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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sarah Morgan

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Magia en la nieve, n.º 93 - noviembre 2015

Título original: Sleigh Bells in the Snow

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7284-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los editores

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Los editores

 

Magia en el aire es una historia sensual y romántica llena de humor, aunque también tiene su dosis de dramatismo.

La inesperada química que surge entre Kayla Green y Jackson O’ Neil nada más conocerse, da paso rápidamente a un amor a primera vista, que se desarrolla en el escenario más romántico imaginable: una cabaña de lujo en mitad de un bosque nevado.

Sarah Morgan recrea la atmósfera de la Navidad y describe maravillosamente bien el paisaje invernal, logrando trasportar al lector hasta este aislado rincón del mundo, haciéndole sentir el frío y la soledad del exterior, y el calor que generan tanto las llamas de la chimenea como la pasión que consume a nuestra pareja.

Todo esto hace de Magia en el aire una novela muy recomendable.

Feliz lectura.

 

Los editores

Dedicatoria

 

Para mi familia, con amor

Capítulo 1

 

Kayla Green subió el volumen de su lista musical favorita y bloqueó el paso del sonido de la música festiva y de la risa que se colaba por la rendija inferior de la puerta de su despacho.

¿Acaso era la única que odiaba aquella época del año?

Tenía que haber alguien que sintiera lo mismo que ella.

Alguien que no esperara que la Navidad fuera alegre y brillante.

Alguien que supiera que el muérdago era venenoso.

Se quedó mirando por la ventana, observando con tristeza caer los copos de nieve al otro lado de la gran cristalera que ocupaba, de suelo a techo, dos terceras partes del esquinazo de su espacioso despacho. Ella no esperaba con impaciencia la blanca Navidad, pero parecía que, de todos modos, la iba a tener.

Mucho más abajo, las calles de Manhattan estaban abarrotadas de turistas entusiasmados por poder disfrutar del ambiente de Nueva York en aquellas fechas. Delante del Rockefeller Center había un enorme abeto adornado con luces de colores, y el río Hudson brillaba suavemente en la distancia, como si fuera una cinta color gris plateado bajo la luz invernal.

Kayla le dio la espalda a la nieve, al árbol y a los rascacielos de la ciudad y se concentró en la pantalla del ordenador.

Un momento después, se abrió la puerta y Tony, su homónimo de Entretenimiento y Deportes, entró en el despacho con dos copas de champán. Ella se quitó los auriculares.

–¿Quién está eligiendo la música de ahí fuera?

–¿No te gusta la música? –preguntó él. Llevaba el primer botón de la camisa desabrochado y, por el brillo de sus ojos, podía suponerse que aquella no era su primera copa de champán–. ¿Por eso estás aquí escondida?

–Estoy buscando la paz interior, pero me conformo con la paz exterior, así que, si puedes cerrar la puerta cuando salgas, sería perfecto.

–Vamos, Kayla. Estamos celebrando nuestro mejor año en toda la historia de la empresa. Es una tradición británica la de emborracharse, cantar horriblemente mal al estilo karaoke y flirtear con tus compañeros de trabajo.

–¿Quién te ha dicho eso?

–He visto El diario de Bridget Jones.

–Ah, claro –dijo ella. La música le daba dolor de cabeza. Siempre tenía las mismas sensaciones en aquella época del año. Se le formaba un nudo de pánico en el estómago, y un dolor le atenazaba el pecho hasta el veintiséis de diciembre–. Tony, ¿querías algo? Porque me gustaría seguir trabajando.

–Es la fiesta de la empresa. No puedes quedarte trabajando hasta muy tarde esta noche.

En su opinión, era la noche perfecta para quedarse trabajando hasta muy tarde.

–¿Has visto, o leído, Cuento de Navidad?

Frente a ella, en el escritorio, apareció una copa de champán.

–Me imagino que, en esta situación, tú no eres el pequeño Tim, así que solo puedes ser Scrooge o uno de los fantasmas.

–Soy Scrooge, pero sin el camisón de mal gusto –respondió Kayla. Hizo caso omiso del champán y miró hacia fuera a través del hueco de la puerta–. ¿Sabes si Melinda está por ahí?

–La última vez que la he visto tenía embelesado al consejero delegado de Adventure Travel, que te ha estado buscando toda la noche para poder agradecerte personalmente los increíbles resultados que ha tenido este año su empresa. Las reservas han aumentado en un doscientos por cien desde que tú te hiciste cargo de su cuenta. Y no solo eso, sino además conseguiste que su fotografía fuera portada de la revista Time –dijo Tony. Alzó la copa en un brindis y esbozó una sonrisa–. Hasta que tú llegaste a Nueva York, yo era el niño mimado. Brett me daba consejos sobre cómo llegar a lo más alto. Yo estaba destinado a ser el vicepresidente más joven que nunca hubiera tenido esta empresa.

Ella se alarmó.

–Tony…

–Ahora, lo más probable es que ese honor sea para ti.

–Tú sigues siendo el niño mimado. Trabajamos en departamentos distintos. ¿No podríamos dejar esta conversación para mañana? –le preguntó Kayla, y metió la mano en su bolso para buscar un informe. Ojalá pudiera meterse dentro y cerrarlo hasta enero–. Estoy muy ocupada.

–¿Demasiado ocupada como para atender un poco a mi ego?

Ella miró el champán de reojo.

–Siempre he pensado que la gente debería responsabilizarse de su propio ego.

Él se rio en voz baja.

