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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Gena Showalter

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Ángel sin alas, n.º 66 - septiembre 2014

Título original: Beauty Awakened

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4590-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Los editores

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Publicidad

 

 

En medio de la lucha cruenta que se libra entre las fuerzas del bien y del mal, se ven atrapados nuestros protagonistas: un ángel que solo ha conocido el dolor y el sufrimiento y una joven atormentada por los demonios.

Entre ellos surge una hermosa historia de amor en la que Gena Showalter nos arrastra a un asombroso mundo de fantasía, con unos personajes increíbles que se mueven por el cielo, la tierra, los infiernos y un sinfín de escenarios a un ritmo trepidante.

En Ángel sin alas, sin duda, nuestra autora vuelve a demostrarnos que es la reina del romance paranormal. Por ello no queremos dejar pasar la oportunidad de recomendar esta novela tanto a los fans de Gena Showalter como a todas aquellas personas que disfruten del género.

 

Los editores

Dedicatoria

 

En primer lugar, a mi nueva editora, la asombrosa Emily Ohanjanians, por hacerse cargo de mí y no vomitar cuando le expliqué mi «proceso».

¡A Marie, que me cuida de tantas maneras!

A mi madre y a mi padre, por responder a todas mis llamadas con relación a los libros, y no decirme nunca: «¿Otra vez? Ya estuvimos hablando de esto ayer... ¡durante una hora!».

A mi agente, Deidre Knight, por apoyarme siempre. Incluso cuando digo cosas como: «Bueno... esto es lo siguiente que quiero hacer».

A Jia Gayles, por estar siempre dispuesta a ayudar con las promociones.

Y a Jill Monroe, por demasiados motivos como para enumerarlos.

 

 

Dios es bueno. Dios es bueno todo el tiempo.

Prólogo

 

A los siete años, Koldo estaba sentado en silencio en una esquina de la habitación. Su madre se estaba cepillando el pelo ante el espejo del tocador, canturreando suavemente. Él no podía dejar de mirarla con fascinación.

Cornelia era una de las criaturas más bellas de la creación. Todo el mundo lo afirmaba así; tenía una melena rizada y oscura, con reflejos dorados. Sus ojos eran de color violeta claro, y tenía las pestañas del mismo color que el pelo. Sus labios tenían forma de corazón, y su cutis claro brillaba como el sol.

Koldo no se parecía a ella. Tenía el pelo negro, los ojos oscuros y la piel morena. Lo único que tenían en común eran las alas; tal vez, aquel fuera el motivo por el que él se sentía tan orgulloso de las plumas blancas, que crecían sobre una capa de plumón ámbar. Aquel era su único rasgo positivo.

De repente, su madre dejó de canturrear.

Koldo tragó saliva.

—Me estás mirando como un bobo —le espetó ella. La sonrisa se le había borrado de los labios.

Él miró al suelo, tal y como ella prefería.

—Lo siento, mamá.

—Te he dicho que no me llames así —dijo ella, dando un golpe con el cepillo en el tocador—. ¿Acaso eres tan tonto que ya se te ha olvidado?

—No —respondió él, suavemente.

Todo el mundo alababa su dulzura y su bondad tanto como su belleza, y tenían razón al hacerlo. Ella era generosa y amable con todo aquel que se le acercaba, salvo con él. Él siempre había experimentado una faceta muy distinta de Cornelia. Dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera, ella siempre lo denostaba. Y, aún así, él la quería con toda su alma. Lo único que quería era agradarla.

—Eres una criatura horrible —murmuró ella, mientras se ponía en pie—. Como tu padre.

Koldo no conocía a su padre, solo había oído hablar de él.

Era malvado y repulsivo.

—Van a venir unos amigos míos —dijo Cornelia—. No quiero que salgas de aquí, ¿entendido?

—Sí.

Oh, sí, lo entendía bien. Si alguien lo veía, ella se sentiría avergonzada por su fealdad, y él sufriría las consecuencias.

Cornelia lo miró durante un largo rato. Finalmente, gruñó:

—Debería haberte ahogado en la bañera, cuando eras demasiado pequeño como para poder defenderte.

Con aquellas palabras, salió de la habitación y cerró la puerta.

Aquel rechazo le llegaba al alma, y no estaba seguro de por qué. Muchas veces le había dicho cosas mucho peores.

«Quiéreme, mamá. Por favor».

Tal vez... todavía no fuera capaz; sin embargo, Koldo sintió esperanza y alzó la barbilla. Tal vez él no se hubiera esforzado lo suficiente en demostrar cómo era. Seguramente, si hacía algo especial por ella, su madre se daría cuenta de que no era como su padre. Si limpiaba su habitación y le ponía flores en un jarrón para cuando llegara... y si le cantaba una canción mientras se dormía... ¡Sí! Ella le daría un beso y lo abrazaría para agradecérselo, tal y como hacía a menudo con los niños de los sirvientes.

Lleno de expectación, Koldo dobló las sábanas del camastro en el que dormía y se levantó del suelo. Rápidamente, recogió las túnicas y sandalias que había tiradas por todas partes y colocó los cojines que había en la alfombra central, donde Cornelia solía relajarse y leer.

Hizo caso omiso de la pared llena de látigos, dagas y espadas, y ordenó todos los objetos que había sobre el tocador: los frascos de perfume, las cremas, el cepillo y el líquido de olor acre que a su madre le gustaba beber. Les sacó brillo a todos los collares, anillos y pulseras que había en su joyero.

Cuando terminó, toda la habitación estaba reluciente. Sonrió y se sintió satisfecho con todos sus esfuerzos. Estaba seguro de que ella iba a agradecerle todo lo que había hecho.

Faltaban las flores.

Cornelia no quería que él saliera de allí y, si él le hubiera prometido que iba a obedecer, lo habría hecho. Sin embargo, él solo le había dicho que entendía sus deseos. Pero él no le había prometido nada. Además, aquello era para ella y por ella, y él no iba a permitir que nadie lo viera.

