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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Susan Macias Redmond

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Dulces palabras de amor, n.º 71 - noviembre 2014

Título original: Three Little Words

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4906-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Jenel, mi maravillosa asistente, sin la que estaría perdida. En serio. Tú me mantienes centrada y organizada. Te ocupas de todas esas cosas locas que acompañan al mundo de la escritura para que yo pueda zambullirme en mis historias. Sin ti habría mucha menos magia en Fool’s Gold y, muy probablemente, un libro menos al año. Gracias por todo lo que haces.

 

 

Querido Ford:

 

No puedo creer que mi hermana haya sido tan tonta de ponerte los cuernos con tu mejor amigo dos semanas antes de vuestra boda. Como te enrolaste tan de repente en la Marina, no tuve ocasión de confesártelo en persona. Sé que solo tengo catorce años, pero te amo. Te amaré siempre y te escribiré todos los días. O por lo menos una vez a la semana. Lloré sin parar cuando te fuiste. Maeve se enfadó. Decía que estaba montando una escena. Le planté cara y le dije que era una zorra por haberte engañado. Luego me metí en un lío por insultar a mi hermana. Pero no me importa. Ojalá no hubieras tenido que irte. De verdad que te amaré siempre, Ford. Te lo prometo. Cuídate mucho, ¿de acuerdo?

 

 

Querido Ford:

 

¡Voy a ir al baile de promoción! Ya sé que solo estoy en segundo, pero Warren me lo ha pedido y le he dicho que sí. Mi madre está casi más emocionada que yo. Vamos a ir a San Francisco a comprarme un vestido. Mi abuela me ofreció un traje de dama de honor de su tienda. ¡Ay, Dios! Qué ocurrencia. Pero mi madre estuvo genial y dijo que podíamos comprar uno en unos grandes almacenes. ¡Ja! Te mandaré una foto mía con el vestido. Cuídate mucho, ¿vale?

 

 

Querido Ford:

 

Ya sé que hace tiempo que no te escribo. Fue horroroso. El baile, digo. Warren no era como yo pensaba y se emborrachó. Sus amigos y él habían alquilado habitaciones en un hotel. Yo creía que íbamos a una fiesta, ya sabes, pero él tenía otros planes. Dijo que pensaba que yo lo había entendido. ¿Qué les pasa a los tíos con el sexo? Explícamelo, por favor. Ya sé que no me contestas nunca, pero cuando lo hagas. Le di una patada como me enseñó mi padre y entonces él vomitó encima de mi vestido, lo que me hizo vomitar a mí. Ojalá hubieras estado tú aquí para llevarme al baile. Cuídate mucho, ¿vale?

 

 

Querido Ford:

 

Siento haber tardado tanto en escribirte otra vez. Mi abuelita ha muerto. No estaba enferma ni nada de eso. Simplemente un día no se despertó. Parece que no puedo dejar de llorar. La echo muchísimo de menos. Mi madre está triste y es muy duro, la verdad. Estoy intentando ayudarla, hacer mis tareas y preparar la cena un par de noches por semana. A veces, cuando me estoy divirtiendo con mis amigos, me siento culpable. Como si se supusiera que no puedo volver a sonreír. Mi madre me llevó a comer fuera y me dijo que tenía suerte de ser una adolescente. Ojalá estuviera segura de que tiene razón. Espero que estés bien. Me preocupo por ti, ¿sabes?

 

 

Querido Ford:

 

Voy a graduarme. Te adjunto una fotografía porque, no sé... ¿Es raro que te escriba? Nunca me contestas, y no pasa nada. Ni siquiera sé si lees estas cartas. Pero lo hago porque, en cierto modo, todavía te echo de menos. Escribirte se ha convertido en una costumbre. El caso es que voy a ir a la Universidad de California-Los Ángeles. Pienso licenciarme en Marketing. Mi madre sigue empeñada en que haga Empresariales, pero con mi capacidad para las matemáticas, todos sabemos que eso es imposible. Estoy ilusionada y feliz, pero sigo echando de menos a mi abuela. ¿Estás en Irak? A veces, cuando oigo las noticias sobre la guerra en la tele, me pregunto dónde estás.

 

 

Querido Ford:

 

Me encanta la universidad. Solo para que conste. Westwood es alucinante y maravilloso y casi todos los fines de semana vamos a la playa. Estoy saliendo con un surfero, Billy. Me está enseñando a hacer surf. No voy a clase tanto como debería, pero pronto me pondré al día. Me he puesto mechas y estoy morena, y mi vida nunca había sido tan genial. Todo me encanta. Espero que todo vaya bien también por allí.

 

 

Querido Ford:

 

La Escuela Universitaria de Fool’s Gold no está tan mal. Echo de menos a mis amigos y Westwood, pero esto también está bien. Mis padres siguen sin hablarme excepto para echarme largas charlas semanales acerca de lo desilusionados que están conmigo porque no fuera lo bastante madura para sacar adelante el curso en Los Ángeles. Me siento fatal por haber sido tan tonta y tan irresponsable, pero decirlo no me evita los sermones. Aun así, sé que me los merezco. Billy rompió conmigo hace un par de semanas. No me sorprende. No tenía madera de novio formal, que digamos. Voy a concentrarme en mis clases y a esforzarme por ser más madura. A veces pienso que tú te fuiste a la guerra más o menos con mi edad. Debió de ser increíblemente duro. Sigo intentando aprender a valerme por mí misma. Pienso mucho en ti y confío en que estés bien y a salvo.

 

 

Querido Ford:

 

Tengo trabajo en Nueva York. ¿Te lo puedes creer? Un trabajo en marketing. ¿Sabes cuántos estudiantes de marketing se gradúan cada año? Como un millón, y hay unos dos trabajos aproximadamente, ¡y uno me lo han dado a mí! ¡A mí! Mi madre y yo vamos a ir a buscar apartamento. He estado mirando en Internet y básicamente lo que puedo permitirme es un piso de veinte metros cuadrados con un baño. Pero no me importa. Es Nueva York. Voy a ir de verdad. La pequeña Isabel de Fool’s Gold va a ir a la Gran Manzana. Por cierto, ¿sabes por qué llaman así a Nueva York? ¿Por qué es como una manzana? No estoy segura de que estés recibiendo estas cartas, pero quería darte la buena nueva. Puede que algún día, cuando estés en Estados Unidos, vengas a visitarme.

