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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.

A ESTE LADO DEL PARAÍSO, Nº 125 - enero 2012

Título original: Forbidden Falls

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010- 423-1

ePub: Publidisa

Este libro está dedicado a mi hija y mejor amiga, Jamie Lynn. Gracias por ser tan maravillosa. Estoy muy orgullosa de ti.

CAPÍTULO 1

Noah Kincaid, recientemente ordenado pastor de la iglesia presbiteriana, estaba navegando por la red, matando el tiempo, cuando casi por casualidad descubrió que en eBay subastaban una iglesia sita en Virgin River, un pueblecito del que nunca había oído hablar. Se echó a reír al pensarlo, pero le picó la curiosidad. Llevaba algún tiempo esperando pacientemente que le asignaran una parroquia y pensó que no perdía nada echando un vistazo a aquel lugar. Así, al menos, tendría una buena excusa para pasar el día fuera de la ciudad y ver algo distinto. Había oído decir que el norte de California era precioso.

Lo primero que le llamó la atención fue la abrumadora belleza de las montañas, los ríos y las secuoyas. El pueblo era un poco destartalado y la iglesia estaba casi en ruinas, pero reinaban allí una paz y una serenidad que no podía desdeñar. Ni olvidar. Parecía un lugar sin complicaciones.

En el pueblo nadie reparó en él. Los hombres a los que vio lucían el pelo cortado al estilo militar o bien coleta y barba, igual que los pescadores con los que Noah había trabajado durante años. Él encajaba bastante bien en aquel ambiente: llevaba botas gastadas, sus vaqueros estaban tan usados que eran casi blancos y estaban rotos aquí y allá, y su camisa vaquera tenía los codos raídos y los puños y el cuello deshilachados. Su cabello negro, demasiado crecido, se rizaba por encima del cuello de la camisa. Pensaba cortárselo en cuanto le asignaran una parroquia, pero, de momento, encajaba a la perfección: parecía un jornalero cualquiera tras un duro día de trabajo. Físicamente estaba en forma, como los hombres de Virgin River: había pasado años trabajando en un barco pesquero y en los muelles, arrastrando redes e izando toneladas de pescado fresco.

No le había costado localizar la iglesia, ni había necesitado llave para entrar: estaba cerrada con tablones claveteados y parecía llevar años abandonada, pero la puerta lateral no estaba cerrada con llave. Por dentro estaba desnuda y llena de basura acumulada durante años, posiblemente desperdicios de vagabundos que se habían refugiado allí en un momento u otro. Casi todas las ventanas estaban ya rotas cuando las taparon con tablones de aglomerado. Pero cuando llegó al ábside, descubrió una deslumbrante vidriera de cristal emplomado, cubierta con tablones desde fuera para preservarla. Estaba intacta.

Después, dio una vuelta en coche por el pueblo, lo cual no le llevó mucho tiempo; tomó un café en el único restaurante, hizo unas cuantas fotografías digitales y se marchó. Al llegar a Seattle, se puso en contacto con Hope McCrea, la mujer que subastaba la iglesia en eBay.

—Esa iglesia lleva años cerrada a cal y canto —le dijo ella con voz rasposa—. Hace mucho tiempo que no hay religión en este pueblo.

—¿Está segura de que el pueblo la necesita? —preguntó Noah.

—No del todo —contestó ella—. Pero le vendría bien un poco de fe, eso seguro. Esa iglesia hay que abrirla, o arrasarla hasta los cimientos. Una iglesia vacía es de mal agüero.

Noah no podía estar más de acuerdo.

A pesar de estar ocupado en la facultad en la que impartía clases, Noah no pudo quitarse Virgin River, ni aquella iglesia, de la cabeza. Acudió a la reunión del presbiterio con idea de comprar la iglesia y descubrió que ya estaban al tanto de su existencia. Les mostró las fotografías digitales y estuvieron de acuerdo en que la iglesia tenía muchas posibilidades. Les interesó la idea de asignarle un párroco. La población era del tamaño adecuado para formar una congregación y en el pueblo no había otras iglesias. Pero la reforma, por no hablar de los accesorios, dispararía los costes. No había presupuesto. Dieron las gracias a Noah de todo corazón y prometieron asignarle una parroquia cuanto antes.

Lo que el presbiterio no sabía era que Noah había recibido recientemente algún dinero. Para él, una pequeña fortuna. Tenía treinta y cinco años y desde los dieciocho había estudiado y trabajado como un esclavo. Mientras asistía a la universidad, se había empleado en barcos, muelles y lonjas del puerto de Seattle. Su madre había fallecido hacía un año, dejándole, para su sorpresa, una parte considerable de su herencia. Así pues, Noah se ofreció a aliviar los apuros financieros del presbiterio haciéndose cargo de los costes de reforma de la iglesia a modo de donación, en caso de que consideraran oportuno nombrarle pastor de Virgin River. Una propuesta muy tentadora para la iglesia presbiteriana.

Antes de cerrar el acuerdo, Noah llamó a su mejor amigo, el hombre que lo había convencido para que entrara en el seminario. George Davenport sentenció que se había vuelto loco. George, un ministro presbiteriano jubilado, llevaba quince años dando clases en la Universidad del Pacífico de Seattle.

—Se me ocurren mil formas de que derroches ese dinero —le había dicho—. Vete a Las Vegas y apuéstalo todo al rojo. O finánciate una misión a México. Si esa gente necesitara un pastor, ya se habría puesto a buscar uno.

—Es curioso que la iglesia siga allí, en pie, sin usar, como si estuviera esperando a renacer. Tiene que haber un motivo para que la haya visto en eBay —dijo Noah—. Nunca antes había mirado esa página.

Después de mucho debatir, George reconoció:

—Si el edificio está en buen estado y el precio no es excesivo puede que funcione. Conseguirás una buena desgravación de impuestos con la donación para las obras de reforma, y además tendrás oportunidad de servir a una congregación pequeña y pobre en un pueblecito atrasado de las montañas en el que no hay cobertura de móvil. Te viene como anillo al dedo.

—No hay congregación, George —le recordó Noah.

—Entonces tendrás que reunirla tú, hijo. Si alguien puede hacerlo, eres tú. Naciste para ello y, antes de que te des por ofendido, no estoy hablando de tu ADN. Me refiero a puro talento. He visto cómo pescas y siempre he pensado que era un símbolo. Ve, si eso es lo que quieres. Abre tus puertas y tu corazón y dales todo lo que tienes. Además, eres el único ministro ordenado que conozco que tiene algún dinero.

