Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Gena Showalter. Todos los derechos reservados.
ENTRELAZADOS, Nº 2 - mayo 2011
Título original: Intertwined
Publicada originalmente por Harlequin
® Teen.
Traducido por María Perea Peña

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
DARKISS es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven
® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-343-5

E-pub x Publidisa

Para los auténticos:

Victoria, Riley, Haden, Seth, Chloe, Nathan, Meagan, Parks, Lauren, Stephanie, Brianna y Brittany. Os quiero a todos. Pero recordad a que vuestros personajes les pueden salir cuernos y colas en cualquier momento…

Para Jill Monroe. Te envié carbón y tú encontraste los diamantes. Este libro no habría sido posible sin ti. Yo no sería posible sin ti. Así que voy a decirlo: Te quiero. Y, sí, tenías razón. Pero si alguna vez me lo preguntan en público... Lo negaré.

A Kresley Cole. Si pudiera vivir en algún lugar del mundo, sería dentro de tus libros. O en tu casa. Podría mudarme mañana mismo. Es broma. Después de todo: Kresley-Gena = Tristeza. Kresley + Gena = Felicidad. Y, sí, a ti también te quiero.

A P.C. y Kristin Cast. Hago músculo cada vez que estoy con vosotras, de lo mucho que me río. Mi vida es mejor con vosotras en ella. Porque… ¿qué? Os quiero.

A Max, mi marido, amado y el mejor tipo del mundo. Te quiero.

A mi estupenda familia, que me apoya. Mike, Vicki, Shane, Shonna, Michelle, Kemmie, Kyle, Cody, Matt, Jennifer, Michael, Heather, Christy, Pennye y Terry. Yo soy la afortunada por poder disfrutar de vosotros, y quereros. Vosotros tenéis que cargar conmigo. ¡Monstruos!

A David Dowling. Gracias por crear Crossroads. Tú no eres tonto.

A mi agente, Deidre Knigth, que realmente fue a batear por ésta.

A mis editores, Tracy Farrell y Margo Lipschultz. Me acompañáis a cada paso del camino, decida lo que decida escribir, me apoyáis y hacéis que mi vida sea mejor.

Y a mí misma. Porque ésta casi me mata.

Gena Showalter

Inhalt

Entrelazados

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

Promoción

Un cementerio. No. ¡No, no, no! ¿Cómo había podido terminar allí?

Claramente, el hecho de llevar su iPod mientras exploraba una ciudad nueva había sido un error. Sobre todo porque Crossroads, Oklahoma, tal vez la capital de los enanos de jardín del mundo y un infierno sobre la tierra, era tan pequeña que prácticamente no existía.

Ojalá hubiera dejado el Nano en el Rancho M. y D., la casa para adolescentes descarriados donde vivía en aquel momento. Pero no lo había hecho. Quería paz, sólo un poco de paz. Y en aquel momento iba a tener que pagar el precio.

−Esto es una mierda −dijo.

Se sacó los auriculares de las orejas y metió la pequeña distracción de color verde en su mochila. Tenía dieciséis años, pero algunas veces se sentía como si llevara viviendo toda la eternidad, y cada uno de aquellos días había sido peor que el anterior. Y, tristemente, aquél no sería una excepción.

Inmediatamente, la misma gente a la que había estado intentando ahogar con su Life of Agony a todo volumen clamó pidiendo su atención.

«¡Por fin!», dijo Julian dentro de su cabeza. «Llevo mil años gritando para que te des la vuelta».

−Bueno, pues deberías haber gritado más fuerte. Comenzar una guerra con los muertos en vida no es precisamente lo que quería hacer hoy −dijo él.

Mientras hablaba, Haden Stone, conocido como Aden, porque de niño no sabía pronunciar su nombre, dio marcha atrás, apartando el pie del límite del cementerio. Sin embargo, era demasiado tarde. En la distancia, frente a una tumba, el suelo ya estaba temblando, resquebrajándose.

«No me eches a mí la culpa», le dijo Julian. «Elijah debería haberlo predicho».

«Eh», dijo una segunda voz, que también provenía de la cabeza de Aden. «A mí tampoco me echéis la culpa. La mayoría de las veces sólo sé cuándo va a morir alguien».

Con un suspiro, Aden dejó la mochila en el suelo, se inclinó y sacó las dagas que llevaba metidas en las cañas de las botas. Si alguna vez lo detuvieran con ellas encima, lo devolverían al reformatorio, donde había peleas regularmente, y hacer un amigo de verdad era tan imposible como escapar. Pero en el fondo, Aden sabía que merecía la pena correr el riesgo. Siempre merecía la pena.

«Muy bien. Entonces es culpa mía», refunfuñó Julian. «Aunque no puedo evitarlo».

Eso era cierto. Los muertos sólo tenían que sentir su presencia para despertar. Lo cual, como en aquella ocasión, sucedía cuando Aden ponía el pie accidentalmente en su tierra. Algunos lo sentían más rápidamente que otros, pero al final, todos se levantaban.

−No te preocupes. He estado en situaciones peores.

Más que haber dejado el iPod en casa, pensó, debería haber prestado más atención al mundo que lo rodeaba. Después de todo había estudiado el mapa de la ciudad, y sabía cuáles eran las zonas que debía evitar. Sin embargo, mientras la música retumbaba, había perdido la noción del camino que seguía. Se había sentido liberado por un momento, como si estuviera solo.

La tumba comenzó a vibrar.

Julian y Aden suspiraron al mismo tiempo. «Sé que hemos soportado cosas peores. Pero yo también he causado situaciones peores».

«Estupendo. Ahora compadeceos a vosotros mismos».

Aquella tercera voz, que tenía un tono de frustración, era de una mujer, que también ocupaba terreno en su mente. Aden se sorprendió de que su otro huésped no interviniera también. Ellos no entendían lo que eran la paz y el silencio.

