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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Susan Wiggs

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Cierra los ojos…, n.º 168 - marzo 2014

Título original: Just Breathe

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Ana Robleda Ramos

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4152-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

En memoria de Alice O’Brien Borchardt, dotada escritora y amiga querida. Permaneces viva en el corazón de aquellos que te amaron

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Capítulo 1

 

Después de un año de visitar la clínica con regularidad, su decoración empezaba a aburrirla. Quizás fuera cosa de los expertos, quienes pretendían que los tonos tierra calmasen los nervios de los aspirantes a padres; o que intuían que aquella fuente artificial llena de burbujas podía inducir a una mujer con problemas de fertilidad a poner espontáneamente un huevo, como si fuera una gallina en plena producción. Incluso podían haber llegado a pensar que el brillo de las campanillas de metal podía animar a un espermatozoide despistado a encontrar el camino a casa como si se tratara de un misil guiado por calor.

El periodo de reposo tras la inseminación, tumbada boca arriba con las caderas elevadas, estaba haciéndosele interminable. Ya no era una práctica habitual que tras el procedimiento las mujeres se quedasen recostadas, pero muchas de ellas, entre las que Sarah se encontraba, eran supersticiosas y dado que necesitaban toda la ayuda que pudieran recabar, ¿por qué no sumar también la gravedad?

Alguien llamó quedamente a la puerta y oyó que abrían.

—¿Cómo vamos? —preguntó Frank, el enfermero de la clínica. Frank llevaba la cabeza afeitada, un pendiente, mosca bajo el labio inferior y guantes quirúrgicos decorados con conejitos. Era como míster Proper mostrando su lado femenino.

—Espero que esta vez vayamos bien —respondió Sarah, colocándose las manos bajo la cabeza.

Viéndole sonreír le entraron ganas de llorar.

—¿Tienes calambres?

—No más de lo normal.

Tumbada en la camilla Frank le tomó la temperatura y anotó grados y hora.

Sarah ladeó la cabeza. Desde allí podía ver sus pertenencias ordenadas en la estantería del vestidor anejo a la sala: el bolso de Smythsons color canela comprado en Bond Street, ropas de diseño, botas flexibles y suaves como la mantequilla colocadas junto a la pared, el móvil junto a la ropa programado para marcar el número de su marido con tocar un solo dígito o con una orden de voz.

Tanta abundancia era la fachada de una mujer en buena posición, una mujer a la que satisfacían todos los caprichos, puede que incluso mimada. Pero en lugar de sentirse especial y afortunada, se sentía... mayor, a pesar de ser la cliente más joven de Fertility Solutions. Muchas mujeres de su edad seguían viviendo con sus novios en buhardillas amuebladas con palés y, aunque no debía envidiarlas, a veces no podía evitarlo.

Sin tener una razón de peso para ello, se sentía vagamente culpable y a la defensiva por estarse pagando una terapia de fertilidad tan cara.

—No es culpa mía —le explicaba a cualquier desconocido—. No tengo problema alguno para concebir.

Cuando Jack y ella decidieron buscar ayuda, empezó a tomar Clomid para echarle una mano a la madre naturaleza. En un principio le parecía una locura estarse tomando un medicamento cuando su salud era impecable, pero a aquellas alturas ya se había acostumbrado a tomar pastillas, a los calambres, los ultrasonidos vaginales, los análisis de sangre...y la aplastante desilusión cada vez que el resultado era negativo.

—Venga, Sarah, que estar de bajón revuelve el karma —espetó él—. Está demostrado científicamente.

—No estoy de bajón —respondió, incorporándose con una sonrisa—. Estoy bien. Lo que pasa es que esta es la primera vez que Jack no ha venido a la cita y, si sale bien, algún día tendré que explicarle a mi hijo que su padre no estuvo presente en su concepción. ¿Qué le contaré entonces? ¿Qué el tío Frank hizo los honores?

—No estaría mal.

Intentó convencerse de que la ausencia de Jack no era culpa suya. Ni suya, ni de nadie. Desde que el ultrasonido revelaba la presencia de un folículo ovárico maduro y le ponían la inyección de HCG, tenían treinta y seis horas para llevar a cabo la inseminación intrauterina, y por desgracia su marido tenía programada una reunión para aquella hora de la tarde a la que no podía dejar de asistir. El cliente venía de fuera, según le había contado.

—¿Seguís intentándolo al modo tradicional?

Sarah se sonrojó. Las erecciones de Jack eran pocas y muy espaciadas, y últimamente había renunciado a hacerlo.

—Digamos que no con ahínco.

—Dile que venga mañana. Te tengo apuntada para las ocho.

Se sometería a una segunda inseminación mientras la ventana de su fertilidad siguiera abierta. Le entregó una cartulina con la fecha anotada y la dejó sola.

Su deseo de tener un hijo se había transformado en un hambre dolorosamente físico, un hambre que crecía a medida que se sucedían los meses sin el fruto esperado. Aquella era su duodécima visita. Un año antes nunca se habría creído que alcanzaría aquella cifra, y mucho menos sola. Aquello se había convertido en una deprimente rutina: las inyecciones que ella misma se administraba, la invasión del espéculo, el escozor y la quemazón que provocaba el catéter de la inseminación. Después de todo aquello la ausencia de Jack no debería suponer gran cosa, se dijo mientras se vestía. Aun así para ella era fácil recordar que en el epicentro de tanta ciencia y tecnología había algo muy humano y elemental: el deseo de tener un hijo. Últimamente le resultaba doloroso mirar a las madres con sus hijos, una imagen que transformaba un deseo en un dolor físico.

Tener a Jack a su lado dándole la mano y soportando con ella aquel New Age de Muzak se lo hacía más fácil. Le agradecía el apoyo y su buen humor, pero aquella mañana le había dicho que no debía sentirse culpable por no poder acudir con ella.

