unos ojos negros penetrantes, que dominaban un rostro como esculpido en granito. Las pocas fotos de Drakon Lyonedes que habían aparecido en los periódicos durante los años no lograban captar el aura de poder que lo rodeaba como si fuera una capa invisible.

No solo de poder, pensó Gemini al sentir un escalofrío que le recorría la espalda, sino también de peligro; como la de un depredador letal esperando la oportunidad de abalanzarse sobre su presa.

Un depredador poderoso y letal que la tenía en su punto de mira.

 

 

Drakon mantuvo una expresión impasible mientras contemplaba la versión en color de la decidida señorita Bartholomew. La melena lisa que había creído que podría ser de un rubio pálido era en realidad de un extraño color dorado casi blanco; el mismo color que las playas de arena que rodeaban la isla privada que poseía frente a la costa de Grecia. Su tez era de un marfil muy claro, telón de fondo perfecto para sus ojos, que resultaron ser de un aguamarina parecido al del mar Egeo. Sus labios carnosos y sensuales poseían un tono rosado natural.

De hecho no parecía ir maquillada en absoluto, lo cual dada su experiencia resultaba poco corriente.

–El señor Lyonedes, supongo –dijo ella, moviéndose con una elegancia natural mientras avanzaba hacia él.

–Señorita Bartholomew –Drakon no sonrió ante el evidente intento de la señorita Bartholomew por hacer una broma–. Max me ha dicho que se mostraba de lo más… insistente en su deseo de hablar conmigo.

–¿De verdad? –ella siguió mirándolo fijamente con aquellos ojos aguamarina.

–Sentarse frente a la recepción y negarse a moverse hasta hablar conmigo o con mi primo me parece un acto de determinación, sí –señaló él.

–Ah, sí. Eso –Gemini frunció el ceño e intentó recomponer sus pensamientos, que se encontraban dispersos a causa de la abrumadora presencia de aquel hombre–. Pero Max se ha encargado enseguida de mí –continuó mientras recordaba la facilidad con la que el jefe de seguridad le había puesto las manos bajo los codos y la había levantado del suelo para llevarla a la otra sala.

–¿Se refiere a mi jefe de seguridad por su nombre de pila? –preguntó él con las cejas arqueadas.

–De hecho es la única manera en la que puedo referirme a él, dado que no se me presentó antes. Sé su nombre porque usted lo acaba de decir –se encogió de hombros–. Y no me habría hecho falta ser tan decidida si usted se hubiera mostrado más accesible.

–¿Y por qué iba a querer hacer eso? –parecía verdaderamente desconcertado por aquella afirmación.

–Porque… oh, no importa –Gemini negó aceleradamente con la cabeza.

Drakon observó que, con aquel movimiento, su melena rubia captó los rayos del sol, y no pudo evitar preguntarse si el color sería natural o de bote. Acto seguido se reprendió por mostrar el mínimo interés personal en aquella reunión.

–Supongo que se da cuenta de que causar problemas en una propiedad privada es…

–Algo muy grave –concluyó por él–. Sí, su jefe de seguridad ya me ha dejado muy claro que usted tenía todo el derecho a llamar a la policía para que me arrestaran en vez de acceder a recibirme.

Drakon sonrió con ironía.

–Oh, créame, esa posibilidad aún no la he descartado.

–Ah –un brillo de inseguridad apareció en sus ojos mientras se estiraba. Debía de medir un metro setenta y cinco, con las botas de unos cinco centímetros de tacón. La camisa que se ajustaba a sus pechos y a su vientre era de color negro, mientras que los vaqueros que realzaban sus nalgas eran de un azul claro–. He hecho lo que he hecho porque necesitaba desesperadamente hablar con usted.

–¿Quiere un café?

–¿Qué?

–Café –Drakon señaló hacia el mueble bar, donde había una cafetera situada sobre la superficie de mármol negro.

–¿Es descafeinado?

Drakon arqueó las cejas.

–Creo que será brasileño, porque es mi favorito.

–Entonces no, gracias –contestó ella educadamente–. A no ser que sea descafeinado, el café suele producirme migrañas.

–¿Quiere que pida que me traigan descafeinado?

–No, de verdad. Estoy bien –sonrió.

Drakon no sabía por qué le había hecho esa oferta; cuanto antes hablaran y ella se marchara, mejor.

