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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Maureen Child

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión de guante blanco, n.º 2051 - julio 2015

Título original: The Fiancée Caper

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6804-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Papá estuvo detrás del robo de la esmeralda Van Court la semana pasada, ¿verdad? –preguntó Gianni Coretti en voz baja mirando a su hermano a través de la mesa.

Paulo se encogió de hombros, tomó un sorbo de whisky y sonrió.

–Ya conoces a papá.

Gianni hizo una mueca y se pasó una mano por el pelo. Sabía que la respuesta era deliberadamente vaga, pero no esperaba otra cosa. Por supuesto, Paulo se pondría del lado de su padre.

Apartó la vista de su hermano y miró el césped exquisitamente cuidado de Vinley Hall. El lujoso hotel estaba situado en el corazón de Hampshire, en la costa sur de Inglaterra, y era un lugar muy visitado por la familia Coretti, no solo por su elegancia natural sino también por su fácil acceso al aeropuerto privado de Blackthorn.

Ese día Gianni llevaba a su hermano a Blackthorn para que volara hasta su casa de París. Por el camino habían parado a tomar algo. Paulo había estado tres días de visita en Londres y a Gianni le habían parecido tres años. No le gustaban las visitas, ni siquiera de la familia. Y Paulo en especial lograba hacerle perder la paciencia más deprisa que ninguna otra persona en el mundo.

Una camarera ataviada con una falda negra y una camisa blanca cruzaba lo que en otro tiempo había sido la biblioteca de Vinley Hall y ahora servía de bar elegante. Gianni cambió del inglés al italiano.

–¿Papá y tú recordáis que el año pasado negocié con la Interpol para conseguir inmunidad para todos por los robos pasados?

Paulo se estremeció visiblemente y tomó otro sorbo de whisky.

–¿Cómo pudiste estar tan cerca de tantos policías? No sé cómo lo conseguiste ni por qué te molestaste –dejó el pesado vaso de cristal en la mesa de roble y pasó los dedos por el borde. Miró a su hermano–. Nosotros no pedimos inmunidad.

Cierto. No la habían pedido. Pero Gianni se la había conseguido de todos modos. Desgraciadamente, su familia no solo no lo apreciaba, sino que además se mostraba horrorizada ante la idea de renunciar al «negocio familiar».

Los Coretti habían sido ladrones de joyas durante siglos. Era una habilidad que se transmitía de generación en generación. Los niños aprendían los secretos y trucos del oficio y, al crecer, se convertían en adultos de manos rápidas, mente más rápida todavía y con la capacidad de entrar y salir por puertas cerradas sin dejar ni el menor rastro de su presencia.

Había policías en todos los continentes que habrían dado lo que fuera por tener alguna prueba contra los Coretti. Pero hasta el momento, la familia no solo había sido muy profesional, también había tenido suerte. Y Gianni estaba convencido de que esa suerte se acabaría antes o después.

Pero no era fácil decirle eso a un Coretti.

–Tú vas en serio con esto, ¿verdad? –preguntó Paulo.

–¿Con qué? –preguntó Gianni irritado.

Paulo resopló.

–Con esta nueva vida de ser bueno y honrado, por supuesto.

Gianni se irritó aún más.

–Hablas como si me estuviera convirtiendo en un boy scout.

Paulo se echó a reír.

–¿Y no es así?

Llevaban un año hablando de aquello y el padre y el hermano de Gianni seguían sin comprender su decisión. Pero Gianni tenía que reconocer que eso no tenía mucho de sorprendente. Una vida de robos no solía llevar a que alguien se convirtiera de pronto en un ciudadano respetuoso de la ley. Gianni, sin embargo, había vivido una especie de verdad revelada más de un año atrás.

Gracias a Dios, su hermana Teresa lo comprendía porque hacía años que había elegido dejar atrás la tradición familiar. Los cambios que había hecho Gianni en su vida no solo habían dejado perpleja a casi toda su familia, sino, en ocasiones, a él mismo.

–Ahora tienes un empleo, Gianni –Paulo volvió a estremecerse, como si la mera idea de trabajar le llegara al alma–. Los Coretti no tienen trabajos. Nosotros hacemos trabajos. Hay una diferencia.

En la chimenea de piedra de la estancia ardía un fuego que lanzaba sombras temblorosas en las paredes. Fuera de las ventanas batientes, árboles altos y elegantes se agitaban.

–Y esa diferencia podría enviar a mi familia a la cárcel.

–Todavía no ha ocurrido –le recordó Paulo con una sonrisa de chulería.

Aquello era cierto. Pero Dominick Coretti, el padre de ambos, se hacía mayor. Y hasta los hombres más inteligentes perdían parte de su destreza con la edad. Aunque Nick jamás admitiría algo así. Y Gianni había luchado por conseguirle seguridad porque sabía que su padre jamás sobreviviría a una condena de cárcel.

Claro que esa no había sido la única razón por la que Gianni había, como decía su padre, «traicionado su herencia». Aunque ser un ladrón mundialmente famoso tenía sus ventajas, también conllevaba una serie de desventajas. Por ejemplo, tener que pasarse la vida mirando por encima del hombro.