—No pasa nada —le había consolado con una sonrisa irónica mientras desayunaban—. Las mujeres se quedan embarazadas sin que su marido esté presente un día sí y otro también.

Él apenas había levantado la vista de su BlackBerry.

—Muy graciosa, Sarah.

Ella le había acariciado el pie por debajo de la mesa.

—Se supone que deberíamos seguir intentando quedarnos embarazados por el método tradicional.

Él la miró entonces y vio brillar sus ojos un instante.

—Claro —respondió, apartándose de la mesa para organizar la cartera—. ¿Para qué si no íbamos a practicar sexo?

Esa actitud resentida había empezado meses atrás. Tener que practicar sexo por el bien de la procreación no era precisamente un aliciente para ninguno de los dos, y ella no podía esperar a que su libido volviese a despertar.

Hubo un tiempo en que él la miraba de un modo que la hacía sentirse una diosa, pero eso había sido antes de que cayera enfermo. Era difícil sentir interés por el sexo después de que te hubieran irradiado las gónadas, decía él, por no mencionar el hecho de que le hubieran extirpado uno de sus atributos. Pero cuando se enteraron de que padecía cáncer, sellaron un pacto: si sobrevivía a la enfermedad, recuperarían el sueño que habían compartido antes de que se declarara, es decir, tener un hijo. Bueno, más de uno. De hecho solían bromear sobre el hecho de que le quedara un solo testículo. El uni-bola, lo llamaban, y lo colmaban de atenciones. Una vez terminó con la quimioterapia, los médicos dijeron que tenía muchas posibilidades de recuperar la fertilidad, pero por desgracia no había sido así. Ni la fertilidad, ni la función sexual. Al menos no en el nivel necesario.

Entonces se habían decidido por la inseminación artificial utilizando el esperma que habían preservado como precaución antes de empezar con el tratamiento. En aquel momento había comenzado el ciclo de Clomid, la monitorización exhaustiva, las frecuentes visitas a North Shore Fertility Solutions y unas facturas tan astronómicas que Sarah había dejado de abrir los sobres.

Afortunadamente las facturas que había originado la enfermedad de Jack estaban cubiertas, ya que el cáncer no solía sobrevenir a recién casados que intentaban tener familia.

La pesadilla había comenzado un martes por la mañana a las 11:27. Sarah recordaba bien haber mirado qué hora era en el monitor de su ordenador mientras intentaba recordarse que tenía que respirar. La expresión del rostro de Jack le llenó los ojos de lágrimas antes incluso de que él pronunciase las palabras que podían cambiar el curso de sus vidas:

—Es cáncer.

Después de las lágrimas le juró a su marido que le ayudaría a superar la enfermedad. Por su bien había perfeccionado la sonrisa, un gesto que se colocaba en la cara cuando la quimioterapia lo dejaba vomitando y tembloroso. Puedes conseguirlo, campeón, decía aquella sonrisa. Estoy siempre a tu lado.

Aquella mañana, arrepentida de sus palabras anteriores, había intentado charlar de cosas sin importancia mientras hojeaba el catálogo de Shamrock Downs, el actual proyecto de su marido, un complejo de lujo en las afueras. En él se leía: Centro ecuestre diseñado por Mimi Lightfoot.

—¿Mimi Lightfoot? —le había preguntado ella, contemplando las fotografías de verdes pastos y lagunas azules.

—Es una de las grandes para la gente de los caballos. Lo que Robert Trent Jones es para los del golf, ella lo es para quienes practican la equitación.

Sarah se preguntó hasta qué punto podía ser difícil diseñar una zona de arena ovalada.

—¿Cómo es ella?

Jack se encogió de hombros.

—Pues ya sabes, una mujer caballuna: piel reseca, nada de maquillaje y el pelo en una cola de caballo.

—Qué perverso eres —respondió mientras lo acompañaba hasta la puerta para despedirse—, pero qué bien hueles.

Respiró hondo la fragancia de Kart Lagerfeld que le había regalado el mes de junio pasado. Lo había comprado en secreto junto con una caja de cigarrillos de chocolate con la intención de regalárselo el día de los Padres Fundadores, pensando que quizás tuviesen algo que celebrar, pero cuando resultó que no era así se limitó a hacerle entrega del perfume. El chocolate se lo comió ella.

Reparó también en que llevaba unos de sus pantalones de arruga perfecta, una camisa entallada de Custom Shop y una corbata de Hermès.

—¿Tienes clientes importantes hoy?

—¿Qué? Ah, sí. Nos reunimos para diseñar el plan de marketing.

—Pues que tengas un buen día. Y deséame suerte.

—¿Qué? —volvió a decir mientras se ponía la chaqueta de Burberry.

Ella movió la cabeza y lo besó en la mejilla.

—Tengo una cita caliente con todo un ejército de diecisiete millones de espermatozoides tuyos.

—Ay, mierda... me ha sido imposible cambiar la reunión.

—No pasa nada.

Le dio otro beso y ocultó el resentimiento que le producía su actitud distraída e irascible.

Cuando hubo terminado, tomó el ascensor hasta el aparcamiento. Era curioso que la clínica tuviese aparcacoches, pero ella era incapaz de utilizar sus servicios. Ya se estaba permitiendo demasiados caprichos. Se colocó los guantes de piel rematados con cachemira y se acomodó en el asiento calefactado de su Lexus SUV plateado. Uno de los extras que el coche incorporaba de serie era un asiento para bebés. Quizás Jack se hubiera precipitado, pero también cabía la posibilidad, y solo era una posibilidad, que dentro de nueve meses resultara perfecto: el coche ideal para la típica madre taxista de sus hijos.

