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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1994 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

EL PRIMER ENCUENTRO, Nº 188 - febrero 2012

Título original: Convincing Alex

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2001

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-508-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Árbol

A Pat Gaffney

Para equilibrar las cosas

Capítulo 1

La voluptuosa rubia, vestida toda ella de un rosa chillón y tambaleándose sobre sus tacones de aguja, trabajaba su esquina. Exageradamente pintada, no perdía de vista a sus compañeras, aquellas borrosas sombras que salpicaban la noche. Se oían muchas risas en la calle. Después de todo, era primavera en Nueva York. Pero por debajo de aquellas risas latía una profunda corriente de aburrimiento. Porque, para aquellas damas, el trabajo era el trabajo.

Después de llevarse un nuevo chicle a la boca, la rubia se colgó una vez más su bolso de lienzo al hombro. Afortunadamente hacía calor, pensó. Habría sido un fastidio tener que pasearse medio desnuda por la calle con un tiempo horroroso…

Una negra despampanante, vestida con un traje de cuero rojo que apenas cubría sus atributos más esenciales, encendió un cigarrillo.

–Vamos, nene –le dijo a nadie en particular, con voz ronca, mientras soltaba una bocanada de humo–. ¿Quieres un poquito de diversión?

Bess no se perdía detalle de la escena. Por lo que hasta ese momento había podido ver, el trabajo de aquella clase no escaseaba. Había presenciado ya varias transacciones. Para aquellas mujeres, la palabra clave era «aburrimiento». Aburrimiento sobre un fondo de desesperación.

–¿Estás hablando sola, cariño?

–Oh –Bess miró parpadeando a la deslumbrante diosa negra vestida de rojo que se le había acercado–. No me había dado cuenta.

–¿Eres nueva? –examinando a Bess, exhaló otra bocanada de humo–. ¿Quién es tu hombre?

–Yo… yo no tengo.

–¿Que no tienes? –la mujer arqueó las cejas–. Chica, no puedes trabajar sin un hombre.

–Eso es lo que estoy haciendo –dado que no fumaba, Bess hizo un globo con su chicle y lo explotó.

–Si se enteran Bobby o Big Ed, lo vas a pasar mal –se encogió de hombros. Después de todo, no era problema suyo.

–Éste es un país libre, ¿no?

–Chica, aquí no hay nada libre –soltó una carcajada–. Nada en absoluto –tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

Había docenas de preguntas que Bess deseaba hacerle. Y estuvo a punto de formularlas, hasta que se recordó que tenía que ir despacio.

–Y tu hombre… ¿quién es?

–Bobby. Él te aceptaría –la miró de los pies a la cabeza–. Eres algo flaca, pero servirías. Cuando haces la calle, necesitas protección –también pensó que Bobby le pasaría una pequeña comisión si le conseguía una chica nueva.

–Pues nada protegió a las dos chicas que fueron asesinadas el mes pasado.

Una extraña expresión asomó a los ojos de la mujer negra. Bess, que se tenía por una buena observadora, vio en ellos dolor, culpa y una inmensa tristeza antes de que su mirada volviera a endurecerse.

–¿Eres una poli?

Bess abrió la boca de asombro antes de echarse a reír.

–No, no soy una poli. Sólo estoy intentando ganarme la vida. ¿Las conocías? Me refiero a las mujeres a las que asesinaron.

–Mira, a las de por aquí no nos gustan las preguntas –pronunció la mujer, sacudiendo la cabeza–. Y si es verdad que estás intentando ganarte la vida, veamos cómo lo haces.

Bess sintió una súbita punzada de incomodidad. Aquella mujer sospechaba de ella, así que iba a resultarle difícil quedarse en ese lugar para observar. Repasó rápidamente sus opciones. Después de todo, esa noche también tenía un trabajo que hacer allí.

–Claro –y echó a andar por la acera, contoneando provocativamente las caderas.

Posiblemente se le hubiera quedado seca la garganta. Y quizá el corazón le estuviera latiendo a demasiada velocidad. Pero Bess McNee se sentía muy orgullosa de su trabajo.

Distinguió a los dos hombres que se hallaban a menos de media manzana de donde estaba y se humedeció los labios con la lengua. El de la izquierda, el moreno, parecía muy prometedor…

–Mira, novato, la idea consiste en detener a uno, quizá a dos –Alex barrió la acera con la mirada: estaba llena de chorizos, toxicómanos y prostitutas–. Mi instinto me dice que esa negra alta, Rosalie, conocía a las dos víctimas.