–Si eso lo hubiera dicho cualquier otra persona, habría pensado que era una indirecta. Sin embargo, tú no lanzas indirectas, ¿verdad? No tienes tiempo para eso. Igual que no tienes tiempo para fiestas, ni para cenas, ni para ir a tomar algo después del trabajo. Tú no tienes tiempo para nada, salvo para trabajar. Para Kayla Green, vicepresidenta adjunta de Turismo y Hostelería, no existe nada más que el siguiente negocio. ¿Sabes que en la oficina han hecho una apuesta sobre si duermes con el teléfono móvil o no?

–Por supuesto que duermo con el teléfono. ¿Tú no?

–No. Algunas veces, duermo con un ser humano, Kayla. Una mujer de sangre caliente, desnuda. Algunas veces me olvido del trabajo y me permito el lujo de pasar una noche de sexo, de sexo increíblemente bueno.

Mientras decía todo aquello, Tony la estaba mirando a los ojos, y le estaba transmitiendo un mensaje tan claro que ella se arrepintió de no haber cerrado con el pestillo la puerta del despacho.

–Tony…

–Seguramente, voy a quedar como un idiota de remate, pero…

–Por favor, no –dijo Kayla, y dejó de mirar el informe–. Vuelve a la fiesta.

–Eres la mujer más atractiva que he conocido en mi vida.

«Oh, mierda».

–Tony…

–Cuando te trasladaron desde Londres directamente al puesto de vicepresidenta adjunta, admito que estaba más que dispuesto a odiarte, pero tú nos desarmaste a todos con tu encantadora forma de ser británica, y conquistaste a Brett con tu infalible instinto para los negocios –dijo él, y se inclinó hacia delante–. Y me conquistaste a mí.

Karla miró la copa que Tony tenía en la mano.

–¿Cuántas de esas te has tomado?

–El otro día, te estaba observando en la sala de juntas, cuando le hacías la presentación a tu cliente. Nunca estabas quieta.

–Pienso mejor cuando paseo de un lado a otro.

–Y, te paseabas con esa falda de tubo ajustada que tan bien le sienta a tu trasero, y con esos tacones de aguja que tan bien le sientan a tus piernas kilométricas, y yo pensaba: «Kayla Green tiene la mente más privilegiada del mundo para los negocios, y también tiene unas piernas estupendas…».

–Tony…

–Y no solo tienes unas piernas estupendas, sino que tienes unos ojos verdes increíbles, que pueden matar a un hombre a varios metros de distancia.

Ella hizo un gesto negativo.

–No. No es verdad. Tú todavía estás vivo, así que estás equivocado. Ahora, vuelve a la fiesta.

–Salgamos de aquí, Green. Vamos a mi casa. Solo tú, yo y mi enorme cama.

–Tony… –dijo ella, intentando adoptar una actitud firme y de absoluto desinterés–. Sé que te habrá costado hablar con tanta sinceridad de tus sentimientos, así que voy a ser igualmente sincera –añadió. Bueno, en realidad, ni por asomo, pero sí todo lo sincera que podía ser–. Aparte de que yo nunca tendría una relación personal con un compañero de trabajo, porque sería una falta de profesionalidad, soy un completo desastre en las relaciones.

–Tú nunca podrías ser un desastre en nada. Esta misma semana he oído a Brett diciéndole a un cliente que eres una superestrella –dijo él, con un deje de amargura, y suspiró.

–¿De eso se trata? ¿De una competición? Porque, sinceramente, cuando Brett te estaba dando consejos para llegar a lo más alto, no creo que tuviera la intención de que lo interpretaras literalmente.

–Sexo apasionado y sucio, Kayla, y solo esta noche –dijo él, alzando su copa–. El mañana no existe.

En su opinión, el mañana debía llegar cuanto antes.

–Buenas noches, Tony.

–Yo conseguiría que te olvidaras de los correos electrónicos.

–Ningún hombre ha conseguido que me olvide de los correos electrónicos –dijo ella, y pensar en aquel hecho tan deprimente no le sirvió para animarse–. Estás borracho, y mañana te vas a arrepentir de esto.

Él se sentó en su escritorio y aplastó unas facturas que esperaban la firma de Kayla.

–Creía que yo trabajaba mucho y bien y, entonces, te conocí a ti, Kayla Green, genio de la publicidad y de las relaciones públicas, que nunca mete la pata.

Ella tiró de las facturas.

–Mi pata va a conectar con tu trasero si no lo levantas de mis facturas. Y, ahora, vete a casa, antes de que le digas algo que no debes a alguien importante –dijo. Estaba a punto de levantarse y echarlo del despacho, cuando entró su secretaria, Stacy.

Stacy se fijó rápidamente en la copa vacía que Tony tenía en la mano.

–Ah, Tony, Brett te está buscando. Hay una nueva oportunidad de negocio. Dice que tú eres el hombre.

–¿De verdad? –preguntó él. Tomó la copa intacta del escritorio de Kayla y se encaminó hacia la puerta–. Nada puede interponerse en el camino de los negocios, ¿verdad? Y, menos, el placer.

Stacy lo vio marcharse con las cejas arqueadas.

–¿Qué mosca le ha picado? –preguntó.

–No ha sido una picadura. Es que se ha bebido dos botellas de champán –respondió Kayla, y se puso a mirar la pantalla de nuevo, aunque sin darse cuenta de lo que veía–. ¿Lo estaba buscando de verdad Brett?

–No, pero parecía que tú estabas a punto de darle un puñetazo, y no quería que te pasaras la Navidad en la comisaría. He oído que dan muy mal de comer.

–Eres única, y te acabas de ganar una buena bonificación.

–Ya me has dado una buena bonificación. Me he regalado este top –dijo Stacy, y giró como si fuera una bailarina. Las lentejuelas negras de su jersey brillaron bajo la luz–. ¿Qué te parece?

–Me encanta. Pero no te acerques a Tony el Tentáculos.