–¿No le importa si bebo? –no esperó su respuesta, se acercó al mueble bar y se sirvió una taza de café. Se llevó la taza a los labios, dio un sorbo y utilizó aquella pausa en la conversación para observarla por encima del borde de la taza.

Si, como pensaba, aquella mujer era la hija de Miles Bartholomew e hijastra de Angela Bartholomew, entonces no se comportaba en absoluto como uno esperaría de la hija única de un empresario multimillonario. Su ropa era tan informal como la de las docenas de chicas que había visto mientras conducía desde el aeropuerto dos días atrás. Llevaba el pelo cortado en capas sencillas y, como él ya había advertido, no iba maquillada. Tenía las uñas cortas y sin pintar, y unas manos largas y elegantes. En ese momento levantó una de ellas para apartarse un mechón de pelo de la cara.

La apariencia de la hija de Miles Bartholomew, si se trataba de ella, era de lo más inesperada. Y la familiaridad con la que se dirigía a él resultaba aún más inesperada.

Drakon colocó la taza de café sobre el mueble antes de atravesar de nuevo la estancia y detenerse a pocos centímetros de ella. Sus miradas estaban casi al mismo nivel.

–Creo que no nos hemos presentado adecuadamente. Como ya ha imaginado, soy Drakon Lyonedes. Y usted es…

–Gemini –respondió ella–. Gemini Bartholomew. Soy la hija de Miles Bartholomew –le ofreció una mano y sus mejillas cobraron el mismo color rosado que sus labios.

Gemini…

Drakon pensó en lo mucho que le pegaba ese nombre mientras le estrechaba la mano. El nombre era tan bonito y tan poco corriente como ella misma.

–¿Y qué cree que solo yo puedo hacer por usted, señorita Bartholomew?

Gemini sintió un escalofrío por la espalda al ver que Drakon Lyonedes no le soltaba la mano. Su piel era fría al tacto, pero al mismo tiempo el terciopelo de su voz recorrió sus sentidos con el calor de una caricia.

Sin duda debía de haberse imaginado el doble sentido de su pregunta.

Pero, solo con pensar que no lo hubiera imaginado, fue consciente de que no estaba preparada para enfrentarse al presidente de Empresas Lyonedes, y mucho menos para soportar la abrumadora sexualidad que emanaba.

Era una sexualidad feroz que Gemini habría preferido no advertir, y mucho menos responder a ella, porque tenía razones para sospechar que Drakon Lyonedes estaba manteniendo una aventura con la madrastra a la que ella tanto despreciaba…

Capítulo 2

 

Solo pensar en su madrastra fue suficiente para que Gemini apartase la mano de la de Drakon; sin duda esa mano habría tocado a Angela de maneras que ella no quería ni imaginar.

Se estremeció y se colocó la mano detrás de la espalda antes de dar un paso hacia atrás.

–Solo hay una cosa que puede hacer por mí, señor Lyonedes –le aseguró con firmeza–. ¡Retirar la oferta que le ha hecho a la viuda de mi padre para comprar la casa Bartholomew!

Drakon se quedó observando a Gemini Bartholomew con los párpados entornados, se fijó en el rubor que había aparecido en sus mejillas, en el brillo de emoción visible en sus ojos aguamarina mientras lo miraba con desprecio.

–¿Y por qué cree que desearía yo hacer eso, cuando la venta se completará dentro de dos semanas, señorita Bartholomew?

–Porque no le corresponde a ella venderla, por supuesto. ¡Ni a usted ni a nadie!

–Creo que mis abogados ya han revisado los papeles necesarios y están satisfechos con los resultados –le aseguró Drakon.

–No lo pongo en duda –contestó ella con un movimiento impaciente de cabeza–. Cuando he dicho que no le correspondía a Angela vender la casa Bartholomew, hablaba moralmente más que legalmente.

–Entiendo –murmuró él.

Pero Gemini no estaba tan segura de eso.

Y le daba igual que Drakon estuviera mirándola con escepticismo con aquellos ojos negros.