Ajustó el retrovisor para echar un vistazo al asiento de atrás. En aquel momento solo servía de contenedor para papeles varios, una bolsa de Dick Clic Art Materials y, quién lo diría, un fax, prácticamente un dinosaurio a aquellas alturas. Jack opinaba que debía dejarlo morir de muerte natural, pero ella prefería llevarlo a reparar. Había sido la primera máquina que se había comprado con sus ganancias como artista, y quería conservarlo aunque nadie en el mundo volviese a enviarle jamás un fax. Al fin y al cabo tenía su carrera y, aunque aún no hubiera llegado a probar las mieles del éxito, estaba decidida a centrarse en su tira cómica y expandir su difusión. La gente se creía que era fácil crear una tira cómica seis días por semana. Algunos incluso creían que podría dibujar el trabajo de un mes en un solo día y luego tumbarse a la bartola el resto. No tenían ni idea de lo agotador y difícil que era ocuparse ella misma de la distribución de su propio trabajo, lo había sido particularmente al principio de su carrera.

En la rampa del aparcamiento se topó con la peor versión del clima de Chicago golpeándole en el parabrisas. La ciudad tenía su propia versión de aguanieve que parecía generarse en el lago Michigan para sepultar coches, azotar peatones y hacerlos huir en busca de refugio. Nunca conseguiría acostumbrarse a aquel clima, independientemente del tiempo que viviese allí. Cuando se trasladó a la ciudad, recién llegada de un pequeño pueblo costero del norte de California, pensó que se había topado con la tormenta del siglo. Lejos estaba de sospechar que aquel era el tiempo habitual en Chicago.

—Illinois —repitió incrédula su madre cuando le mostró el documento en que certificaban que había sido admitida en la primavera de su último año de instituto—. ¿Por qué?

—Porque la universidad de Chicago está allí.

—Tenemos las mejores del país aquí mismo, a la vuelta de la esquina: Cal, Stanford, Pomona, Cal Poly...

Pero Sarah se había mantenido firme. Quería asistir a la universidad de Chicago, y poco le importaba la distancia o el tiempo tan espantoso de aquella planicie. Nicole Hollander, su dibujante favorita, había estudiado allí. Era el lugar en el que sentía que debía estar, al menos durante cuatro años.

Desde luego no se había imaginado a sí misma viviendo el resto de su vida allí, aunque seguía esperando que en algún momento acabara gustándole. La ciudad era dura y ventosa, sencilla y peligrosa en algunos barrios, expansiva y generosa en otros. Se comía de maravilla en cualquiera de sus rincones, pero para ella había sido demasiado. Incluso la innata sociabilidad de sus residentes le había resultado desconcertante al principio. ¿Cómo se podía distinguir a los amigos de los que no lo eran?

Desde el primer momento pensó que se marcharía nada más graduarse. No se había imaginado a sí misma creando una familia allí. Pero así era la vida: una caja de sorpresas.

Jack Daly había sido también una sorpresa: su deslumbrante sonrisa, su encanto irresistible, la rapidez con la que se había enamorado de él. Había nacido en aquella ciudad y se dedicaba al negocio de construcción de su familia. Todo su mundo estaba allí: familia, amigos y trabajo, de modo que no había que cuestionarse dónde iban a vivir cuando se casaran.

La ciudad misma estaba íntimamente ligada a su persona. A pesar de que la mayoría de la gente considerase que la vida era una fiesta que podía llevarle a cualquier parte, para Jack era inconcebible vivir en otro sitio que no fuera la Ciudad del Viento. Tiempo atrás, en lo más crudo de un invierno brutal durante el que no vieron el sol ni disfrutaron de una temperatura que quedase por encima del punto de congelación, cuando Sarah sugirió que se trasladaran a otro sitio con un clima más benigno, Jack creyó que bromeaba, de modo que no volvió a mencionarlo.

—Voy a construirte la casa de tus sueños —le prometió él cuando se comprometieron—. Acabarás adorando esta ciudad, ya lo verás.

A él sí lo adoraba, pero Chicago era harina de otro costal.

Su cáncer también había sido una sorpresa. Habían conseguido superarlo, se recordaba a diario, pero la enfermedad los había cambiado a ambos.

Chicago era en sí misma la ciudad del cambio. Se había quemado hasta los cimientos allá por 1871. Familias enteras habían quedado rotas por una tormenta de fuego alimentada por el viento que no dejó tras su paso más que cenizas. La gente que se había visto separada de sus familiares había colgado notas desesperadas por todas partes en un intento de encontrar el modo de reunirse con los suyos.

Sarah se imaginó a sí misma y a Jack recorriendo las ruinas abrasadas intentando volver a encontrarse. Ellos eran refugiados de otra clase de desastre: supervivientes del cáncer.

La rueda delantera se le hundió en un bache y una erupción de barro cegó el parabrisas. De la parte de atrás le llegó un ruido que no presagiaba nada bueno: una mirada al retrovisor bastó para ver que el fax había aterrizado en el suelo del coche.

—Genial —murmuró—. Esto es genial.

Pulsó el mando que ponía en marcha el agua del limpiaparabrisas, pero por los orificios apenas salió un hilillo impotente. Una luz parpadeó en el cuadro. Vacío.

El tráfico avanzaba pesadamente hacia el norte y Sarah golpeó el volante con el talón de la mano.

—Yo no tendría que estar aquí metida —dijo en voz alta—. ¡Soy una trabajadora autónoma e incluso podría estar embarazada!

¿Qué haría Shirl en su situación? Shirl era su alter ego en la tira cómica Just breathe, una versión más lista, más segura, más delgada de su creadora. Shirl era audaz, con una actitud desafiante e impulsiva.

—¿Qué haría Shirl? —preguntó en voz alta. La respuesta le llegó en una décima de segundo: pedir una pizza.