–A mí me parece mono –dijo Stacy, y se ruborizó–. Lo siento. Demasiada información.

–¿Te parece que está bueno? –preguntó Kayla, mirando hacia la puerta por la que acababa de salir Tony, y se preguntó a sí misma si le ocurría algo–. ¿En serio?

–Se lo parece a todo el mundo. Salvo a ti, obviamente, pero eso es porque trabajas demasiado como para darte cuenta. ¿Por qué no vienes a la fiesta?

–No, solo hablan de la cena de Navidad. A mí se me da bien hablar de trabajo, pero no sé nada de niños, mascotas y abuelas.

–Hablando de trabajo, puede que consigamos un nuevo proyecto. Hay una reunión mañana con el posible cliente. Brett quiere que tú estés presente.

Kayla se sintió aliviada por el cambio de tema, y se animó.

–¿Quién es el cliente?

–Jackson O’Neil.

–Jackson O’Neil. Consejero delegado de Snowdrift Leisure. Tienen varios hoteles especializados en deportes de invierno, sobre todo en Europa: Zermatt, Klosters, Chamonix… Impresionante. Con mucho éxito. ¿Qué pasa con él?

Stacy se quedó mirándola con la boca abierta.

–¿Cómo sabes todo eso?

–Es lo que hago cuando el resto de la gente tiene su vida social –respondió Kayla, y tecleó Jackson O’Neil en el motor de búsqueda de Internet–. ¿Quieren trabajar con nosotros? Puedo hablar con alguien de la oficina de Londres.

–No se trata del negocio europeo. Y no se trata de Snowdrift Leisure. Hace año y medio pasó a un segundo plano en su empresa para poder volver a Estados Unidos y dedicarse al negocio familiar.

–¿De verdad? ¿Y cómo es que no me he enterado de eso?

Kayla miró las fotografías que aparecieron en la pantalla. Jackson O’Neil era, como mínimo, dos décadas más joven de lo que ella había imaginado. En las imágenes no aparecía el típico encuadre corporativo de la cabeza y los hombros, sino que aparecía un hombre esquiando por lo que parecía una pared vertical. Parecía imposible.

–¿Es Photoshop?

Stacy miró la fotografía y emitió un sonido de apreciación.

–Ese hombre está increíblemente bueno. Estoy segura de que bebe Martini con vodka agitado, no removido. No, no es Photoshop. Los tres hermanos O’Neil son esquiadores. Tyler O’Neil era miembro del equipo olímpico de Estados Unidos hasta que se lesionó. Siempre están tirándose por algún precipicio.

–Entonces, lo mejor será que no mencione que me da vértigo subir a lo alto del Empire State Building –dijo Kayla, e hizo clic en la fotografía–. Snowdrift Leisure es una empresa muy rentable. ¿Por qué no es su prioridad?

–Por la familia. Son los dueños de Snow Crystal Resort & Spa, en Vermont.

Familia. La fuerza más destructiva conocida por el hombre.

–No he oído hablar de ese hotel.

–Supongo que por eso se ha puesto en contacto con nosotros.

–Si quería dirigir el negocio familiar, ¿por qué no lo hizo desde el principio, en vez de fundar su propia empresa?

Empezó a navegar por la página web de Snow Crystal y miró las imágenes. Un hotel grande, de estilo alpino, con cabañas de madera dispersas por el bosque. Una pareja adorable y sonriente en un trineo de caballos. Familias riéndose mientras patinaban en un lago helado. Rápidamente, volvió a las imágenes de las cabañas.

–Puede que sea un hombre que prefiere los retos.

–Sin duda, te lo dirá cuando os conozcáis. Preguntó por ti. Dijo que ha visto lo que hiciste por Adventure Travel.

–Entonces, ¿quieren promocionar su negocio?

–Brett cree que, si consigues impresionar a Jackson O’Neil mañana, esa cuenta es nuestra.

–Entonces, mejor será que lo impresionemos.

–Estoy segura de que lo vas a conseguir –dijo Stacy. Después, preguntó con un titubeo–: ¿Has esquiado alguna vez?

–No, exactamente. Es decir, que nunca me he puesto un par de esquís, pero la semana pasada me resbalé en la nieve a la salida de Bloomingdales. Me pareció que se me iba a salir el estómago por la boca. Esquiar debe de producirte esa misma sensación.

Stacy se echó a reír.

–Mis padres me llevaron a Vermont cuando era pequeña. Lo único que recuerdo es el hielo. Hasta los árboles estaban helados.

–Pues perfecto, porque me encanta el hielo.

–¿De verdad?

–Por supuesto. Mi modalidad preferida es la machacada, dentro de una margarita, o esculpida en forma de cisne como centro de una mesa, pero me conformo con tenerlo bajo los pies, si es necesario. No te preocupes, Stacy. Voy a ayudarles a promocionar el hotel, no a pasar unas vacaciones allí. Cuando trabajé en la cuenta de aquel safari africano, ¿tuve que abrazar a un león? No –dijo Kayla.

Estaba sintiendo aquella emoción que siempre notaba cuando se enfrentaba a una nueva oportunidad de negocio. Su miedo a la Navidad se mitigó un poco al saber que tenía un motivo de peso para concentrarse en el trabajo. Superaría aquella Navidad como había superado todas las demás, y nadie se enteraría.

–Por favor, busca toda la información que puedas sobre Snow Crystal y la familia O’Neil, en especial sobre Jackson. Quiero saber por qué ha delegado el mando de su próspero negocio para volver a casa a dirigir un hotel que yo ni siquiera encuentro en un mapa.

–Tendrás el informe a primera hora de la mañana –dijo Stacy–. Tal vez debas tomarte un descanso, Kayla. ¡Se te está olvidando que es Navidad!

