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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Hermosilla, 21

28001 Madrid

© 1995 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

RECORDANDO EL AYER, Nº 1 - febrero 2012

Título original: The Return of Rafe MacKade

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 1996.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-511-5

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Los hermanos MacKade andaban buscando líos, como de costumbre, algo que no resultaba tan fácil en la pequeña localidad de Antietam, en Maryland; pero lo más divertido era buscarlos.

Cuando se subieron al Chevrolet de segunda mano, empezaron a discutir sobre quién conduciría. El coche era de Jared, el mayor, pero a sus tres hermanos no les importaba demasiado.

Rafe quería conducir. Necesitaba un poco de velocidad, recorrer las carreteras zigzagueantes pisando a fondo el acelerador. Pensaba que tal vez así podría huir de su humor sombrío, o, quizás, encontrárselo frente a frente. Si lo vencía, sabía que seguiría conduciendo hasta estar en otro lugar.

En cualquier otro lugar.

Habían enterrado a su madre dos semanas atrás.

Tal vez porque su peligroso estado anímico se apreciaba claramente en los ojos verdes de Rafe y en la forma en que apretaba los labios, decidieron que no condujera él. Al final, Devin se sentó al volante, y Jared ocupó el asiento del copiloto. Rafe se acomodó en el asiento trasero junto a Shane, el menor de los cuatro hermanos.

Los MacKade eran un grupo duro y peligroso. Todos ellos eran altos y fuertes como caballos salvajes, con los puños dispuestos y, en ocasiones, demasiado predispuestos a descargarse contra algo. Sus ojos, típicos ojos de MacKade, en distintos tonos de verde, podían congelar con la mirada. Cuando se encontraban de mal humor, la gente que sabía lo que le convenía se apartaba de ellos con más razón.

Fueron a jugar al billar y a tomar unas cervezas, aunque Shane se quejó, ya que aún no tenía veintiún años, la mayoría de edad en Estados Unidos, y por tanto, no le servirían alcohol.

De todas formas, la Taberna Duff, poco iluminada y cargada de humo, les pareció el lugar adecuado. Los golpes de las bolas de billar les proporcionaban la violencia necesaria, y la mirada de Duff Dempsey era suficientemente intranquilizadora. La aprensión de los ojos de los demás clientes, que cotilleaban por encima de sus cervezas, era suficientemente halagadora.

Nadie dudaba que los MacKade estuvieran buscando líos. Al final, siempre encontraban lo que buscaban.

Con un cigarrillo en la boca, Rafe apuntó con el taco. No se había tomado la molestia de afeitarse en un par de días, y la sombra de su rostro hacía más fiero su aspecto. Con un golpe certero, hizo rebotar en la banda la bola blanca, que empujó una de las lisas y la hizo caer en el hueco.

–Menos mal que tienes suerte en algo –comentó una voz a sus espaldas.

Joe Dolin estaba sentado en la barra, apurando su cerveza. Como solía ocurrir después de la puesta de sol, estaba borracho, y el alcohol lo hacía cruel. En el pasado, había sido la estrella del equipo de fútbol americano de su universidad, y competía con los MacKade por ganarse los favores de las jovencitas. Ahora, apenas pasaba de los veinte años, pero su rostro estaba siempre enrojecido y había engordado de forma considerable.

El ojo morado que había dejado a su joven esposa antes de salir de casa no había acabado de satisfacerlo.

Rafe puso tiza en su taco y apenas dedicó a Joe una mirada.

–Ahora que se ha muerto tu madre, necesitarás algo más que un golpe de suerte con el billar para sacar adelante esa granja –insistió Joe, sonriendo–. Tengo entendido que vais a empezar a vender para pagar los impuestos.

–Pues te han informado mal –respondió Rafe con frialdad, rodeando la mesa para calcular su siguiente tirada.

–Mi información es buena. Los MacKade siempre habéis sido unos idiotas y unos mentirosos.

Antes de que Shane pudiera echarse hacia delante, Rafe lo interceptó con el taco.

–Está hablando conmigo –dijo en tono tranquilo.

Mantuvo la mirada de su hermano durante un momento antes de volverse.