«¿Os importaría dejarlo para luego, chicos, y matar al zombi antes de que salga por completo, se espabile y nos patee el trasero?».

−Sí, Eve −dijeron Aden, Julian y Elijah al unísono.

Así eran las cosas. Los otros tres chicos y él discutían, y Eve intervenía como una formidable figura maternal. Ojalá aquella figura maternal fuera capaz de arreglar la situación aquella vez.

−Sólo necesito que todo el mundo se calle −pidió Aden−. ¿De acuerdo? Por favor.

Hubo unos resoplidos. Y aquél era el máximo silencio que iba a conseguir.

Se obligó a concentrarse. A varios metros de distancia, la lápida se tambaleó hacia atrás, cayó al suelo y se hizo trozos. Había llovido aquella mañana, y las gotas de agua salpicaron en todas direcciones. Pronto se les unieron puñados de tierra que volaron por el aire mientras una repugnante mano de color gris salía del suelo. La luz del sol iluminaba la piel rezumante, los músculos podridos… incluso los gusanos que había alrededor de los nudillos hinchados.

Un muerto reciente. Magnífico. A Aden se le revolvió el estómago. Tal vez vomitara después de todo aquello. O mientras sucedía.

«¡Estamos a punto de cargarnos a ese idiota! ¿Está mal que diga que me siento excitado?».

Y allí estaba Caleb, la cuarta de las voces. Si tuviera cuerpo, habría sido el tipo que hacía fotografías a las chicas en su vestuario, escondido entre las sombras.

Mientras Aden miraba, esperando el momento más adecuado para atacar, una segunda mano se unió a la primera, y ambas comenzaron a impulsar el cuerpo en descomposición fuera de su tumba.

Aden observó la zona. Estaba en el camino de un cementerio, en la cima de una colina de árboles frondosos que lo ocultaban de las miradas curiosas. Afortunadamente, parecía que la gran expansión de hierba y lápidas estaba desierta. Más allá había una carretera por la que pasaban algunos coches. Aunque los conductores fueran fisgones y no mantuvieran la atención puesta en el tráfico, no podrían ver lo que ocurría.

«Puedes hacerlo», se dijo. «Puedes. Lo has hecho más veces. Además, a las chicas les gustan las cicatrices». Eso esperaba. Tenía muchas para pavonearse.

−Ahora o nunca.

Caminó hacia delante con decisión. Hubiera corrido, pero no tenía prisa por tocar la campanilla. Además, aquellos enfrentamientos siempre terminaban igual, fuera cual fuera la secuencia de los hechos: Aden magullado y roto, y mareado por la infección que provocaba la saliva podrida de los cuerpos. Se estremeció al imaginarse sus dientes amarillentos mientras lo mordían.

Normalmente, la batalla duraba sólo unos minutos, pero si alguien decidía ir a visitar a un ser querido durante esos minutos… Pasara lo que pasara, nadie podía verlo. La gente pensaría que era un profanador de tumbas, o un ladrón de cadáveres. Lo llevarían al centro de detención del pueblo, y lo ficharían como delincuente, que era lo que había ocurrido en todas las ciudades en las que había vivido.

Habría estado bien que se oscureciera el cielo, y que comenzara a llover torrencialmente y la lluvia lo ocultara, pero Aden no tenía suerte. Nunca la había tenido.

−Sí. Debería haber prestado más atención a donde iba.

Para él, pasear por un cementerio era el epítome de la estupidez. Con un solo paso, como aquel día, algún muerto se despertaría con hambre de carne humana.

Lo único que él deseaba era encontrar un lugar privado para relajarse. Bueno, tan privado como pudiera ser para un tipo que vivía con cuatro personas dentro de la cabeza.

Y hablando de cabezas, había una que asomaba por el agujero, balanceándose a derecha e izquierda. Tenía un ojo en blanco, inyectado en sangre. El otro ojo no estaba en su lugar, y en la cuenca vacía se veía el músculo que había debajo. Tenía calvas, las mejillas hundidas y la nariz colgándole de unos cuantos hilos de carne.

Aden sintió un ardor de bilis en el estómago y estuvo a punto de vomitar. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de la daga, y se apresuró. Casi había llegado. Aquella cara demacrada olisqueó el aire, y obviamente, le gustó lo que olía. De su boca comenzó a salir una saliva negra y tóxica, y su lucha por liberarse creció. Aparecieron los hombros. Rápidamente, siguió el torso.

Llevaba una chaqueta y una camisa, rasgadas y sucias. Entonces, era un hombre. Aquello le resultaba más fácil. Algunas veces.

Puso una rodilla en la hierba. La otra.

Más cerca… Y más cerca. De nuevo, Aden apretó el paso.

Llegó junto a él justo cuando alcanzaba su altura completa, más o menos un metro ochenta y cinco centímetros, lo cual les ponía al mismo nivel. A Aden le golpeaba el corazón en el pecho, con latidos frenéticos. Tenía un nudo doloroso en la garganta. Hacía más de un año que no tenía que hacer aquello, y la última vez había sido la peor de todas. Tuvieron que darle dieciséis puntos en el costado, había tenido la pierna escayolada durante un mes, había pasado una semana en desintoxicación y había hecho una donación de sangre involuntaria a todos los cadáveres del Cementerio de la Colina de la Rosa.

«Esta vez no».

La criatura gruñó.

−Mira lo que tengo −le dijo Aden, mostrándole la daga de hoja brillante−. Bonita, ¿verdad? ¿Quieres verla de cerca?

Con el brazo firme, le golpeó el cuerpo. Para matar permanentemente a un cadáver había que separarle la cabeza del cuerpo. Sin embargo, justo antes de conseguirlo, la criatura recuperó su orientación, tal y como había temido Eve, y se agachó. Parecía que el instinto de conservación no moría nunca. Aden dio una cuchillada en el aire y, debido al impulso, giró.