–No se me está olvidando.

Llevaba quince años intentando olvidarlo. No era posible.

Cada vez que salía de casa o de la oficina, caminaba con la cabeza agachada para no ver los escaparates de las tiendas adornados, ni las luces, pero no servía de nada.

Stacy ordenó la pila de facturas.

–¿Estás segura de que no quieres venir con nosotros a ver a Santa Claus?

Se sintió como si alguien le estuviera serrando el estómago.

Abrió el cajón del escritorio, sacó una caja de pastillas antiácido y se tragó dos. ¿Tomando varias de ellas podría quedarse inconsciente hasta que pasaran las fiestas?

–No puedo, lo siento, pero te agradezco la invitación.

–Va a haber árboles de Navidad, elfos…

–Oh, Dios, pobre.

–¿Por qué? A mí me encanta la Navidad –dijo Stacy, con una mirada de asombro–. ¿A ti no?

–Adoro la Navidad. Pero tengo mucho trabajo y no puedo ir. Quería decir pobre de mí, no de ti –respondió ella–. Acuérdate de mí cuando estés socializando con los elfos.

–A lo mejor deberías venir de todos modos, y darle tu carta a Santa Claus. «Querido Santa Claus, por favor, tráeme la cuenta de Crystal Snow con un impresionante presupuesto y, de paso, a Jackson O’Neil desnudo, todo envuelto en papel de regalo».

Lo único que ella quería de la Navidad era que acabase lo antes posible.

Los recuerdos se agolparon en su mente, y Kayla se levantó de repente y caminó hasta el ventanal. Se vio rodeada de cosas que le recordaban a la Navidad, así que volvió a su escritorio y se sentó, prometiéndose a sí misma que, el año siguiente, iba a reservar un crucero a la Antártida. A ver ballenas. Las ballenas no celebraban la Navidad, ¿verdad?

En aquel momento, sonó el teléfono, y a ella se le escapó un suspiro de alivio. Stacy hizo ademán de descolgar el auricular, pero Kayla la detuvo.

–Yo contesto. Estoy esperando una llamada del consejero delegado de Extreme Explore. Preferiría que el hombre no se quedara sordo por culpa de los villancicos, así que, si no te importa, vuelve a la fiesta y cierra la puerta cuando salgas. Muchas gracias, Stacy. Si alguien te pregunta, no me has visto.

Esperó a que Stacy saliera y, con un gimoteo, posó la frente en el escritorio.

–Por favor, Navidad, horrible Navidad, pasa rápidamente este año, o voy a necesitar hasta el último carámbano de hielo de Vermont para enfriar todo el alcohol que pienso beberme –murmuró. Después, respiró profundamente y descolgó el teléfono–. ¿Oliver? –dijo y, temiendo que él pudiera percibir su desesperación, sonrió, agradeciéndole al cielo que no fuera una videoconferencia–. Hola, soy Kayla. Me alegro mucho de hablar contigo. ¿Cómo estás? He terminado de leer tus planes de negocio para el año que viene. ¡Es emocionante!

Aquello sí podía hacerlo.

Sin Navidad. Sin Santa Claus. Sin recuerdos.

Solo su trabajo.

Si mantenía la cabeza agachada y se concentraba en conseguir la cuenta del hotel de la familia O’Neil, al final, conseguiría superarlo todo.

 

 

–¿Qué clase de tontería es esta?

Aunque tenía ochenta años, Walter O’Neil dio un puñetazo en la mesa de la cocina con la fuerza de un hombre de cuarenta, mientras su nieto Jackson permanecía sentado, mordiéndose la lengua y conteniendo su enfado.

Todas las reuniones eran iguales.

Todas sus batallas volvían a lo mismo.

Por eso nunca había querido trabajar con su familia: porque no era un trabajo, sino un asunto personal. No había espacio para operar. Cualquier insinuación de una idea nueva era suprimida de inmediato. Él había creado su propia empresa de la nada, pero, en aquel momento, se sentía como un adolescente que tenía que ayudar en la tienda familiar los fines de semana.

–Se llama «marketing», abuelo.

–Se llama «tirar el dinero». Yo no lo habría hecho, ni tu padre tampoco.

Aquel golpe le acertó de lleno en el estómago. Jackson intercambió una rápida mirada con su hermano, pero, antes de que ninguno de los dos pudiera responder, se oyó un estruendo. Su abuela se había quedado consternada, mirando los fragmentos de una bandeja que se le había caído al suelo y se había roto.

La cachorrita gimió y se metió debajo de la mesa.

–Abuela… –Jackson se levantó, olvidándose al instante de su propio dolor. Sin embargo, su madre llegó antes que él.

–No te preocupes, Alice. De todos modos, siempre odié esa fuente. Era horrible. Yo lo recojo.

–Normalmente no soy tan torpe.

–Llevas cocinando toda la mañana. Debes de estar agotada –dijo su madre, y le lanzó una mirada de reproche a su suegro, que se la devolvió sin arrepentimiento alguno.

–¿Qué pasa? ¿Me estáis diciendo que no puedo hablar de Michael? ¿Vamos a fingir que esto no está sucediendo? ¿Vamos a barrer su recuerdo y meterlo debajo de una alfombra como si fueran migas?

Jackson no supo lo que era peor, si ver a su abuela tan apagada, o ver las ojeras de su madre.

–Necesito ayuda para decorar las galletas de jengibre de Santa Claus –dijo ella, con suavidad, e ignoró la mirada asesina de su suegro. Al instante, tenía a Alice sentada en la mesa, delante de unas filas de galletas recién hechas y varios cuencos de glaseado de colores para la decoración.

Tyler se sentó al otro extremo de la mesa. Estaba inquieto e impaciente.

