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Bajo la Estrella Polar

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Bajo la Estrella Polar

Título original: Under the Pole Star

© Stef Penney, 2016

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Traductora del inglés: Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Lookatcia

 

ISBN: 978-84-9139-179-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Bajo la Estrella Polar

Créditos

Índice

Dedicatoria

Regiones del Polo Norte, 1893

Cita

Prólogo

PRIMERA PARTE. UNA CABILLA EN FORMA DE BALLENA

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

SEGUNDA PARTE. VEGA DE LIRA

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

TERCERA PARTE. RECONGELACIÓN

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

CUARTA PARTE. ARTURO DE BOOTES

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

QUINTA PARTE. POLARIS

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

SEXTA PARTE. EL MAR CUAJADO

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

SÉPTIMA PARTE. THULE

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

OCTAVA PARTE. INTERFERENCIA DESTRUCTIVA

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

NOVENA PARTE. THUBAN DE DRACO

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Epílogo

Glosario

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para el señor Van

Regiones del Polo Norte, 1893

 

 

 

 

 

 

Ves cosas y dices «¿por qué?». Yo, en cambio, sueño cosas que no son y me digo «¿por qué no?».

George Bernard Shaw

Prólogo

 

 

 

 

 

Base Aérea McGuire, Nueva Jersey, 40° 00’ N, 74° 35’ O

Abril de 1948

 

 

El avión, un Douglas C-47 Skytrain modificado, es un grueso cigarro de aluminio relumbrando al sol. Lleva la palabra Arcturus estampada en el fuselaje, en firme curva ascendente. El periodista se ha documentado, pero hay ciertas cosas que ignora, como, por ejemplo, que los operarios de mantenimiento pasaron varios días sacando brillo a la chapa y que el nombre se ha añadido expresamente para este viaje: un nombre celestial, más heroico y adecuado que la tediosa sucesión de dígitos de la cola del avión. El Skytrain sirvió como bombardero durante la guerra. Ahora, en cambio, transporta una carga a todas luces pacífica; entre sus pasajeros hay militares, sí –hombres de mirada fatigada, de cabello gris y uniformes entorchados–, pero también científicos de varias universidades, cámaras de la ABC, y el periodista.

El equipo de filmación graba a los científicos posando junto al avión. Cuando se les ordena, saludan y sonríen desacompasadamente, nunca todos al unísono. Los militares se mantienen firmes hasta que su comandante sonríe; entonces se relajan un poco, aunque no tanto como los civiles. Queda una última persona por llegar, una invitada de honor: una británica de edad avanzada a la que otrora, medio siglo atrás, se conocía como «la Reina de las Nieves».

Cuando la anciana –cabello blanco, erguida, imponente– es presentada a los científicos, el físico de Harvard asegura que su padre la conoció hace muchos años y que les hablaba de ella a sus hijos. La Reina de las Nieves asiente con una inclinación de cabeza y sigue adelante sin dar muestras de acordarse del padre o de escuchar siquiera lo que le dicen. La cámara sigue grabando los apretones de manos. El periodista piensa que, en el montaje final, aparecerá un gráfico de un globo terráqueo con un minúsculo avión avanzando lentamente, seguido por una estela de puntos trazada sobre el mapa. Esa idea le entusiasma.

 

 

Por fin se disponen a embarcar. Randall está nervioso, no por el vuelo, aunque sea su primera vez, sino porque quiere asegurarse un asiento junto a la anciana señora. Lleva meses fantaseando con este encuentro. Ella no le mira cuando se sienta: tiene los ojos fijos en la ventanilla. Randall se abrocha el cinturón, sentado frente al oceanógrafo de Harvard y detrás de un civil cuyo campo de estudio nadie parece conocer a ciencia cierta y que aparenta estar enfrascado en la lectura de una revista de automóviles. Despegan con pavoroso estruendo y la brusca ascensión le pega la espalda al asiento. Nota un picor en el cuero cabelludo. Al poco, el morro del Arcturus se nivela, el aparato vira y un sol feroz pinta de franjas la cabina, iluminando una cara tras otra.

 

 

Randall se vuelve hacia su compañera de asiento y prueba a trabar conversación pese al rugido de los motores.

—Tengo algunos recortes de prensa sobre usted —grita.

Ella frunce el ceño, probablemente porque no oye nada.

—¡Recortes de prensa sobre usted! —insiste él.

La anciana arruga aún más el entrecejo.

—Fue una época emocionante. Conoció usted a todo el mundo.

—¿Quién es usted? —pregunta ella, a pesar de que les han presentado en la pista, minutos antes.

—Randall Crane. ¡Crane! La revista World me ha encargado la crónica el viaje.

—El periodista —dice como si fuera algo decididamente inoportuno: como si dijera «una cucaracha» o «una hernia».

Desvía la mirada y vuelve a fijarla en la ventanilla, más allá de la cual el sol abrasa un terso campo de nubes blancas.

—¡Qué preciosidad! ¿Así es el Ártico? —Randall se inclina hacia ella, ansioso y emocionado, casi aturdido por el vigor de la luz, por el azul ardiente del cielo. Tras la sacudida visceral del despegue, casi se diría que no se mueven.

—Nunca ha estado usted allí.

—No —reconoce él alegremente, y no puede evitar sonreír: le han dicho que tiene una sonrisa irresistible—. Estoy deseando verlo. Espero que no se moleste si le digo que he estado leyendo sobre usted.

¿Ladea ella ligeramente la cabeza hacia él? Con los vejestorios, los halagos nunca fallan.

