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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Debbie Macomber. Todos los derechos reservados.

CONFÍO EN TI, Nº 103 - diciembre 2011

Título original: 8 Sandpiper Way

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Sonia Figueroa Martínez

Publicada en español en 2010

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-383-8

Imágenes de cubierta:

Mujer: JPERAGINE/DREAMSTIME.COM

Flores: TAMARA-K/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Para Minda Butler, Karen Sweeney, y Hyacinthe Eykelhof-Mitchell, por su valor, fuerza, e inspiración.

Y un agradecimiento muy especial a mi amiga Emily Myles, la artista textil cuya inspiración dio lugar al dragón de Shirley.

CAPÍTULO 1

Dicen que la esposa siempre es la última en enterarse, pero Emily Flemming sabía desde hacía más de una semana que Dave, su marido, tenía una aventura. La situación era incluso más chocante si se tenía en cuenta que él no era Dave Flemming sin más, sino el reverendo Flemming. La idea de que su marido amara a otra mujer era intolerable, inconcebible, insoportable. El hecho de que la hubiera traicionado la había dejado destrozada, pero que hubiera faltado así a sus obligaciones morales para con su congregación y su Dios… en fin, apenas podía creerlo. Aquel secreto no encajaba con el hombre al que conocía.

Aún no le había dicho que lo sabía. Se había dado cuenta de lo que pasaba poco antes de salir a cenar para celebrar su aniversario de boda, mientras lo esperaba en el despacho parroquial. Al ver que él se había dejado la chaqueta detrás de la puerta, la había agarrado y se la había colgado del brazo, y se había quedado atónita al ver que un pendiente de diamantes caía del bolsillo; posteriormente, había encontrado la pareja en otro de los bolsillos. Eran unos pendientes grandes y muy elaborados, ella jamás había tenido algo así.

Al principio, había dado por hecho que debían de ser un regalo de aniversario, pero no había tardado en darse cuenta de que no podía ser; para empezar, no estaban metidos en una cajita de joyería. Y aun suponiendo que no hubieran estado sueltos, el presupuesto familiar era bastante limitado y era imposible que Dave hubiera podido comprar algo tan caro.

Tendría que haberle preguntado de inmediato de dónde habían salido, pero no lo había hecho por miedo a echar a perder con suspicacias aquella velada especial; aun así, había empezado a atar cabos. No podía seguir ignorando el hecho de que Dave se quedaba a trabajar hasta tarde, sobre todo después de que la hora de privacidad que habían planeado para después de aquella cena de celebración acabara torciéndose. Quizás eran imaginaciones suyas, pero tenía la impresión de que él había empezado a arreglarse con más esmero.

Sus sospechas se habían doblado y triplicado. No dejaba de darle vueltas al asunto para intentar encontrarle alguna explicación plausible al extraño comportamiento de su marido, pero el hecho de que él le contestara con evasivas cada vez que le preguntaba dónde había estado era otro detalle sospechoso más.

–Mamá, ¿cuándo va a llegar papá? –le preguntó Mark, el menor de sus dos hijos. Tenía ocho años, y unos ojos marrones idénticos a los de su padre.

Ella se había hecho esa misma pregunta, pero intentó aparentar calma y seguridad al decir:

–Pronto.

Últimamente, Dave llegaba bastante tarde dos o tres veces por semana. Al principio, ella se había inventado excusas para que los chicos no se preocuparan, pero ya no sabía qué decirles.

–Casi nunca come con nosotros –dijo Matthew, antes de sentarse a la mesa junto a su hermano pequeño.

Dave había empezado a retrasarse de forma gradual; en el pasado, siempre había intentado llegar a tiempo para la cena. No pudo evitar preguntarse si en ese momento estaba con otra mujer, con otra familia… se apresuró a apartar aquella idea de su mente, y por el bien de sus hijos, optó por su excusa habitual.

–Está muy ocupado en la iglesia.

–¿Todas las noches?

–Eso parece –les dijo, con fingida naturalidad, antes de sentarse a la mesa con ellos.

Los tres se tomaron de la mano y bajaron la cabeza mientras ella bendecía la mesa. Para sus adentros, añadió una oración personal: pidió tener el valor suficiente para afrontar lo que el futuro pudiera depararle a su matrimonio.

–¿No sería mejor que le esperáramos alguna vez? –comentó Mark, mientras agarraba sin mucho convencimiento su tenedor.

–Tenéis deberes, ¿verdad? –le dijo ella.

–Pero papá…

–Tu padre cenará después.

–¿Llegará antes de que nos acostemos? –Matthew era el más sensible de los dos niños.

–No lo sé –tragó con dificultad y fingió que comía, aunque su apetito se había evaporado desde que había encontrado aquellos dichosos pendientes de diamantes. Ése había sido el comienzo de todo, el momento en que había tenido que afrontar lo que llevaba meses ignorando.

Había intentado convencerse de que la presencia de los pendientes podía tener un montón de explicaciones lógicas, pero a pesar de que había decidido hablar con Dave al día siguiente de encontrarlos, al final no lo había hecho… y sabía por qué. No quería escuchar la verdad, no estaba preparada. Tenía miedo de lo que pasaría cuando acabara pidiéndole explicaciones a su marido.

Le había preguntado en más de una ocasión por qué volvía a casa tan tarde, pero él le restaba importancia a su preocupación y se limitaba a darle excusas de lo más ambiguas, mencionaba a gente a la que ella no conocía y supuestas reuniones. Como parecía molesto ante tanto interés, al final había optado por dejar de preguntarle.

En todo caso, la respuesta era obvia. Desde que había encontrado los pendientes, tenía muy claro lo que estaba pasando; por desgracia, los párrocos eran tan vulnerables a las tentaciones como el resto de los humanos, y al igual que el resto de pecadores, podían llegar a tener aventuras extramatrimoniales y cometer errores irreparables.

Al principio se había planteado la posibilidad de que todo fuera un malentendido, se había preguntado si estaba exagerando la situación, pero sus esperanzas se habían desmoronado cuando se había encontrado en el supermercado a Bob y Peggy Beldon, los dueños de la pensión Thyme and Tide, a principios de semana. Mientras charlaban sobre naderías, Bob había mencionado de pasada que echaba de menos jugar al golf con Dave.