 

 

Querido Ford:

 

Perdona que no te haya escrito en tanto tiempo. He estado liadísima. Estamos trabajando en una campaña para una nueva marca de tequila. Va a emitirla la MTV y estoy muy metida en el proyecto. Es súperemocionante. Estoy conociendo a toda clase de gente ¡y hasta voy a ir a los Premios MTV! Me encanta Nueva York y me encanta mi trabajo, aunque aquí salir con chicos es tan rollo como me habían dicho. Hay demasiadas chicas solteras. Pero yo no desespero. Me apasiona mi trabajo y, si un tío no me trata bien, lo dejo. Oye, fíjate: por fin me he hecho mayor. Vi a tu madre la última vez que estuve en casa y dice que estás bien. Me alegro. El mes pasado, cuando fue la Semana de la Flota, me acordé de ti. Espero que esté bien, Ford.

 

 

Querido Ford.

 

Eric es el chico del que ya te hablé. Trabaja en Wall Street y es muy mono y divertido. Y listo también. Uno de sus amigos me ha dejado caer que está a punto de pedirme que me case con él, lo cual es muy emocionante, claro. El caso es que no sabe que te escribo. Lo sé, lo sé, tú nunca contestas y esto es más bien como si escribiera mi diario, pero de todos modos creo que tengo que parar. Porque cuando te escribo, no solo escribo una entrada en un diario. También me pregunto cómo eres ahora y qué haces. Ha pasado una eternidad. Diez años. Maeve sigue trayendo niños al mundo cada par de años. Estoy segura de que ya la habrás olvidado. Al menos, eso espero. Sé que sigues sirviendo a nuestro país. Nadie sabe qué haces, pero no puedo evitar pensar que a veces corres peligro. Ya no soy esa niña de catorce años que juró amarte para siempre, pero, aunque parezca una tontería, un pedazo de mi corazón siempre será tuyo. Cuídate mucho, Ford. Adiós.

Capítulo 1

 

–Qué desastre –dijo Isabel Beebe mientras agitaba la boquilla de la vaporeta.

–Lo siento muchísimo –le dijo Madeline, e hizo una mueca al mirar la parte delantera del vestido de novia.

–Las futuras novias son muy decididas –Isabel levantó las capas delanteras del vestido blanco y las colgó con sumo cuidado del tendedero portátil que había en la trastienda de la boutique. Con un vestido así, con múltiples capas de vaporosa gasa, tendría que ir de dentro afuera.

Isabel apuntó el vapor hacia las arrugas. Una novia emocionada había querido averiguar si su potencial vestido de novia era cómodo para sentarse. Así que se había sentado. Media hora, mientras hablaba por teléfono con una amiga. Y ahora había que planchar la muestra a la perfección para la siguiente clienta a la que pudiera interesarle.

–¿La próxima vez se lo impido? –preguntó Madeline.

Isabel negó con la cabeza.

–Ojalá pudiéramos, pero no. Las novias son frágiles y muy emotivas. Mientras no rocíen con pintura los vestidos o agarren unas tijeras, deja que se sienten, que den vueltas y que bailen a su gusto. Estamos aquí para servir.

Enseñó a Madeline cómo sujetar la gasa para que el vapor la traspasara por igual y luego le habló de las diferentes capas y del tiempo que había que dejar secar el vestido antes de volver a colocarlo con los demás.

–Ayuda pensar en cada vestido de novia como en una princesa muy delicada –dijo con una sonrisa–. Con una familia muy endogámica. En cualquier momento puede ocurrir una catástrofe. Nosotras estamos aquí para impedirlo.

Madeline solo llevaba tres semanas trabajando en Vestidos de Novia Luna de Papel, pero Isabel ya le había tomado cariño. Siempre llegaba temprano y tenía una paciencia infinita con las novias y sus madres.

Isabel le pasó la vaporeta.

–Te toca.

Estuvo observando hasta asegurarse de que Madeline sabía lo que hacía y luego regresó a la parte delantera de la tienda. Repuso zapatos de muestra, enderezó un par de velos y luego cedió a lo inevitable y reconoció que estaba intentando ganar tiempo. Lo que había que hacer, había que hacerlo. Posponerlo no cambiaba nada. Pero ojalá hubiera sido así.

Tras respirar hondo para darse ánimos, entró en el despachito, agarró su bolso, regresó a la trastienda y sonrió a Madeline.

–Vuelvo dentro de una hora.

–De acuerdo. Hasta luego.

Isabel salió de la tienda y caminó decidida hacia su coche. Fool’s Gold era tan pequeño que normalmente iba a todas partes andando, pero su destino de ese día estaba lo bastante lejos para tener que ir en coche. Además, si iba en coche llegaría antes y podría escapar limpiamente. Si las cosas salían mal, no quería tener que salir corriendo como un conejo asustado. Aun así, no podía hacerlo con sus tacones de ocho centímetros. Con el coche, podría levantar una nube de grava y humo al largarse, como en las películas.

–Las cosas no van a salir mal –se dijo–. Van a salir de maravilla. Ya lo estoy visualizando: va a ser grandioso –estuvo a punto de cerrar los ojos, pero se acordó de que estaba conduciendo–. Llevo puesta mi diadema de grandeza.

Torció a la izquierda en la Octava, luego a la derecha y, antes de estar lista, se sorprendió entrando en el aparcamiento de CDS.

CDS, Cerberus Defense Sector, era la nueva empresa de seguridad del pueblo. Entrenaban guardaespaldas y ofrecían clases de defensa personal y otras cosas muy viriles. Isabel no estaba al tanto de los detalles. En su opinión, el ejercicio y ella, cuanto más se evitaran el uno a la otra, tanto mejor.