–¿No es así, Joe? –preguntó al borracho–. Estabas hablando conmigo, ¿no?

–Estoy hablando con todos vosotros –dijo, mirándolos uno a uno.

Shane, a sus veinte años, estaba curtido por el trabajo en la granja, pero seguía siendo un muchacho. Después miró a Devin, cuya mirada pensativa y fría revelaba poco. Jared estaba apoyado contra la máquina de discos, esperando el siguiente movimiento.

Por último, miró a Rafe. Parecía furioso, listo para saltar.

–Pero tú me sirves –concluyó Joe–. Siempre he pensado que eres el mayor perdedor de la camada.

Los clientes empezaron a acomodarse para presenciar la confrontación.

–¿De verdad? –Rafe apagó el cigarrillo y bebió un trago de cerveza, como si se tratara de un ritual previo a la pelea–. ¿Qué tal te van las cosas en la fábrica, Joe?

–Por lo menos tengo una nómina. Trabajo a cambio de dinero, no como otros. Y nadie me va a quitar mi casa.

–No mientras tu mujer siga trabajando doce horas al día para pagar el alquiler.

–Mi mujer no es asunto tuyo. Yo soy el que lleva los pantalones. No necesito que me mantenga una mujer, como hacía vuestra madre con vuestro padre. Se bebió toda su herencia y luego se le murió.

–Sí, se murió –dijo Rafe, cada vez más furioso–, pero nunca le puso una mano encima. Mi madre nunca tuvo que venir al pueblo con un chal y gafas de sol, diciendo que se había caído. Tu padre pegaba a su mujer y tú haces lo mismo con la tuya.

Joe dejó la botella en la barra de un golpe.

–Eso es mentira. Te voy a hacer tragártela.

–Inténtalo.

–Está borracho, Rafe –murmuró Jared.

–¿Y qué? –preguntó, mirando a su hermano con sus letales ojos verdes.

–Que no tiene mucho sentido que le partas la cara cuando está borracho. No vale la pena.

Pero Rafe no necesitaba sus discursos. Sólo necesitaba acción. Levantó su taco, lo miró detenidamente y lo dejó encima de la mesa de billar.

–No empecéis aquí –dijo Duff, aunque sabía que ya era demasiado tarde–. Como arméis bulla llamaré al sheriff, a ver si en la cárcel os tranquilizáis.

–Deja el teléfono en paz –le advirtió Rafe–. Vamos fuera.

–Tú y yo –dijo Joe, mirando a los MacKade con los puños cerrados–. No quiero que tus hermanos se abalancen sobre mí mientras te doy una paliza.

–No necesito ayuda contigo.

Para demostrarlo, en cuanto salieron a la calle, Rafe se apartó, esquivando el primer golpe de Joe. A continuación, descargó el puño contra su rostro y sintió la sangre en la mano.

Ni siquiera sabía por qué estaba peleando. Joe no significaba absolutamente nada para él. Pero supuso que su mujer se alegraría de ver que ella no era siempre la víctima en lo relativo a su marido. En cuanto a Rafe, necesitaba desahogarse, y Joe le proporcionaba la excusa perfecta.

Devin hizo una mueca y se metió las manos en los bolsillos, con filosofía.

–Le doy cinco minutos.

–Tranquilo. Rafe acabará con él en tres –dijo Shane sonriendo, mientras los adversarios rodaban por el suelo.

–Diez dólares.

–Hecho. ¡Vamos, Rafe! –gritó Shane–. Date prisa.

En efecto, la pelea sólo duró tres minutos más. Cuando Joe parecía inconsciente, y Rafe seguía golpeándolo de forma metódica, Jared se adelantó para apartar a su hermano.

–Ya está. Ya está –repitió, sujetando a Rafe contra la pared–. Déjalo en paz.

Rafe volvió poco a poco a la realidad. La cólera fue desapareciendo de sus ojos, y abrió los puños.

–Vale, Jared, puedes soltarme. No voy a seguir pegándolo.

Rafe miró al lugar donde yacía Joe, gimiendo, semiinconsciente. Por encima de su cuerpo, Devin entregaba diez dólares a Shane.

