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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lori Wilde

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Adiós a la soltería, n.º 1477 - septiembre 2014

Título original: Bye, Bye Bachelorhood

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4643-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

CEECEE Adams estaba maldita. Gafada. Condenada. Desafortunada en el amor y destinada a recorrer la tierra por siempre soltera, debido a la maldición que sufría la familia Jessup.

¿Cómo explicar si no la multitud de romances y matrimonios fallidos que asolaban a las mujeres de su familia? ¿Cómo explicar si no a los tipos como Lars Vandergrin, un neandertal de un metro noventa que se dedicaba a la lucha libre?

Lars tenía una sonrisa capaz de derretir la nieve de las montañas, una melena rubia que le caía hasta la cintura y unas manos tan pegajosas como las de unos cuatrillizos de dos años en unos grandes almacenes. El hombre también tenía la misma falta de respeto por la palabra «no». Habían estado juntos en el cine y llevaba ya casi tres horas defendiéndose de sus insinuaciones, se le estaba agotando la paciencia.

«Un millón de gracias, abuela Addie. Como si encontrar pareja en este milenio en el que los hombres son de Marte y las mujeres de Venus, no fuera ya bastante difícil», se dijo.

Cincuenta años antes su abuela materna, Addie Jessup, le había robado el amante a una gitana. La gitana, en venganza, no sólo le había echado el mal de ojo a Addie, también había maldito a las mujeres de la familia Jessup de las tres generaciones siguientes. Ninguna de ellas seguía casada. El divorcio era tan habitual como cambiar de coche.

Por eso, nunca salía mucho tiempo con nadie. Se negaba a caer en la misma trampa que su madre, sus tías y su hermana mayor, Geena. ¡No quería matrimonios múltiples ni desagradables batallas legales por la custodia de los niños!

No, señor. Era un espíritu libre. Soltera y encantada de estarlo. Excepto en momentos como ése.

Había conocido a Lars, apodado el «Eslabón perdido», cuando fue a tratarse un esguince de muñeca a su consulta de fisioterapia. Llevaba tres semanas pidiéndole que saliera con él. Al final, había accedido con la esperanza de convencerlo para que apareciese en la subasta benéfica de solteros que celebraba el Hospital de St. Madeleine el tercer viernes de julio. Los fondos recaudados en la subasta se dedicaban a ayuda sanitaria para los niños pobres de Houston.

En ese momento estaban bajo la lámpara del porche, en la escalera que llevaba a su apartamento. Lars la tenía atrapada contra la puerta; su aliento le quemaba la frente mientras sus dedos, gruesos como salchichas intentaban desabrochar el botón de arriba de su blusa. A ella le importaba mucho la subasta benéfica, pero no lo suficiente como para concederle acceso libre a su cuerpo a ese pedazo de mármol.

—Déjalo —le dio un golpe en la mano y su brazalete tintineó—. No me gusta que me soben.

—Vamos, nena, me lo debes —ronroneó él.

—¿Te lo debo? ¿y eso por qué?

—Cena, película, palomitas.

—Un segundo, te daré dinero.

—Nada de dinero —negó con la cabeza y su melena osciló como una crin de caballo—. El Eslabón Perdido quiere unos besitos.

—Si no apartas las manos de mi cuerpo en este mismo instante, te vas a arrepentir.

—Eres luchadora —soltó una risita y clavó las caderas contra ella—. Eso le gusta a Lars.

—No me conoces, gallito. Manos fuera —ella no solía sentirse intimidada, pero un escalofrío de temor recorrió su cuerpo. Lars era un hombre muy grande.

Pensó en su amigo y vecino, el doctor Jack Travis, y se preguntó si estaría en casa. Esquivó el beso de Lars y echó una ojeada al apartamento que había al otro lado del patio. Se veía luz a través de las persianas. En ese momento habría dado cualquier cosa por estar con el bueno de Jack, escuchando música y riendo. Jack tenía una risa fantástica, resonante y profunda que hacía que se sintiese segura y querida. Valoraba su amistad platónica mucho más de lo que él podría imaginar.

Si las cosas se ponían muy mal, gritaría pidiendo ayuda a Jack, pero sólo si no le quedaba más remedio. Estaba orgullosa de librar sus propias batallas. Además, gracias a la maldición, había tenido que escapar varias veces de tipos como Lars.