Aparcó junto a un coche muy potente que parecía de los años sesenta, un enorme Jeep negro con llamas pintadas y una Harley monstruosa. Su Prius parecía absolutamente fuera de lugar allí, además de diminuto.

Cerró los ojos e intentó visualizar, pero tenía el estómago tan revuelto que le entraron ganas de vomitar.

–Esto es una idiotez –declaró, y abrió los ojos–. Puedo hacerlo. Puedo tener una conversación razonable con un viejo amigo.

Solo que Ford Hendrix no era un viejo amigo y la conversación iba a versar sobre por qué, a pesar de su promesa de amarlo eternamente, de los diez años que había pasado escribiéndolo y de las fotografías que le había mandado, Ford parecía tenerle miedo. Porque Isabel pensaba que quizá se lo tuviera. Solo un poco.

Dudaba que él fuera a reconocerlo. Ford había sido un SEAL. Ella sabía que, además, había formado parte de un grupo especial aún más mortífero. Y sabía también que había vuelto a Fool’s Gold hacía casi tres meses y que, en todo ese tiempo, habían logrado evitarse el uno al otro. Pero eso ya no era posible.

–No soy una acosadora –dijo, y luego gruñó. Mala forma de empezar una conversación. Y, además, así no conseguiría que la creyera–. Da igual –masculló y salió del coche.

Se detuvo para alisarse el vestido negro. Era entallado sin ser ceñido, y la hacía más delgada. Con lo que le gustaba la ropa, cualquiera habría pensado que estaría obsesionada con hacer ejercicio para poder embutirse en trajes de diseño. Pero pasa Isabel la llamada de la galleta era muy difícil de ignorar. Así pues, había desarrollado la habilidad de esconder sus curvas y seguir pareciendo elegante. O eso se decía ella.

Se ajustó las mangas, se detuvo para sacudirse un poco de polvo de los zapatos y se preparó para enfrentarse al león en su guarida. O al guerrero en su caverna. O lo que fuese.

Entró en CDS. No había nadie en el mostrador de recepción, así que echó a andar por un pasillo siguiendo el sonido de la música y de extraños golpes. Vio unas puertas abiertas de par en par y al cruzarlas se encontró en el gimnasio más grande que había visto nunca.

El techo debía de tener diez metros de alto. En un extremo de la sala, colgaban cuerdas de las vigas del techo. Había toda clase de máquinas de ejercicios que daban miedo, sacos de boxeo, pesas y otras cosas cuyo nombre desconocía. En el centro de la nave, una mujer menuda de pelo largo y moreno recogido en una coleta estaba luchando con un hombre mucho más grande. Luchando con él y tal vez incluso ganándole.

Llevaban los dos cascos protectores y tenían las manos envueltas con cinta adhesiva. Isabel tardó un momento en reconocer a su amiga Consuelo Ly.

La vio soltar una patada. El tipo se movió, pero no fue lo bastante rápido. El talón de Consuelo le golpeó en la corva, y se desplomó. Isabel hizo una mueca, pero entonces el desconocido se levantó como un rayo y agarró a Consuelo por el cuello, haciéndole una llave. Ella comenzó a agitar los brazos y las piernas intentando darle una patada o un puñetazo. Le clavó el codo en la cintura. Él gruñó, pero no la soltó.

–Sabéis lo que estáis haciendo, ¿verdad? –preguntó Isabel–. ¿Va a salir herido alguien? ¿Debo llamar a emergencias?

El hombre se giró hacia ella. Consuelo, no. Un segundo después, él estaba tumbado en el suelo, boca arriba, y Consuelo le apretaba la garganta con el pie.

–Mamón –dijo al quitarse el casco protector. Miró con enfado a su víctima–. ¿Cuando estás en una misión eres así de tonto?

–Normalmente, no.

Consuelo le tendió la mano. El tipo la agarró y ella lo ayudó a levantarse y luego se volvió hacia Isabel.

–Gracias. Te debo una.

–No quería distraeros –dijo Isabel–. Pero tú eres tan pequeña y él tan...

El hombre se quitó el casco y se volvió hacia ella. Isabel sintió que la boca se le quedaba seca y que su estómago daba un brinco. Tuvo la sensación de que se había puesto pálida o roja, y confió en que fuera lo primero. Sería menos humillante.

Él metro ochenta y cinco de puro músculo, en camiseta y pantalones de chándal, era tan guapo como recordaba. Sus ojos eran igual de oscuros, su cabello igual de espeso. Aquellos catorce años sin duda habían cambiado a Ford Hendrix por dentro. Por fuera, estaba mejor que antes.

Todavía lo recordaba de pie en el cuarto de estar de sus padres, encarándose con su hermana. A Isabel le habían dicho que se quedara en su cuarto, pero había salido a escondidas para escuchar. Se recordaba agachada en el pasillo, llorando, mientras el hombre al que amaba como solo podía amar un corazón de catorce años le preguntaba a Maeve por qué le había engañado y si de veras quería a Leonard.

Maeve también había llorado y se había disculpado, pero le había dicho que era todo cierto. Que iba a romper con él, que debería habérselo dicho hacía semanas. Puesto que faltaban menos de diez días para su boda, Isabel no pudo estar más de acuerdo. Luego habían seguido discutiendo, él había gritado y, finalmente, se había marchado.

Isabel había salido corriendo detrás de él, le había suplicado que no se fuese. Pero Ford la había ignorado y había seguido caminando. Dos días después, se había enrolado en la Marina y había dejado Fool’s Gold. Ella, por su parte, le había declarado su amor en una infinita sucesión de cartas, pero no había vuelto a encontrarse con él cara a cara hasta ese preciso instante.

Ford nunca había contestado a sus cartas. Ni a una sola de ellas.

–Hola, Ford –dijo Isabel.

–Isabel.

Consuelo los miró a ambos.

–Vale –dijo por fin–. Percibo tensión. Me largo de aquí.