—Era usted una superestrella. Conoció a todos los exploradores, ¿verdad? Armitage, Welbourne, De Beyn y los demás. Fue una época asombrosa. Todos esos descubrimientos… Fue usted una pionera.

—Pues sí.

—Y la… la polémica. Siempre me ha fascinado lo que ocurrió. ¿Qué pensaba usted al respecto?

Podría echar el freno, seguramente debería hacerlo, pero se siente desbordante; la energía le borbotea dentro como un torrente imparable.

—¿Qué polémica?

—La polémica Armitage-De Beyn. El misterio sobre lo que les sucedió. Usted los conoció a ambos, ¿verdad?

—¡Santo cielo! Eso fue hace muchísimo tiempo. Ahora están todos muertos, menos yo. —Su tono no permite adivinar si siente pena o satisfacción—. ¿Qué importancia tiene eso ahora?

—¿Acaso no importa la verdad? —La mira a los ojos esperanzado, y ella elude su mirada, impasible—. Nadie parece saber qué pasó realmente. Me encantaría saber qué piensa al respecto, dado que estuvo usted allí.

—¿Lo que pasó realmente? —La anciana sonríe, pero su sonrisa no parece dirigida a él, sino a sí misma—. Me halaga usted si cree que yo sé la verdad.

—Me gustaría conocer su opinión. ¿Sería posible que habláramos sobre ese asunto?

—Aquí hay mucho ruido.

—Ah, sí. Aquí no, desde luego. Sí, hay mucho ruido, ¿verdad?

 

 

La Reina de las Nieves apoya la cabeza contra el asiento, los ojos fijos en la ventana. Parece cansada, pero a Randall, desde la inabordable atalaya de sus veintisiete años, todos los viejos le parecen cansados. Debe de tener, ¿cuántos? ¿Setenta y siete años? Más que su abuela Lottie. Su cabello es tan blanco como las nubes de fuera, y sus ojos, grises oscuros, tan insondables como guijarros pulidos. Va discretamente maquillada; o sea, que le preocupa lo que piensen los demás. Eso le da esperanza. También se ha documentado sobre ella: ha leído sus libros sobre el Ártico y escarbado en los archivos en busca de crónicas contemporáneas. Los artículos periodísticos de la década de 1890 se hacían eco de su belleza, pero a Randall le cuesta comprobar la veracidad de esas afirmaciones en las fotografías de prensa, casi siempre minúsculas y borrosas, en las que la joven suele aparecer entre un grupo de personas tocadas con sombreros, cuyas caras pálidas miran fijamente a la cámara. En fila en la borda de un buque. De pie en un muelle de embarque. En el estrado de un auditorio. Hay, no obstante, un retrato tomado cuando tenía poco más de veinte años: una recreación de estudio en la que la joven conocida como la Reina de las Nieves posa rígidamente delante de un paisaje polar pintado, la cara lisa y redondeada emergiendo de una aureola de pieles, la boca cerrada, los ojos fijos en un horizonte imaginario. Una trenza gruesa como una boa cae sobre su hombro. Más atractiva que bella, en opinión de Randall. Cuando miraba la fotografía un buen rato, le parecía discernir algo en sus ojos abiertos de par en par, pero ¿qué? ¿Arrogancia? ¿Ambición? ¿Desasosiego? Pensándolo bien, a aquellos rasgos congelados podía atribuírseles casi cualquier emoción humana. Como la mayoría de los retratos antiguos, evocaba sin desvelar casi nada.

En el asiento contiguo, la Reina de las Nieves ha cerrado los ojos. Randall no consigue atisbar en su rostro a la joven de antaño. Sospecha que no está dormida. Su abuela asegura que nunca duerme; que, al envejecer, prescindes de esa necesidad. Randall mira a su alrededor. Algunos científicos dormitan. Otros leen revistas; aunque no World, advierte Randall. Su ánimo no decae lo más mínimo. Tienen horas por delante antes de que alcancen su destino.

 

 

Flora Cochrane (ha cambiado muchas veces de apellido, pero este será el que se lleve a la tumba) se despierta con un sobresalto. Estaba soñando con personas y lugares con los que no soñaba desde hacía décadas. Siente aún en la boca, como un hormigueo, la cálida presión de la carne evocada. Un arrebato de sensaciones pretéritas la embarga. Hacía años que no tenía ese sueño. Tarda un instante en recordar dónde está. Un ruido infernal golpea machaconamente su cerebro. Una luminosidad turbadora la envuelve. Luego, el sentimiento de ligereza abandona su cuerpo y recuerda entonces que es vieja. Un temblequeo… Ah, sí, está en un avión. El Arcturus. Al mirar en torno ve al hombre absurdamente joven sentado a su lado. Se vuelve hacia ella con excesiva presteza. Flora recorre la cabina con ojos desenfocados, preguntándose si habrá gemido en sueños. Pero nadie la mira. Y de todos modos no podían oírla.

—Estamos descendiendo hacia Terranova.

El joven se inclina hacia ella y le grita al oído. Flora asiente levemente, sin mirarle a los ojos, con la esperanza de que no intente trabar conversación. Le gustaría ir al aseo, pero no recuerda si hay uno en el avión. Antes estaba acostumbrada, pero, aun así, sigue siendo un fastidio viajar rodeada de hombres. Mientras descienden entre una capa de nubes, el avión brinca y se sacude como un pequeño navío en aguas turbulentas. Muy interesante, esta modalidad de viaje. Han recorrido más de mil seiscientos kilómetros en apenas unas horas. Imagínate, qué caminata. Incluso navegando a la velocidad del viento costaría varios días recorrer esa distancia. El viento, sin embargo, queda ya muy atrás. Está bien acelerar las cosas, piensa. A su edad. De pronto se le ocurre una idea: cuánto le habría gustado a él esto. Habría reído de puro gozo.