Se había quedado boquiabierta, porque hacía tres años que los dos jugaban una vez a la semana, si el tiempo lo permitía. En cuestión de minutos, había logrado sonsacarle a Bob la información, y sus peores temores se habían confirmado; al parecer, hacía más de un año que Dave no jugaba al golf… ¡un año! Y aun así, él seguía metiendo los palos de golf en el coche todos los lunes por la tarde y se marchaba tan tranquilo; en teoría, iba a jugar con Bob, pero estaba claro que en realidad iba a encontrarse con otra persona.

Soltó un suspiro, y procuró apartar su mente de aquel camino tan trillado de dudas y suspicacias. Se dedicaba a interpretar el papel de esposa apocada, pero por dentro contenía las ganas de pedirle explicaciones a su marido. Quería saber la verdad por muy dolorosa que fuera… pero al mismo tiempo, no quería enterarse; seguramente, cualquier mujer en su lugar sentiría lo mismo.

No había dicho nada de momento, y la sorprendía lo bien que se le daba fingir que no pasaba nada. Sus amigas no tenían ni idea de lo que pasaba, pero lo que la indignaba casi más que sus sospechas era el hecho de que Dave no se hubiera dado cuenta de que lo había pillado. No sabía si él pensaba sincerarse, a lo mejor lo haría si se diera cuenta de que estaba enterada de lo que pasaba… quizás era eso lo que ella había estado esperando.

Sí, quería que Dave diera el primer paso, que fuera él quien sacara el tema, pero no lo había hecho; al parecer, los dos eran unos actores de primera. De hecho, en el sermón del domingo anterior, él había hablado desde el púlpito de la importancia del matrimonio, del amor al cónyuge.

Se sentía la mujer menos amada del mundo entero, y había estado a punto de echarse a llorar delante de la congregación. Todo el mundo habría dado por hecho que sus lágrimas se debían a que estaba emocionada porque el sermón de su marido la enaltecía, pero ella les habría dicho que, por muy bonitas que fueran las palabras de Dave, no eran más que eso: simples palabras.

Le costaba creer lo que estaba pasándoles. Siempre había creído que tenían un matrimonio sólido y que Dave era su mejor amigo, pero era obvio que estaba muy equivocada.

Se volvió al oír que se abría la puerta que daba al garaje, y se sorprendió al verlo entrar.

–¡Papá! –Mark se levantó de la silla, y echó a correr hacia su padre como si llevara un año sin verlo.

–Hola, hombrecito. ¿Cómo estás? –Dave lo alzó en brazos. Sabía que, a pesar de que su hijo ya era demasiado mayor para que lo tratara como un niño, necesitaba su atención y sus muestras de afecto. Después de besar a Emily en la mejilla y de alborotarle el pelo a Matthew, se sentó y comentó–: Me alegro de llegar a tiempo de cenar con vosotros.

–Yo también –le dijo Mark, entusiasmado.

Emily no pudo evitar sentir una punzada de felicidad a pesar de todo, y se apresuró a poner un cubierto más en la mesa. Cuando le pasó a su marido la enchilada que había preparado, él se sirvió una buena ración y dijo sonriente:

–Gracias por preparar una de mis comidas preferidas.

–De nada –lo miró a los ojos, y le dijo sin necesidad de palabras cuánto le amaba. Quizás, a pesar de todas las pruebas, sus sospechas eran infundadas.

–Papá, ¿podrás ayudarme con los deberes después de cenar? –dijo Mark.

Era el alumno con mejores notas de su clase con diferencia y no necesitaba que nadie le ayudara con los deberes, así que era obvio que lo que quería era pasar algo de tiempo con su padre.

–Me prometiste que haríamos pases con la pelota de rugby, papá –apostilló Matthew.

Los niños no eran los únicos que querían pasar tiempo con Dave. Ella también necesitaba tenerlo cerca para sentirse segura, porque no podía quitarse las dudas de la cabeza. Le amaba al margen de todo, así que estaba decidida a salvar su matrimonio… o al menos, a esforzarse al máximo para lograrlo.

Él se echó a reír, y alzó las manos en un gesto apaciguador antes de decir:

–¡Tranquilos!, ¡no os aceleréis! Dadme unos segundos para que pueda recobrar el aliento.

Los niños se quedaron mirándolo con unas expresiones tan expectantes, que Emily se sintió incapaz de seguir contemplando sus rostros esperanzados. Tuvo ganas de echarse a llorar al verlos mirar a su padre con tanto amor.

–Dejad que papá cene tranquilo.

–Después os ayudaré a los dos, pero antes me gustaría estar unos minutos a solas con vuestra madre.

Él le lanzó una mirada, pero Emily sintió que la recorría un escalofrío y tuvo miedo de mirarlo a los ojos.

–Porfa, papá… –dijo Mark, con tono lastimero.

–No tardaremos mucho. Venga, cómete las judías verdes.

–Vale.

Emily le pasó la fuente de judías con almendras troceadas a su marido, que se sirvió una pequeña cantidad. A él tampoco le gustaba demasiado aquella legumbre, pero tenía que dar un buen ejemplo.

Después de cenar, los niños quitaron la mesa y se fueron a su cuarto para la hora de estudio, que había sido idea de Dave: aunque no tuvieran deberes, tenían que pasar una hora cada noche leyendo, escribiendo, o repasando lo que habían hecho en clase. No podían tener la tele encendida, ni jugar con la consola.

Cuando los niños se fueron a su cuarto, Emily se puso a preparar la cafetera, y procuró mantenerse de espaldas a Dave. Era raro que él le pidiera hablar a solas así, porque por regla general, si quería comentarle algo, esperaba a que los niños se hubieran acostado.

Antes de que acabara de servir el café, él le preguntó:

–¿Eres feliz? –lo dijo con voz urgente, intensa, como si la necesidad de saberlo le quemara por dentro.

A ella se le habían ocurrido mil y una preguntas posibles, pero aquélla la tomó por sorpresa.

