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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1991 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

NEGOCIOS Y PLACER, Nº 186 - febrero 2012

Título original: Luring a Lady

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-506-1

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: MEGGJ/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Árbol

A Gayle Link

Bienvenido a casa

Prólogo

El patio de recreo era una algarabía. A sus escasos ocho años Mikhail llevaba ya dos en Estados Unidos, y afortunadamente no temía ya que llamaran en cualquier momento a su puerta para llevarse a su padre, o que lo despertaran de repente una mañana en Ucrania para tener que escapar a Hungría, atravesar Austria y llegar finalmente a Nueva York. Algo que, a la luz del tiempo transcurrido, le parecía un sueño.

Vivía en Brooklyn, y eso estaba bien. Tenía la nacionalidad estadounidense, y eso estaba aún mejor. Iba al colegio con su hermana mayor y su hermano pequeño… y hablaban inglés la mayor parte del tiempo. Su hermanita pequeña, todavía bebé, había nacido allí, y por suerte nunca sabría lo que era temblar de frío escondida en un vagón de tren, esperando a que la descubrieran. O esperando alcanzar la libertad.

Había veces en que no pensaba en nada de eso. Le gustaba levantarse por la mañana y mirar por la ventana de su dormitorio las casitas pequeñas que tanto se parecían a la suya. Le gustaba oler el desayuno que su madre preparaba en la cocina. Y oír silbar a su padre mientras se preparaba para salir a trabajar. Su padre tenía que trabajar mucho, y a veces volvía por las tardes muy cansado, pero siempre tenía una sonrisa en los ojos. Y por las noches siempre había comida caliente y risas en la mesa donde se sentaban a cenar.

Lo cierto era que el colegio no estaba tan mal, y estaba aprendiendo mucho. Excepto cuando sus profesores decían que tenía el defecto de soñar despierto con demasiada frecuencia.

–Mira. Las chicas están saltando a la comba –le comentó en aquel instante Alexei, su hermano pequeño, en el patio de recreo.

Ambos tenían el cabello oscuro y los ojos de un color castaño dorado. A sus años, no se preocupaban demasiado de las chicas. A no ser que fueran de la familia.

–Natasha –añadió Alex con una orgullosa sonrisa, refiriéndose a su hermana mayor– es la que mejor salta.

–Es que es una Stanislaski –comentó Mikhail, como si eso lo explicara todo.

Alexei asintió en silencio mientras escrutaba el patio de recreo. Le gustaba ver cómo se comportaba la gente, lo que hacía y no hacía. Fijó la mirada en los dos chicos que se encontraban en el otro extremo de la pista.

–A la salida del colegio tenemos que darles su merecido a esos dos. Willy y Charlie Braunstein.

–De acuerdo. ¿Por qué? –inquirió Mikhail.

–Porque Will dijo que éramos espías rusos y Charlie le rió la broma. Por eso.

–Ya –asintió Mikhail. Y los dos hermanos se miraron, sonriendo.

Volvían del colegio a casa con retraso. Mikhail llevaba el pantalón roto y Alexei el labio inferior partido, pero había valido la pena. Los hermanos Stanilaski habían salido victoriosos de la batalla.

–Charlie tiene un buen gancho –comentó Mikhail–. Cuando vuelvas a enfrentarte a él, tendrás que ser más rápido. Y además tiene los brazos más largos que tú.

–Pero ahora tiene un ojo morado –apuntó Alex con tono satisfecho.

–Sí. Cuando mañana vayamos al colegio… Oh-oh –se interrumpió de repente, atemorizado.

Nadia Stanilaski, su madre, los estaba esperando en la puerta de casa, con las manos en las caderas.

–Vaya. Creo que vamos a tener problemas… –musitó Alexei.

–Y que lo digas –repuso Mikhail.

Alexei ensayó la más beatífica de sus sonrisas, a pesar del dolor del labio. Pero Nadia seguía mirándolos con expresión ceñuda.

–¿Habéis vuelto a pelearos otra vez?

Como mayor de los dos, Mikhail dio un paso adelante.

–Sólo un poquito.

–¿Entre vosotros?

–No, mamá –Alex le lanzó una esperanzada mirada–. Will Braunstein nos dijo que…

–No me interesa lo que os dijo Will Braunstein. ¿Soy yo acaso la madre de Will Braunstein?

