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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Fiona Gillibrand

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La propuesta del jeque, n.º 2052 - julio 2015

Título original: The Sheikh’s Pregnancy Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6805-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Veinticuatro horas para que finalizara el plazo de firmar un contrato matrimonial…

Aquel duro pensamiento despertó al jeque Kadin Gabriel ben Kadir de un sueño inquieto. Gabe apartó las sábanas de lino, se puso en pie y se vistió con unos vaqueros de pitillo. La fría luz del amanecer de Nueva Zelanda iluminó la suite, situada en la planta superior del consulado de Zahir en Wellington.

Casarse con una rica heredera solucionaría los problemas financieros de su país. El problema estribaba en que, tras el desastre de su último matrimonio, no tenía ningún deseo de volver a verse nunca más inmerso en el mismo infierno.

El fresco aire de la mañana le acarició el torso cuando se acercó descalzo a las puertas del balcón y apartó las pesadas cortinas de lino. Observó con oscura mirada la lluvia gris que caía en su último día de libertad como soltero. En aquel momento, como si fuera un presagio, el sol atravesó el grueso velo de nubes tormentosas que colgaban sobre el puerto de Wellington e iluminó el cuadro de sus ancestros del siglo XII que dominaba la suite.

Gabe observó el cuadro del primer jeque Kadin, en cuyo cumpleaños tuvo él la mala suerte de nacer. Kadin, un caballero templario forjado en la batalla, ganó su fama al llevarse a la prometida de otro hombre junto con su dote de diamantes. La novia raptada, Camille de Vallois, una pelirroja esbelta de exóticos ojos oscuros, había empezado entonces a embelesar al antepasado de Gabe hasta el punto de la obsesión.

A Gabe se le formó un nudo en el estómago al pensar en la obsesión que se había apoderado de su propio matrimonio de juventud, aunque en su caso la obsesión no procedía de él.

Cuando se casó con Jasmine, su novia desde la infancia, ella se volvió cada vez más exigente y dependiente. Se echaba a llorar o tenía una rabieta cuando no conseguía lo que quería. Se quejaba de la apretada agenda de trabajo de Gabe y estaba convencida de que tenía aventuras. Cuando él se negó a tener hijos hasta que su relación alcanzara un mayor equilibrio, Jasmine se lo tomó como una señal de que se arrepentía del matrimonio. Lo culpable que le hacía sentir se transformó en obsesión cuando, tras una fuerte discusión durante un crucero, Jasmine se subió al bote del yate, chocó contra las rocas y se ahogó.

El recuerdo del agua helada y salada chocando contra las rocas mientras él intentaba salvar a Jasmine le provocó un pequeño dolor en la cicatriz que le marcaba el pómulo, un recuerdo permanente de aquel día.

Según la leyenda, la apasionada relación de su antepasado con la mujer que se casó tuvo un final feliz. La experiencia de Gabe fue tan terrible que no permitiría que ninguna mujer volviera a ejercer semejante poder sobre él. En su opinión, la pasión tenía su lugar, pero solo en relaciones cortas y controladas. El amor era otra cosa totalmente distinta; no volvería a dejarse arrastrar por aquella tormenta.

Una llamada a la puerta le distrajo de sus pensamientos. Se puso una camiseta, abrió y se encontró con su viejo amigo y jefe de seguridad del país. Xavier, que acababa de llegar de Zahir, entró en la espaciosa sala anexa al dormitorio de Gabe y le tendió un sobre.

–Correo especial.

Gabe abrió el sobre y sacó el contrato matrimonial que había acordado con sus abogados antes de salir de Zahir.

Xavier miró el contrato como si fuera una bomba a punto de hacer explosión.

–No me lo puedo creer. Vas a seguir adelante con esto.

Gabe se dirigió a la moderna cocina que había al lado de la sala.

–No hay demasiadas opciones.

Con los fríos vientos de la bancarrota soplando a la espalda y los restos de la extraordinaria riqueza de Camille perdidos durante la confusión de la Segunda Guerra Mundial, dependía de Gabe restaurar la fortuna del país casándose por interés con una mujer extremadamente rica.

Xavier sacudió la cabeza cuando su amigo le ofreció un vaso de zumo de naranja.

