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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1993 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

UNIDOS POR LA LEY, Nº 187 - febrero 2012

Título original: Falling for Rachel

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-507-8

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: DIGITALVISION

ePub: Publidisa

Árbol

A Mary Kay

Ésta es para ti

Prólogo

Nick no podía entender cómo había sido tan estúpido. Quizá formar parte de la banda era más importante de lo que a él le gustaba reconocer. Quizá estaba enfurecido con el mundo en general y consideraba que era justo golpear cuando tenía la oportunidad. Y desde luego habría quedado mal si hubiera dado marcha atrás cuando Reece, T.J. y Cash estaban tan lanzados.

Pero nunca antes había llegado a quebrantar la ley.

«No es del todo cierto», se recordó mientras entraba por la ventana rota a la parte de atrás de la tienda de aparatos electrónicos. Pero sólo habían sido leyes insignificantes. Establecer un timo con cartas en Madison para incautos y turistas, vender relojes calientes o productos Gucci en la Quinta, falsificar un par de carnés de identidad para que unos jóvenes pudieran comprar unas cervezas. Había trabajado en un desguace durante un tiempo, pero eso no lo convertía en un ladrón de coches. Sólo separaba sus componentes para disponer de ellos como repuestos. Lo habían pinchado un par de veces por pelear con los Hombres, pero eso era una cuestión de honor y lealtad.

Entrar en una tienda a robar calculadoras y radiocasetes era un salto grande. Así como había parecido una broma delante de un par de cervezas, la realidad del acto le revolvía el líquido en el estómago.

Tal como Nick lo veía, estaba atrapado, como siempre lo había estado. No había una salida fácil.

–Eh, tío, esto es mejor que robar caramelos, ¿verdad? –los ojos de Reece, oscuros y ariscos, escudriñaron los anaqueles de la tienda. Era un hombre bajo de complexión robusta que había pasado varios de sus veinte años en el correccional–. Vamos a ser ricos.

T.J. rió entre dientes. Era su manera de estar de acuerdo con todo lo que decía Reece. Cash, que por lo general seguía su propio parecer, había empezado a meter cajas de videojuegos en el bolso negro que llevaba.

–Vamos, Nick –Reece le arrojó un petate del ejército–. Cárgalo.

El sudor comenzó a chorrear por la espalda de Nick mientras metía radios y minigrabadoras en el bolso. «¿Qué diablos estoy haciendo aquí?», se preguntó. «¿Robarle a un pobre desgraciado que intenta ganarse la vida?». No era lo mismo que desplumar a los turistas o vender los productos dudosos de otra persona. «Por el amor del cielo, esto es robar».

–Escucha, Reece, yo… –calló cuando Reece se volvió y apuntó la linterna a sus ojos.

–¿Algún problema, hermano?

«Estoy atrapado», volvió a pensar Nick. Largarse en ese momento no iba a impedir que los otros se apoderaran de aquello que habían ido a buscar. Y a él sólo le aportaría humillación.

–No. No, tío, no hay problema –ansioso por acabar con todo, guardó más cajas sin molestarse en mirarlas–. No nos volvamos demasiado codiciosos, ¿vale? Quiero decir, hemos de sacar el material, dárselo al perista. No queremos llevarnos más del que podemos manejar.

Con los labios fruncidos en mueca desdeñosa, Reece palmeó la espalda de Nick.

–Por eso te tengo a mi lado, por tu mente pragmática. No te preocupes por entregar el material. Ya te dije que tengo un contacto.

–Cierto –Nick se humedeció los labios secos y se recordó que era un Cobra. Era todo lo que siempre había sido, todo lo que siempre sería.

–Cash, T.J., llevaos el primer cargamento al coche –Reece les lanzó las llaves–. Aseguraos de que lo cerráis. No queremos que ningún tipo nos robe nada, ¿verdad?

Las risitas de T.J. reverberaron contra el techo mientras salía por la ventana.

–No, señor –volvió a ponerse las gafas sobre la nariz–. Hoy en día hay ladrones por todas partes. ¿Verdad, Cash?

Cash simplemente gruñó y se abrió pasó por la ventana.

–Ese T.J. es un verdadero idiota –Reece alzó la caja de un vídeo–. Échame una mano con esto, Nick.

–Creía que habías dicho que sólo íbamos a ocuparnos de las cosas pequeñas.

