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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Elizabeth Flock. Todos los derechos reservados.

EMMA Y YO, Nº 21 - diciembre 2011

Título original: Me & Emma

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-361-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para mis padres, Barbara y Reg Brack

Nada nos es pecaminoso fuera de nosotros mismos. Pese a lo que parezca, somos bellos o pecaminosos sólo en nosotros mismos.

(¡Oh, Madre! ¡Oh, hermanas queridas!)

Si derrotados, ningún otro vencedor nos destruyó: nosotros mismos nos precipitamos en la noche eterna.

Walt Whitman, Hojas de hierba, 1900

Ornato

1

La primera vez que Richard me pegó vi estrellas delante de los ojos, como en los dibujos animados. Pero sólo fue un bofetón, no como aquella vez que a Tommy Bucksmith le zurró su padre tan fuerte delante de mí que al caer le rebotó la cabeza contra el suelo. Supongo que Richard no sabía que mi padre y yo hacíamos volteretas de ésas que uno se pone delante del otro, te agarras a las manos de tu padre y trepas por sus piernas hasta justo por encima de las rodillas y luego te impulsas y pasas por el triángulo que forman los brazos de los dos. Es superdivertido. Yo sólo intentaba enseñarle a Richard cómo se hace. Pero en ese momento aprendí que es mejor no acercarse a Richard. Así que intento estar en casa lo menos posible.

Es imposible perderse en un pueblo que se llama Toast. Ahí es donde vivo: en Toast, Carolina del Norte. No sé cómo es en otros sitios, pero aquí todas las calles llevan el nombre de lo que hay en ellas. Está la calle de la Estafeta de Correos y la calle de Delante, la que pasa por delante de las tiendas, y la calle de Atrás, que está una calle más allá, justo por el otro lado. Está el Camino de la Iglesia Nueva, aunque la iglesia que hay al final de la calle ya no es nueva. Está el Camino de la Granja de los Brown, que es donde vive Hollis Brown con su familia, y donde antes vivieron otros Brown que mamá conocía pero que no le gustaban ni pizca, y el Camino de lo Alto de la Colina, y hasta el Camino de la Ribera del Río. Así que, vayas donde vayas, los letreros de las calles te marcan el camino. Yo vivo en el Camino del Molino de Murray, y supongo que, si uno no lo sabe, pensará que me llamo Murray de apellido, pero en realidad me llamo Parker. El señor Murray se murió antes de que llegáramos nosotros. No hemos cambiado nada en la casa de los Murray: el camino de entrada desde la Carretera 74 es un trecho de hierba entre dos líneas rectas, para que las ruedas de los coches sepan exactamente por dónde ir. La primera cosa que ves cuando llegas en coche y cuentas hasta sesenta es el granero del molino, que se levanta sobre la charca, encima de unos pilotes muy viejos. Todavía tenemos el tablero con las letras pintadas y desconchadas que dice Prohibido pescar en domingo clavado al árbol que hay al pie de la charca. Justo al lado, ocupando toda una pared del molino, está el viejo cartel del señor Murray con un gallo pintado y las palabras Piensos Nutrena. Sanos, seguros y económicos. Cada vez cuesta más leer las letras porque el polvillo rojo de la tierra de fuera del molino ha tapado el cartel de arriba abajo. Pero el gallo se ve perfectamente. Clavado a la puerta del viejo molino hay esto: AVISO. Es ilegal vender, distribuir, almacenar u ofrecer para su venta cualquier clase de grano adulterado o defectuosamente etiquetado. Pena máxima: 100 $ de multa, 60 días de prisión o ambas. Yo lo copié en mi cuaderno del colegio.

–¡Vaya! –el cuaderno sale volando de mis manos y cae al suelo.

–¿A que eso no te lo esperabas? –Richard se ríe de mí mientras intento agarrar el cuaderno antes de que se apodere de él–. Debe ser muy importante, si lo agarras así. Vamos a ver –y me lo quita de un tirón antes de que pueda decir ni pío.

–Devuélvemelo.

–«Collie McGrath no me habla por lo del incidente de la rana»… ¿Qué es lo del incidente de la rana? –levanta la vista de mi diario.

–¡Devuélvemelo! –pero cuando intento quitárselo, me da un empujón y se pone a pasar las páginas y a leerlas siguiendo las líneas con su dedo sucio.

–¿Dónde salgo yo? Quiero ver lo que has escrito sobre mí. Um –sigue pasando hojas–. Mamá esto y mamá lo otro. ¿Qué pasa? ¿Es que no hay nada sobre tu querido papaíto?

Vuelve a tirarlo al suelo y yo estoy tan enfadada que no me oigo a mí misma cuando pienso que no debo recogerlo hasta que se vaya, porque cuando me agacho me da un puntapié y me tira al suelo.

–¡Hala! ¡Ya tienes algo sobre lo que escribir!

Vivo aquí con mi padrastro –Richard–, mi madre y mi hermana Emma. Emma y yo somos como Blancanieves y Rosaroja. Seguramente por eso es nuestro cuento preferido. Trata de dos hermanas: una tiene la piel muy blanca, muy blanca, y el pelo rubio (como mamá), y la otra tiene la piel más oscura y el pelo del color del centro de los ojos (como yo). Mi pelo cambia de color dependiendo de la hora y de desde dónde me mires. De lado y de día, parece morado tirando a negro, pero desde atrás y por la noche es como la madera quemada de la chimenea. Cuando está limpio, el de Emma es del color de una bola de algodón: blanco, blanco, blanco. Pero casi siempre está tan sucio que se parece a esas cartas viejas y polvorientas que mamá guarda en una caja de zapatos en el estante de su armario.

Richard. Ése sí que no se parece a ningún personaje de cuento. Mamá dice que es tan distinto de papá como una vaca de un cuervo, y yo la creo. Porque, ¿verdad que hay que ser simpático para que la gente haga cola para comprarte moqueta, como dice mamá que le pasaba a papá? Richard no es ni la mitad de simpático. Una vez le dije a mamá que Richard era odioso, pero a ella no le hizo gracia y me mandó a mi habitación. Unos días después, cuando Richard estaba otra vez metiéndose con ella, mamá le gritó que no le caía bien a nadie y que hasta su propia hijastra decía que era odioso. Cuando lo dijo, yo, como sabía que era demasiado tarde para escapar, me quedé allí parada, escuchando el tictac del reloj de plástico en forma de margarita que tenemos colgado en la cocina.

