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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1990 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

LA MÚSICA DEL AMOR, Nº 185 - febrero 2012

Título original: Taming Natasha

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-505-4

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: ALLENFIVE5/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Árbol

A Gayle Link

Bienvenido a casa

Prólogo

Natasha caminaba hacia el dormitorio con el brillo del triunfo y una fiera determinación en la mirada. Así que Mikhail y Alexei pensaban que sería divertido disfrazar al perro con su traje nuevo de ballet. Pues acababan de descubrir, reflexionó, lo que les sucedía a los hermanos pequeños cuando eran descubiertos poniendo sus sucias manos en algo que no les pertenecía.

Seguramente Mike iba a cojear durante el resto del día.

Y lo mejor de todo era que su madre los había obligado a lavar el corpiño y la falda con sus propias manos. Y a tender ambas prendas para que se secaran. Así que, pensó con un creciente placer, era probable que sus amigos del barrio los vieran realizando esas tareas que consideraban femeninas.

Se sentirían humillados.

Mamá, se dijo, siempre había sabido hacer justicia. Su castigo era incluso mejor que la patada en la espinilla que ella misma le había dado a su hermano.

Natasha se volvió hacia el espejo de la pared del dormitorio e intentó tranquilizarse descendiendo en un plié. A los catorce años, disfrutaba de un cuerpo tan esbelto como el de sus hermanos, en el que apenas se insinuaban las curvas de los senos y las caderas. Las clases de ballet habían endurecido sus músculos y articulaciones para adaptarlos a las demandas del baile, la habían convertido en una adolescente disciplinada y habían proporcionado a su corazón el más grande de los gozos.

Natasha sabía que las clases eran caras, y lo mucho que sus padres trabajaban para que ella y sus hermanos pudieran disfrutar de lo que más desearan. Y porque lo sabía, se preparaba casi religiosamente y se esforzaba más que ninguna de las alumnas con las que compartía las clases.

Algún día sería una gran bailarina y, cada vez que bailara, daría las gracias por aquel regalo.

Imaginándose a sí misma con un vaporoso tutú y mientras escuchaba cómo se elevaba la música, cerró los ojos, unos hermosos ojos de color castaño dorado, y alzó su delicada barbilla. El pelo caía en una cascada de rizos negros por su espalda, meciéndose delicadamente mientras ella se alzaba sobre las puntas y giraba con una lenta pirueta. Al abrirlos, descubrió a su hermana en el marco de la puerta.

–Están a punto de terminar de lavarlo –anunció Rachel.

Como le ocurría casi siempre al mirar a Natasha, Rachel se sentía sobrecogida por una mezcla de orgullo y envidia. Orgullo de que su hermana fuera tan hermosa, de que pareciera tan adorable cuando bailaba. Y envidia porque, a los ocho años, tenía la sensación de que nunca cumpliría los catorce y de que jamás sería tan bonita y grácil como ella.

A Natasha nunca se le caían los lazos, haciendo de su pelo una alborotada melena. Y además llevaba sujetador. Sus senos eran pequeños, sí, pero al menos estaban allí.

Todas las ambiciones y deseos de Rachel se centraban en tener catorce años.

Natasha apenas sonrió, mientras se volvía haciendo otra pirueta.

–¿Y se están quejando?

–Un poco –Rachel sonrió–, cuando mamá no los oye. Y Mike dice que le has roto la pierna.

–Estupendo. Se merece tener una pierna rota por haberme quitado mis cosas.

–Sólo era una broma –Rachel se dejó caer en la cama–. Sasha estaba tan ridículo con el corpiño y la falda rosa…

–Una broma –admitió Natasha. Se acercó al tocador y tomó un cepillo–. Sí, a lo mejor también es una broma divertida lanzarlos al lago Swan –sonrió con dureza y comenzó a cepillarse con movimientos bruscos–. En fin, sólo son chicos.

Rachel arrugó la nariz. Para ella los chicos eran prácticamente lo peor.

–Los chicos son estúpidos. Gritan mucho y huelen mal. Es mucho mejor ser chica –a pesar de su indumentaria, unos vaqueros desgastados, una camiseta enorme y una gorra de béisbol sobre su despeinado pelo, lo creía absolutamente.

Miró a su hermana con gesto ilusionado.

–Podemos intentar vengarnos.

Natasha se había dicho a sí misma que ella estaba por encima de esas cosas, pero estudió a Rachel con creciente interés. Rachel podía ser la más pequeña de la familia, pero era un auténtico demonio.

–¿Cómo?

–La camiseta de béisbol de Mike –que Rachel codiciaba en secreto–. Creo que Sasha estaría muy guapo con ella. Cuando salgan a tender la ropa, podemos quitársela.

–Nadie sabe dónde la esconde cuando no la lleva puesta.

–Yo lo sé –una enorme sonrisa iluminó el bonito rostro de Rachel–. Lo sé todo. Te lo diré y te ayudaré a vengarte si…

Natasha arqueó una ceja. Era un demonio muy inteligente. Aunque tuviera el aspecto de un ángel.

–¿Si…?