Ante su tono enfadado, ambos bajaron la mirada al suelo, murmurando:

–No, mamá.

–No, claro. Soy vuestra madre. Y esto es lo que hago cuando mis hijos vuelven tarde del colegio y se pelean como vándalos…

Pero antes de que pudiera meterlos en la casa, escuchó un ruido traqueteante que sólo podía provenir de la vieja camioneta de su marido, Yuri.

–¿Qué es lo que han hecho? –inquirió al contemplar la escena.

–Pelearse con los Braunstein. ¡Vamos dentro ahora mismo a llamar a la señora Braunstein para pedirle disculpas!

–¡Ay! ¡Uy! –protestó Mikhail cuando Nadia lo agarró de una oreja.

–Creo que esto podría esperar. Tengo algo que enseñaros… –anunció Yuri mientras bajaba del vehículo, sosteniendo un diminuto cachorro de perro–. Os presento a Sasha, vuestro nuevo hermanito.

Ambos niños gritaron de deleite y, una vez liberados, corrieron a acariciarlo. El perrito los lamió a su vez, agradecido, y Yuri se lo entregó solemnemente a Mikhail.

–Es para vosotros dos y para Tasha y Rachel. Cuidaréis de él, ¿entendido?

–Lo cuidaremos muy bien, papá –exclamó Alex–. ¡Dámelo, Mike! –exigió.

–Soy el mayor. A mí me lo dio papá primero.

–Hey, no os peleéis. Venga, enseñádselo a vuestras hermanas –pronunció Yuri, y los dos niños lo abrazaron emocionados.

–Gracias, papá –dijo Mikhail, y se volvió luego hacia su madre para darle un beso en la mejilla–. Ahora mismo llamamos a la señora Braunstein, mamá.

–Desde luego que la llamaréis –Nadia sacudió la cabeza mientras los dos niños entraban corriendo en la casa, llamando a gritos a sus hermanas–. Vándalos –pronunció, repitiendo la palabra que había aprendido recientemente de su vecina, la señora Poffenberger, y que tan bien parecía sentarles a sus hijos.

–Bah. Es normal a su edad –comentó Yuri antes de levantar a su esposa en brazos, riendo a carcajadas–. Somos una familia americana –la bajó al suelo y, tomándola de la cintura, se dispuso a entrar en la casa–. Dime: ¿qué tenemos hoy para cenar?

Capítulo 1

No era una mujer paciente. Toleraba mal los retrasos y las excusas. En cuanto a las esperas, y en aquel momento estaba esperando, hacían descender varios grados la temperatura de su mal genio. Y, con Sydney Hayward, aquella furia helada era muchísimo peor que la rabia más ardiente. Una fría mirada o comentario suyo hacían temblar al más templado. Y ella lo sabía.

En aquel momento paseaba arriba y abajo por su despacho, en el décimo piso de un rascacielos del centro de Manhattan. Todo estaba en su lugar: documentos, archivos, agendas y libros de direcciones. Su escritorio de ébano con aplicaciones de bronce estaba perfectamente ordenado, con los bolígrafos y plumas colocados en hilera sobre su pulida superficie, los libros de notas cuidadosamente situados al lado del teléfono…

Su propia apariencia era un reflejo de la meticulosa precisión y fina elegancia del despacho: un traje de color beige perfectamente almidonado y planchado, que destacaba sus largas piernas; su sencillo collar de perlas, con los pendientes a juego y su reloj de oro, todo muy discreto pero a la vez exquisitamente selecto. Como correspondía a una Hayward.

Se había recogido el cabello, de color rojo cobrizo, con un broche dorado. Las diminutas pecas que salpicaban su rostro resultaban casi invisibles bajo una ligera capa de maquillaje. Sydney era consciente de que aquellas pecas la hacían parecer demasiado joven y vulnerable. A sus veintiocho años tenía una cara que expresaba a la perfección su origen. Pómulos resaltados, barbilla levemente apuntada, nariz recta y pequeña. Un rostro aristocrático, tan pálido como la porcelana, con una boca bien delineada y unos enormes ojos de color azul oscuro, en los que mucha gente creía ver tanta inocencia como vulnerabilidad.

Miró de nuevo su reloj, suspiró y se acercó a su escritorio. Antes de que pudiera levantar el teléfono, sonó el intercomunicador.

–¿Sí?