Así que Noah ultimó el acuerdo con el presbiterio y confió en que su madre no se estuviera revolviendo en su tumba. A decir verdad, siempre lo había apoyado tácitamente cuando, años atrás, decidió escapar de la carrera pastoral como de la peste. Y tenía un buen motivo. El padre de Noah, además de ser un hombre frío y manipulador, era un poderoso telepredicador que gozaba de cierta fama. Noah había escapado. Su madre, en cambio, no había podido hacerlo.

Si alguien le hubiera dicho diecisiete años antes, cuando huyó de casa de su padre a la edad de dieciocho, que algún día se haría pastor presbiteriano, se habría echado a reír. Y sin embargo allí estaba. Y quería aquella iglesia.

Aquella iglesia ruinosa en un pueblo de las montañas, apacible y sin complicaciones.

Varias semanas después, Noah iba en su autocaravana de quince años, que durante una larga temporada sería su hogar. Detrás, a remolque, llevaba su camioneta Ford de veinte años, pintada de un azul descolorido. Durante el trayecto hacia el norte de California, llamó al despacho de George, antes de que su móvil perdiera la cobertura entre los altos árboles de las montañas.

—Voy camino de Virgin River, George.

—Bueno, hijo, ¿y qué se siente? —preguntó George, riendo—. ¿Te parece haber conseguido el chollo del siglo, o intuyes más bien que acabarás arruinado y en la calle de un plumazo?

Noah se rió.

—No estoy seguro. Para cuando la iglesia esté presentable, yo estaré sin un centavo. Si no consigo atraer a la gente, dentro de poco estaré otra vez en Seattle, lanzando pescado —dijo, refiriéndose a uno de sus antiguos empleos en la lonja del puerto del centro de Seattle, en el que se dedicaba literalmente a lanzar grandes pescados de un lado a otro del establecimiento. Fue allí donde lo descubrió George—. Voy a empezar con las mejoras enseguida y a confiar en que el presbiterio no me retire su apoyo si no se presenta nadie a los oficios. Porque si uno no puede confiar ni en la iglesia…

George contestó con una sincera carcajada.

—Yo no me fiaría mucho de ellos. Esos presbiterianos piensan demasiado. Sé que al principio no me gustó mucho la idea, Noah, pero te deseo lo mejor —añadió—. Me enorgullezco de ti por haberte arriesgado de ese modo.

—Gracias, George. Nos mantendremos en contacto.

—Buena suerte, hijo —dijo George, muy serio—. Espero que encuentres lo que andas buscando.

Era uno de julio cuando Noah entró en Virgin River y paró delante de la iglesia. Allí aparcado había un viejo Suburban muy grande y cubierto de barro. A su lado esperaba una señora mayor, menuda, con el cabello blanco y crespo como el alambre, enormes gafas y un cigarrillo colgando de los labios. Llevaba voluminosas zapatillas de tenis que no parecían haber sido nunca blancas y una chaqueta con los bolsillos rotos, a pesar de que era verano. Al ver que Noah aparcaba y salía de su autocaravana, la señora tiró el cigarrillo al suelo y lo pisoteó. Una de las despampanantes beldades de Virgin River, pensó Noah con ironía.

—¿El reverendo Kincaid, supongo? —dijo ella.

Noah dedujo por su expresión que esperaba a alguien un poco más refinado. Quizás a un señor vestido con pantalones chinos y camisa blanca y almidonada. Con relucientes mocasines, quizá, y el pelo bien cortado. O que se hubiera afeitado, por lo menos.

Noah iba desgreñado, con las patillas crecidas y los vaqueros embadurnados de aceite de motor, gracias a que unos doscientos kilómetros antes había tenido que parar para echar un vistazo a la caravana.

—Señora McCrea —contestó, tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó un momento y luego le puso las llaves en la mano.

—Bienvenido. ¿Quiere que le enseñe todo esto?

—¿Necesito las llaves? —preguntó—. El edificio no estaba cerrado la última vez que estuve aquí. Pude verlo tranquilamente.

—¿Lo ha visto? —preguntó ella, visiblemente sorprendida.

—Claro. Me pasé por aquí a echarle un vistazo antes de pujar por la iglesia. La puerta no estaba cerrada con llave, así que me permití entrar. El presbiterio sólo necesitaba el informe del aparejador sobre las condiciones estructurales del edificio. Yo mismo les facilité un montón de fotografías.

La señorita McCrea se subió las enormes gafas.

—¿Qué es usted, un párroco o una especie de agente secreto?

Él le sonrió.

—¿Creía usted que el presbiterio había comprado la iglesia por pura fe?

—Imagino que no se me ocurrió otra posibilidad. Bueno, entonces, vámonos al bar de Jack. Es hora de que me tome una copa. Órdenes del médico. Le invito a una.

—¿El médico también le ordena fumar? —preguntó Noah con una sonrisa.

—Desde luego, hijito. No empiece a darme la lata.

—Tengo que conocer a ese médico —masculló Noah mientras la seguía.

Hope se detuvo de pronto, lo miró por encima del hombro mientras se ajustaba la chaqueta y dijo:

—Está muerto —y con ésas dio media vuelta y entró en el bar de Jack.

Noah sólo llevaba un par de días en el pueblo cuando tuvo que ir a Fortuna a por productos de limpieza. Las carreteras, estrechas y sinuosas, lo condujeron a la autopista, y se maravilló de haber llegado sano y salvo a Virgin River en la autocaravana y con la camioneta a remolque. Le quedaba aún más de medio camino cuando pudo comprobar de primera mano lo distinta que era la vida en las montañas de la vida en la ciudad, el campus y el puerto de Seattle.

Vio un animal inmóvil en la cuneta y como, por pura coincidencia había un espacio para aparcar al lado, paró y salió de la camioneta. Cuando estaba a unos pasos, comprobó que era un perro. Se acercó. Las moscas revoloteaban en torno al animal, que tenía parte del pelo cubierto de sangre, pero Noah detectó un leve movimiento. Se agachó junto al perro, que tenía los ojos abiertos y cuya lengua colgaba de su boca abierta. Respiraba, pero saltaba a la vista que estaba medio muerto. El estado del pobre animal le partió el corazón.