–Debí tener en cuenta lo borracho que estaba –comentó Devin–. Si hubiera estado sobrio, Rafe habría tardado dos minutos más.

–Rafe nunca malgastaría cinco minutos en un trozo de basura como ése.

Jared sacudió la cabeza. Dejó de sujetar a Rafe y le pasó el brazo por encima de los hombros.

–¿Quieres otra cerveza?

–No.

Miró hacia el escaparate del bar, donde se habían reunido casi todos los clientes para mirar. Se limpió la sangre del rostro con gesto ausente.

–Será mejor que alguien lo recoja y se lo lleve a casa –gritó–. Vámonos de aquí.

Cuando se metió en el coche, los golpes recibidos empezaban a hacerse notar. Escuchó sin mucho interés los comentarios entusiastas de Shane y usó el pañuelo de Devin para limpiarse la sangre de la boca.

Pensó que no iba a ningún sitio. No hacía nada. La única diferencia entre Joe Dolin y él era que Joe estaba siempre borracho.

Odiaba la maldita granja, el maldito pueblo, la maldita trampa en que tenía la impresión de estar metiéndose más y más a cada día que pasaba.

Jared tenía sus libros y sus estudios; Devin tenía sus extraños e importantes pensamientos, y Shane parecía haber nacido para la granja.

Él no tenía nada.

Al final del pueblo, donde la tierra empezaba a hacerse escarpada y los árboles eran más frondosos, vio una casa. La antigua casa de los Barlow. Oscura, deshabitada y encantada, según las habladurías. Se erguía sola, sin nadie que se interesara por ella, con una reputación que hacía que la mayoría de los vecinos pasara por alto su existencia o la mirase con aprensión.

Exactamente lo mismo hacía Rafe MacKade.

–Párate.

–¿Qué te pasa, Rafe? ¿Te encuentras mal? –preguntó Shane, con más asco que preocupación.

–No. Para, Jared, por favor.

En cuanto el coche se detuvo, Rafe salió y empezó a subir la rocosa cuesta. Las zarzas y los arbustos se enganchaban en sus vaqueros. No necesitaba volverse atrás para oír las maldiciones y los murmullos que indicaban que sus hermanos lo seguían.

Se quedó de pie, mirando los tres pisos de piedra. Suponía que la habían sacado de la cantera que se encontraba a unos pocos kilómetros de la localidad. Algunas de las ventanas estaban rotas y cubiertas con tablas, y los porches dobles estaban encorvados, como la espalda de un anciano. Lo que en otro tiempo había sido el césped era ahora un montón de matorrales, zarzas y espigas. Un olmo muerto se alzaba entre las plantas, minado por los parásitos y desprovisto de hojas.

Pero a la luz de la luna, mientras se oía el ulular del viento entre los árboles y la hierba, aquel lugar tenía algo acogedor. La forma en que se mantenía en pie doscientos años después de que hubieran puesto sus cimientos. La forma en que se sobreponía al paso del tiempo, a las inclemencias y al abandono. Y, sobre todo, pensó Rafe, la forma en que pasaba por alto las desconfianzas y las habladurías del pueblo.

–¿Quieres buscar fantasmas, Rafe? –preguntó Shane al llegar a su altura.

–Tal vez.

–¿Recuerdas cuando pasamos una noche aquí? –comentó Devin, desmenuzando una hierba entre los dedos, con gesto ausente–. Debió de ser hace diez años. Jared subió las escaleras y empezó a hacer chirriar las puertas, y Shane se mojó los pantalones.

–Eso es mentira.

–Es verdad. Me acuerdo perfectamente.

Los otros dos hermanos no prestaron atención al previsible intercambio de insultos.

–¿Cuándo te vas? –preguntó Jared en voz baja.

Lo sabía. Lo había intuido al ver cómo Rafe miraba la casa, como si pudiera ver su interior, como si pudiera ver a través suyo.

–Esta noche. Tengo que largarme de aquí. Tengo que hacer algo lejos de aquí. Si no, acabaré como Dolin, o tal vez peor. Mamá ha muerto. Ya no me necesita. Aunque, en realidad, nunca necesitó a nadie.

–¿Tienes idea de adónde quieres ir?