–Creía que esto iba a ser una reunión familiar, no una discusión familiar.

–¿Discusión? –preguntó Alice, mirando a Elizabeth con preocupación–. ¿Esto es una discusión?

–Claro que no. La gente solo está diciendo lo que piensa.

–Se supone que las familias deben permanecer unidas.

–Estamos unidos, Alice. Por eso hacemos tanto ruido.

–Bueno, pues yo voy a reducir el número –dijo Tyler, y se levantó.

Jackson lo miró fijamente.

–Siéntate. No hemos terminado.

–Yo, sí –dijo Tyler, que siempre rechazaba la autoridad. Sin embargo, en aquel momento, al ver la cara de su hermano, se sentó–. Recuérdame otra vez por qué he venido a casa.

–Porque tienes una hija –ladró Walter–. Y tienes responsabilidades. Y llega un punto en la vida de un hombre en el que tiene que hacer algo más que tirarse por las pistas con los esquís y perseguir a las mujeres.

–Tú eres el que me enseñó a tirarme por las pistas. Tú me transmitiste los genes y los esquís, y me enseñaste lo que tenía que hacer con ellos.

Jackson se preguntó cómo demonios iba a dirigir un lugar como aquel si sus empleados tenían más bagaje del que había en la cinta transportadora de un aeropuerto.

–Debemos centrarnos en la empresa –dijo. Con su tono de voz, consiguió que los demás le prestaran atención–. Tyler, tú vas a ayudar a Brenna a llevar el programa de actividades de invierno.

Y aquel era otro problema en ciernes. Tenía la sensación de que Brenna no se iba a poner muy contenta de ver a Tyler otra vez en Snow Crystal, y estaba seguro de que él sabía cuál era el motivo.

Esperó a que su madre pusiera un cuenco de glaseado blanco en la mesa, y le dio un cuchillo a su abuela.

Una vez que Alice estuvo ocupada, Elizabeth O’Neil empezó a recoger los fragmentos de porcelana del suelo.

Jackson se sentía como si estuviera caminando descalzo sobre aquellos añicos.

–Quiero conseguir que este negocio funcione, pero, para eso, necesito hacer cambios.

Su abuelo volvió a lanzarle una mirada fulminante.

–Funcionaba perfectamente cuando yo lo llevaba, y cuando lo llevaba tu padre.

«No, no es cierto». Estuvo a punto de contar cuál era la verdad de la situación del hotel, cuando vio que los dedos de su madre se quedaban blancos de agarrar con fuerza el mango de la escoba. ¿Acaso ella también sabía que su padre había dejado la empresa en una situación desastrosa a su muerte?

Debería habérselo dicho desde el principio, y no intentar protegerlos. Si lo hubiera hecho, tal vez en aquel momento no estarían enfrentándose a él.

–He vuelto a casa para dirigir este hotel –le dijo a su abuelo.

–Nadie te lo ha pedido.

Elizabeth O’Neil se cuadró de hombros.

–Se lo he pedido yo.

–No lo necesitamos –dijo Walter–. Debería haberse quedado donde estaba, dirigiendo su maravillosa empresa y jugando a ser el gran jefe. Yo podía haber llevado esto.

–Tú tienes ochenta años, Walter. Deberías estar descansando, no trabajando más –dijo Elizabeth–. Y deberías estar agradecido de que Walter haya vuelto a casa.

–¡Pues no lo estoy! Se supone que un negocio debe dar dinero, y él se lo va a gastar.

–Se llama «invertir» –replicó Jackson, tratando de contener la ira.

–Se llama «malgastar el dinero».

–Es mi puñetero dinero.

–Nada de palabrotas en mi cocina, Jackson O’Neil.

–¿Y por qué no? –preguntó Tyler, que estaba más inquieto que un león enjaulado.

Jackson sabía que su hermano detestaba estar atrapado en el interior de una casa tanto como detestaba la autoridad. Lo único que quería era esquiar todo lo rápido que pudiera esquiar un ser humano y, desde que había perdido velocidad a causa de su lesión, su estado de ánimo se había vuelto imprevisible.

–No enfades más a tu abuelo, Tyler –le dijo su madre, mientras metía los pedazos de porcelana en una bolsa–. Voy a preparar té.

Jackson estuvo a punto de decir que no necesitaban té, sino trabajar en equipo, pero recordó que su madre siempre hacía té y galletas cuando estaba estresada, y había tenido mucho estrés durante aquellos últimos dieciocho meses.

–Sí, eso sería estupendo, mamá.

–Si esperáis que me quede aquí sentado, voy a necesitar algo más fuerte que un té –dijo Tyler. Se levantó, sacó un par de cervezas de la nevera y le dio una a su hermano.

Jackson sabía que, pese a su actitud displicente, Tyler estaba tan angustiado como él con aquella situación. Detestaba pensar que pudieran perder el hotel. Detestaba que su abuelo se negara a retirarse y dejar hacer a los demás.

Se preguntó si había cometido una equivocación al volver a casa.

Y, al ver la cara de preocupación de su abuela y de su madre mientras adornaban las galletas, supo que nunca habría podido mantenerse al margen.

Tal vez su abuelo no quisiera que estuviese allí, pero, sin duda, lo necesitaban.

Vio a su madre ir de un lado para otro, intentando reconfortarse a sí misma y atender a los demás. Sirvió un plato de galletas de canela recién hechas en el centro de la mesa y comprobó cómo iba el pan que estaba cociéndose en el horno.

A Jackson, aquel olor le recordaba la niñez. Aquella cocina grande y acogedora siempre había sido parte de su vida. En aquel momento, era lo más cercano que tenía a una sala de juntas, y su adorable, entrometida y exasperante familia era su equipo directivo. Dos octogenarios, una viuda inconsolable, su hermano temerario y una cachorrita eufórica que todavía no había aprendido a hacer sus cosas en la calle.