–He cambiado de idea –Reece empujó la caja a los brazos de Nick–. Mi chica no ha dejado de pedirme uno –se echó el pelo hacia atrás antes de salir por la ventana–. ¿Sabes cuál es tu problema, Nick? Tienes demasiada conciencia. ¿Qué se te ha metido en la cabeza? Vamos a ver, los Cobras somos familia –extendió los brazos. Cuando Nick colocó en ellos el vídeo, desapareció en la oscuridad.

«Familia», pensó Nick. Reece tenía razón. Los Cobras eran su familia. Podía contar con ellos. Había tenido que contar con ellos. Desterró todas sus dudas y se pasó el petate al hombro. «Tengo que pensar en mí mismo, ¿no?». Su parte por el trabajo de esa noche le permitiría tener un techo sobre la cabeza durante uno o dos meses. Podría haber pagado su habitación de forma legal si no lo hubieran echado de su trabajo de repartidor.

«Es una economía asquerosa», concluyó. Si tenía que robar para que le cuadrara el presupuesto, podía culpar al gobierno. La idea le provocó una risita mientras sacaba una pierna por la ventana. «Reece tiene razón», pensó. Había que buscar ser el número uno.

–¿Te echo una mano con eso?

La voz desconocida lo paralizó a mitad de camino de la ventana. En la penumbra vio el destello metálico de un arma, el resplandor de una placa. Experimentó el pensamiento desesperado y fugaz de lanzar el petate contra la figura y huir. Moviendo la cabeza, el policía se acercó más. Era joven, de pelo oscuro y con una resignación cansada en los ojos que le advirtió a Nick que ya había pasado por lo mismo.

–Hazte un favor –sugirió el policía–. Achácalo a la mala suerte.

Resignado, Nick se deslizó por la ventana, dejó el petate en el suelo, se plantó de cara a la pared y adoptó la postura de un detenido.

–¿Acaso hay algo más? –musitó, y dejó que su mente vagara mientras le leían sus derechos.

Capítulo 1

Con un maletín en una mano y un bollo a medio comer en la otra, Rachel subió corriendo los escalones del tribunal. Odiaba llegar tarde. Lo detestaba. Y saber que tendría al juez Cara de Hacha Snyder en la vista de la mañana le dio más determinación para estar ante la mesa de la defensa a las nueve menos un minuto. Disponía de tres minutos, y habría sido el doble si primero no hubiera pasado por la oficina.

¿Cómo iba a saber que su jefe la estaría esperando con otro caso?

«Por dos años de trabajo en la defensa pública», se recordó al empujar las puertas a la carrera. Por eso tendría que haberlo sabido.

Observó los ascensores, evaluó a la multitud que esperaba y se decidió por las escaleras. Maldiciendo los tacones, subió los escalones de dos en dos y se tragó el resto del bollo. No tenía sentido fantasear con el café con el que le gustaría acompañarlo.

Frenó ante las puertas del tribunal y se tomó diez preciosos segundos para alisarse la chaqueta azul y el pelo negro, que le llegaba hasta la barbilla. Una rápida inspección le mostró que los pendientes seguían en su sitio. Miró la hora y suspiró.

«Justo a tiempo, Stanislaski», se dijo mientras cruzaba con serenidad las puertas y entraba en el tribunal. Escoltaron a su cliente, una prostituta de veintitrés años con el corazón duro como una piedra, en el momento en que Rachel ocupaba su sitio. Los cargos probablemente no le habrían representado más que una leve multa y una condena suspendida, pero robar la cartera del hombre que había requerido sus servicios había empeorado la situación de la joven.

Tal como Rachel le había explicado, no todos los clientes se sentían demasiado avergonzados para chillar cuando perdían doscientos en efectivo y una tarjeta oro de crédito.

–¡De pie!

Cara de Hacha entró con una ondulación de la toga negra alrededor de su uno noventa de estatura y sus ciento veinte kilos de peso. Tenía la piel del color de un buen cappuccino y una cara tan redonda y hostil como las calabazas que Rachel recordaba tallar con sus hermanos cada Halloween.

El juez Snyder no toleraba ningún retraso, ninguna insolencia ni excusa en su tribunal. Rachel miró al ayudante del fiscal del distrito que sería su oponente. Intercambiaron expresiones de simpatía y se pusieron a trabajar.