–¿Que si soy feliz? –se volvió hacia él, pero aún se sentía incapaz de mirarlo a los ojos. Se le acercó con dos humeantes tazas de café, y después de dejarlas sobre la mesa, repitió–: ¿Soy feliz? –se metió las manos en los bolsillos, y pensó en ello.

–No esperaba que tardaras tanto en contestar –la observó con atención, y sus ojos oscuros reflejaron la decepción que sentía al verla vacilar.

–¿Qué razón podría tener para no ser feliz? –le dijo, en un intento de devolverle la pelota–. Vivo en una casa preciosa y puedo permitirme el lujo de ser un ama de casa y concentrarme en nuestros hijos, tal y como queríamos. Además, mi marido está locamente enamorado de mí, ¿verdad? –lo último lo añadió al recordar el sermón que él había pronunciado el domingo anterior, y procuró que su voz no reflejara ni el más mínimo sarcasmo. Quizá tenía miedo de lo que él pudiera contestar, porque se apresuró a añadir–: ¿Y tú qué?, ¿eres feliz?

–Claro que sí –su respuesta fue inmediata y vehemente.

–Entonces, yo también –en vez de sentarse junto a él, se puso a llenar el lavaplatos.

–Siéntate, por favor –cuando ella obedeció a regañadientes, añadió–: Últimamente, no duermes bien.

Así que se había dado cuenta, ¿no? No le costaba quedarse dormida, pero se despertaba al cabo de una o dos horas y se pasaba el resto de la noche dando vueltas en la cama, dormitando a duras penas. Las posibilidades que se le arremolinaban en la mente le impedían descansar… era posible que su marido estuviera enamorado de otra mujer, que estuviera siéndole infiel.

Se consideraba una mujer fuerte desde un punto de vista emocional y más que capaz de mantener la calma ante una crisis, una mujer que proporcionaba consejo y apoyo a los demás; sin embargo, era una cobarde a la hora de hablar abiertamente con su marido sobre sus sospechas.

–Si hay algo que te preocupa, a lo mejor puedo ayudarte –le dijo él.

Emily reconoció de inmediato aquel tono de voz lleno de calidez y amabilidad, ya que era el que su marido solía usar con los demás. ¡Pero ella no era uno de sus feligreses, sino su esposa!

–¿Qué crees que podría preocuparme? –lo dijo con aparente naturalidad, aunque no esperaba una respuesta.

–No tengo ni idea, por eso te lo pregunto. ¿Están presionándote demasiado las integrantes de la sociedad misionera?

–No.

El comité de recetas le había pedido que se encargara de organizar todo el proyecto, pero ella había argumentado que no tenía tiempo. Era la pura verdad, pero al parecer su respuesta no había sentado bien a más de uno. La congregación parecía pensar que, como no trabajaba fuera de casa, tenía que estar a su entera disposición, al igual que Dave, pero no estaba dispuesta a convertirse en una empleada sin sueldo de la iglesia, y había sido muy clara al respecto cuando habían aceptado el puesto en Cedar Cove. Su papel se centraba en apoyar a Dave, y en cuidar a sus dos hijos.

–Si estuvieras molesta o preocupada por algo, me lo dirías, ¿verdad?

–Por supuesto –tomó un sorbo de café para intentar ocultar que estaba mintiendo.

En ese momento, Mark asomó la cabeza por la puerta y le dijo a su padre:

–¿Has acabado ya de hablar con mamá?, necesito que me eches una mano con las mates.

Al ver que su marido la miraba con expresión interrogante, le dijo con firmeza:

–Estoy bien, Dave –se dio cuenta de que él no parecía demasiado convencido. No era ninguna experta a la hora de mentir, y se sentía mal consigo misma por ser incapaz de revelarle sus miedos.

Después de tomar un trago de café, él se puso de pie y le dijo al niño:

–Venga, Mark, vamos a ver si puedo ayudarte.

Emily tragó con fuerza al verlos salir de la cocina. Había estado esperando a que él sacara un tema así. Al preguntarle si era feliz, Dave le había dado la oportunidad perfecta para explicarle sus sospechas, pero se había quedado callada por culpa del miedo.

El problema radicaba en que no estaba preparada. Para protegerse a sí misma, necesitaba pertrecharse con hechos y detalles antes de plantearle la cuestión. Quería que su marido se diera cuenta de que no era tan ingenua como él parecía creer.

A las nueve de la noche, los niños ya estaban durmiendo. Cuando Dave estaba en casa, conseguir que se acostaran era un proceso sencillo y sin trabas, pero cuando estaba sola con ellos… algo que últimamente ocurría con bastante frecuencia… se inventaban toda clase de excusas para retrasar el momento de irse a la cama.

Al cabo de media hora estaba en su habitación de costura, planchando una colcha que estaba haciéndole a Matthew. Se sentía más que satisfecha con la ganga que había conseguido. Era consciente de que tenía que controlar los gastos, así que había aprovechado las rebajas en The Quilted Giraffe, una tienda donde vendían telas y todo tipo de útiles de costura, para comprar a buen precio aquella tela de algodón con un alegre estampado en tonos rosados.

Justo cuando estaba apagando la plancha, oyó que Dave entraba en la habitación. La abrazó por la espalda, y le dijo con voz susurrante:

–Por fin solos –la besó en el cuello, y deslizó los labios por su piel.

Emily no pudo evitar sonreír. Antes solían ser así, tan afectuosos y juguetones de forma espontánea, hasta que… no estaba segura de cuándo habían empezado a cambiar las cosas… ¿a principios de año?

–Dave, de verdad… –no pudo contener una pequeña carcajada.

–Te amo –le dijo él, en voz baja.

Ella le cubrió las manos con las suyas, y le dio un ligero apretón antes de preguntar:

–¿Ah, sí? –no pudo evitar que su voz reflejara un ligero tono suplicante.

–Con todo mi corazón –después de darle un último beso en el cuello, la soltó y fue hacia la puerta.

–¿Adónde vas?

–A preparar el sermón del domingo.

–Ah.