Mamá dice que nuestro padre era el mejor vendedor de moqueta de todo el estado de Carolina del Norte. Debió de vender toneladas de moqueta, porque no quedó nada para nosotros. Nosotros tenemos linóleo duro. Cuando papá murió, mamá dejó que me quedara con la muestra de felpa color verde hoja que encontró en el asiento de atrás de su coche cuando lo estaba limpiando, antes de que se lo llevara el señor Dingle. Debía de haberse caído de una caja de cartón muy grande en la que había montones de muestras cuadradas de distintos colores para que la gente eligiera la que le iba mejor. La tengo guardada en el cajón de mi mesilla de noche de mimbre blanco, en una caja de puros vieja que tiene montones de pegatinas de colorines con maletas antiguas, sellos y aviones (sólo que en la caja de puros pone aeroplanos) pegadas por todos lados. A veces, si huelo muy, muy fuerte, el cuadrado de felpa, todavía noto el olor a moqueta nueva que acompañaba a papá por todas partes como una sombra.

Volvamos a Emma y a mí. Nuestro pelo es distinto, pero nuestra piel es más distinta todavía. Tan distinta como el chocolate y la vainilla. A Emma parece que alguien se cansó de pintarla y la dejó en blanco para que otro acabara de rellenarla. ¿Y yo? Bueno, la señorita Mary, la del comercio del señor White, siempre ladea la cabeza cuando me ve y dice:

–Tienes cara de cansada, niña.

Pero no estoy cansada. Lo que pasa es que tengo ojeras.

Tengo ocho años, dos más que Emma, pero como soy bajita seguro que la gente piensa que somos mellizas. Y eso es lo que pensamos nosotras también. Pero a mí me gustaría parecerme más a Emma. Yo chillo cuando veo una cigarra, pero a Emma no le importa. Las agarra y las echa fuera. Yo le digo que debería pisarlas, pero no me hace caso. Y los otros niños nunca se meten con ella. Una vez, Tommy Bucksmith le retorció el brazo por la espalda y se lo estuvo sujetando mucho rato («hasta que digas que soy el mejor del universo», le dijo, riéndose mientras le subía el brazo cada vez más), pero Emma no dijo ni mu. A Emma no le da miedo nada. Menos cuando Richard se mete con mamá. Entonces nos vamos las dos derechas detrás-del-sofá. Detrás-del-sofá es para nosotras como otra habitación de la casa. Es nuestro fuerte. Nos metemos allí cuando contamos diez chirridos del pedal del cubo de basura metálico de la cocina. Las botellas hacen tanto ruido al chocar que tengo la impresión de que se me va a partir la cabeza en dos.

Richard empieza a meterse con mamá después de unos diez chirridos. No sé por qué mamá no se quita de en medio desde el chirrido número ocho, pero no lo hace. Emma y yo hemos inventado una cosa que llamamos el frotasuelos, porque, cuando oímos el chirrido número ocho, empezamos a arrastrar el culo muy despacito por el suelo, desde delante de la tele hasta detrás-del-sofá. Con el volumen alto no nos oyen, y Richard no le quita ojo a mamá, así que no se da cuenta de que vamos deslizándonos despacio hacia detrás-del-sofá. Al chirrido número nueve estamos a dos cuerpos de Barbie delante del sofá, y justo antes del número diez nos deslizamos entre la fría pintura de la pared y la parte de atrás del sofá, que es de cuadros marrones y está muy sucio. Antes nos parecía que detrás-del-sofá estaba pegajoso, pero ya no nos damos cuenta. Una vez me llevé el perfume de mamá y rocié dos veces la tela, así que ahora huele como mamá en domingo.

Vivimos en una casa vieja y blanca, con las ventanas amarillas y descascarilladas. Tiene tres pisos de alto si se cuenta el desván, donde dormimos Emma y yo. Antes teníamos nuestro propio cuarto enfrente del de mamá y papá, al otro lado del pasillo, pero cuando murió papá y Richard se vino a vivir con nosotras, tuvimos que subirnos al piso de arriba. Pero lo peor es que Richard quiere que nos mudemos otra vez. Pero ahora mismo no quiero pensar en eso. Cuando no quiero pensar en algo, me imagino que hay un hombrecillo en mi cabeza que agarra la parte de mi cerebro que está pensando cosas malas y la empuja muy fuerte para que se vaya al fondo, detrás de todas las demás cosas que podría estar pensando.

Mamá dice que es una cutrez tener cosas delante de la casa, así que va y planta flores en algunas de ellas para que parezca que las tenemos allí a propósito. Y éste es el resultado: tres ruedas (a una de ellas ya le ha salido hierba del montón de tierra que tiene en medio); una estatua de un gato, gris como una acera; el coche viejo de Richard, que él dice que resucitará uno de estos días, pero yo creo que si resucita va a ser un lío porque no tiene ruedas; la vieja pila de lavar de mamá, llena de flores; una hamaca en la que a Emma y a mí nos gustaba columpiarnos cuando éramos muy pequeñas, pero que ahora tiene un lado todo raído porque nunca la guardábamos en invierno; una bala de heno que huele mal porque se ha podrido con la lluvia; un gallo de metal que, si hay tormenta, señala por dónde vienen las nubes; y las viejas botas de faena de Richard. Mamá fue y plantó flores también en las botas. Yo nunca había visto flores en unas botas, pero ella las plantó, y ahora mismo les están saliendo margaritas de dentro. Ah, casi se me olvidaba: la cuerda donde tiende mamá también está fuera.