Consiguió librar a la prostituta con noventa días. Su cliente no rebosaba gratitud al ser escoltada fuera por el alguacil. Tuvo mejor suerte con un caso de agresión… «Después de todo, señoría, mi cliente pagó de buena fe por una comida caliente. Cuando la pizza llegó fría, señaló el problema ofreciéndole un poco al repartidor. Por desgracia, su entusiasmo lo impulsó a ofrecerla con demasiado ímpetu, y durante la posterior refriega, inadvertidamente la pizza terminó en la cabeza del repartidor…».

–Muy graciosa, abogada. Cincuenta dólares de multa, pena suspendida.

Rachel se abrió paso por la sesión de la mañana. Un carterista, un borracho acusado de causar desorden, dos casos más de agresión y un robo pequeño. Concluyeron al mediodía con un ladrón de tres al cuarto. Rachel necesitó toda su habilidad y determinación para convencer al juez de que aceptara someterlo a una evaluación psiquiátrica y que recibiera tratamiento.

–No ha estado mal –el ayudante del fiscal apenas superaba los veintiséis años de Rachel en dos años, pero se consideraba un perro viejo–. Creo que hemos terminado empatados.

Ella sonrió y cerró el maletín.

–Ni lo sueñes, Spelding. Te gané con el ladrón de tiendas.

–Es posible –Spelding, que llevaba semanas tratando de sacarle una cita, se situó a su lado–. Puede que el análisis que reciba lo deje limpio.

–Claro. El tipo tiene setenta y dos años y roba maquinillas de afeitar de un solo uso y postales con motivos florales. Es evidente que se trata de un adulto perfectamente racional.

–Los defensores tenéis unos corazones tan blandos –pero lo dijo con tono ligero, ya que admiraba mucho el estilo de Rachel en el tribunal. Tanto como sus piernas–. Te diré lo que haremos. Te invito a comer para que trates de convencerme de por qué la sociedad debería poner la otra mejilla.

–Lo siento –le dedicó una sonrisa rápida y volvió a decantarse por las escaleras–. Me espera un cliente.

–¿En una celda?

–Ahí es donde los encuentro –se encogió de hombros–. Mejor suerte la próxima vez, Spelding.

La comisaría era ruidosa y olía a café pasado. Rachel entró con un leve escalofrío. El hombre del tiempo se había equivocado aquel día con la promesa de verano. Manhattan empezaba a estar cubierta por una gruesa capa de nubes. Rachel ya empezaba a lamentar no haber salido con la gabardina o el paraguas al abandonar su apartamento aquella mañana.

Supuso que con un poco de suerte regresaría a su oficina en una hora y podría escapar de la lluvia que se avecinaba. Intercambió unos saludos con algunos de los policías a los que conocía y recogió la placa de visitante del escritorio.

–Nicholas LeBeck –informó al sargento de la entrada–. Intento de robo.

–Sí, sí… –el sargento hojeó sus papeles–. Lo trajo tu hermano.

Rachel suspiró. Tener un hermano poli no siempre hacía que la vida fuera más fácil.

–Eso tengo entendido. ¿Ha realizado su llamada?

–No.

–¿Ha preguntado alguien por él?

–No.

–Estupendo –Rachel alzó el maletín–. Me gustaría que lo subieran.

–Enseguida. Parece que te han dado otro perdedor, Rach. Ve a la sala A.

–Gracias.

Se volvió, esquivando a un hombre robusto con las manos esposadas y al policía uniformado que iba detrás de él. Logró hacerse con una taza de café para llevársela a una sala pequeña que exhibía una ventana con barrotes, una mesa larga y cuatro sillas llenas de marcas. Se sentó, abrió el maletín y extrajo el historial de Nicholas LeBeck.

Al parecer su cliente tenía diecinueve años, estaba desempleado y alquilaba una habitación en el Lower East Side. Suspiró al leer sus antecedentes. «Nada cataclísmico», reflexionó, «pero sí suficiente para mostrar una inclinación hacia los problemas». El intento de robo le había hecho subir un peldaño, y le dejaba pocas esperanzas de conseguir que lo trataran como a un menor. Cuando el detective Alexei Stanislaski lo había capturado, en el petate había llevado productos electrónicos por valor de varios miles de dólares.

«No hay duda de que tendré noticias de Alex», pensó.

Cuando se abrió la puerta de la sala de conferencias, continuó bebiendo café al evaluar al hombre que introducía un policía de aspecto aburrido.