–¿Entonces por qué no la detenemos ahora mismo y le hacemos un interrogatorio en regla? –Judd Malloy tenía ganas de acción. Su historial de detective no abarcaba más de dos días. Y estaba trabajando con Alexei Stanislaski, un policía reputado por su eficacia y rapidez en el trabajo.

«Novatos», pensó Alex con una mueca de desprecio.

¿Por qué siempre tenían que asignarle un novato?

–Porque lo que queremos es que colabore. La arrestaremos, pero para hablar con ella suave y tranquilamente, antes de que aparezca Bobby en escena.

–Si mi mujer se entera de que he pasado una noche con…

–Un poli inteligente no le cuenta a su familia nada que no necesite realmente saber. Y la familia nunca necesita saber mucho –los ojos castaños de Alex tenían una mirada tranquila, fría, imperturbable–. Es la regla Stanislaski número uno.

Distinguió a la rubia, que lo estaba mirando a él, y le sostuvo la mirada. Era un rostro curioso, especial: hermoso y sexy, a pesar de las capas de maquillaje que lo cubrían. Tenía unos ojos de color verde intenso, luminoso. La cara fina, algo angulosa, y la nariz levemente respingona.

Bajó la vista hasta su boca, de labios llenos, pintada de un rojo sangre. No le gustó a Alex la intensidad de su propia reacción ante aquella mujer, así como el hecho de no saber quién era, o lo que hacía realmente. Vio que alzaba la barbilla: sí, sus altos pómulos daban una forma triangular a su rostro, como el de un felino. Su traje ajustado de color rosa chillón resaltaba cada curva y detalle de un cuerpo tan esbelto como atlético. Las mujeres de cuerpo atlético siempre habían sido su debilidad…

Pero tuvo que recordarse el tipo particular de ejercicio con el que aquella chica habría entrenado. En todo caso, no era ella precisamente la que él estaba buscando.

«Ahora o nunca», se dijo Bess, sintiendo los ojos de aquel tipo fijos en ella.

–Hey, cariño… –aunque no había vuelto a fumar desde los quince años, tenía la voz levemente ronca–. ¿Quieres divertirte un poco? –le preguntó a Alex, rezando a todos los dioses que pudieran estar escuchándola.

–Quizá –Alex enganchó un dedo en el escote de su traje, y se sorprendió al verla vacilar–. Aunque no eres tú lo que tengo en mente, ricura.

–¿Ah, no? –Bess se preguntó qué seguiría a continuación. Mezclando la intuición con su capacidad observadora, se apoyó en él. Tuvo la inequívoca impresión de apoyarse en un cuerpo de acero: duro, imperturbable y muy frío–. ¿Y se puede saber qué es con exactitud lo que tenías en mente?

Pero, de pronto, por un instante, se olvidó de todo. De todo excepto de aquellos ojos oscuros que la penetraban hasta el alma. Del roce de sus nudillos en la piel, justamente encima de los senos. Ahora sí podía sentir el calor que emanaba de su mano, de su persona. Mientras continuaba mirándolo, su mente se vio asaltada por la imagen de ellos dos, abrazados, retozando en la cama de alguna oscura habitación… Algo que nada tenía que ver con el trabajo que se traía entre manos.

Era la primera vez que Alex había visto a una prostituta ruborizarse. Aquello lo impactó, le hizo desear disculparse por la fantasía que había asaltado su cerebro. Hasta que recordó dónde estaba y lo que había ido a hacer.

–Sólo un tipo diferente de chica, nena.

Con aquellos tacones tan altos, estaban a la misma altura. Alex sintió el irreprimible deseo de arrancarle esas capas de maquillaje para ver lo que escondían.

–Yo puedo ser un tipo diferente.

–Hey, niña –Rosalie se acercó a Bess y le pasó un brazo por los hombros–. No pensarás quedarte estos dos tipos para ti sola, ¿verdad?

–Yo…

–¿Formáis un equipo? –le preguntó Alex a la recién llegada.

–Esta noche sí –Rosalie miró a su acompañante–. ¿Y vosotros?

Judd tenía problemas para encontrar la voz. Habría preferido enfrentarse sólo con un tipo armado. Simplemente no podía ponerle las manos encima a esa hermosa mujer… cuando la imagen de su tierna y bondadosa esposa relumbraba como un letrero de neón dentro de su cabeza.