–Señora Hayward, hay un hombre aquí que insiste en hablar con la persona que está al frente del proyecto Soho. Y su cita de las cuatro…

–Ya son las cuatro y media –la interrumpió Sydney, con tono rotundo–. Hágalo pasar.

–Sí, pero no se trata del señor Howington…

Así que Howington había mandado a un subordinado. El disgusto le hizo levantar aún más la barbilla.

–Hágalo pasar –repitió antes de desconectar el intercomunicador. Evidentemente habían pensado que un ejecutivo joven conseguiría aplacarla. Aspirando profundamente, se dispuso a matar al mensajero.

Por fortuna, años de entrenamiento la habían preparado para no cometer el descuido de abrir la boca de asombro cuando vio entrar a aquel hombre; cuando lo vio entrar… no caminando, sino contoneándose, como un atractivo pirata avanzando por la cubierta de su barco. Su asombro inicial nada tuvo que ver con el hecho de que era terriblemente guapo. Tenía el cabello negro y rizado, recogido en una corta coleta, y un rostro de rasgos finos, atezado, con unos ojos casi tan negros como su pelo. La barba de varios días le daba una apariencia sombría, peligrosa.

Todavía peor era el hecho de que llevara aquella ropa de trabajo: unos viejos y desteñidos vaqueros, una camiseta sudada y unas gastadas y polvorientas botas. Sydney pensó de inmediato que no se habían molestado en enviarle a un joven ejecutivo, sino a un obrero que ni siquiera se había arreglado un poco antes de realizar la entrevista.

–¿Usted es Hayward? –inquirió con tono insolente y un ligero acento eslavo.

–Sí, y usted llega tarde.

–¿Ah, sí? –la miró con ojos entrecerrados, al otro lado del escritorio.

–Sí. Puede que le resultara útil llevar un reloj. Y aunque usted no valore su tiempo, yo sí que valoro el mío, señor…

–Stanislaski –deslizó los pulgares en las trabillas de los vaqueros, adoptando una pose inequívocamente arrogante–. Sydney es un nombre masculino.

–Obviamente se equivoca usted –arqueó una ceja.

Mikhail la barrió lentamente con una mirada cargada de tanto interés como disgusto. Era tan apetecible como una tarta helada, pero no había dejado a medias su trabajo para tener que soportar a una mujer así.

–Obviamente. Yo creía que Hayward era un anciano de bigote blanco.

–Se refiere usted a mi abuelo.

–Ah. Entonces es a su abuelo a quien quiero ver.

–Eso no será posible, señor Stanilaski, ya que mi abuelo falleció hace cerca de dos meses.

La arrogancia de la mirada del recién llegado se tornó de pronto en compasión.

–Lo siento. Es muy duro perder a un familiar.

Sydney no sabía por qué, pero aquellas sencillas palabras, pronunciadas por un desconocido, la conmovieron profundamente.

–Sí que lo es. Y ahora, si quiere tomar asiento, podremos hablar de negocios.

Fría, dura y tan distante como la luna, pensó Mikhail. Mejor así. Eso le impediría pensar en ella de una forma demasiado… personal. Al menos hasta que consiguiera lo que había ido a buscar.

–Le había enviado varias cartas a su abuelo –se sentó frente a su escritorio–. Quizá la última se traspapelara con la lógica confusión generada por su fallecimiento…

–Toda su correspondencia me ha sido entregada –declaró Sydney, entrelazando las manos sobre la mesa–. Como ya sabrá usted, Empresas Hayward está considerando…

–¿Qué?

Sydney tuvo que dominar su irritación por haber sido interrumpida de aquella forma.

–¿Perdón?

–¿Qué está considerando su compañía?

Si hubiera estado sola, habría suspirado profundamente y cerrado los ojos. En lugar de ello, tamborileó con los dedos sobre la mesa.

–¿Qué posición tiene usted, señor Stanislaski?

–¿Posición?

–Sí, sí… ¿a qué se dedica?

La impaciencia de su tono lo hizo sonreír.

–¿Se refiere a lo que hago? Trabajo la madera.

–¿Es usted carpintero?

–A veces.

–A veces –repitió ella, y se recostó en su sillón–. Quizá pueda decirme por qué Construcciones Howington tiene la costumbre de enviar a obreros para que los representen en entrevistas como éstas.

–Podría hacerlo, desde luego… si ellos me hubieran enviado, que no es el caso.

