hc1601.jpg
Búscame

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Búscame

Título original: Find Me

© 2017, J.S. Monroe

© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Traductora del inglés: Victoria Horrillo Ledesma

www.harpercollinsiberica.com

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-090-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Búscame

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Segunda parte

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Capítulo 97

Capítulo 98

Capítulo 99

Capítulo 100

Capítulo 101

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

 

Para Hilary

 

 

 

 

 

 

 

Aunque estoy viejo de tanto vagar

por altas sierras y hondos páramos,

descubriré adónde fue ella

y besaré sus labios y cogeré sus manos.

 

W. B. YEATS, La canción de Angus el errante

 

 

 

 

 

 

 

La encontré hace unos minutos, en el rincón, las alas rectas y juntas como manos en posición de orar. ¿Echó un vistazo a mi vida y decidió ocultar su belleza? No puedo reprochárselo.

Fue papá quien me enseñó a amar a las mariposas. Si una quedaba atrapada dentro de casa, dejaba lo que estuviera haciendo para liberarla. Ayer, cuando salimos en su barco, encontró una (una perlada rojiza, dijo) posada en una bolsa de lona, al sol. Me llamó para que la viera, pero la mariposa echó a volar cuando me acerqué. La observamos en silencio mientras se alejaba, valerosa y despreocupada, demasiado lejos de tierra para sobrevivir.

No estoy segura de qué especie es esta. Quiero abrirle las alas para colorear un poco mi desvaída existencia, pero le haría daño. Y ya hemos tenido bastante dolor.

—Solo está descansando —dice papá.

No le he visto acercarse pero su voz nunca me sobresalta. Viene mucho por aquí desde hace unas semanas, y se marcha con el mismo sigilo con el que llega.

—Las manchas de la parte inferior de las alas la ayudan a pasar desapercibida.

Yo también procuraré pasar desapercibida, guardar la poca belleza que aún poseo para Jar. Y algún día, con ayuda de papá, volveré a desplegar mis alas al sol.

Primera parte

1

 

 

 

 

 

Hace cinco años que la enterraron, pero Jar reconoce su rostro de inmediato. Sube en la escalera mecánica mientras él baja, tarde de nuevo para ir a trabajar tras otra noche de farra por los garitos de la ciudad. Las dos escaleras están atestadas pero, al cruzarse sus caminos, Jar siente que tienen el metro para ellos solos, como si fueran las dos últimas personas sobre la faz de la tierra.

Su primer impulso es llamar a Rosa a gritos, escuchar su nombre por encima del estruendo de la hora punta. Pero se queda paralizado, incapaz de decir o de hacer nada, mirándola ascender hacia el Londres de la superficie. ¿Adónde va? ¿Dónde ha estado?

Se le acelera el corazón, la palma de la mano se le humedece sobre la negra goma del pasamanos. Intenta de nuevo llamarla a gritos pero su nombre se le atasca en la garganta. Parece distraída, nerviosa, malhumorada. Ya no lleva el pelo desgreñado, y su cabeza afeitada no concuerda con el recuerdo que Jar conserva de ella. Camina también menos erguida, agobiada por el peso de una vieja mochila bajo la que cuelga una bolsa de tienda de campaña con estampado floral. Su ropa (forro polar, pantalones beduinos) también es más desastrada, como escogida al azar, pero Jar reconocería hasta su sombra sobre un arbusto de aliaga. Unos ojos verdeazulados que bailan bajo una frente huraña. Y esos labios fruncidos y traviesos.

Ella mira escalera abajo, buscando a alguien quizá, y se mezcla con el torrente de transeúntes que vienen y van. Jar escudriña a la muchedumbre por debajo de él, mientras una hoja de periódico pasa a su lado empujada por una ráfaga de aire caliente, girando y doblándose sobre sí misma. Dos hombres se abren paso entre la multitud, apartando a la gente con la serena firmeza de la autoridad. Tras ellos se despliega, como un abanico de naipes, una hilera de anuncios digitales.

Frustrado, Jar mira a ambos lados de un grupo de turistas que le corta el paso, como si de esa forma pudiera dispersarlos. ¿No explican sus guías de Londres que en las escaleras mecánicas deben situarse a la derecha? Se refrena al acordarse de sus primeros días de incertidumbre en la ciudad, recién llegado de Dublín. Luego, de pronto, encuentra el paso expedito, derrapa como un niño al doblar la curva del pie de la escalera y sube de nuevo a todo correr por la escalera central, saltando los peldaños de dos en dos.

—¡Rosa! —grita al acercarse a los torniquetes—. ¡Rosa!

Pero su voz carece de convicción, no hay en ella ímpetu suficiente para que alguien se vuelva a mirar. Cinco años es mucho tiempo para mantener la fe. Jar recorre con la mirada el pasillo abarrotado de gente y adivina que ella ha torcido a la izquierda, hacia el vestíbulo principal de la estación de Paddington.

Minutos antes, con menos dinero en el bolsillo del que debiera tener una semana antes de cobrar, se ha colado por los torniquetes detrás de un transeúnte despistado. Ahora tiene que volver a hacer lo mismo para salir, pegándose a la espalda de un señor mayor. Esto no le satisface: no halla placer alguno en la facilidad con que consigue colarse cuando enseña al hombre cómo meter el tique en la máquina y cruza el torniquete al mismo tiempo que él. La astucia disfrazada de amabilidad juvenil.