–Si me dejas tus pendientes de oro, esos aros pequeños con estrellas grabadas.

–La última vez que te dejé un par de pendientes me perdiste uno.

–No lo perdí. Simplemente, todavía no lo he encontrado –parte de ella estaba deseando enfurruñarse, pero tendría que esperar hasta que el trato estuviera cerrado–. Conseguiré la camiseta, te ayudaré a vestir a Sasha y mantendré ocupada a mamá. Pero tú tendrás que dejarme los pendientes durante tres días.

–Un día.

–Dos.

Natasha dejó escapar un suspiro.

–De acuerdo entonces.

Con una disimulada sonrisa, Rachel le tendió la mano.

–Los pendientes primero.

Sacudiendo la cabeza, Natasha abrió el joyero y los sacó.

–¿Cómo puedes tener tanta capacidad para engatusar a los demás con sólo ocho años?

–Cuando eres la pequeña es completamente necesario –tomó los pendientes y se miró satisfecha en el espejo–. Todo el mundo consigue lo que quiere antes que yo. Si yo fuera la mayor, estos pendientes serían míos.

–Bueno, pues no lo eres, así que son míos. No los pierdas. Rachel elevó los ojos al cielo y estudió su reflejo en el espejo. Estaba convencida de que aquellos pendientes le hacían parecer mayor. Quizá como si tuviera diez años.

–Si vas a ponértelos, será mejor que te recojas el pelo –Natasha le quitó la gorra y comenzó a cepillar los rizos de Rachel–. Te haré una coleta para que se vean bien.

–No encuentro mi pasador.

–Puedes usar uno de los míos.

–¿Cuándo tú tenías ocho años, te parecías a mí?

–No lo sé –pensando en ello, Natasha se inclinó hacia ella, de modo que sus rostros quedaban cara a cara en el espejo–. Tenemos los ojos casi iguales y la boca muy parecida. Pero tu nariz es más bonita.

–¿De verdad? –la idea de que pudiera tener algo más bonito o mejor que su hermana mayor le parecía increíblemente emocionante–. ¿Lo dices en serio?

–Claro que sí –como comprendía perfectamente a su hermana, Natasha le acarició cariñosamente la mejilla–. Algún día, cuando seamos mayores, la gente se volverá a mirarnos cuando caminemos por la calle–. «Ésas son las hermanas Stanislaski», dirán, «¿no son guapísimas?».

Aquella imagen hizo reír a Rachel, que comenzó a saltar entusiasmada por la habitación que compartían.

–Y después verán a Mikhail y Alexei y dirán: «Oh, oh, allí vienen los hermanos Stanislaski, y eso siempre significa problemas».

–Y tendrán razón –Natasha oyó que la puerta de atrás se cerraba y alzó la mirada hacia la ventana–. ¡Allí están! Oh, Rachel, es perfecto.

Los dos chicos, agachando mortificados la cabeza, se arrastraban hacia el tendedero mientras el perro corría a su alrededor.

–Parecen tan avergonzados… –dijo Natasha con satisfacción–. ¡Mira qué rojos están!

–Eso no es suficiente. ¡Tenemos que conseguir esa camiseta! –con los pendientes balanceándose en sus orejas, Rachel agarró la gorra y salió de la habitación.

Los chicos jamás derrotarían a las hermanas Stanislaski, pensó Natasha, y corrió tras ella.

Capítulo 1

–¿Por qué todos los hombres atractivos están casados?

–¿Ésa es una pregunta con doble intención? –Natasha colocó una muñeca de porcelana ataviada con un vestido largo de terciopelo sobre una minúscula mecedora y se volvió hacia su ayudante–. De acuerdo, Annie, ¿a qué hombre atractivo te refieres en particular?

–A ese hombre alto, rubio y maravilloso que está en el escaparate de la tienda al lado de una mujer elegantísima y una niña preciosa –Annie exhaló un pesado suspiro–. Parecen la familia perfecta.

–Entonces quizá entren a comprar el juguete perfecto.

Natasha miró el conjunto de muñecas victorianas con sus respectivos accesorios y asintió con un gesto de aprobación. Parecía exactamente lo que quería… un grupo atractivo, elegante y antiguo. Las muñecas presentaban hasta el último detalle: desde un abanico con puntillas hasta una minúscula taza de porcelana china.

Para ella, la juguetería no sólo era un negocio, sino también un inmenso placer. Todo, desde el más diminuto sonajero hasta el más enorme oso de peluche, había sido elegido con la misma atención al detalle y a la calidad. Natasha insistía en tener lo mejor en su tienda, ya fuera una muñeca de quinientos dólares, con su propio abrigo de pieles, o un coche de carreras del tamaño de una mano y de dos dólares de precio. Y cuando la elección del objeto deseado era la correcta, estaba encantada de teclear en la máquina registradora la cuantía de la venta.

En los tres años que llevaba abierta la tienda, Natasha había conseguido convertir La Casa de la Diversión en uno de los rincones más emocionantes de Shepherdstown, una pequeña localidad situada en la frontera de Virginia Occidental. Había necesitado trabajo duro y mucha perserverancia, pero su éxito era resultado directo de la innata comprensión de Natasha del mundo infantil. Ella no pretendía que los clientes salieran de la tienda con un juguete. Lo que quería era que salieran con el juguete que mejor se adaptara a ellos.