–Seguro –suspiró profundamente, intentando imitar la confianza que parecía demostrar su compañero.

Rosalie echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada antes de apoyarse en Judd, cariñosa. El joven retrocedió instintivamente, ruborizado.

–Me da la impresión de que eres nuevo en este negocio, cariño. ¿Por qué no te relajas y dejas que Rosalie te enseñe cómo funciona esto?

Como su acompañante parecía haber desarrollado una faringitis fulminante, finalmente Alex decidió tomar la iniciativa.

–¿Cuánto?

–Bueno… –Rosalie no se molestó en mirar a Bess, que se había quedado mortalmente pálida–. Esta noche hay tarifa especial. Los dos por cien. La primera hora –se inclinó hacia Judd y le murmuró algo al oído que lo dejó conmocionado–. Después de eso –añadió–, ya lo iremos negociando.

–Yo no… –empezó a decir Bess, pero se interrumpió al sentir los dedos de Rosalie clavándose como garfios en su hombro desnudo.

Bess se sintió inmensamente aliviada. Tanto que mientras Rosalie expresaba su opinión con un simple taco, ella se esforzó por no soltar una carcajada de felicidad.

«Maravilloso», pensó Bess mientras entraba en la comisaría. Había sido detenida por prostitución, y las cosas no podían marchar mejor. Miró a su alrededor, sonriendo. Ya había estado antes en una comisaría, por supuesto; como ella misma solía decir, se tomaba siempre su trabajo con mucha seriedad. Pero era la primera vez que visitaba una comisaría de los barrios bajos.

Era sucia y sombría, deprimente, musitó mientras tomaba nota mental de todo. Estaban sucios los suelos, las paredes, las ventanas. Todo parecía estar revestido de una pintoresca capa de porquería. Y olía igual de mal. Aspiró profundamente para no olvidar aquel fuerte olor a sudor humano, café amargo y fuerte desinfectante. Era, además, muy ruidosa. Podía oír continuamente teléfonos sonando, maldiciones pronunciadas en voz alta, el tecleo de los ordenadores… «Oh, Dios», exclamó para sí. No podía dar crédito a su buena suerte…

–Te recuerdo que no eres ninguna turista, cariño –le recordó de pronto Alex.

–Perdón.

Mirándola fijamente, lo que Alex no podía creer era la entusiasta alegría que veía brillar en sus ojos. Le indicó que tomara asiento. Había dejado al novato a cargo de Rosalie. Una vez que el chico le tomara los datos, se encargaría él mismo de ella. Y se serviría tanto de la persuasión como de la amenaza para sonsacarle algo acerca de sus dos compañeras asesinadas.

–De acuerdo –se sentó ante su viejo escritorio, colmado de papeles–. Ya conoces el trámite.

Bess se había quedado distraída mirando a un joven de unos veinte años que acababa de entrar, con la chaqueta rota y la cara llena de moratones.

–¿Perdón?

Alex suspiró mientras introducía una hoja en su vieja máquina de escribir.

–¿Nombre?

–Oh, me llamo Bess –respondió con tanta naturalidad como desenfado.

Alex maldijo entre dientes.

–¿Bess qué?

–McNee. ¿Y tú?

–Fecha de nacimiento.

–¿Por qué?

–¿Por qué qué? –la fulminó con la mirada.

–¿Por qué quieres saberlo?

La paciencia nunca había sido el punto fuerte de Alex. Señalando la hoja, respondió:

–Porque tengo que rellenar este espacio en blanco.

–De acuerdo. Tengo veintiocho años. Soy géminis. Nací el uno de junio.

Alex hizo un cálculo mental y rellenó el año de nacimiento.

–Residencia.

Una curiosidad natural la hizo hurgar entre los papeles y las carpetas de su escritorio, hasta que él le dio un manotazo.

–Estás terriblemente tenso –le reprochó Bess–. ¿Es porque trabajas en operaciones secretas?

Alex maldijo en silencio aquella sonrisa suya. Era sexy, sensual, nada estúpida. Eso, y aquellos agudos e inteligentes ojos verdes, habrían engañado a cualquiera. Pero parecía una prostituta, y olía como tal. Así que, por lo tanto…

–Escucha, muñeca, la cosa funciona así: yo hago las preguntas y tú respondes.

–Un tipo duro, cínico, habituado a trabajar en los bajos fondos…

–¿Perdón? –Alex arqueó una ceja.