La idea le despertó de tal modo el apetito que se echó a reír. Tanta hambre quizás fuera síntoma de un embarazo.

Tomó una calle lateral y escribió la palabra «pizza» en el GPS. A unas manzanas de distancia aparecía un lugar llamado Luigi’s. Sonaba prometedor. Y su aspecto también lo era, pensó al aparcar ante su puerta un momento después. Había un luminoso rojo que anunciaba: Abiertos hasta la medianoche, y otro que prometía: La mejor pizza de masa gruesa desde 1968.

Cuando ya corría hacia la puerta tras abrigarse con la capucha tuvo una brillante idea: se llevaría la pizza para compartirla con Jack. Lo más probable era que su reunión hubiera terminado ya y que tuviese hambre.

Sonrió al joven que atendía el mostrador y que llevaba una chapita con el nombre de Donnie sujeta al bolsillo de la camisa. Parecía un muchacho agradable: educado, algo tímido, de buenos modales.

—Menudo tiempecito —comentó.

—Y que lo digas —respondió ella—. El tráfico es una pesadilla, y por eso me he salido de la carretera y he acabado aquí.

—¿Qué desea?

—Una pizza de masa fina para llevar. Grande. Y una Coca-Cola con mucho hielo y...

Cuánto le gustaría tomarse también ella una Coca-Cola. O una cerveza, o un margarita, si se ponía. Pero resistió la tentación. Según los libros que había leído acerca de la fertilidad, debía mantener su cuerpo libre de cafeína y alcohol. Para muchas mujeres el alcohol era un factor clave en la concepción y no una sustancia prohibida. Quedarse embarazada era un asunto mucho más divertido para las mujeres que no leían libros de ese tipo.

—¿Sí, señora? —la animó el chico.

Lo de señora le hizo sentirse mayor.

—Solo una Coca-Cola —respondió. Justo en aquel momento un zigoto podía estarse formando dentro de su cuerpo, y darle un chute de cafeína quizás no fuese buena idea.

—¿Ingredientes?

—Salsa italiana —dijo sin pensar—, y pimientos.

Miró la lista de ingredientes que se ofrecían: aceitunas negras, corazones de alcachofa, salsa pesto... adoraba esas cosas, pero Jack no podía soportarlas.

—Eso es todo —concluyó.

—Perfecto.

El muchacho se puso manos a la obra.

Sarah sintió una punzada de desencanto. Podría poner aceitunas negras al menos en mitad de la pizza. Pero no. En particular durante el tiempo que había durado el tratamiento, Jack se había vuelto extremadamente quisquilloso con las comidas, y bastaba con que viese determinados alimentos para que no probara bocado. Para vencer el cáncer una de las cosas principales era conseguir que comiera, de modo que ella había aprendido a plegarse a sus gustos hasta casi llegar a olvidar los propios.

«Ya no está enfermo», se recordó. «Pide las condenadas aceitunas».

Pero no lo hizo. Lo que nadie te decía cuando un ser querido enfermaba de cáncer era que la enfermedad no solo afectaba a esa persona, sino que influía en cuantos estaban alrededor del enfermo: a su madre la despojó del sueño, a su padre lo envió al bar de la esquina una noche sí y otra también y a sus hermanos les hacía tomar un avión en cualquier momento estuvieran donde estuviesen. Y lo que le había hecho a su esposa... mejor no pensarlo.

La enfermedad de Jack lo había dejado todo en suspenso: había paralizado su carrera, había dado al traste con sus planes de pintar el salón y plantar bulbos en el jardín, había ahogado sus deseos de tener hijos. Todo lo había dejado aparcado de buen grado. Mientras Jack luchaba por seguir vivo, ella había llegado a un acuerdo con Dios: «Seré perfecta. Jamás me enfadaré. No echaré de menos el sexo. Nunca me quejaré. Ni siquiera volveré a desear aceitunas negras en la pizza si él mejora».

Ella había cumplido su parte del acuerdo. No se quejaba nunca, había atemperado sus reacciones y se había dedicado a él en cuerpo y alma. Su falta de vida sexual ni siquiera la había hecho pestañear. No había vuelto a comer una sola aceituna.

El tratamiento de Jack terminó y sus escáneres volvieron a aparecer limpios.

Habían llorado, reído y celebrado la buena noticia, pero al despertarse al día siguiente descubrieron que ya no sabían cómo ser una pareja. Cuando él estaba enfermo, habían sido soldados en una batalla, camaradas de armas luchando por la vida, y una vez dejaron atrás lo peor, no supieron bien qué debían hacer a continuación. Después de sobrevivir al cáncer... y así había sido: habían sobrevivido los dos a la enfermedad, ¿cómo se volvía a la normalidad?

Año y medio después, reflexionaba Sarah, seguían sin estar seguros. Había pintado la casa y había plantado los bulbos. Se había lanzado de nuevo a su trabajo. Y habían vuelto a buscar el bebé que se habían prometido el uno al otro hacía ya mucho tiempo.

Pero el mundo era un lugar distinto ahora para ellos. Quizás fueran cosas de su imaginación, pero Sarah percibía una distancia diferente entre los dos. Mientras había estado enfermo, había días en los que dependía por completo de ella, y ahora que estaba bien quizás fuera natural que se reafirmase en su independencia. Y ella debía permitírselo, morderse la lengua en lugar de decirle que se sentía sola y que lo echaba de menos, echaba de menos sus caricias, el afecto y la intimidad que antes tenían.

Mientras el olor a pizza en el horno llenaba la tienda, echó un vistazo al móvil por si había algún mensaje. No tenía ninguno. Marcó el número de Jack y le contestó el mensaje de apagado o fuera de cobertura, lo cual quería decir que seguía en el trabajo. Guardó el teléfono y se entretuvo hojeando un manoseado ejemplar del Chicago Tribune que había sobre una mesa. Lo cierto es que no se entretuvo en leer las noticias, sino que fue directa a la sección de humor para visitar Just Breathe. Allí estaba, en su lugar de siempre, el tercio inferior de la página.