Tras decidir que debería realizar algunos cambios, Natasha se acercó hacia los cochecitos en miniatura.

–Creo que van a entrar –comentó Annie mientras intentaba domar su corto pelo castaño rojizo–. La niña prácticamente está gritando que la dejen entrar… ¿Quieres que abramos?

Siempre precisa, Natasha miró el reloj con forma de payaso sonriente que tenía sobre la cabeza.

–Todavía faltan cinco minutos.

–¿Y qué son cinco minutos? Tash, te estoy diciendo que ese hombre es increíble –deseando verlo de cerca, Annie se acercó al pasillo en el que estaban colocados los juegos de mesa–. Oh, sí. Un metro noventa de alto y unos ochenta kilos, y los hombros más perfectos que he visto en mi vida dentro de un traje. Oh, Dios, y es de tweed. Jamás había visto a un tipo capaz de hacerme salivar con un traje de tweed.

–A ti puede hacerte salivar hasta un hombre dentro de una caja de cartón.

–La mayor parte de los tipos que conozco parecen cajas de cartón –apareció un hoyuelo en su mejilla. Miró alrededor del mostrador, hacia los juguetes de madera, para comprobar disimuladamente si el hombre continuaba frente al escaparate–. Debe de haber pasado algún tiempo en la playa este verano. Su bronceado es fabuloso y tiene unos mechones rubios que le ha debido de aclarar el sol. Oh, Dios, le está sonriendo a su hija. Creo que estoy enamorada.

Natasha, que en aquel momento andaba reproduciendo un atasco en miniatura, sonrió.

–Tú siempre crees que estás enamorada.

–Lo sé –Annie suspiró–. Me gustaría ver de qué color tiene los ojos. Tiene uno de esos maravillosos rostros delgados y angulosos. Estoy segura de que es terriblemente inteligente y ha tenido que sufrir mucho en esta vida.

Natasha le dirigió una rápida y divertida mirada por encima del hombro. Annie, alta y flacucha, tenía el corazón tan dulce como un merengue.

–Estoy segura de que a su mujer le fascinaría tu capacidad para la fantasía.

–No es un privilegio de las mujeres, sino una obligación, fantasear sobre los hombres como ése.

Aunque Natasha no podía estar menos de acuerdo, dejó que Annie hiciera las cosas a su modo.

–De acuerdo, entonces, abre cuando quieras.

–Una muñeca –dijo Spence, dándole un pequeño tirón de orejas a su hija–. Me habría pensado dos veces lo de mudarme a esta casa si hubiera sabido que había una juguetería a menos de media manzana.

–Si fuera por ti, le comprarías la tienda entera.

Spence le dirigió una breve mirada a la mujer que estaba a su lado.

–No empieces, Nina.

Nina, una atractiva rubia, se encogió de hombros y miró a la pequeña.

–Lo único que quería decir es que tu padre te mima por lo mucho que te quiere. Además, te mereces un regalo por haber sido tan buena durante la película.

La pequeña Frederica Kimball comenzó a hacer pucheros.

–A mí me gusta mi casa nueva –deslizó la mano en la de su padre automáticamente, aliándose con él contra el mundo entero–. Tengo un jardín y un columpio para mí sola.

Nina miró al hombre y después a la pequeña. Ambos alzaban la barbilla con idéntica determinación. Al menos desde que ella podía recordarlo, jamás había ganado una discusión con ninguno de ellos.

–Supongo que entonces yo soy la única que no parece encontrar ninguna ventaja a que hayáis decidido abandonar Nueva York –el tono de su voz se suavizó mientras acariciaba el cabello de la pequeña–. No puedo evitar estar un poco preocupada por ti. En realidad lo único que quiero es que tu papá y tú seáis felices.

–Y lo somos –para mitigar la tensión, Spence levantó en brazos a Freddie–. ¿Verdad, pequeñuela?

–Y está a punto de ser mucho más feliz todavía –dispuesta a ceder, Nina tomó la mano de Spence y le dio un ligero apretón–. Están abriendo.

–Buenos días –los ojos del aquel hombre tan atractivo eran grises, advirtió Annie, reprimiendo un largo y soñador «ah». Arrinconó su fantasía en el fondo de su mente y se dispuso a atender a los primeros clientes del día.

–¿En qué puedo ayudarlos?

–Mi hija está interesada en una muñeca –Spence dejó a la niña en el suelo.

–Bueno, pues has venido al lugar adecuado –cumpliendo con su deber, Annie dedicó su atención a la pequeña. Realmente era una cosita preciosa, con los mismos ojos grises de su padre y el pelo rubio y liso–. ¿Qué tipo de muñeca te gustaría?

–Una muñeca muy bonita –respondió Freddie inmediatamente–, pelirroja y con los ojos azules.

–Estoy segura de que tenemos lo que quieres –le ofreció una mano–. ¿Te gustaría echar un vistazo?