Se acercó al balcón y abrió las puertas. Notó el aire fresco de la noche. El palacio estaba situado en un lejano reino de los cielos, rodeado por miles de estrellas y una inmensa extensión de terciopelo negro. La luna estaba alta y brillante; solo era una curva delgada que unía dos puntos.

La luna le estaba sonriendo.

Se sintió animado. Se acercó al borde del balcón, que no tenía barandilla, y extendió las alas por completo. Aquello le provocó un arrebato de alegría. Le encantaba volar por el cielo, ascender y bajar en picado, y rodar entre las nubes, asustando a los pájaros.

Su madre no sabía nada de aquello.

—No puedes utilizar las alas. Está terminantemente prohibido —le había dicho, cuando habían empezado a brotarle de la espalda.

Y él había cumplido la orden; sin embargo, un día, ella le estaba diciendo a gritos lo mucho que lo despreciaba, y él se había subido al tejado para que su madre no tuviera que verle la cara. En medio de la tristeza, se había distraído, y se había caído al vacío.

Justo antes de aterrizar, había aleteado con aquellos apéndices que nunca había usado, y eso había minimizado el golpe. Se había roto un brazo, una pierna, un tobillo y algunas costillas, y había sufrido una perforación de pulmón. Sin embargo, al cabo del tiempo se había recuperado de las heridas y, a la siguiente oportunidad, había saltado a propósito. Al instante, se había hecho adicto a la sensación que le producía el aire en la piel y en el pelo, y había deseado más.

En aquella ocasión, se tiró de cabeza, y tuvo que contener un grito de satisfacción. La libertad... el riesgo... el arrebato de fuerza y de calor... Nunca sería suficiente. Justo antes del impacto, se irguió y movió las alas para que la corriente lo elevara suavemente. Aterrizó con precisión y puso los pies en movimiento.

Un paso, dos, tres... y ya había recorrido más de un kilómetro hacia el interior del bosque. No porque fuera rápido, que lo era, sino porque él podía hacer por su madre algo que los demás Enviados a quienes él había visto no eran capaces de hacer. Podía moverse de un lugar a otro solo con el pensamiento.

Hacía pocos meses había descubierto que tenía aquella habilidad. Al principio solo había podido moverse un metro y, después, dos, pero, con la práctica, cada día conseguía ir un poco más lejos. Lo único que tenía que hacer era calmar sus emociones y concentrarse.

Por fin, llegó a la pradera de flores silvestres que había encontrado la última vez que había transgredido las normas y había salido del palacio. Arrancó las más bonitas de todas, las que tenían los pétalos del mismo color lila que los ojos de su madre. Se las acercó a la nariz y las olió. Tenían una deliciosa fragancia a coco. Koldo sonrió.

Si Cornelia le preguntaba de dónde había sacado aquel ramo de flores, le diría la verdad. Se negaba a mentir, ni siquiera para librarse del castigo. Y no solo porque los otros Enviados notaban un mal sabor de boca cuando les decían una mentira, sino también porque las mentiras eran el lenguaje de los demonios, y los demonios eran casi tan malos como su padre.

Su madre agradecería que fuera sincero. Seguro.

Salió del bosque con las manos llenas de flores y volvió, volando, al palacio. Cornelia todavía no estaba en la habitación.

Con un suspiro de alivio, entró por el balcón. Después, quitó del jarrón favorito de Cornelia el ramo viejo de flores secas, puso agua y colocó el ramo fresco. Volvió a su rincón y se dispuso a esperar.

Pasaron horas y horas.

Cuando se abrió la puerta, a él ya se le estaban cerrando los ojos, pero consiguió mantenerse despierto.

Su madre dio unos cuantos pasos y, de repente, se detuvo en seco.

—¿Qué has hecho? —le preguntó, con un jadeo, y giró para mirar todo el dormitorio.

—Lo he hecho para ti.

«Quiéreme, por favor».

Ella tomó aire profundamente. Después, se acercó, se situó frente a él y lo miró con odio.

—¿Cómo te has atrevido? A mí me gustaban mis cosas tal y como estaban.

Él sintió una terrible decepción, un nudo de tristeza en el pecho. Le había fallado una vez más.

—Lo siento.

—¿De dónde has sacado la ambrosía? —le preguntó, y miró hacia las puertas del balcón—. Has volado, ¿verdad?

—Sí.

Al principio, ella no reaccionó. Después, irguió los hombros con un aire de determinación.

—Piensas que puedes desobedecer sin que haya consecuencias. ¿Es eso?

—No. Yo solo...

—¡Mentiroso! —gritó ella, y lo abofeteó con tanta fuerza que él se golpeó contra la pared—. Eres igual que tu padre. Haces siempre lo que quieres, sin preocuparte de lo que sientan los demás, y no voy a tolerar más ese comportamiento.

—Lo siento —repitió él, temblando.

—Créeme, lo vas a sentir de verdad —dijo ella.

Entonces, lo agarró del brazo y tiró de él hasta que lo puso en pie. Él no ofreció ninguna resistencia, y permitió que ella lo atara a los cuatro postes de la cama, boca abajo.

Otra tanda de latigazos, pensó. No le rogó que tuviera piedad, porque Cornelia no iba a tenerla; Koldo lo sabía por experiencia. Se había ganado cientos de castigos como aquel, pero siempre se había recuperado. Por lo menos, físicamente; por dentro, sangraría durante todos los años de su vida.

Su madre tomó una daga de la pared, y no el látigo que utilizaba normalmente.

¿Acaso iba a matarlo?

Por fin, él tiró de las ataduras y se retorció, pero no consiguió liberarse.

—Lo siento, lo siento mucho. Nunca volveré a limpiarte la habitación, te lo prometo. Nunca volveré a salir.