Y allí estaba su firma, inclinada en la parte de abajo en el rincón del último panel: Sarah Moon.

«Tengo el mejor trabajo del mundo», se dijo. El episodio de aquel día era otra visita a la clínica de fertilidad. A Jack no le gustaban nada aquellas historias. No podía soportar que tomara prestado material de su vida privada para la tira, pero Sarah no podía evitarlo. Shirl tenía vida propia, y habitaba un mundo que a veces le parecía más real que la misma ciudad de Chicago. Cuando su personaje comenzó a hacerse inseminaciones, dos de los periódicos que la publicaban habían declarado la historia demasiado delicada y habían eliminado sus tiras, pero cuatro más la habían comprado.

—No me puedo creer que te parezca divertido —se había quejado Jack.

—Esto no tiene nada que ver con la diversión —le explicó—, sino con que es un personaje real, y hay personas a las que eso sí que les parece divertido.

Además, le había dicho, publicaba con su nombre de soltera y la mayoría de la gente no sabía que Sarah Moon era la esposa de Jack Daly. Había intentado crear una historia que pudiera gustarle. A lo mejor podía darle a Shirl un marido. Richie, un cachas. El premio gordo de una tragaperras de Las Vegas. Una lancha rápida supermolona. Una erección.

Pero sus editores nunca aceptarían algo así. Dándole vueltas en la cabeza a las posibilidades, se volvió para la ventana en la que quedaba enmarcado el horizonte de Chicago tras las gotas de agua. Si Monet hubiera pintado rascacielos, se parecerían a aquellos.

—¿Normal o light la bebida?

—Eh... normal —respondió. A Jack le vendrían bien las calorías. Seguía recuperando el peso que había perdido durante la enfermedad. Qué concepto, pensó. Comer para ganar peso. No había hecho eso desde que su madre le daba de comer de pequeña. Además, la gente que comía cuanto le daba la gana y se mantenía delgada iba al infierno. Lo sabía porque el cielo lo disfrutaban en la tierra.

—La pizza estará enseguida —le dijo el muchacho.

—Gracias.

Debía rondar los dieciséis años, con esa torpeza de miembros demasiado largos que caracterizaba a los adolescentes. El teléfono sonó, y le pareció que la llamada era personal y de una chica por el modo en que el chaval bajó la cabeza y la voz al tiempo que se le coloreaban las mejillas.

—Estoy ocupado ahora. Te llamo dentro de un rato. Sí. Yo también.

Luego le vio volverse a la mesa de trabajo donde comenzó a plegar cajas de cartón mientras tarareaba con la radio. Sarah no podía recordar la última vez que había experimentado esa especie de felicidad que te lleva flotando en el aire durante las horas del día y que mantiene perenne la sonrisa en tu cara. Quizás fuera cosa de la edad, o del estado civil. A lo mejor los adultos casados no debían flotar ni sonreír sin motivo, pero demonios... ¡cómo echaba de menos esa sensación!

Sin pensarlo se llevó la mano al vientre. Un día a lo mejor tenía un hijo como Donnie, trabajador, animoso, un crío que seguramente se dejaría los calcetines tirados en mitad de la habitación, pero que los recogería sin enfadarse cuando lo regañaran.

Dejó una generosa propina en el bote de cristal que había sobre el mostrador.

—Muchas gracias —dijo Donnie.

—De nada.

—Vuelva pronto.

Con la caja de la pizza en un brazo y la bebida en la otra mano salió a la calle, donde la recibió aquel tiempo infernal.

Unos minutos después, el Lexus olía a pizza y los cristales se le habían empañado. Puso en marcha el aire y tomó dirección oeste, dejando atrás adorables pueblecitos y comunidades que rodeaban la ciudad como pequeñas naciones satélite. Miró con deseo la Coca-Cola que había pedido para Jack, pero se contuvo.

Veinte minutos después, dejó la autopista y tomó la salida que conducía al pueblo donde Jack estaba construyendo una urbanización de viviendas de lujo. Pasó entre los muros de hormigón que marcaban la entrada al complejo y que más adelante enmarcarían la puerta que solo se abriría con tarjeta. El cartel de cuidado diseño que colgaba en la entrada lo decía todo: Shamrock Downs. Comunidad ecuestre privada.

Allí es donde los millonarios irían a vivir con sus mimados caballos. La empresa de Jack había planeado la construcción del enclave hasta el último cristal sin reparar en gastos. El complejo tenía una extensión de más de dieciséis hectáreas de pastos de la mejor calidad, un lago y una zona de entrenamiento cubierta, iluminada y con gradas alrededor. Los purasangres ocuparían una nave ultramoderna equipada con cuarenta boxes. Sendas por las que pasear recorrían los bosques que cerraban la propiedad cuya superficie se había rellenado con arena para reducir el impacto en las pezuñas de los caballos.

A la escasa luz de última hora de la tarde vio que las cuadrillas de trabajadores ya habían terminado su jornada, acortada por la lluvia. Había un Subaru Forester aparcado junto la nave, pero no se veía a nadie por allí. La caseta del capataz también parecía desierta. Quizás se hubiera cruzado con Jack y él estuviera ya de camino a casa. O a lo mejor había sufrido un ataque de mala conciencia y había abandonado la reunión para reunirse con ella en la clínica, pero el tráfico le habría impedido llegar a tiempo. No tenía mensajes en el móvil, pero eso no significaba nada. Qué poco le gustaban los móviles. Nunca funcionaban cuando se los necesitaba y tenían la mala costumbre de sonar en el momento más inoportuno.