Calculó que mediría un metro setenta y cinco y que pesaría unos sesenta y cinco kilos. Llegó a la conclusión de que no le iría mal ganar un poco de peso. Pelo rubio oscuro, descuidado y casi hasta los hombros. Tenía los labios fruncidos en lo que parecía una permanente mueca burlona. De lo contrario podría haber sido una boca atractiva. Un pendiente con una piedra casi del color de sus ojos adornaba el lóbulo de la oreja. Los ojos también habrían sido atractivos de no exhibir esa amarga furia que Rachel leía en ellos.

–Gracias, agente –ante el leve asentimiento, el policía le quitó las esposas a su cliente y los dejó solos–. Señor LeBeck, soy Rachel Stanislaski, su abogada.

–¿Sí? –se dejó caer en una silla y la echó para atrás–. El último abogado de oficio que tuve era bajo, flaco y calvo. Al parecer he tenido suerte esta vez.

–Todo lo contrario. Lo arrestaron mientras salía por la ventana rota del almacén de una tienda cerrada, en posesión de mercancía por valor estimado de seis mil dólares.

–La tasación de esa mierda es increíble –no resultaba fácil mantener la mueca burlona después de una noche miserable en una celda, pero Nick tenía su orgullo–. Eh, ¿tiene un cigarrillo?

–No. Señor LeBeck, me gustaría conseguir que su vista fuera lo más pronto posible, para que de ese modo podamos establecer una fianza. A menos que, por supuesto, prefiera pasar sus noches en una celda.

Él encogió sus delgados hombros mientras trataba de parecer despreocupado.

–Preferiría que no, encanto. Lo dejaré en sus manos.

–Bien. Y me llamo Stanislaski –corrigió con suavidad–. Señorita Stanislaski. Me temo que me dieron su historial esta mañana de camino al tribunal, y apenas tuve tiempo de mantener una breve conversación con el fiscal asignado a su caso. Debido a su historial previo, y al tipo de delito en el que lo han sorprendido, el estado ha decidido juzgarlo como adulto. El arresto fue limpio, de modo que no tendrá ninguna oportunidad por ahí.

–Eh, no espero ninguna.

–La gente rara vez las obtiene –juntó las manos sobre la carpeta–. Vayamos al grano, señor LeBeck. Lo atraparon con las manos en la masa, y a menos que quiera inventarse algún cuento de hadas que justifique la ventana rota y diga que entró para realizar un arresto civil…

–No está mal –el joven tuvo que sonreír.

–Apesta. Es usted culpable, y como el oficial que lo arrestó no cometió ningún error, y su lista de delitos es lamentable, va a pagarlo. Cuánto pague dependerá de usted.

Él continuó meciéndose en la silla, pero por la espalda empezó a chorrearle un goteo de sudor. Una celda. En esa ocasión iban a encerrarlo en una celda… no por unas pocas horas, sino durante meses, quizá años.

–Tengo entendido que las cárceles están atestadas… que le cuestan un montón de dinero a los contribuyentes. Supongo que el fiscal querrá llegar a un acuerdo.

–Es algo que se mencionó –Rachel comprendió que no era sólo amargura ni ira. En ese momento también veía miedo en sus ojos. Era joven y tenía miedo, y ella no sabía hasta dónde podría ayudarlo–. De la tienda se robó unos quince mil dólares en mercancía, bastante más de lo que se encontró en su posesión. No estaba solo, LeBeck. Usted lo sabe, yo lo sé y la policía lo sabe. Igual que el fiscal del distrito. Proporcióneles algunos nombres, una pista sobre dónde podrían hallarse ahora los productos, y lograré conseguirle un trato.

La silla del joven sonó contra el suelo.

–Y un cuerno. Jamás he dicho que hubiera alguien conmigo. Nadie puede demostrarlo, como nadie puede demostrar que me llevé más de lo que había en mis manos cuando el poli me detuvo.

Rachel se adelantó. Fue un movimiento sutil, pero que hizo que los ojos de Nick se clavaran en los suyos.

–Soy su abogada, LeBeck, y lo que no va a hacer será mentirme. Miéntame y lo dejaré colgado, igual que hicieron anoche sus colegas –su voz sonaba impasible, sin emoción, pero a él no se le escapó la ira que bullía por debajo de la superficie. Tuvo que luchar para no retorcerse en la silla–. Si no quiere llegar a un trato –continuó Rachel–, es su decisión. Estará encerrado de tres a cinco meses en vez de los seis que le tocarían y le conseguiré dos años de condicional. Sin importar por lo que se decida, yo realizaré mi trabajo. Pero no me insulte diciéndome que lo hizo solo. Usted es un ladrón de poca monta, LeBeck –le satisfizo ver que la furia regresaba a la cara del joven. El miedo había comenzado a ablandarla–. Pequeños timos y estafas. Esto forma parte de la liga superior. Lo que me diga no saldrá de mí a menos que usted indique algo distinto. Pero sea franco conmigo o me largo.