Tras mirar a su padre buscando su aprobación, Freddie le dio la mano a Annie y comenzó a caminar con ella alrededor de la tienda.

–Maldita sea… –Spence se descubrió a sí mismo maldiciendo.

Nina le estrechó la mano por segunda vez.

–Spence…

–Me he hecho falsas ilusiones pensando que no importaba, que ella ni siquiera lo recordaría…

–Que quiera una muñeca pelirroja y de ojos azules no significa absolutamente nada.

–Pelirroja y de ojos azules –repitió Spence, sintiendo el peso de la frustración una vez más–. Exactamente como Ángela. Se acuerda de ella, Nina. Y eso sí importa –hundió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar.

Tres años, pensó. Habían pasado casi tres años ya. Freddie todavía llevaba pañales. Pero se acordaba de Ángela, la hermosa y negligente Ángela. Ni el más liberal de los críticos habría considerado a Ángela como una verdadera madre. Ella nunca había acunado o cantado a su hija, nunca la había mecido ni tranquilizado.

Estudió el rostro de una muñeca de porcelana vestida en tonos azules. Tenía unos dedos diminutos y ojos inmensamente soñadores. Ángela era igual, recordó. Etéreamente bella. Y fría como el hielo.

Spence se había enamorado de ella de la misma forma que un hombre podría enamorarse de una obra de arte; admirando la perfección en las formas y buscando incesantemente lo que tras ellas se ocultaba. Entre ambos habían creado aquella pequeña y maravillosa niña que se había abierto camino durante los primeros años de vida prácticamente sin el apoyo de sus padres.

Pero él iba a congraciarse con ella. Spence cerró los ojos un instante. Pretendía hacer todo lo que estuviera en su mano para darle a su hija el amor, la seguridad y la estabilidad que se merecía. Para brindarle una vida real. La palabra parecía banal, pero era la única que se le ocurría para describir lo que quería para su hija: el lazo firme y sólido de una familia.

Ella lo adoraba. Y Spence sintió que cedía la tensión de sus hombros al pensar en cómo brillaban los enormes ojos de Freddie cuando la arropaba por las noches, en su forma de apretar los bracitos cuando lo abrazaba.

Quizá nunca pudiera perdonarse a sí mismo haberse dejado arrastrar por sus propios problemas, por su propia vida durante los primeros años de vida de Freddie, pero las cosas habían cambiado. Incluso aquella mudanza la había hecho pensando en el bienestar de su hija.

La oyó reír y el resto de la tensión se disolvió en una oleada de puro placer. Para él no había música más dulce que la risa de su hija. Podría componer una sinfonía entera a partir de aquella risa. Todavía no la molestaría, se dijo. Dejaría que disfrutara de todas aquellas muñecas antes de recordarle que sólo una podía ser suya.

Ya más relajado, comenzó a prestar atención a la tienda. Al igual que las muñecas que él había imaginado para su hija, era bonita y luminosa. Aunque pequeña, entre aquellas paredes se encontraba todo lo que un niño podía desear. Una gran jirafa dorada y un perro de ojos tristes colgaban del techo. Trenes de madera, coches y aviones, todos ellos pintados de colores llamativos, demandaban la atención de los pequeños desde una mesa compartida con elegantes miniaturas de muebles. Una antigua caja sorpresa, con muñeco de muelle incluido, reposaba al lado de una estación espacial. Había muñecas, algunas preciosas, otras encantadoramente feas, juegos de construcción y juegos de té.

Aquel desorden, ya fuera estudiado o producto del descuido, hacía mucho más atractivo el lugar. Aquélla era una tienda para fingir y desear, una atiborrada cueva de Aladino diseñada para iluminar la mirada de los niños. Para hacerlos reír, como reía su hija en aquel momento. Ya empezaba a imaginar que iba a ser difícil evitar que Freddie quisiera visitar regularmente el establecimiento.

Aquélla era una de las razones que le habían hecho mudarse a una ciudad pequeña. Quería que su hija fuera capaz de disfrutar de las ventajas de las tiendas locales en las que los dependientes pronto aprenderían a llamarla por su nombre. Podría caminar de un extremo a otro de la ciudad sin las preocupaciones propias de la gran ciudad, como las drogas, los asaltos o los secuestros. No habría necesidad de instalar sistemas de seguridad ni de soportar atascos de tráfico. Ni siquiera una niña tan pequeña como su Freddie se perdería allí.

Y quizá, sin todas aquellas presiones, él mismo podría llegar a encontrar alguna paz.

Levantó la tapa de una caja de música; una caja de porcelana delicadamente pintada que albergaba en su interior la figura de una gitana de pelo negro como el azabache ataviada con un vestido rojo de volantes. En las orejas, llevaba dos aretes dorados y en las manos una pandereta de la que colgaban cintas de colores. Ni siquiera en la Quinta Avenida habría podido encontrar algo tan perfectamente trabajado.

Se preguntaba de dónde habría sacado el propietario aquel objeto, que los curiosos dedos infantiles podrían llegar a alcanzar e incluso romper. Intrigado, giró la llave y observó girar a la figura alrededor de una diminuta hoguera de porcelana.