Antes, siempre solía preparar los sermones en el despacho de la iglesia. Esperó a que él saliera de la habitación, y entonces fue hacia la puerta y lo siguió con la mirada. Él se alejó por el pasillo, y al llegar a su despacho, entró y cerró la puerta sin volver la vista hacia atrás.

Antes, siempre solía dejar la puerta del despacho abierta; que ella supiera, era la primera vez que su marido se comportaba así. Volvió a entrar con paso pausado en la habitación de costura y se puso a trabajar de nuevo en la colcha, pero era incapaz de concentrarse. Quería saber la razón que había impulsado a su marido a cerrar la puerta del despacho, seguro que había algún motivo concreto… claro, seguro que estaba llamando por teléfono y no quería que ella le oyera. Esperó una hora para asegurarse de que él ya había colgado, y entonces fue al despacho con la excusa de llevarle una taza de café.

Llamó a la puerta, pero entró sin darle tiempo a contestar. Tal y como esperaba, estaba sentado tras su mesa con la Biblia abierta, y tenía delante una libreta en la que estaba tomando notas.

–Te traigo café.

–Gracias, cariño. Es todo un detalle.

–De nada –dejó la taza sobre el posavasos de barro que Matthew había pintado cuando iba a primero, y entonces salió del despacho sin añadir nada más y cerró la puerta a su espalda.

Después de respirar hondo, fue a la cocina y marcó el botón de rellamada en el teléfono que había allí. Después de tres tonos, oyó que contestaba una suave y sexy voz femenina.

–¿Eres tú otra vez, Davey?

¿Cómo que Davey?

–Perdón, me he equivocado –se apresuró a decir, antes de colgar a toda prisa.

De modo que sus sospechas eran ciertas… Dave había llamado a otra mujer, ¡y desde su propia casa! Había tenido la desfachatez de contactar con la mujer que amenazaba con destrozar su matrimonio.

Se dio cuenta de que seguía aferrando el auricular del teléfono, y de que le temblaba la mano; tal y como esperaba, saber que tenía razón no le causaba ninguna satisfacción.

CAPÍTULO 2

–Hola, papá –Megan sonrió al abrirle la puerta a su padre, el sheriff Troy Davis, y le dio un beso en la mejilla.

–Hola, cielo. ¿Cómo estás? –le dijo él, antes de seguirla hacia la cocina.

Intentó que la pregunta no reflejara la ansiedad que sentía, pero le resultó difícil. A Megan le habían hecho unas pruebas recientemente para comprobar si padecía esclerosis múltiple, la enfermedad que había acabado meses antes con la vida de su madre. Formaban una familia pequeña y muy unida, y le aterraba la mera idea de que su única hija tuviera aquella enfermedad. Megan había sufrido un aborto varios meses atrás, y aquella pérdida, sumada a la muerte de su madre, la había destrozado; y por si fuera poco, se presentaba aquella amenaza constante.

–Déjalo ya, papá –le dijo ella, antes de bajar al mínimo el fogón de la cocina.

Algo olía muy bien… sintió que se le hacía la boca agua ante el aroma de la comida casera. No se había planteado lo que iba a prepararse para cenar, pero lo más seguro era que acabara abriendo una lata de chile… suponiendo que le quedara alguna en casa, claro.

–En las pruebas no ha salido nada concluyente, así que no hay de qué preocuparse –añadió ella.

«Aún», se dijo él para sus adentros. A pesar de que no quería agobiarla con preocupaciones innecesarias y miedos irracionales, necesitaba saber que Megan estaba preparada para enfrentarse a la posibilidad de padecer esclerosis múltiple, que podía lidiar con todo lo que conllevaba la enfermedad. En el mundo médico había divergencias de opinión en cuanto a si era o no una enfermedad hereditaria; al parecer, había indicios en ambos sentidos.

Por si fuera poco, solía ser difícil obtener un diagnóstico seguro al cien por cien; en el caso de Megan, los resultados de las pruebas no habían sido concluyentes, y aunque en cierto modo había sido como un pequeño respiro, daba la impresión de que seguían esperando algo que parecía inevitable.

Se dijo a sí mismo que no había que llamar al mal tiempo, pero la expresión le provocó cierta aprensión, ya que era algo que Sandy solía decir. Por suerte, su hija había acertado a la hora de elegir marido, ya que Craig era un tipo tranquilo y afable que la amaba de corazón. Era un marido tan abnegado como lo había sido él con Sandy.

–He venido a preguntarte qué quieres que traiga para la cena de Acción de Gracias –era una buena excusa para ir a verla y comprobar cómo estaba sin que se notara demasiado, aunque seguro que tanto Craig como ella eran conscientes de la verdadera razón de su visita.

–Hola, Troy –le dijo su yerno, al entrar en la cocina con el Cedar Cove Chronicle en la mano–. Cuesta creer que esta semana se celebre Acción de Gracias, ¿verdad? Mira esto… hay más anuncios que noticias.

Megan soltó una carcajada, y les indicó con un gesto que salieran de la cocina.

–¡Dejad de quejaros! A este paso, acabaréis refunfuñando por lo mercantil que es la Navidad.

–¡No me hables de la Navidad! –dijo Graig con fingido tono lastimero, antes de guiñarle el ojo a Troy.

Al igual que a su madre, a Megan le encantaba todo lo relativo a la Navidad. Empezaba a poner los adornos navideños poco después de Acción de Gracias, y a Craig y a Troy les tocaba colocar las luces alrededor de la casa y poner el reno luminoso en el jardín delantero.

–Quédate a cenar, papá. He preparado albóndigas y ensalada.

Troy se sintió tentado. La ensalada le resultaba indiferente, pero aquellas albóndigas de carne rellenas de arroz y servidas sobre una base de puré de patatas habían sido una de las comidas preferidas de la familia desde que Megan era pequeña.

–Gracias, cariño, pero tengo que irme –a pesar del tentador aroma de la comida, no quería importunar a su hija y a su yerno–. Como ya te he dicho, sólo he venido a preguntarte lo que quieres que traiga en Acción de Gracias.