Una mano huesuda lo empujó hacia el suelo, y se vio comiendo tierra. Acto seguido, algo pesado saltó sobre él y le aplastó los pulmones. Unos dedos le aprisionaron las muñecas y lo apretaron tanto que tuvo que soltar las dagas. Afortunadamente, aquellos dedos estaban tan húmedos que no pudieron sujetarlo lo suficiente como para inmovilizarlo.

No. Fueron los dientes que se clavaron en su cuello los que lo sometieron, mascando hacia su arteria, y la lengua húmeda que succionaba. Durante un segundo de dolor, se sintió demasiado aturdido como para moverse. Después se concentró de nuevo. Ganar, tenía que ganar. Le clavó el codo en las costillas al demonio.

No cedió.

Por supuesto, sus compañeros tenían que hacer comentarios.

«Vaya, ¿has perdido la práctica, o qué?», preguntó Caleb.

«Te ha derribado en un segundo», dijo Julian con desdén. «Deberías avergonzarte».

«¿Es que quieres ser su cena?», añadió Eve.

−Chicos −dijo él, mientras se las arreglaba para darse la vuelta−. Por favor, estoy luchando aquí.

«Yo no diría que eso es luchar», replicó Caleb. «Se parece más a que te den una buena paliza».

−No te preocupes. Lo tengo controlado.

«Eso ya lo veremos», dijo Elijah.

Aden intentó estrangular a la criatura, pero no dejaba de moverse y de escapársele de entre las manos.

−Estate quieto −le ordenó.

Le dio un puñetazo en la mejilla, con tanta fuerza que lo que le quedaba de cerebro vibró, aunque eso no consiguió debilitarlo. En realidad, parecía que le había dado más fuerzas. Aden tuvo que empujarle la mandíbula con ambas manos para evitar que le diera otro mordisco.

−Tú, más que nadie, sabes que yo no voy a morir así −dijo entre jadeos.

Más o menos seis meses antes, Elijah había predicho su muerte. No sabían cuándo iba a suceder, sólo que iba a suceder. Y no sería en un cementerio, ni su asesino sería un cadáver. Moriría en una calle desierta, con un puñal atravesándole el corazón.

La predicción llegó el mismo día en que le anunciaron que iban a enviarlo al Rancho M. y D. en cuanto hubiera una plaza. Tal vez eso debería haberle disuadido de mudarse allí. Pero…

Al mismo tiempo, había empezado a tener visiones de una chica morena. Se había visto hablando y riéndose con ella… y besándola. Elijah nunca le había predicho nada que no fuera una muerte, así que Aden se había quedado impresionado, o más bien, había sentido asombro, por el hecho de que un día hubiera una chica en su vida. Asombrado, pero también emocionado. Quería conocerla en persona. Estaba desesperado por conocerla. Aunque eso significara ir a la ciudad donde iba a morir.

Sabía que su muerte ocurriría pronto. En su visión, Aden no era mucho mayor que en aquel momento. Había tenido tiempo de lamentar su propia muerte, e incluso de aceptar el futuro. Algunas veces, como en aquel momento, casi lo deseaba. Eso no significaba que fuera a permitirle al muerto viviente que comiera lo que quisiera de él.

Se le clavó algo en la mejilla, y él tuvo que pestañear para enfocar la visión. Como no podía clavarle los dientes amarillentos, el cadáver le estaba clavando las uñas. Eso era lo que había conseguido con otra distracción.

«¿Tienes agallas? ¿De verdad? Bueno, pues demuéstralo», le dijo Julian. Seguramente, con aquel desafío tenía la intención de fortalecerlo».

Con un rugido, Aden alargó el brazo para tomar una de las dagas. Justo cuando el cadáver se zafaba de él, dio una cuchillada. La hoja atravesó un hueso… y se quedó atascada. Inútil.

No era momento de dejarse dominar por el pánico. Su oponente, que estaba hambriento y no sentía dolor, intentó morderle la garganta otra vez.

Aden le dio otro puñetazo. Hubo otro gruñido y otro chorro de saliva negra que le cayó en la mejilla y le quemó la piel. Aden forcejeó entre náuseas.

Cuando volvió a ver una lengua larga y húmeda que iba hacia su cara, empujó nuevamente al cadáver por la mandíbula y, con el otro brazo, intentó encontrar la otra daga. Segundos después de haber asido la empuñadura, consiguió serrarle el cuello.

Crack.

Por fin, la cabeza se separó del cuerpo y cayó al suelo con un ruido seco. Los huesos y los jirones de ropa, sin embargo, cayeron sobre él. Con un gesto de repugnancia, se los quitó de encima y se puso en pie.

−Ya está. Demostrado −dijo.

«Éste es nuestro chico», dijo Caleb con orgullo.

«Sí, pero ahora ha llegado el momento de descansar», repuso Eve, y tenía razón.

−Lo sé.

Tenía que limpiar aquel horror, o alguien se toparía con los restos profanados. Eso atraería a los periodistas. Toda la ciudad se enteraría y querría encontrar al responsable de tales actos malvados y retorcidos.

Además, los otros iban a levantarse también, se quedara allí o no. Tenía que prepararse. Sin embargo, mientras estaba allí tumbado, mirando al cielo, dolorido, el sol le quemaba y le privaba de la poca energía que le quedaba.

Al final del día, el veneno de la saliva se le habría extendido por todo el cuerpo, y estaría encorvado sobre un inodoro, vomitando. Sudaría mucho por la fiebre, temblaría incontrolablemente y querría morirse. Pero en aquel instante, allí, todavía tenía un momento de descanso. Era lo que había estado buscando todo el día.

«Vamos, cariño, levántate», le urgió Eve.

−Ahora mismo, te lo prometo. En un minuto.