Su madre le puso una taza de té humeante junto a la lata de cerveza, y él sintió una punzada de culpabilidad, porque hubiera deseado volver a su oficina, con su experimentado equipo, y que el trabajo fuera lo único que requiriese su atención. Todo eso le parecía muy lejano. Su vida había cambiado y, en aquel momento, no sabía si había cambiado a mejor o a peor.

–Los cambios que hemos hecho van a servir para mejorar, pero necesitamos contarle a la gente cuáles son esos cambios. Voy a contratar a una empresa de publicidad y relaciones públicas, y lo pagaré de mi bolsillo –dijo Jackson. Teniendo en cuenta el estado financiero de Snow Crystal, no le quedaba más remedio que hacerlo–. Si voy a malgastar algún dinero, será el mío.

Su abuelo soltó un resoplido.

–Si quieres tirar así el dinero, es que eres todavía más tonto de lo que pensaba.

–Voy a contratar a una experta.

–Te refieres a una forastera –dijo Walter, con un gesto desdeñoso–. Y, tal vez, deberías hablar con tu otro hermano antes de tomar decisiones sobre el negocio familiar.

–Sean no está aquí.

–Porque ha tenido suficiente sentido común como para dejar que lo lleven otros. Solo digo que él debería saber lo que está pasando, nada más.

–Vendrá para Navidad, y entonces hablaré con él.

Jackson se inclinó hacia delante, y dijo:

–Necesito a alguien que pueda dedicarle a Snow Crystal la atención que necesita. Tenemos que aumentar la ocupación. Necesitamos que vengan huéspedes.

–¿Se trata de que quieres demostrar lo que vales? Porque eso ya lo has hecho, con tu actitud de pez gordo, tu gran empresa y tus coches de lujo.

«Cambios», pensó Jackson. «Odian los cambios».

Lo único que entendía su abuelo eran las cosas claras, así que se las dijo.

–Si dejamos las cosas tal y como están, vamos a perder el hotel.

A su abuela se le cayó una porción de glaseado en la mesa, y su madre palideció. Su abuelo lo miró con los ojos muy brillantes.

–Este lugar ha sido de la familia durante cuatro generaciones.

–Y yo estoy intentando que siga siendo de las cuatro siguientes generaciones.

–¿Gastándote una fortuna en una empresa de Nueva York? Seguro que ni siquiera saben poner Vermont en el mapa. ¿Qué saben ellos de nuestro negocio?

–Mucho. Tienen un departamento especializado en Viajes y Hostelería, y la mujer que lo dirige sabe lo que hace. ¿Habéis oído hablar de Adventure Travel? Iban de capa caída, hasta que contrataron a Kayla Green. Ella ha conseguido que mencionen su empresa en todos los medios clave que van dirigidos a su público objetivo.

–Palabrería –murmuró Walter–. ¿Y qué es esa mujer? ¿Maga?

–Es una especialista en publicidad y relaciones públicas. Es la mejor. Tiene unos contactos que los demás no tenemos ni en sueños.

–Ella no es la única que tiene contactos en los medios de comunicación –replicó Walter–. Yo llevo yendo a la bolera con Max Rogers, el editor del Snow Crystal Post, más de veinte años. Si quiero que me saque en el periódico, se lo pido.

El Snow Crystal Post.

Jackson no sabía si echarse a reír o a llorar.

Tomar las riendas de Snow Crystal de manos de su abuelo era como intentar arrancarle un trozo de carne fresca a un león hambriento de las fauces.

–La prensa local está muy bien, abuelo, pero lo que necesitamos realmente es aparecer en los medios nacionales e internacionales –dijo, y estaba pensando en añadir también «en las redes sociales», pero decidió no empezar con eso en aquel momento–. La publicidad es algo más que hablar con los periódicos, y nos conviene algo más grande que el Snow Crystal Post.

–Lo más grande no es siempre lo mejor.

–No, pero lo pequeño no nos sirve. Tenemos que expandirnos.

–¡Parece que somos una fábrica!

–No, una fábrica no, una empresa. Un negocio, abuelo –dijo Jackson, y se frotó suavemente la frente para tratar de mitigarse el dolor de cabeza. Él estaba acostumbrado a entrar en una sala y hacer el trabajo, y eso no era posible. Estaba con su propia familia, y debía tener en cuenta sus sentimientos.

Lo único a lo que ellos respondían era a los hechos objetivos.

–Es importante que sepáis cómo están las cosas en este momento…

Su madre empujó el plato de galletas y se lo puso delante.

–Toma una galleta de Santa Claus, hijo.

Cuando estaba a punto de revelar lo negro que se les presentaba el futuro, Jackson se vio mirando un plato lleno de galletas en forma de muñeco sonriente. No estarían tan contentos si supieran lo precaria que era su situación.

–Mamá…

–Tú lo vas a arreglar, Jackson. Vas a hacer lo mejor para Snow Crystal. A propósito, Walter –dijo, en un tono calmado–, ¿has ido al médico por lo de ese dolor que tienes en el pecho? Porque yo puedo acercarte hoy mismo.

Walter frunció el ceño.

–Me dio un tirón cortando leña. No es nada.

–No hace ni caso –dijo Alice, mojando la punta del cuchillo en el cuenco de glaseado–. Le digo que tenemos que tomarnos las cosas con más calma en cuanto al sexo, y él, ni caso.

–¡Joder, abuela! –exclamó Tyler, y se movió en el asiento con incomodidad.

Su abuela lo miró, con enfado, por encima del Santa Claus que tenía en la mano.