—¿Es que crees que ese es el problema? Oh, pero qué tonto eres. La verdad es que no puedo soltarte. Estás corrupto por la sangre de tu padre —dijo ella. El fuego de sus ojos se le había extendido al resto de los rasgos de la cara, y tenía una expresión de locura—. Le estaré haciendo un favor al mundo al limitar tu capacidad de viajar.

No. ¡No!

—No, mamá. Por favor, no —le suplicó. No podía perder las alas. Prefería morir—. Por favor.

—¡Te he dicho que no me llames así! —gritó ella.

—No volveré a hacerlo, te lo prometo. Pero, por favor... no me hagas esto. Por favor.

—Tengo que hacerlo —respondió Cornelia, mientras se le formaba una sonrisa en los labios—. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo.

Un segundo después, le cortó.

Koldo gritó, y gritó, y gritó... hasta que se le acabaron las fuerzas. Hasta que vio sus preciosas alas en el suelo, con todas las plumas blancas empapadas de sangre.

Hasta que solo fue capaz de cerrar los ojos y pedir la muerte.

—Ya está. Shh... Ya está hecho —dijo ella, casi con dulzura—. Has perdido algo que no merecías.

Aquello tenía que ser una pesadilla. Su madre no era tan cruel. Nadie podía ser tan cruel.

Entonces, él sintió sus labios cálidos en la mejilla llena de lágrimas, y el jazmín y la madreselva de su olor ahogaron por completo el olor a coco de las flores.

—Te voy a odiar durante toda la eternidad, Koldo —le susurró ella, al oído—. Y no puedes hacer nada por cambiarlo.

No, no era una pesadilla.

Era su nueva realidad.

Su madre era peor que cruel.

—No quiero cambiarlo —dijo él, con la mejilla temblorosa. Ya no quería cambiarlo.

A ella se le escapó una carcajada melodiosa.

—¿Estoy oyendo la ira en tu voz? Vaya, vaya. Ya te pareces más a tu padre de lo que yo pensaba. Tal vez haya llegado el momento de que lo conozcas —dijo. Después de una pausa, añadió—: Sí, mañana por la mañana te llevaré con el pueblo de tu padre. Y te darás cuenta de lo buena que he sido contigo, si sobrevives.

 

Capítulo 1

 

En un mundo de oscuridad, incluso la luz más tenue es un faro.

 

En el presente

 

Koldo miró por el pasillo de la UCI del hospital. Tanto él como el guerrero que lo acompañaba eran invisibles a los ojos de los humanos. Los médicos, las enfermeras, las visitas y los pacientes atravesaban sus cuerpos como si estuvieran hechos de niebla. Los seres humanos eran completamente ajenos al mundo invisible que habitaba junto al suyo. Y, sin embargo, aquel era el mundo espiritual que había generado el mundo natural, el mundo humano.

Un mundo espiritual que era la realidad de toda la creación.

Algún día, los seres humanos descubrirían lo exacta que era aquella afirmación. Sus cuerpos morirían, sus espíritus se elevarían, o descenderían, y todos empezarían a comprender que el mundo natural era efímero, y que el espiritual era eterno.

Eterno. Tan eterno como parecía ser el enfado de Koldo. Él no quería estar allí, entre los humanos, en medio de otra estúpida misión, y no le caía nada bien su compañero, Axel. Pero su nuevo líder, Zacharel, quería que estuviera ocupado, o distraído, porque sospechaba que estaba a punto de violar una ley del cielo.

Y Zacharel no se equivocaba.

Después de todo lo que había tenido que soportar Koldo en el pueblo de su padre... después de escapar, y de pasar siglos buscando a su madre, por fin la había encontrado, y la había encerrado en una jaula dentro de una de sus muchas residencias.

Así pues, era cierto. Su situación era muy inestable. Sin embargo, no iba a hacerle daño a aquella mujer. Ni siquiera se rebajaría a romperle una de las uñas. Por el momento, solo quería enseñarle cómo era el horror de estar atrapado en las circunstancias, como ella le había enseñado a él. Como todavía seguía enseñándole.

Y, más tarde... No. No estaba seguro de lo que iba a hacer. Ya no le gustaba pensar en el futuro.

A causa del odio que sentía por Cornelia, Koldo había acabado en el Ejército de la Desgracia. Era un nombre terrible para una fuerza de defensa, pero era el más adecuado. Los miembros eran los peores elementos del cielo... Eran Enviados en peligro de caer en la maldición eterna.

Por varios motivos, aquellos veinte soldados habían ignorado las leyes del cielo. Estaban destinados a amar, pero sentían odio. Estaban destinados a ayudar a los demás, pero solo podían hacer daño. Estaban destinados a construir, pero solo destruían.

Hacía tres meses, les habían dado la oportunidad de mejorar su actitud. Si no lo hacían, serían desterrados al infierno.

Koldo haría lo que fuera necesario con tal de impedirlo, incluso renunciar a la venganza. No quería perder el único hogar que había conocido.

Axel lo tomó del brazo.

—¡Tío! ¡Mira aquella chavala!

Aquel era uno de los motivos por los que no le gustaba trabajar con Axel.

—¿Te importaría concentrarte? —le espetó, y tiró del brazo para zafarse de él. No le gustaba nada el contacto con los demás.

—Sí —respondió Axel, con una sonrisa irreverente—, pero no me refería a lo buena que está, sino a sus demonios. Mira.

Entonces, Koldo la miró, pero ella estaba entrando en una habitación, y la puerta se cerró. La mujer quedó fuera de su campo de visión.

—Es demasiado tarde —dijo.

—Solo es demasiado tarde cuando estás muerto. Vamos. Tienes que ver esto.

Entonces, Axel traspasó la entrada.