Gianni quería otra cosa.

Y si su padre y hermano seguían metiendo la pata, su futuro también estaría en peligro. A pesar del trato que había hecho con algunos agentes de la Interpol, si se demostraba que la familia Coretti seguía robando las joyas de Europa, no tenía dudas de que sus nuevos «amigos» romperían el trato y encontrarían el modo de colocarlo al nivel de su familia.

–Te preocupas demasiado, Gianni –comentó Paulo–. Somos Coretti. Creo que lo has olvidado. Y cuando lo recuerdes por fin, dejarás encantado esta nueva vida tuya.

Gianni terminó su bebida y miró a Paulo.

–Sé perfectamente quién soy. Quiénes somos todos. Di mi palabra a cambio de la inmunidad.

Paulo puso una mueca de desprecio.

–A la policía.

–Es mi palabra –gruñó Gianni–. Y el trato que hice con la Interpol solo incluye delitos pasados. Si a papá o a ti os pillan ahora…

–Siempre preocupado –Paulo movió la cabeza–. No nos pillarán. Además, ya conoces a papá. No podría dejar de robar como no podría dejar de respirar.

–Lo sé –a Gianni le habría gustado pedir otro whisky, pero después de dejar a Paulo en el avión, tendría que volver conduciendo a su casa en Mayfair y no le apetecía que lo parara la policía por ir haciendo eses por la carretera.

Paulo debió leerle el pensamiento porque volvió a reír.

–Papá es quien es, Gianni. Y lady Van Court estaba pidiendo a gritos que le robaran esas piedras.

Gianni suspiró.

–Cuando veas a papá, dile que se esté quieto una temporada hasta que los periódicos dejen de hablar del robo. Mejor todavía, enciérralo en la alacena de tu casa si es preciso.

Paulo volvió a reír, terminó el whisky, dejó el vaso en la mesa y se puso en pie.

–Los dos sabemos que se necesita algo más que una cerradura para retener a nuestro padre en contra de su voluntad.

–Cierto –murmuró Gianni.

Se levantó y siguió a su hermano hasta el coche. El aeropuerto estaba cerca del hotel y poco después se encontraban en la pista de despegue golpeados por el viento británico.

–Cuídate mucho en el mundo de la respetabilidad, hermano –dijo Paulo.

–Lo mismo digo –Gianni abrazó a su hermano–. Y cuida también de papá.

–Siempre –le aseguró Paulo. Tomó su bolsa y se dirigió al avión privado que lo esperaba.

Gianni no se quedó a ver despegar el avión. Volvió a su coche y condujo a casa y a su nueva vida.

 

 

–Parece que el crimen paga bien –susurró Marie O´Hara para sí.

Estaba en posición de saberlo, puesto que se hallaba en aquel momento registrando la guarida privada de uno de los ladrones de joyas más famosos. Sentía los nervios agarrados al estómago y no le resultaba fácil respirar. Toda su vida había cumplido las reglas, obedecido las leyes, y esa noche había tirado todo eso por la borda por la posibilidad de hacer justicia. Desgraciadamente, esa idea no le aplacaba los nervios. Pero estaba allí y estaba decidida a registrar concienzudamente la casa.

Después de semanas siguiendo a Gianni Coretti y estudiando sus costumbres, estaba casi segura de que permanecería horas fuera, pero no tenía sentido correr riesgos.

No encendió ninguna luz. No quería arriesgarse. Aunque las probabilidades de que la vieran los vecinos merodear por el apartamento eran casi nulas. El piso de lujo de Gianni Coretti era un ático situado en la décima planta, con unas vistas espectaculares de Londres. Había una pared de ventanas de cristal que mostraba esas vistas y dejaba pasar suficiente luz de la luna como para que no hiciera falta encender las lámparas.

–Es bonito, pero parece más un museo contemporáneo que un hogar –murmuró Marie, cruzando el suelo brillante de mármol blanco.

El piso entero era blanco. Movió la cabeza, dejó atrás la esterilizada, aunque hermosa, sala de estar y continuó por un largo pasillo. El mármol estaba presente en todo el piso y sus tacones golpeaban levemente la superficie. Se encogía cada vez que oía un ruidito, como si fuera un claxon que anunciara su presencia.

La minifalda negra, tacones de aguja y camisa de seda roja que llevaba no estaban diseñados para el sigilo. Pero había tenido que pasar la barrera del portero y por eso se había vestido como una de las visitas de Coretti. Y así había conseguido atravesar la primera línea de defensa de este.

La cocina era tan austera y desalentadora como el resto del lugar. Daba la impresión de que no se hubiera usado nunca, a pesar de los fogones propios de un restaurante y del enorme frigorífico. Al lado de esa cocina había un comedor con una mesa de cristal rodeada por seis sillas fantasma, de modo que parecía que allí no había nada, a pesar de que ocupaban un buen trozo de la estancia.

Siguió adelante.

Pasó dos cuartos de invitados y se dirigió al dormitorio principal. Cuanto más se acercaba, más sentía los nervios en el estómago. Marie no estaba hecha para aquello. A diferencia del dueño de aquel palacio de color blanco, cromo y cristal.

