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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Hermosilla, 21

28001 Madrid

© 1995 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

ATREVERSE A AMAR, Nº 2 - febrero 2012

Título original: The Pride of Jared MacKade

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 1996.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-512-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Los bosques resonaban con los ecos de los gritos de guerra y los pies que corrían. Las tropas estaban inmersas en la batalla, sembrando los campos más allá de los árboles con bombardeos esporádicos. El día vibraba con el choque de las armas y los gritos de los heridos.

Se habían perdido docenas de vidas y los supervivientes todavía buscaban más sangre.

Aún verdes y lozanas en el verano agonizante, las hojas formaban un dosel que sólo dejaba pasar algunos rayos de sol, delgados y polvorientos. El aire era pesado y húmedo, y llevaba el olor penetrante a tierra y animal en su calor sofocante.

No había otro sitio en que Jared MacKade se sintiera más feliz que en los bosques encantados.

Era un oficial de La Unión, un capitán. Tenía que serlo porque, a los doce años, era el más veterano y estaba en su derecho. Sus tropas se componían exclusivamente de su hermano Devin quien, teniendo diez, debía conformarse con el rango de cabo.

Su misión estaba clara, aniquilar a Los Rebeldes. Y, siendo la guerra un asunto serio, Jared había planeado su estrategia. Había escogido a Devin para que fuera su tropa porque sabía cumplir las órdenes. Devin también sabía utilizar la cabeza. Y, sobre todo, era un luchador cuerpo a cuerpo implacable que nunca hacía prisioneros.

Rafe y Shane, los otros dos hermanos MacKade, también eran unos combatientes feroces, pero Jared sabía que se dejaban dominar por sus impulsos. En aquel momento, corrían por el bosque, gritando y aullando, mientras que Jared, esperaba emboscado en silencio.

–Atento, van a separarse –murmuró a Devin, que se agazapaba junto a él tras los arbustos–. Rafe quiere que salgamos para hacernos papilla. No tiene mentalidad militar.

Jared escupió, porque tenía doce años y, a esa edad, escupir era estupendo.

–Shane ni siquiera tiene mentalidad –dijo Devin con el desdén característico entre hermanos.

Los dos se sonrieron con el comentario, dos niños con el pelo negro revuelto y caras hermosas, sucias de tierra y sudor. Los ojos de Jared, de un profundo verde hierba, escudriñaban el bosque. Conocía cada roca, cada tocón, cada trocha. A menudo, iba allí solo a pasear o simplemente a sentarse. Y a escuchar. Escuchaba el viento en los árboles, el roce furtivo de los conejos y las ardillas. El murmullo de los fantasmas.

Sabía que otros hombres habían luchado y muerto allí y eso le fascinaba. Se había criado en Antietam, Maryland, un campo de batalla de la Guerra Civil y conocía, como cualquier otro muchacho, las maniobras y errores, los triunfos y las tragedias de aquel aciago día de septiembre de 1862.

La batalla que había conquistado su lugar en la historia como la más sangrienta de la Guerra Civil excitaba la imaginación del niño. Había rastreado cada palmo del campo de batalla con sus hermanos, se había hecho el muerto en Bloody Lane, había corrido por sus propios campos de maíz, donde la pólvora negra había chamuscado las cañas hacía tanto tiempo.

Se había pasado más de una noche meditando sobre el concepto de que un hermano luchara contra otro hermano, en serio, y se preguntaba qué papel habría desempeñado de haber nacido en aquellos días heroicos y terribles.

Sin embargo, lo que más le fascinaba era que los hombres hubieran sacrificado sus vidas por una idea. A menudo, cuando se sentaba en silencio en medio del bosque, soñaba con pelear por algo tan valioso como una idea y morir con orgullo.

Su madre solía decirle que un hombre necesitaba metas, y creencias profundas, y orgullo para realizarlas. Y entonces, ella se echaba a reír con su risa profunda, le revolvía el pelo y le decía que tener orgullo nunca sería un problema para él. Ya tenía demasiado.

El perder no era una opción para Jared MacKade.

–Ahí vienen –susurró.

Devin asintió con un gesto. También había oído el crujir de ramas, el roce de los arbustos, y esperaba su momento.

–Rafe va por ahí. Shane ha dado la vuelta por detrás.

Jared no cuestionó la afirmación de Devin. Su hermano tenía los instintos de un gato.

–Yo me encargo de Rafe. Tú espera hasta que nos liemos. Shane vendrá corriendo. Entonces, te lo cargas.