Koldo apretó los puños con rabia. Tenían una misión, y aquellas distracciones solo servían para prolongar su estancia en un lugar que estaba lleno de demonios, demonios que se reían del dolor que sentían los humanos y que susurraban al oído de cualquiera que quisiera oírlos.

«No puedes sobrevivir», decían. «No hay esperanza». Y, aquellos humanos... Muchos de ellos eran como marionetas para los demonios. Si no conseguían resistir, se convertirían en bajas de una guerra entre el bien y el mal.

Así eran las cosas.

El Más Alto era quien reinaba en el cielo. En realidad, era una trinidad compuesta por el Piadoso, el Ungido y el Poderoso, y el Más Alto era el rey de reyes. Su palabra era la ley. Él había nombrado a varios subordinados por todos los cielos; Germanus, o Deidad, como lo llamaban algunos de la raza de Koldo, era uno de aquellos subordinados. Un rey que respondía ante el Más Alto.

Germanus dirigía a los Siete de la Elite: Zacharel, Lysander, Andrian, Gabek, Shalilah, Luanne y Svana. Y cada uno de ellos, a su vez, dirigía un ejército de Enviados. Zacharel, por ejemplo, dirigía al Ejército de la Desgracia.

Los Enviados parecían ángeles, pero no eran exactamente ángeles. Tenían alas, combatían el mal y ayudaban a los humanos pero, en realidad, eran hijos adoptados del Más Alto, y sus vidas estaban ligadas a la suya. Él era la fuente de su poder, la esencia de su existencia.

Los Enviados, como los humanos, tenían que luchar contra los deseos de la carne. Experimentaban lujuria, avaricia, envidia, rabia, orgullo, odio y desesperación. Los ángeles, en realidad, eran sirvientes y mensajeros del Más Alto. No experimentaban ninguna de aquellas cosas.

Tenía que concentrarse.

Koldo se cuadró de hombros. Zacharel les había enviado a aquel hospital para que mataran a un demonio en particular. Aquel demonio había cometido el error de atormentar a un paciente que sabía de la existencia del mundo espiritual que lo rodeaba, de un hombre que había pedido ayuda al Más Alto.

El Más Alto era el amor personificado, y estaba dispuesto a ayudar a aquel que lo pidiera. Algunas veces enviaba a ángeles y, en otras ocasiones, elegía a Enviados. Algunas veces mandaba a los dos tipos de ser, dependiendo de la situación y de las habilidades que fueran necesarias. En aquella ocasión, los elegidos habían sido Koldo y Axel. Estaban cerca, iban a una sesión de entrenamiento, cuando Zacharel les había enviado las órdenes por telepatía.

Axel asomó la cabeza por el centro de la puerta y dijo:

—¡Tío! ¡Te lo estás perdiendo!

—La persona que está en esta habitación no es de nuestra...

El guerrero sonriente volvió a desaparecer.

—Incumbencia.

Su ira se intensificó.

«Contrólate».

Él podría continuar y enfrentarse al demonio que debía eliminar, pero, según las órdenes de Zacharel, no podía proceder sin su compañero.

Apretó los dientes y atravesó la puerta de la habitación sin problemas. Miró a su alrededor; era una habitación pequeña, en la que había una paciente rubia conectada a varias máquinas. Había una mujer pelirroja sentada a su lado, parloteando.

—Dos de mis compañeros de la oficina estaban discutiendo sobre cuál corría más rápido —decía—, y, en un abrir y cerrar de ojos, todos los demás estaban haciendo apuestas.

Tenía una voz susurrante, como si estuviera llena de humo y sueños, que envolvió a Koldo como si fuera una capa de miel caliente. Sin embargo, junto a la sensación calmante también había tensión. Todos los músculos del cuerpo se le contrajeron como si se estuviera preparando para la guerra. ¿Acaso él quería luchar contra un ser humano tan delicado? Pero ¿por qué? ¿Quién era ella?

—Me sentí como si estuviera en mitad de una casa de apuestas, o algo así.

Se echó a reír, y su risa era muy bonita, pura y desinhibida. Él nunca había experimentado nada que le hiciera reír de aquel modo.

—Entonces, decidieron echar una carrera en el aparcamiento a la hora de la comida, y el que perdiera tendría que comerse lo que hubiera en una tartera de plástico que estaba en el frigorífico, una que llevaba un mes allí. El contenido ya estaba negro. Oí los vítores cuando estaba saliendo del aparcamiento, pero no he visto quién ganaba.

Él solo veía la parte superior de su cuerpo, pero, a juzgar por la fragilidad de su estructura ósea, era muy pequeña. Tenía unos rasgos poco agraciados, el cutis muy pálido y los ojos grises como una tormenta de invierno. Llevaba la melena pelirroja recogida en una coleta, y las puntas del pelo se le rizaban hasta llegar casi a los codos.

Tenía un aire de fatiga y, sin embargo, había una chispa en sus ojos invernales.

Pero los demonios que había tras ella iban a apagar aquella chispa muy pronto.

Koldo se fijó en las dos criaturas. Estaban colocadas a la izquierda y a la derecha de la mujer, y cada una tenía una mano en su hombro. Eran de la misma estatura que él, y tenían los ojos negros, sin pupila. El de la izquierda tenía un solo cuerno en el centro de la frente, y su cuerpo estaba cubierto de escamas color granate. El de la derecha tenía dos gruesos cuernos que emergían de su cuero cabelludo, y un pelaje oscuro y espeso.

Había muchos tipos de demonios, y todos ellos tenían formas y tamaños distintos. El primero de su raza era el ángel caído, Lucifer, y después había otros grupos: los viha, los paura, los násilí, los slecht, los grzech, los pica y los envexa. Y muchos más. Todos buscaban la destrucción de la humanidad.

Y, entre aquellos tipos de demonios, había rangos. El de la derecha era un paura de alto rango, encargado del miedo, y el de la derecha, un grzech de alto rango, encargado de la enfermedad.