–No puede largarse. Le han asignado mi caso.

–Y puedo pedir que me asignen otro. Entonces tendría que pasar por lo mismo con otro –comenzó a guardar los papeles de vuelta en el maletín–. Usted se lo perderá. Porque soy buena. Buena de verdad.

–Si es tan buena, ¿cómo es que trabaja en la oficina del defensor público?

–Digamos que pago una deuda –cerró el maletín–. Bien, ¿cómo quiere que sea?

Durante un momento el rostro de Nick se vio sumido en la indecisión, lo que le proporcionó un aspecto joven y vulnerable antes de que agitara la cabeza.

–No pienso delatar a mis amigos. No hay trato.

Rachel soltó un suspiro impaciente.

–Llevaba una cazadora de los Cobras cuando lo arrestaron.

–¿Y qué? –se la habían quitado al ingresarlo, igual que la cartera, el cinturón y las monedas del bolsillo.

–Saldrán a buscar a sus amigos, los mismos amigos que se repliegan y permiten que todo recaiga sobre usted. El fiscal puede conseguir que sobre su cabeza caiga un robo por valor de veinte mil dólares.

–Nada de nombres –repitió–. No hay trato.

–Su lealtad es admirable, y equivocada. Haré lo que pueda para que le reduzcan los cargos y le pongan una fianza. No creo que esté por debajo de los cincuenta mil dólares. ¿Puede reunir el diez por ciento?

«Ni soñándolo», pensó él, pero se encogió de hombros.

–Podré cobrar algunas deudas.

–Muy bien, ya nos veremos –se levantó y sacó una tarjeta del bolsillo–. Si me necesita antes de la vista, o si cambia de idea acerca del trato, llámeme.

Llamó a la puerta y la atravesó cuando se abrió. Un brazo se enroscó en torno a su cintura. Se puso rígida instintivamente, pero suspiró al alzar la vista y ver que su hermano le sonreía.

–Rachel, cuánto tiempo sin vernos.

–Sí, más o menos un día y medio.

–Gruñona –la sonrisa de Alexei se amplió al introducirla en la sala de los oficiales–. Buena señal –alzó la vista por encima del hombro de su hermana y la clavó brevemente en LeBeck–. Así que te han dado a ése. Lo siento, preciosa.

–Deja de regodearte y dame una taza decente de café –le propinó un codazo fraternal en las costillas y apoyó la cadera contra el escritorio de su hermano mientras tamborileaba los dedos sobre el maletín.

Cerca, un hombre bajo y regordete se llevaba un pañuelo a la frente y gemía levemente mientras le ofrecía una declaración a otro policía. Alguien hablaba alto y rápido en español. Una mujer con un moratón en la mejilla lloraba y mecía a un niño rollizo.

La sala de los detectives olía a desesperación, furia y aburrimiento. Rachel siempre había considerado que si tenías sentidos agudos podías percibir el olor a justicia debajo de todo. Sucedía lo mismo en su oficina, a unas pocas manzanas.

Durante un momento, imaginó a su hermana, Natasha, desayunando con su familia en la cocina de su enorme y preciosa casa de Shepherdstown, en Virginia Occidental. O abriendo su colorida juguetería. La imagen la hizo sonreír un poco, lo mismo que sucedía al imaginar a su hermano Mikhail tallando algo apasionado o llamativo en madera en su nuevo estudio bañado por el sol, quizá tomando una apresurada taza de café con su magnífica esposa antes de que ella se marchara a su despacho en el centro de la ciudad.

Y allí estaba, a la espera de una taza de lo que sin duda sería un café muy malo, en una comisaría llena con las visiones, los olores y los sonidos de la desdicha.

Alex le pasó el café y luego se sentó sobre la mesa al lado de ella.

–Gracias –bebió un sorbo, hizo una mueca y observó a un par de prostitutas salir de las celdas de detención. Un hombre alto, con ojos cansados y barba de una noche las rodeó y siguió a un agente uniformado por una puerta que bajaba hasta las celdas. Rachel suspiró–. ¿Qué nos sucede, Alexei?

Él volvió a sonreír y le pasó un brazo por los hombros.