Los ojos de Jared brillaban de anticipación. Los dos se estrecharon la mano en un breve saludo.

–Victoria o muerte.

Jared divisó por fin la vieja camisa azul, una mancha de color en movimiento mientras el enemigo corría de un árbol a otro. Con la paciencia de una serpiente, esperó y esperó. Entonces, con un grito que helaba la sangre, saltó.

Tiró a Rafe en una carga que los llevó rodando a un zarzal. Fue un buen ataque por sorpresa. Pero Jared no era tan tonto como para pensar que todo acababa ahí. Rafe era un oponente de cuidado, como cualquier chico de la escuela primaria de Antietam podía atestiguar. Peleaba con una alegría fanática que Jared entendía perfectamente.

En realidad, no había nada mejor que darle de mamporros a alguien en un caluroso día de verano, cuando la amenaza de la escuela estaba cada vez más cercana y las tareas de la mañana habían quedado atrás.

Las espinas rasgaron las ropas y arañaron la piel. Los dos chicos volvieron rodando a la senda, los codos y los puños golpeaban, los tacones de las zapatillas se hundían en el suelo buscando apoyo. Muy cerca, otra pelea había comenzado con maldiciones y gruñidos, y el satisfactorio entrechocar de cuerpos sobre la hojarasca seca. Los hermanos MacKade estaban en el paraíso.

–¡Estás muerto, escoria rebelde! –gritó Jared cuando se las arregló para coger a Rafe por el cuello en una llave resbaladiza.

–¡Vendrás conmigo al infierno, panza-azul! –chilló Rafe.

Al final, rodaron separándose, simplemente estaban demasiado igualados, sucios, sin aliento y riéndose.

Limpiándose la sangre de un labio partido, Jared volvió la cabeza para ver cómo sus tropas daban cuenta del enemigo. Parecía que Devin iba a quedar con un ojo morado y había un desgarrón en los vaqueros de Shane que iba a acarrear problemas para los cuatro.

Dejó escapar un suspiro prolongado y contempló el juego de luces del sol en las hojas.

–¿Les separamos? –preguntó Rafe sin demasiado interés.

–Bah –dijo Jared, secándose la sangre de la mejilla–. Casi han terminado.

Lleno de energía, Rafe se puso de pie y se sacudió los pantalones.

–Me voy a la ciudad. Quiero tomarme una soda en la tienda de Ed.

Devin dejó de retorcerle el brazo a Shane y miró a Rafe con interés.

–¿Tienes dinero?

Con una sonrisa lobuna, Rafe hizo sonar las monedas de su bolsillo.

–A lo mejor.

Una vez lanzado el desafío, Rafe se apartó el pelo de los ojos y echó a correr a todo gas.

La estupenda perspectiva de aligerar aquel bolsillo de unas cuantas monedas era toda la provocación que Devin y Shane necesitaban. Repentinamente unidos en una causa común, se separaron de su lucha particular y echaron a correr tras el botín.

–Vamos, Jared –gritó Shane sin dejar de correr–. Vamos a la tienda de Ed.

–Id vosotros. Ya os veré luego.

Y siguió tumbado de espaldas, contemplando la luz que revoloteaba entre el palio de hojas. Cuando los pasos de sus hermanos se perdieron en la distancia, creyó oír los sonidos de la antigua batalla. Los disparos y los impactos de los cañones, los gritos de los que morían y de los moribundos. Luego, más cerca, la respiración jadeante de los perdidos y los aterrorizados.

Cerró los ojos, demasiado acostumbrado a los fantasmas de aquel bosque como para inquietarse con su compañía. Deseaba haberlos conocido, podría haberles preguntado qué se sentía al arriesgar la vida y el alma. Al amar una cosa, un ideal, un modo de vivir, tanto como para entregar todo lo que se posee para defenderlo.

Creía que él lo haría por su familia, por sus padres y sus hermanos. Pero eso era distinto, ellos eran… su familia.

Se prometió a sí mismo que un día lo conseguiría. La gente lo miraría y sabría que allí estaba Jared MacKade, un hombre que defendía algo, un hombre que hacía lo que debía y jamás renunciaba a luchar.

Uno

Jared quería una cerveza bien fría. Casi podía saborear aquel primer trago largo que empezaría a llevarse las hieles de un mal día en el juzgado con un juez idiota y una cliente que le estaba volviendo loco.

No le importaba que fuera tan culpable como un pecado, había sido algo accesorio antes y después de la oleada de pequeños robos que se habían sucedido en el West End de Hagerstown. Su estómago era lo bastante fuerte como para defender al culpable Era su trabajo. Pero lo que le estaba poniendo enfermo y nervioso era que su cliente fuera a por él.