Isabel sacudió ligeramente la cabeza para intentar despejarse.

–No hay tensión. Yo estoy libre de tensiones. Soy prácticamente un fideo cocido –apretó los labios. ¿Era posible que aquella afirmación sonara más estúpida? ¿Un fideo cocido?

Consuelo le lanzó una mirada que afirmaba a las claras que haría bien en visitar una clínica psiquiátrica, agarró dos toallas de un montón que había junto al tatami, lanzó una a Ford y se marchó.

Ford se limpió la cara. Después se echó la toalla al hombro.

–¿Qué te trae por aquí?

Excelente pregunta.

–He pensado que debíamos hablar. Como vamos a ser vecinos...

Él levantó una ceja.

–¿Vecinos?

–Sí. La semana pasada alquilaste el apartamento de encima del garaje de mis padres. No te he visto entrar ni salir, y he pensado que quizá era porque estabas evitándome –respiró hondo–. He vuelto unos meses a Fool’s Gold para hacerme cargo de la tienda de mis padres mientras están de viaje. Quieren vender Luna de Papel y les estoy ayudando a poner al día el inventario, y quizá también la decoración. Como solo estoy aquí temporalmente y ellos están dando la vuelta al mundo, era lógico que me alojara en su casa. Así que supongo que también estoy cuidándoles la casa.

Porque cuidarles la casa sonaba mucho mejor que tener veintiocho años y haber vuelto a casa de sus padres.

–Me dijeron que habían alquilado el apartamento de encima del garaje, pero no a quién. Acabo de enterarme de que el inquilino eres tú, lo cual está muy bien porque no eres un asesino en serie, y no me gustaría vivir al lado de uno.

Él levantó la otra ceja y su expresión cambió de tibio interés a confusión. Seguramente era hora de que fuera al grano.

–Lo que intento decir es que ya no tengo catorce años. No soy esa locuela que juraba estar enamorada de ti. He pasado página y no tienes que tenerme miedo.

Las cejas de Ford se relajaron y una comisura de su boca se curvó hacia arriba.

–No tenía miedo.

Su voz sonó firme y segura, su media sonrisa era muy sexy, y era el tío más guapo de la historia del universo. A Isabel no le cabía ninguna duda. Porque mientras estaba allí, todos los nervios de su cuerpo le susurraban cosas acerca de aquel hombre que estaba tan cerca. Por norma, no era de las que creían en la atracción instantánea. Siempre había pensado que el interés sexual requería un contacto mental antes de que se diera el contacto físico. Pero tal vez se equivocase.

–Eso está muy bien –dijo lentamente–. No quiero que pienses que soy una acosadora. No lo soy. Te he olvidado por completo.

–Mierda.

Ella se quedó mirándolo.

–¿Cómo has dicho?

La media sonrisa se convirtió en una sonrisa entera.

–Era el único tío de mi unidad que tenía una acosadora. Me hice famoso por eso.

Isabel sintió que le ardían las mejillas y comprendió que se había puesto colorada.

–No –susurró–. No le dijiste a nadie lo de mis cartas.

La sonrisa se borró.

–No, no se lo dije a nadie.

«¡Menos mal!».

–Pero ¿las recibiste?

–Sí. Las recibí.

¿Y? ¿Y? ¿Las había leído? ¿Le gustaban? ¿Les daba alguna importancia?

Esperó, pero Ford no dijo nada.

–Vale –murmuró–. Entonces, está todo claro. Tú, eh, no corres peligro a mi lado y no me estás evitando ni nada parecido.

–Sí.

–¿Sí, no me estás evitando?

–Sí.

¿Era ella, o costaba hablar con él?

–Me alegro de que lo hayamos aclarado. ¿El apartamento está bien? Le eché un vistazo antes de que te instalaras. No sabía que eras tú, lo cual fue muy raro. Aunque ahora que lo pienso, me pregunto si mis padres no me lo dijeron a propósito. Por lo de... antes.

–¿Te refieres a tu promesa de quererme para siempre? ¿La promesa que rompiste? –preguntó él con una sonrisa.

–En realidad no era una promesa –protestó ella.

–Para mí sí.

Isabel vio un brillo divertido en sus ojos oscuros.

–Vamos, por favor. Casi no sabías quién era. Estabas locamente enamorado de mi hermana y ella... –se tapó la boca–. Perdona. No quería decir eso.

Ford se encogió de hombros.

–Fue hace mucho tiempo –se acercó a ella–. Me olvidé de Maeve mucho más deprisa de lo que debería. Puede que lo hiciera mal, pero tomó la decisión correcta para los dos.

–¿No sigues enamorado de ella?

–No –titubeó, como si fuera a decir algo más. Después agarró la toalla y se la apartó del hombro–. ¿Algo más? Tengo que ducharme.

«¿Quieres que te ayude?».

Apostaría a que estaba fantástico en la ducha, todo mojado y cubierto de jabón. Y, en fin, desnudo. Lo cual era realmente extraño, porque no recordaba la última vez que había fantaseado con el cuerpo de un hombre. No le interesaba mucho el sexo. Prefería una conversación tranquila a la pasión, y las carantoñas al manoseo. Naturalmente, eso explicaba en gran medida qué había salido mal entre ella y su ex.

–Un viaje interesante –comentó Ford.

–¿Perdón?

–Has pasado de imaginarme desnudo a algún otro sitio.

Se quedó boquiabierta.

–No te estaba imaginando... así. ¿Qué dices? Jamás haría eso –se puso muy colorada–. Sería de mala educación.

Aquella sonrisa sexy volvió a aparecer.

–Mentir también lo es. Pero descuida. Me lo tomaré como un cumplido –levantó un hombro–. Es por el peligro. Saber que soy un tipo enigmático y peligroso me hace irresistible.

El Ford que ella recordaba era divertido, coqueto y encantador, pero también era un chico de pueblo. Sin experiencia. Sin una historia a sus espaldas.