—Venga, nena —Lars puso la mano en su nuca—. Vamos adentro.

«Por encima de mi cadáver», pensó ella.

—Escucha, Vandergrin —puso una palma en su pecho y dobló la rodilla, dispuesta a utilizarla si hacía falta—. Vas demasiado rápido.

—Tú me quieres en tu subasta de solteros. Yo te hago un favor y tú me haces uno a mí.

Era un chantajista. Mientras lo pensaba, Lars capturó su boca y la besó con insistencia. Ella comprendió que tenía problemas serios. No había lugar para sutilezas, nada de seguir siendo una chica agradable. Tendría que encontrar a otro famoso para la subasta de caridad.

—¡Aparta! —CeeCee apartó la boca en el mismo momento que Lars sacaba la lengua. La frente de ella chocó accidentalmente contra su barbilla.

—Aayyy— gritó él, llevándose una mano a la boca—. ¡Me he moddido la lendgua!

 

 

—Gracias por sacarme la basura —la señorita Abbercrombe sonrió a Jack.

La anciana, que en otro tiempo fue bailarina exótica y tenía las paredes llenas de fotos que lo probaban, llevaba una túnica amarillo verdoso y una boa de plumas color rosa enrollada al cuello. Tenía en brazos a una caniche blanca como la nieve, llamada Muffin. El pelo ensortijado de la perrita estaba lleno de lazos color rosa, y tenía las uñas pintadas del mismo color.

—De nada —Jack agarró la bolsa de basura y fue hacia la puerta. La señorita Abbercrombe lo siguió.

Todos los domingos por la noche que no tenía guardia en el hospital, Jack sacaba la basura de todas las mujeres mayores y solteras del complejo de apartamentos. También lo hacía para alguien muy especial, su mejor amiga y vecina, CeeCee Adams. Sonrió al pensar en ella. La alocada y burbujeante CeeCee, de cabello color fuego, valiente, aventurera y desbordante de pasión por la vida. Era una mujer admirable y habría deseado parecerse más a ella.

Muffin gimió en brazos de su dueña.

—Quiere ir contigo —dijo la señorita Abbercrombe—. ¿Te importa?

La perrita lo miró con anhelo y se escabulló de los brazos de su ama. Meneando el rabo saltó al suelo y le olisqueó el tobillo.

—Me asombra cuánto te quiere Muffin. Normalmente odia a los hombres. Aunque tú no eres como la mayoría de ellos. Eres encantador.

Jack suspiró internamente. Eso le decían las mujeres, pero su encanto y un dólar no servían ni para comprar un café con leche en la tienda de la esquina.

—Vamos, Muff —dijo, aunque habría preferido no tener a la perrita enredando en sus piernas mientras iba hacia el contenedor de la basura.

La caniche y él bajaron las escaleras y se detuvieron para recoger otras dos bolsas de basura que Jack había dejado allí antes de subir. Prince, el collie del apartamento 112, se puso en pie y trotó tras ellos. Cuando daban la vuelta a la esquina, un terrier regordete cruzó el corredor y se unió a la procesión.

Fantástico. Ya no sólo era el recolector de basura del vecindario, también era el paseador oficial de perros. Cuando se acercaron al apartamento de CeeCee, se le aceleró el pulso. Hacía un par de días que no la veía y la echaba de menos. Mucho.

Desde la primera vez que la vio, cruzando el patio en patines, con una sonrisa traviesa en el rostro ovalado y el pelo rojo y rizado rozándole la espalda como una llamarada, la había deseado. Comprendió de inmediato que no era su tipo, y nunca había tenido valor de decirle lo que sentía. ¿Cómo iba a hacerlo? El doctor Jack era un hombre sólido, responsable y fiable: era aburrido.

Había visto a los hombres con los que salía ella. Buceadores, escaladores, surfistas, paracaidistas… Tipos con tatuajes y piercings, pelo largo y barba de tres días. Hombres que se enfrentaban al peligro y se reían de él. Hombres como su hermano gemelo, Zack.