Corre hasta el centro del vestíbulo, donde se para a respirar con las manos apoyadas en las rodillas bajo la bóveda de la austera estación diseñada por Brunel. ¿Dónde está?

Y entonces vuelve a verla: se dirige al andén uno, donde el tren de Penzance se dispone a partir. Jar zigzaguea entre el gentío maldiciendo, disculpándose, tratando de no perder de vista la mochila.

Al doblar la esquina de un puesto de tarjetas postales, la ve junto a los vagones de primera clase. Está mirando hacia atrás. (Años antes solían deslizar postales compradas en tiendas como aquella bajo las puertas de sus respectivas habitaciones, tratando de impresionarse con su ironía estudiantil). Jar también se vuelve instintivamente. Los dos hombres se dirigen hacia allí. Uno de ellos se lleva un dedo a la oreja.

Jar vuelve a mirar el andén. Una vigilante hace sonar su silbato, ordenando a Rosa que se aparte del tren. Pero ella no le hace caso, abre la pesada puerta del vagón y la cierra a su espalda con una firmeza cuyo eco resuena en toda la estación.

Ahora le toca a él acercarse al tren.

—¡Apártese! —grita la vigilante cuando el tren se pone en marcha.

Jar corre hacia la puerta, pero Rosa ya está recorriendo el pasillo, busca un sitio, se disculpa al chocar con un asiento ocupado. Corriendo en paralelo al tren, que avanza cada vez más deprisa, Jar la ve colocar su mochila en el portaequipajes y sentarse junto a la ventana. Por primera vez parece reparar en que hay alguien más allá del cristal, pero ignora a Jar mientras se acomoda, coge un periódico que alguien ha abandonado y echa una ojeada al portaequipajes.

El tren se mueve demasiado deprisa para que pueda seguirlo, pero mientras corre Jar da una palmada en la ventana. Ella levanta la vista, los ojos dilatados por el asombro. ¿Es Rosa? Ya no está seguro. No parece reconocerle, no da señales de saber quién es, de recordar que hace años Jar fue el amor de su vida y viceversa. Él vacila, se frena hasta detenerse mientras ve alejarse el tren y ella le mira como un desconocido miraría a otro.

2

 

 

 

 

 

Cambridge, trimestre de verano, 2012

 

Sé que no debería escribir esto (no deben quedar registros escritos, ninguna estela en el cielo de Fenland, como diría mi psicoterapeuta), pero siempre he llevado un diario y necesito hablar con alguien.

Anoche volví a salir con la gente de teatro. Por lo visto el papel de Gina Ekdal es mío si lo quiero. Yo sigo diciéndome que todo esto lo hago por papá.

Bueno, todo no. Me tomé un éxtasis cuando llegamos al pub. Las velas de las mesas ardían como crucifijos (preciosos, proféticos crucifijos, quizá), pero aun así no fue lo que esperaba. Creo que besé a Sam, el director, y posiblemente también a Beth, que va a hacer de la señora Sørby. Le habría metido la lengua hasta la garganta a todo el elenco si no hubiera intervenido Ellie.

No volveré a intentarlo, pero estoy decidida a exprimir al máximo el tiempo que me queda aquí. Sé que esta gente, esta vida, no son lo mío, pero algo han mejorado las cosas respecto a los dos trimestres anteriores («Navidad» y «Cuaresma», como se empeñaba en llamarlos papá; yo prefiero ceñirme a las estaciones). Es tan fácil rodearse de la gente equivocada y tan difícil escapar de ella sin que nadie se ofenda o piense que eres una engreída…

Después del pub fuimos a comer algo aunque yo no tenía mucha hambre. No sé adónde fuimos, a un sitio cerca del río. Estaba bastante borracha hasta que llegó la hora de pagar.

Fue entonces cuando le conocí. ¿Por qué ahora, con el poco tiempo que me queda? ¿Por qué no le conocí en el primer trimestre?

Iba rodeando la mesa, cobrando a cada uno su parte. Una cuenta dividida entre catorce, ¿te lo puedes creer? Pero el tío ni se quejó, ni siquiera cuando le tocó cobrarme a mí y mi tarjeta no funcionaba.

—El datáfono no va bien —me dijo en voz tan baja que casi no le oí—. No hay cobertura. Vas a tener que acercarte a la caja.

—¿Perdona? —Yo levanté la vista.

No soy baja, pero él era muy alto: un tiarrón con la cara perfectamente afeitada y un suave acento irlandés.

Se inclinó para asegurarse de que solo le oía yo. Su aliento era cálido y su cuerpo olía a limpio. A sándalo, quizá.

—Tenemos que probar a pasar la tarjeta otra vez más cerca de la caja.

Su forma de mirarme, con una sonrisa comprensiva y tranquilizadora, hizo que me levantara de la mesa y le siguiera hasta la caja. Me gustaron además sus manos grandes y limpias, y el discreto anillo que llevaba en el pulgar. Pero no era para nada mi tipo. Su mandíbula ancha acababa en un ángulo demasiado picudo en la barbilla y tenía la boca como contraída.

Cuando los demás ya no podían oírnos, se volvió hacia mí y me dijo, ya sin susurrar, que habían rechazado mi tarjeta.

—La máquina me aconseja que te quite la tarjeta y la rompa. —Una sonrisa iluminó su cara grandota. Cuando sonreía sus facciones mejoraban: se le suavizaba la barbilla y se le marcaban los pómulos.