Aquella mujer tenía una visión muy desvirtuada de las relaciones entre el abogado y su cliente. Jared albergaba la esperanza de haber dejado bastante claro que, si volvía a tocarle el trasero, él la dejaría con el susodicho al aire y que se las apañara sola.

En otras circunstancias le habría parecido una molestia menor, incluso algo divertido. Pero tenía demasiadas cosas en la cabeza y en la agenda para dedicarse a jueguecitos.

Con un gesto irritado de la mano, puso un compacto en el estéreo del coche y dejó que Mozart le hiciera compañía durante el camino zigzagueante hacia casa. Se dijo a sí mismo que sólo se detendría una vez antes de tomar aquella cerveza.

Y ni siquiera habría tenido que detenerse si esa tal Savannah Morningstar se hubiera molestado en devolverle las llamadas.

Movió los hombros en sentido circular para aliviar la tensión y pisó el acelerador en una curva para complacerse con un poco de velocidad ilegal. Conducía deprisa por una carretera muy familiar, fijándose apenas en los primeros brotes de los árboles o en el cornejo que se preparaba para florecer.

Frenó para dejar pasar a un conejo que cruzaba y adelantó a una camioneta. Esperaba que Shane hubiera empezado a hacer la cena, pero entonces recordó con un juramento que era su turno.

El ceño le sentaba bien a su cara, a sus rasgos esculpidos, a la ligera imperfección de una nariz que se había roto dos veces, a la rotundidad de su mentón. Tras las gafas de sol, bajo el arco negro de las cejas, sus ojos eran fríos y profundamente verdes. Y aunque apretaba los labios irritado, aquello no disminuía su atractivo.

A menudo las mujeres se quedaban mirando aquella boca y soñaban… Cuando sonreía, y aparecía el hoyuelo, suspiraban y se preguntaban cómo era posible que su esposa le hubiera dejado escapar.

Era una presencia dominante en la corte. Los hombros anchos, las caderas estrechas y el cuerpo nervudo y atlético, siempre con un aspecto impecable en su traje de sastre, aunque la envoltura elegante no alcanzaba a enmascarar el poder que latía debajo. El pelo negro se curvaba atractiva y ligeramente justo por encima del cuello de sus camisas almidonadas.

En los juzgados, no era Jared MacKade, uno de los hermanos que habían arrasado el sur del condado desde el día en que nacieron, sino Jared MacKade, abogado.

Echó un vistazo a la casa que se erguía sobre la colina a las afueras de la ciudad. Era la vieja propiedad Barlow que su hermano Rafe había comprado al regresar. Vio su coche aparcado al final del empinado camino de acceso y titubeó.

Se sintió tentado de acercarse, olvidar aquel último detalle del día y compartir la cerveza con Rafe. Pero sabía que si su hermano no estaba trabajando con el martillo o con la sierra, o pintando alguna sección de la casa, estaría esperando a que llegara su esposa. Todavía le producía asombro que el peor de los hermanos MacKade fuera un hombre casado.

Pasó de largo y tomó la bifurcación de la izquierda que le llevaría dando un rodeo a la granja MacKade. Según su información, Savannah Morningstar había comprado la pequeña propiedad que se hallaba en el lindero del bosque sólo dos meses antes. Vivía allí con su hijo y no circulaban comentarios sobre ella, lo que quería decir que era muy discreta.

Jared se imaginaba que, en realidad, o bien era estúpida o bien desagradable. Para él, cuando una persona recibía un mensaje de parte de un abogado, respondía enseguida. Aunque la voz que había oído en su contestador automático era profunda, acariciante y asombrosamente sexy, no tenía ganas de encontrarse con su propietaria cara a cara. Aquello era un favor que le hacía a un colega y, por lo tanto, una molestia.

Divisó un momento la pequeña casa entre los árboles. Recordó que era poco más que una cabaña, tan sólo algunos años atrás le habían añadido un segundo piso. Se desvió por el sendero que marcaba el buzón de los Morningstar, aminorando la marcha repentinamente para evitar los baches y socavones mientras estudiaba el edificio conforme se aproximaba.

En su origen, había sido una cabaña de troncos construida por un médico de la gran ciudad como lugar de vacaciones. Eso no duró mucho. Toda la gente de la ciudad añoraba la vida rústica hasta que la probaban.