–No. Tal vez hacia el sur, de momento.

No podía apartar la vista de la casa. Podría haber jurado que lo observaba, formándose una opinión sobre él. Esperando.

–Enviaré dinero cuando pueda –añadió. Aunque se sentía como si lo estuvieran desollando vivo, Jared se limitó a asentir.

–Nos desenvolveremos bien.

–Tienes que terminar los estudios de Derecho. Mamá quería que lo hicieras –miró hacia atrás, donde sus dos hermanos seguían discutiendo acaloradamente–. Y a ellos les irá bien cuando sepan qué es lo que quieren.

–Shane sabe lo que quiere. La granja.

–Sí –sacó un cigarrillo, con una débil sonrisa–. Vende parte de las tierras si es necesario, pero no permitas que se queden con todo. Tenemos que conservar lo que es nuestro. Antes de que todo se acabe, esta ciudad recordará que los MacKade eran muy especiales.

La sonrisa de Rafe se ensanchó. Por primera vez en varias semanas, cesaba el dolor interior que lo consumía. Sus hermanos estaban sentados en el suelo, cubiertos de tierra y arañados por los arbustos, riendo.

Se prometió que los recordaría así, tal y como estaban en aquel momento. Los MacKade se mantenían unidos sobre un terreno rocoso que nadie quería.

Uno

El chico malo había vuelto. La localidad de Antietam bullía con las habladurías relacionadas con él. Todo el mundo intercambiaba rumores, y las voces corrían como la pólvora.

Era una buena veta, tachonada de escándalos, sexo y secretos. Rafe MacKade había vuelto después de diez años.

Algunos decían que aquello acarrearía problemas. Estaba escrito. Los problemas anunciaban a Rafe MacKade, como el sonido del cencerro anunciaba a los bueyes. Rafe MacKade era el que había ridiculizado al director del instituto en una mañana de primavera, y había sido expulsado por ello. Rafe MacKade era el que había tenido un accidente con la vieja camioneta de su fallecido padre antes de tener la edad necesaria para conducir.

Y sobre todo, Rafe MacKade era el que, junto al loco de Manny Johnson, había atravesado con una mesa el escaparate de la Taberna de Duff una noche de verano.

Ahora había vuelto con un coche deportivo, y lo había aparcado justo enfrente de la comisaría.

Claro que su hermano Devin era ahora el sheriff. Ocupaba el cargo desde cinco años atrás. Pero, en otra época, que la gente recordaba muy bien, Rafe MacKade había pasado más de una noche en las dos celdas que había en la parte trasera de la comisaría.

Desde luego, era tan apuesto como siempre, o, al menos, aquello era lo que decían las mujeres. Tenía el aspecto con el que habían sido bendecidos, o malditos, los MacKade. Cualquier mujer que tuviera sangre en las venas se volvería para mirarlo, para admirar su figura esbelta y su paso desenfadado que parecía desafiar a cualquiera que se cruzara en su camino.

También estaba su denso pelo negro, y sus ojos, tan verdes y duros como los de la estatua china que adornaba el escaparate del anticuario Past Times. Sus ojos no hacían nada por suavizar su duro rostro, con aquella cicatriz que surcaba su mejilla izquierda. Todo el mundo se preguntaba cómo se la habría hecho.

Pero, cuando sonreía, cuando arqueaba su preciosa boca y aparecía el hoyuelo a un lado, los corazones de las mujeres se desataban. Aquello fue lo que ocurrió con Sharilyn Fenniman, que recibió su sonrisa y los veinte dólares por la gasolina en la estación de servicio Gas and Go, a las afueras del pueblo.

Antes de que Rafe hubiera vuelto a arrancar su vehículo, Sharilyn había corrido al teléfono, para anunciar el retorno a todo el mundo.

–Así que Sharilyn ha llamado a su madre, y la señora Metz ha descolgado inmediatamente el teléfono para decirle a la señora Hawbaker, en la tienda, que es posible que Rafe tenga intención de quedarse.