–No digas palabrotas. ¿Y qué te pasa? ¿Es que piensas que las relaciones sexuales son solo para los jóvenes? Tú tienes relaciones sexuales, Tyler O’Neil. Y muchas, por lo que tengo entendido.

–Sí, pero no hablo de ello con mi abuela… –replicó Tyler, mientras se ponía en pie–. Me marcho. Ya he tenido todo el calor familiar que puedo soportar en un día. Voy a tirarme por las colinas y a perseguir a las mujeres.

Jackson lo dejó marchar sin objeciones. Sabía que Tyler no era su problema.

Se volvió hacia su madre, y se dio cuenta de que ella le estaba transmitiendo un mensaje con la mirada: que disminuyera la tensión con su abuelo.

Tyler cerró de un portazo al salir, y su abuela dio un respingo.

–Era un salvaje de niño, y sigue siéndolo de mayor.

–No es un salvaje –replicó Elizabeth–. Lo que pasa es que no ha encontrado su lugar en el mundo después de la lesión. Irá adaptándose, sobre todo ahora que tiene a Jess en casa.

A Jackson se le pasó por la cabeza que su madre podía estar hablando de sí misma. Ella tampoco había encontrado su lugar en el mundo desde que había muerto su padre. Aquella herida estaba abierta, y ella iba dando tumbos, como un pájaro con el ala rota.

Al oler la comida, la cachorrita salió de debajo de la mesa. Miró esperanzadamente a Jackson, moviendo la cola con fuerza.

–Maple, cariño –dijo Elizabeth, tomándola en brazos–. No le gustan nada todos estos gritos.

Walter soltó un gruñido.

–Dale algo de comer. Me gusta verla comer. Cuando llegó no era más que huesos y pellejo.

Jackson cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, seguía en aquella reunión, en la que la mitad de los participantes eran de galleta de canela y uno tenía cuatro patas.

–Mamá…

–Cuando tengas un minuto, ¿podrías bajar las cajas de los adornos del árbol de Navidad? Alice y yo vamos a revisarlos.

Jackson se contuvo para no decir que, desde que había llegado a Snow Crystal, no había tenido ni un minuto libre. Había estado hasta el cuello de préstamos, planes de negocio, empleados que no hacían su trabajo y contabilidad que no cuadraba. Algunos días comía de pie, y algunas noches se acostaba vestido por culpa del cansancio.

–Nos estamos desviando de la cuestión, Jackson –dijo su abuelo, y tomó una galleta–. ¿Qué sabe esa mujer de Nueva York de nuestro negocio? Seguro que no ha visto un arce azucarero en toda su vida, y mucho menos un bosque de arces.

–No voy a invitarla para que saque savia de los árboles, abuelo.

–Seguramente, nunca ha probado un jarabe de arce de buena calidad. Así es como nos conocimos tu abuela y yo. Ella vino a comprar un frasco de jarabe –dijo Walter. Le cortó la cabeza a la galleta de Santa Claus y le hizo un guiño a Alice–. Pensó que yo era tan dulce, que ya no se marchó.

Al ver a sus abuelos mirarse con amor, Jackson pensó que el hecho de no haber probado nunca el jarabe de arce iba a ser el menor de los problemas de Kayla Green.

–Si con eso te sientes mejor, le regalaré un frasco, pero ese no es nuestro negocio, abuelo. Es una afición.

–¿Una afición? La familia O’Neil es famosa, entre otras cosas, por la calidad de su jarabe de arce. Es algo que llevamos haciendo más de cien años. Los turistas vienen aquí expresamente a ver lo que hacemos, ¿y tú lo llamas afición?

–¿Cuántos turistas? –preguntó Jackson–. ¿Cuántos turistas crees que vinieron el año pasado? Porque puedo decirte que no fueron suficientes como para mantener a flote el hotel.

–Pues entonces, no deberías haberte gastado tanto dinero en construir esas cabañas por el bosque ni en remodelar el hotel. ¿Necesitábamos un spa? ¿Necesitábamos una piscina? ¿Necesitábamos una cocinera francesa para el restaurante? Todo eso son extravagancias –despotricó su abuelo. Estaba muy rojo, y Jackson se levantó de la mesa con el pecho atenazado de preocupación. Sabía lo mucho que estaban sufriendo, pero también sabía que, si no se enfrentaban a lo que podía suceder, Snow Crystal iría a la quiebra.

Y él no iba a permitir que sucediera eso.

–Voy a hacer lo que hay que hacer. Y tú vas a tener que confiar en mí.

–Así que ahora te has convertido en un autócrata –dijo su abuelo.

En aquella ocasión, a Walter le tembló la voz, y Jackson vio algo en los ojos de su abuelo, algo que lo dejó clavado en el sitio.

Aquel era el hombre que le había enseñado a tallar una flecha de una rama y a pescar un pez con sus propias manos. Aquel hombre lo había sacado de la nieve en la que se había hundido con los esquís, y le había enseñado a comprobar el grosor del hielo del lago para no caer al agua.

Y aquel hombre había perdido a un hijo.

Jackson se apoyó en el respaldo de la silla.

–No soy un autócrata, abuelo, pero voy a hacer algunos cambios. En este momento, tenemos que operar en una economía en crisis. Tenemos que destacar por encima de los demás. Tenemos que ofrecer algo especial.

–El Hotel Snow Crystal es especial.

–Ahora se llama Snow Crystal Resort & Spa y, por una vez, estamos de acuerdo en algo: es especial.

–Entonces, ¿por qué quieres cambiar las cosas?

–Porque la gente no lo conoce, abuelo. Pero van a conocerlo –dijo Jackson. La perrita le acarició el tobillo con la nariz, y Jackson se agachó y le acarició el lomo–. Mañana voy a Nueva York para reunirme con Kayla Green.