Sydney tardó unos segundos en darse cuenta de que no se estaba mostrando deliberadamente obtuso con ella.

–¿Usted no pertenece a Howington?

–No. Me llamo Mikhail Stanislaski, y vivo en uno de sus edificios. Si está pensando en contratar a Howington, yo que usted me lo pensaría dos veces. Una vez trabajé para ellos, pero cuidaban muy poco los detalles y ahorraban demasiado en material.

–Discúlpeme –Sydney pulsó el botón de su intercomunicador–. Janine, ¿le dijo el señor Stanislaski que representaba a Howington?

–Oh, no, señora. Él sólo quería una entrevista con usted. Hace unos diez minutos Howington llamó para reprogramar la cita. Si quiere…

–No importa –recostándose de nuevo en su sillón, miró al hombre que la miraba sonriendo levemente–. Al parecer se ha producido un malentendido…

–Si con eso quiere decir que ha cometido usted un error, sí. He venido para hablar con usted sobre su edificio de apartamentos del Soho.

A Sydney le entraron unas terribles ganas de pasarse las dos manos por el pelo, nerviosa.

–Así que ha venido a presentarme una queja como inquilino arrendatario.

–He venido a presentar una queja en nombre de muchos inquilinos arrendatarios –la corrigió.

–Debería saber que, para este tipo de asuntos, hay siempre un procedimiento establecido que…

–Usted es la dueña del edificio, ¿no? –arqueó una ceja.

–Sí, pero…

–Entonces es responsabilidad suya.

Sydney se tensó visiblemente.

–Soy perfectamente consciente de mis responsabilidades, señor Stanislaski. Y ahora, si me disculpa…

Mikhail se levantó, y ella también, con aspecto inflexible.

–Su abuelo hizo unas promesas. Por honrar su memoria, usted debería cumplir con ellas.

–Lo que debería hacer –replicó con voz glacial– es ocuparme de mi negocio. Puede decirles a los demás inquilinos que Hayward está a punto de contratar a un constructor, porque es plenamente consciente de que buena parte de nuestras propiedades están necesitadas de reparación o restauración. A su debido tiempo nos ocuparemos de los apartamentos del Soho.

La expresión de Mikhail no cambió ante aquel desplante, al igual que el tono de su voz o su postura de tranquilo desafío.

–Estamos cansados de esperar. Queremos lo que se nos prometió, y lo queremos ahora.

–Si quiere enviarme una lista con sus demandas…

–Ya lo hemos hecho.

–Entonces yo misma revisaré los archivos esta tarde.

–Los archivos son los archivos, y la gente es la gente. Usted recibe cada mes el dinero del alquiler, pero no piensa para nada en la gente que tiene que pagárselo –apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella–. ¿Ha visto alguna vez ese edificio, o a la gente que vive en él?

–Tengo mis informes.

–Informes –maldijo entre dientes–. Usted tiene sus contables y abogados que le sirven, y se queda aquí sentada, en este lujoso despacho, revolviendo papeles –hizo un gesto con la mano, abarcando despreciativamente la habitación–. Pero no sabe nada. No es usted quien pasa frío cuando se estropea la calefacción, o quien tiene que subir cinco pisos de escaleras cuando el ascensor está averiado. No le preocupa que el agua no salga caliente o que la instalación eléctrica sea tan vieja que pueda provocar un incendio.

Nadie le había hablado de esa manera. Nadie. El corazón se le había acelerado de pura indignación. Y eso le hacía olvidarse de que se estaba enfrentando a un hombre muy peligroso.

–Está equivocado. Yo me preocupo mucho por esas cosas. E intentaré remediarlas lo antes posible.

Un brillo de ira apareció en los ojos de Mikhail.

–Ya he escuchado esa promesa antes.

–Pues ahora es una promesa que yo le hago.

–Ya, y se supone que tenemos que confiar en usted. Usted, que tiene demasiada pereza o demasiado miedo para acercarse siquiera a examinar por sí misma sus propiedades.

Sydney se había quedado mortalmente pálida, el único signo visible de su furia.

–Ya he tenido que soportar bastantes insultos suyos por esta tarde, señor Stanislaski. Y ahora, o sale por su propio pie de este despacho o tendré que llamar a seguridad para que lo expulsen de aquí.