No hay camino que lleve a la puerta de la casa. Ojalá lo hubiera. Blancanieves y Rosaroja tienen un sendero que pasa por un arco de rosas. Nosotras sólo tenemos hierba tan pisoteada que está toda sucia. Pero entonces se llega al porche de delante y ésa es la parte que más me gusta. El suelo hace mucho ruido cuando lo pisas, pero a mí me gusta mirarlo todo desde arriba.

–¿Qué haces? –pregunta Emma. No sé de dónde ha salido. Ni siquiera la he oído llegar.

Estoy aquí de pie, en el porche de delante, mirando nuestro jardín y todo lo que tenemos. A veces hago que soy una princesa y que, en lugar de cosas, en el jardín hay gente, súbditos que me saludan con la mano mientras me asomo al balcón de mi castillo.

–¿Cómo que qué hago?

–¿A quién saludas?

–No estaba saludando.

–Sí que estabas saludando. Otra vez estás haciendo que eres una princesa, ¿verdad? –Emma se sienta en la vieja mecedora de mamá, que ya casi no tiene asiento. Sonríe porque sabe que me ha pillado.

–No es verdad.

–Sí que lo es. ¿De qué color es tu vestido? –noto por su tono de voz que ya no se está burlando de mí y que quiere que le cuente mi sueño en voz alta para que ella también pueda soñarlo. De repente está toda seria.

–Es rosa, por supuesto –digo– y tiene lentejuelas brillantes cosidas por todas partes, así que parece que está hecho de diamantes rosas. Y también llevo un cuello muy grande de encaje hecho a mano. No araña ni pizca. Es tan suave que a veces me hace cosquillas. Las mangas son de terciopelo, de terciopelo blanco. Y son todavía más suaves que el encaje. Pero lo mejor son los zapatos. Están hechos de cristal, como los de Cenicienta, y en las puntas tienen diamantes para que peguen con el vestido.

Emma tiene los ojos cerrados, pero dice que sí con la cabeza.

–Y aquí están mis leales súbditos –meto el brazo entre los postes de la barandilla y señalo el patio–. Todos me quieren porque soy una princesa buena, no mala, como mi hermanastra. Les doy comida y dinero… y hablo con ellos como si fueran de mi familia. Mis leales súbditos… –esto último se lo digo a todos los cachivaches que hay en el patio. Ah, sí, también tenemos allí una cama vieja de hierro. Ahora está oxidada, pero antes era de metal brillante. Está justo enfrente, así que hago como que es el río que corre alrededor de mi castillo y que los escalones del porche son el puente levadizo. Ojalá pudiéramos dejar el puente subido. Así Richard no podría entrar.

Oh oh. La camioneta de Richard se para haciendo ruido al lado de la casa, donde suele aparcar. No lo sé seguro, pero me parece que a lo mejor no está de muy mal humor. Cruzo los dedos.

–¿Qué hacéis en este bonito día de Carolina del Norte? –viene hacia nosotras, pero noto por su velocidad que no le interesa nuestra respuesta.

–Nada –decimos Emma y yo al mismo tiempo, y nos echamos hacia atrás para alejarnos de él. Sólo por si acaso.

–Nada –Richard nos imita sacando mucho la barbilla. Pero pasa a nuestro lado y entra en casa–. ¿Libby?

¿Dónde estás? –lo oigo llamar a mamá cuando se cierra la puerta del porche–. ¡Es día de paga y necesito una biiii-rrra! –un segundo después oigo salir el aire de una botella con un pop, y luego el tintineo de una chapa sobre la encimera de la cocina. Mamá dice algo, pero habla tan bajo que no la entiendo.

–¡Eh, guisantito!, ¿te apetece una buena naranjada fría? –papá me revuelve el pelo como si fuera un perrillo–. ¿Lib? ¡Es día de paga! Recoge tu bolso, ¡nos vamos a la compra!

El día de paga era siempre el mejor día del mes cuando vivía papá. Cuando oía la palabra naranjada, me emocionaba tanto que me costaba un montón meter la hebillita de metal en el agujero de la tira de mis sandalias.

–¿Puedo pedir una grande, papá? –gritaba desde el asiento de atrás en voz muy alta para que se me oyera bien, porque llevábamos las ventanillas del coche bajadas y entraba el viento.

–Puedes pedir una extragrande, guisantito –papá sonreía y me miraba por el retrovisor.

Primero parábamos en el supermercado. Mamá sacaba un carro de los que había en la fila, metidos unos dentro de los otros, junto a las puertas de cristal. El aire frío me ponía la piel de gallina al principio, pero al segundo pasillo ya me había acostumbrado.

–Deja de balancear los pies, Caroline –me regañaba mamá–, me estás dando en la tripa –así que yo intentaba no mover las piernas mientras mamá iba echando comida en el carro por encima de mi cabeza.

–Mamá, ¿puedo coger las cosas de las estanterías?

–Bueno –contestaba ella, y se ponía a mirar su lista, que era muy larga porque hacía mucho que no íbamos a comprar. Puede que desde el último día de paga.

–Avena integral. No, ésa no. La de la etiqueta roja. Ésa –decía ella, moviendo el carro antes de que yo pudiera dejar la lata dentro–. Harina. El paquete grande. Sí, ése.

Papá aparecía de pronto detrás de mamá y nos daba un susto.

–Me voy a la carnicería. ¿Qué quieres que compre para cenar? –le preguntaba a mamá–. ¿Qué te parece hígado? –me guiñaba un ojo porque sabía que yo odiaba el hígado.

–¡No! –gimoteaba yo mirando a mamá.

Ella seguía mirando su lista.

–Asegúrate de que te dan la pieza de abajo. Dos kilos.

–¿Y para qué queremos dos kilos de carne? –preguntaba él mirando hacia atrás.

–Voy a congelarla para más adelante –decía ella, y sacaba una caja de cereales de una estantería más alta que mi cabeza.

Siete pasillos después, el carro iba lleno hasta los topes y mamá nos llevaba hacia la caja. Papá ya estaba allí, hablando con el señor Gifford, el encargado de la tienda con el que a veces jugaba a las cartas.

–Es hora de hacer cuentas –decía papá dándole una palmada en la espalda.