A los demonios les gustaba aferrarse a los seres humanos. Valiéndose de los susurros y el engaño, los pauras conseguían infectarlos con una toxina que elevaba sus niveles de ansiedad, y los grzech debilitaban su sistema inmunitario. Después, los demonios se alimentaban del miedo y de la enfermedad del ser humano, y lo convertían en alguien tan frágil que terminaban por destruirlo.

Aquella chica debía de ser un verdadero bufé.

Pero ¿hasta qué punto estaba enferma?

El demonio de la izquierda dejó de intentar ignorar a Axel, que lo estaba abofeteando y burlándose de él, mientras bailaba a su alrededor, y le lanzó una mirada fulminante.

Koldo despreciaba a los demonios con todo su ser. Todos ellos eran ladrones y asesinos, como el pueblo de su padre. Solo dejaban destrucción y caos a su paso. Lo destrozaban todo, y aquellos dos no iban a dejar a la muchacha tranquila a no ser que Axel y él los obligaran. Aunque, de todos modos, ella aceptaría, más tarde, sin saberlo, el acoso de otros demonios.

Observó a la chica que estaba tendida en la cama del hospital. Su mirada atravesó la manta, la fina tela del camisón, e incluso la piel y los músculos. Koldo vio algo que lo dejó asombrado.

Para él, la muchacha rubia se había vuelto transparente como el cristal. En su interior había un grzech, distinto al que estaba atormentando a la pelirroja. Aquel tenía unos tentáculos que había extendido hasta la mente y el corazón de la rubia, y con los que le estaba absorbiendo la vida.

A menudo, el Más Alto bendecía a los Enviados con habilidades sobrenaturales concretas durante una situación complicada, cosas como aquella visión de rayos equis. ¿Y por qué en aquel momento? ¿Por qué con aquella muchacha, y no con la otra?

Koldo obtuvo la respuesta para aquellas preguntas muy pronto, al comprender, en un abrir y cerrar de ojos, cómo le había ocurrido aquello a la humana; parecía que alguien estaba descargando la información en su cerebro.

Aquellas dos chicas mellizas habían nacido a las veintiséis semanas de gestación, con graves defectos en el corazón. Los médicos habían tenido que operarlas muchas veces, y habían estado al borde de la muerte en muchas ocasiones. A lo largo de los años, sus padres les habían repetido muchas veces que debían guardar siempre la calma, o que sufrirían otro ataque al corazón.

Sus padres pronunciaban una y otra vez aquellas palabras inocentes para ayudar a sus hijas. Al menos, eso era lo que creían.

Las palabras eran una de las fuerzas más poderosas para los hombres. El Más Alto había creado el mundo con sus palabras. Y los seres humanos, que estaban hechos a su imagen y semejanza, podían dirigir el curso de su propia vida con las palabras. Su boca era como el timón de un barco. Creaban y destruían con las palabras.

Al final, la muchacha rubia había terminado por creer que, con el más ligero aumento en sus emociones, sufriría otro ataque cardíaco, y aquella creencia le había producido el miedo.

El miedo era el comienzo de la fatalidad, porque las leyes celestiales decían que a una persona le sucedería aquello que más temía. En el caso de la muchacha rubia, el miedo se había apoderado de ella en forma de grzech. Ella había llamado la atención de aquel demonio por ser un blanco muy fácil.

Primero, el demonio le había susurrado la toxina al oído, haciéndole sugerencias destructivas.

«Se te puede parar el corazón en cualquier momento».

«Oh, qué dolor... es insoportable. No puedes pasar por eso otra vez».

«En esta ocasión, los médicos no podrán salvarte la vida».

Los demonios sabían que los ojos y los oídos de los seres humanos eran una puerta directa a la mente, y que la mente era la puerta del espíritu. Así pues, cuando la muchacha rubia había recibido aquellas sugerencias tan horribles, que habían empezado a reverberar sin pausa en su mente, el miedo se había multiplicado y se había convertido en una verdad envenenada que le había devastado las defensas y había permitido que el demonio se instalara en su interior, que construyera una fortaleza y que comenzara a destruirla progresivamente.

La muchacha había sufrido otro ataque al corazón, y el órgano se le había debilitado más de lo que la medicina humana podía reparar.

¿Acaso el Más Alto quería que Koldo la ayudara, aunque ella no fuera parte de su misión actual? ¿Era aquel el motivo por el que se le había revelado aquella situación?

La mujer pelirroja suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla. Koldo volvió a fijarse en ella. De nuevo, vio carne y sangre, en vez de espíritu. El don del Más Alto no abarcaba también a aquella muchacha.

Koldo no tuvo tiempo de preguntarse por qué. Percibió un aroma a canela y vainilla, mezclado con el olor repugnante del azufre. Aquel era un olor del que la chica no podría liberarse mientras los demonios siguieran a su lado.

—Bueno, tengo que irme ya —dijo ella, y se frotó la nuca como si tuviera los músculos tensos—. Ya te contaré quién ha ganado la carrera, La La.

¿Tenía alguna idea de que los demonios la estaban acosando? ¿Sabía que estaba llena de toxinas de demonio, como su hermana, y que si no luchaba contra ellas, terminaría en las mismas circunstancias?

Koldo podía matar a aquellos dos demonios, pero los demás sentirían que era presa fácil y la atacarían. Volverían a rodearla, y ella, que era ajena a lo que ocurría a su alrededor, volvería a rendirse.

Para conseguir un éxito duradero, él tendría que enseñarla a luchar contra la toxina. Sin embargo, para poder enseñarla, necesitaría su cooperación y su tiempo. Tal vez ella no quisiera cooperar, y tal vez no tuviera tiempo, pero... el Más Alto quería que la ayudara. Tal vez Koldo tuviera que salvar a la muchacha pelirroja del mismo destino que el de la muchacha rubia.