–Creía que después de Jasmine…

–¿Había llegado el momento de que siguiera adelante?

Xavier puso cara de impaciencia.

–Cuanto te casaste con Jasmine erais los dos muy jóvenes. Es hora de que tengas un matrimonio de verdad.

–El matrimonio con Jasmine fue suficientemente real –Gabe se acabó el zumo y dejó el vaso sobre la encimera con un golpe seco. Todavía podía sentir aquella conocida frialdad en el estómago, la tirantez en el pecho cada vez que pensaba en el pasado y en cómo le había fallado a su mujer cuando ella más lo necesitaba–. Este matrimonio no lo será. Recuerda que se trata de un acuerdo de negocios.

Todo estaba previsto y controlado, lo que evitaba cualquier posibilidad de que surgiera alguna emoción destructiva o manipuladora.

Xavier, que estaba felizmente casado, no se molestó en ocultar su incredulidad.

–¿De verdad crees que puedes mantenerlo así? ¿Qué mujer lo permitiría?

Gabe alzó una ceja mientras pasaba las últimas hojas del contrato. Contenía una corta lista de candidatas y fotos de mujeres jóvenes y guapas procedentes de familias ricas que habían mostrado interés por la oportunidad de prestigio y negocio inherentes al matrimonio con el futuro jeque de Zahir.

Xavier miró la lista y frunció el ceño.

–Sigo pensando que cometes un grave error, pero si quieres asistir a tu propio funeral, allá tú.

Gabe presenció el momento en el que Xavier se dio cuenta de lo inoportuno de su comentario sobre el funeral. Atajó sus disculpas con una palabra corta. Habían crecido juntos. Xavier fue su padrino cuando se casó, y también mantuvo alejada a la prensa y a las hordas de amigos y familiares cuando Jasmine murió, regalándole así a Gabe la intimidad que necesitaba. Su amistad se había fortalecido con todo aquello.

–En algún momento tendré que casarme. No te olvides de que, aparte del dinero, Zahir necesita un heredero.

Cuando Xavier se hubo marchado, Gabe agarró ropa limpia y se dirigió a la ducha. Pensó en el comentario que le había hecho su amigo sobre que Jasmine y él eran demasiado jóvenes para casarse. Él tenía entonces veinte años y Jasmine dieciocho. El matrimonio duró dos años.

Abrió el agua de la ducha y esperó a que saliera vapor antes de quitarse la ropa y colocarse bajo el chorro. Ahora tenía treinta años y era el único hijo de su padre, por lo que necesitaba casarse y continuar con el linaje familiar. La idea de una segundo matrimonio le llevó a apretar las mandíbulas. Se le ocurrían otras formas de conseguir el dinero que Zahir necesitaba. Formas occidentales que en aquel momento no formaban parte de la constitución de Zahir. Pero su padre se estaba recuperando de un cáncer y recelaba de las nuevas inversiones, así que Gabe aceptó la anticuada solución de su padre.

Unos minutos más tarde, vestido con camisa blanca, corbata roja y traje oscuro, se tomó de pie el café aromático que le gustaba mientras observaba la fuerte lluvia que caía sobre el puerto. Por fría y extraña que fuera aquella visión, situada a miles de kilómetros de la soleada Zahir, le resultaba sin embargo familiar. Su madre había nacido en Nueva Zelanda, y Wellington había sido su segundo hogar porque había ido al colegio allí.

Consultó el reloj y dejó la taza de café vacía en la mesita al lado del contrato de matrimonio. Ahora tenía un desayuno de trabajo con los ministros de turismo de Zahir y de Nueva Zelanda. Le seguirían una cadena de reuniones de negocios y luego, por la noche, habría un cóctel con una presentación de los atractivos turísticos de Zahir.

A pesar de la decisión que había tomado, a Gabe se le ocurrían mejores modos de pasar su último día de libertad.

 

Estaba destinada a ser amada, amada de verdad…

 

La alarma del despertador estuvo a punto de sacar a Sarah Duval de su sueño, pero la irresistible pasión que la tenía atrapada era demasiado adictiva para dejarla escapar. Cerró firmemente los ojos para no pensar en otro día rutinario de su trabajo como profesora y apagó la alarma. Se tapó con la almohada de plumas en la cabeza y volvió a su sueño.