—¿De qué se ríe?

El joven sonríe, tenaz. Su descaro resulta, no obstante, menos molesto de lo que Flora habría pensado. Tiene un no sé qué de encantador y retozón. Puede que sean sus ojos marrones, o su pelo, que, resistiéndose a la gomina, cae sobre su frente; o sus dientes un poco saltones, ansiosos por dejarse ver.

Flora menea la cabeza y se señala el oído: el rugido de los motores es cada vez más fuerte. Él asiente y le dedica una hermosa sonrisa, esperando un momento más propicio.

 

 

Base de la RCAF, Gander, Terranova, 48° 57’ N, 54° 36’ O

 

Han aterrizado en una base aérea de Terranova, junto a un lago en forma de garfio. Aunque dista de ser lujosa, la base está diseñada para acomodar tanto a hombres como a mujeres. Incluso le asignan una asistente para que le enseñe su alojamiento y le explique cómo ponerse el extraordinario traje acolchado que habrá de vestir por la mañana. Parece ideado para bebés gigantescos, o para chiflados. La mujer, de cabello compacto, con una mancha de carmín en los dientes, le enseña cómo ponérselo. En la parte de atrás del pantalón, a la altura de las nalgas, hay una solapa que se abre y se cierra con cremallera.

—Ya sabe, para una urgencia. Le recomendamos que practique mientras está aquí, para cogerle el tranquillo.

Habla con delicadeza, pero el asunto no deja de ser enojoso.

—¿Cuánto tiempo hace que estuvo allá arriba? —pregunta la mujer.

Las han presentado, pero Flora no recuerda su nombre.

—Uf, hace cientos de años. Durante la última glaciación. —Sonríe para dejar claro que no es un desaire, sino una broma.

La mujer se ríe mecánicamente, sin ganas. A Flora nunca se le ha dado bien gastar bromas. Lo intentó durante un tiempo, cuando andaba por la veintena, pero desistió. Decide corregirse.

—Me sorprende que me lo pidieran. Que no hubiera nadie más… importante.

—De esa época, no. Ha sobrevivido usted a todos —contesta la mujer con una sonrisa—. Me alegro por usted.

Flora se incomoda de pronto.

—¿Sabe? —continúa la mujer—, cuando era pequeña leía sobre usted y sus expediciones. Era tan estimulante pensar que una mujer era capaz de todas esas cosas ya entonces…

—Bueno… —Quizás la haya juzgado mal—. No fue fácil. Estoy segura de que ahora tampoco lo es.

—No. Las cosas cambiaron un poco con la guerra, pero desde entonces, desde que regresaron los hombres, hemos tenido que quitarnos otra vez de en medio, usted ya me entiende.

Sube la cremallera con un ruidoso ademán. Flora no está segura de entenderla, pero de todos modos asiente.

—Gracias. Creo que ya puedo arreglármelas.

—La cena es dentro de una hora. Imagino que querrá descansar un poco antes de cenar. Si necesita algo, no tiene más que gritar.

Cuando cierra la puerta, Flora se acuerda por fin de su nombre: Millie… Mindy… Un nombre pueril. Está deseando recostarse. Dormir. Recuperar, quizá, esa sensación que tuvo en el avión. Después tal vez se permita tomar una copa. Uno de esos cócteles dulces y engañosos que tomaba en Nueva York. Se tumba en la cama con un suspiro de alivio.

El ocaso durará horas. Las nubes han desaparecido. El aire diáfano permanece inmóvil. Hacía mucho tiempo que no veía un aire tan límpido; claro que hacía años que no viajaba tan al norte. A través de la ventana reconoce el leve y familiar resplandor de las estrellas que empiezan a aparecer en el cielo. Ahí está Arturo, que los esquimales llaman Uttuqalualuk, el Anciano. No recuerda el nombre de las personas que le han presentado hoy, pero esos nombres, aprendidos hace décadas, siguen grabados en su memoria. Y allí, justo encima del horizonte, está Vega, la Anciana. El Caribú, conocida también como la Osa Mayor. Casiopea, el Pie de la Lámpara. Y, empezando a insinuarse con su tenue resplandor rojizo, la macabra Sikuliaqsuijuittuq, el Asesinado.

Flora abre la ventana y, asomándose, aspira el aire azul y gélido. Estira el cuello para ver Draco enroscándose alrededor de Polaris y busca con la mirada Thuban, su Estrella Polar pasada y futura. Mira fijamente, hasta que empiezan a lagrimearle los ojos, pero puede que sea demasiado pronto o que haya demasiada luz, o quizá sea que tiene los ojos agotados, porque no consigue encontrarla.

 

 

Desde que supo que iba a subir al avión, ha vuelto a rememorar aquella época. Cuando cierra los ojos, puede ver el valle extendiéndose ante ella, pardo, verde y gris; minúsculas gemas de colores; y el lago de un azul sobrecogedor. El Valle Imposible, lo llamaban. Pero fue posible, aunque solo fuera brevemente.

Hace poco, su vieja amiga Poppy cayó enferma y Flora consiguió ir a verla antes de que fuera demasiado tarde. Postrada en la cama, empequeñecida y a un tiempo asexuada e intemporal, Poppy habló con serenidad de su muerte inminente. Creía en el Cielo. Sabía que encontraría allí a sus hijos: soldados descreídos, mártires involuntarios.