No era de extrañar que ya pensara que estaba un poco desequilibrada, a juzgar por su comportamiento en la recepción del edificio. Acababa de asegurar que Angela no podía vender la casa, y acto seguido había admitido que sí podía. ¡Pero en realidad no podía! ¿Cómo iba a ser eso posible, si la casa Bartholomew de Londres había pertenecido a un Bartholomew desde… siempre? Y Angela no era realmente una Bartholomew. Era la segunda mujer de su padre y solo había estado casada con él durante tres años antes de que él falleciera seis meses atrás. ¿Cómo podía Angela comprender el sentido de la tradición que cada Bartholomew había ido otorgándole a la casa durante cientos de años?

Como bien sabía Gemini, no era cuestión de que su madrastra no comprendiera esas cosas; Angela no quería comprenderlas y, durante los últimos meses, había dejado más que claro que, siendo la viuda de Miles, la casa era legalmente suya. Por tanto, podía hacer con ella lo que deseara. Y, si eso implicaba venderle la casa a Empresas Lyonedes, al hombre poderoso y acaudalado que ella había insinuado que era su amante, entonces eso era lo que pensaba hacer.

Gemini frunció el ceño por la frustración que sentía.

–Me doy cuenta de que usted y Angela están… juntos, pero…

–¿Perdón? –Drakon arqueó una de sus cejas arrogantes.

–Oh, no se preocupe. No es asunto mío que usted tenga una relación con mi madrastra tan poco tiempo después de la muerte de mi padre.

–Si eso es cierto, es muy… magnánimo por su parte –dijo él.

–Oh, claro que es cierto –le aseguró Gemini, aunque, tras conocerlo, le costaba trabajo entender cómo un hombre tan poderoso y carismático como él podía encontrar atractiva a una mujer como Angela.

Su padre al menos había tenido la excusa de sentirse profundamente solo tras la muerte de la madre de Gemini un año antes de que Angela y él se conocieran, y además había disfrutado de las atenciones de una hermosa mujer veinticinco años más joven que él. Pero Drakon Lyonedes era inmensamente rico, y tan guapo y poderoso como cualquier de sus dioses griegos. Por tanto podría tener sin duda a cualquier mujer que deseara. Entonces, ¿por qué molestarse con una mercenaria como Angela? ¡No había quien entendiera a los hombres y sus gustos!

–Por favor, continúe –le dijo Drakon con frialdad.

–No sé si debería –contestó ella.

–Es evidente que usted no aprobaba el segundo matrimonio de su padre…

–No, no es eso –Gemini había comenzado aquella conversación y ahora se sentía incómoda por revelar demasiada información familiar ante un hombre al que acababa de conocer. Sobre todo porque, si creía a Angela, ese hombre tenía algo con ella–. Solo creo que mi padre debería haber esperado un poco más antes de volver a casarse. Se sentía muy mal cuando Angela y él se conocieron; mi madre había muerto el año anterior, tras treinta años de matrimonio, y se sentía muy solo –se encogió de hombros–. A mí me pareció el típico caso de boda por despecho.

–Pero ¿su padre no estaba de acuerdo?

–Era increíblemente infeliz desde que mi madre murió, y parecía tan feliz con Angela que no tuve agallas para plantearle mis dudas.

–¿Lo quería mucho?

–Mucho –confirmó ella.

–Así que Angela y él se casaron a pesar de sus dudas.

Gemini asintió.

–Yo solo quería que volviese a ser feliz. Intenté llenar el hueco que ella dejó, pero no importa lo unidos que estábamos, una hija no puede ocupar el lugar de un compañero de vida.

Un compañero de vida…

Habiendo presenciado el matrimonio duradero y feliz de sus padres, Drakon estaba familiarizado con el concepto, pero nunca lo había oído descrito con esas palabras.

Pensándolo bien, era una buena manera de describir la cercanía de sus padres; en su matrimonio había habido amistad, confianza y mucho amor. Un amor que había alcanzado a sus dos «hijos», y que ahora hacía que su madre, viuda desde hacía tiempo, recurriera a constantes sermones sobre lo maravilloso del matrimonio cada vez que Markos o él iban a Atenas a visitarla, y que los alentara a casarse y a darle los nietos que tanto deseaba. Por desgracia, ni Markos ni él habían encontrado a una mujer con la que pudieran pensar en pasar el resto de sus vidas, y mucho menos esa compañera de vida a la que Gemini Bartholomew se había referido.