Para ser gemelos idénticos eran muy distintos. Jack era cauto, Zack temerario. Jack metódico, Zack caótico. Jack dedicaba su vida a la medicina; Zack, campeón de motocross, la dedicaba al vino, las mujeres y los motores. La mayoría de las mujeres consideraba a Jack un buen amigo. Esas mismas mujeres consideraban a Zack un gran amante.

No lo envidiaba, no mucho. De vez en cuando, habría dado cualquier cosa por tener el poder que Zack tenía con las mujeres. Por ejemplo, cuando CeeCee iba a su apartamento, se sentaba en el sofá, recogía esas fantásticas piernas bajo ella y le bombardeaba los oídos contándole el fracaso de otra relación.

Si se lo hubiera preguntado, él le habría contado cuál era su error. Elegía a chicos que no le convenían. Una chica espontánea como CeeCee necesitaba a un hombre templado que la equilibrara. Alguien como él mismo. Pero tenía demasiado miedo de arruinar su amistad ofreciéndole su opinión.

Comenzó a subir la escalera. Oyó un grito, que parecía de CeeCee y reaccionó de inmediato. Corrió hacia el segundo piso y la vio ante su puerta, forcejeando con un tipo que parecía primo segundo de King Kong.

—¡Suelta! —ella intentó liberar el brazo que el gorila sujetaba. El primate llevaba pantalones de cuero negro, botas con tachuelas y cadenas. Medía alrededor de uno noventa, tenía una melena rubio platino que le rozaba el trasero y una mano apretada contra la boca.

Aunque el tipo le sacaba diez centímetros y unos treinta kilos de peso, Jack no lo dudó. Su mejor amiga estaba en peligro. Dejó caer las bolsa de basura, agachó la cabeza y se lanzó contra el abdomen del tipo. Golpeó con fuerza, pero los músculos del Eslabón Perdido eran duros como el hierro, ni siquiera gruñó.

Jack oyó cantos de pajaritos: pío, pío, pío. Cayó de rodillas sobre el cemento. El Eslabón Perdido soltó una especie de rugido, sacudió la cabeza, agarró a Jack del cuello de la camisa y lo levantó. Su largo cabello le azotó el rostro. Al alzar la barbilla, Jack se enfrentó a un puño que parecía un mazo de metal y supo que se enfrentaba a su Waterloo.

Sólo los tontos actuaban sin pensarlo. Por eso él casi nunca se precipitaba. Debería haber llamado a la policía, pero no lo había pensado. Al ver a CeeCee en peligro había reaccionado automáticamente. Era la primera vez que lo hacía y, en cierto modo, se enorgullecía.

—CeeCee —consiguió decir, aunque tenía ante los ojos un puño del tamaño de un jamón—. ¿Estás bien?

—¿Si está bien? —aulló el Eslabón Perdido—. Ella es la que ha hecho que me mordiese la lengua.

—Seguro que te lo merecías —Jack echó un vistazo a CeeCee. Estaba fantástica con sus pantalones ajustados y una blusa que delineaba cada una de sus curvas.

—Es una auténtica bruja —escupió Eslabón Perdido.

—Pídele disculpas por ese comentario —Jack hinchó el pecho, enfrentándose a él.

—¿Cómo vas a conseguirlo, alfeñique? —el Eslabón Perdido puso una mano en el pecho de Jack y empujó. Jack cayó de espaldas sobre las bolsas de basura.

La furia lo asoló. Nunca había sentido tanta determinación. Esa criatura iba a pedirle perdón a CeeCee aunque eso le costara la vida. Jack agarró la bolsa de basura y le dio con ella.

—Voy a darte patadas en el trasero hasta sacarte de aquí. Eso es lo que voy a hacerte.

—¿Ah, sí?

—Sí —Jack lo golpeó en el pecho con la bolsa. La bolsa se rajó, desparramando basura sobre el conjunto de cuero del Eslabón Perdido. Él soltó un chillido y se lanzó sobre Jack; agarró su cuello con los brazos y empezó a apretar como una boa constrictor.

—¡No te atrevas a hacerle daño, Lars! —ordenó CeeCee—. Suéltalo.