Aden no conocía a su verdadera madre, porque sus padres lo habían entregado a la custodia estatal cuando tenía tres años, así que a veces le gustaba que Eve intentara desempeñar aquel papel. En realidad, la quería por eso. Quería a las cuatro almas. Incluso a Julian, el que susurraba a los cadáveres. Pero cualquier chico del mundo desearía alejarse de su familia durante un rato, para tener un tiempo de privacidad. Ellos podían hacer cosas que hacían los chicos de dieciséis años. Cosas como… bueno, cosas. Podían tener citas e ir a la escuela, y hacer deportes. Divertirse. Pero Aden no. Aden nunca.

Hiciera lo que hiciera, fuera donde fuera, tenía público. Un público al que le gustaba comentar y criticar, y hacer sugerencias. Tenían buena intención, pero Aden ni siquiera había podido besar a una chica todavía. Y no, la chica morena y guapa de las visiones de Elijah no contaba, por muy reales que parecieran aquellas visiones. Dios, ¿cuándo iba a llegar? ¿Llegaría algún día?

El día anterior había tenido otra visión, con ella. Estaban en un bosque, bajo la luz de la luna. Ella lo había abrazado con fuerza y él había sentido su cálido aliento en el cuello…

−Yo te protegeré −le había dicho−. Te protegeré siempre.

¿De qué? Eso era lo que se preguntaba Aden desde entonces. No de los cadáveres, obviamente. Respiró profundamente e hizo un gesto de repugnancia. Olía muy mal. Tenía la sensación de que se le había pegado a la nariz el hedor de la carne podrida. Cuando volviera a casa tendría que frotarse bien de los pies a la cabeza. Soltó la daga y se limpió las manos en los vaqueros, dejando manchas pegajosas y venenosas.

−Vaya vida, ¿eh?

«Bueno, no es culpa nuestra estrictamente hablando», le dijo Julian. «Fuiste tú el que nos absorbió en tu cabeza».

Aden apretó los dientes. Le parecía que había oído aquel recordatorio mil veces al día.

−Ya te lo he dicho. Yo no te absorbí.

«Tú hiciste algo, porque nosotros no conseguimos cuerpos. Nooo. Nos quedamos atrapados en el tuyo. ¡Y sin mando de control!».

−Para tu información, yo nací contigo ya en mi mente −dijo él. Por lo menos, eso era lo que pensaba. Ellos siempre habían estado con él−. Yo no pude evitar lo que pasó, fuera lo que fuera. Ni siquiera tú lo sabes.

Por una vez, le hubiera gustado disfrutar de una paz completa, sin voces, sin muertos que quisieran comérselo, y sin ninguna de las cosas antinaturales con las que tenía que enfrentarse diariamente.

Cosas como que Julian despertara a los muertos y Elijah predijera la muerte de los demás. Cosas como que Eve se lo llevara al pasado, a una versión más joven de sí mismo. Un movimiento equivocado, una palabra errónea, y cambiaría su futuro. Y no siempre a mejor. Cosas como que Caleb le obligara a poseer el cuerpo de otro con tan sólo un roce.

Sólo una de aquellas habilidades lo habría diferenciado de los demás, pero las cuatro juntas lo enviaban a la estratosfera de la diferencia. Y eso era algo que lo demás, sobre todos los chicos del rancho, no le permitían olvidar.

No obstante, pese al hecho de no llevarse bien con ellos, no estaba dispuesto a que lo echaran tan pronto.

Dan Reeves, el director del Rancho D y M, no era mal tipo. Era un antiguo jugador de fútbol americano que había tenido que dejar de jugar por una lesión en la espalda, pero no se había alejado de su estilo de vida con normas, disciplinado. A Aden le caía bien Dan, aunque Dan no entendiera lo que era tener voces en la cabeza pidiéndole una atención que él no podía dar. Aunque Dan pensara que Aden necesitaba pasar más tiempo leyendo, relacionándose con los demás o pensando en el futuro, en vez de «saliendo por ahí a deambular». Si él supiera…

«Eh, ¿Aden?», dijo Julian, llevándolo de vuelta al presente.

−¿Qué? −le espetó.

Su buen humor debía de haber muerto con el cadáver. Estaba cansado, dolorido, y sabía que las cosas iban a empeorar.

Otro día más en la vida de Aden Stone, pensó con una carcajada de amargura.

«Lamento ser yo el que te lo diga, pero hay más».

−¿Qué?

Mientras lo preguntaba, oyó la vibración de otra tumba. Y de otra.

Los demás se estaban despertando.

Abrió los ojos y contuvo la respiración.

«Aden, cariño», dijo Eve. «¿Sigues con nosotros?».

−Sí. Odio esto. Estoy de malhumor, y voy a darle una patada a alguien en el…

«Vigila tu lenguaje, Aden», le dijo Eve.

Él suspiró.

−Le voy a patear el trasero a alguien y los voy a derribar −terminó.

«Te ayudaría si pudiera, pero estoy aquí atrapado», dijo Julian con solemnidad.

−Lo sé.

Su estómago protestó, y las heridas que tenía en el cuello le ardían de la tensión cuando se incorporó. El dolor no redujo su velocidad, sino que le enfureció, y la ira le dio fuerza. Vio cuatro pares de manos saliendo de la tierra, entre la hierba y los ramos de flores que les habían dejado sus familiares.

Echó mano de una de las dagas. La otra todavía estaba atascada en el cuello del primer cadáver, y tuvo que sacarla. Tal vez hubiera vacilado a la hora de luchar al principio, pero en aquella ocasión estaba lo suficientemente enfadado como para correr.

Además, sólo había una manera de enfrentarse a cuatro a la vez…

Con los ojos entornados, se lanzó hacia el cuerpo que estaba más cerca de él. Acababa de emerger la parte superior de su cabeza. Estaba completamente calvo y no tenía piel. Un esqueleto viviente, de los que aparecían en las pesadillas.

«Puedes hacerlo», le dijo Eve, animándolo.