De niño, Drakon había dado por hecho que los padres de todo el mundo estaban tan felizmente casados como los suyos. Durante la adolescencia y los primeros veinte, siendo herederos Lyonedes, Markos y él habían disfrutado saliendo y acostándose con muchas mujeres hermosas, sin pensar en enamorarse ni en casarse. Drakon había tardado años en darse cuenta de que ni siquiera había sentido algo parecido al amor por alguna de esas mujeres; resultaba que el tipo de amor de sus padres era en realidad la excepción que confirmaba la norma.

A sus treinta y seis años, Drakon se consideraba demasiado cínico como para aceptar esa vulnerabilidad emocional en su vida. Aunque tuviera la suerte de encontrarla.

–¿Usted y su padre estaban muy unidos? –preguntó.

–Mucho –contestó ella, y sus bonitos ojos aguamarina se llenaron de lágrimas.

–No pretendía disgustarla…

–No pasa nada –le aseguró–. Es que… aún lo echo mucho de menos.

–¿Está segura de que no quiere beber nada?

–No. De verdad. Estoy bien –parpadeó para controlar las lágrimas y siguió hablando con determinación–. Las cosas entre nosotros cambiaron. Se volvieron más… difíciles cuando mi padre se casó con Angela.

–¿Él era infeliz en el matrimonio?

–Creo que ya lo he aburrido suficiente con los detalles de mi familia, señor Lyonedes –respondió Gemini–. Solo se lo he contado en un esfuerzo por ayudarlo a entender lo… lo incómodo de esta situación.

Él asintió aceleradamente; obviamente aceptaba su explicación.

–Lo que no comprendo es qué piensa que puedo hacer por usted.

Por desgracia, ahora que Gemini lo tenía delante, se hacía la misma pregunta. Sentada en su apartamento, repasando la conversación que quería tener con Drakon Lyonedes, todo le había parecido mucho más simple de lo que era en realidad. Y el hecho de que aquel hombre fuese increíblemente guapo no ayudaba a la situación.

Tampoco el hecho de que, a pesar de estar teniendo una aventura con Angela, Gemini se sintiese atraída por aquellos rasgos oscuros y peligrosos.

¿Se habría sentido más atraída por él si no hubiera sabido que estaba con Angela? ¡Miedo le daba pensarlo!

Se humedeció los labios con nerviosismo antes de hablar.

–Como ya he dicho, me gustaría que retirase su oferta sobre la casa Bartholomew.

–Lo cual, si no lo he entendido mal, no tendría por qué ser asunto suyo. Fue Angela Bartholomew la que heredó la casa al morir su padre, no usted –señaló Drakon.

–Pero no debería haberlo hecho –insistió Gemini–. Semanas antes de morir, mi padre me aseguró que pensaba hacer un nuevo testamento. Y en él estipularía claramente que la casa Bartholomew sería mía.

–Algo que obviamente no pudo hacer antes de morir.

–Bueno… sí.

–¿No le dejó nada?

–¡Yo no llamaría nada a los recuerdos de su amor y de su cariño!

–Como sin duda sabrá, me refería a cosas materiales.

–No era necesario. Mis padres abrieron un fideicomiso para mí hace años. Pero, como ya le he dicho, mi padre me aseguró que tenía intención de que la casa Bartholomew fuese mía después de su muerte.

–Por desgracia yo solo tengo su palabra.

–¡No tengo por costumbre mentir, señor Lyonedes!

–No estaba sugiriendo tal cosa –Drakon suspiró irritado, tanto por la conversación como por la angustia que podía ver en la cara de la chica tras haber perdido a su padre y estar a punto de perder la casa familiar–. Sugería que tal vez deba hablar estos temas con los abogados de su padre en vez de conmigo.

–Ya lo he hecho –admitió ella.

–¿Y?

–Y reconocen que, semanas antes de su muerte, mi padre los informó del hecho de que estaba escribiendo un nuevo testamento.

–Pero ¿no llegó a presentárselo?

–Eso parece –confirmó ella con voz temblorosa–. Ellos piensan como usted. Mientras no haya un nuevo testamento que diga claramente que la casa Bartholomew me corresponde, Angela tiene derecho a ella también.