—¿Qué hacemos? —pregunté yo, contenta porque de pronto pareciéramos cómplices en una fechoría.

Estoy sin blanca desde el día que llegué.

Me miró, y creo que entonces se dio cuenta por fin de lo borracha que estaba. Luego miró hacia la mesa.

—¿Sois de un grupo de teatro? —preguntó.

—¿Cómo lo has adivinado?

—No han dejado propina.

—Puede que te dejen una en metálico —contesté, saliendo de pronto en defensa de mis nuevos amigos.

—Sería la primera vez.

—Ya veo que tú no eres actor —contesté.

—No, no soy ac-tor —dijo alargando mucho la erre de «actor», como en un rugido, y de pronto me sentí avergonzada.

—¿Y a qué te dedicas cuando no estás metiéndote con mis amigos? —pregunté.

—Estudio.

—¿Aquí, en Cambridge?

Era una pregunta estúpida y condescendiente, y él prefirió ahorrarme la respuesta.

—También escribo un poco.

—Genial.

Pero yo ya no le escuchaba. Estaba pensando que me tocaba pagar mi parte de la cuenta y no tenía con qué pagarla. No quiero que los demás sepan que estoy sin un céntimo, aunque eso sea lo normal en la vida del actor. Y tampoco puedo decirles que mis preocupaciones económicas (o todas mis preocupaciones) están a punto de resolverse. No puedo decírselo a nadie.

—En el bote de las propinas hay dinero suficiente para que te pague la cuenta —dijo él.

Me quedé sin habla un momento.

—¿Y por qué vas a hacerme ese favor?

—Porque creo que es la primera vez que sales con esa gente y que estás intentando impresionarles. Si no puedes pagar tu parte, no te darán el papel. Y ya estoy deseando ver la función. Me gusta Ibsen, ¿sabes?

Nos miramos en silencio y me agarró por el codo cuando me tambaleé. Empezaba a estar muy mareada.

—¿Estás bien? —preguntó.

—¿Puedes llevarme a casa? —Me sonó mal mi propia voz, pastosa y suplicante, como si estuviera oyendo hablar a otra persona.

—No salgo hasta dentro de una hora. —Miró a Ellie, que acababa de acercarse—. Creo que tu amiga necesita que le dé un poco el aire —le dijo.

—¿Ha pagado? —preguntó ella.

—Sí, ya está. —Él me devolvió la tarjeta.

Y de eso es de lo único que me acuerdo. Ni siquiera me quedé con su nombre. Solo conservo una serie de primeras impresiones: un hombre al que el mundo no estresaba y que vivía a su aire, siempre despierto, siempre alerta, como decía mi padre. Pero, por debajo de esa apariencia de calma, ¿había quizás una especie de vehemencia contenida, de pasión refrenada? ¿O son solo imaginaciones mías?

Ahora me siento avergonzada. Ninguno de los dos tenía dinero, pero allí estaba él, un escritor irlandés que trabaja en un restaurante, sin quejarse, sirviendo a estudiantes tacaños para ganarse la vida, y yo sin poder pagar y sin saldo en la tarjeta.

En parte (en gran parte) espero volver a verle, pero no quiero mezclarle en lo que me espera. Sigue asustándome la idea de haberme equivocado, pero no veo otra salida.

3

 

 

 

 

 

Jar está sentado ante su mesa, leyendo las excusas de los compañeros de trabajo que, como él, han faltado a la reunión diaria de las nueve y media. Nunca deja de asombrarle el descaro con que miente la gente. Ayer, Tamsin mandó un e-mail colectivo avisando de que iba a llegar tarde porque los bomberos habían tenido que rescatarla del cuarto de baño de su casa. Ello dio pie a un sinfín de chistes acerca de los bomberos y sus métodos de rescate cuando Tamsin llegó por fin muy colorada y con la blusa mal abrochada.

Hoy las excusas son más prosaicas. A Ben se le ha salido el agua de la lavadora y se le ha inundado la cocina; Clive culpa del retraso del tren que le trae desde Hertfordshire a una vaca que se ha atravesado en la vía; y Jasmine dice: Me he dejado la cartera en casa, he vuelto a buscarla, llego tarde. Maria, la grande dame del despacho, tiene más chispa: Mi marido se ha zampado el almuerzo de los niños. Tengo que hacerles otro. «No está mal», piensa Jar, aunque no pueda compararse con la excusa que puso Carl el verano pasado: Me estoy recuperando de Glastonbury. Puede que llegue unos días tarde.

Carl es su único aliado en la oficina: siempre dispuesto a tomarse una pinta después del trabajo, siempre alegre, siempre con los auriculares colgándole del cuello. (Si le toca a él ir a por té para todos, recorre la oficina haciendo una gran T con las manos). Cuando no está encargándose del canal de música de la revista digital en la que trabajan, se dedica a la música jungle y le cuenta a todo el que esté dispuesto a escucharle que el jungle no es retro, que nunca ha pasado de moda y que está más en boga que nunca. Su interés por la informática raya en lo obsesivo, y con frecuencia olvida que a Jar no le interesan ni el desarrollo de aplicaciones ni los paradigmas de programación.

Jar ha pensado en mandar un e-mail a la oficina desde la estación de Paddington explicando por qué iba a llegar tarde, pero no estaba seguro de cómo iba a sonar: Acabo de ver a mi novia de la universidad, que se quitó la vida hace cinco años. Todo el mundo me dice que tengo alucinaciones y que debo pasar página y seguir adelante, pero yo sé que está viva y no voy a parar hasta que la encuentre. No estaba preparada para morir.