Jack notó que estrellas rojas, amarillas y blancas estallaban tras sus párpados. Se le iba la cabeza. Oyó ladridos de perros, pero le parecieron muy distantes. Si no hacía algo pronto, iba a desmayarse y dejar a CeeCee en manos de ese cretino. Estiró la mano, agarró un puñado de pelo rubio y tiró con todas sus fuerzas.

—¡Ay! Deja de tirarme del pelo —gritó el gigante. Jack tiró con más fuerza. Lars giró a la izquierda, sin soltar el cuello de Jack.

CeeCee entró en acción, saltando sobre la espalda de Lars. Durante un momento, los tres estuvieron unidos en estrambótico tango. Lars se balanceaba hacia delante y hacia atrás, intentando mantener el equilibrio, con CeeCee sobre él y Jack a sus pies.

—¡Suéltalo! —volvió a gritar CeeCee.

—Haz que me suelte —gritó Lars.

Muffin, Prince y el terrier empezaron a correr a su alrededor, ladrando.

—Que todo el mundo suelte a los demás —consiguió decir Jack con voz ahogada.

Las puertas del complejo de apartamentos comenzaban a abrirse. La gente gritaba y empezaba a reunirse en el patio. Más perros corrieron escaleras arriba y se sumaron al jaleo.

Lars giró hacia la pared para quitarse a CeeCee de encima, y al hacerlo aflojó la presión sobre el cuello de Jack. Éste le soltó el pelo y se agarró a sus tobillos, con la intención de hacerle caer.

—Bájate, CeeCee.

—Es el Eslabón Perdido.

—No hace falta que lo digas. Parece un cruce entre King Kong y el campeón de los pesos pesados.

—No, no lo entiendes. Es Lars Vandergrin, un profesional de la lucha libre, Jack.

—Y me lo dices ahora.

Lars gruñó.

—Salta. Te aseguro que va a caer —urgió Jack, empeñado en seguir adelante aunque se estuviera enfrentando a un luchador de lucha libra. Cerró las manos como esposas alrededor de sus tobillos.

CeeCee saltó de la espalda de Lars en el momento en que él caía como un árbol cortado sobre el montón de bolsas de basura. El golpe fue sonoro y la escalera tembló. Se quedó inmóvil, rodeado de basura. Jack y CeeCee se miraron el uno al otro.

—¿Respira? —ella entrecerró los ojos—. Oh, cielos, ¿lo hemos matado?

Jack temblando de pavor ante la idea de haber herido a un ser humano, se acercó a investigar.

—Uf —gruñó Lars. Se sentó y sacudió la cabeza lentamente, como un oso que se despertara de un largo invierno hibernando.

—Basta ya de problemas —dijo Jack, apartándose y alzando las manos.

Lars se miró. Tenía mantequilla de cacahuete y posos de café pegados al pelo. Algo verde y pegajoso resbalaba por su codo. Su regazo estaba decorado con cáscaras de huevo y una piel de plátano colgaba de su oreja. Muffin le lamió la bota. Los demás perros olfateaban su ropa, interesados y hambrientos.

—¡Mi pelo! —Lars se echó a llorar.

—Vaya —rezongó CeeCee, mirando de puntillas por encima del hombro de Jack—. Menudo niño grande.

—¡Un caniche! —gimió Lars, al ver a Muffin—. Odio los caniches —el gigantón se puso en pie y se marchó. Todos los perros lo siguieron, ladrando y enredándose en sus piernas mientras bajaba la escalera.

Jack y CeeCee contemplaron su marcha desde la barandilla, luego se miraron el uno al otro y sonrieron. Los vecinos que se habían congregado durante el altercado, aplaudieron y vitorearon antes de volver a sus apartamentos.

CeeCee rodeó el cuello de Jack con los brazos. Su pulsera de colgantes tintineó en sus oídos. Estaba sonrojada, sus ojos verdes brillaban y tenía el cabello revuelto. Olía de maravilla, a arco iris, a sol y a luz de luna. Su bien formado pecho subía y bajaba contra el de Jack.

Él sintió que el estómago le subía hasta la garganta y luego volvía a caer de golpe. Se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración. Esperando.

—¡Mi héroe! —exclamó ella. Tomó su rostro entre las manos y lo besó.