Salió un brazo… la espalda… Finalmente, aparecieron los hombros, y Aden tuvo el espacio que necesitaba para trabajar. Golpeó, y con un movimiento fluido, devolvió a la muerte a aquel muerto.

−Lo siento −susurró.

«Uno menos», dijo Julian.

Aden ya estaba corriendo hacia la tumba siguiente. No se detuvo cuando llegó, sino que levantó el brazo y cortó.

−Lo siento −dijo de nuevo, mientras la cabeza caía hacia un lado y el cuerpo hacia el otro.

«Así se hace», lo alabó Elijah.

Tenía las manos empapadas, y la cara y el pecho húmedos de sudor, pero corrió hacia la tercera tumba, desde la que le observaban unos ojos enrojecidos.

«Deberían pagarnos por esto», dijo Caleb, y cada una de sus palabras transmitía excitación. Claramente, estaba excitado otra vez.

Aden oyó un rugido un segundo antes de que un peso esquelético se le lanzara a la espalda y le hundiera los dientes en el hombro. Le atravesó la camisa y llegó al músculo. ¡Estúpido! Se había dejado a uno.

Aden gruñó mientras se lanzaba al suelo. Otro mordisco, más veneno. Y después, más dolor.

Agarró al demonio por la clavícula y tiró, y se quedó con un pedazo de encaje y de hueso en la mano. En aquella ocasión, una mujer. «No pienses en eso». Vacilaría si lo hiciera, y eso le costaría muy caro.

Aquellos dientes afilados se le clavaron en la oreja y le hicieron sangrar.

Él apretó los dientes para poder contener un grito de dolor, y consiguió agarrarla por el cuello. Sin embargo, antes de que pudiera tirar, el cuerpo cayó al suelo inerme, y las cuatro voces de su cabeza comenzaron a gritar como si tuvieran dolores, y después se acallaron, se acallaron… silencio.

Aden se quitó el cuerpo de encima y se puso en pie de un salto. Le quemaban el cuello, el hombro y la oreja. Miró hacia abajo; el cadáver no se movía. Todavía tenía la cabeza en su sitio, pero no se movía.

Él giró a su alrededor, escrutándolo todo con la mirada. El otro cadáver, hacia el que estaba corriendo en un principio, también había caído, aunque también tenía la cabeza puesta. Incluso la luz de sus ojos se había apagado.

¿Qué demonios había ocurrido?

Extrañamente, ninguno de sus compañeros respondió.

−¿Chicos?

No hubo respuesta.

−¿Por qué estabais…?

Sus palabras se interrumpieron. A cierta distancia, vio a una chica, y lo olvidó todo. Llevaba una camiseta blanca manchada, unos vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte, y pasaba por delante del cementerio. Era alta y delgada, y tenía el pelo castaño, recogido en una coleta. Estaba bronceada, y tenía una cara muy bonita. Llevaba unos auriculares en los oídos, y parecía que iba cantando.

Todo aquel pelo oscuro… ¿Era la chica de las visiones de Elijah?

Aden se quedó inmóvil, cubierto de barro y de suciedad, presa de la confusión, e intentando no dejarse dominar por el pánico. Si lo veía, y veía la carnicería que había a su alrededor, iba a gritar, y la gente acudiría. Lo seguirían fuera donde fuera. Siempre lo seguían. Y volvería a perder la libertad.

«No mires, por favor, no mires».

La plegaria era suya. Las almas estaban muy calladas. Y, sin embargo, una parte de él quería que lo mirara, que lo viera, que se sintiera tan atraída por él como él se sentía por ella. Si era la muchacha a la que había visto… por fin…

Ella casi había pasado de largo. Pronto desaparecería por una esquina. Pero entonces, como si hubiera sentido el deseo secreto de Aden, miró hacia atrás por encima de su hombro. Aden se puso rígido, y vislumbró unos enormes ojos castaños y unos labios de color rosa.

Ella escrutó la zona.

Un segundo después, sus miradas se encontraron. Hubo una ráfaga de sonido mientras el mundo se detenía, y después, nada. Ni un movimiento. Ni siquiera los latidos de sus corazones, ni sus respiraciones. No había ayer, ni mañana. Sólo aquel momento.

Eran las únicas personas que existían.

Aquello era la paz, pensó Aden con incredulidad. La verdadera paz. La calma y el silencio, sin voces que lo presionaran, que lucharan por captar su atención. Entonces, todo explotó. Hubo otra ráfaga de sonido, como si el mundo se expandiera. Los coches empezaron a moverse de nuevo, y los pájaros, a canturrear. El viento movió las hojas de los árboles, y una racha lo empujó hacia atrás. Cayó al suelo con un sonido seco, y sintió el impacto en la mandíbula y el esternón.

Aquel viento debió de sacudirla también a ella, porque también cayó al suelo con un grito.

Entonces, Aden notó que se le encogía el estómago, y que los miembros le pesaban. Tuvo la imperiosa necesidad de echar a correr hacia ella, y después, la necesidad de huir de ella.

−Tendré cuidado. Lo prometo −dijo.

Aden vio a la chica a una manzana del cementerio. De nuevo, el viento lo empujó y sintió un fuerte mareo, y el mundo se convirtió en todo lo que había soñado. Silencio. Sus pensamientos, suyos.

Dios santo. Ella era la responsable.

Comenzaron a sudarle las palmas de las manos. Ella torció una esquina y se dirigió hacia un cruce lleno de gente. Él metió las manos en la mochila para sacar unos pañuelos de papel, y se limpió la cara lo mejor que pudo mientras apresuraba el paso. Sacó una camisa limpia y se escondió entre las sombras, y se cambió, sin apartar la vista de la chica.

¿Se pondría a gritar si él se acercaba? Después de todo, lo había visto rodeado de huesos.

Esperó a que sus compañeros le dieran respuestas, pero todo permaneció en silencio. Era extraño no tener a nadie que le dijera lo que tenía que hacer, y cómo, o lo mal que iba a terminar todo. Raro y angustioso, cuando él llevaba años pensando que sería maravilloso.