A Carl se lo ha contado todo, pero a los otros no. Sabe lo que piensan. ¿Qué hace en el barrio de Angel, en el séptimo círculo del infierno oficinesco, un joven y galardonado escritor irlandés cuya colección de relatos ha cosechado gran éxito de crítica aunque no de ventas? ¿Por qué se dedica a escribir titulares con gancho acerca de Miley Cyrus para que el lector haga clic y suban las cifras del tráfico web? Fue mala suerte que el primer artículo que le encargaron tratara sobre el bloqueo del escritor: diez autores que habían perdido su mojo. Jar se pregunta en ocasiones si él lo habrá tenido alguna vez.

Desde hace unos meses ve a Rosa cada vez con más frecuencia: al volante de coches que pasan, en el pub, en la parte de arriba del autobús 24 (en los asientos delanteros, donde se sentaban siempre que iban a Camden, cuando estaban en Londres). Estas apariciones tienen un nombre, según le dijo su médico de cabecera en Galway: alucinaciones postduelo.

Su padre no está de acuerdo, y habla con vehemencia de la spéirbhean, la mujer celestial que aparece en los poemas visionarios irlandeses.

—¿Cómo puedes ser tan insensible? —le reprende su madre, pero a Jar no le importa. Está muy unido a su padre.

Pasó mucho tiempo en su casa de Galway justo después de la muerte de Rosa, tratando de entender lo que había ocurrido. Su padre regenta un bar en el Barrio Latino. Se quedaban levantados hasta muy tarde hablando de las apariciones, sobre todo de una que tuvo Jar en la costa de Connemara. (En realidad solo hablaba él: su padre se limitaba a escuchar). Algunas veces se da cuenta de que son solo falsas alarmas, pero otras veces no consigue quitarse de la cabeza esas visiones y…

—Pareces un muerto, tío —dice Carl al dejarse caer en su silla, cuyo cojín se desinfla con un siseo—. ¿Acabas de ver un fantasma o qué?

Jar no contesta, sigue tecleando en su ordenador.

—Joder, tronco, lo siento —dice Carl, revolviendo entre los discos promocionales que tiene encima de la mesa—. Pensaba que…

—Te he traído un café —le corta Jar, y le pasa el café con leche.

No quiere que su amigo se avergüence más de lo necesario. Carl es un poco gordito, tiene cara de niño, una mata de rastas rubias, sonrisa de querubín y la molesta costumbre de abreviar las palabras en sus e-mails (escribe «pordes», en vez de «por desgracia») y de decir cosas como «guay», «mola» y «tronco», pero es la persona con menos malicia que conoce Jar.

—¡Salud! —Se hace un silencio un poco violento—. ¿Dónde ha sido? —pregunta Carl.

—Voy a hacer el doodle de hoy —contesta Jar sin hacerle caso.

—¿Seguro que quieres hacerlo tú?

—Es sobre Ibsen, un viejo amigo mío.

Jar y él se turnan para escribir pequeños artículos explicativos acerca del doodle diario de Google. Se supone que la noche anterior tienen que consultar la página de Google Australia para adelantarse once horas a la parte del mundo que todavía duerme, pero con frecuencia se les olvida. Los artículos están enterrados en un rincón de la página web donde es casi imposible que alguien los lea, pero aumentan las cifras de tráfico web porque la gente clica distraídamente en el adornado logotipo diario del motor de búsqueda.

Media hora después, tras escribir mucho más de lo necesario sobre Ibsen, y especialmente sobre el personaje de Gina Ekdal en El pato salvaje y sobre la extraordinaria adaptación que hizo un grupo de teatro amateur en Cambridge hace cinco años, Jar está de nuevo en la calle, con Carl, resguardándose de la lluvia en el callejón de al lado de la oficina, que huele a cerveza de la noche anterior y a cosas peores.

—Menudo tiempecito —comenta Jar para llenar el silencio. Intuye que Carl está a punto de sacar a relucir un tema incómodo y mira a su alrededor en busca de una distracción—. Comedor de pizza a las cuatro en punto.

—¿Dónde? —pregunta Carl.

Jar señala con la cabeza al otro lado de la calle: un hombre va por la acera hablándole a un extremo de su teléfono móvil, que sostiene en posición horizontal ante su boca como una porción de pizza. Le miran los dos sonriendo. Sienten debilidad por las personas que hablan por el móvil de manera pintoresca: los que susurran furtivamente tapando el teléfono con la mano, o los que mueven el teléfono adelante y atrás entre el oído y la boca. Pero los comedores de pizza son sus preferidos.

—Ya sé que no es asunto mío —dice Carl dando un calada al cigarro cuando el hombre desaparece entre la gente. Sostiene el cigarro entre el pulgar regordete y el índice, como un niño escribiendo con una tiza—. Pero quizá deberías consultar con alguien. Ya sabes, por lo de Rosa.

Jar mira a lo lejos, con las manos hundidas en la chaqueta de ante. Observa el tráfico que circula por la calle abriéndose paso entre la lluvia y la neblina. Le apetece fumarse un cigarro pero está intentando dejarlo. Otra vez. Rosa no fumaba. Ha bajado a hacerle compañía a Carl para que su amigo sepa que no le guarda rencor por lo de antes. Y para escaquearse de la reunión de las once.