Tchaikovsky. Reconoció el movimiento instantáneamente y su refinado oído apreció la calidad del tono. Se trataba de una melancólica e incluso apasionada pieza, pensó, asombrado de haber encontrado un objeto tan primoroso en una juguetería. Entonces alzó la mirada y vio a Natasha.

La miró fijamente. No pudo evitarlo. Ella permanecía a unos metros de distancia, con la cabeza alta y ligeramente inclinada mientras lo observaba. Tenía el pelo tan oscuro como el de la gitana y enmarcaba su rostro con una nube de alborotados rizos que llegaba hasta sus hombros. Su piel era oscura, de un hermoso dorado que realzaba el sencillo vestido rojo que llevaba.

No era una mujer frágil, pensó. Aunque fuera pequeña, transmitía fuerza y poder. Quizá fuera su rostro, con aquellos labios llenos y sin pintar y sus marcados pómulos. Sus ojos eran casi tan oscuros como su pelo y estaban rodeados de largas y espesas pestañas. Incluso desde la distancia, Spence lo sintió. Sexo, fuerte y puro. El halo del sexo la rodeaba al igual que a otras mujeres las rodeaba la fragancia de un perfume.

Por primera vez desde hacía años sintió sus músculos tensarse de puro deseo.

Natasha se dio cuenta y se resintió. ¿Qué clase de hombre era capaz de entrar en una tienda con su mujer y su hija y mirar a una mujer con una pasión tan desnuda?

Desde luego, no el tipo de hombre que a ella le gustaba. Decidida a ignorar aquella mirada tal como había ignorado otras en el pasado, se acercó a él.

–¿Necesita ayuda?

¿Ayuda?, pensó Spence sin comprender. Lo que él necesitaba era oxígeno. Hasta ese momento, no había comprendido lo literal que podía llegar a ser la expresión acerca de la capacidad de las mujeres atractivas para quitarle la respiración a un hombre.

–¿Quién es usted?

–Natasha Stanislaski –le brindó la más fría de sus sonrisas–, la propietaria de la tienda.

Su voz pareció quedarse flotando en el aire. Una voz ronca, vital, con algunos matices que delataban sus orígenes eslavos y añadían erotismo a su tono. Olía a jabón, a nada más, pero Spence encontró aquella fragancia infinitamente seductora.

Como no decía nada, Natasha arqueó las cejas. Podría haber sido divertido impresionar de tal manera a un hombre, pero en aquel momento estaba ocupada y, además, aquel hombre estaba casado.

–Su hija ha elegido tres muñecas. Quizá quiera ayudarla a tomar la decisión final.

–Sí, un momento. Su acento… ¿es ruso, quizá?

–Sí –se preguntaba si debería decirle que su esposa permanecía frente a la puerta de la entrada, aburrida e impaciente.

–¿Cuánto tiempo lleva en América?

–Desde que tenía seis años –le dirigió una mirada deliberadamente fría–. Aproximadamente la misma edad que debe de tener su hijita. Perdóneme.

Spence la agarró del brazo antes de darse cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. Y aunque él mismo fue consciente de la incorrección de su gesto, el veneno que vio en la mirada de su interlocutora le sorprendió.

–Lo siento, iba a preguntarle por esta caja de música.

Natasha desvió la mirada hacia la caja mientras el ritmo de la música iba haciéndose más lento.

–Es uno de nuestros mejores objetos. Está hecha a mano, aquí, en Estados Unidos. ¿Está interesado en comprarla?

–Todavía no lo he decidido, pero he pensado que quizá no se había dado cuenta de que estaba en esa estantería.

–¿Por qué?

–No es el tipo de objeto que uno espera encontrar en una juguetería. Podría romperse con facilidad.

Natasha lo tomó y lo colocó en una estantería más alta.

–Y también se podría arreglar –hizo un claro, y en ella familiar, movimiento con los hombros. Un gesto que más que despreocupación, transmitía cierta arrogancia–. Creo que los niños tienen derecho a disfrutar del placer de la música, ¿no le parece?

–Sí.

Por primera vez, una sonrisa iluminó el rostro de Spence. Fue una sonrisa, tal como Annie había advertido, particularmente efectiva. Natasha tuvo que admitirlo. A través de su enfado, sintió el inicio de la atracción. Entonces Spence añadió:

–De hecho, lo creo absolutamente. Quizá pudiéramos hablar sobre ello durante la cena.

Intentando contenerse, Natasha batallaba contra su creciente furia. Para ella, de naturaleza turbulenta y explosiva, era algo difícil, pero se recordó que aquel hombre no sólo iba acompañado por su esposa, sino que también su hija estaba en la tienda.

De modo que se tragó los insultos que estaban a punto de aflorar a sus labios, pero no antes de que Spence pudiera verlos reflejados en sus ojos.

–No –fue todo lo que ella dijo mientras se volvía.

–Señorita… –comenzó a decir Spence. Pero entonces Freddie corrió hacia él, llevando en brazos una enorme y andrajosa muñeca de trapo.