Flora asintió, aunque en el fondo no estuviera de acuerdo; pero, a fin de cuentas, ¿quién era ella para decir si Poppy tenía razón o no, si sus creencias eran o no ciertas? Le gustaría creer en el Cielo, desde luego, pero siempre le ha parecido una creencia demasiado simplista, demasiado trillada. Si fuera cierta, ¿por qué habría que esforzarse tanto aquí abajo? Además –pensó, pero no lo dijo–, el cielo está aquí, en la Tierra. Ella lo sabe. Ha estado allí.

PRIMERA PARTE

UNA CABILLA EN FORMA DE BALLENA

 

 

Un vil vial de cristal para VENENO.

Un gancho de hierro.

Un penique de cobre.

Un trozo de cinta roja.

Un alfiler de bronce (torcido).

Un pañuelo con bordados.

Una cabilla en forma de ballena.

 

 

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Alta mar, Atlántico Norte.

Verano de 1883

 

 

Esa era la lista de las cosas que robó Flora en su primer viaje. Había también otras, pero solo anotó sus favoritas. La cabilla en forma de ballena la guardó durante años, como un talismán, hasta que desapareció. Estaba tallada en un trozo de madera clara, de grano muy fino y suave, con la cabeza, las aletas y la cola apenas esbozadas. Los ojos y el espiráculo eran sendas quemaduras practicadas con un punzón caliente. Podía abarcarla perfectamente con el puño. La había codiciado nada más vérsela a un timonel en la mano y, cuando la encontró tirada en los imbornales, se la guardó en el bolsillo sin ningún escrúpulo. Estaba abandonada allí, condenada a regresar al mar. Tenía derecho a quedársela, se dijo.

 

 

Flora Mackie tenía doce años cuando cruzó por vez primera el Círculo Polar Ártico. Su madre había muerto el mes de noviembre anterior, y su padre, el capitán ballenero William Mackie, de Dundee, no sabía qué hacer con su única hija. De él, Flora había heredado su físico y la brusquedad de sus modales. No mostraba, en cambio, atisbo alguno de la gracilidad de su madre. Elsa Mackie había sido una mujer muy bella que disfrutaba de su condición de objeto decorativo. Su marido estaba orgulloso de ella, pero la esposa de un capitán ballenero de Dundee, o de cualquier otra parte, tenía escasas oportunidades de lucir sus encantos. Los medios por los cuales había concebido a Flora habían causado horror en la señora Mackie, y el resultado también la había dejado insatisfecha. Tenía tendencia a lamentarse de los defectos de su hija: principalmente, de su cintura gruesa y su temperamento viril. Antes de que Flora pudiera hablar, su madre comenzó a manifestar misteriosos achaques que acabaron por hacerse crónicos, por lo que dejó la crianza de Flora en manos de un aya, Moira Adam, que, aunque eficiente, tenía el corazón tan duro como el granito dórico. Durante las últimas semanas de vida de su esposa, a su regreso de una fructífera temporada de pesca en el Norte, el capitán Mackie y su hija solían sentarse juntos en el salón de la casa mientras, en la planta de arriba, la madre era atendida por una sucesión de doctores. Cuando falleció, su viudo se sintió más atormentado por los remordimientos que abatido por la pena: si se hubiera quedado en casa en lugar de ausentarse durante largos periodos de tiempo, que a veces duraban hasta dos años, tal vez su esposa no habría muerto. ¿Y si le pasaba lo mismo a Flora?

Otros capitanes se llevaban a sus mujeres al Norte, argumentó el capitán Mackie; únicamente ante sí mismo, puesto que no era hombre propenso a dar explicaciones. De modo que ¿por qué no iba a llevarse él a su hija? Había visitado tantas veces el estrecho de Davis que ya no le parecía un lugar particularmente peligroso. Hubo habladurías, pero no llegaron a oídos del capitán, que tenía pocos amigos en la ciudad. La gente decía que debería llevar a la niña a vivir con algún pariente. O mandarla a un internado, a una casa de acogida o a un convento. Pero el capitán Mackie no sabía lo que decía la gente, ni le importaba. Había pasado la mayor parte de su vida a bordo de un barco del que desde hacía quince años era capitán y, Dios mediante, señor absoluto. Estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera.

 

 

Así pues, en abril de 1883, Flora y su padre zarparon de Dundee a bordo del ballenero Vega. De aquello no saldría nada bueno, murmuraba la gente. Con ello querían decir, aunque nadie se atreviera a expresarlo en voz alta, que Flora era una jovencita en un barco lleno de hombres, rumbo al país de los hielos, a un mar de sangre. Una situación sin precedentes. Inmoral, en cierto modo. Un error sin paliativos.

El capitán Mackie estaba convencido, sin embargo, de que ningún mal podía sobrevenirle a Flora en su barco. El Vega, una fragata a vapor de trescientas veinte toneladas construida en el astillero de Gourlay, en Dundee, tenía el casco revestido con tablones de roble de seis pulgadas de grueso y doble refuerzo en la popa y las amuras, de noventa centímetros de espesor. Baos de roble de veinticuatro pulgadas cuadradas, cortados cada uno de ellos de un solo tronco, atravesaban el casco para defender sus costados de la presión de la banquisa. El capitán Mackie, que llevaba casi treinta años navegando por los mares de Groenlandia, lo consideraba el mejor buque que había salido de los astilleros de Dundee. Era armador, además de capitán: poseía diez sesenta y cuatroavas partes del Vega, pero amaba cada palmo de aquel navío, no con celo de propietario, sino con el amor que siente un capitán por una nave vigorosa y audaz. Hacía nueve años que capitaneaba el Vega, y estaba persuadido de que su hija no sufriría ningún daño a bordo del ballenero. No podía decir lo mismo de otros navíos y, aunque no quería citar nombres, pensaba en el envejecido Symmetry o en el Fame de Peterhead, aquel barco del demonio.