El hombre que tenía delante se había curtido en la guerra. Seguía siendo encantador, pero tenía razón en cuanto a su atractivo: había en él algo indefinible que le daba ganas de seguirlo a la ducha y al mismo tiempo de echar a correr.

Consiguió tragar saliva.

–¿Quieres decir que las mujeres te desean?

–Constantemente.

–Qué fastidio para ti.

–Estoy acostumbrado. Considero mi deber patriótico cuidar de ellas.

Isabel sintió que se le abría la boca.

–¿Tu deber?

–Mi deber patriótico. Sería antiamericano descuidar a una mujer necesitada.

Isabel entornó los párpados. Ya no tenía que preocuparse de que Ford se sintiera incómodo con ella. O de que las cartas le hubieran molestado. Sin duda pensaba que tenía derecho a ellas.

–Solo para que quede claro –añadió–, superé lo tuyo.

–Ya me lo has dicho. No vas a amarme para siempre. Es decepcionante.

–Sobrevivirás.

–No sé. Soy sorprendentemente sensible.

–Por favor... Como si fuera a creérmelo.

Ford hizo una mueca.

–¿Te estás burlando de un héroe?

–Con cada fibra de mi ser.

–Pues más vale que no se entere mi madre. Todavía está intentando convencerme de que permita que el Ayuntamiento celebre un desfile en mi honor. No le gustaría saber que no valoras mi sacrificio personal.

–¿Te refieres a la misma madre que alquiló una caseta en el festival del Cuatro de Julio para buscarte novia?

Por primera vez desde que había entrado en el gimnasio, Isabel vio un destello de incomodidad en la mirada de Ford.

–La misma –murmuró–. Gracias por recordármelo.

–Aceptaba solicitudes.

–Sí, ya me lo dijo –se removió y volvió la cabeza como si buscara la salida.

Ahora fue ella quien sonrió.

–No eres tan fortachón cuando se trata de tu madre, ¿eh?

Ford masculló un juramento.

–Sí, bueno, demándame si quieres. No puedo evitarlo. Es mi madre. ¿Tú puedes enfrentarte a la tuya?

–No –reconoció ella–. Pero la mía está al otro lado del mundo, así que puedo hacerme la dura.

–Lo mismo hacía yo cuando estaba en otro continente. Ahora he vuelto.

Isabel casi se apiadó de él. Casi.

–Te propongo un trato –dijo impulsivamente–. Tú dejas de hablar de cómo seduces a mujeres para cumplir con tu deber de soldado, y yo no volveré a hablar de tu madre.

–Hecho.

Se miraron el uno al otro. Isabel seguía teniendo presente lo guapo y fuerte que era, pero estaba mucho menos nerviosa. Tal vez porque había descubierto su debilidad. Sabiendo eso, estaban empatados.

–Entonces, ¿todo claro? –preguntó–. ¿Las cartas, mi hermana, tu madre, todo?

Ford asintió con la cabeza.

–Clarísimo –su mirada se afiló–. Tú no presentaste la solicitud, ¿verdad?

Isabel sonrió.

–¿Para ser tu esposa? No, no la presenté. Técnicamente, no reunía los requisitos. Como no voy a quedarme en el pueblo permanentemente...

–Qué suerte la tuya.

Isabel se fingió preocupada.

–Vamos, Ford, no te preocupes. Estoy segura de que te encontrará a alguien. Una buena chica que sepa valorar tu carácter generoso.

–Muy graciosa –hizo una pausa y volvió a sonreír–. En cuanto a esa ducha...

–Gracias, pero no.

Isabel agitó la mano y se dirigió a la puerta. El encuentro no había ido como imaginaba, ni mucho menos, pero se marchaba con la convicción de que Ford no seguiría evitándola. Suponiendo que la hubiera estado evitando alguna vez. Y no tenía que preocuparse: no pensaba que estuviera acosándolo.

Llegó al pasillo. Consuelo salió del vestuario con una bolsa de gimnasia en una mano y las llaves del coche en la otra.

–¿Habéis acabado? –preguntó.

–Se ha restaurado el orden.

Consuelo era una de esas mujeres menudas que siempre la hacían sentirse como si fuera toda brazos y piernas, con unos pies largos como botes. El hecho de que fuera capaz de someter a un caimán haciéndole una llave debería haber hecho que Isabel se sintiera más femenina, pero curiosamente no fue así. Quizá porque, en el caso de Consuelo, los músculos eran muy sexis.

–¿Crees que debo creerte? –preguntó su amiga–. Llevas casi todo el verano evitando a Ford.

–Lo sé y ha sido una tontería por mi parte. Debería haber hablado antes con él.

–Ya –Consuelo suspiró–. No irás a empezar a seguirlo ahora, ¿verdad? Porque es lo que tienden a hacer las mujeres. También aparecen en su cama sin previa invitación. Aunque él no suele decirles que se vayan.

–Ya me he enterado. Es su deber patriótico satisfacerlas a todas.

–No pareces enfadada.

–No lo estoy. El tipo del que me enamoré no era este Ford. Era dulce, divertido y cariñoso. Esta versión más madura es todo eso, y además sexy.

Consuelo aguardó.

–No es mi tipo –añadió Isabel–. Demasiado llamativo. A mí me gustan los tíos discretos, listos y reflexivos. Todo ese rollo de la atracción sexual está muy sobrevalorado.

Aunque habría estado bien ver a Ford en la ducha, se dijo fugazmente. Sería excitante. Pero estaba segura de que su interés se debía más a la curiosidad que al deseo.

–Tú has tenido relaciones sexuales, ¿verdad? –preguntó Consuelo–. ¿Más de una vez, quiero decir?

–Claro. Estuve casada. Está bien. Pero para mí no es uno de los grandes alicientes de la vida. Ford es un ligón y yo no soy una ligona. Aunque conmigo no ha intentado nada.

Consuelo la miró de arriba abajo.

–Puede que lo haga, con el tiempo. Quizás él no sea tu tipo, pero tú sí eres el suyo, eso está claro.

–¿Le gustan las rubias?

Consuelo torció la boca.

–Le gustan las mujeres.

