Cubierta

Mihaly Csikszentmihalyi

APRENDER A FLUIR

Traducción de Alfonso Colodrón

Editorial Kairós

SUMARIO

  1. Agradecimientos
  2. 1. Las estructuras de la vida cotidiana
  3. 2. El contenido de la experiencia
  4. 3. Cómo nos sentimos cuando hacemos cosas diferentes
  5. 4. La paradoja del trabajo
  6. 5. Riesgos y oportunidades del ocio
  7. 6. Las relaciones y la calidad de vida
  8. 7. El cambio de los patrones de vida
  9. 8. La personalidad autotélica
  10. 9. El amor al destino
  11. Bibliografía

AGRADECIMIENTOS

Los resultados expuestos en este libro se basan en investigaciones respaldadas por la Fundación Spencer y la Fundación Alfred P. Sloan. Un gran número de colegas y alumnos me han aportado una invalorable ayuda en la investigación sobre los estados de fluidez. [*]

Me gustaría dar las gracias especialmente a Kevin Rathunde de la Universidad de Utah; a Samuel Whalen de la Universidad de Northwestern; a Kiyoshi Asakawa de la Universidad de Shikoku-Gakuen, Japón; a Fausto Massimini y a Antonella Delle Fave de la Universidad de Milán, Italia; a Paolo Inghilleri de la Universidad de Perusa, Italia y, en mi propia Universidad de Chicago, a Wendy Adlai-Gail, Joel Hektner, Jeanne Nakamura, John Patton y Jennifer Schmidt.

De los muchos colegas cuya amistad ha constituido un invalorable apoyo quiero especialmente dar las gracias a Charles Bidwell, William Damon, Howard Gardner, Geoffrey Godbey, Elizabeth Noelle-Neumann, Mark Runco y Barbara Schneider.

1. LAS ESTRUCTURAS DE LA VIDA COTIDIANA

Si realmente queremos vivir, sería mejor que empezáramos de una vez a intentarlo;

Si no queremos, no importa, pero sería mejor que empezáramos a morir.

W. H. AUDEN [1]

Esta cita de Auden expresa con precisión el tema de este libro. La elección es simple: entre este mismo instante y el inevitable final de nuestros días, podemos elegir entre vivir o morir. Si nos limitamos a satisfacer las necesidades del cuerpo, la vida biológica es un proceso simplemente automático. Pero “vivir”, en el sentido del que habla el poeta, no significa en absoluto algo que suceda por sí mismo. De hecho, todo conspira contra ello: si no nos responsabilizamos de su dirección, nuestra vida será controlada por el exterior para servir al propósito de cualquier otro agente externo. Los instintos biológicamente programados se utilizarán para reproducir el material genético de que somos portadores; la cultura se asegurará de que lo utilizamos para propagar sus valores e instituciones y otros intentarán tomar de nuestra energía todo lo que puedan para cumplir sus propios propósitos; y todo ello sin tener en cuenta cómo puedan afectarnos dichas acciones. No podemos pretender que nadie nos ayude a vivir; debemos descubrir cómo hacerlo por nosotros mismos.

Pero entonces, ¿qué significa en este contexto “vivir”? Obviamente, no se refiere simplemente a la supervivencia biológica, sino que debe significar vivir plenamente, sin desperdiciar el tiempo ni el potencial, expresando nuestra propia singularidad, aunque participando al mismo tiempo y de forma íntima en la complejidad del cosmos. Este libro explorará formas de vivir de este modo, basándose siempre que sea posible en los descubrimientos de la psicología contemporánea y en mi propia investigación, así como en la sabiduría del pasado en cualquiera de las formas en que nos ha sido transmitida.

En este libro, aunque de una forma muy modesta, se volverá a abrir la pregunta: “¿En qué consiste una buena vida?”. En lugar de entretenerme con profecías y misterios, intentaré permanecer hasta donde sea posible dentro de los límites de las pruebas razonables, centrándome en los acontecimientos cotidianos rutinarios que nos encontramos habitualmente a lo largo de un día normal.