–Oh, sólo es un rápido test de personalidad. Quieres saber dónde vivo, ¿no? –y le espetó una dirección que lo dejó asombrado.

–Seamos serios.

–Muy bien –haciendo gala de la mejor de las disposiciones, Bess entrelazó las manos y las apoyó en el borde de la mesa.

–Dirección –repitió.

–Acabo de dártela.

–Conozco las casas de esa zona. Quizá seas buena en tu oficio –pensativo, contempló sus atributos una vez más–. Quizá mejor de lo que pareces. Pero trabajando las calles no se gana tanto como para pagar ese tipo de renta.

Bess se sintió, lógicamente, insultada. Y lo peor era que había dedicado cerca de una hora a maquillarse.

–Ésa es mi dirección, polizonte –pronunció, irritada, antes de vaciar su enorme bolso sobre el escritorio.

Bajo la mirada fascinada de Alex, se puso a rebuscar en aquella montaña de cosas. Había suficientes cosméticos para abastecer una tienda entera. Y no eran de los baratos. Seis barras de labios, dos discos compactos, maquillajes de todas las clases. Un arco iris de lápices de ojos. Mezclados con todo ello había dos juegos de llaves, decenas de recibos de tarjetas de crédito, gomas de borrar, clips, doce bolígrafos, dos libros de notas, una agenda de piel, una micrograbadora… y una pistola. Alex la sacó de entre el montón y la examinó atentamente. Una pistola de agua.

–Ten cuidado con eso –le advirtió Bess en el preciso momento en que encontró su voluminosa cartera–. Está llena de amoníaco.

–¿Amoníaco?

–Solía llevar gas, pero el amoníaco también funciona. Toma –satisfecha, extendió un brazo y le puso la cartera abierta debajo de la nariz.

Era la misma que aparecía en la foto, aunque en la imagen llevaba el pelo corto, de color rojo en vez de rubio. Pero aquella nariz, aquella barbilla, y aquellos ojos… Contempló con atención su permiso de conducir. La dirección coincidía con la que le había dicho.

–¿Tienes coche?

–No. ¿Por qué? –preguntó mientras volvía a guardar sus cosas en el bolso.

–Las mujeres de tu posición no suelen tenerlo.

–Tengo permiso de conducir, sí. Pero no todo el mundo que tiene el permiso tiene por fuerza que poseer un coche, ¿no te parece?

–Quítate la peluca –le ordenó Alex, colocando la cartera fuera de su alcance.

–¿Qué?

Alex se inclinó sobre el escritorio y se la quitó él mismo. Bess lo miró con el ceño fruncido, mientras se llevaba una mano al cabello corto y rizado, de color cobrizo.

–Quiero que me la devuelvas. Es prestada.

–Descuida –la lanzó sobre la mesa antes de recostarse en su sillón. Si aquella dama era una prostituta, él era Clark Kent–. ¿Quién diablos eres tú?

Bess sabía que había llegado la hora de aclarar las cosas. Pero había algo en aquel hombre que la incitaba a esperar y tensar la cuerda. A provocarlo.

–Sólo soy una mujer que intenta ganarse la vida –estaba segura de que eso mismo habría dicho Jade en su lugar. Y dado que Jade era una creación suya, estaba decidida a representar a la perfección su papel.

Alex abrió la cartera y contó los billetes que llevaba: más o menos el equivalente a su sueldo quincenal.

–¿Estás facultado para hacer eso? –le preguntó, más curiosa que disgustada–. ¿Para registrar mis propiedades personales?

–Cariño, ahora mismo tú eres mi propiedad personal –vio que llevaba varias fotografías en la cartera. Fotos de gente. En algunas aparecía ella, y en otras no. Y la dama pertenecía al menos a una docena de asociaciones, incluidos Greenpeace, la Federación Mundial de la Vida Salvaje, Amnistía Internacional y el sindicato de escritores. Nada más ver esa última credencial pasó a examinar su micrograbadora. Estaba funcionando–. Ajá. Ya lo tengo, Bess.

«Muy sagaz»; ese pensamiento asaltó por un instante el cerebro de Bess mientras le preguntaba, sonriendo:

–¿Qué es lo que tienes?

–¿Qué estabas haciendo por ahí en compañía de Rosalie y de las otras chicas?