Su hija permaneció en silencio durante unos segundos, como si estuviera repasando mentalmente el menú, y al final comentó:

–Me parece que lo tengo todo controlado. Comeremos pavo, por supuesto, y prepararé el relleno de arroz y salchichas que solía hacer mamá. También haré un par de ensaladas, y aquellas patatas con albaricoques secos que preparé el año pasado y tuvieron tanto éxito.

«El año pasado».

Doce escasos meses atrás, Sandy estaba viva y había pasado con ellos Acción de Gracias. Parecía imposible que ya no estuviera allí. La habían llevado a casa desde la residencia, habían colocado su silla de ruedas junto a la mesa, y la habían ayudado a comer.

Habían cambiado tantas cosas en un año… Sandy había muerto, y poco después, él se había reencontrado con Faith Beckwith.

Sintió que lo embargaba una profunda tristeza al pensar en la que había sido su novia en el instituto. A principios de verano habían empezado a salir juntos de nuevo, y la situación había parecido de lo más prometedora hasta que Megan había sufrido el aborto.

Cuando su hija se había enterado de que estaba saliendo con alguien, se había quedado horrorizada… no, más que horrorizada: se había mostrado herida, enfadada. No conocía de nada a Faith, ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero estaba en un estado emocional tan volátil, que había sido incapaz de tolerar la idea de que su padre mantuviera una relación con otra mujer.

Él adoraba a su hija, y no podía arriesgarse a perderla. Estaba con Faith la noche en que Megan había abortado, incluso había apagado el móvil para evitar que alguna llamada pudiera interferir con la velada. Era algo que jamás podría perdonarse a sí mismo.

Cuando había surgido la posibilidad de que Megan tuviera esclerosis múltiple, había tomado la dolorosa decisión de cortar con Faith. La echaba de menos, añoraba las largas conversaciones telefónicas y estar junto a ella, pero no tenía otra opción. Por mucho que le doliera aceptarlo, Faith ya no formaba parte de su vida.

Era irónico, porque su hija le había insinuado en una conversación reciente que ya era hora de que siguiera adelante con su vida. Le habría gustado creer que era sincera, pero no se atrevía a darle demasiado crédito a sus palabras. Sí, Megan había madurado y se había hecho a la idea de que quizá padecía esclerosis múltiple, pero a juzgar por cómo había reaccionado al enterarse de que él estaba saliendo con alguien, era obvio que no estaba preparada para verle iniciar una nueva relación. Para ella, el hecho de que estuviera con una mujer era como una traición a la memoria de su madre, así que, a pesar de que había acabado diciendo lo que él quería escuchar, estaba decidido, muy a su pesar, a no iniciar ninguna relación.

Al margen de si Megan aprobaba la idea o no, no era la única que había mencionado que debería empezar a salir más. Un agente amigo suyo se había ofrecido a prepararle una cita con su suegra, una tal Sally, pero no le interesaba tener una cita a ciegas. Faith era la única mujer con la que quería salir, y había echado por la borda cualquier posibilidad de tener una relación con ella.

–El año pasado, mamá estaba aquí –comentó Megan en voz baja. Era obvio que el hecho de que su madre hubiera estado con ellos en Acción de Gracias el año anterior acababa de golpearla de lleno–. Le encantaban las fiestas familiares, ¿verdad?

Él se limitó a asentir. A pesar de sus limitaciones físicas, Sandy adoraba las tradiciones familiares y se había esforzado por formar parte de ellas. Se sentía reconfortado al ver que su hija estaba siguiendo la estela de su madre.

–También prepararás puré de patatas y salsa, ¿verdad? –le dijo, para intentar distraerla y que dejara de pensar en Sandy.

–¡Pues claro!

–¿Qué habrá de postre?

–Un pastel de calabaza, y otro de nuez. Ah, y tengo una pequeña sorpresa para la cena.

–¿Qué es?

–Uno de los botes de pepinillos que mamá y yo preparamos hace dos veranos. Lo tenía reservado para una ocasión especial –era obvio que estaba muy ilusionada.

Sandy no había podido colaborar con la elaboración en sí, pero Megan había ido a buscarla a la residencia y las dos habían pasado el día en casa, preparando pepinillos en conserva. Sandy se había encargado de darle consejo e instrucciones a su hija, y las dos habían disfrutado de lo lindo; de hecho, aquella tarde había sido una de las mejores en todo el año para su mujer, ya que para ella había sido fantástico pasar unas horas con Megan y estar de vuelta en su propio hogar, aunque fuera de forma breve.

–Tu madre seguirá con nosotros con o sin esos pepinillos, Megan.

–Ya lo sé, pero es que…

Como no quería verla llorar, se apresuró a preguntarle:

–¿Quieres que el jueves traiga el pan y una botella de vino?

Ella luchó por recuperar la compostura; al cabo de unos segundos, sonrió y dijo:

–Vale, perfecto.

Troy se marchó al cabo de unos minutos. Tenía toda la velada por delante, larga y vacía. Aún llevaba puesto el uniforme, pero en vez de irse a casa, optó por ir a un supermercado. Necesitaba comprar varias cosas, y decidió aprovechar para comprar la botella de vino que le había prometido a Megan.

Después de hacerse con un carro, se dirigió a la zona de la fruta y la verdura, que era el punto de inicio que solía elegir Sandy cuando iba a comprar. Ni siquiera estaba seguro de por qué se molestaba en comprar productos frescos desde que vivía solo, ya que al final siempre acababan podridos en la nevera. Estaba eligiendo unos cuantos plátanos cuando vio a Faith.

Se detuvo en seco, y se quedó mirándola. Habían pasado dos semanas desde la última vez que había hablado con ella, y había sido una de las conversaciones más incómodas que había tenido en toda su vida. Ella se había mostrado alegre y vivaz al descolgar el teléfono y ver que era él, le había dicho que había vendido su casa de Seattle, y antes de que él pudiera hacer algún comentario al respecto, había añadido que iba a mudarse a Cedar Cove. Lo había dicho tan entusiasmada e ilusionada, esperando que él reaccionara con la misma alegría… y entonces él le había dicho que no podía volver a verla.