Un ejemplo concreto puede ilustrar mejor lo que quiero decir cuando hablo de llevar una buena vida. Hace años, mis alumnos y yo investigábamos una fábrica en la que se ensamblaban vagones de tren. El principal lugar de trabajo era un enorme hangar sucio donde difícilmente podía oírse una sola palabra a causa del ruido permanente que había dentro. La mayoría de los soldadores que trabajaban allí odiaban su trabajo y miraban continuamente el reloj deseando que llegara la hora de acabar la jornada. En cuanto salían de la fábrica, se precipitaban a los bares de los alrededores o conducían hasta la frontera del estado en un intento de compensarse con una actividad más animada.

Todos, excepto uno. La excepción era Joe, un hombre poco cultivado de unos sesenta y pocos años que había aprendido por sí mismo a montar cada una de las piezas del equipo de la fábrica, desde grúas hasta monitores computerizados. Le encantaba encargarse de maquinarias que no funcionaban, averiguar qué pasaba y repararlas. Cerca de su casa, en dos solares vacíos cercanos, él y su mujer habían construido un gran jardín de rocalla en que habían instalado fuentes de pantallas muy finas de agua que producían pequeños arco iris, incluso por la noche. El centenar aproximado de soldadores que trabajaban en la misma planta respetaban a Joe, aunque no comprendían su forma de ser. Sin embargo, solicitaban su ayuda cuando se presentaba algún problema y muchos afirmaban que sin él la fábrica no funcionaría.

A lo largo de los años he conocido a muchos directores generales de grandes empresas, a políticos poderosos y a varias docenas de premios Nobel, personas todas ellas eminentes que, en muchos aspectos, llevaban vidas extraordinarias, pero ninguna de ellas era mejor que la de Joe. ¿Qué es lo que hace que una vida como la suya sea serena, útil y merezca la pena ser vivida? Esta es la cuestión crucial que abordará este libro. Mi enfoque contiene fundamentalmente tres presupuestos básicos. El primero consiste en que en el pasado los profetas, poetas y filósofos han deducido verdades importantes, verdades que son esenciales para nuestra supervivencia. Pero han sido expresadas con el vocabulario conceptual de su época, de forma que, para que sean útiles, su significado tiene que ser redescubierto y reinterpretado por cada generación. Los libros sagrados del judaísmo, del cristianismo, del islam, del budismo y del hinduismo védico constituyen los mejores depósitos de ideas fundamentales de nuestros antepasados, e ignorarlos sería un acto infantil de presunción. Pero es igualmente ingenuo creer que cualquier cosa que haya sido escrita en el pasado contiene una verdad absoluta y permanente.

La segunda piedra angular en que se apoya este libro es el presupuesto de que la ciencia proporciona actualmente la información que es más vital para la humanidad. Sin embargo, la verdad científica también se expresa con los términos de la visión de los tiempos actuales y, por ello, cambiará y podrá ser desechada en el futuro. Es probable que la ciencia moderna esté tan impregnada de superstición y de errores como lo estaban los viejos mitos, pero nuestra visión no tiene suficiente distancia como para establecer la diferencia. Tal vez la energía espiritual y extrasensorial nos conduzca en un futuro a la verdad inmediata, sin necesidad de recurrir a teorías ni laboratorios. Pero los atajos son siempre peligrosos; no podemos engañarnos pensando que nuestro conocimiento ha llegado mucho más allá de donde realmente se encuentra. Para bien o para mal, en la época en que vivimos la ciencia continúa siendo el espejo más fiel de la realidad y sólo por nuestra cuenta y riesgo podemos ignorarla.