—Creo que he encontrado a alguien que podría echarte una mano —continúa Carl—. Es una psicóloga especializada en duelo.

—¿Has vuelto a frecuentar el tanatorio? —pregunta Jar, recordando un experimento reciente de su amigo: las «citas funerarias».

Partiendo de la premisa de que los funerales disparan las feromonas («hay mucha pena en el deseo, y mucho deseo en la pena»), Carl se ha presentado en varios velatorios con la esperanza de encontrar el amor, no necesariamente en brazos de la viuda, pero sí de alguna mujer vestida de luto, atractiva y desorientada por el dolor.

—Me la ligué.

Jar le mira sorprendido.

—Vale, no me la ligué. Estamos colaborando en un asunto.

—¿En Tinder, quieres decir?

—Ha pensado que podía interesarme un estudio que están haciendo sobre los efectos beneficiosos de la música en las salas de espera de las consultas de psicoterapia. Cuando a la gente le pones un poco de jungle clásico, le cuesta menos abrirse.

—O salta por la ventana. —Jar hace una pausa—. El caso es que después de lo de esta mañana estoy más convencido que nunca de que Rosa está viva —añade, y coge el cigarro de Carl y le da una profunda calada.

—Pero no era ella, ¿no?

—Podría haber sido ella, eso es lo que importa.

Se quedan callados mirando la lluvia. «La esperanza es una cosa íntima y delicada», piensa Jar, «una cosa que los demás pueden ahogar fácilmente». Da otra calada al cigarro y se lo devuelve a Carl. No le reprocha su escepticismo. Están a punto de volver a la oficina cuando Jar repara en un hombre alto que está sentándose junto al escaparate del Starbucks del otro lado de la calle. Chaqueta North Face negra con el cuello subido, cabello castaño corriente, rasgos anodinos. Un rostro anónimo, fácil de olvidar, de no ser porque es la tercera vez que Jar le ve en un plazo de dos días.

—¿Conoces a ese hombre? —pregunta señalando el Starbucks con una inclinación de cabeza.

—Creo que no.

—Te juro que anoche estaba en el pub. Y ayer en mi autobús.

—¿Otra vez te están siguiendo?

Jar asiente, dándole la razón medio en broma. La burla de su amigo no le pilla por sorpresa. Ya le ha hablado otras veces de esa sensación suya de que le vigilan continuamente.

—¿Sabías que una de cada tres personas sufre paranoia? —pregunta Carl.

—¿Solo una de cada tres?

—Las otras dos se encargan de vigilarla.

Jar desea ofrecerle una risa testimonial, un gesto que demuestre que se encuentra bien, que todo son imaginaciones suyas, pero no lo consigue.

—La sensación que tuve cuando la vi en la escalera mecánica… —Se interrumpe y mira de nuevo al desconocido—. Rosa está por ahí, en algún sitio, Carl, estoy seguro. Está buscando la manera de volver.

4

 

 

 

 

 

Cambridge, trimestre de otoño, 2011

 

Hace dos semanas que llegué y echo de menos a papá más que nunca. Pensaba que el cambio de ambiente, el hecho de empezar de nuevo, rompería el ciclo, pero no ha sido así. Ni siquiera la bruma que rodea la primera semana de curso ha podido ocultar la enorme mole de mi pena. Éramos un dúo inseparable, como la sal y la pimienta, como Morecambe y Wise (su programa favorito). Estábamos más unidos que cualquiera de mis amigos con sus padres. Nos había unido el destino, sin que ninguno de los dos pudiera decidir al respecto. Sencillamente, las cosas se dieron así.

Anoche, en el Pickerel, me enfadé cuando la gente se puso a hablar mal de sus padres. La chica de la habitación de al lado, que también estudia Filología Inglesa, la boba de Josie, la de Jersey, me preguntó qué pensaba yo de los míos. Cuando le expliqué lo que pasaba cambió el ambiente, claro: se abrió un paréntesis en el murmullo alcoholizado del pub y nadie sabía qué decir ni dónde mirar. Me vi por un momento desde arriba, como si sobrevolara la escena, y me pregunté si es así como ve ahora las cosas papá: desde arriba.

Hace cinco minutos, cuando me desperté y vi que entraba el sol por las cortinas baratas de mi habitación, papá estaba vivo todavía y teníamos previsto ir a comer juntos a Grantchester. Pensaba hablarle de mis primeras semanas en Cambridge, de los clubes a los que me he apuntado, de la gente que he conocido. Y entonces me he acordado.

Papá hablaba mucho de Cambridge. Solo vinimos juntos una vez, en verano, una semana antes de que muriera (qué raro se me hace escribirlo todavía). Ese día estaba tan inquieto como siempre. Poseía un entusiasmo increíble por la vida, una inteligencia enérgica y desbordante. Si hubiera podido, me habría enseñado Cambridge en su bicicleta plegable, con la que iba a trabajar, o habríamos salido a correr juntos (tenía el físico fibroso de un corredor de montaña). Pero en vez de eso fuimos andando tranquilamente, y aun así me costó seguir su ritmo.

Empezó por enseñarme su college, como él decía, que en sus tiempos era solo para chicos. ¿Te imaginas? Es un consuelo saber que papá estuvo aquí antes que yo, que caminó por estos mismos senderos, que cruzó estos recintos sagrados. Después me llevó a remar en batea porque dijo que era lo típico. Pero por lo menos no se puso un sombrerito de paja.