No podía quitarse de la cabeza el dolor que le había causado a Faith, era algo que le atormentaba y le impedía dormir bien. Recordaba la calma con la que ella le había escuchado mientras le explicaba a trompicones lo de Megan. Faith no había levantado la voz ni había discutido con él, y había acabado deseándole lo mejor.

Ella alzó la mirada en ese momento, y al verlo a poco más de medio metro de distancia, reaccionó tal y como lo había hecho él… se quedó inmóvil mientras los ojos de ambos se encontraban por encima del montón de plátanos.

Siempre había sido bueno a la hora de leer el rostro de la gente. Ella se quedó impactada en un primer momento y después pareció sentir una profunda tristeza, pero las dos emociones se desvanecieron de su rostro cuando respiró hondo y se obligó a recuperar la compostura.

–Hola, Troy –le dijo con calma.

–Hola, Faith –inclinó ligeramente la cabeza, y se preguntó si ella había notado el ligero tono de pesar que se había reflejado en su voz al saludarla.

Se sorprendió un poco al ver que ella llevaba en su carro productos básicos como harina, azúcar, leche, fruta y verdura, ya que eso indicaba que ya estaba viviendo en Cedar Cove. Sabía que había vendido su casa, pero había dado por hecho que tardaría meses en volver a verla… meses en los que podría prepararse para asimilar la idea de tenerla en su ciudad. No estaba ni mental ni emocionalmente preparado para tenerla frente a frente tan pronto tras la ruptura.

–¿Ya te has marchado de Seattle?

–Te dije que había vendido la casa, Troy.

–Sí, pero… –tenía la lengua trabada. Tuvo ganas de discutir, de decirle que aquello era injusto, pero sabía que no era quién para hablar de injusticias; al fin y al cabo, la había tratado fatal.

Al parecer, ella decidió explicarse al verle reaccionar así, porque dijo:

–Una de las estipulaciones fue que el contrato de venta se cerrara antes de finales de noviembre, preferiblemente antes de Acción de Gracias.

–¿Estás viviendo ya en Cedar Cove?

–Eh… sí –parecía tan incómoda como él–. No esperaba coincidir contigo tan pronto… de hecho, es mi primer día aquí. Esperaba que… –dejó la frase inacabada.

Troy supo a qué se refería sin necesidad de palabras, porque él también había esperado no verla en mucho tiempo. Sabía cuánto le costaría ocultar el dolor de perderla, la profunda decepción que sentía… sobre todo teniendo en cuenta que él mismo se lo había buscado.

Faith había sido su novia en el instituto. Él se había alistado en el ejército poco después de la graduación para evitar que lo enviaran a Vietnam, y pensaba proponerle matrimonio al completar el entrenamiento básico; sin embargo, la madre de Faith se había inmiscuido sin que ellos lo supieran, ya que había interceptado las cartas que él le enviaba a Faith. La señora Carroll había decidido que eran demasiado jóvenes para mantener una relación seria.

Él había seguido con su vida, y a finales del verano había conocido a Sandy; por su parte, Faith se había ido a la universidad, y allí había conocido al que sería su futuro esposo. Habían recuperado el contacto casi cuarenta años después, pero las circunstancias habían vuelto a separarlos. En esa segunda ocasión la que se había interpuesto entre ellos no había sido la madre de Faith, sino Megan.

–Me encontré con Grace Sherman –comentó ella con voz queda, antes de apartar la mirada.

–Ahora se apellida Harding.

–Sí, ha vuelto a casarse. Me presentó a Cliff, y los dos me han ayudado mucho. Aún no he tenido tiempo de buscar una casa adecuada que esté en venta, y no quería tomar una decisión apresurada de la que pudiera arrepentirme después.

–Claro –se preguntó si ella acababa de aludir de forma solapada a su relación con él.

–La semana pasada fui a ver a mi hijo, y me comentó que había visto en la sección inmobiliaria del periódico una casa en alquiler en Rosewood Lane –lo dijo de carrerilla, y tuvo que tomar aire antes de poder continuar–. Me encontré a Grace en el cine un par de días después. Yo estaba a punto de entrar con mis nietos justo cuando Olivia y ella salían de la sala. Les comenté que iba a venirme a vivir a Cedar Cove, y Grace me dijo que tenía una casa en alquiler que había quedado vacía recientemente; al final, resultó que era la casa de la que me había hablado Scottie.

Troy sonrió a pesar de lo incómoda que era la situación. Al ver que ella fruncía el ceño, como extrañada al verle sonreír, se vio obligado a explicarle su reacción.

–Grace tuvo problemas con la pareja a la que le alquiló la casa. Eran unos impresentables que no tenían ningún cuidado con la casa, y daba la impresión de que tardaría meses en poder echarlos de allí por el cauce legal.

–No lo sabía, ¿qué pasó?

–Cliff y Jack Griffin, el marido de Olivia, optaron por un método bastante… inventivo para convencerlos de que se marcharan aquella misma noche.

–Supongo que por eso todas las paredes están recién pintadas –tensó las manos en el carro, como si estuviera preparándose para marcharse.

A pesar de lo incómodo que se sentía, no quería que se fuera. No había sido capaz de admitir ante sí mismo lo mucho que la había echado de menos, y encontrársela de forma tan inesperada era una mezcla de agonía y felicidad… como tener los dedos congelados y calentarlos ante el fuego.

–¿Estás comprando para Acción de Gracias? –le preguntó, al ver que llevaba boniatos y una bolsa de arándanos en el carro.

Ella añadió unos cuantos plátanos a su compra antes de contestar.

–No, he venido a por varias cosas para llenar la nevera y los armarios de la cocina. Mi hija y mi nuera están en la casa, desempacando mis cosas. Les he dicho que volvería enseguida.

Troy se dio cuenta de que debía dejarla marchar, así que asintió sin decir palabra.

–Me alegro de verte, Troy –era obvio que sólo estaba siendo amable. Empezó a alejarse con el carro, pero tras dar varios pasos, vaciló y le dijo–: No quiero que te preocupes.

–¿Qué quieres decir? –a lo mejor se refería a Megan. Él había evitado sacar el tema, y había sido un alivio que ella no le preguntara al respecto.