Por primera vez en su vida, estaba verdaderamente solo. Si estropeaba aquello, no podría echarle la culpa a nadie.

Irguió los hombros y se preparó para acercarse a la chica.

Mary Ann Gray vio a su amiga y vecina, Penny Parks, y se acercó a la terraza de la cafetería.

−¡Estoy aquí, estoy aquí! −dijo mientras se sacaba los auriculares de los oídos. Evanescence quedó en silencio.

Guardó el iPod en su bolso y le echó un vistazo a su Sidekick. Sólo tenía un correo electrónico de su padre, que le preguntaba qué quería cenar. Podía responder un poco más tarde.

Penny le tendió a Mary Ann su café.

−Justo a tiempo. Te has perdido el corte de electricidad. Yo estaba dentro, y todas las luces se apagaron. Nadie tenía cobertura en el móvil, y le oí decir a una señora que los coches se habían quedado parados en la carretera.

−¿Ha habido un corte de electricidad que ha parado a los coches?

Qué raro. Sin embargo, aquel día era el día de las cosas raras. Como el chico a quien había visto en el cementerio, y que había hecho que se cayera, ¡sin tocarla!

−¿Me estás escuchando? −le preguntó Penny−. Te has quedado en blanco. Bueno, como te estaba diciendo, fue hace un cuarto de hora.

Exactamente, cuando ella estaba en el cementerio, cuando su iPod se había quedado en silencio momentáneamente, y cuando había soplado una racha de viento inesperado. Eh…

−Bueno, ¿y por qué has tardado tanto? −le preguntó Penny−. He tenido que pedir yo sola, y ya sabes que eso no es bueno para mi dependencia.

Se sentaron en las sillas que Penny les había guardado. El sol hacía brillar la mesa. Mary Ann inhaló profundamente los aromas del café, de la crema y de la vainilla. Dios, adoraba Holy Grounds. Tal vez la gente se acercara con el ceño fruncido al puesto, pero siempre salían con una sonrisa.

Y, como si quisieran demostrar que lo que acababa de pensar era cierto, una pareja madura se alejó de la caja registradora sonriéndose el uno al otro por encima del borde de la taza. Mary Ann tuvo que apartar la vista. Una vez, sus padres fueron así. Estaban felices juntos. Entonces, su madre había muerto.

−Bebe, bebe −dijo Penny−. Y mientras saboreas, dime por qué te has retrasado.

Ella le dio un sorbito a su café. Ah, delicioso.

−Como ya te he dicho, siento haber llegado tarde, de verdad. Pero, por desgracia, mi retraso no es lo peor de todo.

−¿Ah, no? ¿Qué ha pasado?

−No he acabado de trabajar. En realidad, esto es sólo un descanso de treinta minutos. Tengo que volver… −se encogió, esperando el grito…

−¿Cómo?

Y allí estaba. Una pequeña infracción, de veras, pero Penny lo vería como una gran ofensa. Siempre lo hacía. Era una gran amiga que esperaba que el tiempo que pasaran juntas no fuera interrumpido. A Mary Ann no le importaba. En realidad, admiraba aquel rasgo. Penny sabía lo que quería de la gente que formaba parte de su vida, y esperaba que se lo dieran. Y normalmente era así. Sin queja. Aquel día, sin embargo, no podía ser.

−La Regadera va a servir las flores para la boda Tolbert-Floyd de mañana, y todos los empleados tenemos que hacer horas extra.

−Aj −dijo Penny, sacudiendo la cabeza con decepción. ¿O era desaprobación?−. ¿Cuándo vas a dejar ese trabajo de tres al cuarto en la floristería? Es sábado, y eres joven. Deberías estar de tiendas conmigo, tal y como teníamos planeado, en vez de trabajar como una esclava entre espinas y tierra.

Mary Ann observó a su amiga por encima del borde de la taza. Penny tenía un año más que ella, el pelo rubio platino, los ojos azules y la piel pálida. Llevaba vestidos camiseros con sandalias, hiciera el tiempo que hiciera. Era despreocupada y no pensaba en el futuro, salía con quien quería cuando quería, y faltaba a menudo al colegio.

Mary Ann, por otra parte, vomitaría si pensara en infringir alguna norma.

Sabía por qué era como era, pero justo por eso, su decisión de ser una buena chica se fortalecía. Su padre y ella sólo se tenían el uno al otro, y ella no quería decepcionarlo. Lo cual hacía que su amistad con Penny fuera más rara, ya que su padre tenía objeciones, aunque no las dijera en voz alta. Pero Penny y ella habían sido vecinas durante muchos años, y habían ido al mismo parvulario cuando vivían a kilómetros de distancia. Pese a sus diferencias, nunca habían dejado de salir juntas. Y nunca lo harían.

Penny era adictiva. Uno no podía separarse de ella sin desear estar con ella. Tal vez fuera su sonrisa. Cuando sonreía, parecía que las estrellas se alineaban y no podía ocurrir nada malo. Bueno, las chicas se sentían así. Los chicos la veían y tenían que limpiarse la baba.

−¿Y no puedes, por favor, por favor, llamar y decir que te has puesto enferma? −le pidió Penny−. Una dosis tan pequeña de Mary no es suficiente.

Cuando sonrió, en aquella ocasión, Mary Ann tuvo que protegerse contra ella.

−Ya sabes que estoy ahorrando para la universidad. Tengo que trabajar.

Aunque sólo los fines de semana. Eso era lo que le permitía su padre. Los otros días de la semana estaban dedicados a los deberes.

−Tu padre debería pagarte los estudios. Puede permitírselo.

−Pero eso no me enseñaría la responsabilidad, ni el valor de un dólar bien ganado.