En cualquier caso, la decisión de ayudarla o no debía tomarla él mismo. Germanus y Zacharel daban órdenes, pero el Más Alto no. Ni siquiera cuando revelaba una verdad. Él nunca se imponía a la libre voluntad de los demás.

—¿Quieres participar en esto, tío? —le preguntó Axel, que seguía abofeteando a los demonios que había junto a la pelirroja—. Porque voy a subir un grado de nivel.

—Un grado por encima de molesto es tan solo irritante —respondió; ya estaba furioso, porque sabía que iba a elegir la misión que tenían encomendada. La supervivencia siempre estaba por encima de todo.

Y, de todos modos, ¿por qué le sacaba de quicio aquello? Le gustaba la voz de la chica, sí, ¿y qué? ¿Quién era ella para él? Nadie. ¿Por qué iba a preocuparse por su futuro?

—Tenemos que cumplir con nuestro deber —añadió. Al instante, se sintió culpable por abandonar a la chica.

—Oh, vamos, tío —le dijo Axel—. Hay que divertirse de vez en cuando.

—No, vamos, tú —replicó él—. ¡Ahora mismo!

Antes de que cambiara de opinión.

—Está bien, está bien —dijo Axel.

Entonces, le dio una patada a uno de los demonios en la parte posterior de las rodillas. El otro monstruo se giró rápidamente y le dio un puñetazo a Axel en un lado de la cabeza, con tanta fuerza, que el ángel salió disparado y atravesó la pared más alejada de la habitación.

Cuando Axel volvió a entrar, Koldo se situó frente a los demonios para evitar que se lanzaran definitivamente al ataque.

—Si volvéis a tocarlo, vais a descubrir mi talento con una espada de fuego —les advirtió.

Para Koldo, la lealtad era importante. Merecida, o no.

—Sí —dijo Axel, que no parecía muy disgustado, ni siquiera un poco molesto—. Ya habéis oído.

Koldo lo miró, y se dio cuenta de que su compañero tenía los dos puños levantados y estaba saltando de un pie a otro. No era posible que tuviera miles de años. No era posible.

—Vosotros sois los intrusos aquí —dijo el demonio que había pegado a Axel, con una voz tan rasgada como el cristal roto—. La chica es nuestra.

Koldo tuvo que reprimir el impulso de destrozar a los demonios. Agarró a Axel por el cuello de la túnica y lo empujó hacia la puerta.

—Espero que volvamos a vernos —les dijo a los demonios.

Ellos sisearon mientras Koldo salía de la habitación. En el pasillo, Axel le clavó los ojos azules.

—¡Tío, me has arrugado la ropa!

—¿Y qué importa? —preguntó él—. Vamos a una batalla, no a hacer un desfile de moda celestial.

—Ya lo sé. Pero yo tengo que tener el mejor aspecto posible en todas las situaciones.

En aquel momento, pasó un celador empujando un carro lleno de bandejas de comida, y llamó la atención de Axel. Siguió al celador con una sonrisa.

—¡Huele a flan!

«Qué sublime», pensó Koldo. «Me han puesto de compañero al único guerrero alado con déficit de atención e hiperactividad».

 

 

La diversión terminó en cuanto Koldo y Axel se acercaron a su objetivo. Era un demonio, un slecht que estaba atormentando a un ser humano. El hombre estaba sedado y atado con correas a la cama.

La criatura estaba levitando a su derecha, susurrándole maldición tras maldición.

—Ve-vete —gorgoteó el ser humano. Podía ver al demonio, pero no podía verlos a ellos dos—. ¡Déjame en paz!

Cuanto más hablaba, más se fortalecía. Sin embargo, no era suficiente.

Uno no podía matar a un dragón si antes no había aprendido a matar a un oso.

Alex dejó boquiabierto a Koldo con su reacción. Se lanzó hacia delante sin decir una palabra, con las alas extendidas hacia atrás. El demonio solo tuvo tiempo de mirar hacia arriba y soltar un jadeo, mientras el guerrero sacaba dos espadas de doble filo de un bolsillo de aire, y atacaba.

Aquellas espadas eran un regalo del Más Alto; le eran entregadas a todos los Enviados. Axel las movió como si fueran una tijera gigante y le cortó la cabeza al demonio en un abrir y cerrar de ojos. Las dos partes de la criatura cayeron al suelo con un sonido sordo, se convirtieron en ceniza y desaparecieron.

Koldo había pensado que sería él quien tendría que llevar el peso de la lucha. Aquello era... era...

No era justo.

El humano se desplomó sobre la cama y se relajó.

—Se ha ido —murmuró con alivio—. Se ha ido.

Entonces, cerró los ojos y se sumió en un sueño que, seguramente, era el primer sueño placentero que tenía desde hacía meses.

Alex metió de nuevo las espadas en el bolsillo de aire.

—Mierda, no quería hacerlo otra vez.

¿Otra vez?

—¿Ya habías matado tan rápidamente otras veces?

—Sí, claro. Todas las veces. Pero alguna vez, solo alguna vez, me gustaría luchar un poco antes de dar el golpe de gracia. Bueno, hasta otra.

Axel echó a volar hacia arriba, atravesó el techo y desapareció.

Aquel hombre era tan problemático como él mismo. No era de extrañar que se lo hubieran asignado a Zacharel.

¿Estaría tan cerca de caer como él?

«Vamos, ve a casa».

Aquel era un buen consejo, y había surgido en su propia mente. Debería seguirlo. Sin embargo, con solo pensar en la muchacha pelirroja, quiso volver a verla. Volvió a sentirse tenso, y regresó a la habitación de la muchacha rubia.

Sin embargo, su hermana ya no estaba allí.

Sintió decepción, frustración y, finalmente, ira.