El Vega no era grande ni bonito; los balleneros que faenaban en el estrecho de Davis solían ser navíos de poca eslora, lentos y recios. Para Flora, sin embargo, era una hermosura: macizo y denso, la robustez de su madera de roble la llenaba de asombro. Le encantaban sus regalas, por encima de las cuales apenas alcanzaba a asomarse, cubiertas por una gruesa capa de barniz, suave y levemente pegajosa al tacto, y le encantaba acariciar el latón sedoso, tan pulido que tenía un lustre terso y líquido. Cuando nadie la veía, se subía a horcajadas sobre los enormes refuerzos transversales que defendían el casco de los hielos, incapaz de imaginar que algo pudiera vencerlos. Adoraba, además, su nombre. Los demás barcos de la flota llevaban nombres como Dee, Ravenscraig y John Hammond, y la fragata se le antojaba una intrépida aliada hecha de madera y brea: la hermana que nunca había tenido, una inestimable compañera de fatigas en el mundo implacablemente viril del Norte. Desde la primera vez que subió por el portalón, le gustó incluso su olor, aquel aroma turbio y acre a brea, a salitre y a carbón, mezclado, tras pasar el invierno en puerto, con el leve tufo de la matanza estival: el hedor a grasa, a sangre y a muerte.

 

 

Con cincuenta hombres y una niña a bordo, el Vega estaba abarrotado. A menudo, Flora se hallaba teóricamente sola (cuando estudiaba en el camarote, por ejemplo), pero allá donde estuviera oía siempre una sinfonía de ruidos humanos. Aparte de la charla, los gritos y, de cuando en cuando, los exabruptos rápidamente acallados de los marineros, se oían a todas horas del día y de la noche gruñidos, resoplidos, pedos, risas, gemidos, ronquidos y ruidos más difíciles de identificar. Con frecuencia oía blasfemar a través de los mamparos de madera. Si su padre rondaba por allí se hacía la sorda y, cuando no podía, fingía no entender lo que decían. En ese aspecto, el buque no era muy distinto a las calles de Dundee.

Su padre hacía todo lo que podía por ella. Compartían su minúsculo camarote, dividido por una manta que podía correrse como una cortina, y Flora tenía un catre que, colgado de un bao, se mantenía más o menos nivelado cuando el oleaje mecía y sacudía el barco. El catre tenía los rebordes levantados como una bandeja, y Flora se balanceaba en él, arropada en mantas y más tarde en pieles, como una salchicha envuelta en tocino.

Estando aún en Crichton Street, había oído (era una cotilla impenitente) toda clase de habladurías que habían avivado su imaginación. La gente decía que los marineros les hacían cosas terribles a las jovencitas, cosas vagas que, sin embargo, estaban envueltas en una extraña excitación. Pero en el Vega todos eran amables y considerados con ella. Por si acaso, sin embargo, Flora se hizo con un arma: un cortaplumas que llevaba colgado del cuello con una correa, debajo de la camisa.

No creía, en el fondo, que los marineros fueran a hacerle ningún daño. Y no solo por la amabilidad con que la trataban, sino porque sabía que no era muy atractiva: anodina y regordeta, tenía la cara redonda, del color del suero de leche, y los ojos grises como una piedra. Sabía desde muy niña que había personas a las que se amaba por su atractivo físico (como su madre) y personas a las que no; personas que atraían las miradas, que suscitaban las sonrisas y el favor de los desconocidos, y personas que pasaban inadvertidas como fantasmas. Estaba acostumbrada a ser invisible. Pero siempre convenía estar preparada, y además, en sus fantasías, podía ser, ¿por qué no?, rubia y frágil, con el rostro en forma de corazón y los ojos violetas, como la delicada heroína de Pobre miss Caroline, su libro preferido. Poco importaba que nunca hubiera conocido a nadie con los ojos violetas (ni con la cara en forma de corazón, si a eso íbamos). Había noches en que, mientras yacía en su camastro, fantaseaba con asaltantes sin rostro a cuyos ataques respondía con violencia sanguinaria. Disfrutaba con aquellas fantasías. A veces, mientras se mecía en la resonante oscuridad, se dejaba someter. Y también de esas fantasías, por más que fueran nebulosas, extraía placer.

 

 

El capitán Mackie procuró que Flora siguiera instruyéndose en la medida de sus posibilidades. Al finalizar el viaje, tendría que haber leído la Biblia (a ser posible aprendiéndose de memoria los Evangelios), estudiado las maravillas de la Creación plasmadas en el mundo natural y adquirido nociones de Todas las Cosas Acaecidas hasta el Momento. Insistía en que Flora llevara un diario en el que resumiera sus lecturas a fin de demostrar que las comprendía. A tal efecto, le compró varios cuadernos.