–Trabajando –pensó que, cuando la miraba entrecerrando de aquella manera los ojos, estaba absolutamente irresistible. Duro, un poquito malvado. Fabuloso–. De verdad –insistió, inclinándose hacia él–. Mira, todo esto tiene que ver con Jade, y con su problema de doble personalidad. Por el día Jade es una respetable abogada, muy eficaz, pero por la noche se dedica a trabajar en la calle de prostituta. Sigue afectada por lo que le pasó con Brock, y está empezando a recuperar recuerdos de la infancia. Se encuentra inmersa en un proceso de autodestrucción.

–¿Quién diablos es Jade? –inquirió Alex, sombrío.

–Jade Sullivan Carstairs. ¿No ves la tele?

–No.

–Pues no sabes lo que te pierdes. Creo que te encantarían los personajes de Jade, Storm y Brock. Storm es un poli, y resulta que se ha enamorado de Jade. Los problemas emocionales de Jade, y los que Brock tiene con ella, complicaron las cosas. Y luego hubo un aborto, y el secuestro. Naturalmente, Storm también tiene sus propios problemas.

–Naturalmente. ¿Y tú qué pintas en todo esto? –le preguntó.

–Oh, perdón. Me había olvidado. Yo escribo para el culebrón Pecados secretos.

–¿Eres guionista de culebrones?

–Sí. Y me gusta experimentar en carne propia las situaciones que hago atravesar a mis personajes. Y dado que Jade es una creación mía, yo…

–¿Estás loca? –le espetó Alex, inclinándose hacia ella–. ¿Tienes alguna maldita idea de lo que estás haciendo?

Bess parpadeó con expresión inocente a la vez que divertida.

–Una investigación, ¿no? Alex maldijo de nuevo.

–Oye, ¿hasta dónde pensabas continuar… con tu investigación?

–¿Hasta…? Oh –un brillo de alegría apareció en sus ojos–. Bueno, no hasta ese punto…

–¿Qué diablos habrías hecho si yo no hubiera sido un poli?

–Ya se me habría ocurrido algo –continuó sonriendo. Pensó que aquel hombre tenía un rostro fascinante: tez dorada, ojos oscuros, rasgos finos… Y aquella boca tan delicada y suave, a pesar de su tendencia a fruncir el ceño–. Mi trabajo consiste en eso: en que se me ocurran cosas. Y cuando te vi, pensé que parecías un tipo de confianza. Vamos, que no me parecías el tipo de hombre que pudiera estar interesado en… –intentó encontrar una manera delicada de decirlo– en ofrecer dinero a cambio de placer.

Alex estaba tan furioso que de buena gana le hubiera dado unos azotes. La idea de administrar unos buenos azotes en aquel trasero tan pequeño y tan sexy le resultó terriblemente atractiva.

–¿Y si te hubieras equivocado en tu suposición?

–No me equivoqué –replicó–. Al principio me preocupé un poco, pero luego se solucionó todo. Y mejor de lo que había esperado.

–Dos prostitutas fueron asesinadas –pronunció Alex entre dientes–. Que trabajaban precisamente en esa zona.

–Lo sé –se apresuró a decir, como si eso lo explicara todo–. Ésa era una de las razones por las que fui allí. ¿Sabes? Pienso hacer que Jade…

–Estoy hablando de ti –la interrumpió, brusco–. De una escritora de pacotilla y cabeza de chorlito que cree que puede pasearse por ahí con un traje ajustado y una tonelada de maquillaje en la cara y luego regresar a su casa bonita para quitárselo.

–¿Pacotilla? –de todo lo que le había dicho, eso era lo único que la había ofendido–. Oye, polizo…

–Oye tú. Mantente alejada de mi territorio, y quítate esa ropa. Haz tu investigación en casa, con libros.

–Puedo ir a donde quiera –Bess alzó la barbilla con gesto desafiante–. Y ponerme lo que quiera.

–¿Eso crees? –Alex se dijo que existía una forma de enseñarle una lección. Una forma muy adecuada–. Bien –se levantó y la agarró del brazo–. Vamos.

–¿Adónde?

–A la celda, cariño. Estás arrestada, ¿recuerdas?

–Pero si acabo de explicarte…

–Cada día, antes de desayunar, oigo historias mejores que ésa.

–No, no vas a encerrarme en una celda… –Bess estaba segura de ello. Absolutamente segura.

Hasta el instante en que se encontró con unos barrotes delante de la cara.