 

La mirada directa del guerrero estaba cargada con la firme resolución que llevaba años esperando, como si él pensara que era bella, o mejor todavía, como si estuviera fascinado por ella.

Unos dedos fuertes le sujetaron la barbilla. Sarah apartó la vista de la fascinante cicatriz que le trazaba una línea en el pómulo y reprimió el automático recelo que la atenazó, no podía creer que, tras años de ser rechazada por los hombres, un hombre indecentemente atractivo pudiera desearla de verdad. Pero el calor que surgía de su bronceado rostro, el rápido latido de su corazón bajo las palmas de las manos, no parecían mentira.

Lo cierto era que el guerrero no hablaba mucho, pero a Sarah le parecía bien. Tras años de minucioso estudio del lenguaje corporal por haber aprendido que no podía confiar siempre en lo que se decía, había aprendido a poner su confianza en el vocabulario de los sentidos.

Dejando a un lado su habitual sentido práctico, se puso de puntillas, enterró los dedos en la seda negra como la noche de su pelo y se apretó contra el calor de su cuerpo. El guerrero cerró la boca sobre la suya y una emoción casi dolorosa por su intensidad la atravesó. Supo de un modo vago que aquello era lo que buscaba. Los largos años de espera habían terminado. Por fin sabría lo que era ser deseada de verdad, hacer por fin el amor…

 

El sonido de la alarma volvió a sacar una vez más a Sarah de su sueño, aunque la voz del guerrero parecía colgar en el aire.

 

Eres mía para siempre.

 

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando silenció la alarma. Parpadeó al ver lo gris que estaba el día y escuchó el reconfortante sonido de la estufa de aceite que se había puesto al lado de la cama para mantener a raya el frío del invierno. Aspiró con fuerza el aire para liberar la tensión que le atenazaba el pecho y la garganta. Como si de verdad hubiera sido el foco del deseo de un macho poderoso…

Un golpe seco hizo que dirigiera la mirada hacia el diario familiar forrado de piel que había estado leyendo antes de dormirse. Se le había resbalado por el borde de la cama y se le había caído al suelo. El diario, que había sido traducido parcialmente del francés antiguo por una prima erudita, relegaba el sueño a su verdadero contexto: la fantasía.

Nada de aquello había sido real. Al menos no más real para Sarah que el dramático contenido del diario personal de Camille de Vallois. Una solterona intelectual que vivió hacía más de ochocientos años y a la que su familia vendió en matrimonio. Sin embargo, cuando su barco se fue a pique contra las rocas de Zahir, se reinventó a sí misma como una femme fatale aventurera y fue tras el hombre que deseaba, un jeque que además había sido caballero templario. Camille lo había arriesgado todo por amor, aunque con la ayuda de una enorme dote, y tuvo éxito.

Sarah frunció el ceño, recordó el sueño tan vívido que había tenido y dejó escapar a regañadientes los últimos remanentes de las poderosas emociones que había experimentado. La historia de Camille había sido sin duda el origen de su sueño. Además, el día anterior, atrapada por el romanticismo de lo que estaba leyendo en el diario, se había pasado por el consulado de Zahir y se había llevado un panfleto sobre una exhibición de artefactos del país y una conferencia sobre su historia y su cultura. Cuando salía del edificio bajo un aguacero con la cabeza baja, se tropezó con un hombre tan guapo que durante unos segundos su cerebro se negó a funcionar.

Para cuando recuperó la capacidad de habla, él había recogido los panfletos que se le habían caído, se los había dado y había entrado en el consulado tras dirigirle una sonrisa. El héroe de su sueño, con cicatriz y todo, se parecía sospechosamente a aquel hombre.

Se le sonrojaron las mejillas al recordar algunos elementos gráficos de aquel sueño, el abrasador abrazo y el beso arrebatador que la había dejado prácticamente derretida. Se había tratado sin duda de una fantasía que nada tenía que ver con su vida normal como estirada profesora de historia.

En el caso de su antepasada, el sueño se había hecho realidad, pero Sarah no debía olvidar que el romance de Camille estuvo desde el principio suavizado por el dinero. Aunque fuera una historia de amor, Sarah estaba convencida de que el jeque Kadin había sabido a quién se arrimaba.