–Conozco el camino, gracias. Pero aún le diré una cosa más, señora Sydney Hayward: o empieza a cumplir con esas promesas en el plazo de dos días, o la denunciaremos a las autoridades. Y recurriremos a la prensa.

Sydney esperó a que hubiera salido antes de sentarse de nuevo. Lentamente sacó de un cajón del escritorio una hoja en blanco y la rasgó en pedazos, metódicamente. Luego hizo lo mismo con otra hasta que, ya más tranquila, pulsó el botón del intercomunicador.

–Janine, tráeme todo lo que tengamos sobre el proyecto del Soho.

Una hora después, Sydney apartó los archivos e hizo dos llamadas. La primera fue para cancelar la cena que tenía programada para esa noche. La segunda fue para hablar con Lloyd Bingham, el ayudante de su abuelo, y ahora el suyo.

–Estaba a punto de salir –le dijo Lloyd nada más entrar en su despacho–. ¿Qué puedo hacer por ti?

Sydney le lanzó una rápida mirada. Era un hombre atractivo y ambicioso, aficionado a los trajes italianos y a la comida francesa. Todavía no había cumplido los cuarenta, se había divorciado dos veces y tenía mucho éxito con las mujeres de su selecto círculo. Sydney sabía que había trabajado muy duro para ganarse su actual posición en Hayward, y que había tomado las riendas del negocio ya durante la enfermedad de su abuelo, el año anterior.

Y también sabía de su resentimiento hacia ella porque estaba sentada en un despacho que, en su opinión, le pertenecía por derecho propio.

–Para empezar, podrías explicarme por qué no se ha hecho nada con los apartamentos del Soho.

–¿El edificio del Soho? –Lloyd extrajo un cigarrillo de su pitillera de oro–. Está en la agenda, ¿no?

–Lleva cerca de año y medio en la agenda. La primera carta que tenemos archivada, firmada por los arrendatarios, data de hace casi dos años y contiene una lista de veintisiete quejas específicas.

–Y también verás en el archivo que un cierto número de esas quejas fueron atendidas –respondió, soltando una bocanada de humo e instalándose cómodamente en una de las sillas.

–Ya, un cierto número… –repitió Sydney– como las reparaciones del calefactor central. Los arrendatarios sostienen que es necesario uno nuevo.

–Bah, tú eres nueva en esto, Sydney. Con el tiempo ya irás descubriendo que los arrendatarios siempre quieren más y más. No se conforman con nada.

–Puede ser. Sin embargo, lo que no me parece muy rentable es reparar un calefactor que tiene treinta años para que se vuelva a estropear dos meses después –alzando un dedo antes de que él pudiera pronunciar una palabra, empezó a leer el informe que tenía sobre la mesa–. Hay más. Barandillas rotas en las escaleras, pintura que se cae, deficientes calentadores de agua, el ascensor estropeado… Puedo seguir, pero no me parece necesario. Tengo aquí una nota, que te pasó mi abuelo, encomendándote el mantenimiento del edificio.

–Y eso es lo que hice –replicó Lloyd, tenso–, dentro de mis posibilidades. Sabes muy bien que, debido a la enfermedad de tu abuelo, la empresa atravesó una seria crisis el año pasado. Y ese edificio de apartamentos sólo es uno más de los varios que poseía.

–Tienes toda la razón –la voz de Sydney era tranquila, pero sin calor alguno–. Y sé también que tenemos una responsabilidad tanto legal como moral con nuestros arrendatarios, y eso es así tanto si el edificio está en el Soho o en Central Park West –cerró el informe y entrelazó las manos encima de la mesa–. No quiero competir contigo, Lloyd, pero pienso encargarme personalmente de este proyecto.

–¿Por qué?

–No estoy del todo segura –se permitió una leve sonrisa–. Digamos que quiero mojarme un poco los pies: he decidido que éste sea mi proyecto estrella. Mientras tanto, me gustaría que echaras un vistazo a los informes de las empresas constructoras y me dieras algunos consejos –le entregó otra carpeta–. He incluido una lista de las propiedades, por orden de importancia. Nos reuniremos el próximo viernes a las diez.

–Muy bien –se levantó–. Sydney, no me gustaría que te lo tomaras a mal, pero una mujer que ha pasado la mayor parte de su vida viajando y comprándose ropa poco sabe de negocios, y mucho menos del arte de sacar beneficios.