El tercer presupuesto básico consiste en que si deseamos entender qué significa realmente hoy “vivir”, debemos escuchar las voces del pasado e integrar sus mensajes en el conocimiento que la ciencia está acumulando lentamente. Las gestos ideológicos –como el proyecto de vuelta a la naturaleza de Rousseau, que fue el precursor de la fe freudiana– son simples posturas vacías cuando no se tiene realmente idea de qué es la naturaleza humana. No existe esperanza en el pasado, no se puede encontrar una solución en el presente ni sería una solución mejor saltar a un futuro imaginario. El único camino para averiguar en qué consiste esta vida es el intento paciente y lento de dar sentido a las realidades del pasado y a las posibilidades del futuro tal como pueden entenderse en el presente.

En consecuencia, en este libro “vida” significará aquello que experimentamos desde la mañana hasta la noche, siete días a la semana, durante setenta años si tenemos suerte, o incluso más si somos muy afortunados. Esto podría parecer una visión reducida en comparación con las visiones mucho más elevadas de la vida con que nos han familiarizado mitos y religiones. Pero, dándole la vuelta a la apuesta de Pascal, en caso de duda parece que la mejor estrategia consiste en asumir que esos aproximados setenta años de vida constituyen nuestra única oportunidad de experimentar el cosmos y que deberíamos aprovecharla al máximo. Si no lo hacemos, podríamos perderlo todo, mientras que si estamos equivocados y existe una vida más allá de la tumba, no perdemos nada.

Lo que esta vida signifique vendrá determinado en parte por los procesos químicos de nuestro cuerpo, por la interacción biológica entre los órganos, por las minúsculas corrientes eléctricas que saltan entre las sinapsis del cerebro y por la organización y las informaciones que la cultura impone a nuestra mente. Pero la calidad real de vida –lo que hacemos y cómo nos sentimos al respecto– será determinada por nuestros pensamientos y emociones, así como por las interpretaciones que hacemos de los procesos químicos, biológicos y sociales. El estudio de la corriente de conciencia que pasa a través de la mente constituye el terreno de la filosofía fenomenológica. Mi trabajo durante los últimos treinta años ha consistido en desarrollar una fenomenología sistemática [2] que utiliza las herramientas de las ciencias sociales –principalmente de la psicología y de la sociología– con el objeto de responder a la pregunta: ¿qué es la vida?. Y también a una pregunta más práctica: ¿cómo puede cada uno crear una vida plena?

El primer paso para responder a estas preguntas implica captar muy bien las fuerzas que conforman lo que podemos experimentar. Nos guste o no, cada uno de nosotros ponemos límites a lo que podemos hacer y sentir. Ignorar dichos límites conduce a negar la acción y, más adelante, al fracaso. Para alcanzar la excelencia debemos entender primero la realidad de cada día, con todas sus exigencias y frustraciones potenciales. En muchos de los antiguos mitos, quien quisiera lograr la felicidad, el amor o la vida eterna tenía que atravesar previamente las regiones del averno. Antes de que se le permitiera contemplar los esplendores del cielo, Dante tuvo que vagar por los horrores del infierno para poder entender qué nos impide atravesar las puertas del paraíso. Lo mismo ocurre con la búsqueda más laica que vamos a iniciar.

Los babuinos [3] que viven en las llanuras africanas pasan un tercio de su vida durmiendo, y cuando se despiertan dividen su tiempo entre viajar, buscar comida, comer y el tiempo libre, que dedican esencialmente a relacionarse y acicalarse mutuamente la piel en busca de piojos. No es una vida excitante, pero no ha cambiado mucho en el millón de años transcurrido desde que los seres humanos evolucionaron a partir de sus antepasados simios. Las exigencias de la vida todavía imponen que pasemos nuestro tiempo de un modo que no es tan diferente de cómo lo pasan los babuinos africanos. Horas más, horas menos, la mayoría de las personas duermen un tercio del día y dedican el resto a trabajar, desplazarse y descansar, en proporciones aproximadas a la de los babuinos. Como ha señalado el historiador Emmanuel Le Roy Ladurie, en los pueblos franceses del siglo XIII –que se contaban entre los más avanzados del mundo en aquella época–, el pasatiempo más común seguía siendo despiojarse mutuamente. Claro que hoy día, ¡tenemos la televisión!