Las casas a medio construir tenían un aspecto tétrico, ya que sus esqueletos se veían negros bajo un cielo cubierto de nubes. La maquinaria estaba dispersa sin orden ni concierto como juguetes gigantes abandonados en un arenero. Contenedores con todo tipo de materiales salpicaban aquel paisaje baldío. Quienes decidieran vivir allí nunca sabrían que aquello había parecido un campo después de la batalla. Pero Jack era un mago. Podía empezar por un páramo yermo o un vertedero y transformarlo en un vergel. En primavera aquel lugar tendría el aspecto de una prístina y bucólica utopía, con niños jugando sobre la hierba, caballos retozando en los prados, mujeres con cola de caballo, sin maquillar y con pantalones ajustados caminando hacia los establos.

La oscuridad era cada vez mayor. La pizza pronto se quedaría fría.

Fue entonces cuando vio el coche de Jack. Su Pontiac GTO había sido el último trabajo de un especialista en restauración de coches, un capricho que le había comprado cuando aún estaba enfermo con la intención de animarlo. Había empleado en él todo cuanto había ahorrado de sus tiras cómicas. Gastar los ahorros de toda una vida en aquel coche había sido un acto de desesperación, pero en aquel momento estaba dispuesta a dar cualquier cosa, a sacrificar lo que fuera para conseguir que él se sintiera mejor. Ojalá hubiera podido hacer lo mismo con su salud.

Ahora que ya estaba recuperado aquel coche seguía siendo su posesión más querida. Solo lo sacaba en ocasiones especiales, de modo que el cliente con el que se había reunido debía ser verdaderamente importante.

El Pontiac negro y rojo se acurrucaba como una bestia exótica en la entrada de una de las casas piloto, que parecía casi un pabellón de caza. Un pabellón sobredimensionado. Todo lo que Jack construía era más grande de lo que debía ser: un porche que daba la vuelta a toda la casa, entradas fastuosas, garaje para cuatro coches, fuentes arquitectónicas. El jardín era aún un lodazal, con grandes agujeros preparados ya para recibir los árboles adultos que se instalarían después. Así lo decía Jack, «instalar». Ella habría dicho «plantar». Los árboles aguardaban allí con un aspecto patético, como víctimas caídas, tirados de lado con sus raíces envueltas en escayola y red de metal.

Llovía más que nunca cuando aparcó y paró el motor. Una pequeña luz colocada en un poste iluminaba un letrero escrito a mano: CALLE DE LOS SUEÑOS. Había al menos dos chimeneas de gas con embocadura de piedras de río que podían verse desde donde ella estaba y una de ellas estaba encendida, a juzgar por el resplandor dorado que salía de las ventanas del primer piso.

Con la Coca-Cola haciendo equilibrios sobre la caja de la pizza, abrió el paraguas apretando un botón y salió. Una ráfaga de viento tiró de las varillas del paraguas y le dio la vuelta, y una lluvia gélida le empapó la cara y se le coló por el cuello.

—Odio este tiempo —masculló entre dientes—. ¡Lo odio!

Riachuelos de agua embarrada partían de la tierra que constituiría el jardín y bajaban por el camino de acceso a la casa. Había montones de tubos que luego se usarían para el sistema de riego tirados sin orden. Imposible encontrar un sitio por el que caminar sin empaparse los pies.

«Ya está bien», se dijo. «Esta vez nos vamos a ir a California de vacaciones». Glenmuir, la ciudad de Marin County donde había nacido, nunca le había gustado demasiado a su marido. Prefería las playas de arena blanca de Florida, pero estaba empezando a convencerse de que ya era hora de que eligiera ella.

Llevaba un año y medio en que todo su universo era Jack: sus necesidades, su recuperación, sus deseos. Ahora que la odisea formaba ya parte del pasado, dejaría que sus necesidades aflorasen a la superficie. Era egoísta, quizás, pero se sentía de maravilla haciéndolo. Quería disfrutar de unas vacaciones lejos del húmedo Chicago, poder saborear la despreocupación de esos días, algo que hacía mucho tiempo que no podía hacer.

Un viaje a Glenmuir no era demasiado pedir. Sabía que Jack protestaría; siempre decía que no había nada que hacer en aquel adormilado pueblecito costero, pero mientras se abría paso en mitad de aquella tormenta decidió que esta vez tendría que aguantarse.

Aún no se había instalado la cerradura de las puertas de aquel caserón y con una sonrisa empujó y suspiró aliviada. ¿Qué podía resultar más agradable que sentarse ante el fuego en una tarde lluviosa y dar buena cuenta de una pizza? Seguramente aquella casa sería el único lugar cálido y seco de todo aquel vecindario.

—So yo —anunció, quitándose las botas para no manchar la tarima recién instalada, pero no obtuvo respuesta. Solo se oía el sonido de una radio en la planta de arriba.

Sintió una punzada de incomodidad en el vientre. Los calambres eran un efecto secundario de la inseminación y no le importó. Para ella era un recordatorio físico de su determinación por empezar una familia.

Caminó con los calcetines hasta la escalera. Nunca había estado allí, pero estaba familiarizada con el diseño de la casa. Aunque no le resultase evidente a la mayoría, Jack trabajaba solo con unos cuantos planos. Aparte de su enorme tamaño y sus lujosos materiales, construía lo que él llamaba sin dolerle prendas moldes para mansiones. En una ocasión le había preguntado si no se aburría de construir básicamente la misma casa una y otra vez, y él se había echado a reír.

—¿Qué tiene de aburrido embolsarse un montón de pasta por construir casas en serie?

Le gustaba ganar dinero. Se le daba bien. Y Sarah estaba de suerte a su vez porque a ella se le daba fatal. Cada año, cuando cumplimentaban la declaración de la renta, él contemplaba los ingresos que había obtenido por la tira y le decía con una sonrisa:

—Siempre había querido ser un mecenas de las artes.