–Sigo sin entender cómo va a saber llevar un sitio como este una chica de Nueva York.

–No es neoyorquina. Es inglesa.

Su madre se animó al oírlo.

–Se va a enamorar de este sitio. Yo me enamoré. De la vieja Inglaterra, a Nueva Inglaterra.

Walter frunció el ceño.

–Tú llevas tanto tiempo viviendo aquí, que ya no te considero inglesa. Además, ¡estoy seguro de que esa tal Kayla no ha visto en su vida un alce americano!

–¿Y necesita ver un alce para hacer bien su trabajo? –inquirió Jackson. Sin embargo, aquello le dio una idea. No era un compromiso, exactamente, sino una solución que podía funcionar–. Si consigo convencer a Kayla Green para que venga y conozca en persona lo que ofrecemos aquí, en Snow Crystal, ¿estarás dispuesto a escucharla?

–Eso depende. No va a ver mucho en un par de horas, ¿no?

Jackson se puso de pie.

–Puede quedarse una semana. Tenemos suficientes cabañas vacías.

–No creo que esa señorita de Nueva York, o de Londres, quiera quedarse una semana en medio de Vermont en invierno.

En el fondo, Jackson estaba de acuerdo con él, pero no lo reconoció.

–Voy a traérmela, y tú vas a escuchar lo que tenga que decir.

–Escucharé si dice algo que merezca la pena escuchar.

–Trato hecho –dijo Jackson. Se levantó de la silla y se puso la chaqueta. Su madre lo miró con ansiedad–. Quédate a comer. Has estado trabajando tanto que seguro que ni has podido acercarte al supermercado.

–No debería haberse mudado –protestó su abuelo, mientras chasqueaba los dedos para llamar la atención de la perrita–. No debería haberse gastado tanto dinero en convertir ese establo viejo en una casa para él solo, cuando aquí tenemos tantas habitaciones vacías.

–Y he triplicado el valor de ese establo viejo –replicó Jackson. «Además de salvaguardar mi cordura», añadió, en silencio, y guardó su ordenador en la bolsa–. Bueno, me marcho ya. No puedo quedarme a comer nada, porque tengo que terminar unas cuentas para la gente de Innovation. Ya me prepararé algo esta noche, en casa.

–Como siempre –murmuró su abuelo.

Jackson movió la cabeza con exasperación y salió del calor de la cocina al frío de la noche invernal.

Sus pisadas hicieron crujir la nieve, y se detuvo. Inspiró profundamente, en medio de aquella paz, y percibió el olor del humo de la chimenea.

Su hogar.

Algunas veces era asfixiante, y otras, reconfortante. Se dio cuenta de que lo había evitado, de que se había alejado de allí durante más tiempo del que hubiera debido, porque, algunas veces, le había resultado mucho más asfixiante que reconfortante.

Se había ido de allí a los dieciocho años, impulsado por la necesidad de demostrarse a sí mismo lo que valía. ¿Por qué iba a quedarse atrapado en Snow Crystal, cuando más allá había todo un mundo lleno de posibilidades y oportunidades? Se había dejado seducir por la emoción, por el entusiasmo de hacer algo nuevo, algo que fuera suyo. Y estaba en la cresta de la ola hasta que había recibido aquella llamada de teléfono. Aquella llamada que había recibido de noche, como todas las peores llamadas, y que había cambiado su vida para siempre.

¿Dónde estaría en aquel momento, si su padre no hubiera muerto? ¿Expandiendo su negocio en Europa? ¿O en una cita con una mujer?

¿Armando lío tras lío, como su hermano?

Oyó un gimoteo y, al bajar la mirada, vio a la perrita junto a sus tobillos, con el pelo lleno de nieve y una mirada de picardía.

–Tú no puedes estar aquí fuera.

Jackson se agachó y la tomó en brazos, y notó que estaba temblando. Era pequeña y delicada, una caniche con el corazón de un león. Recordó el día que Tyler y él la habían encontrado abandonada y medio muerta en medio del bosque. La habían llevado a casa y la habían reanimado.

–Seguro que, algunos días, preferirías no ser parte de nuestra familia.

Su madre apareció en la puerta y, al ver a la perra, suspiró de alivio.

–Te ha seguido –dijo.

Se la quitó de las manos y la besó mientras la abrazaba. La perra se retorció de alegría al recibir todo aquel amor, y Jackson observó la escena con todo el peso de la responsabilidad sobre los hombros.

–Mamá…

–Te necesita, Jackson. Más tarde o más temprano, se dará cuenta. Tu padre cometió errores, pero tu abuelo no puede soportar pensar en eso en estos momentos. Lo que menos necesita es que se estropee el recuerdo que tiene de Michael.

Y eso era también lo que menos necesitaba ella. Sus ojeras lo decían claramente.

Sabía lo mucho que su madre había querido a su padre, y Jackson notó que la tensión le contraía los hombros.

–Estoy intentando hacer el trabajo sin herir al abuelo.

Ella vaciló.

–Seguramente, te estás preguntando por qué has vuelto.

–No me estoy preguntando eso.

Jackson no sabía cómo, pero tenía que encontrar la manera de hacer por sí mismo algo con una cosa que era de todos, y conseguir que su abuelo pensara que había sido idea suya.

Tenía que salvar lo que ellos habían construido.

Seguramente, Kayla Green había trabajado con algunas de las empresas más competitivas y prósperas del país durante su carrera profesional, pero nada, nada de lo que hubiera hecho hasta el momento habría podido prepararla para lidiar con la familia O’Neil.

Esperaba que le gustaran los Santa Claus de jengibre.