Curiosamente ese día hubo ratos de silencio, y papá me dijo que las cosas se le estaban complicando en el trabajo. Hablaba poco de su trabajo y yo casi nunca le preguntaba. Solo sabía que le habían destinado a embajadas en distintas partes del mundo, casi siempre en el sur de Asia, y que trabajaba en la Unidad Política del Foreign Office, enviando a Londres informes que, según decía él en broma, nadie se molestaba en leer.

Llevaba dos años destinado en Londres. No estoy segura de que fuera un ascenso, pero en todo caso seguía viajando de vez en cuando. Yo ya tenía edad suficiente para valerme sola cuando él estaba de viaje, y para acompañarle a los eventos de trabajo cuando estaba en casa, incluida un fiesta en el jardín del Palacio de Buckingham el año pasado. Recuerdo que llevaba puesta la misma americana que aquel día en el río Cam.

—Tengo que ir a la India —me dijo agachando innecesariamente la cabeza cuando pasamos por debajo del puente de Clare.

—Qué suertudo.

Me arrepentí enseguida del tono que había empleado. Sabía que a papá no le gustaba estar fuera largas temporadas.

—A Ladakh —añadió con una sonrisa, confiando en suavizar el golpe.

Habíamos estado allí juntos una vez, en Leh. Fue un viaje feliz: visitábamos los cafés hippies de Changspa Road, veíamos a jóvenes israelíes entrar en la ciudad montados en sus Enfield Bullets, buscando solaz en las montañas tras hacer el servicio militar. Seguramente es el lugar que más me gusta del mundo. Algún día quiero tener un trabajo que me permita viajar, como el de papá.

Le vi saludar con la cabeza a los ocupantes de una batea con la que nos cruzamos. Dos padres orgullosos sentados en la proa y el hijo pródigo pilotando la barca por los Backs de Cambridge. Estoy segura de que su insistencia en estar siempre cerca de su única hija fue un obstáculo para la carrera de papá. Prácticamente me crio solo, con ayuda de una o dos niñeras a lo largo de los años.

—Prométeme que, cuando estés aquí, lo probarás todo —dijo.

Recuerdo que no me gustó su tono: esa forma de dar a entender que no estaría aquí cuando yo «subiera» a Cambridge, como él decía, pero puede que el tiempo haya sesgado mi recuerdo de ese momento. Esa tarde soleada, en todo caso, estaba raro. Más reservado, menos ocurrente.

—Apúntate a todos los clubes y las asociaciones —añadió con una ligereza que me pareció forzada—. Dale una oportunidad a todo, prueba todo lo que te ofrece la vida aquí. Recuerdo que yo me afilié a los laboristas, a los socialdemócratas y a los conservadores en una misma noche.

—¿Por eso se te da tan bien esto? ¿Porque te apuntaste a un club de remo?

—Aprendí a manejar la batea para impresionar a tu madre. La primera vez que la llevé a dar una vuelta, la pértiga se me quedó clavada en el fango. Es fácil que pase. Solo que no debí agarrarme a ella cuando la batea empezó a alejarse.

—¡Papá! —dije con exasperación fingida.

Noté que aquel recuerdo le alegraba más que entristecerle: una sonrisa frunció la comisura de su boca, por el lado por el que siempre me susurraba bobadas cuando se suponía que teníamos que estar circunspectos.

—Se pronuncia ma’am, como spam, y acuérdate de la reverencia —me dijo momentos antes de que me inclinara ante la reina, con mis tacones hundiéndose en el césped mullido del Palacio de Buckingham.

Ahora me cuesta imaginar que algún día pueda sonreír al pensar en él. Ahora mismo, solo me dan ganas de acurrucarme en esta cama estrecha de colegio mayor y morirme.

5

 

 

 

 

 

Jar se da cuenta de que algo pasa en cuanto sale del ascensor. La puerta de su piso está abierta: un triángulo de luz atraviesa la oscuridad del descansillo. Se le acelera la respiración.

—Espera aquí —le dice a Yolande, a la que un minuto antes estaba besando en el ascensor.

Se han conocido en un pub de la parte alta de Brick Lane por el que suele pasarse después del trabajo. En los últimos meses ha adoptado una costumbre: tras una «alucinación postduelo» (como sabe que debe llamar a su visión de Rosa de esa mañana), busca consuelo en una desconocida. Un conato erróneo de seguir adelante con su vida: con una desconocida, siente que le es menos infiel a su recuerdo.

Empuja la puerta pero algo impide que se abra del todo. Empuja más y al entrar nota cómo le palpita la sangre en las sienes. El piso (una sola habitación amplia, con una cocinita americana al fondo y un cama al otro lado) está patas arriba. El suelo está cubierto de libros sacados de las estanterías que cubren hasta el último palmo de las paredes. Algunas estanterías han sido arrancadas y se apoyan desmayadamente en la pared, como árboles desarraigados por una tormenta. Jar cierra los ojos tratando de comprender lo que ha ocurrido.

En su bloque de pisos no son raros los robos. Hace poco hubo varios seguidos y se culpó de ello a los yonquis que hay al norte de Hackney Road. A Nic Farah, el fotógrafo que vive en el piso de abajo, le robaron el ordenador la semana pasada. Y en un piso de la planta dieciséis, cuatro plantas por debajo de la suya, robaron una tele y un equipo de música hace unos días. Por precaución, aunque con cierta desgana, Jar ha empezado a esconder su guitarra de doce cuerdas debajo de la cama.