CeeCee no habría podido decir quién se sorprendió más por el beso espontáneo. Si ella o Jack. No había planeado besarlo. Una chica lista no besaba a su mejor amigo en los labios; al menos si deseaba seguir teniéndolo como amigo. La amistad de Jack era una de sus posesiones más preciadas.

¡Y había sido un beso de película! CeeCee sintió que se hundía como un buque de carga.

Las mejillas bien afeitadas de Jack eran suaves al tacto; un contraste agradable con las de los hombres rudos con quienes solía salir. Dejándose llevar por un impulso, había apretado los labios contra los de él, un simple beso de agradecimiento por su rescate.

La boca de él lo recibió tan cálidamente que ella entrecerró los párpados y sus labios se entreabrieron. Sintió el golpeteó acelerado de la sangre en sus oídos, las rodillas se le doblaron como si fueran de gelatina y la piel de todo su cuerpo empezó a arder.

Deseó no tener que parar nunca.

A lo largo de los últimos cinco meses había tocado a Jack muchas veces. Sus dedos se habían rozado al tomar palomitas del mismo cuenco, mientras veían películas en la televisión. Le había dado palmaditas en la espalda cuando volvía cansado del hospital. Incluso le había dado la mano y lo había ayudado a salir del coche cuando lo operaron de miopía. Siempre había sido una experiencia agradable tocarlo, pero besarlo había provocado una reacción muy distinta en ella.

Quería seguir besándolo hasta que el mundo dejase de girar. Hasta que el sol dejara de salir y ponerse. Hasta que los círculos polares se derritieran igual que los polos en Arizona.

Se preguntó qué diablos le estaba ocurriendo. No podía arriesgarse a tener una relación romántica con Jack. Ni ahora, ni nunca. Estaba maldita. Cualquier aventura amorosa acabaría trágicamente y no quería hacerle daño. Nunca. Era demasiado bueno.

CeeCee abrió los ojos de repente y se encontró con la mirada de asombro de Jack. Inmediatamente, se separaron y bajaron la vista, incapaces de mirarse.

—Erm… lo siento. No pretendía… Ha sido un impulso —CeeCee se acarició los labios ardientes, asombrada y aterrorizada por lo que acababa de ocurrir entre ellos. Sin pretenderlo, había originado un cambio gigantesco en su relación.

—Me pillaste por sorpresa —admitió Jack, con una sonrisa benévola en los labios—. Pero ha sido una sorpresa muy agradable.

—Buf —CeeCee clavó los ojos en la basura que había por todo el descansillo. Lo siguiente que dijera sería muy importante. Tenía que quitarle importancia al beso, como si no significara nada de nada—. Menudo desastre. Iré por bolsas de basura y te ayudaré a limpiar todo esto.

—Olvida la basura de momento —Jack rodeó una de sus muñecas con los dedos—. Creo que deberíamos hablar de lo que acaba de ocurrir.

Ella soltó una risa nerviosa y se pasó la otra mano por el pelo. Los dedos de Jack le quemaban la piel.

—¿Quieres hablar de Lars?

—No —aseveró él—. Quiero hablar de ti y de mí y de ese beso.

—No hagas una montaña de un grano de arena —CeeCee tragó saliva—. Ha sido para darte las gracias.

—A mí me ha parecido mucho más.

—Por favor, Jack —suplicó ella.

No quería que las cosas cambiaran entre ellos. Si admitía que había experimentado algo increíble cuando sus labios se tocaron, él pediría más. Conocía a Jack. Cuando se empeñaba en conseguir lo que quería, no cejaba en su empeño.

—¿Por favor, qué, CeeCee? —dijo él, con voz ronca y el cuerpo tenso.

—Olvidemos lo ocurrido.

—No quiero olvidarlo.

La expresión de sus ojos marrones oscuros decía claramente: «Quiero ser mucho más que tu amigo». Esa mirada le causó pavor a CeeCee. No podía permitir que Jack creyese que había un futuro romántico para ellos. Era mejor herir sus sentimientos en ese momento que romperle el corazón más adelante.

Tenía que ser cruel por bondad. Abrió la boca y dijo la mayor mentira que había dicho nunca.

—Siento desilusionarte, Jack, pero ha sido como besar a mi hermano.