–Te lo agradezco –decía el señor Gifford–. No sabes a cuánta gente (y no pienso decir nombres) tengo que decirles que no porque ya deben demasiado. Tú aquí siempre tienes crédito, Henry. Además, lo mismo me da quedarme con tu dinero aquí que jugando a las cartas –el señor Gifford se echaba a reír y le daba la mano a papá–. Menuda familia tienes, Culver –y, mirándonos a mamá y a mí, se tocaba la cabeza como si tuviera un sombrero invisible y luego se iba a hablar con la señora Fox, la señora mayor que siempre salía de casa vestida de punta en blanco.

–Vamos, guisantito –papá me sacaba del asiento del carro mientras mamá ponía la comida en la cinta mecánica–. Vamos a llenar las bolsas.

Cuando lo teníamos todo en nuestro lado de la cinta, papá pasaba detrás de mí y se ponía a contar billetes para Delmer Posey, el cajero.

–¿Qué te debemos de la última vez? –le preguntaba a Delmer.

Delmer Posey fue a mi colegio de pequeño, pero dejó de ir cuando acabó séptimo. Nadie sabía por qué hasta que un día se presentó en el supermercado a pedir trabajo. Mamá decía que los Posey tenían que apretarse el cinturón todavía más que nosotros, así que siempre que veía a Delmer me lo imaginaba con el cinturón muy, muy apretado.

Delmer sacaba de detrás de la caja un cuaderno muy manoseado y se ponía a pasar el dedo por una lista de nombres muy larga que había escrita en una hoja.

–Treinta y cuatro con cincuenta y siete, señor Culver –decía.

Papá soltaba despacito un silbido y añadía aquella cantidad a lo que acabábamos de gastar.

–Aquí tienes cinco de más para que los anotes –decía, sonriendo a Delmer, que parecía hecho un lío–. Apúntalo como crédito por si la señora Culver tiene que venir otra vez, porque seguro que se nos olvida algo.

Delmer Posey siempre tardaba un minuto o dos en entender lo que se le decía, como si uno hablara un idioma extranjero y él estuviera esperando que alguien le dijera lo que significaba en inglés. Pero enseguida entendía lo que le decía papá y nosotros nos llevábamos el carro junto a los otros, al lado de la puerta de cristal, que tenía encima un letrero rojo brillante que decía Salida.

–Vigila esto –papá le guiñaba un ojo a Delmer–. Tenemos que hacer un recado donde White.

Mamá y papá bajaban por la acera agarrados de la mano, hasta la droguería del señor White. Nunca se enfadaban porque yo corriera delante de ellos para pedir la primera en el mostrador.

–Hola, señorita Caroline –decía la señorita Mary cuando el tintineo de la campanilla de encima de la puerta la avisaba de que había entrado alguien.

–Hola, señorita Mary –decía yo–. ¿Me pone una naranjada grande, por favor?

La señorita Mary ponía boca abajo su libro, y las páginas quedaban separadas hacia los dos lados.

–No veo por qué no –se acercaba bamboleándose al mostrador. La señorita Mary siempre fue gorda. Gordísima. Papá solía decir que así había más de ella que amar.

La campanilla me avisaba de que mamá y papá habían entrado en la tienda.

–¿Qué tal está, señorita Mary? –decía papá desde el taburete, a mi lado. Mamá estaba recogiendo unas cosas en la estantería de los champús–. ¿Y ese vestido tan bonito?

Pero no lo decía como una pregunta.

–Gracias, señor –contestaba tímidamente la señorita Mary, y se sonreía tanto que casi se le doblaban los mofletes por encima de las comisuras de la boca–. ¿También ha venido la señora Culver?

–Oh, no se preocupe por ella –decía papá–, huyamos usted y yo juntos. Se lo digo en serio.

–Estoy aquí, Mary –decía mamá alzando la voz desde detrás del único pasillo de la tienda–. Estoy recogiendo unas cosas que necesitamos desde hace tiempo. Enseguida voy –mamá estaba acostumbrada a que papá le pidiera a la señorita Mary que se escapara con él. Papá se lo pedía cada vez que entrábamos en la droguería del señor White. Creo que ella sonreía tanto y se ponía tan colorada porque nadie se lo había pedido nunca. Tiene como un millón de años y vive sola con dos gatos y un gallo llamado Joe.

–¿Y yo, papá? –le preguntaba–. ¿Vas a escaparte sin mí?

–A ti te guardaré en un bolsillo y te llevaré conmigo –decía él. Luego se inclinaba y me daba un beso en la cabeza, como hacía siempre.

–¿Naranjada para usted también? –le preguntaba la señorita Mary a papá, todavía sonriendo.

–Ya lo creo.

La señorita Mary cortaba las naranjas por la mitad hasta que había diez mitades. Yo iba contándolas una por una. Luego –y esto era lo mejor– ponía las mitades en una prensa metálica y se echaba sobre ella con todo su peso, hasta que no caía ni una gota más de naranja en el frasco de cristal que había debajo. Después le ponía azúcar al frasco, añadía un poco de agua con gas, lo tapaba y lo agitaba con fuerza hasta que hacía espuma y chisporroteaba. Los vasos los guardaba en la nevera para que tuvieran una buena capa de escarcha por encima. Yo escribía mi nombre en la escarcha, a un lado del vaso. Donde el señor White había pajitas de las que se doblan, así que nunca levantaba el vaso del mostrador, y así era como nos bebíamos papá y yo la naranjada: sin manos.

Clin. Otra chapa de cerveza cae en la encimera de la cocina.

–¿Qué quieres que hagamos ahora? –me pregunta Emma. Está apoyada contra la barandilla del porche, contando los clins de las chapas, igual que yo: las dos nos preguntamos cuántos harán falta para que Richard se convierta en el Enemigo Número Uno.

–No sé.

–¿Y si vamos a la cerca de atrás a hacer equilibrios? A Emma y a mí nos gusta hacer equilibrios en la cerca cuando estamos superaburridas. La verdad es que es divertido. A la cerca que antes, cuando esas cosas nos importaban, separaba nuestra parcela de la del vecino, le faltan todos los palos de arriba. Así que Emma y yo caminamos por los troncos de abajo, entre poste y poste, a ver quién aguanta más tiempo sin caerse. La que pierde tiene que hacer lo que le manda la que gana.