Los alrededores eran tranquilos, los árboles, el gorgoteo pacífico de un arroyo colmado con las lluvias del día anterior, resaltaban la personalidad de la casa, sus líneas simples, su madera cruda y su porche despejado. La cuesta pronunciada que había enfrente era rocosa y, durante el verano, Jared lo sabía, se llenaba de hierbas altas. Se dio cuenta de que alguien había estado trabajando allí. La tierra estaba removida y había sido mullida. Todavía había rocas, pero las habían utilizado para adornar la zona ajardinada. Habían plantado macizos y arriates de flores entre y detrás de las piedras.

No, alguien las estaba plantando en aquellos momentos. Vio la figura, sus movimientos, mientras llegaba a la cumbre y detenía el coche al final del sendero, junto a un viejo utilitario.

Cogió el portafolios, salió del coche y echó a andar sobre la hierba recién cortada. Se alegró de llevar las gafas de sol puestas cuando Savannah se incorporó.

Había estado de rodillas, rodeada de herramientas de jardinería. Cuando se movía, lo hacía despacio, con gestos lentos e impresionantes. Llevaba una vieja camiseta amarilla y unos vaqueros desgarrados hasta el límite de lo estrictamente legal. Sus piernas eran interminables.

Estaba descalza y tenía las manos llenas de tierra. El sol brillaba en su pelo, tan abundante y negro como el de Jared. Lo llevaba recogido en una trenza suelta a la espalda. Sus ojos también quedaban ocultos tras unas gafas oscuras, pero lo que podía ver de su cara era fascinante.

Jared pensó que si un hombre pudiera dejar de prestar atención a aquel cuerpo, podría pasar mucho tiempo contemplando aquel rostro. Los pómulos eran altos y tersos bajo una piel del color del oro. Una boca llena que no sonreía y una nariz recta y afilada sobre una barbilla ligeramente puntiaguda.

–¿Savannah Morningstar?

–La misma.

Jared reconoció la voz que había oído en el contestador. Nunca había conocido una voz que se complementara tan bien con un cuerpo.

–Soy Jared MacKade.

Savannah inclinó la cabeza y el sol arrancó un destello de sus gafas ambarinas.

–Bueno, tiene pinta de ser abogado. Últimamente, no he hecho nada que necesite representación legal.

–No voy de puerta en puerta buscando clientes. He dejado varios mensajes en su contestador.

–Lo sé –dijo ella, agachándose otra vez para plantar un manojo de flores violetas–. Lo bueno de esas máquinas es que no tienes que hablar con gente de la que no quieres saber nada. Obviamente, no quería hablar con usted, abogado MacKade.

–No es estúpida –declaró él–. Sólo grosera.

Con una mueca divertida, Savannah acabó de apretar la tierra en torno a las raíces someras y levantó la cabeza para mirarle.

–Es verdad, lo soy. Pero ya que está aquí puede contarme eso que tantas ganas tiene de decirme.

–Un colega mío de Oklahoma me llamó después de localizarla.

La sensación de vértigo de su pecho desapareció rápidamente. Con gestos deliberados, Savannah cogió otro manojo de flores. Se tomó su tiempo para cavar con el plantador.

–Hace diez años que no paso por Oklahoma. No recuerdo haber quebrantado ninguna ley antes de marcharme.

–Su padre contrató a ese colega mío para que la localizara.

–No me interesa.

El buen humor con que había estado sembrando los arriates había desaparecido, no quería contaminar aquellas flores inocentes con el veneno que estaba destilándose en sus entrañas. Volvió a levantarse y se limpió las manos en los pantalones.

–Puede encargarle a su colega que le diga a mi padre que no me interesa.

–Su padre ha muerto.

Jared no había tenido intención de decirlo de aquella manera. No había mencionado al padre ni su muerte por teléfono porque no tenía corazón para confiar esas noticias a una máquina. Todavía recordaba el dolor agudo y penetrante de la muerte de sus propios padres.

Savannah no abrió la boca, ni se tambaleó, ni lloró. Se quedó de pie, asimiló la noticia y renunció a la pena. Pensó que una vez había habido amor y necesidad donde ahora no había nada.

–¿Cuándo?

–Hace siete meses. No ha sido fácil encontrarla. Siento que…

–¿Cómo? –preguntó ella interrumpiéndole.

–Una caída. Según mi información, estaba haciendo el circuito del rodeo, tuvo una mala caída y se golpeó la cabeza. No perdió mucho tiempo la consciencia, pero se negó a ir al hospital a hacerse una radiografía. Sin embargo, se puso en contacto con mi colega y le dio instrucciones de que la encontrara. Una semana después, su padre sufrió un colapso. Embolia.