Isabel tenía amigas en Nueva York a las que les encantaba la emoción de la caza. El sexo era importante para ellas, lo cual estaba bien. Pero ella era distinta. Quería alguien con quien hablar. Alguien con quien pudiera salir. Posiblemente por eso había acabado estando con Eric, pensó con tristeza. Se llevaban genial, tenían los mismos intereses. Habían trabado una amistad maravillosa. Pero, por desgracia, los dos habían cometido el error de tomarla por otra cosa.

–Tengo que volver al trabajo –dijo–. Esta tarde vienen dos novias a probarse vestidos. ¿Comemos juntas esta semana?

–Claro.

 

 

Ford Hendrix podía desaparecer meses enteros en las montañas de Afganistán. Podía vivir a un kilómetro de un pueblo sin que nadie descubriera que estaba allí. Había viajado por todo el mundo sirviendo a su país, había combatido, matado y resultado herido. Más de una vez había mirado a la muerte cara a cara y había vencido. Pero nada en sus catorce años de carrera militar lo había preparado para enfrentarse a aquella mujer terca y decidida que era su madre.

–¿Estás saliendo con alguien? –le preguntó Denise Hendrix mientras llenaba una taza de café recién hecho y se la pasaba.

Eran apenas las seis de la mañana. Normalmente, Ford ya se habría ido a trabajar, pero ahora era un civil y ya no tenía que empezar el día de madrugada. Al entrar tambaleándose en la cocina, había descubierto que su madre se había presentado en su casa y había empezado a hacer café. Sin previo aviso.

Recorrió con la mirada el pequeño apartamento amueblado que había alquilado e intentó comprender lo que pasaba.

–Mamá, ¿te he dado una llave?

Su madre sonrió, preparó otra taza para ella y se acomodó en la mesita del rincón.

–Marian me dio llaves del apartamento y de la casa antes de que John y ella se fueran de vacaciones. Por si pasaba algo.

–¿Que yo no sepa prepararme el café, por ejemplo?

–Estoy preocupada por ti.

Él también estaba preocupado. Preocupado por que volver a casa hubiera sido un error.

Al llegar, se había instalado en la casa familiar porque era lo más fácil. Pero más de una vez, al despertar, se había encontrado a su madre revoloteando a su alrededor. Ella no podía saber, claro, que con su entrenamiento militar no soportaba bien que la gente merodeara a su alrededor mientras dormía.

Así que se había mudado a una casa con Consuelo y Angel. Solo que Angel y él eran demasiado competitivos para convivir, y otra vez se había visto obligado a cambiar de casa. En realidad, Consuelo había amenazado con destriparle si no lo hacía, pero eso prefería ignorarlo. En una pelea limpia, podía ganar a Consuelo. El problema era que Consuelo nunca jugaba limpio.

Había encontrado el apartamento perfecto, o eso le había parecido. Cerca del trabajo, tranquilo y lejos de su madre.

Se sentó frente a la mujer que lo había traído al mundo y le tendió la mano. Ella pestañeó.

–¿Qué?

–La llave.

Denise tenía unos cincuenta y cinco años. Era guapa, tenía el pelo y los ojos claros. Había sobrevivido a seis hijos, entre ellos trillizas, y a la muerte de su marido. Un par de años atrás se había enamorado de un tipo al que conocía del instituto. O de después, quizá. Las hermanas de Ford le habían escrito para hablarle del romance de su madre. Por lo que a él respectaba, su madre llevaba más de una década siendo una viuda fiel. Si encontraba a alguien en aquella etapa de su vida, se alegraba por ella.

–¿Te refieres a la llave de...?

–Del apartamento –remachó él–. Dámela.

–Pero, Ford, soy tu madre.

–Hace tiempo que sé quién eres. Mamá, no puedes seguir así. Agobiándome. Tienes nietos. Ve a darles la lata a ellos.

Los ojos de Denise se llenaron de emoción.

–Pero has estado fuera tanto tiempo... Casi nunca venías a casa. Tenía que viajar a otros sitios para verte, y ni siquiera me dejabas que fuera a visitarte a menudo.

Quiso decirle que la culpa la tenía ella. Por agobiarlo. Sabía que era el más pequeño de los chicos, pero hacía tiempo que era mayor.

–Mamá, era un SEAL. Sé cuidar de mí mismo. Dame la llave.

–¿Y si te la dejas dentro? ¿Y si hay una emergencia?

Ford no dijo nada. Siguió mirándola fijamente. No era más amenazadora que un Kalashnikov, y él se había enfrentado a muchos en su vida.

–Está bien –dijo Denise débilmente. Sacó una llave del bolsillo de sus vaqueros y la dejó sobre su palma.

Ford, que la conocía, sintió el impulso de preguntarle si había hecho una copia. Pero decidió esperar. De momento, bastaba con saber que no iba a presentarse cuando menos se lo esperara.

–Seguramente quieres que me vaya –susurró Denise.

–No seas mártir, mamá. Te quiero. Estoy en casa. ¿No puedes conformarte con eso?

Ella sorbió por la nariz y asintió.

–Tienes razón. Me alegro de que estés en casa y de que vayas a quedarte en Fool’s Gold. Te daré un par de días para que te instales y luego te llamaré. Podemos ir a comer o puedes venir a casa a cenar. ¿Qué te parece?

–Perfecto.

Su madre se levantó. Ford la rodeó con el brazo y la besó en la coronilla. Se dirigieron a la puerta. Ella la abrió y salió al pequeño rellano de lo alto de la escalera. Ford apenas había inhalado el dulce aroma de la libertad cuando se volvió hacia él.

–¿Has tenido tiempo de echar un vistazo a esos archivos que te envié? –preguntó–. Hay algunas chicas encantadoras.

–Mamá... –dijo en tono de advertencia.

Denise lo miró de frente.

–No, cariño. Llevas demasiado tiempo solo. Tienes que casarte y fundar una familia. Te estás haciendo mayor, ¿sabes?