−Dios, y ahora lo estás citando −dijo Penny con un escalofrío−. La mejor manera de echar por tierra mi humor.

Mary Ann se echó a reír.

−Si me lo pagara todo, estaría estropeando mi plan de quince años. Y nadie estropea mi plan de quince años y vive para contarlo. Ni siquiera mi padre.

−Ah, sí. El plan de quince años que no consigo que te replantees, sea cual sea la tentación que yo te ponga delante −dijo Penny mientras se metía un mechón de pelo detrás de la oreja, dejando a la vista tres aros de plata−. Graduarse en el instituto, dos años. Licenciatura, cuatro. Másters y doctorado, siete. Prácticas, uno. Abrir tu propia consulta, uno. Yo no sé lo que voy a hacer esta noche, y mucho menos durante los próximos quince años.

−Yo sí me imagino lo que vas a hacer esta noche. Has quedado con Grant Harrison.

Llevaban saliendo unos seis meses con interrupciones. En aquel momento estaban en una interrupción, pero eso no les impedía verse.

−Además, no hay nada de malo en prepararse un poco.

−Un poco. ¡Ja! Sospecho que tienes tu vida organizada al segundo. Seguramente sabes la ropa interior que vas a llevar dentro de tres años, cinco horas, dos minutos y ocho segundos.

−Un tanga negro de encaje −respondió Mary Ann sin dudarlo.

Penny se quedó en silencio durante un instante, y después se rió.

−Casi me la cuelas, pero el tanga te ha delatado. Tú eres más proclive a las braguitas de algodón, después de todo.

¿Y acaso cubrirse adecuadamente era malo?

−De veras, no lo tengo todo planeado. Ni siquiera yo soy tan previsora.

−Mira, te conozco de toda la vida, y sé lo que querías hacer cuando eras pequeña. Querías bailar ballet en un teatro abarrotado de gente, besar al famoso del que estuvieras enamorada en ese momento y tatuarte flores por todo el cuerpo para parecer un jardín. No quisiste ser psiquiatra hasta que tu madre… −al darse cuenta de que iba a meter la pata, terminó con un−: ¡No querías!

La sonrisa de Mary Ann se desvaneció lentamente. En el fondo, no sabía si podía negar aquello. De pequeña había sido muy bravucona, y les había dado mucho trabajo a sus padres. Hablaba y se reía muy alto, siempre quería ser el centro de atención y tenía rabietas cuando no se salía con la suya. Entonces, su madre murió en un accidente de tráfico, en el que Mary Ann también había estado presente. Se había pasado tres semanas recuperándose en el hospital. Su cuerpo se había curado, sí, pero su alma no.

Cuando salió del hospital, la casa de los Gray se había hundido en el abatimiento, y Mary Ann y su padre habían dejado de ser la familia afectuosa, aunque combativa, de antes. Con el tiempo, aquella tristeza los había unido otra vez. Él se había convertido en su mejor amigo, y los planes de futuro de su hija habían conseguido que se sintiera orgulloso.

El día en que ella le dijo que tal vez quisiera ser psiquiatra, como él, su padre había sonreído como si acabara de tocarle la lotería. Le había dado un abrazo. La había hecho girar por el aire y se había reído por primera vez en meses. Después de eso, Mary Ann no habría podido elegir otro camino. Por mucho que odiara estudiar, no se imaginaba a sí misma siendo otra cosa que médica. Y que Penny le hiciera sentir pena por ello, bueno…

−Vamos a hablar de otra cosa.

−Estupendo. Te has enfadado conmigo, ¿verdad?

−No.

Sí. Tal vez. Normalmente, no hablaban de su madre. Aunque habían pasado varios años, los recuerdos estaban demasiado a flor de piel.

−Preferiría que te preocuparas de tu futuro, no del mío −le dijo.

Penny suspiró.

−No debería haberme metido en eso, y lo siento. Lo que pasa es que sólo te dedicas a lo serio, y no te diviertes, y yo quiero recuperar a mi amiga divertida.

Mary Ann no respondió, y Penny le estrechó la mano.

−Vamos, Mary. Todavía estás dolida. Perdóname, por favor. Sólo nos quedan quince minutos, y no quiero pasármelos discutiendo contigo. Te quiero mucho, y sabes que sería capaz de cortarme una pierna y patearme el trasero si pudiera. Tal vez también debería cortarme la lengua y clavarla con un clavo en la pared de tu habitación. Y después…

−Está bien, está bien −dijo Mary Ann, riéndose−. Te perdono. −Gracias a Dios. Pero, de verdad, me has hecho trabajar mucho para conseguirlo, y ya sabes que odio trabajar.

Con aquella irresistible sonrisa suya, Penny encendió un cigarrillo e inhaló profundamente. Pronto estuvieron rodeadas de humo, y Penny se reclinó en la silla y estiró las piernas.

−Entonces, ¿de qué quieres hablar? ¿De las chicas a las que odiamos? ¿De los chicos que nos gustan?

Mary Ann tomó su taza de café y se echó hacia atrás todo lo que pudo.

−¿Por qué no hablamos de que fumar mata?

−No hay necesidad. Soy indestructible.

−Eso te gustaría −dijo Mary Ann con una sonrisa.

Sin embargo, la diversión desapareció rápidamente al notar una ráfaga de viento en el pecho. Se frotó el pecho, sobre el corazón, y miró a su alrededor.

Aquella ráfaga no había afectado a nadie más, aparentemente. Y ella sólo había notado tal golpe en otra ocasión. Se le encogió el estómago.

−Si no apagas el cigarro por ti misma, hazlo por mí −dijo−. No quiero volver al trabajo oliendo a cenicero.

−Me da la sensación de que tus rosas te van a adorar de todos modos −dijo su amiga irónicamente, y dio otra calada−. Apiádate de mí. Tengo estrés, y lo necesito.

−¿Y por qué has estado estres…?