Savannah escuchó sin hablar, sin moverse. En su mente, podía ver al hombre que una vez había conocido y amado sujetándose a la silla de un mustang corcoveante, con una mano alzada al cielo. Podía verle reír, podía verle ebrio. Podía verle murmurándole palabras de cariño a una vieja yegua y podía verle ardiendo de vergüenza y rabia al echar a su única hija de casa. Pero no pudo verle muerto.

–Bien, ya me lo ha dicho.

Y con aquellas palabras, dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.

–Señorita Morningstar.

Si Jared hubiera detectado pena en su voz, la hubiera dejado a solas, pero no había oído nada de eso.

–Tengo sed –dijo ella sin volver la cabeza. Anduvo por el sendero que cruzaba la hierba, subió al porche y cerró de un portazo.

«¿Ah, sí?», pensó Jared echando chispas. «Pues yo también. Y voy a terminar de una vez con este maldito asunto para beber un buen trago de cerveza».

Jared entró en la casa sin molestarse en llamar. Los muebles del pequeño salón estaban pensados para la comodidad, sillas con cojines grandes y mullidos, y mesas sólidas que podían aguantar el peso de unos pies cansados. Las paredes tenían un tono ocre que combinaba perfectamente con el suelo de pino. También había toques de color vívidos que contrastaban con los tonos cálidos, los cuadros, los cojines, y los juguetes desparramados sobre alfombras de colores brillantes. Jared recordó que ella tenía un niño.

Las encimeras de la cocina eran de un blanco brillante y el suelo de la misma madera de pino resplandeciente. Savannah fue al fregadero para lavarse las manos. No se molestó en hablar, pero se las secó antes de sacar una jarra de limonada del frigorífico.

–Me gustaría acabar con esto tanto como a usted –dijo él.

Savannah suspiró, se quitó las gafas de sol y las dejó sobre un poyo. Se recordó a sí misma que aquel hombre no tenía la culpa. No del todo, al menos. Si lo pensaba detenidamente, no era culpa de nadie.

–Parece sediento.

Le sirvió un vaso alto y se lo alcanzó. Tras echarle un vistazo con unos ojos almendrados, del color del chocolate fundido, se dio la vuelta para ponerse ella otro.

–Gracias.

–¿Va a decirme que mi padre tenía deudas que yo debo saldar? Si es así, será mejor que sepa que no tengo ninguna intención de hacerlo.

La tensión del miedo de la boca del estómago casi había desaparecido. Se apoyó de espaldas en una encimera y cruzó los pies descalzos a la altura de los tobillos.

–Lo que poseo, lo he ganado con mi esfuerzo y voy a conservarlo.

–Su padre le dejó siete mil ochocientos veinticinco dólares. Y algo de dinero suelto.

Jared observó que el vaso de Savannah se detenía, titubeaba, y luego proseguía el viaje hacia sus labios. Bebió lenta, pensativamente.

–¿De dónde sacó siete mil dólares?

–No tengo ni idea. Pero el dinero está depositado en una cuenta de ahorros de Tusla –dijo él, abriendo el portafolios sobre una pequeña mesa de carnicero–. Sólo tiene que enseñarme algún documento que pruebe su identidad, firmar estos papeles y la herencia le será transferida.

Savannah dejó el vaso de un golpetazo, su primer signo de emoción.

–No la quiero. No quiero ese dinero.

Jared dejó los papeles sobre la mesa.

–Es suyo.

–He dicho que no lo quiero.

Con paciencia, Jared se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo superior de su chaqueta.

–Por lo que entiendo, mantenía algunas desavenencias con su padre.

–Usted no entiende nada –replicó ella–. Y lo único que necesita saber es que no quiero el maldito dinero. De modo que vuelva a meter los papeles en ese elegante portafolios suyo y váyase.

Acostumbrado a las discusiones, Jared mantuvo la mirada, y el temperamento, firme.

–Su padre dejó instrucciones para que, en el caso de que usted se negara a aceptarlo o no pudiera reclamarla, la herencia pasara a su hijo.

La mirada de Savannah empezó a ablandarse.

–No meta a mi hijo en esto.

–Los procedimientos legales…

–Guárdese sus legalidades, es mi hijo. Mío. Y es mi decisión. Ni queremos ni necesitamos el dinero.