Justo en ese momento, una camioneta desvencijada aparcó detrás de la suya y de ella se bajó un hombre. Noah pensó que era un ranchero o un agricultor. Llevaba vaqueros, botas y sombrero de cowboy y cojeaba ligeramente, como si le doliera la espalda.

—¿Algún problema, chaval? —preguntó.

Noah lo miró por encima del hombro.

—Un perro —dijo—. Lo ha atropellado un coche. Y hace algún tiempo, además. Pero está vivo.

El ranchero se agachó y echó un vistazo.

—Umm —gruñó. Se levantó—. Muy bien. Ya me encargo yo.

Noah espantó a las moscas y acarició la cabeza y el cuello del animal.

—Tranquilo. La ayuda viene de camino —estaba todavía acariciándolo cuando vio aparecer a su lado las botas del ranchero, junto al cañón de un rifle que apuntaba al pecho del perro.

—Más vale que te apartes, hijo —dijo el hombre.

—¡Eh! —gritó Noah, apartando el rifle—. Pero ¿qué hace?

—Ahorrarle sufrimientos a ese pobre animal —contestó en un tono que daba a entender que la pregunta le parecía ridícula—. ¿Se te ocurre una idea mejor?

—Llevarlo al veterinario —respondió Noah, poniéndose en pie—. Quizá puedan curarlo.

—Amigo, mira ese perro. Está esquelético. Ya estaba medio muerto de hambre cuando lo atropellaron. No estaría bien dejarlo aquí, moribundo —apuntó otra vez.

Noah volvió a apartar el rifle.

—¿Dónde está el veterinario más cercano? —preguntó—. Yo lo llevo. Si no tiene salvación, no hará falta pegarle un tiro. El veterinario puede ponerle una inyección.

El ranchero se rascó la barbilla y sacudió la cabeza.

—Nathaniel Jensen vive cerca de aquí, en la 36, antes de llegar a Fortuna. Se dedica a animales grandes, pero tiene perros. Si no puede echarte una mano, podrá indicarte algún otro sitio. O sacrificar al pobre animal. Pero ese perro no va a aguantar vivo hasta el veterinario, amigo.

—¿Por dónde se va? —preguntó Noah.

—Tuerce a la izquierda en la 36 al llegar a Waycliff Road. Verás indicados los establos y la clínica del doctor Jensen. Está a unos minutos de aquí, colina abajo —meneó otra vez la cabeza—. Todo esto podría acabarse en menos de treinta segundos.

Noah no hizo caso y volvió a su camioneta. Abrió la puerta del copiloto, regresó junto al animal y lo levantó en brazos. Fue entonces cuando descubrió que era una hembra. La sangre estaba seca y no manchaba, pero las moscas seguían revoloteando alrededor de la herida, y Noah pensó que acabaría con larvas en la ropa. Estaba a medio camino de su camioneta cuando el ranchero dijo:

—Buena suerte, chaval.

—Sí —masculló él—. Gracias.

El doctor Nathaniel Jensen resultó ser un tipo simpático, algo más joven que Noah y mucho más dispuesto a ayudar que el viejo ranchero. Examinó al perro un minuto, aproximadamente, y luego dijo:

—Puede que sea Lucy. Su dueño era un ranchero de por aquí que se mató en un accidente de coche al norte, cerca de Redding, hace unos meses. Llevaba un remolque con un caballo. Murieron el animal y él. Su perra, una border collie, no apareció. Quizá saliera despedida y resultó herida. O puede que huyera asustada. En fin, si es Lucy, apuesto a que intentaba encontrar el camino de vuelta a casa.

—¿La familia se hará cargo de ella?

—Eso es lo malo. El viejo Silas era viudo. Tenía una hija, casada con un militar, pero se mudaron hace más de veinte años. Vendieron el rancho y el establo de Silas enseguida. Los animales que quedaban, los caballos y los perros, también se vendieron, o se les buscó acomodo en otro sitio. Creo que la hija ni siquiera volvió para la venta. Podría hacer unas llamadas, a ver si alguien sabe dónde está. Pero eso llevaría tiempo, y la vieja Lucy no lo tiene. De todos modos, no se hizo cargo de los demás animales de su padre. Y ni siquiera sabemos si ésta es…

—¿La vieja Lucy? —preguntó Noah, extrañado.

—No lo decía en ese sentido. No es tan vieja. Tendrá tres o cuatro años. Silas tenía un montón de perros en el rancho. Perros pastores. Pero Lucy era su preferida e iba con él a todas partes. Está hecha un desastre.

—¿Puedes hacer algo por ella?

—Bueno, puedo ponerle una vía, tratarle una posible herida en la cabeza, buscar el origen de la hemorragia, limpiarla, sedarla si lo necesita, administrarle unos antibióticos, hacerle una transfusión si es necesario… Pero será muy caro, y no creo que la hija de Silas quiera correr con los gastos. La gente de por aquí, los granjeros y los rancheros, no son muy sentimentales con los perros. No están dispuestos a gastarse más de lo que les costaría el animal.

—Empiezo a darme cuenta —dijo Noah al tiempo que sacaba su cartera. Extrajo una tarjeta de crédito y dijo—:Todavía no tengo teléfono. Acabo de llegar y mi móvil no tiene cobertura. Llamaré o me pasaré por aquí. Haz lo que puedas.

—No hay nada de malo en sacrificarla, Noah —dijo Nathaniel suavemente—. Estando tan mal, es lo que haría la mayoría de la gente. Aunque sobreviva, no hay garantías de que vaya a recuperarse del todo.

Noah acarició la cabeza de la perra y pensó, «Tampoco hay garantías cuando se trata de nosotros, y sin embargo lo intentamos».

—Dale algo fuerte para el dolor, ¿de acuerdo? No quiero que sufra mientras ves qué puedes hacer por ella.

—¿Estás seguro? —insistió Nathaniel.

Noah le sonrió.

—Te llamaré mañana por la tarde. Y gracias.

Al día siguiente se enteró de que, además de tener un par de costillas rotas y diversos arañazos y heridas, Lucy estaba desnutrida e infestada de gusanos y pulgas y sufría una infección sistémica. Podía recuperarse, le dijo el doctor Jensen, pero su estado era grave. Si recobraba las fuerzas, convenía esterilizarla. Así que, aparte de todo lo demás, a la pobre Lucy habría que hacerle una histerectomía.