Los ciclos de descanso, producción, consumo e interacción social constituyen elementos esenciales de cómo vivimos la vida, lo mismo que nuestros cinco sentidos. Como el sistema nervioso está construido de tal forma que sólo procesa una pequeña cantidad de información cada vez, la mayoría de las cosas que podemos captar las tenemos que aprehender por series, una detrás de otra. Suele decirse de un hombre rico y de un hombre pobre que, “al igual que los demás, deben ponerse los pantalones una pernera tras otra”. En cada momento sólo podemos tragar un bocado, escuchar una única canción o leer un artículo. Así, las limitaciones de la atención, que es la que determina la cantidad de energía psíquica de que disponemos para experimentar el mundo, nos proporcionan un guión inflexible conforme al cual vivir. A lo largo del tiempo y en diferentes culturas, ha sido asombrosamente similar lo que hemos hecho los seres humanos y durante cuánto tiempo.

Una vez dicho que algunos aspectos importantes de nuestra vida son parecidos, debemos apresurarnos a reconocer las diferencias evidentes. Un corredor de bolsa de Manhattan, un campesino chino y un bosquimano del Kalahari desempeñarán el mismo guión humano esencial de un modo que al principio parecerá no tener nada en común. Al escribir sobre la Europa de los siglos XVI al XVIII, las historiadoras Natalie Zemon Davis y Arlette Farge comentan: «La vida diaria se desenvolvía dentro del marco de las perdurables jerarquías sociales y de género». [4] Esto es igualmente aplicable a todos los grupos sociales que conocemos: cómo vive una persona depende en gran parte del sexo al que pertenezca, la edad que tenga y la posición social que ocupe.

La circunstancia del nacimiento sitúa a una persona en un lugar que determina en gran medida el tipo de experiencias que conformarán su vida. Lo más probable es que un niño de seis o siete años, nacido en una familia pobre de una de las zonas industriales de Inglaterra hace doscientos años, tuviera que levantarse a las cinco de la mañana e ir rápidamente a la fábrica para manejar los ruidosos telares mecánicos hasta la puesta de sol, seis días por semana. A menudo moriría de agotamiento antes de alcanzar la adolescencia. Una niña de doce años nacida en las regiones francesas que elaboraban la seda en la misma época se sentaría junto a una cuba todo el día, sumergiendo capullos de gusanos de seda en agua hirviendo, para ablandar la sustancia pegajosa que mantiene los hilos juntos. Lo más probable es que muriera debido a enfermedades del sistema respiratorio por sentarse desde el alba hasta el atardecer con los vestidos empapados, mientras que las puntas de sus dedos perdían toda sensibilidad a causa del agua demasiado caliente. Al mismo tiempo, los niños de la nobleza aprendían a bailar el minué y a conversar en otras lenguas.

Las mismas diferencias de oportunidades de vida siguen persistiendo hoy día entre nosotros. ¿Qué puede experimentar a lo largo de su vida un niño nacido en los barrios bajos de Los Ángeles, Detroit, El Cairo o México capital? ¿En qué se diferenciará de las expectativas de un niño nacido en una zona residencial de lujo estadounidense o en una familia acomodada sueca o suiza? Desafortunadamente no existe una justicia especial ni hay razón alguna para que una persona haya nacido en una comunidad paupérrima, tal vez incluso con un defecto físico congénito, mientras que otra empiece la vida con buena apariencia, buena salud y una gran cuenta en el banco.

Así pues, mientras que los principales parámetros de la vida están fijados y nadie puede evitar tener que descansar, comer, relacionarse y realizar al menos algún trabajo, la humanidad se halla dividida en categorías sociales que determinan en gran medida el contenido específico de las experiencias. Y para hacerlo todo más interesante existe además la cuestión de la individualidad.