Evidentemente se lo tomó a mal, pero nada más lejos de su intención que dárselo a entender.

–Entonces será mejor que aprenda cuanto antes, ¿no te parece? Buenas noches, Lloyd.

Hasta que Lloyd no hubo salido cerrando la puerta a su espalda, Sydney no se miró las manos: le estaban temblando. Él tenía toda la razón respecto a sus escasas aptitudes. Pero lo que no podía saber era la desesperación con que ansiaba aprender, probarse a sí misma y mantener y acrecentar lo que su abuelo le había legado. Así como tampoco podía imaginar el terror que sentía de no poder dejar bien alto el nombre de su familia. De nuevo.

Antes de que pudiera cambiar de idea, guardó la carpeta en su maletín y abandonó el despacho. Segundos después bajó en su ascensor privado hasta el vestíbulo, donde se despidió del vigilante antes de salir al exterior. La ola de calor la azotó como si hubiera recibido una bofetada. Aunque sólo estaban a mediados de junio, Nueva York estaba padeciendo unas temperaturas y unos niveles de humedad en constante ascenso. Por fortuna, solamente tenía que cruzar una calle para refugiarse en el coche que ya la esperaba, con el aire acondicionado puesto. Le dio la dirección al chófer y de inmediato partió rumbo al Soho.

El tráfico era muy denso, así que disponía de tiempo para pensar. No estaba muy segura de lo que iba a hacer cuando llegara allí. O en caso de que volviera a encontrarse con Mikhail Stanilaski. Le había causado una fuerte impresión, eso no podía negarlo. Aquella apariencia exótica, aquellos ojos ardientes, aquella completa falta de cortesía… Y lo peor era que el informe del edificio del Soho le había confirmado que tenía todo el derecho del mundo a mostrarse brusco e impaciente. Le había escrito carta tras carta durante el año anterior, sólo para recibir a cambio falsas promesas.

Quizá si su abuelo no se hubiera obstinado tanto en esconder a la prensa y a la opinión pública su enfermedad… Frotándose las sienes, Sydney se arrepintió de no haberse tomado una aspirina antes de salir del despacho. En cualquier caso, tenía una responsabilidad que afrontar. Tenía intención de conservar su herencia y hacerse cargo de todas las responsabilidades que le correspondieran. Cerró los ojos y dormitó un poco mientras su chófer la llevaba al otro lado de la ciudad.

Ya en su apartamento, Mikhail se dedicó a labrar una pieza de madera de cerezo. No estaba seguro de por qué continuaba con aquella tarea. No tenía el corazón puesto en ella, pero le parecía más productivo hacer algo con las manos. Seguía pensando en aquella mujer, Sydney. Todo hielo y orgullo. Perteneciente a la clase aristocrática contra la que siempre se habían rebelado los de su sangre. Aunque su familia había emigrado a Estados Unidos siendo él todavía niño, no tenía sentido negar aquella herencia. Sus antepasados habían sido gitanos de Ucrania, gente de sangre caliente, mucho genio y poco respeto hacia las autoridades establecidas.

Las virutas caían del banco de trabajo al suelo. Sus utensilios de trabajo ocupaban la mayor parte del espacio de su vivienda: tablas y bloques de madera, cuchillos, cinceles, buriles, escoplos, martillos, taladros, cepillos. La habitación olía a aceite de linaza, a sudor y a serrín. Se sentó a observar el trabajo realizado: todavía no estaba listo. Deslizó distraídamente los dedos por las vetas y nudos de la madera, mientras los ruidos del tráfico, la música y los gritos de la calle entraban por la ventana abierta, a su espalda.

Durante los dos últimos años había ganado dinero suficiente para haberse trasladado a otro barrio, pero le gustaba vivir allí, en aquel ruidoso vecindario, con la panadería de la esquina, el mercado cerca, las familias que en verano se sentaban por las noches a las puertas de sus casas. No necesitaba lujos. Lo único que necesitaba era un tejado sin goteras, una ducha con agua caliente y una nevera para conservar fría la cerveza y los refrescos. En aquel momento, por cierto, no tenía ninguna de esas tres cosas. Y todo ello se lo debía a la señora Sydney Hayward. Alzó la mirada cuando alguien llamó tres veces a la puerta antes de entrar. Era su joven vecina del otro lado del pasillo, Keely O’Brian.

–¿Y bien? –le preguntó Mikhail, sonriendo.