Noah le dio el teléfono del bar que había junto a la iglesia, por si ocurría algo. Resultó que el doctor Jensen conocía a Jack, el dueño del bar.

Noah descubrió muy pronto que el centro de comunicaciones de Virgin River estaba situado justo en la puerta de al lado de la iglesia: en el bar de Jack. El dueño era un tipo muy amable que parecía conocer a todo el mundo y saberlo todo. Interrogó brevemente a Noah acerca de su nombramiento, su formación y sus planes para la iglesia, y con eso bastó para que se enterara todo el pueblo. Noah esperaba escuchar más de una broma pesada y alguna que otra pulla sin mala intención por haber comprado una iglesia en ruinas en eBay, y no se equivocaba. Pero la gente del pueblo pareció aliviada al saber que era un pastor ordenado y no lo que parecía, un leñador en paro. A fin de cuentas, era fácil deducir que era un hombre acostumbrado al trabajo físico: tenía las manos y los antebrazos cubiertos de finas cicatrices blancas, recuerdo de cuando trabajaba en los barcos y el puerto.

Noah explicó que el edificio pertenecía oficialmente a la iglesia, pero que sería administrado por un consejo de feligreses en cuanto empezara a funcionar y se formara la congregación. Era de esperar que la propiedad de la iglesia pasara, con el tiempo, a la congregación, cuando ésta creciera y consiguiera reunir fondos para su mantenimiento. ¿Sus planes?

—¿Qué le parece un lugar agradable y discreto para que la gente se reúna, se apoye mutuamente y rece en compañía de los demás? —había respondido Noah—. Ni habrá resurrecciones, ni sacrificios de animales hasta que nos conozcamos todos mejor —añadió con una sonrisa.

Jack no sólo le dio buena prensa, lo cual le agradeció Noah, sino que poco después comenzó a comportarse como un verdadero amigo. Noah se pasaba a diario por el bar, donde tomaba como mínimo una taza de café, y a través de Jack conoció a muchos vecinos del pueblo. Además, el teléfono de Jack era su punto de contacto con el veterinario.

—Ha llamado Nate, Noah —le informó Jack—. Tu perra sigue aguantando. Está mejor.

—¿Ya vale más que mi camioneta? —preguntó Noah.

Jack se rió.

—He visto esa cafetera, Noah. Apuesto a que ya valía más cuando la recogiste en la carretera.

—Tiene gracia —dijo Noah—. Esa camioneta me lleva adonde quiero ir. Casi siempre.

El socio y cocinero de Jack, al que apodaban Reverendo, invitó a Noah a usar su conexión a Internet por satélite para que pudiera conectarse a su correo electrónico y buscar en la red, pero le advirtió que no comprara nada más que vendiera Hope McCrea.

Cuando no estaba limpiando la iglesia o conociendo el pueblo, iba a ver a Lucy a la clínica del doctor Jensen. Como hacía buen tiempo, Nate la tenía en una caballeriza vacía y Noah pasaba más o menos una hora sentado en el suelo, a su lado, hablándole y acariciándola. Cuando la perra llevaba allí una semana, se hizo evidente que iba a recuperarse. A los diez días, ya podía andar, aunque despacio.

—No me enseñes la factura —le dijo Noah a Nate Jensen durante una de sus visitas—. No quiero llorar delante de ti.

No había casa del párroco en la que pudiera vivir, pero estaba cómodo en la caravana y tenía la camioneta para moverse por las montañas. Llamó a algunas puertas para informar a los vecinos de que era nuevo en el pueblo y pensaba poner en marcha la iglesia. Confiaba en que alguien se ofreciera a ayudarlo a limpiar, pero prefirió no pedirlo y, de momento, no había aparecido ningún voluntario. La gente parecía sumamente amable, pero Noah tenía la impresión de que preferían esperar un poco, a ver qué clase de párroco era. Era muy probable que no fuera lo que buscaban, pero eso sólo el tiempo lo diría.

Reunió tartas y galletas suficientes para montar una pastelería. Las mujeres del pueblo se pasaban por allí para llevarle dulces y darle la bienvenida al vecindario. Pero, a pesar de ser extremadamente goloso, Noah empezaba a estar un poco cansado de comer dulces. Incluso pensó fugazmente en montar un mercadillo de repostería.

Otra cosa que hizo fue visitar el hospital más cercano: el de Grace Valley.

Le gustaba ir a ver a los enfermos y a los afligidos, porque aunque rezar fuera su oficio, consolar al prójimo era su vocación. Dado que no había capellán en el hospital, era el clero local el que se encargaba de visitar a los enfermos, de modo que Noah pidió a una voluntaria del hospital que le indicara dónde había alguien a quien pudiera irle bien una visita amistosa. La voluntaria lo miró de arriba abajo con desconfianza. Iba vestido como siempre, con vaqueros, botas y camisa de franela. Y aunque iba limpio, tuvo la impresión de que, de no haber llevado una biblia en la mano, la voluntaria no le habría tomado en serio. Estaba claro que allí los pastores tenían que acicalarse un poco más antes de visitar a los pacientes.

Su primer cliente fue un anciano amargado que, al ver la biblia, masculló:

—No estoy de humor.

Noah se rió.

—Como no puedo guardarme la biblia en el bolsillo, ¿por qué no me dice qué le apetecería hacer? ¿Hablar, contar chistes, ver la televisión?

—¿Qué eres, hijo? —preguntó el viejo.

—Soy estadounidense…

—No, me refería a tu religión.

—Ah. Presbiteriano.

—Hace cincuenta años o más que no piso una iglesia.

—No me diga —contestó Noah.

—Pero cuando iba, no era a una presbiteriana, eso ni soñarlo.

—Entiendo.

—¡Yo nací católico!

—¿En serio? —dijo Noah—. Bueno, veamos —hurgó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un rosario. Lo dejó colgando—. ¿Sabe para qué sirve esto?

—¿Qué demonios hace un presbiteriano con uno de ésos? ¿Ahora los usan?

—No, seguimos ciñéndonos a lo elemental, pero soy una especie de pastor multiusos. ¿Lo quiere?

—No pienso usarlo —contestó, desafiante—. Puede dejarlo, pero no pienso usarlo.

—Claro —dijo Noah—. Bueno, ¿qué está viendo en la tele?

Andy Griffith —contestó el anciano.