–Empiezo yo y tú cuentas –Emma ya está encima del primer tronco. El primero es el más fácil porque es tan viejo que por el centro está todo agrietado y hueco, así que es más ancho que el resto. El más difícil es el que va después, que es el más nuevo.

–¡Ya! –digo yo, y empiezo a contar en voz alta. Emma puede hacer equilibrios hasta sin estirar los brazos, y no sé por qué, pero me enfado y empiezo a contar más despacio.

–¡Estás contando muy despacio! –dice Emma. Está muy concentrada en el siguiente paso que va a dar.

Pero yo no me apresuro. De todas formas, Emma no puede hacer nada porque está intentando no caerse del tronco. En vez de decir la palabra «Misisipi» entre número y número, como hacía mamá antes, cuando jugaba al escondite con nosotras, la deletreo enterita, y así tardo el doble en llegar al número siguiente.

Emma está en el siguiente tronco y yo noto que no va a llegar a doce. Puede que por una vez le gane.

Sí, ahí va. Al suelo.

–¡Once! –digo al pasar a su lado, y me subo de un salto al primer tronco.

–Eres una tramposa. Has contado tan despacio que me ha crecido el pelo –gruñe ella. Y antes de que pueda demostrarle que soy la Reina de la Cerca de Troncos, dice–:Vámonos donde Forsyth.

Forsyth Phillips es una amiga nuestra que vive en una casa que está tan cerca que casi podríamos ser vecinas. Forsyth es un remedio seguro para el aburrimiento. Si la casa de los Phillips fuera una flor, sería un girasol, cálida y sonriente, con las ventanas muy limpias y manteles blancos para los días de fiesta.

Antes de que acabe de recorrer el tronco, Emma sale pitando hacia casa de Forsyth.

–¡Espera! –le grito, pero no me hace caso. Tendré que darme prisa si quiero alcanzarla.

–¡Vaya! ¡Hola, señorita Parker! –la señora Phillips siempre nos habla así a los niños: como si tuviéramos la misma edad que ella–. Forsyth está arriba. Sube –otra vez es Emma la que llega primero a la puerta, así que tengo que darme prisa.

–Hola, Forsyth –digo sin aliento porque he subido los escalones de dos en dos.

–Hola, Carrie –dice ella. Emma se ha sentado ya enfrente de Forsyth, que está jugando a la cartas sobre su cama, que tiene unas patas como si fuera un trono. En su cuarto todas las telas van a juego: las margaritas sobre un campo azul cielo se extienden de un lado a otro por las cortinas, descansan en el cojín de la ventana y se esparcen con esmero por toda la cama. No me imagino cómo será quedarse dormida todas las noches con la cabeza sobre esas margaritas tan suaves. En casa de los Phillips nunca tendría pesadillas.

–¿Tenéis hambre? ¿Os apetecen unas galletas? –la señora Phillips asoma la cabeza y sonríe por encima de su mandil, que debe de llevar sólo para enseñarlo, porque nunca lo hemos visto manchado desde que empezamos a ir a su casa–. Bajad cuando queráis. Estoy a punto de sacarlas del horno.

Mamá no nos hace galletas desde hace un siglo. La señora Phillips las hace tanto que Forsyth ni siquiera levanta la vista de las cartas; no parece tener prisa por comérselas cuando están calentitas, que es cuando están más buenas y las pizquitas de chocolate se te derriten en los dedos, y es como si te comieras dos postres en uno cuando te los lames, después de zamparte la galleta.

–¿No vas a bajar a merendar? –le pregunto. Por favor, Forsyth, di que sí.

–Bueno –dice, pero no se mueve.

–¿A qué estás jugando?

–A la mona, tonta. ¿Es que estás ciega?

Debe de haberse levantado del lado malo de las margaritas.

–¿Nosotras podemos jugar?

–¿Nosotras?

–Emma y yo.

–Estoy harta de jugar con Emma –suspira. Siempre hace lo mismo: se niega a jugar con mi hermanita como si tuviera la peste. A Emma no parece importarle, pero yo creo que está mal decirlo delante de ella.

–Anda –gimoteo.

–Vale –dice, y se mueve para dejarme sitio en la cama–. Pero quítate los zapatos, o mi madre te dará un azote en el culo.

Pero yo no creo que la señora Phillips le haya dado nunca a nadie un azote en el culo.

Hace calor, quizá por eso Forsyth acaba tan aburrida como nosotras. Este calor te chupa las fuerzas y luego espera que respires sin sofocarte. Forsyth tiene en medio del techo un ventilador que expulsa el aire caliente por la ventana y rocía nuestra piel con una brisa suave. Creo que todas las habitaciones de la casa tienen ventilador.

–¿Has hecho ya los deberes? –le pregunto, confiando en que ya no le interese el juego y se dé cuenta de que tiene hambre.

–Mmm-hmm. Mi madre me obliga a hacerlos en cuanto vuelvo del colegio –dice–. ¿Y tú?

–Mmm-hmm –miento. Yo no hago los deberes hasta que se hace de noche, y entonces los hago a toda prisa, como si supieran mal. Emma es todavía muy pequeña y no tiene deberes.

–Vamos a comer galletas –dice Emma, y yo la miro enfadada porque es una maleducada. Mamá le daría un azote en el culo si la oyera pedir comida.

Mamá y la señora Phillips han hablado por teléfono alguna vez, pero creo que no se caen muy bien. Mamá siempre dice que nos malcría. Supongo que se refiere a todo lo que comemos cuando vamos a su casa. Luego, cuando volvemos a casa a la hora de la cena, nunca tenemos hambre.

Forsyth es mi mejor amiga, aparte de Emma. Vamos juntas al colegio desde que éramos pequeñitas. A la hora de la comida nos sentamos juntas, y en el recreo jugamos en los columpios cuando no estoy jugando al balón prisionero. Forsyth suele estar de mejor humor.