–¡Lo he conseguido! –gritando de alegría, la joven corrió a abrazarlo, efusiva–. Ya lo tengo. Ya tengo el papel –y le plantó un sonoro beso en cada mejilla.

–Ya sabía yo que te lo darían. Sírvete una cerveza; esto hay que celebrarlo.

–Oh, Mike –se acercó a la pequeña nevera. Llevaba unos pantalones cortos de color verde neón, que resaltaban sus largas y bien torneadas piernas–. Me puse tan nerviosa antes de la prueba que me entró hipo, así que tuve que beberme por lo menos dos litros de agua para que se me quitara –se quitó la gorra que llevaba antes de alzar su cerveza a modo de brindis–. Pero al fin lo conseguí. Probablemente me den un papel de quinta o sexta fila, pero por lo menos hasta el tercer episodio no tendré que morirme –tras tomar un sorbo, soltó un largo y aterrador chillido–. Esto es lo que tengo que hacer cuando el asesino en serie me acorrale en la avenida. Realmente creo que si me dieron el papel para la serie de televisión fue por este grito.

–Sin duda –a Mikhail le encantaba la espontaneidad y el desenfado de Keely. Tenía sólo veintitrés años, un cuerpo de ensueño, unos vivaces ojos verdes y un corazón tan grande como el Gran Cañón del Colorado. Si desde el primer momento que la conoció no se hubiera sentido un poco como su hermano mayor, hacía tiempo que le habría sugerido que se acostara con él.

–Hey, ¿quieres que encarguemos una pizza, comida china o cualquier otra cosa? Yo tengo una pizza congelada, pero el horno se me ha vuelto a estropear.

–¿Sabes? Hoy he ido a ver a Hayward.

–¿En persona? ¿Cara a cara?

–Sí.

Impresionada, Keely se sentó en el alféizar de la ventana.

–Guau. ¿Y cómo es?

–Está muerto.

La joven se atragantó con la cerveza y lo miró con los ojos muy abiertos.

–¿Muerto? ¿No lo habrás…?

–¿Matado? –Mikhail sonrió de nuevo. Otra de las cosas que le encantaba de ella era su afición al dramatismo–. No, pero sí que pensé en asesinar a la nueva Hayward… su nieta.

–¿La nueva casera es una mujer? ¿Y cómo es?

–Tan hermosa como fría. Tiene el pelo rojo y la piel muy blanca. Unos ojos tan azules como el hielo de un lago congelado. Cuando habla, sus palabras forman carámbanos.

–La gente rica… –comentó Keely, esbozando una mueca– puede permitirse ser fría.

–Le dije que disponía de dos días antes de que la denunciáramos a la Administración.

Keely sonrió. Por mucho que admirara a Mikhail, tenía la sensación de que era un ingenuo en muchos aspectos.

–Buena suerte. Quizá deberíamos aceptar la propuesta de la señora Bayford: hacer una huelga de alquileres. Por supuesto, nos arriesgamos a un desahucio, pero… hey –se asomó por la ventana abierta–. Tendrías que ver ese cochazo… es como un Lincoln o algo así, con chófer y todo. Ha aparcado delante y está bajando una mujer –más fascinada que envidiosa, soltó un suspiro de admiración–. Es como una ejecutiva de película. Creo que acaba de aparecer tu princesa de hielo.

Sydney contempló el edificio. Era muy hermoso, como una mujer mayor que hubiera conservado su dignidad a la vez que el eco de una impresionante belleza. El ladrillo rojo brillante había degenerado en un rosa desvaído, con desconchados aquí y allá. La pintura se estaba cayendo, pero eso tenía fácil remedio. Sacó un bloc y empezó a tomar notas.

Era muy consciente de que los hombres que estaban sentados en el portal la estaban observando con curiosidad, pero los ignoró. Advirtió que era un lugar muy ruidoso. La mayor parte de las ventanas estaban abiertas, dejando pasar todo tipo de sonidos: televisiones, radios, bebés llorando, gente cantando… Los pequeños balcones estaban atestados de bicicletas, tiestos de flores, ropa tendida… Protegiéndose los ojos del sol, dejó vagar la mirada y frunció el ceño al reconocer a Mikhail asomado a una de las ventanas del piso superior… y muy cerca de una impresionante rubia, casi mejilla contra mejilla. Dado que llevaba el pecho desnudo y que la rubia lucía un diminuto top, Sydney llegó a la conclusión de que acababa de interrumpirlos en un momento delicado. Lo saludó con un frío y enérgico movimiento de cabeza antes de volver a concentrarse en sus notas.