–Sinceramente, ¿tan mal le sentaría darle un poco de calidez a esto? –su voz hizo eco en el ático vacío.

Marie se dijo que debía concentrarse en la razón de su visita. Había ido allí a buscar algo que pudiera usar contra Gianni Coretti. Sabía que la policía de todo el mundo llevaba años intentando, sin éxito, conseguir pruebas contra la familia Coretti. Pero ella tenía ya algo interesante que sabía que llamaría la atención de Gianni. Había sido pura suerte, pero a veces la suerte era suficiente.

Solo quería un poco más. Necesitaba más, teniendo en cuenta que estaba planeando algo que la mayoría de la gente consideraría una locura.

–Pero no es una locura –dijo en voz alta.

El dormitorio principal también tenía una pared de cristal con vistas a una terraza de la planta décima y al Londres nocturno. Por supuesto, allí también era todo blanco.

La enorme cama estaba contra una pared, mirando una gigantesca pantalla de televisión que colgaba encima de una chimenea ancha. Había armarios empotrados y un vestidor y también un cuarto de baño con kilómetros de azulejos blancos, una bañera que parecía una canoa blanca gigante y una especie de catarata en lugar de ducha.

Aunque no le gustara ver tanto blanco, Marie podía apreciar el lujo del lugar.

Abrió un armario y lo registró rápidamente y sin alterar nada. No quería que Coretti supiera que había habido alguien allí. Miró los bolsillos de los abrigos, las chaquetas y los pantalones. Al menos aquel hombre tenía buen gusto para la ropa. Revisó cajones e intentó no darse cuenta de que el hombre en cuestión usaba boxers negros de seda. No era asunto suyo.

Como no encontró nada, se arrodilló para mirar debajo de la cama. Todo el mundo escondía cosas debajo de la cama, ¿no? Vio una caja larga plana y sonrió.

–¿Secretos, Coretti? –susurró.

Se tumbó en el suelo y estiró el brazo. Sus uñas rascaron el lateral de la caja de madera y frunció el ceño. Se metió más abajo de la cama.

De pronto se quedó inmóvil. ¿Había oído un ruido? Contuvo el aliento y esperó un segundo. Dos. Todo iba bien. Estaba sola en aquel palacio frío. Y le faltaba muy poco tiempo para descubrir qué era aquello que escondía Gianni Coretti. Un poco más y… Tiró de la caja y susurró:

–¿Qué voy a encontrar aquí?

–La pregunta es –dijo una voz profunda detrás de ella–, ¿qué es lo que he encontrado yo?

Marie soltó un grito y, un segundo después, dos manos fuertes la agarraran por los tobillos y la sacaron de debajo de la cama.

 

 

Gianni supo que no estaba solo en cuanto entró en el piso. Quizá por un sexto sentido o por un arraigado instinto de supervivencia. Fuera lo que fuera, sintió algo diferente en la casa y recuperó sin ningún esfuerzo el tipo de movimientos que había dejado de practicar más de un año atrás. Se desplazó por el ático sin hacer ruido y fundiéndose con las sombras. La luz de la luna entraba en las habitaciones y pintaba las paredes y suelos de crema y marfil. Gianni escuchaba atentamente el menor sonido. Un susurro de ropa, un suspiro, roce de zapatos en el suelo…

El pasillo le pareció más largo que de costumbre, puesto que se vio obligado a pararse a revisar los cuartos de invitados y los baños. Pero, mientras llevaba a cabo esa inspección, sabía que el intruso no estaba allí. Lo sentía en los huesos. Su instinto, su intuición, tiraban de él hacia su dormitorio.

La oyó antes de verla. Hablaba sola en susurros. Su voz sonaba baja, gutural y le despertó la curiosidad incluso antes de verla. Se detuvo en el umbral y miró a la mujer tumbada en el suelo con medio cuerpo metido debajo de la cama.

No era policía.

Nunca había conocido a un policía con ese cuerpo.

La miró. Blusa roja de seda metida dentro de una falda negra ceñida, piernas largas y bien formadas y zapatos negros de tacón altísimo en unos pies pequeños.

Definitivamente, no era policía.

Él se excitó. Gianni quería mirarla. No solo descubrir quién era, sino ver si tenía una cara tan fantástica como todo lo demás.

Se inclinó, la agarró por los tobillos y tiró. El grito de sorpresa de ella le sonó a música. No solo había capturado a la intrusa sino que además estaba el beneficio añadido de ver deslizarse su falda más arriba de los muslos.

Ella se retorció en sus manos, se soltó, se bajó la falda con una mano y le lanzó una patada con uno de los tacones.

–¡Eh! –Gianni saltó hacia atrás a tiempo de evitar ser empalado.

Ella se arrastró apartándose de él, con unos ojos verdes muy abiertos y una masa de rizos cortos rojizos cayéndole por la frente. Se levantó de un salto y se colocó como preparándose para luchar. Gianni casi soltó una carcajada.

–No voy a pelear contigo –dijo con voz tensa.

La mujer rio y movió la cabeza.

–Un error.