–¿Qué? ¿Por el hecho de que nos gusta ganarnos la vida en el submundo, con mala paga y menos gratitud? Nada. Nada en absoluto.

Ella rió entre dientes y alimentó su sistema con la gasolina disfrazada de café.

–Al menos tú acabas de conseguir un ascenso. Detective Stanislaski.

–No puedo evitarlo si soy bueno. Tú, por otro lado, no paras de devolver a las calles a los delincuentes por los que yo arriesgo la vida para capturar y mantener limpias esas mismas calles.

Ella bufó y lo miró con el ceño fruncido por encima de la taza de papel.

–Casi todas las personas a las que represento no hacen más que intentar sobrevivir.

–Claro… robando, engañando y agrediendo.

El temperamento de Rachel comenzó a encenderse.

–Esta mañana fui al tribunal a representar a un anciano que había robado unas maquinillas desechables de afeitar. Un caso desesperado. Imagino que tendrían que haberlo encerrado y tirado las llaves.

–¿De forma que está bien robar siempre y cuando lo que te lleves no tenga un valor especial?

–Necesitaba ayuda, no una condena.

–¿Como ese canalla que conseguiste liberar el mes pasado, que aterrorizó a dos ancianas en su negocio y del que robó unos miserables seiscientos dólares de la caja?

Odiaba ese caso, lo odiaba de verdad. Pero la ley era clara, y se había redactado por un motivo.

–Mira, ese caso lo estropeasteis vosotros. El oficial que lo arrestó no le leyó sus derechos en su idioma natal ni organizó que lo hiciera un traductor. Mi cliente apenas entendía una docena de palabras en inglés –movió la cabeza antes de que Alex pudiera lanzarse a una de sus discusiones más apasionadas–. No dispongo de tiempo para discutir contigo sobre la ley. Necesito preguntarte sobre Nicholas LeBeck.

–¿Qué pasa con él? Tienes el informe.

–Fuiste tú quien lo arrestó.

–Sí… ¿y? Iba de camino a casa y observé la ventana rota y la luz en el interior. Al ir a investigar, vi al culpable salir por la ventana con un petate lleno de artículos electrónicos. Le leí sus derechos y lo traje aquí. Nada más que eso.

–¿Y qué me dices de los otros?

Alex se encogió de hombros y se terminó el resto del café de Rachel.

–Sólo estaba LeBeck.

–Vamos, Alex, de la tienda se robó el doble de lo que supuestamente tenía mi cliente en el bolso.

–Supongo que dispuso de ayuda, pero yo no vi a nadie más. Y tu cliente ejerció su derecho de permanecer en silencio. Tiene una buena lista de fechorías.

–Cosas de niños.

–Se podría decir que no pasó la infancia con los exploradores –bufó Alex.

–Es un Cobra.

–Tenía la cazadora –convino Alex–. Y la actitud.

–Es un chico asustado.

Con un sonido de disgusto, Alex tiró la taza vacía en un cesto.

–No es un niño, Rach.

–No me importa lo años que tenga, Alex. Ahora mismo es un niño asustado, sentado en una celda tratando de fingir que es duro. Podrías haber sido tú, o Mikhail… incluso Tash o yo, de no haber sido por mamá y papá.

–Y un cuerno, Rachel.

–Podría haber sido –insistió ella–. Sin la familia, sin el trabajo duro y los sacrificios, cualquiera de nosotros podría haberse visto tragado por las calles. Tú lo sabes.

Lo sabía. ¿Por qué creía su hermana que se había hecho policía?

–La cuestión es que no nos descarriamos. Es una cuestión básica sobre lo que está bien y lo que está mal.

–A veces la gente realiza una mala elección porque no tiene a nadie cerca que la ayude a tomar una buena.

Podrían haber dedicado horas a debatir sobre los muchos matices de la justicia, pero Alex tenía que trabajar.

–Tienes un corazón demasiado blando, Rachel. Cerciórate de que eso no conduzca a tener la cabeza blanda. Los Cobras son una de las bandas más duras. No empieces a pensar que tu cliente es candidato al premio de Mejor Chico del Año.

Rachel se irguió, complacida de que su hermano siguiera apoyado contra la mesa. De esa manera sus ojos quedaron al mismo nivel.

–¿Llevaba un arma?

–No –Alex suspiró.

–¿Se resistió al arresto?

–No. Pero eso no modifica lo que estaba haciendo, ni quién es.