–¿Qué te pasa? –le pregunto, intentando ignorar a Emma.

Ella se encoge de hombros, como siempre hace Emma.

–Anda, dímelo.

Ella sacude la cabeza. Tiene el pelo rojo y rizado, y un montón de pecas.

–¿Es por tu madre?

Ella sacude la cabeza otra vez.

–¿Por tu padre?

No, otra vez.

–Entonces tiene que ser por el cole –dice Emma.

–Es por Sonny, ¿verdad? –digo yo.

Sonny es el matón del colegio. Si alguien se cae por las escaleras, Sonny suele está arriba, partiéndose de risa. Si falta alguien, suele ser Sonny, que se ha quedado en el patio. Y, si alguna vez se enciende una hoguera en el patio, suele ser Sonny el que tiene el mechero.

Forsyth levanta la vista de las cartas por primera vez desde que entramos en su cuarto. Dice que sí con la cabeza y sus rizos se mueven como los flanes de gelatina que hace mamá en Navidad.

–¿Qué te ha hecho?

A Forsyth se le saltan las lágrimas, y le corren por las mejillas pecosas.

–Es un bicho, nada más –dice como si se atragantara.

–Eso ya lo sé. No olvides que es primo segundo nuestro –Sonny es el que nos cortó las sábanas de la cama el verano pasado. Y el que me hizo pegar la lengua al fondo de una hielera y luego me llevó por su casa tronchándose de risa. Sonny es verdaderamente un mal bicho.

–Cuando Dios repartió los cerebros, Sonny pensó que había dicho «becerros», y salió corriendo –dice Emma mientras pasa las cartas, intentando barajar.

–¿Qué ha hecho esta vez? –le pregunto a Forsyth.

–Me bajó los pantalones –llora ella–, delante de todo el mundo.

Es peor de lo que pensaba.

–¿Qué? –le pregunto, pero miro a Emma muy enfadada, porque está intentando que no se le escape la risa. Creo que en el fondo a Emma le cae bien Sonny, aunque no sé por qué.

Forsyth dice que sí con la cabeza para que sepa que he oído bien.

–Me levanté para salir al patio –dice–. Y de pronto estiró los brazos desde la fila de atrás y me tiró de los pantalones, y todo el mundo se rió de mí –se pone a llorar todavía más–. Y ni siquiera llevaba puestas mis bragas buenas –¿veis?, otra diferencia entre Forsyth y nosotras: en nuestra familia no hay bragas buenas.

–¿Quieres que hable con él? –le pregunto. Por favor, Forsyth, di que no.

–No –me dice prácticamente chillando–. ¡Prométemelo, Carrie! Prométeme que no vas a hablar con él. Prométemelo –me agarra del brazo como si se estuviera ahogando en un río y yo fuera un tronco.

–No voy a decirle nada –digo. Y es cierto.

–¿De verdad de la buena?

–De verdad de la buena.

Me quedo pensando y se me ocurre una cosa.

–¿Sabes qué? –hago una pausa para asegurarme de que me están escuchando–. Sonny necesita probar su propia medicina.

–¿Eh? –dice Emma. Hasta Emma parece interesada en lo que voy a decir.

–En serio, tenemos que darle su merecido por todo lo que nos hace –digo. Forsyth no me quita ojo, así que sigo–. ¿Qué podemos hacer? –me pongo a pensar. Y Emma y Forsyth también–. Tiene que haber algún modo de vengarnos de él…

–Deberíamos decirle a Richard que le dé una paliza –refunfuña Emma. Forsyth no le hace caso.

–Podríamos bajarle los pantalones –dice Forsyth, toda emocionada.

Yo digo que no con la cabeza. Palabra, a veces no sé qué harían estas dos sin mí.

–Tiene que ser algo que nadie haya hecho. Algo que no se espere. Pero tiene que ser bueno.

–¿En qué estás pensando? –pregunta Forsyth. Se ha inclinado hacia delante como si quisiera recoger mi idea en cuanto me salga de la boca.

–Podemos quitarle uno de sus Actionman, agarramos un petardo de los de Jimmy Hammersmith, le quitamos la cabeza al Actionman, le metemos el petardo dentro y lo hacemos estallar –grita Emma.

Forsyth parece convencida, pero yo tengo mis dudas, y cuando Forsyth ve mi cara empieza a hacer como si a ella tampoco le gustara la idea. Si queréis que os diga la verdad, es una copiona.

–Tiene que ser mejor todavía –digo yo–. Pero eso está bien –parezco nuestra maestra cuando no quiere que nos sintamos estúpidos.

–Bueno, entonces, ¿qué? –preguntan las dos al mismo tiempo.

–¡Las galletas están listas! –grita la señora Phillips desde abajo, y yo ya no puedo aguantar más. Me levanto y sé que van a seguirme porque soy doña Idea.

–Gracias, señora –digo, y procuro no parecer ansiosa, como siempre nos advierte mamá.

–Sírvete, cielo –la señora Phillips sonríe mientras pone dos galletas más en el plato que hay en medio de la mesa de la cocina, como en un anuncio de la tele. La cocina ya está recogida: las tazas de medir y los cuencos de mezclar están junto a la pila, secándose al aire sobre el escurreplatos en forma de V.

Esperamos a que se vaya de la cocina para tramar nuestra venganza.

–¡Ya lo tengo! –digo con la boca llena.

Forsyth salta prácticamente de la silla, que, por cierto, tiene su propio cojín, así que es muy cómoda porque no tienes que sentarte sobre la madera dura.

–¿Qué es? ¿Qué es?

–¿Qué os parece…? –digo muy despacio, arrastrando las palabras porque es divertido ser el centro de atención de vez en cuando–. ¿Qué os parece si entramos en el lavabo de chicos antes de que entre Sonny y untamos con grasa el asiento del váter para que se resbale y se caiga dentro cuando vaya al cuarto de baño?

Dos pares de ojos enormes me miran parpadeando.