Bess tardó por lo menos diez minutos en recuperarse de su estupor. Cuando lo hizo, pensó que el giro que habían experimentado los acontecimientos no era tan malo. Podía estar furiosa con el policía, desde luego, pero también podía valorar y aprovechar la oportunidad única que le había dado. Se hallaba encerrada en una celda, con otras mujeres. Se encontraba en un ambiente desconocido, y podía incluso realizar alguna entrevista…

Cuando una de sus compañeras la informó de que tenía derecho a hacer una llamada, lo pidió. Complacida con los progresos que estaba haciendo, se sentó en su duro catre para charlar con ellas.

No habían transcurrido ni treinta minutos cuando alzó la mirada y vio a su amiga y coguionista Lori Banes, al lado de un policía de uniforme.

–Bess, tienes un aspecto tan natural ahí dentro…

Con una sonrisa, Bess se levantó mientras el agente abría la puerta de la celda.

–Ha sido una gran experiencia.

–¡Hey! –la llamó una de sus compañeras de encierro–. Recuerda lo que te dije: Vicki es una bruja, y Jeffrey debería darle la patada. Amelia es la mujer adecuada para él.

–Veré lo que puedo hacer –le hizo un guiño–. Adiós, chicas.

Lori no se consideraba una mujer mojigata, ni una estirada. Así se lo dijo a Bess mientras avanzaban por los corredores, subían las escaleras y salían al vestíbulo.

–Pero… –añadió, frotándose los ojos– detesto que me despiertes a las dos de la madrugada para venir a sacarte de un calabozo.

–Lo siento, pero ha sido estupendo. Espera a que te lo cuente.

–¿Sabes lo que pareces, querida?

Bess apenas la escuchaba. Se fijó en que la silla del escritorio de Alex estaba vacía.

–No sabía que tantas chicas prostitutas seguían nuestra serie. La mayor parte trabajan por la noche, y… Oh, discúlpame… –sin detenerse, se dirigió al policía que tenía más cerca–. Por favor, ¿el agente que usa ese escritorio…?

–¿Stanislaski? –inquirió el hombre después de morder su sándwich.

–Hey, vaya bocado… ¿Está todavía por aquí?

–Está en la sala de interrogatorios.

–Oh. Gracias.

–Vamos, Bess, tenemos que recoger tus cosas.

Bess había tenido que firmar para recuperar su bolso con su contenido, todavía con un ojo en busca de Alex.

–Stanislaski –repitió para sí misma–. Ese apellido parece polaco, ¿no te parece?

–¿Cómo diablos voy a saberlo yo? –agotada su paciencia, Lori la empujó hacia la puerta–. Esto está lleno de delincuentes.

–Lo sé. Es fabuloso –con una carcajada, le pasó un brazo por la cintura–. Tengo ideas por lo menos para los próximos tres años. Si hacemos que detengan a Elana por el asesinato de Reed…

–No sabía que Reed iba a morir asesinado.

Una vez fuera, Bess buscó en vano un taxi. No pasaba ninguno.

–Lori, ambas sabemos que Jim no va a firmar otro contrato. Quiere apuntar más alto. Eliminar a ese personaje es la manera perfecta de reforzar el peso de Elana en el guión.

–Tal vez.

–El mes pasado, Nuestras vidas, nuestros amores subió dos puntos en los índices de audiencia.

Lori respondió con un gruñido. Evidentemente, aquel dato no le gustaba nada.

–El caso es que la doctora Amanda Jamison va a tener gemelos.

–¿Gemelos? –Lori cerró los ojos. La actriz televisiva Ariel Kirkwood, que representaba el papel de la sufridora psiquiatra Jamison en el culebrón rival, era una de las estrellas más populares del momento–. Tenían que ser gemelos, maldita sea –musitó–. De acuerdo, Reed muere.

Bess se permitió una pequeña sonrisa triunfante, antes de echar a andar.

–Mira, mientras estaba allí, me imaginé a la elegante y sofisticada doctora Elana Warfield Stafford Carstairs en la cárcel. Fabuloso, Lori. Sería fabuloso. Ojalá hubieras visto al poli.

Habían caminado hasta la esquina y seguía sin aparecer ningún taxi.

–¿Qué poli?

–El que me detuvo. Era increíblemente sexy.

A esas alturas, Lori sólo tenía energías para suspirar.

–Lo que faltaba. Que te detuviera un policía sexy…

–Hey, de verdad. Moreno, con unos ojos tan negros y una boca tan sensual… Tenía un cuerpo muy bonito, también. Como el de un boxeador.

–No empieces, Bess.

–No estoy empezando. Puedo encontrar atractivo a un hombre sin por ello enamorarme de él.