Al llegar arriba tomó la dirección de la que provenía la música de la radio. Estaba sonando Achy Breaky Heart. Qué gusto tan espantoso tenía Jack en música. Tan malo que hasta resultaba enternecedor.

La puerta de la habitación principal estaba abierta y el cálido resplandor de la chimenea se extendía sobre el suelo con su moqueta recién puesta. Dudó. Sentía... algo.

Era una especie de aviso, un latido de más en los oídos.

Entró y sintió cómo los pies se le hundían en la esponjosa alfombra. La luz dorada y difusa de la chimenea Briarwood de gas componía claroscuros en los dos cuerpos desnudos y entrelazados que sobre varias mantas retozaban ante las llamas.

Sarah experimentó un momento de total confusión. La visión se le nubló y sintió que la cabeza le daba vueltas y que el estómago se le subía a la garganta. Aquello tenía que ser un error. Había entrado por equivocación en aquella casa. En aquella vida. Sus pensamientos parecían haberse lanzado a jugar al ping-pong dentro de su cabeza, empujados por el miedo. Durante un par de segundos permaneció inmóvil, aturdida por la sorpresa, incapaz de respirar.

Tras una sucesión de segundos que parecía no tener fin, los amantes se dieron cuenta de su presencia y se incorporaron tirando de las mantas para cubrirse. La radio ofreció otra melodía igualmente espantosa... Butterfly Kisses.

Mimi Lightfoot era exactamente tal y como Jack se la había descrito: piel seca, sin maquillar, pelo recogido en una coleta... pero con las tetas más gordas de lo que se la había imaginado.

Por fin recuperó la voz y consiguió articular el único pensamiento coherente que tenía en la cabeza:

—Te traigo pizza y Coca-Cola. Con mucho hielo, como a ti te gusta.

No dejó caer la pizza ni derramó la bebida, sino que lo depositó todo cuidadosamente en la consola de obra que había junto a la radio. Era tan eficaz y discreta como una camarera del servicio de habitaciones.

Luego dio media vuelta y salió.

—¡Sarah, espera!

Oyó que Jack la llamaba por su nombre cuando ella corría escaleras abajo con la rapidez y la velocidad de Cenicienta al dar las doce. Apenas perdió tiempo en calzarse. En cuestión de segundos estaba en la calle con su paraguas roto y de camino al coche.

Arrancó justo cuando Jack salía. Llevaba los pantalones buenos, aquellos con las arrugas que ella había admirado aquella misma mañana, y nada más. Decía algo porque le veía mover los labios. Era su nombre lo que pronunciaba, Sarah. Encendió las luces del coche y dio marcha atrás. En su huida derribó uno de los buzones de diseño del complejo, lo que le produjo una malsana satisfacción. El haz de luz recorrió la fachada de la casa, su porche, sus espléndidas ventanas de madera y los magníficos cristales Andersen de la puerta de entrada.

Por un momento, Jack le pareció un becerro sorprendido por las luces de un coche.

¿Qué haría Shirl?, se preguntó. Apretó con fuerza el volante y pisó a fondo el acelerador.

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Capítulo 2

 

Después de arrasar el buzón y derribar la farola de la Calle de los Sueños, Sarah dudó. Quizás debería llevarse también a Jack por delante. Por un instante comprendió perfectamente a la mujer que había visto en la tele, a la que habían entrevistado en la cárcel.

—No pensé. Simplemente pisé el acelerador y lo pasé por encima...

No podría decir muy bien cómo, pero consiguió enfilar el coche hacia la autovía. No sabía qué hacer y no era capaz de pensar con claridad, de modo que se fue a su casa excediendo todo el trayecto el límite de velocidad como un caballo que presiente el heno que le espera en la cuadra tras una larga cabalgada.

Como era de esperar el móvil le sonó de inmediato. Jack debía seguir medio desnudo, apestando a sexo con Mimi Lightfoot. Apagó el teléfono y pisó el acelerador. Tenía que llegar a casa, donde podría respirar tranquila y pensar qué iba a hacer.

Al tomar la entrada circular que daba acceso a la vivienda pensó que nunca había percibido aquella casa como un hogar. Solo era el lugar en el que vivía. Aquella era la casa que había construido Jack. Y ella era la esposa que vivía en la casa que Jack había construido. Y acababa de ver a la amante que se follaba al marido que ignoraba a la esposa que vivía en la casa que Jack había construido...

El barrio estaba formado todo él por casas similares junto al lago. Los árboles que prestaban su sombra a las calles estaban todos exactamente a la misma distancia, todos los buzones eran iguales y todas las puertas de entrada de las casas quedaban a la misma distancia de la curva. El barrio había sido organizado de acuerdo con los planos de un diseñador que trabajaba para Construcciones Daly.

Entró en el espacioso garaje y a punto estuvo de rayar la camioneta de trabajo de Jack, una pickup Ford, pero una vez dentro de la casa se quedó parada.

«¿Y ahora qué?»

Se sentía tan rara, casi traumatizada, como si hubiese sido víctima de un asalto con violencia.

Dirigió la mirada al teléfono que colgaba de la pared en la cocina. La luz de los mensajes parpadeaba. Quizás debería llamar... ¿a quién? Su madre había muerto hacía años ya. Sus amigos... había permitido que la distancia fuera separándola de sus amigos de toda la vida, y los de Chicago eran en realidad más amigos de su marido que de ella.

¿Qué haría Shirl?, volvió a preguntarse, en un intento de que el pánico no siguiera creciendo en su interior. Shirl era lista. Terca. Se concentraría en los detalles prácticos, como en el hecho de que tenía una cuenta bancaria individual. Era algo que habían organizado durante la enfermedad de Jack, de modo que pudiese tener acceso a determinados fondos si ocurría lo impensable.