–Señorita Morningstar, puede negarse a admitir los términos del testamento de su padre, en cuyo caso los tribunales habrán de intervenir y complicarán lo que debería ser un asunto muy sencillo y directo. Demonios, hágase un favor a usted misma. Acéptelo, gásteselo en un fin de semana en Reno, dónelo para obras benéficas, entiérrelo en una lata en el patio.

Savannah se obligó a tranquilizarse, algo que no era tan simple cuando sus emociones estaban desatadas.

–Es muy sencillo y directo, no voy a aceptar ese dinero.

En aquel momento, se dio la vuelta bruscamente al oír la puerta de entrada y lanzó a Jared una mirada letal.

–Es mi hijo. No le diga nada de todo esto.

–¡Oye, mamá! Connor y yo…

Se calló de repente. Un niño delgado y alto, con los ojos de su madre y un pelo negro y rebelde bajo una gorra de béisbol. Estudió a Jared con una mezcla de desconfianza y curiosidad.

–¿Quién es éste?

Jared decidió que la educación era un rasgo de familia, la mala educación.

–Soy Jared MacKade, vivo cerca de aquí.

–Eres el hermano de Shane.

El niño entró en la cocina, cogió el vaso de limonada de su madre y lo vació bebiendo ruidosamente.

–Shane es chachi. Connor y yo hemos estado allí –le dijo a su madre–. En la granja MacKade. Hay una gataza de color naranja que ha tenido gatitos.

–¿Otra vez? –murmuró Jared–. Ahora sí que voy a llevarla al veterinario para que la esterilice. Estabas con Connor Dolin, ¿no?

–Ajá –dijo el niño, receloso.

–Su madre es amiga mía –dijo Jared.

Savannah puso la mano sobre el hombro del niño con un gesto natural.

–Bryan, ve arriba e intenta quitarte la mugre. Voy a hacer la cena.

–De acuerdo.

–Me alegro de conocerte, Bryan.

El niño pareció sorprendido. Después, sonrió brevemente.

–Sí, chachi. Nos vemos.

–Se parece mucho a usted –comentó él, fijándose en que sus labios se suavizaban al oír los pasos que subían la escalera.

–Sí. Me parece que tendré que poner aislante en el suelo.

–Estoy tratando de imaginármelo gamberreando con Connor.

El humor de sus ojos se transformó en ferocidad con tanta rapidez que Jared se quedó asombrado.

–¿Algún problema con eso?

–Trataba de imaginarme a ese manojo de nervios que acaba de subir la escalera con el niño tranquilo y dolorosamente tímido que es Connor. No es corriente que los niños que tienen tanta confianza en sí mismos, como su hijo, escojan a chicos como Connor de compañeros.

La ferocidad se calmó.

–Han hecho buenas migas. Bryan no ha tenido oportunidad de tener amigos durante mucho tiempo. Hemos estado viviendo de aquí para allá, pero eso está cambiando.

–¿Qué la trajo aquí?

–Yo estaba…

Savannah se detuvo y sonrió.

–Ahora trata de mostrarse amistoso, como un buen vecino, para que me ablande y le quite de encima este pequeño problema. Olvídelo.

Savannah fue al frigorífico y sacó un paquete de pechugas de pollo congeladas.

–Siete mil dólares es una cantidad considerable. Si lo invierte en un fondo universitario, le asegurará a su hijo una buena oportunidad para estudiar.

–Cuando, y siempre que él quiera, Bryan esté preparado para ir a la universidad, ya me ocuparé yo de mantenerle.

–Comprendo perfectamente el orgullo, señorita Morningstar. Por eso sé cuándo está mal dirigido.

Savannah se giró otra vez y se echó la trenza por encima del hombro.

–Señor MacKade, usted debe de ser el tipo de hombre paciente que se rige según las normas.

La sonrisa resplandeciente de Jared le hizo parpadear. Estaba convencida de que habría estados en los que esa arma sería ilegal.

–No va mucho a la ciudad, ¿verdad? Entonces, oiría algo muy distinto. Acuérdese de preguntarle alguna vez a la madre de Connor sobre los MacKade, señorita Morningstar. Le dejo aquí los papeles. Piénselo mejor y llámeme, mi teléfono está en la guía –dijo él, poniéndose las gafas de sol.

Savannah se quedó donde estaba, con un ceño en la frente y un paquete de pollo congelado entre las manos. Aún seguía allí cuando oyó el motor del coche y su hijo bajó corriendo las escaleras. Rápidamente, Savannah cogió los documentos y los metió en el cajón que tenía más cerca.

–¿A qué ha venido? –preguntó Bryan–. ¿Por qué llevaba traje?