–Yo también te quiero –dijo mientras la empujaba suavemente y cerraba la puerta antes de que pudiera decir algo de lo que acabaría arrepintiéndose.

–Quiero que te cases, Ford –gritó su madre a través de la puerta cerrada–. Tengo las solicitudes en mi ordenador si quieres echarles un vistazo. Están en una hoja de cálculo para que puedas ordenarlas por distintos criterios.

Seguía gritando cuando Ford llegó al dormitorio y también cerró esa puerta.

Capítulo 2

 

Isabel giró con el carro de la compra por un pasillo y comprendió que su falta de inspiración le traería problemas más tarde. Si no decidía qué quería cenar, un par de horas después se moriría de hambre. Pedir una pizza a las ocho y media y comérsela entera era fatal para sus caderas y sus muslos. Recordando que las mujeres de su familia tenían tendencia a adquirir forma de pera a medida que envejecían, se dirigió a la sección de verduras y escogió una bolsa de ensalada. Genial. Tenía ensalada y vino tinto y un recipiente de helado muy pequeñito. Elementos dispares que no componían una cena.

Se encaminó decidida hacia la sección de carnicería, sin saber qué haría cuando llegara allí. Al doblar la esquina, estuvo a punto de chocar con otra persona.

–Perdón –dijo automáticamente, y se descubrió mirando unos ojos oscuros–. Ford...

Él sonrió. Era la misma sonrisa seductora y parsimoniosa que había empleado antes. La que hacía que le costara respirar. Isabel se dijo que Ford lanzaba aquella sonrisa como cáscaras de cacahuete vacías en un partido de fútbol, pero aun así sintió una opresión en el pecho. Lo cual era muy extraño. Ella nunca se había echado a temblar en presencia de un hombre.

–Hola –dijo él, y levantó su cesta–. Estoy haciendo la compra.

–Yo también –miró el paquete de filetes y las seis latas de cerveza–. ¿Eso es para ti una cena?

–Tú llevas helado y vino tinto.

–Y ensalada –puntualizó–. Soy mucho más frugal.

–Eres un conejo. Y además pasas hambre –sonrió de oreja a oreja–. El otro día vi una barbacoa en tu patio. ¿Por qué no unimos recursos?

Una oferta tentadora.

–Quieres el helado y el vino.

–Sí, pero también me comeré la ensalada por ser amable.

–Típico de un tío. ¿Sabes usar la barbacoa? Es grande y parece complicada.

Él levantó una ceja.

–Nací sabiendo. Lo llevo en el ADN.

–Qué pérdida de material genético.

Sin saber cómo, echaron a andar. Isabel no recordaba haber tomado la decisión de aceptar su proposición, pero allí estaban, en la fila para pagar. Cinco minutos después estaban en el aparcamiento, camino de sus coches.

Llegaron primero al de Ford.

–¿Ese es tu coche? ¿En serio? –preguntó ella mirando el Jeep negro.

–Es un clásico.

Ella señaló la pintura dorada del costado.

–Tiene llamas. Los Jeeps son coches muy fiables, tienen una larga historia. ¿Por qué torturas al tuyo así?

–¿No te gusta? ¿Por qué no? Las llamas molan.

–No. El coche de Consuelo mola. El tuyo da un poquitín de vergüenza.

–Lo compré justo después de que tu hermana me dejara plantado por mi mejor amigo. No sabía lo que hacía.

–Eso fue hace catorce años. ¿Por qué no lo has vendido? –le preguntó ella.

–Nunca lo conduzco y está en perfecto estado. Cuando decidí volver aquí, Ethan lo puso a punto.

–Se habrá sentido avergonzado de que lo vieran con él –bromeó Isabel, aunque sabía que el hermano de Ford habría estado encantado de ayudarlo–. ¿Angel no lleva una Harley?

Ford arrugó el ceño al oírla mencionar a su socio.

–¿Cómo lo sabes?

–Cuesta no fijarse en un tipo como él, vestido de cuero negro y conduciendo una moto por Fool’s Gold.

–Tú tienes un Prius –repuso Ford–. No eres quién para hablar.

–¿Lo dices porque conduzco un coche seguro, discreto y respetuoso con el medio ambiente?

–Típico de una mujer –masculló él.

La ayudó a meter en el coche la compra, que consistía en una sola bolsa. Podría haberlo hecho ella sola, pero aun así era agradable que lo hiciera un hombre en su lugar. Eric siempre había apoyado su deseo de igualdad, y la dejaba acarrear su mitad de las bolsas cuando iban a hacer la compra. Lo cual era absolutamente justo, se recordó. Aunque no fuera especialmente romántico.

Ford la siguió en su coche hasta casa. Isabel aparcó en el camino de entrada. Él aparcó a su lado y bajó del Jeep.

–Voy a meter la cerveza en la nevera –dijo–. Enseguida bajo y empiezo a hacer la carne.

–Estupendo.

Isabel entró en su casa y lo puso todo sobre la encimera de la cocina. Aquella parte de la casa estaba casi en sombras. Encendió la luz del techo. Los armarios de roble solo tenían un par de años y los azulejos amarillos que recordaba de su infancia habían sido sustituidos por granito.

Pensó un momento en correr al cuarto de baño para acicalarse un poco. Había pasado todo el día en la tienda y estaba segura de que tenía el rímel corrido y el pelo aplastado. Además, su vestido era muy soso. No solo había trabajado en Nueva York, donde vestir de negro era prácticamente obligatorio, sino que ahora trabajaba en una tienda de trajes de novia. Era importante parecer profesional y jamás eclipsar a la novia. En su armario abundaban los vestidos negros, sencillos y elegantes, perfectos para una oficina, pero no tanto para una cita.

Aunque, de todos modos, no iba a ponerse un vestido de noche ni nada parecido. Al final, se conformó con quitarse los tacones y subirse las mangas del vestido. A fin de cuentas, solo iba a cenar con su vecino. No había por qué emperifollarse. Además, hasta hacía solo un par de días, el último recuerdo que Ford tenía de ella era el de una chica de catorce años que corría tras él calle abajo, sollozando y suplicándole que no se fuera. Después de aquello, casi cualquier cosa habría sido una mejora.