–No pienso intentar encontrarme contigo cada dos por tres, y seguro que tú sientes lo mismo.

–Ha sido una coincidencia que nos encontráramos aquí –era la pura verdad, no tenía ni idea de que iba a encontrársela en la tienda.

–Ya lo sé, pero haré las compras cuando tú estés trabajando, y dudo mucho que frecuentemos los mismos lugares –echó los hombros hacia atrás, como dando a entender que era su última palabra al respecto.

Él consiguió esbozar una pequeña sonrisa, y le dijo:

–Me alegro de haberte visto, Faith.

–Lo mismo digo, Troy –sin más, se alejó con paso firme.

Troy la siguió con la mirada, y tuvo que contener las ganas de ir tras ella. Tuvo que obligarse a seguir en la dirección opuesta, y se apresuró a meter en el carro todo lo que necesitaba… plátanos, servilletas de papel, latas de sopa y de chile, pan, la botella de vino para el jueves… cuando fue a pagar, dio la casualidad de que Faith estaba esperando a que le tocara en la caja de al lado. No pudo evitar mirarla con disimulo, pero al ver que ella estaba mirándolo a su vez, no pudo seguir soportándolo. Se acercó a ella, y le dijo:

–Faith, creo que tendríamos que hablar –al ver que ella se sobresaltaba pero permanecía en silencio, añadió–: ¿Qué te parece si vamos a tomar un café? Si ahora no te va bien, podríamos ir mañana. Si prefieres esperar hasta después de Acción de Gracias, me parece bien –no había pensado en lo que iba a decirle, pero ya se le ocurriría algo. Al menos estaría sentado cerca de ella, y podría mirarla.

–Gracias, pero no creo que sea una buena idea –era obvio que ella no compartía su entusiasmo.

No tuvo más remedio que admitir que ella tenía razón; de hecho, la idea era una idiotez. Estaba pidiéndole que quedara con él a escondidas, seguro que se sentía indignada. Por mucho que deseara estar con ella, no quería que Megan se enterase… era un egoísta.

La propuesta no parecía demasiado honorable, pero si quería verla, no tenía otra opción. La amaba y estaba convencido de que Faith sentía lo mismo por él, pero era obvio que ella no iba a dejarle formar parte de su vida por tercera vez después de que él le rompiera el corazón en dos ocasiones. Era comprensible.

–Espero que pases unas felices fiestas, Faith.

–Lo mismo te digo –le dijo ella, con voz queda.

Después de pasar por caja, Troy llevó las bolsas al coche. Puede que antes tuviera alguna duda, pero acababa de quedarle muy claro: había perdido toda posibilidad de estar con Faith.

CAPÍTULO 3

Tannith Bliss no quería ir a la fiesta de Acción de Gracias que se celebraba el miércoles por la noche en el instituto. No aguantaba el colegio, pero había accedido a ir para que su madre dejara de darle la lata. Cualquier cosa era mejor que quedarse en casa y fingir que tenían una vida normal.

Nada volvería a ser normal. No soportaba que su madre se comportara a veces como si su padre no hubiera muerto, como si estuviera a punto de entrar por la puerta. Le resultaba incomprensible que su madre estuviera esforzándose tanto por preparar aquella estúpida cena de Acción de Gracias, era una tontería molestarse en preparar el pavo y toda la parafernalia si sólo iban a estar ellos tres.

Y aquello no era más que el principio. Pronto llegaría Navidad, y eso era otro desastre inminente. Iban a ser las primeras fiestas navideñas sin su padre.

Llegó bastante tarde, así que el aparcamiento del instituto ya estaba lleno. Ni siquiera sabía por qué se molestaba en buscar una plaza libre, estaba claro que era una ilusa. Cuando encontró una en la calle, se sintió más que afortunada. Al salir del coche, metió las manos en los bolsillos de su abrigo negro y echó a andar por la cuesta que llevaba al campo de rugby. Se encorvó un poco para protegerse del viento, que era frío y cortante. Cuando fue acercándose a la valla y alcanzó a oír las risas y los gritos, se dio cuenta de que aquello iba a ser incluso peor de lo que había imaginado.

–¡Hola, Tanni! –le gritó Kara Nobles al verla llegar.

Ella se hizo la sorda, porque Kara era una de esas chicas alegres y animadas que la ponían de los nervios. Mantuvo la cabeza gacha mientras se abría paso entre la gente y fue al otro extremo del campo, ya que quería estar lo más alejada posible de cualquiera que pudiera reconocerla. Se sintió satisfecha al ver que nadie más intentaba hablar con ella.

Tenía cerca a un grupo de góticos. No era uno de ellos, vestía de negro casi siempre porque era un color que le gustaba y que además se ajustaba a su estado de ánimo y a su temperamento; al fin y al cabo, estaba de luto, y a diferencia de su madre, no fingía lo contrario. Su padre estaba muerto, no iba a regresar a casa al volver de un viaje como antes, no iba a abrazarlos, no iba a sorprenderla con algún pequeño regalo. Al contrario que el resto de la familia, ella no quería olvidarle.

Permaneció apartada de todos, y contempló fascinada la hoguera. Las llamas crepitaban y se alzaban hacia el cielo nocturno como lenguas anaranjadas y amarillentas.

Al darse cuenta de que uno de los chicos góticos se le acercaba, procuró no mirarle porque no quería dar pie a una conversación, pero no pudo evitar lanzarle una mirada de reojo. No lo reconoció, pero eso no quería decir gran cosa; al fin y al cabo, siempre procuraba mantenerse en un segundo plano. Ni quería ni necesitaba llamarle la atención a alguien. Le gustaría encontrar la forma de poder dejar el instituto, porque lo único que quería era estar sola, que la dejaran en paz.

El chico no dijo nada. Le habría dicho que se largara si hubiera intentado dirigirle la palabra, pero él se limitó a quedarse cerca y en silencio; cuando lo fulminó con la mirada, él ni se inmutó.

–¡Ven a ver esto, Shaw! –le gritó otro de los góticos.