Savannah podía eludir las preguntas, pero nunca hubiera mentido a su hijo.

–Muchos hombres llevan traje. Y apártate del frigorífico. Estoy con la cena.

Con la mano en la puerta del frigorífico, Bryan hizo un gesto impaciente.

–Me muero de hambre. No me puedo aguantar.

Savannah cogió una manzana de un frutero y la lanzó sin mirar por encima del hombro, sonriendo para sí cuando oyó que Bryan la atrapaba al vuelo.

–Shane ha dicho que podíamos ir a ver a los gatitos mañana, cuando salgamos de la escuela. La granja es chupi, mamá. Deberías verla.

–Ya he visto muchas granjas.

–Sí, pero ésta es genial. Tiene dos perros, Fred y Ethel.

–Fred y… –empezó ella antes de echarse a reír–. Quizá sí debiera ver eso.

–Desde el granero se puede ver la ciudad. Connor dice que hubo una batalla en esos mismos campos. Debe de haber un montón de tipos enterrados por todas partes.

–¡Vaya! Eso sí que es emocionante.

–Y se me ha ocurrido…. –Bryan dio un mordisco a la manzana e intentó parecer natural–… que quizá te gustaría venir a la granja y echar un vistazo a los gatitos.

–¿De verdad?

–Bueno, sí. Connor dice que Shane los regalará cuando los destete. A lo mejor quieres quedarte con alguno.

–¿Ah, sí?

–Claro, sí, para que te haga compañía mientras yo estoy en el colegio –dijo él con una sonrisa de triunfo–. Así no te sentirías tan sola.

Savannah le contempló con ojos de búho.

–Ésa ha sido buena, Bry. Muy astuto.

Y eso era lo que él estaba esperando.

–Entonces, ¿puedo?

Savannah le hubiera dado el mundo entero y no sólo un diminuto gatito.

–Claro –dijo riendo a carcajadas cuando su hijo se lanzó a sus brazos.

Una vez acabada la cena y lavados los platos, y con el hijo que era toda su vida metido en la cama con su gorra de béisbol, Savannah se sentó en el balancín del porche y contempló el bosque.

Le gustaba el modo en que la noche anidaba bajo sus ramas antes que en ningún sitio, como si le dedicara una atención especial. Más tarde oiría el ulular de un búho o el mugido del ganado de Shane MacKade. A veces, el silencio era absoluto o, si llovía, podía oír el burbujeo del arroyo entre las rocas.

La primavera todavía no había avanzado lo suficiente para ver el vuelo relampagueante de las luciérnagas. Las esperaba ansiosa y confiaba en que Bryan no estuviera demasiado mayor para cazarlas. Quería verle correr en su propio porche, bajo las estrellas de una cálida noche de verano, cuando se abrieran las flores y su aroma impregnara el aire, y el bosque formara una densa cortina que les ocultara de todo y de todos.

Quería que tuviera un cachorrito, que hiciera amigos, que su infancia rebosara de recuerdos que pudiera recordar después. Una infancia que sería todo lo que la suya no había podido ser.

Se meció suavemente y se relajó para disfrutar de la paz absoluta de la noche en el campo. Le había costado una pequeña suma y largos años llegar hasta allí, a aquel balancín, a aquel porche, a aquella casa. No se arrepentía de un solo momento, ni del sacrificio, el dolor, la preocupación o el riesgo. Porque arrepentirse de uno suponía arrepentirse de todos. Arrepentirse de uno era arrepentirse de Bryan y eso era imposible.

Tenía exactamente lo que había luchado por conseguir y se lo había ganado a pulso, a pesar de que las circunstancias habían sido desfavorables y brutales.

Estaba exactamente donde quería estar, era la persona que deseaba ser y ningún fantasma del pasado iba a estropeárselo. ¿Cómo se atrevía su padre a ofrecerle dinero cuando lo único que ella había querido era su amor?

Jim Morningstar había muerto. El inflexible, implacable y testarudo hijo de perra había domado su último caballo, había lazado su último toro. Y ahora se suponía que ella debía sentirse agradecida de que, al final, hubiera pensado en su hija, que se hubiera acordado del nieto que nunca había querido, al que ni siquiera había llegado a ver.

Había puesto su orgullo por encima de su hija y la diminuta llama de vida que alentaba en su vientre. Ahora, después de tanto tiempo, había pensado compensarles con casi ocho mil dólares; que se fuera al infierno.