–Puede que no modifique lo que presuntamente hacía… pero bien podría decir algo acerca de lo que es. La vista preliminar es a las dos.

–Lo sé.

–Nos veremos allí –volvió a sonreír y le dio un beso.

–Eh, Rachel –al llegar a la puerta ella se volvió–. ¿Quieres que veamos una película esta noche?

–Claro –había dado dos pasos por el exterior cuando volvieron a pronunciar su nombre, aunque en esa ocasión de manera más formal.

–¡Señorita Stanislaski!

Se detuvo, se echó el pelo atrás con una mano al tiempo que miraba por encima del hombro. Era el hombre de los ojos cansados y la barba de un día que había notado antes. «Cuesta pasarlo por alto», reflexionó mientras avanzaba a toda velocidad hacia ella. Medía más o menos un metro ochenta y cinco, y la sudadera amplia que lucía era sostenida por dos hombros anchos. Debajo había unos vaqueros gastados que encajaban a la perfección sobre unas piernas largas y caderas estrechas.

También habría sido difícil no notar el enfado. Emanaba de él y se reflejaba en unos ojos azul acero, empotrados en un rostro rugoso y de mejillas chupadas.

–¿Rachel Stanislaski?

–Sí.

Le tomó la mano y, en el proceso de estrechársela, le hizo bajar un par de escalones. «Puede parecer agotado y enjuto, pero tiene la fuerza de una trampa para osos», pensó ella.

–Soy Zackary Muldoon –anunció, como si eso lo explicara todo.

Rachel sólo enarcó una ceja. Desde luego él parecía a punto de escupir fuego, y después de haber probado su fuerza, ella no habría descartado del todo que fuera capaz de esa proeza. Pero no la intimidaban con facilidad, y menos cuando se hallaba en un lugar a rebosar de policías.

–¿Puedo ayudarlo, señor Muldoon?

–Cuento con ello –pasó una mano grande por una mata revuelta de pelo tan oscuro como el de ella. Maldijo en voz alta y la tomó por el codo para guiarla por el resto de los escalones–. ¿Qué hará falta para sacarlo de ésta? ¿Y por qué diablos la llamó a usted y no a mí? Y por amor de Dios, ¿por qué dejó que pasara una noche en una celda? ¿Qué clase de abogada es usted?

Rachel liberó el brazo, tarea poco sencilla, y se aprestó a emplear el maletín como arma si resultaba necesario. Conocía el temperamento de los irlandeses morenos, pero los ucranianos tampoco se quedaban atrás.

–Señor Muldoon, no sé quién es usted ni de lo que habla. Y resulta que estoy muy ocupada –logró bajar dos peldaños más antes de que él la hiciera girar. Los ojos dorados de Rachel se entrecerraron de manera peligrosa–. Escuche, amigo…

–No me importa lo ocupada que esté, quiero algunas respuestas. Si no dispone de tiempo para ayudar a Nick, entonces conseguiremos a otro abogado. Dios sabe por qué eligió a una tía elegante como usted –sus ojos azules soltaron fuego, y la boca de poeta irlandés se endureció en una expresión de desdén.

Un color furioso encendió las mejillas de Rachel. Clavó un dedo rígido y sin anillos en el pecho de Muldoon.

–¿Tía? Tenga cuidado a quién llama tía, amigo, o…

–¿O hará que su novio me encierre en una celda? –sugirió Zack. «Sí, no cabe duda de que es una cara elegante», pensó disgustado. Piel suave como la mantequilla y ojos del color de un buen whisky irlandés. Lo que necesitaba era una combatiente callejera, y había recibido a una dama de sociedad–. No sé qué clase de defensa espera Nick de una mujer que dedica su tiempo a besar a polis y a establecer citas cuando se supone que ha de estar trabajando.

–No es asunto suyo lo que yo… –respiró hondo. Nick–. ¿Habla de Nicholas LeBeck?

–Por supuesto que hablo de Nicholas LeBeck. ¿De quién diablos cree que estoy hablando? –las cejas negras se unieron sobre unos ojos furiosos–. Y será mejor que me dé algunas respuestas, señora, o se va a quedar sin caso y con el trasero al aire.

–Eh, Rachel –un policía de paisano vestido como un vagabundo se situó detrás de ella. Observó a Zack–. ¿Algún problema?

–No –aunque los ojos le centelleaban, le ofreció una sonrisa a medias–. No, estoy bien, Matt. Gracias –se dirigió a un lado y bajó la voz–. No le debo ninguna respuesta, Muldoon. E insultarme es una pobre manera de ganar mi cooperación.