–Mi madre tiene Crisco. Puedo llevármelo y hacerte una seña cuando Sonny pida permiso para ir al servicio.

–Yo vigilaré la puerta del servicio para que sepamos que es él quien va a entrar y no otra persona.

–Yo les diré a los demás que va a pasar algo muy divertido en el cuarto de baño, para que todo el mundo entre y lo vea chorreando –hablamos todas a la vez y, ¡hala!, ya tenemos un plan.

Después de comer tantas galletas que noto cómo se me hincha la masa en el estómago, subimos al cuarto de Forsyth y lo repasamos todo para asegurarnos de que nuestro plan no tiene fallos. Con Sonny, nunca se sabe.

–En el segundo bloque está en el aula 301 –dice Forsyth–. Lo sé porque está enfrente de la mía. Y después del segundo bloque seguro que tiene que ir al servicio.

–Sí, porque se comen el bocadillo después del primero, ¿verdad? –pregunta Emma. Parece que le gusta el plan tanto como a Forsyth, y tiene gracia, porque ella es la única con la que Sonny no se mete nunca. Si os digo la verdad, creo a Sonny le asusta un poco Emma desde que sabe que no le da miedo nada.

–Sí –digo yo–. Vale, entonces, Emma le vigilará y se asegurará de que va al servicio del fondo del pasillo, el de al lado del gimnasio. Forsyth, tú tienes que avisarme cuando Emma te haga la señal.

Forsyth parece hecha un lío.

–Ah, sí –digo yo–, tenemos que inventarnos una señal.

–¿Y si grito «mi color preferido es el azul»? –propone Forsyth.

–No puedes gritar eso en el pasillo –le dice Emma–. Se dará cuenta de que estamos tramando algo.

Forsyth dice que sí con la cabeza.

–Ya sé –digo–. La señal será que Emma se rascará la barbilla cuando vea a Sonny pedirle la llave a la señora Stanley. Luego yo saldré corriendo delante de él con el bote de Crisco en una bolsa que llevaré debajo de la camisa, y Forsyth, tú vigilarás la puerta del servicio para asegurarte de que no hay nadie cuando yo entre.

–¡Espera! ¿Cómo vas a entrar en el lavabo de chicos sin la llave? –pregunta Emma. Tiene razón.

Yo me quedo pensando un momento.

–Bueno –digo en voz alta, aunque no tengo ni idea de cómo voy a acabar la frase. Entonces se me ocurre una idea–. ¡Ya sé! Iré al servicio nada más llegar al colegio, porque la señora de la limpieza los limpia a esa hora y deja la puerta abierta para que se aireen. Sacaré esa cosita de en medio de la cerradura que impide que se cierre la puerta, y así podré entrar cuando me aviséis de que viene Sonny.

Eso sí que es buen plan, si queréis que os diga la verdad. A toda prueba. Emma y Forsyth parecen pensar lo mismo. Las dos sonríen como el gato que se comió el canario.

–Vale, entonces ¿cómo hacemos para que vaya a verlo todo el mundo cuando se caiga dentro?

Yo me pongo a pensar otra vez. ¿Cómo se me habrá ocurrido todo esto?

–¿Y si contamos hasta diez para asegurarnos de que se ha caído dentro y luego le decimos a toda la gente que haya en el pasillo que hay una bolsa de caramelos en el lavabo de chicos? –Emma está tan emocionada que se pone a gritar–. A todo el mundo le gustan los caramelos. Sobre todo si son gratis.

Ésa es mi hermanita. Siempre se le ocurre algo.

–Eso es –digo yo, mientras Forsyth se echa en su cama de margaritas–. No olvides traer el Crisco mañana por la mañana –le recuerdo.

–No –ella sonríe mirando al techo–. Mañana a estas horas Sonny Parker será el hazmerreír de todo el colegio.

Emma se levanta y estira los brazos por encima de la cabeza. Llevaba tanto tiempo apoyada en ellos que seguro que se le han dormido.

–Será mejor que volvamos a casa antes de que Richard llegue a las cinco.

–¿Te has dormido ya? –susurra Emma, aunque sabe perfectamente que no voy a dormirme.

–No.

–¿De verdad crees que funcionará?

–Es imposible que no funcione –digo yo, pero le he estado dando vueltas y ya no estoy tan segura.

–¿Y si no tiene ganas de ir al servicio? –pregunta ella.

–Tendrá que ir en algún momento –digo yo–. Además, si no va después del segundo bloque, podemos dejarlo para después del cuarto.

–¿Tú crees?

–Es un plan perfecto.

–Tienes razón –bosteza–. Es perfecto.

No recuerdo haber dormido, pero debe ser que sí, porque de pronto mamá nos está llamando desde el rellano.

–¡A levantarse! –parece que está de buen humor, pero nunca lo sabemos seguro hasta que bajamos y vemos lo que nos espera en la cocina. Cuando los cuencos de los cereales están ya en la encimera, todo va bien. Pero a veces mamá dice: «Tenéis brazos, podéis estirarlos, ¿no?». Y otras veces no está. Sigue durmiendo. Pero hoy es una de esas mañana con el cuenco del desayuno en la encimera. Qué bien. Una cosa menos de la que preocuparse.

Tomamos el autobús para ir al colegio, y sobre eso no hay mucho que contar, como no sea que Patty Lettigo (a la que todos llaman Patty Látigo y luego salen corriendo como si fuera a darles un latigazo de verdad) nos mira con mala cara cuando pasamos por el pasillo hasta el fondo del autobús, donde hay dos asientos libres. Patty Lettigo siempre mira mal. Es como su trabajo.

Tengo el estómago hecho un nudo. Emma lleva los libros pegados al pecho hasta cuando se sienta, así que supongo que está tan nerviosa como yo.

–Recuerda –le susurro poniéndole la mano en la oreja por si acaso alguien nos oye, aunque el motor del autobús hace mucho ruido–, pídele a Forsyth la bolsa del Crisco en cuanto la veas en la taquilla, y luego pásamela cuando nos veamos al cambiar de clase.

–Vale, vale, no me lo repitas más –me susurra.

–Sólo te lo estoy diciendo.