Bueno pues lo impensable había ocurrido, aunque no en el modo en que ella se temía.

Sintió un calambre en el estómago, una sensación que recibiría encantada después de cualquier inseminación porque significaba que su biología funcionaba con normalidad. Pero aquella incomodidad significaba entonces algo bien distinto.

Sonó el teléfono. Era Jack, así que dejó que saltara el contestador.

Permaneció sentada a oscuras un rato sin haberse quitado ni el abrigo empapado ni las botas llenas de barro. Todo aquello era un extraño rompecabezas. Los maridos engañaban a las mujeres constantemente. No había más que encender la tele para encontrarse con mujeres traicionadas que buscaban consuelo saliendo en programas de todo tipo con ojos anegados en lágrimas. El problema era conocido por todos, pero para ella siempre había sido como cuando se ve el parte del tiempo en otra zona del país: podía reconocerlo, imaginar cómo era, incluso creer que lo comprendía. Pero lo que nunca se explicaba en esos programas, lo que nunca explicaba nadie, era lo que se suponía que se debía hacer precisamente en el momento exacto del temible descubrimiento. Lo que seguramente nunca se hacía era dejarles una pizza.

Estaba familiarizada con los distintos estadios del dolor: sorpresa, negación, ira, negociación... los había experimentado todos al perder a su madre y luego cuando a su marido le diagnosticaron cáncer. Pero aquello era distinto. Al menos en el pasado había sabido cómo se suponía que se debía sentir. Era horrible, pero al menos lo sabía. Ahora su mundo estaba patas arriba. Se suponía que debía estar pasando de la fase de sorpresa a la de negación, pero no era así. Aquello era demasiado real.

Siguió unas cuantas horas dándole vueltas a sus posibilidades: emborracharse, dejarse arrastrar por la histeria, buscar venganza... pero ninguna de ellas llegaba a convencerla. Al final el agotamiento pudo más y se fue a la cama. Una vez acostada permaneció inmóvil esperando una tormenta de lágrimas inconsolables, pero no llegaron. Con los ojos secos pasó tiempo contemplando las sombras de la pared hasta que por fin se quedó dormida.

 

 

Le despertó el sonido del agua al correr y se dio la vuelta. La parte de la cama que solía ocupar Jack era un páramo vasto y desierto. Había vuelto a casa, pero no a su cama. Los eventos del día anterior la aplastaron y acabaron con cualquier posibilidad de volver a conciliar el sueño.

Durante aquel último año prácticamente todas las noches se había ido a la cama sola mientras Jack se quedaba levantado trabajando. ¿Cuántos matrimonios se hundían transformados en cenizas tras inmolarse en el altar del trabajo hasta tarde?

«Soy una idiota», se dijo. A continuación se levantó, se cepilló los dientes y se puso la bata. Sobre la encimera del baño estaba el frasco de vitaminas que había estado tomando y que en condiciones normales, tras una inseminación, se tomaría alegremente, confiando en la esperanza y sus posibilidades. ¿Cuándo había empezado a considerar la fecundación artificial algo normal?

En aquel momento contempló el frasco con horror.

—Más me vale no estar embarazada —musitó.

Al hilo de aquellas palabras el sueño de tener un hijo se evaporó como lo haría un copo de nieve al caer en una sartén. Ssst...

La buena noticia era que no habían conseguido concebir un hijo a pesar de todos los viajes que había hecho a Fertility Solutions, de modo que el riesgo de estar embarazada era casi inexistente. Una bendición de escaso peso, pero bendición al fin y al cabo.

Llamó a la clínica y dejó un mensaje en el contestador: aquel día no iba a asistir a la segunda fase del procedimiento. Con decisión abrió la tapa del frasco y vació las vitaminas en el váter, pero casi sin tener que darle la orden, su mano hizo un giro de muñeca y enderezó el bote. Habían quedado unas cuantas pastillas dentro. Muy despacio volvió a ponerle la tapa. Mejor quedarse con unas cuantas. Por si acaso.

Se puso las zapatillas y siguió el ruido del agua que provenía de la habitación de invitados. Jack había vuelto tarde. Había sentido que la miraba desde la puerta, pero no había hecho movimiento alguno; fingía dormir, y él sabía perfectamente que estaba despierta. Tenía mucho que hablar con él, pero no había querido hacerlo a las dos de la madrugada, y ahora a la luz del día no se sentía más fuerte que entonces. Pero la sorpresa y la negación habían pasado, dando lugar a una rabia fría que nunca antes había experimentado, una sensación de una violencia tal que le asustaba.

Jack acababa de ducharse y tenía las caderas envueltas por una toalla. En otras circunstancias lo habría encontrado sexy; incluso habría probado algunos movimientos seductores con él, a pesar de que hacía mucho tiempo que esos intentos no servían para nada. Ahora que estaba empezando a comprender la verdadera razón que se ocultaba tras su falta de deseo lo vio con nuevos ojos, y desde luego le pareció de todo menos sexy.

—Bueno, ¿quién va a empezar? —preguntó, pero él no dijo nada—. ¿Cuánto tiempo hace que estás liado? ¿Cuántas veces por semana?

Tenía al menos una docena más de preguntas que hacerle, pero Sarah se dio cuenta de que su pregunta principal era para sí misma: ¿por qué no se habría dado cuenta de lo que pasaba?

Él bajó la cabeza. «Bien. Se avergüenza», pensó. Un gesto prometedor. Pero si era sincera consigo misma tenía que admitir que no quería que rogase o que le pidiera perdón. Lo que quería era... no sabía en realidad lo que quería.

Cuando alzó la mirada, no vio arrepentimiento en sus ojos, sino hostilidad. «Bien», se corrigió. «Así que no siente vergüenza».