¿Era Shaw Wilson?, había oído hablar mucho de él. Había dejado el instituto, y se rumoreaba que no había llegado a graduarse. Se le veía por la ciudad, y tenía una camioneta azul que parecía molarle a todo el mundo. No sabía gran cosa sobre él, pero lo poco que sabía, le gustaba.

Dos años atrás, cuando ella estaba en el primer año de instituto, habían acusado a Anson Butler de incendiar el restaurante Lighthouse. Había sido el principal tema de conversación en el instituto durante meses, y todo el mundo se había posicionado en un sentido u otro.

Shaw era el mejor amigo de Anson y lo había defendido a capa y espada, al igual que Allison Cox, la novia de Anson; posteriormente, cuando se había descubierto que Anson era inocente y que el responsable del incendio era un constructor corrupto, todos se apresuraron a decir que habían creído a Anson desde el principio… sí, claro. Los que antes le criticaban y le condenaban pasaron a alardear de ser sus mejores amigos.

Además de Allison, Shaw era la única persona que había respaldado a Anson desde el principio. Había sido su único amigo de verdad, aunque nadie parecía acordarse. Pero ella valoraba esa lealtad, y esperaba que Anson supiera valorar todo lo que Shaw había aguantado por él.

Lo miró cara a cara, y le preguntó:

–¿Eres Shaw?

–Sí. Y tú eres Tanni, ¿verdad? Tanni Bliss.

Ella asintió, y dio un paso hacia él con disimulo.

–Te conozco de vista –le dijo él. También tenía las manos metidas en los bolsillos del abrigo.

Lo de «Te conozco de vista» era otra forma de decir que se había fijado en ella, y a pesar de todo, no pudo evitar sentirse complacida. Si alguien tenía que fijarse en ella, quería que fuera alguien como él.

–¿Por qué no estás con tus amigos? –le preguntó él.

Tanni prefirió encogerse de hombros antes que admitir que no tenía amigos. Bueno, tenía una especie de amistad con varias personas… Kara, por ejemplo… pero no tenía ningún amigo de verdad. Sus antiguos colegas habían ido distanciándose de ella después de que su padre muriera en un accidente de moto… aunque la verdad era que había sido ella la que los había echado de su vida, porque todos parecían pensar que el luto debía durar un periodo de tiempo concreto, y que después tenía que volver a la normalidad. No había pasado ni un año, pero, al parecer, estaba tardando en recuperarse más tiempo del que ellos creían necesario.

Uno de sus supuestos amigos le había dicho que lo que tenía que hacer era superarlo, pero ella no quería superar la pérdida de su padre. Lo que quería era aferrarse a cada uno de sus valiosos recuerdos, recordar todos los detalles que pudiera.

–Vi tu dibujo a lápiz, eres buena –le dijo Shaw.

–Gracias.

La señora White, la profesora de arte, había alabado el dibujo que había hecho del cementerio, y lo había incluido en un concurso local sin que ella lo supiera. Le habían dado el primer premio en la feria municipal de arte, pero le había dado igual; por un lado, se sentía incómoda siendo el centro de atención, y por el otro, le preocupaba que alguno de los amigos de su madre, que era artista textil y vendía sus obras en la galería de arte de la ciudad, hubiera sido uno de los jueces y le hubiera dado el premio por pena. Lo que necesitaba no era pena, sino a su padre.

Además, prefería evitar que la identificaran con su madre. Nunca se habían llevado demasiado bien, y las cosas estaban peor que nunca. No quería que compararan su arte con el de la gran Shirley Bliss.

–Yo también dibujo –le dijo él. Debió de arrepentirse de sus palabras, porque añadió–: Aunque no lo hago ni la mitad de bien que tú.

Tanni no dijo nada. Dibujar siempre había sido algo innato en ella. A algunos se les daba bien el álgebra, y otros tenían que esforzarse al máximo para entenderla; en su caso, la pintura era lo que mejor se le daba… y también su vía de escape.

Podía sentarse en clase, la clase que fuera, y fingir que estaba tomando apuntes cuando en realidad estaba dibujando. Garabateaba figuras geométricas y circulares, pequeños retratos de la gente que la rodeaba, y también árboles, flores, caballos, y perros. Había llenado libreta tras libreta con aquellos dibujos, pero nadie los había visto, ni siquiera su madre. No, no quería que su madre los viera. Quizá se los habría enseñado a su padre si estuviera vivo, pero a nadie más. Poco después de que él muriera, había destruido varias libretas en un arranque de angustia y rabia.

–¡Eh, Shaw! ¿vienes ya, o qué?

Él miró por el hombro antes de volverse hacia ella de nuevo.

–Hasta la vista, Tanni.

–Adiós –de repente, se dio cuenta de que no quería que se fuera, y se apresuró a preguntarle–: ¿Cómo le va a Anson?

Él vaciló por un instante antes de responder.

–Muy bien.

–Tengo entendido que está trabajando en la sección de Inteligencia del ejército.

–Sí.

–Impresionante. ¿Y cómo está Allison?

–Bien, esta semana estará por aquí. Sabes que está en la Universidad de Washington, ¿verdad? En Seattle.

–Sí –Nick, su propio hermano, también iba a tener fiesta en la universidad, y su madre estaba como loca preparándolo todo para su regreso a casa.

La verdad era que a ella también le hacía ilusión verle. Estudiaba en Pullman, en la Universidad Estatal de Washington; en teoría, iba a llegar aquella misma tarde, así que seguro que cuando ella regresara a casa él ya estaría allí.

No esperaba echarle tanto de menos. Antes solían discutir constantemente, pero desde lo del accidente se había instaurado una frágil tregua mientras lidiaban con el golpe que les había dado la vida. Nick era la única persona con la que hablaba de su padre, la única que sentía lo mismo que ella.

Shaw dio un paso hacia ella, y le dijo vacilante:

–Eh… había pensado que, en fin, si quieres… que podría enseñarte algunos de mis dibujos.

–Sí, vale.

–Genial.

–¿Cuándo?

–¿Tienes planes para después de la fiesta?

–No.

–Podríamos vernos en el Mocha Mama’s dentro de una hora.