Si miramos a través de una ventana en invierno, podemos ver caer perezosamente millones de copos de nieve idénticos. Pero si nos proveemos de una lupa y miramos por separado esos mismos copos, muy pronto descubrimos que no eran idénticos, que de hecho cada uno de ellos tenía una forma que ningún otro puede duplicar exactamente. Lo mismo ocurre con los seres humanos. Podemos decir muchas cosas sobre lo que Susan experimentará por el hecho de ser un ser humano. Podemos incluso decir más sabiendo que es una niña estadounidense que vive en una comunidad concreta y cuyos padres tienen una determinada profesión. Pero una vez que hayamos determinado todo esto, conocer todos esos parámetros externos no nos permitirá predecir cómo será la vida de Susan. No sólo por el hecho de que el azar puede modificar todas las predicciones, sino porque –y esto es lo más importante– Susan tiene una mente propia con la que puede decidir desaprovechar sus oportunidades o, a la inversa, superar algunas de las desventajas de su nacimiento.

Un libro como éste puede escribirse gracias a que la conciencia humana es flexible. Si todo estuviese determinado por la condición humana común, por las categorías sociales y culturales y por la suerte, sería inútil reflexionar sobre cómo hacer de la propia vida una vida plena. Afortunadamente hay suficiente espacio para que las iniciativas y las decisiones personales marquen una diferencia real. Y quienes creen que esto es así son quienes tienen las mejores oportunidades de liberarse de las garras del destino.


Vivir significa experimentar a través del hacer, del sentir y del pensar. La experiencia tiene lugar en el tiempo, así que el tiempo es el recurso verdaderamente escaso que tenemos. A lo largo de los años el contenido de las experiencias determinará la calidad de vida y, por ello, una de las decisiones más esenciales que podemos tomar tiene que ver con cómo invertimos o a qué dedicamos el tiempo. Por supuesto, la forma que tenemos de invertir el tiempo no es una decisión exclusivamente nuestra. Como ya hemos visto, limitaciones muy rigurosas dictan lo que hacemos, sea como miembros de la raza humana o por pertenecer a una determinada cultura y sociedad. No obstante, existe un espacio para las decisiones personales y, a lo largo del tiempo, tenemos en nuestras manos cierto control. Como señaló el historiador E.P. Thompson, [5] incluso en las décadas más opresivas de la revolución industrial, cuando los trabajadores se extenuaban trabajando más de ochenta horas semanales en minas y fábricas, había algunos que dedicaban sus pocas y preciosas horas libres a cultivar intereses literarios o a la actividad política, en lugar de seguir a la mayoría a los bares.

Los términos que empleamos al hablar del tiempo –administrar, invertir, dedicar, malgastar– han sido tomados del lenguaje económico. Por ello, algunos afirman que nuestra actitud respecto al tiempo está coloreada por nuestra peculiar herencia capitalista. Es verdad que la máxima “el tiempo es dinero” fue una de las favoritas del gran apologista del capitalismo, Benjamin Franklin, pero la equiparación de los dos términos es sin duda mucho más vieja y está enraizada en la experiencia humana ordinaria, y no sólo en nuestra cultura; de hecho, podría aducirse que es el dinero el que adquiere su valor del tiempo, en lugar de ser al revés. El dinero es simplemente el contador más comúnmente utilizado para medir el tiempo dedicado a hacer o construir algo. Y valoramos el dinero porque nos libera hasta cierto punto de las obligaciones de la vida, ya que nos permite tener tiempo libre para hacer lo que queramos.

¿Qué hace entonces la gente con su tiempo? La tabla 1 proporciona una idea general de cómo pasamos las aproximadamente 16 horas al día en que estamos despiertos y conscientes. Las cifras son necesariamente aproximadas, porque pueden darse patrones ampliamente diferentes según una persona sea joven o vieja, hombre o mujer, rica o pobre. En términos generales, no obstante, las cifras de esta tabla son un buen comienzo para describir en qué consiste una jornada media en nuestra sociedad. En muchos aspectos son muy similares a las obtenidas en mediciones del tiempo de otros países industrializados. [6]

Lo que hacemos durante un día normal puede dividirse en dos o tres clases principales de actividades. La primera y la que más tiempo nos ocupa incluye lo que debemos hacer con el objeto de generar energía para la supervivencia y la comodidad. Actualmente esto es casi sinónimo de “ganar dinero”, puesto que el dinero se ha convertido en el medio de intercambiar la mayoría de las cosas. Sin embargo, para los jóvenes que todavía estudian, el aprendizaje puede incluirse entre estas actividades productivas, ya que para ellos la educación es el equivalente del trabajo adulto y además es lo que les conducirá a éste.