–Papá, ¿no es preciosa? –con los ojos brillantes, le mostró la muñeca, esperando su aprobación.

Era pelirroja, pensó Spence. Pero no era precisamente guapa. No, para su alivio, no se parecía ni remotamente a Ángela. Como sabía que era precisamente eso lo que Freddie esperaba, se tomó algún tiempo en examinar su elección.

–Ésta es… –dijo al cabo de un momento– la muñeca más bonita que he visto hoy.

–¿De verdad?

Spence se agachó para ponerse a la altura de su hija.

–Desde luego. Tienes un gusto excelente. Esta muñeca tiene una cara muy divertida.

Freddie abrazó a su padre, espachurrando la muñeca en medio de su abrazo.

–¿Puedo quedármela?

–Yo pensaba que era para mí –mientras Freddie reía, Spence levantó a la niña con la muñeca en brazos.

–Te la envolveré –dijo Natasha, en un tono mucho más dulce. Aquel hombre podía ser un canalla, pero era evidente que quería a su hija.

–Puedo llevarla en brazos –Freddie abrazó con fuerza a su nueva amiga.

–Muy bien. Entonces te regalaré un lazo para que se lo pongas en el pelo, ¿de qué color lo quieres?

–Azul.

–Un lazo azul –Natasha se dirigió hacia la caja registradora. Nina miró la muñeca y elevó los ojos al cielo.

–Cariño, ¿eso es lo mejor que has encontrado?

–A papá le gusta –murmuró Freddie, agachando la cabeza.

–Sí, me gusta. Mucho además –añadió dirigiéndole a Nina una elocuente mirada. Dejó a su hija en el suelo y sacó la cartera.

Desde luego, la madre no tenía precio, decidió Natasha. Aunque eso no le daba a su marido derecho para intentar seducir a la dependienta de una juguetería. Tomó los billetes, preparó el cambio y buscó un largo lazo azul.

–Gracias –le dijo a Freddie–. Creo que su casa nueva le va a gustar mucho.

–La cuidaré –le prometió la niña mientras intentaba atar el lazo a la lanuda melena de la muñeca–. ¿La gente puede venir a mirar los juguetes o tiene que comprárselos?

Natasha sonrió, después tomó otro lazo y lo ató al liso pelo de la niña.

–Puedes venir a mirar cuando quieras.

–Spence, de verdad, tengo que irme –Nina sostenía ya la puerta abierta.

–Bien –Spence vaciló. Aquélla era una ciudad pequeña, se recordó. Y si Freddie podía volver a mirar juguetes, también podría hacerlo él–. Ha sido un placer conocerla, señorita Stanislaski.

–Adiós –Natasha esperó a que las campanillas de la puerta terminaran de tintinear después de que se cerrara la puerta para murmurar todo tipo de juramentos.

Annie asomó la cabeza por encima de una torre de piezas de construcción.

–¿Qué decías?

–Ese hombre.

–Sí –con un pequeño suspiro, Annie salió al pasillo–. Ese hombre.

–Viene con su mujer y su hija a un lugar como éste y me mira como si estuviera dispuesto a comerme.

–Tash –con expresión de dolor, Annie se llevó una mano al corazón–, por favor, no me excites.

–Yo lo encuentro insultante –rodeó el mostrador y golpeó con la mano un saco de boxeo–. Me ha invitado a cenar.

–¿Qué dices? –Annie la miró con inmenso placer, hasta que Natasha la fulminó con la mirada–. Tienes razón. Es insultante, sabiendo que es un hombre casado. Aunque su mujer parecía tan fría como un pescado.

–Sus problemas matrimoniales no son asunto mío.

–No… –el pragmatismo de Annie batallaba contra sus fantasías–, imagino que no has aceptado.

De la garganta de Natasha escapó un sonido atragantado mientras se volvía.

–Por supuesto que no he aceptado.

–Claro, por supuesto –se precipitó a añadir Annie.

–Ese hombre es irritante –dijo Natasha, apretando el puño como si estuviera aplastando algo con él–. Venir a mi tienda y hacerme proposiciones, ¡qué valor!

–¡Que te ha hecho proposiciones! –escandalizada y emocionada al mismo tiempo, Annie agarró a Natasha del brazo–. Tash, no te ha hecho proposiciones, ¿verdad?

–Me las ha hecho con la mirada. El mensaje era bastante evidente.

Le irritaba la frecuencia con la que los hombres la miraban, fijándose sólo en sus cualidades físicas. Sólo les interesaba su aspecto, pensó disgustada. Había tolerado sugerencias, proposiciones y propuestas desde antes de poder comprender del todo lo que significaban. Pero desde que lo comprendía, no estaba dispuesta a soportar ni una más.

–Si no hubiera venido su hija con él, lo habría abofeteado –complacida con aquella imagen, golpeó el saco otra vez.

Annie ya había visto furiosa a su jefa suficientes veces como para saber cómo podía tranquilizarla.

–Es una niña muy dulce, ¿verdad? Se llama Freddie, ¿no te parece un nombre bonito?

Natasha tomó una larga y firme bocanada de aire mientras se frotaba el puño con la otra mano.