Mientras hablaba, Cassandra Dolin echó una cucharadita de azúcar al café de Regan. La nieve del cielo de enero caía de forma continua sobre las aceras y las calles, y el Café de Ed estaba casi vacío. Lentamente, Cassie se enderezó e hizo una mueca de dolor cuando sintió el tirón en la cadera, en el lugar en que se había golpeado cuando Joe la tiró al suelo.

–¿Y por qué no iba a quedarse? –preguntó Regan Bishop–. A fin de cuentas, nació aquí, ¿no?

A pesar de que Regan llevaba tres años viviendo en Antietam y regentando un negocio allí, seguía sin comprender la fascinación que ejercían en aquel lugar las idas y venidas. Le parecía algo divertido, pero no lo compartía.

–Sí, pero ha pasado mucho tiempo fuera. En diez años, sólo vino un par de veces a pasar uno o dos días.

Cassie miró por la ventana y se preguntó adónde habría ido, qué habría visto, qué habría hecho. En realidad, se preguntaba qué habría fuera de allí.

–Pareces cansada –murmuró Regan.

–¿Sí? No, sólo estaba soñando despierta. Si esto sigue así, los niños saldrán del colegio antes de tiempo. Les he dicho que, en tal caso, vengan aquí directamente, pero…

–Entonces, eso es lo que harán. Son unos niños muy buenos.

–Es cierto.

Cuando sonrió, parte de la aprensión desapareció de sus ojos.

–¿Por qué no te tomas una taza de café conmigo? –preguntó Regan.

Miró a su alrededor y vio que en la parte trasera había un cliente que dormitaba sobre su café. En la barra, una pareja charlaba sobre la comida.

–No tienes tanto trabajo –insistió Regan–. Podrías hablarme sobre el carácter de ese tal Rafe.

–Bueno –Cassie dudó y se mordió el labio inferior–. Voy a tomarme un descanso, Ed. ¿De acuerdo?

Una mujer muy delgada con el pelo rojo y muy rizado apareció en la puerta de la cocina.

–Por supuesto, no pasa nada.

Su voz grave se debía a los dos paquetes de cigarrillos diarios. Su rostro estaba cuidadosamente pintado, desde los labios hasta las cejas, y resplandecía a causa del calor de la cocina.

–Hola, Regan –saludó al verla–. ¿No deberías haber vuelto a la tienda?

–He cerrado a las doce –respondió, consciente de que su horario sorprendía a Edwina Crump–. La gente no se dedica a buscar antigüedades con este tiempo.

–Ha sido un invierno muy duro –Cassie llevó a la mesa otra taza de café–. Aún no ha terminado el mes de enero, y los niños ya están hartos de montar en trineo y hacer muñecos de nieve –suspiró.

Tuvo cuidado para no hacer una mueca cuando le dolió la cadera al sentarse. Tenía veintisiete años, uno menos que Regan, pero se sentía muy vieja.

Después de tres años de amistad, Regan reconocía los síntomas.

–¿Te van mal las cosas, Cassie? –preguntó en voz baja, tomándola de la mano–. ¿Te ha vuelto a hacer daño?

–Estoy bien. No quiero hablar de Joe.

Cassie bajó la mirada y la clavó en la taza. Se sentía humillada y culpable por no ser capaz de rebelarse.

–¿Te has leído los folletos que te he dado sobre la comisión de apoyo a las mujeres maltratadas y el refugio de Hagerstown?

–Sí, los he mirado, pero tengo dos hijos. Antes que nada tengo que pensar en ellos.

–Pero…

–Por favor –Cassie alzó la vista–. No quiero hablar sobre ello.

–De acuerdo –respondió Regan, frustrada, apretando su mano–. Háblame sobre ese chico malo.

–Rafe –el rostro de Cassie se suavizó–. Siempre me gustó. Me gustaban los cuatro. No hay una sola chica por aquí que no pasara varias noches en vela por culpa de los hermanos MacKade.

–A mí me cae muy bien Devin –comentó Regan, bebiendo un trago de su café–. Parece sólido, un poco misterioso en ocasiones, pero fiable.