Savannah cerró los ojos cansinamente. Ni ocho millones podrían hacerle olvidar y, desde luego, jamás bastarían para que le perdonara. Ningún abogado con traje caro, ojos matadores y pico de oro iba a hacer que cambiara de opinión. Jared MacKade podía irse al infierno junto con Jim Morningstar. No tenía derecho a entrar en sus tierras como si le pertenecieran, quedarse en su cocina a tomar una limonada, hablando de invertir el dinero en un fondo universitario, sonriendo con tanta ternura a su hijo. No tenía derecho a sonreírle a ella, no de aquella manera insultante, y despertar todas las emociones que ella había desterrado deliberadamente.

Bueno, después de todo, no estaba muerta. Algunos hombres parecían hechos para despertar las esencias de una mujer.

No quería quedarse sentada pensando en el tiempo que hacía que no abrazaba a un hombre y que no se sentía abrazada. En realidad, no quería pensar, pero él había pisado su césped y sacudido su mundo, el mundo que tan laboriosamente Savannah había construido, en menos tiempo del que se necesitaba para parpadear.

Su padre estaba muerto y ella muy viva. El abogado MacKade había dejado aquellos dos puntos muy claros en su breve visita.

Por mucho que le hubiera gustado evitarlo, iba a tener que enfrentarse con los dos hechos. Con el tiempo, tendría que volver a verlo. Si no era ella quien le buscaba, estaba segura de que él tomaría la iniciativa. Tenía una mirada de perro de presa, a pesar de su traje elegante y su corbata de seda.

De modo que Savannah debía decidir qué iba a hacer. Y también tendría que hablar con Bryan. Tenía derecho a saber que su abuelo había muerto, tenía derecho a saber que había una herencia.

Pero, aquella noche, no pensaría, ni se preocuparía, ni soñaría. Durante mucho tiempo, no se dio cuenta de que sus mejillas estaban mojadas, de que sus hombros se estremecían, de que los sollozos desgarraban su garganta. Se hizo un ovillo y ocultó la cara contra las rodillas.

–¡Ay, papá!

Dos

A Jared no le importaba realizar los trabajos del campo. No los consideraba un medio para ganarse la vida, como hacía Shane, pero no le importaba dedicarles unas cuantas horas de vez en cuando. Desde que había puesto a la venta su casa de la ciudad y había vuelto a la granja, echaba una mano cada vez que disponía de tiempo. Eran la clase de tareas que nunca se olvidan, unos ritmos que los músculos recordaban pronto. Ordeñar, alimentar el ganado, arar, sembrar.

Con una camiseta empapada en sudor y unos vaqueros viejos, acarreó varias balas de heno para el ganado. Las vacas lecheras se acercaron al comedero con un bamboleo de sus corpachones y un azotar de rabos. El olor le recordaba a su juventud y, sobre todo, a su padre.

Buck MacKade había cuidado bien a sus vacas y había enseñado a sus hijos a considerarlas una responsabilidad y un modo de ganarse la vida. Para él, la granja había constituido una manera sencilla de vivir y Jared sabía que lo mismo rezaba para Shane. Mientras distribuía el heno, se preguntó qué pensaría su padre del mayor de sus hijos, el abogado.

Lo más probable era que se hubiera sorprendido un poco al verle con traje y corbata, ocupado con documentos y archivos, con las apariencias y con las reuniones. Pero Jared tenía la esperanza de que se habría sentido orgulloso. Necesitaba creer que su padre se habría sentido orgulloso. Y tampoco era una mala manera de pasar un sábado después de toda una semana de juzgados y papeleos. Cerca de él, Shane silbaba distraído mientras conducía las vacas hacia el comedero. Jared se dio cuenta de que se parecía mucho a su padre, los tejanos polvorientos, la camisa polvorienta suelta sobre un cuerpo duro y disciplinado, la gorra raída sobre un pelo que necesitaba los cuidados del barbero.

–¿Qué te parece la nueva vecina? –gritó Jared.

–¿Qué?

–La nueva vecina –repitió señalando con el pulgar en dirección a las tierras de Savannah.

–¡Ah, te refieres a la diosa! –exclamó Shane apartándose del comedero con expresión soñadora–. Necesito un minuto de silencio –añadió cruzando las manos sobre su corazón.

Divertido, Jared se pasó una mano por el pelo. Shane le dio una palmada afectuosa en el anca a una de las vacas.

–Es impresionante.

–Es… No tengo palabras para describirla. Sólo la he visto una vez. Me tropecé con ella y con su hijo yendo al mercado. Hablé con ella un minuto y estuve babeando toda una hora.

–¿Qué te pareció?