–Sí.

–Me ha contado que acababan de mudarse a Shepherdstown. Vienen de Nueva York. Dice que esa muñeca será su primera amiga.

–Pobrecita –Natasha conocía perfectamente los miedos y ansiedades que sufría una niña al sentirse de pronto en un lugar desconocido. Inclinó la cabeza, decidida a olvidarse de su padre–. Debe de tener la misma edad que JoBeth Riley –una vez olvidado el enfado, Natasha regresó tras el mostrador y descolgó el teléfono. No le haría ningún daño hacerle una llamada a la señora Riley.

Spence permanecía en la ventana de la sala de música, con la mirada fija en un lecho de flores. Tener flores al alcance de la mirada y un pequeño y accidentado terreno del que tendría que ocuparse en su propia casa era una experiencia completamente nueva para él. No había cortado la hierba en toda su vida. Sonriendo para sí, se preguntó cuándo tendría que intentar hacerlo.

Había también un arce alto y frondoso, de hojas oscuras. En unas cuantas semanas, imaginaba que las hojas serían más grandes y de color mucho más brillante. En su apartamento, situado al oeste de Central Park, había podido disfrutar del paso de las estaciones, pero no de la misma forma, comprendió.

La hierba, los árboles y las flores que veía ante él le pertenecían. Estaban allí para que él los disfrutara y cuidara. Allí podría permitir que Freddie saliera a tomar el té con sus muñecas sin tener que preocuparse cada vez que la perdiera de vista. Disfrutarían de una vida agradable, de una vida sólida para ambos. Lo había sentido cuando había ido a hablar de su postura con el decano… y lo había vuelto a sentir cuando había entrado en aquella casa enorme y laberíntica con la ansiosa agente de la inmobiliaria pisándole los talones.

No había tenido que hacer ningún esfuerzo para vendérsela, pensó Spence. La casa se había vendido sola desde el momento en el que Spence había puesto un pie en ella.

Mientras observaba a un colibrí revolotear alrededor de una petunia, supo, con más convicción que nunca, que había tomado una decisión correcta al abandonar la ciudad.

Disfrutar de una breve aventura en el mundo rural. Las palabras de Nina se repitieron en su cabeza mientras observaba los rayos del sol reflejados en las iridiscentes alas de aquella ave. Era difícil culparla por haberlo dicho, por pensar así cuando lo había visto vivir en medio de una vorágine. Spence no podía negar lo mucho que había disfrutado en aquellas animadas fiestas que duraban hasta el amanecer, o de las elegantes cenas de media noche, tras asistir a una sinfonía o un ballet.

Él había crecido en un mundo de glamour, prestigio y riqueza. Durante toda su vida, había habitado en un ambiente en el que sólo lo mejor era aceptable. Y le había gustado, tenía que admitirlo. Veranos en Montecarlo, inviernos en Cannes. Fines de semana en Aruba o en Cancún.

Él no pretendía olvidarse de aquellas experiencias, pero podía desear, y lo hacía, haber aceptado antes las responsabilidades de la vida.

Lo había hecho ya. Spence observó al colibrí alejarse como una bala color zafiro. Y tanto para su propia sorpresa como para la de la gente que lo conocía, estaba disfrutando de esas responsabilidades. Freddie lo había convertido en un hombre diferente. Ella marcaba todas las diferencias.

Estaba pensando en ella cuando la vio corriendo con su nueva muñeca en brazos. Tal como Spence había imaginado, iba derechita hacia el columpio. Era tan nuevo que la pintura blanca y azul resplandecía bajo la luz del sol y el asiento de cuero todavía brillaba. Con la muñeca en el regazo y el rostro hacia el cielo, Freddie comenzó a columpiarse al tiempo que cantaba alguna canción que sólo ella conocía.

El amor se agarraba en su interior como un puño de terciopelo, sólido y doloroso. En toda su vida, jamás había conocido nada tan arrollador y básico como la emoción que Freddie llevaba a su vida por el mero hecho de existir.

Mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás, acunaba a su muñeca y le susurraba secretos al oído. Le gustaba que Freddie se hubiera decidido por una muñeca de trapo. Podría haber elegido cualquiera de las muñecas de porcelana, pero había optado por alguien que parecía tan ruda como necesitada de amor.

Había estado hablando de la juguetería durante toda la mañana. Spence sabía ya que tendría que regresar. Oh, no pediría nada, pensó. Al menos no directamente. Utilizaría su mirada. Le divertía y desconcertaba al mismo tiempo que su hija, con sólo cinco años, fuera ya toda una experta en aquel peculiar y efectivo ardid femenino.

Pensó en la tienda… y en su propietaria. Allí no había encontrado ardides femeninos, sino el más puro desdén. Hizo una mueca de disgusto al recordar su propia torpeza. Le faltaba práctica, se recordó burlándose de sí mismo, y se frotó el cuello. Y lo que era más, no era capaz de recordar haber experimentado jamás una atracción tan intensa. Se había sentido como si hubiera sido atravesado por un rayo, pensó. Y un hombre tenía derecho a farfullar un poco tras haber sido prácticamente carbonizado.