–Siempre se puede contar con Devin –convino Cassie–. Nadie pensaba que ninguno de los cuatro fuera a salir adelante, pero Devin es un buen sheriff. Es muy justo. Jared tiene un bufete de lujo en la ciudad. Y Shane es un poco duro, pero se empeña a fondo en la granja. Cuando eran más jóvenes y venían al pueblo, las madres encerraban a sus hijas en casa, y los hombres procuraban pasar inadvertidos.

–Vaya. Veo que eran unos ciudadanos ejemplares.

–Eran jóvenes, y siempre parecían estar enfadados por algo. Sobre todo Rafe. El mismo día que se fue de la ciudad se peleó con Joe, no sé por qué. Le rompió la nariz y le sacó un par de dientes.

–¿De verdad?

Regan decidió que el tal Rafe empezaba a caerle bien.

–Siempre estaban buscando pelea. Su padre murió cuando eran unos niños. Yo debía de tener diez años. Después, murió su madre, poco antes de que Rafe se marchara. Había pasado casi un año enferma. Por eso, empezaron a empeorar las cosas en la granja. Casi todo el mundo pensaba que tendrían que venderla, pero consiguieron sacarla adelante.

–Bueno, tres de ellos.

Cassie saboreó el café. Pocas veces tenía un momento para sentarse tranquilamente.

–Apenas eran unos críos. Jared tenía unos veintitrés años, y Rafe era sólo diez meses menor que él. Devin tiene unos cuatro años más que yo, y Shane tiene un año menos que él.

–Parece que los MacKade se dieron mucha prisa en tener hijos.

–Su madre era una mujer maravillosa. Muy fuerte. Siempre conseguía sobreponerse a las adversidades. Siempre la admiré.

–Podrías intentar seguir su ejemplo.

Regan se reprendió inmediatamente por haber dicho aquello. Se había prometido que no intentaría presionar a su amiga.

–¿Por qué crees que habrá vuelto? –se apresuró a añadir para cambiar de tema.

–No lo sé. Dicen que ahora es rico. Por lo visto, hizo una fortuna especulando. Se dedica a comprar casas rurales y venderlas. Creo que tiene una empresa y todo. Se llama MacKade, simplemente. Mi madre decía siempre que acabaría muerto o en la cárcel, pero… –su voz se quebró cuando miró por la ventana–. Oh, Dios mío. Sharilyn tenía razón.

–¿Qué?

–Está más guapo que nunca.

Regan se volvió con curiosidad cuando se abrió la puerta. Tenía que reconocer que se encontraba ante un magnífico ejemplar de ser una oveja negra.

Rafe se sacudió la nieve del pelo y se quitó una cazadora de cuero que no parecía pensada para los inviernos de la costa este. Regan pensó que tenía cara de guerrero: la pequeña cicatriz, la mandíbula sin afeitar, la nariz ligeramente torcida que impedía que su rostro fuera absolutamente perfecto.

Su cuerpo parecía duro como el acero, y sus ojos, de un vivo color verde, no eran más blandos.

Llevaba una camisa de franela, unos vaqueros desgastados y unas botas destrozadas. No parecía rico y poderoso. Pero, sin duda, parecía muy peligroso.

Rafe se sintió sorprendido y complacido al ver que la Cafetería de Ed seguía siendo la misma. Probablemente, los taburetes que había en la barra eran los mismos en los que se sentaba de pequeño, cuando pedía un batido o un refresco. Sin duda, los olores tampoco habían cambiado. El aroma de las cebollas fritas se mezclaba con el humo de los cigarrillos de Ed y con el producto que utilizaban para limpiar la madera.

Estaba seguro de que Ed estaría en la cocina, como de costumbre. Y el viejo Tidas estaría en la parte trasera mientras se le enfriaba el café. Como siempre.

Sus ojos, fríos y calculadores, recorrieron la barra blanca, con sus platos de pasteles cubiertos de plástico transparente. Examinó los cuadros de la pared, hasta llegar al que había sobre una mesa en la que dos mujeres tomaban café.

Vio a una desconocida. Era muy atractiva. Su pelo castaño claro, por la barbilla, enmarcaba un rostro de suaves curvas y piel cremosa. Sus grandes ojos azules lo miraban con curiosidad entre sus largas pestañas. Un precioso lunar adornaba un lado de su boca, de labios carnosos.