–¿Desde cuándo?

–Desde la última vez. Escarmenté, ¿recuerdas? –vio que se acercaba un taxi–. Ese Stanislaski sólo me interesa por razones estrictamente profesionales.

–Ya –pronunció Lori, resignada, mientras subía al taxi.

–Te lo juro –alzó la mano derecha para subrayar aquel juramento–. Queremos meternos en la cabeza de Storm, bucear en su ambiente y todo eso. Por eso quiero conocer el cerebro de ese poli –dio al taxista su dirección y la de Lori–. Después de que Jade resulte atacada por el maníaco de Millbrook, Storm no será ya capaz de disimular lo que siente por ella. Su personalidad tendrá que ir saliendo a la luz. Si hacemos que Elana sea detenida por el asesinato de Reed, eso podrá complicar la vida de Storm… ya sabes, la lealtad personal enfrentada a su ética profesional. Y una vez que se enfrente con Brock…

–Hey –después de detenerse frente a un semáforo en rojo, el taxista se volvió hacia ellas–, ¿están hablando por casualidad de Pecados secretos?

–Sí –respondió Bess, radiante–. ¿La sigue usted?

–Mi esposa me la graba todos los días. Pero no las reconozco de la serie…

–Oh, es que no actuamos en ella. Somos las guionistas.

–¡Vaya! –satisfecho, pisó el acelerador cuando el semáforo cambió a verde–. Permítanme entonces decirles lo que pienso acerca de esa Vicki…

Después de escucharlo con atención, Bess se puso a debatir con él. Lori, por su parte, cerró los ojos e intentó dormir.

Capítulo 2

–Mi esposa se ha vuelto loca –comentó Judd Malloy mientras Alex, al volante, sorteaba el denso tráfico del centro de la ciudad–. Es una gran admiradora de ese culebrón, ¿sabes? Lo graba cada día mientras está en la escuela.

–Maravilloso –Alex había estado haciendo todo lo posible para olvidarse de su encuentro con la reina de los culebrones, pero su compañero no lo estaba ayudando demasiado.

–Holly piensa que lo de conocerla debió de ser como encontrarse con una estrella de cine.

–No se encuentra uno a muchas estrellas trabajando en la calle.

–Vamos, Alex. Sabes perfectamente que ella no era una prostituta. Tú mismo lo dijiste, porque de otra manera no habrías retirado la acusación.

–Menuda estúpida –pronunció Alex, entre dientes–. Llevando una maldita pistola de agua en el bolso… Supongo que se figuraba que si un tipo se ponía pesado con ella, siempre podría dispararle entre los ojos…

Judd quiso hablarle de los efectos de un chorro de amoníaco en los ojos, pero dudaba que su compañero quisiera escucharlo.

–Bueno, Holly se quedó impresionada, y le sacamos bastante información a la tal Rosalie, así que no perdimos el tiempo…

–Malloy, será mejor que vayas acostumbrándote a perder el tiempo. Es la regla Stanislaski número cuatro –Alex descubrió el edificio que había estado buscando y aparcó en doble fila. Ya había salido del coche antes de que Judd colocara el letrero Policía de Nueva York en el parabrisas–. Y ahora mismo estamos casi seguros de estar perdiéndolo aquí, con este tal Domingo…

–Pero Rosalie nos dijo…

–Rosalie nos dijo lo que queríamos oír –lo cortó Alex. Su mirada de policía avezado ya estaba estudiando la casa, las ventanas, las salidas de incendios, el tejado–. Quizá nos puso sobre la buena pista, o quizá no. Ya lo veremos.

El edificio se encontraba en buen estado, sin cristales rotos, ni pintadas, ni restos de basura. Alex lo catalogó como de clase media-baja. Familias estables, de clase trabajadora pero con posibles deudas. Abrió la pesada puerta del portal y leyó los nombres de los buzones.

–J. Domingo. Número 212 –leyó. Llamó al portero automático del 110, y esperó unos segundos. Luego hizo lo mismo con el del 305. Alguien le abrió, sin preguntar quién era–. La gente es muy descuidada –fue su único comentario.

Podía percibir el nerviosismo de Judd mientras subían las escaleras. Después de ordenarle con un gesto que se colocara a un lado de la puerta, llamó a la 212. Tuvo que llamar por segunda vez antes de escuchar una maldición, a modo de respuesta.

Cuando la puerta se abrió con un crujido, Alex se adelantó para que no pudieran cerrarla de nuevo.