Pasa entre el alud de libros tirados por el suelo y coge el ejemplar de More Than a Game, de Con Houlihan, un libro de su padre. Sabe instintivamente que no falta nada. Ellos (sean quienes sean) no han venido por eso. Se agacha junto a la cama. La funda de su guitarra sigue ahí. Está a punto de incorporarse cuando decide sacar la funda, deteriorada por el uso. Cualquier cosa con tal de distraerse, de poner freno a las ideas que se le agolpan vertiginosamente en la cabeza. Sentir el peso de la funda le tranquiliza. La abre sobre la cama. La guitarra está intacta, otra prueba de que no se trata de un robo corriente. Una buena guitarra como aquella es muy fácil de vender.

—Imagino que esto no está siempre así —dice Yolande, que sigue de pie en la puerta.

Tiene una voz refinada. A Jar le sorprende lo fácilmente que se ha olvidado de su presencia.

—¿Quieres que llame a la policía? —pregunta ella.

Debería haberle dado cualquier excusa en el bar y haberse marchado, no haberla traído aquí. Ni siquiera es, hablando en rigor, una desconocida. Ya se fijó en ella la última vez que fue a ver a su editor. Pasó por su lado con una caja de libros para que los firmara un autor con más éxito del que él tendrá nunca. Y luego allí estaba otra vez esta noche, en el pub. Habría sido una grosería no saludarla.

—No —contesta Jar. Toca un acorde con impaciencia antes de guardar la guitarra—. No se han llevado nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no hay nada que llevarse. —Cierra de golpe la funda de la guitarra y comienza pasearse por la habitación.

—Cuántos libros —comenta ella mientras le observa.

«Y mañana llegan dos más», piensa Jar: Young Skins, de Colin Barrett, para compensar su artículo de esa semana sobre Jennifer Lawrence, y El camino de los Madigan, de Anne Enright, para resarcirse de un test sobre One Direction. Vanos intentos de mantener una especie de equilibrio cultural en su existencia. En el piso ya casi no queda sitio.

—Deja que te ayude a ordenar esto —dice Yolande a su lado, con una mano sobre su hombro.

Jar da un respingo al sentir su contacto. Es demasiado buena, no merece que la involucre en su vida. Al verla coger un libro, algo le llama la atención en medio del desbarajuste. Es una fotografía de Rosa. Y no debería estar allí. No guarda ningún recuerdo suyo en el piso, ni un solo rastro de ella. Es una norma autoimpuesta. ¿Habrá dejado alguien la fotografía como tarjeta de visita? Entonces se acuerda de que cuando estaba en Cambridge usaba aquella foto como marcapáginas. Debe de haberse caído de algún libro.

Se agacha para recogerla, mira la cara de Rosa. Ella siempre supo cómo llamar su atención. De la foto, le gusta especialmente su pose aplicada: sentada ante su escritorio sin mirar a cámara, mordisqueando un bolígrafo. Ha visto tantas imágenes esos últimos cinco años que le preocupa no acordarse de cómo era Rosa en realidad, que las fotos estén dando forma a sus recuerdos.

—Debería irme a casa —dice Yolande mirando por encima de su hombro.

Su voz le sobresalta. ¿Cuánto tiempo lleva mirando la fotografía?

Sabe que le debe una disculpa o al menos una explicación, pero no sabe por dónde empezar.

—Vale —dice, apartándose de la mirada de reproche que le dirige Rosa: otro ligue de una noche al que maltratas.

Mira a Yolande un momento. Otra noche, en otra vida, a esas alturas ya estarían haciendo el amor lánguidamente, ambos borrachos. Se habrían desplomado en la cama después de que él la sedujera tocando una balada irlandesa con la guitarra, una de esas canciones que oía tan a menudo en su antiguo cuarto, cuando la voz de su padre subía flotando desde el bar familiar en Galway y se colaba por los listones de la tarima.

—Lo siento. ¿Quieres que baje contigo, que pare un taxi?

—No, qué va —contesta ella—. En serio.

Pero él insiste y bajan juntos en el ascensor, en silencio.

—La querías mucho, ¿verdad? —pregunta Yolande cuando el ascensor se detiene con un estremecimiento en la planta baja—. Tuvo suerte de conocer esa sensación.

Fuera, en la calle, ella misma para un taxi, pero Jar espera a que esté dentro y se aleje en medio de la noche (hacia Mile End, cree que ha dicho) antes de volver a entrar en el edificio con renovado vigor. ¿O acaso es miedo? Lo que ha pasado en su piso significa que alguien (todavía no está seguro de quién) empieza a tomarle en serio. Alguien quiere saber qué ha descubierto sobre Rosa. Y posiblemente también intenta pararle los pies. La puerta de una furgoneta se cierra a lo lejos. Jar pulsa el botón del piso veinte y vuelve a salir del ascensor mientras las puertas aún se están cerrando. Sin esperar a que el ascensor vacío comience su estertoroso ascenso, sale a la calle por el portal trasero y ataja por otra finca hasta llegar a una fila de garajes.