Era una absoluta belleza, que parecía salida de una revista de modas.

Se miraron fijamente, estudiándose, como si estuvieran contemplando un objeto en un escaparate. Después, Rafe apartó la vista para mirar a la frágil mujer rubia de ojos asustados y sonrisa tímida.

De repente, la sonrisa de Rafe hizo aumentar la temperatura de la habitación.

–¡Pero si es la pequeña Cassie Connor!

–Hola, Rafe. Veo que es verdad que has vuelto.

El sonido de la risa de Cassie hizo que Regan levantara las cejas, extrañada. Era muy raro que su amiga diera muestras de alegría.

–Estás tan guapa como siempre –dijo, saludándola con un beso en los labios–. Dime que te has librado de ese imbécil y que tengo el camino despejado.

Cassie recuperó inmediatamente su aire incómodo.

–Tengo dos hijos.

–Sí, ya me he enterado. Un niño y una niña –examinó su cintura, dándose cuenta de que había perdido peso–. ¿Sigues trabajando aquí?

–Sí. Ed está en la cocina.

–Voy a verla. Pero antes, ¿no me vas a presentar a tu amiga? –dijo apoyando una mano en el hombro de Cassie.

–Perdona, no me he dado cuenta. Te presento a Regan Bishop. Es la propietaria de Past Times, una tienda de antigüedades y decoración que está un par de casas más abajo. Regan, te presento a Rafe MacKade.

–De los hermanos MacKade –dijo Regan, tendiéndole la mano–. Te han precedido los rumores.

–Estoy seguro –tomó su mano y se la estrechó mirándola a los ojos–. ¿Antigüedades? ¡Qué coincidencia! Yo también me dedico a eso.

–¿De verdad? ¿Te dedicas a alguna época en concreto?

Regan sabía que el hecho de retirar la mano significaría que había cedido ante él, de modo que la mantuvo. El brillo de los ojos de Rafe le dijo que lo sabía.

–Al siglo pasado. Tengo una casa de tres plantas para decorar. Es bastante grande. ¿Crees que te puedes encargar de ella?

Regan tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para evitar que se le abriera la boca de la sorpresa. Le iban bastante bien las cosas con los turistas y la gente del pueblo, pero un encargo como aquél triplicaría sus ingresos habituales.

–Desde luego.

–¿Te has comprado una casa? –interrumpió Cassie–. Pensé que te quedarías en la granja.

–Así es, de momento. Por ahora, la casa no es habitable. Después de remodelarla y reformarla un poco, abriré un hostal. He comprado la vieja casa de los Barlow.

Atónita, Cassie dejó en la mesa la taza que iba a llevarse a los labios.

–¿La casa de los Barlow? Pero está…

–¿Encantada? –un brillo de diversión adornó sus ojos–. Desde luego que lo está. ¿Me puedes poner un trozo de pastel? Tengo hambre.

Regan se había marchado, pero Rafe se quedó una hora más. Entraron los hijos de Cassie, y la miró divertido mientras regañaba al niño por olvidar ponerse los guantes y escuchaba a la niña, que le relataba con solemnidad las aventuras del día.

Había algo triste y algo tranquilizante en ver a la niña que recordaba con sus propios hijos.

Muchas cosas habían permanecido inalterables a lo largo de una década. Pero otras muchas habían cambiado. Era perfectamente consciente de que la noticia de su llegada ya había recorrido todas las líneas de teléfono del pueblo. En cierto modo, le resultaba halagador. Quería que todo el mundo supiera que había vuelto, y no con el rabo entre las piernas, como muchos habían pronosticado.

Ahora tenía dinero en el bolsillo y planes para el futuro.

La casa de los Barlow formaba una parte muy importante de sus planes. No creía en los fantasmas, pero la casa lo había encantado a él. Ahora le pertenecía. Todas sus piedras, todas sus zarzas y todo lo que hubiera allí. Iba a reconstruirla, como se había reconstruido a sí mismo.

Algún día estaría en la ventana superior, mirando el pueblo. Demostraría a todo el mundo, incluso a Rafe MacKade, que era alguien.