—Estupendo, me encanta esa serie. ¿Ha visto el episodio en el que Barney lleva una motocicleta con sidecar? —Noah entró en la habitación y ocupó la silla que había junto a la cama del viejo, poniéndole el rosario entre las manos artríticas.

—Lo he visto. ¿Y tú has visto ése en el que se encierra en la celda?

—¿No lo hace cada pocas semanas? —preguntó Noah con una sonrisa—. ¿Y ése en el que la tía Bea se emborrachó por accidente? ¿Lo ha visto?

—Otis, el borrachín del pueblo, ése sí que es un personaje —contestó el anciano.

Tardó un rato, pero por fin se enteró de que aquel hombre era Salvatore Salentino, Sal para abreviar. Estuvieron un rato repasando sus episodios favoritos; después, Sal necesitó ayuda para ir al baño y luego quiso hablarle de su añorada camioneta, que no podía conducir desde que lo habían metido en una residencia. A continuación le habló de su hija, que se había ido a vivir lejos de las montañas y rara vez volvía. Después le explicó lo mucho que odiaba los ordenadores. Y finalmente le preguntó a Noah si volvería pronto por allí, porque un par de días después lo enviarían de vuelta a la residencia.

—Podría pasarme por allí si le apetece, Sal —contestó Noah.

—Puedes, si quieres —dijo el anciano—. Pero no te hagas ilusiones de que vas a convertirme en presbiteriano, eso ni lo sueñes.

Noah sonrió.

—Santo cielo, no —dijo—. Es sólo que hacía mucho tiempo que no tenía nadie con quien ver El show de Andy Griffith.

No había mucho que salvar en la antigua iglesia. Los bancos habían desaparecido, los electrodomésticos de la cocina habían sido arrancados, el púlpito, el altar y el baptisterio brillaban por su ausencia y no había ni un solo accesorio a la vista. Se había vendido todo cuando la iglesia cerró sus puertas. Estaba, sin embargo, aquella increíble vidriera de cristal emplomado, en la parte frontal del edificio. Una obra de arte valiosa y digna de asombro.

Lo primero que había hecho Noah al empezar a limpiar fue pedirle una escalera a Jack y arrancar los tablones de la fachada. A la luz del día, la vidriera era mucho más grande y más hermosa de lo que podía permitirse una iglesia con escasos medios materiales, y le sorprendió que no la hubieran desmontado y vendido o trasladado a otro templo. Cuando la miraba, sentía una especie de arrebato de determinación. Tenía la sensación de que aquél era su sitio. Era una imagen de Jesús con túnica blanca y los brazos extendidos, ofreciendo las palmas. Sobre su hombro había una paloma y, a sus pies, un cordero, un conejo y una cierva. Al atardecer, la luz iluminaba los ojos de Cristo y formaba un haz que relumbraba en el interior de la iglesia: un sendero de luz en el que Noah veía bailar las motas de polvo. No tenía reclinatorio, pero se quedaba de pie delante de aquella hermosa creación, con las manos en los bolsillos, y mirando aquella imagen repetía la plegaria más bella que conocía. La oración de san Francisco de Asís: Señor, hazme un instrumento de tu paz…

Cuando llevaba tres semanas en Virgin River, Lucy recibió por fin el alta. El doctor Nathaniel Jensen le dio la factura y Noah la dobló por la mitad, se la guardó en el bolsillo de los Levi’s y se negó a mirarla hasta que tuvo a Lucy en casa. Al echarle un vistazo, se llevó una mano al corazón.

—La verdad es que me habría costado menos un coche —le dijo, y Lucy lamió su mano—. Recuérdame que mantenga los ojos fijos en la carretera cuando atraviese esas montañas —añadió.

Lucy estaba aún muy lejos de ser una cachorra juguetona. Tenía que tomar vitaminas y antibióticos, y llevar una dieta especial para recuperarse. Era una border collie blanca y negra, mezclada quizá con alguna otra raza, y tenía unos preciosos ojos marrones cuya mirada podía ser a veces muy triste y patética. Noah le compró una colchoneta blanda que llevó al despacho de la iglesia y el Predicador accedió a prepararle dos veces al día una comida especial a base de pollo y arroz, dado que en la autocaravana Noah no tenía mucho espacio para cocinar. Lucy podía arreglárselas para subir los tres peldaños del porche del bar, donde tomaba muchas de sus comidas, pero le costaba horrores subir las escaleras que llevaban al despacho de la iglesia. Normalmente, Noah acababa llevándola en brazos.

Entre las visitas a los vecinos del pueblo, el cuidado de Lucy y lo despacio que progresaba la limpieza de la iglesia, Noah se dio cuenta de que iba a necesitar ayuda. Así que, en cuanto tuvo instalado el teléfono, puso un anuncio para buscar ayudante de pastor. Recibió más llamadas de las que esperaba, pero en cuanto contestaba un par de preguntas acerca del horario, el salario y las pagas extras, la mayoría de la gente decía: «Ya volveré a llamar». Las responsabilidades del empleo no eran las típicas (habría que limpiar y pintar, además de montar el despacho), y suponía que a quienes llamaban les parecía demasiado duro.

Quedó con tres mujeres que no se habían molestado en hacer preguntas. Con Lucy tumbada en su colchoneta, junto al viejo escritorio que quedaba en el despacho, se preparó para entrevistar a la primera tanda de candidatas.

La primera fue Selma Hatchet, una gruesa señora de sesenta años que caminaba apoyándose en un bastón de tres pies.

—¿Usted es el pastor? —preguntó.

—Sí —contestó Noah, poniéndose en pie—. Encantado de conocerla, señora. Siéntese, por favor —dijo, y señaló la silla que había frente al escritorio. Cuando estuvieron los dos sentados, comenzó la entrevista. La señora Hatchet había criado a sus hijos y a un par de nietos, había hecho muchas labores de voluntariado y llevaba veinte años colaborando con la iglesia presbiteriana de Grace Valley.

—Señora Hatchet, este empleo acabará siendo de secretaria, pero de momento va a requerir mucho esfuerzo. No sólo necesito ayuda para organizar el despacho y la biblioteca. También hay que barrer y fregar, pintar, hacer pequeñas labores de albañilería y posiblemente también levantar mucho peso. Quizá no sea lo que está buscando.

Ella se irguió y levantó la barbilla.