Incorporándose en la cama, agarró el diario, que incluía hojas fotocopiadas del original escritas en francés antiguo junto con las secciones del diario que su prima había traducido hasta el momento. Una fuerte oleada de viento golpeó el lateral de su cabaña, agitando las ventanas y provocando que las viejas vigas de resina. Sarah apartó la colcha, se puso de pie y se calzó las mullidas zapatillas, se anudó la gruesa bata a la cintura y se acercó a la ventana para observar el tormentoso día.

La empinada calle en la que vivía estaba envuelta en una atmósfera gris. Las lámparas de vapor de sodio proyectaban un brillo apagado sobre los setos bien recortados, la valla blanca y los rosales. Las casas, pegadas las unas a las otras, no eran elegantes ni antiguas ni modernas. Habitadas por personas solas como ella o familias jóvenes, eran algo mucho más útil: baratas.

Sarah volvió a correr las cortinas y entró en la cocina para prepararse una taza de té antes de ducharse y prepararse para ir al trabajo. La minúscula cocina, con los muebles muy pegados para aprovechar al máximo el mínimo espacio, estaba lo más lejos que se podía estar de la exótica isla de Zahir.

Mientras se tomaba el té caliente, observó el reflejo que le devolvía la ventana situada sobre la encimera y comenzó a examinar con ojo crítico su apariencia. Con el pelo recogido en un moño, la cara sin maquillar y la gruesa bata que le hacía parecer diez kilos más gorda, tenía un aspecto desaliñado, cansado y aburrido.

Frunció el ceño y sintió una punzada en el pecho al pensar que tenía veinticuatro años y ya no era ninguna niña. Se acercó para observar mejor su reflejo. Tenía los ojos azules, la piel pálida, el pelo abundante, liso y oscuro. Era la bata vieja lo que la hacía parecer pálida, y también el pelo recogido. No era mayor.

Pero cumpliría veintinueve el mes próximo. Solo le faltaba un año para tener treinta.

La presión del pecho aumentó. Aspiró con fuerza el aire y trató de suavizar la tensión, pero la idea de cumplir treinta le aceleraba el corazón. De pronto fue muy consciente del paso del tiempo que la dejaba atrás, de su incapacidad para encontrar a alguien especial a quien amar y que a su vez la amara también.

Tras aquel pensamiento se asomó un antiguo miedo. Que su desastroso historial con los hombres no era una cuestión de mala suerte, sino que era culpa de ella. Ella era el problema. Tal vez fueran su vena académica o sus maneras bruscas, o seguramente su insistencia obsoleta en ser amada antes de que el sexo entrara en la ecuación.

Pensó con tristeza en sus dos compromisos. Su primer prometido, Roger, se enfadó porque no estaba preparada para acostarse con él la semana de su compromiso y lo canceló.

La segunda vez escogió mejor, o eso creyó. Estuvo varios meses saliendo con un profesor compañero de trabajo, Mark, que parecía conforme con su idea de mantenerse célibe hasta la boda. Pero desgraciadamente, la mañana de la boda descubrió que él se había enamorado de otra persona. Una rubia guapa con la que llevaba acostándose cuatro meses.

Normalmente no se torturaba con los dolorosos detalles de aquellos errores. Esconder la cabeza en la arena y anestesiarse con el trabajo habían sido opciones mucho más atractivas.

Pero leer el diario que le había enviado hacía poco su prima y aquel sueño tan profundamente sensual habían cambiado algo en ella de un modo casi imperceptible. Tal vez lo que sentía se mezclaba con su reloj biológico. Fuera cual fuera la causa, aquella mañana se sentía diferente, dolorosamente viva y vulnerable, como si estuviera parada al borde de un precipicio.

Y sabía de qué precipicio se trataba: finalmente estaba preparada para intentarlo de nuevo. El pulso se le aceleró ante la certeza de que, tras años de carencia, quería amar y ser amada. Y esta vez quería pasión y sexo desenfrenado, con matrimonio o sin él. La adrenalina le recorrió las venas ante la idea. Estaba cansada de esperar, de perderse cosas. Quería arriesgarse, encontrar a un hombre a quien pudiera no solo desear, sino también enamorarse locamente de él.