Dejó una generosa propina debajo de su taza, ocultando el billete para que Cassie no se sintiera cohibida al ver su importe. Pensó que estaba demasiado delgada, y sus ojos eran demasiado tristes. Parecía aliviada cuando se sentaba junto a Regan.

Ella sí que era una mujer que sabía cómo comportarse. Miraba fijamente, y no vacilaba, pero tampoco parecía antipática. Ni siquiera había parpadeado cuando le había ofrecido amueblar todo un hotel. Estaba seguro de que por dentro se había sentido presionada, pero había sido capaz de no demostrarlo.

Él era un hombre que intentaba hacer lo mismo en todo momento, por lo que sabía reconocer y admirar su esfuerzo. El tiempo le diría si era capaz de afrontar el reto.

Pero no había mejor momento que el presente.

–Esa tienda de antigüedades está dos casas más abajo, ¿no?

–Exactamente –respondió Cassie, mientras preparaba un café–. A la izquierda. Pero no creo que esté abierta.

Rafe se puso la chaqueta y sonrió.

–Estoy seguro de que sí.

Salió sin cerrarse la chaqueta. La nieve amortiguaba el sonido de sus pasos. Como esperaba, la luz de Past Times estaba encendida. En vez de buscar cobijo en el interior, contempló detenidamente el escaparate. Le pareció inteligente y eficaz.

Un trozo de tejido azul, como un estanque de agua brillante, caía por varios niveles. Una estatuilla china de ojos brillantes lo contemplaba fijamente desde la altura superior. Había un dragón de jade acurrucado sobre un pedestal. Un joyero de caoba estaba abierto, con brillantes piezas de bisutería saliendo de sus cajones, como si una mujer hubiera estado revolviéndolos en busca del adorno adecuado.

También había varios frascos de perfume que formaban un alegre contraste de colores sobre un pequeño estante esmaltado.

Asintió complacido. Aquella mujer sabía cómo atraer a los clientes al interior de la tienda.

Cuando abrió la puerta, un tintineo anunció su llegada. El aire olía a canela, clavo y manzanas. Aspiró profundamente y se dio cuenta de que también olía a Regan Bishop. El sutil perfume que había advertido en la cafetería impregnaba el ambiente.

Pasó un rato echando un vistazo. Los muebles estaban cuidadosamente colocados, de forma que resultaba posible rodear cada uno de ellos, y, sin embargo, no estorbaban el paso. Las lámparas, los jarrones y los platos decoraban a la vez que se exhibían. Había una mesa de comedor con porcelana, cristalería, velas y flores, como si esperase que, de un momento a otro, se sentaran a ella los invitados. Una antigua caja de música, llena de discos de setenta y ocho revoluciones, adornaba una esquina.

Había tres habitaciones, perfectamente organizadas todas ellas. No pudo ver ni una sola mota de polvo. Se detuvo frente a una alacena de cocina llena de platos de cerámica blanca y botes pintados a mano.

–Es una buena pieza –dijo Regan a sus espaldas.

–En la cocina de la granja tenemos una igual.

No se volvió. Sabía que Regan estaba detrás de él desde antes de que hablara.

–Mi madre –prosiguió– guardaba en ella la vajilla de diario. Platos de loza blancos, como ésos. Y vasos fuertes, que no se rompieran fácilmente. Una vez se enfadó conmigo y me tiró uno a la cabeza.

–¿Te dio?

–No. Me habría dado si hubiera tenido intención de hacerlo –se volvió y le mostró su cautivadora sonrisa–. Tenía muy buena puntería. ¿Cómo es que te has establecido aquí, en mitad de ninguna parte?

–Me dedico a vender mi mercancía.

–No está nada mal. ¿Cuánto cuesta el dragón del escaparate?

–Tienes muy buen gusto. Quinientos cincuenta.

–Bastante caro –comentó, abriéndose el único botón de la chaqueta.

A Regan le pareció un gesto demasiado íntimo, pero no hizo ningún comentario.

–Vale lo que cuesta.

–Si eres inteligente, puedes conseguir más –se metió los pulgares en los bolsillos de los pantalones y siguió recorriendo la tienda–. ¿Cuánto hace que llegaste aquí?

–Tres años y medio.