Cuando se dirigió hacia la entrada, los hombres se hicieron a un lado para dejarla pasar. En el pequeño y oscuro vestíbulo reinaba un agobiante calor. El viejo suelo de madera estaba muy deteriorado y olía a moho. Examinó el ascensor, dubitativa. Alguien había colocado el siguiente letrero en la puerta: Abandone toda esperanza quien entre aquí. Curiosa, pulsó el botón de llamada y oyó un chirrido de ruedas y engranajes. Soltando otro suspiro de impaciencia, tomó la correspondiente nota. Se dijo que aquello era sencillamente deplorable. Aquel edificio debería haber sido denunciado, y la empresa Hayward comparecido ante un juez. Bueno, ahora ella era la representante de Hayward… De repente se abrieron las puertas del ascensor y apareció Mikhail.

–¿Ha venido a echar un vistazo a su imperio? –le preguntó.

Deliberadamente terminó de redactar sus notas antes de alzar la mirada hacia él. Al menos se había puesto una camisa…

–Ya le dije que tenía intención de revisar el informe de nuestro archivo. Cuando terminé, se me ocurrió que lo mejor sería inspeccionar personalmente el edificio –miró al ascensor y luego a él–. Creo que es usted o muy valiente o muy estúpido, señor Stanislaski.

–Realista, más bien –la corrigió, encogiéndose de hombros–. Lo que tiene que pasar, pasa por fuerza, lo queramos o no.

–Quizá. Pero yo preferiría no usar este ascensor hasta que fuera reparado o sustituido por otro.

–¿Y lo será? –le preguntó, con las manos en los bolsillos.

–Sí, y lo antes posible. Creo que mencionó en su carta que algunas de las barandillas de la escalera estaban rotas.

–Ya las he reparado yo.

–¿Usted? –inquirió Sydney, arqueando una ceja.

–Sí. En este edificio viven niños y gente mayor.

La rotunda sencillez de su respuesta la hizo avergonzarse.

–Entiendo. Dado que usted ha ostentado la representatividad de los inquilinos, quizá quiera mostrarme personalmente todo lo que se encuentre en tan mal estado.

Mientras subían las escaleras, Sydney advirtió que la barandilla estaba completamente nueva. En su bloc anotó que la había reparado uno de los inquilinos. Mikhail fue llamando a las puertas de los apartamentos. La gente lo saludaba con entusiasmo, y a ella con desconfianza. Le ofrecieron strudel, galletas caseras, goulash, alas de pollo… Y le expusieron sus quejas. Sydney pudo comprobar que las cartas de Mikhail no habían exagerado nada.

Para cuando llegaron al tercer piso, estaba empezando a marearse de calor. En el cuarto, rechazó unos espaguetis con albóndigas, preguntándose cómo podía comer alguien con aquel calor, y aceptó un vaso de agua. Anotó meticulosamente los desperfectos de las cañerías.

Al llegar al quinto piso, ansiaba con verdadera desesperación una ducha bien fría y el bendito aire acondicionado de su apartamento. Mikhail advirtió entonces que estaba acalorada, y pensó que no le haría daño a la reina comprobar en sus propias carnes las condiciones de vida de sus súbditos. Se preguntó extrañado por qué al menos no se había quitado la chaqueta del traje o desabrochado los botones superiores de su blusa.

No se sintió nada complacido por la ocurrencia de que habría disfrutado enormemente haciendo esas dos cosas en persona…

–Yo creía que algunos de los apartamentos tenían aire acondicionado.

–La instalación eléctrica no lo permite –le explicó él–. Cuando la gente lo conecta, salta el automático. Lo peor son los pasillos: no circula el aire. Y aquí arriba es donde hace más calor.

–No hace falta que lo jure.

–¿Por qué no se quita la chaqueta?

–¿Perdón?

–No sea tonta –empezó a despojarla de la chaqueta del traje.

–¡Quieto!

–Le repito que no sea tonta. Esto no es una sala de juntas. Su contacto no era muy delicado, sino más bien absolutamente turbador. Ignorando sus protestas, Mikhail la hizo entrar en su apartamento.