Flora miraba absorta los grabados de plantas y aves. Hoy he estudiado los paseriformes, anotaba en el diario titulado Lo que he aprendido, de Flora Elsa Caird Mackie. Son los pájaros cantores. Hay muchas especies distintas. P. ej., los mirlos. Con esto, su padre parecía darse por satisfecho. Había leído esforzadamente Una historia del mundo para niños y sabía, por tanto, que la Historia comenzaba con los egipcios, a los que siguieron los griegos y los romanos. Luego venía Jesucristo, y a partir de entonces empezaba el declive. Era un libro cautivador, pero no entraba en detalles. Flora tenía la impresión de que la Historia se volvía más aburrida a medida que se acercaba al presente. A la altura de su siglo ya no quedaban gladiadores, gatos embalsamados, cálices de cicuta ni monarcas que ansiaran asesinarse entre ellos. Los cultivos intensivos y las hiladoras multibobina habían ocupado su lugar. Para Flora, era decepcionante. Quería saber más. ¿Cómo se mataban entre sí los gladiadores? ¿Cómo era posible que un faraón se casara con su hermana? ¿A qué sabía la cicuta y cuánto tardaba en hacer efecto? (¿Te morías vomitando, te asfixiabas o te desangrabas, quizá?) Pero acerca de tales temas, como acerca de muchos otros de verdadero interés, su libro no decía nada.

 

 

Dos días después de zarpar de Stromness, Flora cogió otro cuaderno y estuvo pensando un rato antes de abrirlo. Pensaba en los gemidos que había oído al otro lado del mamparo la noche anterior. Su padre dormía, roncando plácidamente. Flora había experimentado un vago temor: se preguntaba si el hombre estaría enfermo y al mismo tiempo temía, de un modo que no alcanzaba a expresar, que no fuera esa la causa de sus gemidos. Pasó el resto de la noche sin dormir.

No escribió nada en la tapa de aquel cuaderno; lo abrió por la última hoja y empezó a escribir con su letra minúscula y enrevesada, tal vez porque, en un lugar donde la soledad y el recogimiento eran ilusorios o imposibles, sentía la necesidad de tener secretos. El día que estudió a toda prisa el orden de los paseriformes, tras leer un capítulo sobre los griegos y ojear algunos pasajes del Evangelio de Mateo, cogió el diario sin título y anotó: No me gustan los pájaros. No tienen pelo y no me gusta cómo me miran. Los únicos pájaros que veía entonces eran las gaviotas que se posaban en la regala y que no eran paseriformes, desde luego, porque, aunque tuvieran forma de pájaro, cantar no cantaban, y la observaban con ojos vidriosos e insolentes.

 

 

Los oficiales del Vega (los arponeros, los timoneles y los cordeleros) procedían de Dundee y de diversos pueblos de Fife: de Cellardyke, de Pittenweem, de Saint Monance. Los remeros, en cambio, eran de las Orcadas. De los cincuenta hombres que había a bordo, once se llamaban John y siete Robert. Flora se hizo amiga del más joven de todos ellos: un grumete de Dundee llamado Robert Avas, para el que aquel también era su primer viaje. Pese a que el chico era un año mayor que ella, Flora le sacaba varias pulgadas. Tenía la cara blanca y macilenta común entre los chiquillos del mercado del pescado, pero también un entusiasmo sin límites y una simpatía irrefrenable. Nunca había oído hablar de los egipcios y pensaba que Newcastle era la capital de Londres. Tal grado de ignorancia impresionó a Flora.

—Podría enseñarte a leer —le dijo a la semana de conocerse.

—¿A leer? ¿Pa’ qué? —contestó él con una sonrisa.

—Para… —Flora no supo qué decir—. Para que sepas leer.

—¿Y qué iba a leer? —preguntó Robert con curiosidad genuina.

Ella se quedó callada un momento, pensando qué lecturas podían atraerle más.

—Pues… los periódicos.

—Bah, están llenos de sandeces.

Flora se encogió de hombros.

—Cuentos. Sobre marineros…

—Bastantes cuentos me sé ya.

Un ruido ensordecedor rompió sobre ellos como una ola. Voces profundas y estentóreas llegaban de los obenques de proa: los orcadianos izaban las velas mientras cantaban una tonada misteriosa cuyas palabras no parecían tener sentido. Flora los observó con un asomo de inquietud. Eran muy grandes, más altos y fornidos que los hombres a los que estaba acostumbrada. Tenían el cabello rubicundo, la piel colorada, como en carne viva, y los pómulos y las cejas prominentes. Hablaban una lengua distinta. La fascinación de su cántico hizo que algo se agitara dentro de ella.

—¿Tú los entiendes?

Robert fijó en Flora sus cándidos ojos azules.

—¡Vou, vou! —gritó imitando los extraños gritos de los marineros. Luego se rio y se encogió de hombros.

Se veían a ratos, cuando podían, y el tiempo que pasaban juntos era interrumpido a menudo por los gritos de los oficiales repartiendo órdenes. Entonces Robert se levantaba de un salto y corría a trepar por los obenques o desaparecía en la bodega. Flora no le envidiaba por ello, pero se sentía frustrada. No le apetecía especialmente trepar por las jarcias, pero sabía que, en cuanto daba media vuelta, Robert se olvidaba de ella. Él cumplía una función en el manejo del barco. Ella, en cambio, era una chica, un sobrante.