—Quiero dedicarme a la obra del Señor —dijo, crispada—. Llevaré de buena gana cualquier carga que me confíe Dios.

Noah se preguntó fugazmente si la señora Hatchet pensaba que tenía un seguro de accidentes por si se hacía daño en la espalda o se caía de una escalera.

—Bueno, eso es admirable, pero en este caso la obra del Señor va a ser muy engorrosa y seguramente acabaría usted pidiéndole al cielo un analgésico para los dolores musculares.

La acompañó a la puerta prometiendo que se mantendrían en contacto. La siguiente candidata parecía más apta para el duro trabajo que la aguardaba y estaba más que dispuesta a ponerse manos a la obra, por difícil o sucio que fuera el trabajo.

Rachael Nagel tenía unos cuarenta y cinco años, era la esposa de un ranchero y estaba acostumbrada al trabajo duro, pero daba un poco de miedo. Tenía una mirada de reproche y desconfianza y comenzó a interrogar a Noah antes de que le diera tiempo a meter baza.

—No será usted uno de esos reverendos liberales, ¿verdad?

«Liberal» era casi el segundo nombre de Noah. Su padre era un fanático del fuego y el azufre, el infierno y la condenación. Seguramente por eso él no lo era.

—Eh, hay quien me consideraría liberal, y quien me consideraría conservador. Dígame, señora Nagel, ¿toca usted por casualidad el órgano o el piano?

—Con un rancho que mantener, nunca he tenido tiempo para frivolidades, pero he criado a mis siete hijos con mano firme. Le aseguro que puedo hacer que la doctrina de la iglesia se siga al pie de la letra.

—¡Qué don tan maravilloso! —contestó Noah—. Ya la avisaré.

—No debería tener a ese perro en la iglesia —señaló ella—. Acabará por darle problemas.

—¿Y dónde sugiere usted que lo tenga? —preguntó Noah.

—Dado que no tiene usted tierras, podría instalar una caseta fuera. O atarlo a un árbol.

Noah comprendió entonces que la señora Nagel no le servía.

Su tercera candidata era Ellie Baldwin. Noah estaba sentado detrás de la mesa cuando entró en su desvencijado despacho. Se quedó parado un momento; después pudo por fin levantarse para saludarla. Era joven, de veintipocos años, como mucho. Y alta: medía cerca de un metro ochenta. Gran parte de ese metro ochenta eran unas larguísimas piernas que asomaban bajo una corta falda de vuelo. Calzaba sandalias de tacón alto y tenía una inmensa melena, una tonelada de rizos rojizos con mechas rubias que caían sobre sus hombros y por su espalda. Su jersey amarillo, apretado y provocativo, dejaba ver por el escote, adrede, un poco de su sujetador morado. Noah no podía negar que era una visión deliciosa, pero no solía ver un atuendo tan poco pudoroso en una iglesia.

Ella llevaba en la mano un trozo de papel de periódico arrugado.

—Pregunto por el reverendo Kincaid —dijo.

—Yo soy Noah Kincaid. ¿Cómo está?

—¿Usted es…?

—El pastor. Y usted debe de ser la señorita Baldwin.

Llevaba las pestañas embadurnadas de rímel y perfilador de ojos, colorete en las mejillas, los labios pintados de carmín rojo y brillo y las uñas largas, pintadas de azul con destellos. Al seguir con la mirada sus largas piernas, Noah descubrió que llevaba pintadas a juego también las de los pies. Ella le sonrió al entrar en la habitación. Luego se volvió bruscamente para sacarse el chicle de la boca, pero Noah no vio dónde lo guardaba. La imagen de su sonrisa, sin embargo, se le quedó grabada a fuego en la mente: era preciosa. Y parecía, además, llena de esperanza.

Pero ¿cómo se le ocurría presentarse allí vestida como si, en lugar de en una iglesia, fuera a pedir trabajo en un bar de copas?

«Ay, Señor. ¿Por qué a mí?», pensó Noah. Le tendió la mano con la esperanza de que no le dejara el chicle pegado en la palma.

—¿Cómo está?

—Bien, gracias —dijo ella—. ¿Ha cubierto ya el puesto?

—Tengo un par de candidatas que prometen. Pero hablemos del trabajo —dijo. Sintió una punzada de mala conciencia. Pero era imposible que él, un pastor viudo de treinta y cinco años, contratara a una ayudante de aquellas características. La gente no lo entendería. O peor aún, creería entenderlo. Aquella entrevista iba a ser una pérdida de tiempo.

—Vaya, ¿es su perro? —preguntó ella, sonriendo a Lucy.

—Le presento a Lucy —contestó Noah. Al oír su nombre, la perra levantó la cabeza.

—¿Es muy vieja? Se la ve muy cansada.

—Se está recuperando de un accidente. La encontré en la cuneta de la carretera y de buenas a primeras me convertí en su nuevo dueño —dijo—. El trabajo —añadió— no se limita a las labores propias de la oficina. Como verá, estamos haciendo obras de reforma y reparación. La iglesia no estará lista para acoger a los fieles hasta que acaben los trabajos, que van a ser muy pesados y engorrosos. Un par de meses, por lo menos.

Ella asintió.

—Ya —dijo—. Muy bien.

Él levantó las cejas.

—No se ofenda, pero parece usted bastante frágil para ese tipo de trabajo.

Ella se rió y todo su rostro se iluminó.

—¿Ah, sí? Pues esta chica tan frágil ha limpiado un montón de cubos de basura y levantado muchísimo peso, reverencia.

Él se aclaró la garganta.

—Llámeme Noah, por favor. No soy el papa.

—Lo sé —contestó ella—. Era una broma.

—Ah. Claro, claro —dijo él—. Bueno, no sólo hay que organizar la oficina, llevar al día las citas y ocuparse del teléfono y la agenda. También necesito ayuda para mover muebles, pintar, limpiar, etcétera.

—Entendido —contestó.

Noah se inclinó hacia delante.

—Señorita Baldwin, ¿por qué quiere usted este trabajo?

—¿No es un buen trabajo? —preguntó ella—. En el anuncio no decía gran cosa, pero parecía un trabajo digno y decente.

—Claro. ¿Y por qué le interesa exactamente?

—Necesito cambiar de aires. Algo un poco más seguro. Menos estresante.

—¿Y su último trabajo, o el actual, es o ha sido…?