–¿Qué tal te van las cosas, Jesús?

–¿Qué diablos quieres?

Encajaba con la descripción que les había dado Rosalie. Con su bigote a lo Clark Gable y su incisivo de oro.

–Hablar, Jesús. Sólo quiero tener una pequeña conversación contigo.

–Yo no hablo con nadie a estas horas.

Cuando intentó cerrar la puerta, Alex sólo tuvo que apoyarse en ella para impedírselo.

–Hey, ¿no querrás ser grosero con nosotros, verdad? ¿Por qué no nos dejas entrar?

Maldiciendo en español, Jesús Domingo abrió un poco más la puerta.

–¿Tenéis una orden judicial?

–Puedo conseguirte una, si quieres tener una conversación más larga. Pero en comisaría. ¿Qué me dices?

–Yo no he hecho nada –se echó a un lado para dejarlos pasar. Era de pequeña estatura, fibroso. Sólo llevaba unos pantalones cortos.

–Nadie ha dicho que lo hicieras. ¿No es verdad, Malloy?

–Desde luego –respondió Judd, entrando detrás de Alex.

El edificio podía ser de clase media-baja, pero el apartamento de Domingo era muy lujoso. Lo cual no dejaba de resultar sorprendente.

–Bonito lugar –comentó Alex–. Veo que estiras mucho tu subsidio de desempleo.

–Disparad ya –los instó Domingo, encendiendo un cigarrillo.

–Háblanos de Angie Horowitz.

Domingo exhaló una bocanada de humo mientras se rascaba el vello del pecho.

–Nunca he oído hablar de ella.

–Qué curioso. Una de tus… habituales nos ha dicho lo contrario.

–Pues os lo ha dicho mal.

–Quizá no hayas reconocido el nombre –Alex se sacó un sobre del bolsillo interior de la cazadora–. ¿Por qué no le echas un vistazo a esta foto? –le entregó la fotografía, tomada por la policía en el lugar del crimen, y vio que se quedaba pálido como la cera–. ¿Te resulta familiar?

–Dios… –le temblaron los dedos mientras se llevaba el cigarrillo a los labios.

–¿Algún problema? –Alex también miró la foto: no había quedado gran cosa reconocible para la cámara–. Oh, vaya, discúlpanos, Jesús. Malloy, ¿no te había dicho que no era esta foto?

Judd se encogió de hombros, indiferente. Estaba pensando en lo aliviado que se sentía de no tener que volver a mirar aquella imagen.

–Supongo que se me traspapeló.

–Ya –mientras hablaba, Alex sostuvo la foto de manera que Domingo pudiera seguir viéndola–. A la pobre Angie la hicieron picadillo. El forense dice que el tipo le hizo al menos cuarenta agujeros. La mayoría son visibles. El pobre Malloy, mi compañero, le echó un solo vistazo y devolvió el desayuno. Ya le había dicho yo que no comiera esos grasientos donuts a primera hora de la mañana, pero él… –se sonrió al ver que Domingo se apresuraba a hacer una visita al cuarto de baño.

–Eso ha sido un golpe bajo, Stanislaski –le recriminó Judd, aprovechando que el otro no podía oírlo.

–Ya lo sé.

–Y no es verdad que devolviera el desayuno.

–Pero te entraron ganas –replicó Alex, y se acercó a la puerta cerrada del cuarto de baño–. Hey, Jesús, ¿te encuentras bien? Te pido disculpas –introdujo la foto en el sobre y se la devolvió a su compañero–. Te conseguiré un poco de hielo. Te vendrá bien.

La respuesta fue un gruñido que Alex interpretó como un gesto de asentimiento. Fue a la cocina y abrió la nevera. Los dos kilos de droga estaban justo donde les había dicho Rosalie que podrían encontrarlos. Sacó uno justo en el instante en que Domingo salía del baño.

–Sin una orden, no tenéis derecho a hacer eso.

–Sólo estaba buscando el hielo –Alex se volvió hacia él con la cocaína congelada en las manos–. Vaya, pero esto no es hielo. ¿A ti qué te parece que es, Malloy?

Apoyándose en la jamba de la puerta, Judd bloqueó disimuladamente la única vía de escape.

–Ese tipo de hielo no lo tengo en mi casa.

–Malditos… –se limpió la boca con el dorso de la mano–. Habéis violado mis derechos civiles. Estaré fuera antes de que podáis pestañear.