–Se le paga para cooperar –informó él–. ¿Cuánto le está sacando al muchacho?

–¿Perdone?

–¿Cuál es su tarifa, encanto?

Juntó los dientes con fuerza. Tal como ella lo veía, «encanto» sólo estaba a un peldaño marginal de «tía».

–Soy defensora de oficio, Muldoon, asignada al caso LeBeck. Eso significa que él no me debe nada. Del mismo modo que yo no le debo nada a usted.

–¿Una DO? –prácticamente él la hizo retroceder de la acera hasta devolverla al interior del edificio–. ¿Por qué diablos necesita Nick a una DO?

–Porque está en la ruina y sin trabajo. Y ahora, si me disculpa… –apoyó una mano en el pecho de él y empujó. Habría tenido más suerte empujando el edificio de ladrillo que tenía a la espalda.

–¿Perdió el trabajo? Pero… –calló. En esa ocasión Rachel leyó algo más que ira en sus ojos. Cansancio. Un destello de desesperación. Resignación–. Podría haber recurrido a mí.

–¿Y quién demonios es usted?

–Soy su hermano –Zack se pasó una mano por la cara.

Ella frunció los labios y enarcó una ceja. Sabía cómo funcionaban las bandas, y aunque el aspecto de Zack encajaba con los Cobras, parecía demasiado mayor para ser un miembro en activo.

–¿Los Cobras no tienen un límite de edad?

–¿Qué? –bajó la mano y con un juramento renovado volvió a concentrarse en ella–. ¿Tengo el aspecto de pertenecer a una banda callejera?

Con la cabeza ladeada, Rachel recorrió con la vista desde las botas viejas hasta la cabeza con el pelo oscuro y revuelto. Tenía el aspecto de un tipo acostumbrado a la calle, de un hombre capaz de abrirse paso por los callejones y machacar a los rivales con esas manos grandes. El rostro duro y enjuto y los ojos encendidos hicieron que pensara que le gustaba abrir cráneos, en particular el de ella.

–En realidad, sí. Y sus modales desde luego reflejan el código de las bandas. Rudo, agresivo y tosco.

A él le importaba un bledo lo que pensara de su aspecto, o de sus modales, pero era hora de dejar las cosas claras.

–Soy el hermano de Nick… hermanastro, si quiere que sea preciso. Su madre se casó con mi padre. ¿Entendido?

Los ojos de Rachel no perdieron la cautela, pero en ellos también surgió el interés.

–Dijo que no tenía ningún familiar –durante un instante, le pareció ver dolor en esas profundidades azules. Pero al instante se desvaneció.

–Me tiene a mí, le guste o no. Y yo puedo pagar a un abogado de verdad, así que póngame al corriente, que yo continuaré desde aquí.

En esa ocasión ella no sólo apretó los dientes, sino que gruñó.

–Da la casualidad de que soy una abogada de verdad, Muldoon. Y si LeBeck quiere a otro letrado, que lo pida él.

Zack luchó por encontrar la paciencia que siempre daba la impresión de eludirlo.

–Más tarde nos ocuparemos de eso. Por ahora, quiero saber qué diablos sucede.

–Perfecto –espetó mientras miraba el reloj de pulsera–. Puede disponer de quince minutos de mi tiempo, siempre que los tenga mientras como. He de regresar al tribunal en una hora.

Capítulo 2

Por su aspecto de sexualidad elegante en un traje de chaqueta, Zack supuso que se refería a uno de esos restaurantes pequeños de moda que servían complicados platos de pasta y vino blanco. Pero la abogada avanzó calle abajo a una velocidad que hizo que él no tuviera que reducir el paso para mantenerse a su lado.

Se detuvo ante un puesto callejero y pidió un perrito caliente, con todos los condimentos, y un refresco, luego se hizo a un lado para que él pudiera elegir. La idea de comer algo parecido a un perrito caliente en lo que Zack consideraba que era el amanecer le encogió el estómago. Se decidió por un refresco lleno de azúcar y cafeína y un cigarrillo.

Rachel dio el primer mordisco y se lamió mostaza del dedo pulgar. Por encima del olor a cebolla y salsa, Zack captó un leve rastro de su perfume. Con el ceño fruncido pensó que era como caminar por la selva, con olores maduros y penetrantes hasta que de pronto, de forma inesperada, te encontrabas con una parra exótica y seductora llena de flores intensas.