Se teletransportó a su hogar oculto en un acantilado de la costa de Sudáfrica. Aquella era una habilidad muy útil. Había aprendido mucho sobre sí mismo y sobre sus dones desde que lo habían dejado abandonado en mitad del campamento de su padre, hacía muchos siglos.

«Un hombre tiene que hacer todo lo posible por sobrevivir, hijo. Y te lo demostraré».

Aquellas habían sido las palabras de su padre. Y, sí, Nox se lo había demostrado.

Al recordar todo aquello, la frustración y la ira se desbordaron, y Koldo rugió. Comenzó a dar puñetazos contra las paredes, una y otra vez. Los nudillos se le tiñeron de sangre, y los huesos comenzaron a fracturarse y astillarse como la piedra. Cada uno de aquellos puñetazos era un testimonio de la rabia y del dolor desgarradores que sufría desde hacía siglos, y que nunca se le habían curado. Aquella era una herida supurante que nunca se cerraría.

Él lo sabía. Era lo que sus padres habían hecho de él.

Había intentado ser algo más. Había intentado ser mejor, pero no lo había conseguido. La oscuridad lo arrastraba constantemente como si fuera una marea negra, y lo golpeaba contra una presa inestable que contenía recuerdos venenosos y emociones corrosivas. Koldo solo era capaz de reconstruir aquella presa después de estallidos como aquel.

Continuó dando puñetazos hasta que se quedó sin fuerzas, jadeante y empapado en sudor; sin embargo, habría podido seguir con mil golpes más. No lo hizo; se obligó a sí mismo a respirar profundamente, rítmicamente, y se imaginó una cascada de oscuridad saliendo de él.

La presa se fortaleció.

Sintió dolor físico, pero eso no le importaba.

Atravesó la habitación; por el camino, se agarró el cuello de la túnica sucia y se la sacó por la cabeza. Tiró la prenda al suelo y sintió el viento azotándole la piel. No tenía puertas para contener lastormentas, ni ventanas para silenciar los sonidos de la naturaleza. Toda la casa estaba abierta a los elementos, como si fuera una vitrina de roca negra y brillante.

Se detuvo al borde de una enorme roca que dominaba una cascada. Del mar turbulento ascendían gruesas vaharadas de niebla que envolvían su cuerpo desnudo.

Iba allí cuando deseaba tener paz y privacidad. Toda aquella turbulencia le proporcionaba calma. Una ráfaga de viento le agitó los abalorios con los que se había adornado los mechones de pelo de la barba.

Antes tenía una larga melena negra, también adornada con aquellos abalorios de colores. Ahora, sin embargo... Se pasó la mano por el cráneo afeitado. Ahora estaba calvo; había sacrificado su magnífico pelo a cambio de la venganza.

Ahora se parecía a su padre.

Sin poder evitarlo, recordó una de las muchas veces en las que había estado al fondo de un pozo negro, profundo, con miles de demonios sierpe despellejándole la piel y cortándole el cuello.

Las sierpes eran como las serpientes. Le clavaban los colmillos continuamente y le inoculaban veneno directamente en las venas. Sin embargo, él se mantenía inmóvil, fuerte, sin emitir un solo quejido. Su padre le había dicho que le quitaría un dedo por cada signo de debilidad que demostrara. Y que, cuando se quedara sin dedos de las manos y de los pies, le cortaría las manos, los pies... las piernas y los brazos.

En aquel tiempo, todavía no había alcanzado la madurez, y por eso no había podido regenerar sus alas; sabía que su cuerpo tampoco podría regenerar el resto de sus miembros. Habría sufrido durante toda su vida, y él...

Intentó apartarse aquellos recuerdos de la cabeza. Su padre había estado torturándolo durante once años. ¿Y qué? Al final, los Enviados lo habían rescatado y, más tarde, él mismo había entrado a formar parte de su ejército. No del mismo ejército al que pertenecía en el presente, sino a otro que comandaba el difunto Ivar. En aquellos tiempos, Ivar era el mejor de toda la Elite, y estar bajo su mando era todo un honor.

Y, sin embargo, en un arrebato de ira como el que acababa de tener, Koldo había desperdiciado aquella oportunidad al retar y vencer a Ivar delante de sus hombres.

Todavía sentía un profundo arrepentimiento por haberle faltado el respeto a aquel hombre tan admirable.

A Koldo lo habían expulsado del ejército, y se había quedado solo durante un tiempo. Y, durante aquel tiempo, había aprovechado para volver al campamento de su padre y acabar con todo el mundo.

El único día verdaderamente grande en toda su vida.

Alzó un brazo y se agarró a la roca que había por encima de él. «Ahora soy parte de este nuevo ejército, cuyo líder es Zacharel». Y, al día siguiente, Zacharel tendría otra misión para él, algo que estaría muy por debajo de sus capacidades. Koldo lo sabía porque, durante las últimas tres semanas, Zacharel lo había enviado a alguna u otra misión todos los días para que no tuviera la oportunidad de violar ninguna de las leyes celestiales y ganarse un castigo.

Él podía mentir.

Podía robar.

Podía matar.

Podía hacer muchas cosas que no podía hacer ningún otro miembro de su raza. Y, sin embargo, no iba a hacerlas.

Afortunadamente, no tendría que preocuparse de que volvieran a asignarle a Axel como compañero. Zacharel lo emparejaba cada día con alguien diferente, seguramente, para mantenerlo distraído.

Y, por desgracia, estaba funcionando.

Sin embargo, había una luz en el horizonte. La chica del hospital de Wichita, Kansas. La pelirroja. Todavía quería verla.

No podía ser tan diminuta como la recordaba; que él supiera, tenía las piernas tan largas y esbeltas como las de una bailarina. Y su pelo no podía tener el dulce color de las fresas. Seguramente, era de un color rojizo mucho más corriente, o rubio oscuro. Seguramente, él se había imaginado la pureza de su tono.