Tabla 1: ¿A dónde va el tiempo?

Este cuadro se basa en las actividades diurnas según las respuestas de una muestra representativa de adultos y adolescentes recogidas en estudios recientes de Estados Unidos. Los porcentajes difieren en virtud de la edad, el género, la clase social y las preferencias personales –se indican los límites máximos y mínimos–. Cada punto del porcentaje equivale aproximadamente a una hora por semana.

Actividades productivas

Total: 24-60%

Trabajar o estudiar

20-45%

Hablar, comer, ensoñaciones en el trabajo

4-15%

Actividades de mantenimiento

Total: 20-42%

Tareas domésticas (cocinar, limpiar, comprar)

8-22%

Comer

3-5%

Arreglarse (lavarse, vestirse)

3-6%

Conducir, transporte

6-9%

Actividades de ocio

Total: 20-43%

Medios informativos (televisión y lectura)

9-13%

Aficiones, deportes, películas, restaurantes

4-13%

Hablar, vida social

4-12%

Holgazanear, descansar

3-5%

Fuentes: Csikszentmihalyi y Graef, 1980; Kubey y Csikszentmihalyi y Csikszentmihalyi, 1990; Larson y Richards, 1994. Las fuentes de los datos que se presentan en este cuadro son las siguientes: el empleo del tiempo de los adultos estadounidenses medido con el MME se encuentra en Csikszentmihalyi y Graef (1980); Csikszentmihalyi y LeFevre (1989); Kubey y Csikszentmihalyi (1990); Larson y Richards (1994); sobre el empleo del tiempo de los adolescentes véase Bidwel y otros (de próxima publicación); Csikszentmihalyi y Larson (1984); Csikszentmihalyi, Rathunde y Whalen (1993).

Entre un cuarto y algo más de la mitad de nuestra energía psíquica es dedicada a estas actividades productivas, según el tipo de trabajo que se haga y según se trabaje a tiempo parcial o a tiempo completo. Aunque la mayoría de las personas que trabajan a tiempo completo pasan en el trabajo alrededor de 40 horas a la semana, lo que significa el 35% de las 112 horas que pasamos despiertos a la semana, la cifra no refleja exactamente la realidad, ya que de las 40 horas semanales dedicadas al trabajo, generalmente sólo se dedican 30 a trabajar, mientras que las restantes se dedican a hablar, fantasear, hacer listas y otras ocupaciones laboralmente irrelevantes.

¿Es esto mucho o poco tiempo? Depende de con qué lo comparemos. Según algunos antropólogos, entre las sociedades menos desarrolladas desde el punto de vista tecnológico, como las tribus de las selvas brasileñas o de los desiertos africanos, los hombres adultos rara vez dedican más de cuatro horas al día a proveerse del sustento, ocupando el resto del tiempo en descansar, conversar, cantar y bailar. Por otra parte, durante los aproximadamente cien años que duró la industrialización en Occidente, antes de que los sindicatos pudiesen regular el horario laboral, no era extraordinario que los trabajadores pasaran 12 o más horas al día en la fábrica. Así pues, la jornada laboral de ocho horas, que es la norma general, se halla a medio camino entre los dos extremos.