−Oh, oh, oh. Vaya. A las tres en punto. Acaba de sentarse a una mesa que está enfrente de la nuestra. Es moreno, tiene cara de actor de cine, y músculos. Dios santo, qué músculos. Y lo mejor es que te está mirando. Lo mejor para ti, claro. ¿Por qué no me mira a mí?

A Mary Ann se le aceleró el corazón al instante. Primero, aquel extraño viento, y después, un chico moreno cerca. «Por favor, que sea una coincidencia». Se inclinó hacia delante, y tapándose la boca para disimular, le preguntó:

−¿Está manchado de barro y tiene la ropa rasgada?

−Sí, tiene la cara sucia. Bueno, es como si se hubiera intentado limpiar. Pero lleva la camisa limpia y perfecta. Dios, tiene el pelo teñido de moreno, pero las raíces rubias. Me pregunto si tendrá tatuajes. Es muy sexy. ¿Cuántos años crees que tendrá? ¿Dieciocho? Creo que es lo suficientemente alto como para ser mayor de edad. Y, oh, Dios mío, ¡me acaba de mirar! Creo que me voy a desmayar.

Aparte de la camisa, la descripción cuadraba. Tal vez se hubiera cambiado.

Sintió una emoción que no sabía identificar. El hecho de que él pudiera estar allí…

Tenía intención de pasar a ver la tumba de su madre antes de reunirse con Penny. Después de todo, estaba de camino. Sin embargo, al ver a aquel muchacho y sentir la extraña ráfaga de viento, sólo tuvo ganas de escapar.

−Lo he visto antes −dijo ella−. ¿Crees… crees que me ha seguido?

Penny abrió unos ojos como platos, se movió en el asiento y lo miró sin disimulo.

−Seguramente. ¿Crees que es un acosador? ¡Dios santo, eso es todavía más sexy!

−¡No lo mires! −le dijo ella, dándole una palmadita en el brazo a su amiga. Penny se volvió hacia ella.

−Mira, no me importa si es un asesino en serie que tiene los corazones de sus víctimas en el congelador. Cuanto más lo miro, más me gusta. Parece un chico malo y misterioso −Penny se estremeció− . Puede que yo le ofrezca mi corazón.

Un chico malo. Sí, eso también encajaba. Mary Ann no tuvo que darse la vuelta para recordar su aspecto. Tenía su imagen grabada en la mente. Como había dicho Penny, su pelo era negro, con las raíces rubias de dos centímetros de largo. Lo que no había dicho Penny era que tenía un rostro tan perfecto como el de las estatuas griegas que ella había visto en su libro de historia, incluso con la suciedad. Durante un breve instante, cuando un rayo de sol lo había iluminado, ella habría podido jurar que tenía los ojos verdes, castaños, azules y dorados. Sin embargo, el rayo se había desvanecido y los colores se habían fundido los unos con los otros y sólo habían dejado un negro intenso.

Sin embargo, los colores no tenían importancia. Aquellos ojos eran salvajes, asilvestrados, y ella había sentido aquella impresión innegable que había terminado tan rápidamente como había empezado, como si durante un segundo hubiera estado conectada a un generador que la había sacudido, que le había puesto los nervios de punta. Incluso le había hecho daño. Entonces era cuando habían comenzado las náuseas.

¿Por qué volvía a experimentar todo aquello, aunque con menos intensidad? ¿Incluso antes de haberlo visto? ¿Por qué sentía aquello? No tenía sentido. ¿Quién era él?

−Vamos a hablar con él −dijo Penny.

−No −replicó Mary Ann−. Yo tengo novio.

−No, tienes a un idiota que está desesperado por meterse en tus braguitas aunque tú le digas que no. Lo cual, a propósito, es una garantía de que se está acostando con alguna otra cada vez que te das la vuelta.

Había algo en su tono de voz… Mary Ann se apartó de la cabeza al chico del cementerio y miró a su amiga con el ceño fruncido.

−Espera. ¿Es que has oído algo?

hubo una pausa. Otra calada. Una risita nerviosa.

−No. No, claro que no −dijo Penny−. Y de todos modos no quiero hablar de Tucker. Quiero hablar del hecho de que tú y ese chico misterioso deberíais ligar. Le gustas, eso está claro. Y tú tienes las mejillas sonrojadas y las manos temblorosas.

−Seguramente estoy incubando una gripe −dijo Mary Ann.

−No seas remilgada. Dame permiso y lo llamaré. Podéis salir juntos, no se lo diré a Tucker, te lo juro.

−No. ¡No, no, no! En primer lugar, yo nunca engañaría a Tucker.

Penny puso los ojos en blanco.

−Pues entonces rompe con él.

−Y en segundo lugar −prosiguió Mary Ann, haciendo caso omiso del comentario de su amiga−, no tengo tiempo para salir con otro chico, ni siquiera como amigo. Es muy importante que saque buenas notas. Se acerca la Selectividad.

−Tienes todo sobresaliente, y vas a sacar otro en la Selectividad, seguro.

−Quiero seguir así, y la única manera de sacar sobresaliente en Selectividad es estudiar.

−Bueno, pero cuando te mueras de estrés y aburrimiento, te arrepentirás de no haber aceptado mi oferta. ¿Quién habría pensado que yo sería la más lista de las dos?

En aquella ocasión, fue Mary Ann la que puso los ojos en blanco.

−Si tú eres la más lista, ¿entonces qué soy yo?

−La guapa aburrida −dijo Penny con su sonrisa, aunque en aquella ocasión no fue tan brillante−. Supongo que no puedes evitarlo, con todos esos rollos psicológicos que te mete tu padre. Que si hay algo bueno en todo el mundo, bla, bla, bla… Te digo que hay gente que no merece la pena, y Tucker es un… uno de ellos −dijo con vehemencia−. ¡Vaya! No he tenido que hacer nada y se está acercando. Sí, me has oído bien. ¡Tu acosador viene para acá!