Vació su bolsa y guardó el helado en el congelador. Tardó tres minutos en poner la mesa fuera. Estaba a punto de ponerse a preparar la ensalada cuando volvió Ford.

–Tengo tres mensajes de mi madre –gruñó al acercarse a la encimera y abrir un cajón. Rebuscó entre varios abrelatas, cucharas de medir y espátulas hasta que encontró el sacacorchos. Después sacó dos copas de vino de un armario–. Quiere hablar de las candidatas.

A Isabel le interesaba más por qué se manejaba tan bien en aquella cocina. ¿Acaso se colaba en su casa mientras ella no estaba? ¿Estaba...?

Maeve, pensó de pronto. Había salido tres años con su hermana y pasaba muchas horas allí cada semana. Se había quedado a menudo a cenar y solía ayudar a su hermana a poner la mesa. Aunque la cocina había sido remodelada, la disposición de los muebles seguía siendo la misma. Los cubiertos seguían estando en el cajón de arriba, junto a la pila, y los vasos encima del lavavajillas.

–¿Las candidatas a futura esposa? –preguntó.

–Esas.

–¿Te has molestado en conocer a alguna? Puede que sean encantadoras.

Ford le lanzó una mirada que daba a entender que el sacacorchos tenía más cerebro que ella.

–No –contestó con firmeza–. No me interesa nadie capaz de rellenar una de esas solicitudes.

–Eres muy crítico y tu madre solo intenta ayudarte.

–¿Estás compinchada con ella? –preguntó Ford–. ¿Tenéis un plan para torturarme?

–No. La tortura, si la hay, es un agradable efecto colateral.

–Muy graciosa. No recuerdo que fueras tan descarada hace catorce años. Me gustabas más entonces –sirvió el vino tinto que había comprado Isabel y le pasó una copa.

–Entonces no me conocías –repuso ella–. Era la hermana pequeña de tu novia. Casi no me hablabas.

–Teníamos una relación especial que no requería una comunicación convencional.

Isabel se rio.

–Qué cara tienes.

Sus ojos oscuros se arrugaron, divertidos.

–No eres la primera que me lo dice –acercó su copa a la de ella–. Por mí, por haber cometido la idiotez de volver a casa.

–Irás acostumbrándote a vivir aquí y tu madre se calmará.

–Eso espero. Sé que está emocionada por tenerme otra vez en casa, pero esto es ridículo.

Isabel pensó en la época posterior a la marcha de Ford, cuando había creído que iba a rompérsele el corazón.

–Casi nunca venías por el pueblo. ¿Era por Maeve?

Ford se apoyó contra la encimera.

–Al principio sí –reconoció–. Pero no venía sobre todo porque estar con mi familia era demasiado complicado. Querían meterse en todo, especialmente mi madre. Entré en los SEAL al tercer año, y fue muy intenso. No podía hablar de lo que hacía ni contarles adónde iba. Opté por lo más fácil: evitar la situación –bebió un sorbo de vino–. Maeve hizo bien al romper conmigo. Cuando pasó, te habría dicho que iba a echarla de menos toda la vida. Pero pasadas unas semanas, me di cuenta de que ella tenía razón. Éramos unos niños, jugábamos a estar enamorados. Supongo que con Leonard encontró a su media naranja.

Isabel intentó descubrir alguna emoción en sus palabras. No sabía si de veras no le importaba que su exnovia se hubiera casado con el tipo que se había interpuesto entre ellos.

–Llevan ya doce años casados –comentó.

–Lo más impresionante es lo de los niños. ¿Cuántos tiene ya?

–Cuatro, y otro en camino.

Ford lanzó un juramento.

–¿Tantos? No sabía que Leonard fuera tan padrazo.

–Yo tampoco. Ahora es contable. Ha montado su propia empresa y tiene varios clientes impresionantes. Le va muy bien.

–Más le vale, teniendo tantos hijos. ¿Qué tal te sientes teniendo tantos sobrinos?

–Puede ser agobiante –dijo, aunque en realidad había vivido en Nueva York los seis años anteriores y durante ese tiempo había visto poco a su familia. Además, no hablaba mucho con su hermana. Estaban las dos muy ocupadas, y nunca habían tenido gran cosa en común.

De pronto se sintió culpable y pensó que tenía que llamar a Maeve para ir a hacerle una visita.

–¿Estás bien? –preguntó Ford, observándola.

–Sí. Tú no eres el único que tiene problemas familiares.

–Seguramente, pero soy el único que tiene una madre capaz de montar un chiringuito en una feria con el único fin de encontrarnos novia a mi hermano y a mí.

Isabel se rio.

–En eso tienes razón.

 

 

Prepararon la cena en un abrir y cerrar de ojos. Además de los filetes, Ford aportó dos patatas. Isabel las metió en el microondas y luego preparó la ensalada. Llevó fuera las copas de vino mientras Ford calentaba el grill y hacía la carne.

–Puedes usar la barbacoa cuando quieras –comentó ella–. No me molesta.

Ford dio la vuelta a los filetes y cerró la tapa.

–Gracias. Puede que te tome la palabra.

–¿Tanto te gusta la carne? –preguntó ella.

Él sonrió.

–La carne y el fuego. Y la cerveza –tomó su copa–. O el vino.

Isabel lo observó, fijándose en sus anchos hombros y su sonrisa desenfadada. Buscó algún indicio de que estuviera recuperándose aún de su paso por el ejército, de que lo que había visto le hubiera dejado profundas cicatrices, pero no vio ninguno. Si tenía fantasmas, eran de los que solo veía él.

–¿Te gustaba ser un SEAL? –preguntó.

–Sí. Me gustaba formar parte de un equipo. Y también no saber nunca qué iba a pasar a continuación.

–Certeza y variedad. Dos componentes claves de la felicidad.

Él levantó las cejas. Isabel se encogió de hombros.