–Ya lo he entendido.

Pero después de pasar tres granjas y el segundo semáforo en ámbar, se inclina y me dice al oído:

–¿Dónde nos reunimos luego?

–¡Pero si lo hemos repasado mil veces! Al final del pasillo del gimnasio. Tú tienes que hacer la señal.

–Ah –ella se acuerda y dice que sí con la cabeza–. Ya lo tengo.

–¿Seguro?

–Sí. Seguro como un canguro.

Yo sonrío porque fui yo quien le dijo que papá siempre me decía eso. Rimaba las palabras y siempre me hacía reír.

El autobús se acerca traqueteando a la acera, delante del colegio, los frenos chirrían y huele a tubo de escape. Emma me da en el brazo y yo miro donde ella está mirando y, cómo no, veo a Sonny junto al aparcamiento de bicis, sacando sus libros de la cesta que lleva encima de la rueda de atrás.

–Allá vamos –digo sin dirigirme a nadie en particular, y cruzamos las puertas del colegio justo cuando suena el primer timbre.

–Adiós –me dice Emma, y es muy raro, porque nunca nos decimos adiós en el colegio; sólo nos separamos. Pero bien. Sí, Emma está como un flan.

La primera hora pasa tan despacio que ahora soy yo la que nota cómo me crece el pelo. La señorita Fullman pasa lista, y todo el mundo dice alguna bobada, en vez de «presente», como yo, que soy una sosa. Mary Sellers: «¡Es la mejor!» (todo el mundo se parte: Mary cambia de frase todos los días). Liam Naughton:

«¡Yepa!» (risas). Darryl Becksdale: «¿Quién?» (no se oyen muchas risas, pero sigue siendo mejor que «presente»). La lista pasa lentamente mientras la señorita Fullman nos mira enfurruñada y dice:

–Chicos, ya basta, chicos –y espera a que las risas se apaguen antes de llamar al siguiente de la lista.

El segundo timbre suena casi tan alto como los latidos de mi corazón. Acabo de darme cuenta de que todo depende de mí. No puedo rajarme ahora. No puedo. Forsyth no volvería a dirigirme la palabra.

El primer bloque pasa todavía más despacio que la primera clase, pero lo bueno es que estamos encarriladas. Forsyth le ha dado a Emma un bote de Crisco envuelto en plástico, y Emma me lo ha dado a mí, como habíamos planeado. Ahora estoy aquí sentada, en el segundo bloque, con el bote de aceite metido entre la tripa y la cremallera de los pantalones. Para eso precisamente me he puesto una camisa más ancha de lo normal. Hay que ser previsora.

Bzzzzz. El segundo bloque acaba y, mientras salimos en fila del aula, me choco con dos pupitres porque voy distraída pensando en mi corazón, que me late en el pecho como un pájaro batiendo las alas en una jaula, intentando escaparse. Dios mío, ayúdame a seguir adelante.

Fuera, en el pasillo, delante del gimnasio, Forsyth

está parada enfrente del lavabo de chicos, como tiene que ser, pero a Emma no la veo entre los demás niños que hay en el pasillo. No se me había ocurrido que fuera tan difícil verla entre tanta gente. Oh, Dios. Oh, Dios. Emma, ¿dónde estás?

Y entonces aparece: está de pie, entre Betsy Rutledge y Collie McGrath, hablando con Perry Gibson y… ¡ahí está!… ¡se ha rascado la barbilla! Eso significa que Sonny ha pedido la llave y está a punto de ir al servicio. Me giro de golpe y veo que Forsyth le está diciendo que no con la cabeza a un chico que intenta entrar; le dice algo al oído al chico y éste se va. Como estaba planeado, Forsyth le está diciendo a todos los chicos que quieren usar el servicio –menos a Sonny, claro– que está estropeado. Anoche practicamos un montón de veces antes de irnos de casa de los Phillips.

No hay tiempo que perder. Me abro paso a empujones entre gente a la que apenas reconozco porque estoy hecha un flan, y busco bajo la camisa el paquete del Crisco. Delante del lavabo de chicos miro hacia atrás rápidamente para asegurarme de que no tengo a Sonny detrás. No hay moros en la costa, así que paso corriendo junto a Forsyth, que me dice algo moviendo la boca sin hacer ruido y empieza a agitar los brazos, pero yo empujo la puerta, dispuesta a poner en práctica nuestro plan.

Oh, Dios mío.

Oigo que la puerta se cierra detrás de mí y poso los ojos no en uno, ni en dos, ni en tres, sino en unos veinte –¡veinte!– chicos. Chicos de todos los cursos. Chicos de pie de espaldas a la puerta. Chicos de cara a la pared. Chicos con los pantalones prácticamente en los tobillos. Chicos peinándose. Chicos apoyados contra la pared de azulejos. ¡Chicos en cada rincón del lavabo!

–¡Vaya! ¡Pero si es Carrie la Loca! –una voz hueca retumba en las paredes y se mezcla con las risas que estallan como petardos el Cuatro de Julio.

Todo ocurre tan deprisa que ni siquiera puedo deciros qué dije o cómo salí de allí. Sólo sé que, al salir por la puerta, vi a Sonny acercándose con una sonrisa, tan tranquilo.

El lavabo de chicas está justo al lado, pero quiero alejarme de allí todo lo posible. Así que echo a correr. Corro por el pasillo, paso al lado de Emma, que me mira con cara rara, paso al lado del señor Stanley, paso al lado de un millón de niños que se ríen y a los que no quiero volver a ver nunca más, y salgo por las puertas de metal que conducen a la libertad. Pueden arrestarme si quieren, que no pienso volver a ese colegio. Oigo cerrarse la puerta detrás de mí y enseguida Emma está a mi lado, en el segundo escalón de las gradas viejas del campo de béisbol.

–¿Qué ha pasado? –pregunta.

–Forsyth –sollozo–. Forsyth… –no puedo decir nada más. Estoy llorando a moco tendido. El hazmerreír del colegio soy yo.

–¿Forsyth qué? ¿Qué ha pasado?