—Bailarina. Pero el horario me venía fatal. Tengo hijos. Ahora mismo están con mi ex, pero quiero tener un trabajo que pueda hacer mientras están en el colegio. ¿Sabe?

—Pero ¿tiene experiencia como secretaria?

—¿Para cuando hayamos acabado de dar yeso, pintar y trasladar muebles? Claro. Un montón. He traído la lista de mis trabajos anteriores —dijo, y sacó de su bolso una hoja de papel muy manoseada.

Noah le echó un vistazo. No vio que pusiera «bailarina» por ninguna parte, pero sospechaba qué clase de bailarina había sido la señorita Baldwin. Su forma de vestir hablaba por sí sola. Pero también había trabajado para un agente inmobiliario, un administrador de fincas y un…

—¿Un abogado? —preguntó, sorprendido.

—Ajá. Un tipo muy majo. Y yo hacía muy bien mi trabajo. Puede llamarlo, él se lo dirá. Dijo que me escribiría una carta de recomendación en cuanto se lo pidiese.

—¿Y por qué dejó el trabajo?

Ella apartó la mirada, un tanto incómoda.

—A él le gustaba mucho cómo trabajaba, se lo aseguro. Pero su mujer no quería verme ni en pintura. Pero llámelo —añadió, volviendo a mirarlo—. Hacía muy bien mi trabajo.

Ellie Baldwin había trabajado en todas partes: desde un muelle de carga a una tienda de las que abrían toda la noche.

—¿Cómo es posible que haya hecho tantas cosas? —preguntó Noah, perplejo.

—Porque trabajaba en dos sitios a la vez —se encogió de hombros—. De día trabajaba en oficinas, para acumular experiencia. Y luego tenía otro trabajo de media jornada, por las noches y los fines de semana. Trabajé en un supermercado por las noches hasta que me atracaron y luego me puse a trabajar en una empresa de limpiezas, limpiando oficinas. Tengo mucha experiencia.

—¿Y lo del muelle de carga? —preguntó Noah, levantando la mirada de su currículum.

—Eso fue para un mayorista. Pero fue temporal, hasta que pude encontrar un trabajo en el que no me rompiera las uñas —le sonrió—. Seguro que no se le ocurre nada en lo que no haya trabajado.

—Estupendo —dijo él—. ¿Puedo quedarme con esto?

Pareció sobresaltarse un poco.

—¿No podría copiar lo que le interese? ¿Nombres y números, o lo que sea? Me costó mucho hacer ese currículum y sólo tengo una copia.

—Por supuesto —dijo Noah.

—Seguramente debería hacer copias —añadió ella—. Pero no tengo ordenador. Me ayudó a hacerlo una amiga.

—No pasa nada —contestó él. Y se puso a copiar algunos datos de la hoja, aunque no tenía intención de hacer más indagaciones.

Cuando volvió a mirarla, le costó no fijarse en sus pechos.

—Dígame una cosa. ¿Toca por casualidad el órgano o el piano?

—¿El órgano? No. Pero mi abuela me enseñó a tocar el piano, y le encantaban los himnos. Seguramente podría arreglármelas. Si tengo tiempo para practicar un poco. Hace mucho tiempo que no toco.

—¿Himnos religiosos?

Ella sonrió.

—Me crié con ellos, lo crea o no.

—¿En serio? —dijo Noah, intrigado. Luego se descubrió mirándola un momento, ensimismado—. Eh —dijo, sobresaltado—, ¿dónde vive, señorita Baldwin?

Ella se inclinó hacia delante y sus tetas estuvieron a punto de salirse del prieto jersey. Noah notó que los ojos se le salían de las órbitas y sintió que la tentación le hacía cosquillas en los dedos.

—Llámeme Ellie —dijo ella—. Si yo no tengo que llamarte «reverencia», tú puedes llamarme Ellie. Ahora mismo vivo en Eureka, pero me gustaría sacar a mis hijos de allí. Quiero llevármelos a algún sitio pequeño y agradable donde puedan crecer seguros, ¿sabe?

—¿Qué edad tienen tus hijos, si no te importa que te lo pregunte?

—Danielle tiene ocho y Trevor cuatro —sonrió, orgullosa—. Son increíbles. Preciosos y listos y… En fin —dijo, enderezándose—, qué voy a decir yo. También están muy sanos. No voy a faltar al trabajo porque se pongan malos, ni nada por el estilo.

Noah se quedó atónito.

—No pareces tan mayor como para… —se detuvo. Aquello no era asunto suyo.

—Los tuve demasiado joven, lo sé. Pero me alegro muchísimo de tenerlos.

Pasado un momento de silencio, Noah dijo:

—Sí. Claro, claro. Bueno, mira, tienes un currículum excelente. ¿Puedo volver a llamarte?

Puso mala cara.

—Sí —contestó—, claro —se levantó—. Me gustaría que te lo tomaras en serio. Necesito el trabajo. He buscado por todas partes un trabajo que pueda hacer mientras mis niños están en la escuela y es una mierda, ¿sabes? Perdona. Seguramente no debería haber dicho eso.

Noah notó que una sonrisa afloraba a sus labios.

—Te aseguro que puedo hacer casi cualquier cosa —insistió ella—. Soy muy trabajadora.

—Y estás muy cualificada —dijo él—. Te llamaré —añadió, tendiéndole la mano.

Ellie bajó los ojos y se la estrechó sin fuerza.

—Gracias —dijo, desanimada.

CAPÍTULO 2

Noah se quedó en su despacho mientras Ellie salía de la iglesia. No esperaba encontrar enseguida a alguien idóneo para el puesto. Creía, de hecho, que sería una búsqueda larga y difícil. Lo que no esperaba, desde luego, era entrevistar a una candidata capaz de hacer el trabajo y de hacerlo, además, en minifalda y con sujetador de encaje. «Vaya», pensó. Se removió en la silla, intentando ponerse cómodo e ignorar la respuesta de su cuerpo. A la naturaleza le gustaba gastar bromas pesadas.

Lo sucedido durante las semanas anteriores y el aire desanimado de Ellie al salir del despacho le habían dado que pensar. Cuando Merry, su mujer, murió unos años antes, sufrió un golpe terrible del que había tardado mucho en recuperarse. El matrimonio era perfecto para él, y la pérdida de Merry lo había dejado hundido. Jamás se habría imaginado viudo a los treinta años. Durante un año se sintió como un guijarro rebotando dentro de las paredes de una lata vacía. Después, animado por George, recaló en el seminario.