–No es cuestión de que yo esté de acuerdo o no –dijo Drakon–. La ley es la ley; no importa lo que se haya estipulado verbalmente. Además, aunque yo retirase la oferta que hecho sobre la casa y el terreno, no me cabe duda de que su madrastra encontraría otro comprador.

–Me doy cuenta de ello; y por eso se me ha ocurrido una proposición. Si usted está de acuerdo, claro –sus ojos se habían iluminado con excitación.

Drakon cerró sus propios ojos un instante antes de abrirlos de nuevo y observar a Gemini con los párpados entornados.

A juzgar por las cosas que acababa de contarle sobre la familia Bartholomew, probablemente fuese quien decía ser. Sin embargo, dado que se había presentado allí aquel día con la intención de persuadirlo para que su empresa no comprase la casa Bartholomew, Drakon temía que esa proposición suya fuese a ser igual de irregular.

–Tendría que prometer no contarle nada de ello a Angela por ahora –añadió ella con preocupación–. De lo contrario, sé que ella haría todo lo que estuviera en su poder para evitarlo… hasta el punto de echarse atrás con la venta de la casa a Empresas Lyonedes.

Drakon apretó los labios.

–No sin incurrir en una sanción por incumplir nuestro acuerdo.

–Al menos conseguiría algo.

–Señorita Bartholomew…

–Por favor, llámeme Gemini.

–Gemini –accedió Drakon, aunque pronunciar aquel nombre tan extraño añadía cierto grado de intimidar a aquella situación, ya de por sí extraña, y no estaba seguro de sentirse cómodo al respecto–, obviamente ha habido un malentendido con respecto a mi… –se detuvo al ver a Markos en la escalera de caracol privada que conectaba directamente con las oficinas de debajo.

Gemini frunció el ceño al notar que ya no le prestaba atención. Contuvo la respiración, se dio la vuelta y se encontró con un hombre moreno y guapo, de rasgos similares a los de Drakon Lyonedes, y que seguramente fuese pariente suyo. Sin duda aquel era Markos Lyonedes, el primo de Drakon.

Fuera quien fuera, Gemini deseó que hubiera tardado un poco más en hacer su aparición.

–Siento interrumpir, Drakon –el hombre tenía sus ojos verdes puestos en ella incluso cuando se dirigía a su primo–. Pensé que te reunirías conmigo en el despacho hace tiempo.

Drakon miró el reloj de oro de su muñeca y le sorprendió ver que llevaba casi media hora hablando con Gemini, en vez de los diez minutos que había planeado inicialmente. ¡Increíble!

–Creo que la señorita Bartholomew ya ha dicho lo que deseaba decir… –se volvió para mirarla.

En vez de interpretarlo como una invitación a marcharse, ella se dio la vuelta y atravesó la estancia en dirección a donde Markos se encontraba.

–Es un placer conocerlo, señor Lyonedes –dijo con una sonrisa mientras le ofrecía la mano.

Markos miró a su primo con las cejas arqueadas antes de girarse hacia ella y aceptar la mano.

–Le aseguro que el placer es todo mío, señorita Bartholomew.

–Gemini –dijo ella.

–Markos –respondió él.

–Siento haber hecho que tu primo llegue tarde a una reunión importante.

–En absoluto –dijo Markos–. Si hubiera estado en el lugar de Drakon, yo no habría tenido ninguna prisa por abandonarte para ir a una aburrida reunión de negocios.

De pronto Drakon se sintió increíblemente molesto por el flirteo que estaba sucediendo ante sus ojos, y le molestó más aún ver que Gemini se reía alegremente antes de apartar la mano de la de su primo.

–Me reuniré contigo en unos minutos, Markos –le dijo.

Su primo le dirigió una mirada de sorpresa.

–Yo estaría encantado de quedarme aquí y hacerle compañía a Gemini mientras tú vas a hablar con Bob Thompson.

Drakon apretó los labios.

–Eso no será necesario. La señorita Bartholomew y yo cenaremos juntos esta noche para terminar la conversación.

Gemini se volvió hacia él y lo miró sorprendida.

–¿Ah, sí?

Drakon se tragó la frustración que sentía y se preguntó por qué habría sugerido aquello. Quizá porque no le gustaba la idea de que Markos se quedara allí a solas con ella, igual que no le gustaba que su primo hubiese prolongado el apretón de manos más de lo estrictamente necesario.