Pero su reacción… Frunció el ceño y reprodujo mentalmente la escena. Aquella mujer se había puesto furiosa. Había estado condenadamente cerca de ponerse a temblar de rabia antes de que él hubiera abierto la boca, y parecía dispuesta a darle una patada en pleno rostro.

Ni siquiera se había tomado la molestia de rechazar de manera educada su invitación. No, se había limitado a pronunciar una sola y dura sílaba, aderezada con la más fría escarcha. Había reaccionado como si Spence le hubiera pedido que se acostara allí mismo con él.

Pero la verdad era que Spence deseaba hacerlo. Desde el primer instante había sido capaz de imaginarse a aquella mujer en algún lugar remoto y oscuro, en el que el suelo estuviera cubierto de musgo y el follaje de los árboles ocultara la vista del cielo. Allí podría disfrutar del calor de aquellos labios llenos y sedosos. Podría entregarse a la pasión salvaje que aquel rostro prometía. Sexo salvaje, sin límite ni razón.

Sorprendido, Spence intentó recuperar la compostura. Estaba pensando como un adolescente. No, admitió, hundiendo las manos en los bolsillos. Estaba pensando como un hombre que había pasado años sin una mujer. No estaba seguro de si quería darle las gracias a Natasha Stanislaski por haber desatado aquellas necesidades otra vez o si debería estrangularla por ello.

Pero estaba seguro de que iba a verla otra vez.

–Estoy haciendo el equipaje –Nina se detuvo en el marco de la puerta y suspiró. Era evidente que Spence volvía a estar absorto en sus propios pensamientos–. Spence –dijo, elevando la voz mientras cruzaba la habitación–. He dicho que estoy haciendo el equipaje.

–¿Qué? Oh –consiguió esbozar una distraída sonrisa y obligó a sus hombros a relajarse–. Te echaremos de menos, Nina.

–Te alegrarás de verme marchar –lo corrigió ella y le dio un beso en la mejilla.

–No –en aquella ocasión la sonrisa fue completamente sincera. Nina lo advirtió y limpió los restos que la pintura de labios había dejado en su mejilla–. Te agradezco todo lo que has hecho para ayudarnos a instalarnos. Soy consciente de lo ocupada que estás.

–No podía permitir que mi hermano se enfrentara solo a la vida salvaje de Virginia Occidental –le tomó la mano, en una rara muestra de sincera preocupación–. Oh, Spence, ¿estás seguro de lo que has hecho? Olvida todo lo que te he dicho hasta ahora y piensa en lo que estás haciendo. Es un cambio tan grande para vosotros dos… ¿Qué posibilidades te ofrece este lugar en el tiempo libre?

–Cortar la hierba –sonrió de oreja a oreja al ver la expresión de su hermana–. Sentarme en el porche. Quizá incluso me ponga a componer otra vez.

–Podrías componer en Nueva York.

–No he escrito ni dos notas en casi cuatro años –le recordó.

–De acuerdo –Nina se acercó al piano e hizo un gesto con la mano–. Pero si querías cambiar de vida, podrías haberte ido a Long Island, o incluso a Connecticut.

–Me gusta este lugar, Nina. Créeme, esto es lo mejor que podía hacer por Freddie y por mí.

–Espero que tengas razón –sonrió con cariño–. Aunque yo sigo creyendo que estarás de vuelta en Nueva York en menos de seis meses. Y en ese tiempo, como única tía de la niña que soy, espero ser capaz de apreciar sus progresos –bajó la mirada hacia su mano y se enfadó al ver que se le había astillado de forma casi imperceptible una uña–. La idea de que vaya a una escuela pública…

–Nina.

–No importa –alzó la mano–. No tiene sentido empezar a discutir cuando estoy a punto de marcharme. Y soy consciente de que es hija tuya.

–Sí, lo es.

Nina tamborileó con los dedos la brillante superficie del piano.

–Spence, sé que todavía te sientes culpable por Ángela. Y no me gusta.

La sonrisa de Spence se desvaneció.

–Algunos errores tardan mucho tiempo en olvidarse.

–Ella no te hacía feliz –dijo Nina con rotundidad–. Tuvisteis problemas desde el principio de vuestro matrimonio. Oh, ya sé que no te mostrabas muy comunicativo al respecto –añadió al ver que su hermano no respondía–, pero había cosas demasiado evidentes para no darse cuenta de lo que ocurría. No era ningún secreto que Ángela no quería a la niña.

–Y no creo que yo fuera mucho mejor. Sólo quería a esa niña porque de alguna manera podía llenar los vacíos de mi matrimonio. Ésa es una carga muy pesada para una niña.

–Cometiste errores, los reconociste y rectificaste. Ángela no se sintió culpable en toda su vida. Si ella no hubiera muerto, te habrías divorciado y te habrías quedado con la custodia de Freddie. El resultado habría sido el mismo. Sé que parece muy frío. La verdad a menudo lo es. No me gusta pensar que has hecho este movimiento, que has cambiado tan drásticamente de vida porque estás intentando enmendar errores que cometiste hace mucho tiempo.