Se irguió con una sensación de impaciencia. Tenía que saberlo.

Y, para averiguarlo, tenía que encontrarla.

 

Capítulo 2

 

Koldo pasó el resto de la noche consultando los archivos celestiales, y recabó información interesante acerca de aquellas dos muchachas humanas. La chica moribunda era Laila Lane, y la otra era su hermana, Nicola. Eran gemelas idénticas, no mellizas, y tenían veintitrés años. Nicola era la mayor por dos minutos, y ambas estaban solteras.

Eran demasiado jóvenes.

El hecho de que Laila fuera rubia y Nicola, pelirroja, se debía a que Laila se había teñido el pelo con la esperanza de ser «única». Las chicas no tenían más familia, solo se tenían la una a la otra. Sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cinco años antes.

Koldo salió de la biblioteca y se teletransportó a la habitación de Laila. Nicola no estaba allí, pero eso no le preocupó. Según los chismorreos de las enfermeras, iba a visitar a su hermana todos los días, así que solo tenía que esperar.

Se acercó a la cama. En aquella ocasión, el don del Más Alto no estaba en funcionamiento, así que, cuando miró a la muchacha rubia, no vio al demonio que estaba oculto bajo su piel.

Sin embargo, la visión fue casi igual de mala.

Tenía el pelo seco y mate. Tenía unas ojeras muy oscuras y los labios agrietados. Su piel estaba amarillenta, y aquello era señal de que el hígado había dejado de funcionar.

No iba a vivir mucho más tiempo.

El Agua de la Vida era un líquido muy poderoso que podía reparar la carne humana dañada; era lo único que podría salvarla. También la liberaría de su demonio. Sin embargo, los pensamientos, las acciones y las palabras de la muchacha influirían en las probabilidades de éxito continuado de aquella agua prodigiosa.

El grzech volvería e intentaría envenenarla de nuevo. Así pues, aunque Koldo le diera el agua, ella tendría que aprender a luchar contra los demonios por sí misma, y luchar de verdad. ¿Estaría dispuesta a entablar la lucha?

Tal vez sí, pero Koldo no estaba dispuesto a sufrir y sacrificarse, y eso era lo que tendría que hacer para poder acercarse a la orilla del Río de la Vida. Primero, lo azotarían con un látigo, y segundo, tendría que renunciar a algo que fuera verdaderamente valioso para él. La última vez había tenido que cortarse el pelo, y no había forma de saber lo que le exigirían en la siguiente ocasión. ¿Su capacidad de teletransportarse? ¿La liberación de su madre cautiva?

¡Nunca!

Aquella práctica no había sido creada por el Más Alto, que ni siquiera la aprobaba. Sin embargo, Germanus se negaba a poner fin a una tradición que, según él, había sido practicada por su raza desde el principio de los tiempos para demostrar el alcance de la determinación de quien acudía a buscar el Agua de la Vida. Así pues, una vez más, la libre voluntad prevalecía, y la práctica continuaba año tras año. Koldo no veía la manera de evitarla.

De repente, se abrió la puerta de la habitación, y entró Nicola. Al verla, Koldo se irguió, e incluso se puso tenso. Frunció el ceño. Su cuerpo solo reaccionaba de aquella manera antes de una batalla. ¿Por qué le estaba ocurriendo con ella?

Por lo menos, la muchacha no sabía que estaba allí. Él estaba en el reino espiritual, y ella, en el natural, así que había una barrera que bloqueaba su visión.

La observó de pies a cabeza, lentamente. Su melena era, en efecto, del color de las fresas, larga y rizada. Tenía ojeras y estaba sonrojada. Tenía los labios hinchados, como si se los hubiera mordido. Pese al calor que hacía fuera, llevaba un jersey rosa puesto sobre los hombros.

Era muy pequeña y delicada, tal y como él recordaba. Koldo le sacaba muchos centímetros de altura, y podría partirla por la mitad con un solo giro de la muñeca.

Iba acompañada por los mismos demonios de siempre. Al ver a Koldo, ellos soltaron una retahíla de oscuras maldiciones.

—¿Por qué estás aquí?

—¿Qué es lo que esperas conseguir?

Él los ignoró, y ellos decidieron corresponderle, con la idea de que, seguramente, volvería a marcharse como la primera vez.

—Hola, La La —dijo ella, suavemente—. Soy yo, Co Co. Me han dicho que has empeorado.

Aquellas palabras estaban llenas de tristeza y, sin embargo, su voz fue como una caricia para él. Como un cosquilleo, o como el roce del terciopelo. Koldo saboreó todas aquellas extrañas sensaciones.

Nicola acercó una silla a la cama, con esfuerzo, y los demonios se rieron de ella. Koldo sintió un arrebato de ira e hizo ademán de acercarse para ayudarla. Sin embargo, se contuvo. Aquel no era el mejor momento para revelar su presencia, porque asustaría a la muchacha.

Los demonios se dieron cuenta de sus intenciones y lo miraron con cara de odio.

—No eres bienvenido aquí, Koldo —dijo el de la izquierda.

Si uno respondía a un demonio, lo invitaba a la conversación, y mantener una conversación con un demonio era exponerse a un caudal de mentiras. Koldo no era tan tonto como para eso. Sin embargo, no le sorprendió que la criatura supiera su nombre. Él había matado a muchos demonios a lo largo de los siglos, y era bien conocido.

—Podemos obligarte a salir de aquí —proclamó el de la derecha.

No tuvo más remedio que responder a aquella provocación.

—Podéis intentarlo.

Hicieran lo que hicieran, nunca lo conseguirían.

Nicola le acarició suavemente la mano a su hermana.

—Oye, ¿no te lo he contado? Al final, fue Blaine el que ganó la carrera.

Los monitores siguieron pitando rítmicamente, y la muchacha continuó inmóvil.