Solo tenía otro amigo a bordo: Charles Honey, el cirujano. Como la mayoría de los cirujanos de los buques balleneros, hacía poco que Honey había terminado sus estudios de Medicina y carecía de medios para establecerse por su cuenta. Había cumplido veintitrés años, pero aparentaba menos: tenía la piel lozana y un aire de asombrada inocencia. Sufrió terribles mareos las dos primeras semanas de la travesía. Sus lamentos podían oírse en todo el barco. Al principio los marineros se compadecieron de él. Pasados unos días, sin embargo, su compasión se tornó en burla. El capitán Mackie los reprendió ásperamente, pero no dio más explicaciones. No había podido encontrar a otro médico. Como Honey estaba casi siempre solo en la enfermería, Flora no temía ir a verle y, dado que era una niña y no precisamente bonita, él no temía su presencia. Era un hombre de aspecto inofensivo: esmirriado, amable, de voz vacilante. Se sonrojaba con facilidad.

 

 

Fue en la enfermería donde Flora reparó por primera vez en Ian Sellar. Navegaban a barlovento, con viento del noroeste, y las cuadernas del Vega crujían como si fueran a romperse. Los frascos y redomas de Honey tintineaban en sus jaulas. En un bandazo a sotavento, una taza de café resbaló por el escritorio del cirujano vertiendo su contenido sin llegar a volcarse.

Sentada en la camilla, con la espalda apoyada contra la pared del camarote, Flora acribillaba a Honey a preguntas acerca de la disección de cadáveres. Durante sus interrogatorios previos se había cerciorado de que los estudiantes de Medicina practicaban esa tarea, pero Honey se mostraba evasivo en sus respuestas. Dicho en pocas palabras, le mentía. Como hija del capitán que era, Flora estaba investida de cierta autoridad vicaria, y Honey no quería enemistarse con ella, pero al mismo tiempo le preocupaba que su padre se enfadara con él por llenarle la cabeza con historias de pesadilla.

—Este viento, ¿qué fuerza tiene?

El médico trataba a Flora como si participara de la sabiduría marinera de su padre, y ella no hacía nada por sacarle de su error.

—Pues será… —El barco dio otro bandazo cuando el Atlántico Norte abofeteó su proa—. De fuerza seis… o cinco. Cinco, calculo yo. Podría ser mucho peor.

—Espero que no, o temo por mis medicinas. —Honey miró hacia arriba, desencajado.

El viento entonaba su canto fúnebre en los obenques. Flora no tuvo compasión.

—Pero ¿ha diseccionado el cadáver de una mujer?

—Santo cielo, Flora, ¿por qué quiere usted saber tal cosa?

—Tienen que aprender cómo son por dentro, y sus entrañas son distintas a las de los hombres, ¿verdad que sí?

Le miró astutamente. Al principio no le costaba ningún trabajo que el doctor Honey se sonrojara, pero el cirujano empezaba a conocer sus artimañas.

—Estoy seguro de que sabe usted mucho más de lo que aparenta, señorita, y me está tomando el pelo.

—¡Nada de eso! Puede que algún día yo también sea médico. Quiero curar a la gente. Si no sabes nada, no puedes sanar a un enfermo, ¿verdad que no? ¿Qué opina usted? ¿Sería una buena doctora?

En el instante en que Honey abría la boca para responder, se oyeron unos golpes más allá de la puerta y la proa del barco se hundió en el profundo seno de una ola.

—¡Puta suerte la mía!

Flora puso cara de circunstancias. Se abrió la puerta. Un marinero alto y de aspecto ágil entró a trompicones, sujetándose el brazo derecho, con la cara crispada en una mueca de dolor.

—Doctor, me he…

Al ver a Flora se puso colorado. Ella le reconoció: era Ian Sellar, uno de los marineros de las Orcadas.

—La señorita Mackie ya se iba. Ande, Flora, váyase.

—¿No puedo ayudar?

Ian Sellar aflojó la mano con un gemido.

—Uf, Sellar, ¿qué le ha pasado?

—Un tolete. El hombro.

Apretó los labios y cerró los ojos. Honey le hizo sentarse en una silla bajo la lámpara, cogió un bisturí y le cortó la camisa de un solo tajo, sin vacilar. Flora, que se había quedado boquiabierta al verle empuñar el escalpelo (¿se disponía a amputar?) rondaba detrás de ellos.

Ian Sellar era uno de los orcadianos más jóvenes y el hombre de hechura más perfecta que Flora había visto nunca. Los hombres del Norte solían tener el rostro abrupto y enrojecido; la tez de Sellar, en cambio, era del color de la miel, cosa única en aquel barco poblado por pictos de piel rosada. Sus facciones eran fuertes y elegantes, y se movía con una gallardía que le hacía descollar entre todos los demás. Flora miró su espalda desnuda y dorada. No se explicaba por qué no se había fijado en él hasta ese instante. Honey chasqueó la lengua al palpar el hombro, donde la sangre iba extendiéndose bajo la piel. Ian dejó escapar un gemido.

—No está dislocado, Sellar. Solo es una contusión severa. Tendrá que llevarlo en cabestrillo una temporada. Flora, páseme ese rollo de venda de ahí. No, ese. Si quiere ayudar, puede echar un poco de hamamelis en ese cuenco. Es el que…

Flora corrió a hacer lo que le pedía el médico. Estaba familiarizada con la mayoría de los enseres de la enfermería. Ágil como un gato, le llevó a Honey vendas, imperdibles, compresas y brandi, mientras el barco se encabritaba, vapuleado por olas furiosas. Ian tenía el rostro demudado bajo la piel morena. Pequeñas gotas de sudor rodaban por sus sienes. Flora se quedó tras él, observando, y cuando el barco dio un fuerte bandazo a estribor se precipitó hacia el marinero y rozó con la mano su hombro sano y reluciente. Apartó la mano de inmediato, asustada por su calor. Sellar mantenía los ojos fuertemente cerrados. Ni el médico ni el marinero parecieron advertir que su gesto no había sido accidental.