Durante mucho tiempo había alimentado una profunda aversión por la carrera pastoral, debido a su padre, a quien consideraba un hipócrita al que movían fines mezquinos. Jasper Kincaid tenía su propio programa de televisión por cable en Columbus, Ohio. Predicaba a lo grande, ganaba dinero a lo grande, amasaba fortuna y poder a lo grande. Pero trataba a su mujer y a su hijo con indiferencia, como poco. Porque a menudo los convertía también en objeto de su ira y sus recriminaciones. Noah no pensaba seguir sus pasos; de eso, nada.

—Deja de juzgar cómo afrontan los demás su fe y estudia la tuya —le había aconsejado George—. Te ha hecho falta mucha para llegar donde estás.

En efecto. Cuando aún era un adolescente, había escapado de Ohio y puesto rumbo a la costa noroeste del país. Se empleó como jornalero allá donde le dieran trabajo, pero se enamoró de la industria pesquera, del mar y de los oficios relacionados con él. Mientras trabajaba, también estudiaba; a veces, a tiempo parcial y a veces a jornada completa.

Su madre, demasiado buena y leal para desafiar a su padre, se había mantenido en contacto con él e incluso había ido a visitarlo. Había querido darle dinero para ayudarlo a estudiar, pero Noah se había negado. Su madre vio a Merry una sola vez, y en aquella ocasión Noah la vio llorar de felicidad por que su hijo hubiera encontrado a una joven tan llena de amor y alegría. Apenas dos años después, su madre asistió, sola, al funeral de Merry.

Noah y su padre sólo habían hablado una vez desde hacía diecisiete años, y había sido en el entierro de su madre, hacía un año. No sentía deseo alguno de reconciliarse con Jasper. Para él, era cuestión de supervivencia.

Llevaba cerca de una hora sentado a su mesa, pensando y recordando mientras intentaba hacer un plan de trabajo, cuando miró su reloj. Eran las tres. A esa hora no habría mucha gente en el bar de Jack, y pensó que quizá le sentaría bien un café. Acarició a Lucy en la cabeza y le prometió volver pronto.

Al entrar en el bar, le sorprendió ver a Ellie Baldwin sentada a una mesa, no muy lejos de la chimenea apagada. Tenía delante una taza de café y, con las manos apoyadas sobre el regazo, miraba por la ventana. No parecía sexy y descarada, sino más bien un poco perdida. Noah levantó una mano hacia ella, pero estaba tan ensimismada que no lo vio. Así que se acercó a la barra.

—Hola, Noah —dijo Jack.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Noah, refiriéndose a Ellie.

Jack se encogió de hombros.

—Se ha llevado una desilusión, imagino. Pero qué se le va a hacer —le puso una taza delante y le sirvió café sin preguntar.

—¿Una desilusión? —preguntó Noah.

—Me ha dicho que no le habías dado el trabajo.

—He dicho que la llamaría —dijo Noah.

—Puede ella no lo haya entendido así.

—Mmm —bebió un sorbo de café—. ¿Y si nos sirves dos raciones de tarta en aquella mesa?

—Enseguida —contestó Jack.

Noah se acercó a la mesa de Ellie. Se quedó allí, esperando, hasta que ella lo miró. Ay, Dios, se había metido en un lío. Ella tenía los ojos enrojecidos y húmedos y el rímel un poco corrido. «Concédeme, Señor, que busque comprender, más que ser comprendido».

—¿Te importa que me siente? —preguntó.

Ella se irguió y sus ojos se despejaron de inmediato, achicándose. Era dura de pelar.

—Haz lo que quieras —contestó con frialdad.

Noah apartó una silla y puso la taza de café delante de él.

—Pareces disgustada, Ellie. ¿Ha sido por algo que he dicho?

—Más bien por algo que no has dicho —contestó.

—¿Ah, sí? ¿Por qué exactamente?

—«Estás contratada» —dijo ella.

—He pensado que primero debía dar una oportunidad a todas las candidatas.

—¿Me tomas el pelo? He estado fuera, sentada en el coche, esperando a que llegara mi turno. He visto a las otras candidatas. A las dos. Una apenas podía subir las escaleras. Y la otra tenía una pinta de mala que quitaba el hipo. Eso es lo que llamaba mi abuela una auténtica amargada. Claro que ésa no desentonaría en una iglesia. Seguro que tiene muy mala uva.

Noah se echó a reír sin poder refrenarse.

—¡Quién iba a imaginar que estabas observando a tus competidoras! —Jack les llevó la tarta y se marchó a toda prisa. Noah levantó el tenedor—. Y analizándolas con tanto acierto, además. Pero te dije que te llamaría.

—Si me llamas, será para decirme que no me das el trabajo.

Noah se quedó callado un momento. Luego dijo:

—Come un poco de tarta. Nadie las hace mejor que el Predicador.

—¿El reverendo? ¿La has hecho tú?

—No, el cocinero. Lo apodan el Predicador —señaló el plato—. Pruébala.

—Gracias —dijo Ellie—. No tengo apetito.

—Dale una oportunidad, te llevarás una sorpresa. Y entre bocado y bocado cuéntame por qué no confías en mí.

Ella tomó de mala gana un pedazo de tarta de moras. Masticó y tragó, pero saltaba a la vista que el manjar del Reverendo no le decía nada. Después de un bocado, dejó el tenedor y volvió a posar las manos sobre el regazo. Noah tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse en sus ojos. Aquel escote lo estaba matando.

—No te lo tomes a mal —dijo ella en voz baja—. No he tenido mucha suerte con el trabajo últimamente. Y creo que eso me está agriando el humor.

—Bueno, ¿y qué estás buscando? —preguntó él mientras seguía comiendo su tarta.

—Un trabajo como es debido —contestó—. Ya te he dicho que es por mis hijos.

—¿Es importante para ellos que su madre tenga un trabajo como es debido?

Ellie se mordió el labio un momento.

—Mira, es un asunto personal. Mis hijos están pasando una mala racha. No creo que deba hablar de ello. No quiero que la gente se entere de esas cosas.

Noah se quedó pensando un momento y al fin dijo:

—Si te apetece hablar de ello, puedes confiar en mí, Ellie.

—¿Y eso cómo lo sé? —preguntó ella enarcando una ceja.