Aquella mujer había forzado un encuentro con él tras provocar un altercado en su empresa, antes de realizar varias declaraciones sorprendentes; incluyendo una referente a su relación con su madrastra. Y como recompensa a ese comportamiento inaceptable, ¿él iba a invitarla a cenar?

No, no la había invitado a cenar. Le había dicho que cenarían juntos esa noche para terminar aquella conversación. No era lo mismo.

–Sí –respondió–. Enviaré un coche a la casa Bartholomew para recogerte a las siete y media.

–Hace años que no vivo allí –contestó ella–. Me temo que Angela me acorraló varios meses después de casarse con mi padre y me pidió que me fuera –explicó.

Drakon frunció el ceño; la relación entre las dos mujeres Bartholomew le gustaba cada vez menos.

Cierto que, siendo la segunda mujer de Miles Bartholomew, Angela tenía todo el derecho de pedirle a su hijastra que se buscase otro lugar donde vivir, sobre todo porque Gemini debía de tener por entonces veinticuatro o veinticinco años. Pero moralmente…

Claro que, como ya le había asegurado a Gemini aquel día, por desgracia la moral solía tener poco que ver con esas cosas.

–Entonces dale tu dirección actual a la recepcionista de abajo cuando te marches para poder enviar el coche allí –le ordenó.

–Yo iré a la recepción con Gemini –se ofreció Markos.

Drakon le dirigió a su primo una mirada de advertencia al notar de nuevo su interés por la hermosa joven.

–Estoy seguro de que la señorita Bartholomew es más que capaz de tomar el ascensor, habiendo logrado llegar hasta mí.

–Yo también lo estoy –contestó Markos con una sonrisa–. Pero ¿no sería mejor que uno de nosotros se asegurase de que en efecto ha abandonado el edificio?

Gemini se sonrojó.

–¡No me gusta que insinúen que soy una especie de criminal que necesita vigilancia para salir de aquí! –se defendió.

–Perdóname si he dado esa impresión sin querer –se disculpó Markos.

Ella asintió.

–Solo me he comportado así hoy porque necesitaba hablar con tu primo de… un asunto personal. Y me pareció la única manera de lograrlo.

Drakon sintió la mirada especulativa de Markos en él, consciente de que, tras su conversación anterior, su primo debía de pensar que «asunto personal» era algo completamente distinto de lo que realmente era.

–Acompaña a la señorita abajo, Markos –le dijo a su primo mientras atravesaba la estancia hacia ellos–. Hasta esta noche, Gemini –añadió con voz aterciopelada antes de descender por la escalera de caracol sin mirar atrás.

 

 

–¿Tengo una mota de polvo en la nariz o algo así? –le preguntó Gemini con el ceño fruncido al hombre que estaba junto a ella en el ascensor, al notar que no dejaba de mirarla.

–En absoluto –contestó Markos–. Es solo que… Drakon no me había dicho que te conociera.

–¡Eso es porque no me conocía!

–¿No?

–Señor Lyonedes…

–Markos –le recordó él.

Era encantador, sí, pero a Gemini no le cabía duda de que tenía una voluntad de hierro tan fuerte como la de su primo.

–¿Por qué no dices lo que tengas que decir, Markos? –preguntó.

Él se encogió de hombros.

–Solo siento curiosidad por tus razones para venir aquí hoy.

Gemini sonrió.

–En realidad no tiene nada de curioso.

–¿No?

–No.

–Pero supongo que estoy en lo cierto al pensar que eres la hija de Miles Bartholomew.

–Sí.

–Lo que pensaba.

¡Y probablemente estaría pensando muchas cosas más si estaba al corriente de la relación que su primo mantenía con su madrastra!

Si Angela supiera que iba a cenar con Drakon esa noche, sin duda montaría una de sus rabietas. Pero ese era problema de Drakon, no de ella; realmente Angela no podía hacerle nada más de lo que le había hecho ya.

–Bueno, ha sido un placer conocerte, Markos –dijo Gemini con una sonrisa mientras salía del ascensor en la planta baja–. Me aseguraré de dejar mi dirección a la recepcionista antes de salir.

Por suerte Markos interpretó eso como la despedida que era y se mantuvo dentro del ascensor.