 

 

Después de aquello, Flora observaba la figura de Sellar en la cubierta y escuchaba su burdo acento con tal atención que llegó a distinguir su voz a través de los mamparos de madera. Los hombres nunca estaban solos a bordo, salvo durante los escasos minutos que pasaban en el castillo de proa, pero, aunque hubiera estado solo, Flora no se habría acercado a él. No sabía qué podía decirle.

 

 

Durante los largos crepúsculos, padre e hija buscaban en el cielo Venus y Marte, Altair, Arturo y Polaris. A veces pasaban la corta noche en vela, siguiendo el curso de las estrellas a través del firmamento. Estaban rodeados por constelaciones que nunca se ocultaban a la vista: las Osas, el Dragón, Perseo, Casiopea, Cefeo… Pero ninguna de ellas se parecía a lo que representaba, salvo Draco, el dragón.

—¿Por qué al Arado se le llama la Osa Mayor si parece un arado?

—No la estás viendo entera. El arado solo es la parte de atrás de la osa y su cola.

—Los osos no tienen cola. Larga, no.

—Puede que los osos griegos antiguos sí la tuvieran.

Flora se rio, burlona. Su padre pensó que se estaba envaneciendo demasiado.

—De todos modos, ¿cómo sabes que Draco se parece a un dragón? —añadió—. ¿Has visto alguno?

—He visto estampas.

—¿Y crees que esas estampas fueron dibujadas al natural?

—¡Claro que no! Los dragones no existen.

—Entonces puede que Draco se parezca tan poco a un dragón como la Osa Mayor a una osa.

—Sí, pero… no puede ser distinto a algo que no existe porque… —Se interrumpió, indecisa—. Los osos sí que existen. ¿Por qué tenían que inventarse algo? Podían haberla llamado la Serpiente. Las serpientes sí existen.

—¿Me estás preguntando por qué la gente inventó a los monstruos?

—Supongo que sí.

—Puede que porque nunca habían salido a pescar ballenas. Mira la cola de Draco, a medio camino entre las osas. Hay una estrella que brilla más. La segunda estrella más brillante.

Flora sujetó con firmeza el telescopio de su padre, apoyado en el penol. El barco estaba completamente en calma, el mar era como una balsa. Un iceberg se erguía, inmóvil, a unos doscientos metros de distancia, duplicado por el mar como por un espejo. Las estrellas se reflejaban en el agua, centuplicándose como si el Vega estuviera suspendido en el espacio oscuro, con los astros debajo, a infinita profundidad.

—¿La ves? Es Thuban. Antiguamente, cuando los egipcios estaban construyendo sus pirámides, era la Estrella Polar. ¿Te acuerdas de los egipcios?

—Sí, me gustan los egipcios. Tenían un dios con cabeza de halcón.

—Sí. ¿Que se llamaba…?

Un segundo de vacilación.

—Horus.

—Sí. Los egipcios construyeron su Gran Pirámide de forma que el brillo de Thuban pasara a través de un hueco practicado en su interior, hasta el centro de la pirámide.

Flora se estremeció.

—¿Cómo podía ser la Estrella Polar?

—Hace cinco mil años, Thuban era la Estrella Polar. Y algún día, dentro de mucho, mucho tiempo, volverá a serlo. Y ocupará una posición más perfecta que Polaris. ¿Por qué? Porque la Tierra se mueve sobre su eje. Como una peonza cuando está a punto de caer. —Le hizo una demostración moviendo la mano a un lado y a otro—. Muy, muy despacio. Ahora Polaris es la Estrella Polar, claro, o, mejor dicho, es la que se encuentra más cerca del polo celeste, pero algún día… Todo cambia, Flora. Lo bueno, lo malo… Es igual, nada dura para siempre. —El capitán Mackie levantó un poco el telescopio, virándolo ligeramente hacia la izquierda—. Ahora mira allí.

—Veo Vega —dijo Flora con energía, alarmada por el giro metafísico que había tomado la conversación.

—Bien. Algún día, dentro de muchos miles de años, también ella será la Estrella Polar. Una Estrella Polar muy grande y brillante, además, aunque no tan bien colocada como Thuban. Y cuando Vega sea la Estrella Polar, el verano caerá en diciembre y el invierno en junio.

Después de asimilar esta inquietante noticia, Flora resolvió que le gustaba Thuban, la Estrella Polar pasada y futura. Le gustaba que las cosas fueran exactas, no casi exactas o simplemente aceptables. Pero, entre todas las estrellas, la que más le gustaba era Vega, porque les pertenecía a todos los tripulantes del barco, pero sobre todo a ella, o eso sentía Flora. Cuando poco tiempo después descubrió que los esquimales llamaban a Vega «la Anciana», se sintió herida en lo más vivo, aunque no se lo dijera a nadie.

 

 

El oleaje del Atlántico fue desapareciendo, aquietado por los icebergs cada vez más frecuentes. Salió el sol y ya no se puso: permaneció con ellos hora tras hora, como si no soportara dejarlos. Hacía aparecer colores donde solo había hielo gris: verdes simas, sombras de un azul intenso, oquedades de color aguamarina. El mundo en su totalidad, acuoso y delicuescente, centelleaba.

Flora pasaba horas en la regala, contemplando absorta el hielo. Era como mirar el fuego: no se podía parar. Descubrió en la nitidez del hielo una cualidad nueva, desconocida hasta entonces para ella. Cada pedazo era distinto y único, de una belleza desprovista de artificio.