Con el paso de los años ha aprendido que la paranoia es una enfermedad corrosiva que carcome como un ácido los bordes de su pensamiento racional, pero esta noche se permite una única certeza: quienes han entrado en su piso no son ladrones. El desorden era demasiado coreográfico, demasiado metódico para ser obra de yonquis. Desde hace unos días tiene la sensación constante de que le vigilan, de que le siguen a casa desde el trabajo, de que le observan desde las cafeterías, una sensación que hasta este momento había conseguido racionalizar. Lo de esta noche lo cambia todo.

Abre la puerta lateral del garaje, entra y enciende el fluorescente del techo. De pronto se siente justificado. No esperaba que también hubieran entrado en el garaje, pero aun así es un alivio encontrarlo tal y como lo dejó ayer. Se sienta delante del ordenador y lo enciende mientras echa un vistazo al cuartucho estrecho y frío. Aquí siempre se siente más cerca de Rosa.

Tres cartas náuticas de la costa norte de Norfolk, pegadas con celofán, dominan una de las paredes de bloques de cemento. Sobre ellas, pintadas con rotulador rojo, hay diversas flechas que indican la dirección de las corrientes. Las playas aparecen rodeadas por un círculo hasta Burnham Deepdale o Hunstanton por el oeste. Junto a las cartas náuticas hay un mapa del Servicio Cartográfico Nacional de la zona de Cromer. Rayas trazadas con bolígrafo verde conducen a fotografías y capturas de pantalla pulcramente pegadas en un tablón de corcho contiguo.

La pared de detrás de la mesa del ordenador es un collage de fotografías. En el lado izquierdo están las de Rosa, de la universidad. En el derecho, sus apariciones sin confirmar desde el día de su muerte, algunas de ellas tachadas. Hoy en Paddington no ha hecho una foto de la mujer que ha pensado que era Rosa, pero aun así pega una foto de la estación en la pared, traza al lado un signo de interrogación con rotulador rojo y anota la fecha.

Todo lo que tiene que ver con Rosa lo guarda allí, en un intento de que el resto de su vida conserve cierta apariencia de normalidad. Sus incontables solicitudes apelando a la Ley de Libertad Informativa dirigidas al Saint Matthew’s (el college de Rosa), a la policía y al hospital, así como su correspondencia con el juez de instrucción (exento de la LLI). Y también cosas más íntimas: el camisón de Margaret Howell que le regaló su tía cuando ingresó en Cambridge, su perfume preferido (una fragancia que encontró en el zoco de especias de Estambul) y una de las tarjetas que deslizaba por debajo de la puerta de su habitación.

Cuando la gente visita el piso, piensa que Jar se ha recuperado, que ha pasado página. Eso le gusta: quiere que piensen que ha superado la muerte de Rosa. Nadie tiene por qué saber que es aquí, en este cuartucho atravesado por corrientes de aire, donde se siente más vivo, rodeado por imágenes de la mujer a la que amó más de lo que creía poder amar a otro ser humano. Si alguien le sorprendiera aquí en este momento, le tomaría por un acosador. Y en cierto modo lo es, aunque la mujer a la que persigue lleve cinco años muerta, tras arrojarse al mar una noche tempestuosa en Cromer, a más de doscientos kilómetros de Londres, en la costa norte de Norfolk.

Echa un vistazo a sus e-mails personales. Su padre le ha mandado una parrafada sobre el hurling del fin de semana y un enlace a la sección deportiva del Connacht Tribune sobre un partido en el que jugaba su primo. Conor no llegó ni a oler la portería. Ven a vernos pronto. Papá. Jar sonríe mientras cambia de cuenta para leer sus e-mails de trabajo, pero de pronto se fija en otro mensaje perdido entre el correo basura.

Es de Amy, la tía de Rosa, una restauradora de cuadros que vive en Cromer. Amy y Rosa siempre estuvieron muy unidas, pero su relación se hizo aún más estrecha después de morir su padre. Rosa iba a menudo a la costa a pasar el fin de semana, deseosa de escapar del hervidero de Cambridge.

Jar también estaba invitado, pero no siempre le resultaba fácil estar allí. Amy guarda un doloroso parecido físico con su sobrina y lleva gran parte de su vida medicándose, entrando y saliendo de periodos de depresión. Parecía animarse, sin embargo, cuando Rosa iba a verla. Se sentaban tranquilamente a la luz tamizada del sol que entraba en el cuarto de estar, y Amy le pintaba complicadas filigranas de henna en las manos y los brazos mientras charlaban sobre su padre.

Jar no culpa a Amy por lo que ocurrió después, y se ha mantenido en contacto con ella desde entonces. Su relación, de hecho, al igual que la de ellas dos, ha florecido gracias a su aflicción compartida. Amy es una aliada, igual de paranoica que él, la única persona aparte de Jar que no cree que Rosa esté muerta. No tiene ninguna explicación al respecto, ninguna teoría, solo un «sexto sentido», como ella lo llama. De ahí que el tono animado de su mensaje de esta noche resulte aún más enigmático:

 

Jar, te he llamado pero no he podido hablar contigo. Hemos encontrado una cosa en el ordenador que quizá te interese. Tiene que ver con Rosa. Voy a estar por aquí toda la semana si quieres pasarte por casa. Llámame.

 

Jar mira su reloj y sopesa la posibilidad de llamarla enseguida: es tarde pero sabe que Amy no duerme bien. Entonces se acuerda de que ha dejado el teléfono cargándose en el piso. La llamará a primera hora de la mañana, desde el tren a Norfolk. Después del asalto de esta noche, es posible que se le esté agotando el tiempo.