Las actividades productivas crean nueva energía, pero tenemos que trabajar duro sólo para conservar el cuerpo y sus posesiones. Por ello, aproximadamente una cuarta parte de nuestra jornada está relacionada con diferentes clases de actividades de mantenimiento. Mantenemos el cuerpo en forma comiendo, descansando y arreglándonos; nuestras posesiones, limpiando, cocinando, comprando y haciendo toda clase de tareas domésticas. Tradicionalmente, a las mujeres se les ha cargado el trabajo de mantenimiento, mientras que los hombres se han dedicado a los roles productivos. Esta diferencia es muy grande aún hoy día en Estados Unidos: mientras que hombres y mujeres pasan igual cantidad de tiempo comiendo (alrededor de un 5%), las mujeres dedican el doble de tiempo que los hombres a realizar todas las demás actividades de mantenimiento. Las tareas domésticas que tipifican el género son por supuesto mucho más marcadas en cualquier otro lugar. En la extinta Unión Soviética, donde la igualdad de géneros era una cuestión ideológica, las mujeres casadas que eran médicos o ingenieros seguían teniendo que realizar las tareas domésticas además de sus trabajos pagados. En la mayoría del mundo, un hombre que cocina para su familia o que friega los platos pierde su autoestima y el respeto de los demás.

Esta división del trabajo parece ser tan vieja como la misma humanidad. Sin embargo, en el pasado el mantenimiento del hogar solía exigir una labor enormemente extenuante por parte de las mujeres. Un historiador describe así la situación en Europa hace cuatro siglos:

Las mujeres acarreaban el agua [7] para mantener húmedas las terrazas montañosas en zonas… en las que el agua era escasa… Cortaban y secaban la turba, recogían kelp, leña y semillas a lo largo del camino para alimentar a los conejos. Ordeñaban vacas y cabras, cultivaban verduras y recolectaban castañas y hierbas. Para los campesinos británicos –y algunos irlandeses y holandeses–, el combustible más común eran los excrementos de los animales, que las mujeres recogían a mano y que se secaban apilados cerca del fuego familiar…

Las cañerías y los aparatos electrónicos han marcado sin duda una diferencia en la cantidad de esfuerzo físico que exige mantener un hogar, del mismo modo que la tecnología ha disminuido la carga física del trabajo productivo. Pero la mayoría de las mujeres de Asia, África y Sudamérica, lo cual significa la mayoría de las mujeres del mundo, todavía tienen que dedicar la mayor parte de su vida a impedir que la infraestructura material y emocional de su familia se desmorone.

El tiempo libre que queda al margen de las necesidades productivas y de mantenimiento es tiempo libre u ocio, [8] que constituye aproximadamente otra cuarta parte del tiempo total. Según muchos pensadores del pasado, los hombres y las mujeres sólo podían realizar su potencial cuando no tenían nada que hacer. Los filósofos griegos afirmaron que es durante el ocio cuando nos hacemos verdaderamente humanos por poder dedicar tiempo al desarrollo de uno mismo: al aprendizaje, a las artes y a la actividad política. De hecho, el término griego que designaba el ocio, scholea, constituye la raíz de la palabra “escuela”, puesto que se suponía que la mejor utilización del ocio era el estudio.

Desafortunadamente, este ideal apenas se realiza. En nuestra sociedad el tiempo libre se emplea en tres principales tipos de actividades, ninguna de las cuales está a la altura de lo que tenían en mente los eruditos griegos u “hombres de ocio”. La primera es el consumo de medios de comunicación, principalmente la televisión, con unas gotas de lectura de diarios y revistas. La segunda es la conversación. La tercera es una utilización más activa del tiempo libre y, por ello, la más cercana al viejo ideal: incluye las aficiones, tocar música, practicar deportes y hacer ejercicio físico, ir a restaurantes y ver películas. Cada una de estas tres principales clases de ocio lleva un mínimo de cuatro horas y un máximo de doce a la semana.