–Espero que disfrutes de tu cena con Drakon esta noche –le dijo con un brillo divertido en aquellos ojos verdes mientras las puertas del ascensor se cerraban lentamente.

Gemini no sabía si lo que le hacía gracia era ella o su primo…

Capítulo 3

 

–Al sugerir que cenásemos juntos esta noche, imaginé que nos encontraríamos en un restaurante.

La expresión de Drakon resultaba indescifrable, de pie frente al edificio Lyonedes, mientras veía como Gemini salía de la parte trasera de una limusina planteada. El vestido negro a la altura de las rodillas que llevaba dejaba sus brazos y sus hombros al descubierto y le proporcionaba una vista muy sugerente de sus pechos por encima del escote. Era el envoltorio perfecto para aquel pelo rubio y liso. Aquella noche el colorete añadía color a sus mejillas, y sus labios brillaban con un tono melocotón pálido. ¡Estaba arrebatadoramente guapa!

Drakon asintió con la cabeza para despedir al conductor, esperó a que el hombre se alejase con el coche antes de volverse hacia Gemini.

–¿Te parece mal que cenemos aquí, en el apartamento?

No era que le pareciera mal en sí. Simplemente no le parecía muy profesional cenar con Drakon Lyonedes en la intimidad de aquel apartamento tan asombroso y con unas vistas tan maravillosas. Aunque fuera vestido de nuevo con uno de esos trajes formales hechos a medida con una camisa de seda blanca y una corbata azul pálido. Se había afeitado hacía poco y parecía tener el pelo ligeramente húmedo. Como si acabase de estar desnudo bajo la ducha…

Imaginarse a Drakon desnudo bajo la ducha no era buena idea, teniendo en cuenta que ya era muy consciente de él.

Drakon arqueó las cejas al no obtener respuesta.

–Al fin y al cabo se trata de una conversación de negocios, ¿no?

Bueno, dicho así…

–Por supuesto –afirmó Gemini, y lo siguió mientras entraban al edificio, que estaba en silencio y apenas iluminado.

Mientras caminaban hacia el ascensor, los tacones de ocho centímetros de sus sandalias resonaban en aquel silencio incómodo. Se sintió más incómoda aún cuando estuvieron los dos en el interior del ascensor.

–Es muy amable por tu parte haber accedido a verme otra vez tan pronto –comentó ella en un intento por calmar los nervios.

Normalmente no era una chica nerviosa. Al contrario. En general era bastante directa. Pero había algo muy intenso en el hombre que tenía al lado.

–¿Después de tu comportamiento tan poco ortodoxo de hoy, quieres decir? –preguntó él con una sonrisa.

–Sí –contestó ella con un delicado rubor en las mejillas.

–Hay ciertos aspectos de nuestra conversación que han quedado… incompletos.

–¿De verdad? –preguntó ella.

–Oh, sí.

–Ah, claro. No había terminado de contarte mi proposición.

–Eso también –contestó él.

¿También? ¿Qué otra parte de su conversación habría quedado incompleta?

Gemini no tuvo más tiempo de darle vueltas a esa pregunta, porque las puertas del ascensor se abrieron y Drakon se echó a un lado para permitirle salir a la sala de estar de su apartamento. La sala de estar parecía mucho más íntima aquella noche, iluminada solo por cuatro lámparas situadas por la habitación y las luces de la ciudad, que entraban por los ventanales de la pared. Frente a ellos había una mesa redonda preparada para dos, con tres velas apagadas color crema situadas en el candelabro de plata.

–¿Quieres una copa de vino?

Gemini apartó la mirada de la mesa y se fijó en Drakon, que estaba junto al mueble bar.

–Eh… sí, gracias –contestó mientras dejaba el bolso en el brazo de una silla–. Blanco, si tienes.

Drakon sonrió levemente para sí mientras se daba la vuelta para abrir y servir el vino. Notó la incomodidad de Gemini, que seguía de pie en mitad de la habitación.

–¿Ha sido agradable el resto de tu día? –preguntó mientras se acercaba para entregarle una de las dos copas de vino afrutado.

Gemini lo miró sobresaltada mientras estiraba la mano para aceptar la copa.

Eh… ajetreado. Como siempre.

–¿Ajetreado en qué sentido? –aquellos ojos negros se quedaron mirándolo por encima del borde de su copa mientras bebía.