[9][10]

El segundo contexto está formado por la propia familia; para los niños, sus padres y hermanos, y para los adultos, la pareja y los hijos. Aunque recientemente ha sido severamente criticada la misma idea de “familia” como unidad social reconocible, y aunque es verdad que ninguna clase de estructura se ajusta a esta definición en el tiempo y en el espacio, también es verdad que siempre y en todas partes ha existido un grupo de personas con quienes se reconocen especiales vínculos de parentesco, con los que se siente uno más seguro y con los que se tiene un sentido de la responsabilidad mayor que respecto al resto de las personas. Por mucho que actualmente sean extrañas nuestras familias reconstituidas en comparación con el ideal de la familia nuclear, los parientes cercanos todavía proporcionan un tipo especial de experiencias.

Por último, existe el contexto definido por la ausencia de los demás: la soledad. En las sociedades tecnológicas pasamos aproximadamente un tercio del día solos, lo cual constituye una proporción mucho mayor que en la mayoría de las sociedades tribales, en las que estar solo se suele considerar muy peligroso. Incluso para nosotros estar solos es indeseable; la inmensa mayoría de la gente intenta evitar la soledad por todos los medios. Aunque es posible aprender a disfrutar de ella, rara vez es un gusto adquirido. Pero tanto si nos gusta como si no, muchas de las obligaciones de la vida cotidiana nos exigen estar solos: los niños tienen que estudiar y practicar por sí mismos, las amas de casa cuidan del hogar solas y muchos trabajos son solitarios, al menos en parte. Así pues, es importante tolerar la soledad, aunque no disfrutemos de ella; en caso contrario la calidad de nuestra vida estará ligada al sufrimiento.


En este capítulo y en el próximo se expone cómo utilizan su tiempo las personas, cuánto tiempo pasan con los demás y cómo se sienten sobre lo que hacen. ¿Cuáles son las pruebas en que se basan las afirmaciones formuladas?

La forma predominante de averiguar qué hace la gente con su tiempo se basa en encuestas, sondeos e informes de empleo del tiempo. Estos métodos normalmente se basan en pedir que las personas objeto de la investigación rellenen un diario al final del día o de la semana; éstos son fáciles de llevar pero no son muy precisos, pues se apoyan principalmente en la recogida de datos. Otro instrumento es el método de muestreo de experiencias (MME) [11] que desarrollé en la Universidad de Chicago a principios de los años setenta. El MME utiliza un reloj programable que señala a las personas cuándo rellenar dos páginas en un bloc que llevan siempre consigo. Las señales están programadas para sonar aleatoriamente en segmentos de dos horas del día, desde la mañana temprano hasta las 11 de la noche, o más tarde. A la señal, la persona escribe en dónde se encuentra, qué está haciendo, qué está pensando, cómo se siente respecto a su actividad y, a continuación, evalúa su estado de conciencia del momento en varias escalas numéricas: lo contenta que está, hasta qué punto está concentrada, si está fuertemente motivada, cuál es su grado de autoestima, etc, etc.

Al final de la semana cada persona habrá llenado hasta 56 páginas del bloc del MME, proporcionando así una película virtual de sus actividades y experiencias diarias. Podemos trazar las actividades de una persona desde la mañana a la noche, día a día, a lo largo de la semana, y podemos seguir sus cambios de humor en relación con lo que dicha persona hace y cómo se siente al respecto.

En nuestro laboratorio de Chicago hemos recogido a lo largo de los años un total de más de 70.000 páginas de unos 2.300 encuestados; investigadores de universidades de otras partes del mundo han triplicado de sobra estas cifras. Es importante la existencia de gran número de respuestas, pues esto nos permite investigar la forma y la calidad de la vida cotidiana con gran detalle y con una considerable precisión. Nos permite, por ejemplo, comprobar con qué frecuencia toman sus comidas los encuestados y cómo se sienten cuando lo hacen. Además podemos averiguar si adolescentes, adultos y ancianos se sienten igual cuando comen y si comer es una experiencia similar cuando se come solo o acompañado. El método también permite hacer comparaciones entre americanos, europeos, asiáticos y personas pertenecientes a otras culturas en las que puede utilizarse este método. A continuación utilizaré los resultados obtenidos por informes y sondeos combinados con los resultados del MME. Al final del libro, las notas indican las fuentes de donde se han obtenido los datos.