Cubierta

Sudhir Kakar
y Katharina Kakar

LA INDIA

Retrato de una sociedad

Traducción del inglés de Patricia Palomar Recio

Editorial Kairós

Sumario

Introducción

El hombre jerárquico

La red de la vida familiar

La autoridad en la cultura india

La interiorización de la casta

La suciedad y la discriminación

La mujer india: tradición y modernidad

Es una niña

La discriminación y la doncella

La etapa de la pubertad

El matrimonio: ¿es el amor necesario?

El hogar y el mundo

Sexualidad

El sexo en la India antigua

La mujer en el Kamasutra

El amor en los tiempos del Kamasutra

La sexualidad en los templos y la literatura de la India medieval

La sexualidad hoy en día

La sexualidad y la salud

Vírgenes y otras mujeres

La sexualidad en el matrimonio

Una sombra sobre la sexualidad masculina

La sexualidad alternativa

Salud y sanación: enfrentarse a la muerte

La salud y la enfermedad del cuerpo según el ayurveda

Cita con el doctor ayurvédico

La comida según la mente india

La salud y la medicina moderna

La concepción de la muerte

Religión y espiritualidad

El nacionalista hindú

El hindú flexible

El conflicto entre hindúes y musulmanes

El musulmán a los ojos del hindú

El hindú a los ojos del musulmán

Del conflicto a la violencia

El aumento gradual de la violencia

El papel de los demagogos religioso-políticos

Rumores y disturbios

El marco moral de la violencia

El futuro del conflicto hindú-musulmán

La mente india

La visión hindú del mundo

El moksha, el propósito de la vida

El dharma, lo correcto y lo incorrecto

El karma y el renacimiento según la mente india

Yo y el otro: separación y conexión

Lo masculino y lo femenino

Notas y referencias

Notas de la traductora

INTRODUCCIÓN

Nuestro libro versa sobre la identidad india, la “indianidad”, esa parte cultural de la mente que conforma las actividades y preocupaciones de la vida diaria de un gran número de indios sirviéndoles de guía en el viaje de la vida. La actitud hacia superiores y subordinados, la elección de la comida para gozar de salud y vitalidad, la red de deberes y obligaciones en la vida familiar, esferas en las que influye la parte cultural de la mente tanto o más que en las ideas sobre la relación adecuada entre los dos sexos, o sobre la relación ideal con dios. Por supuesto, los elementos culturales propios de la familia, la casta, la clase o el grupo étnico pueden modificar y revestir la herencia que la civilización pueda dejar en una persona india. Con todo y con ello, se mantiene una sensación subyacente de indianidad, incluso en la tercera o cuarta generación en la diáspora india en todo el mundo –y no solo cuando se reúnen para la celebración de DiwaliI o para ver una película de Bollywood–.

La identidad no es un rol, o sucesión de roles, con lo que a menudo se la confunde. No es una prenda que uno pueda ponerse o quitarse según qué tiempo haga; no es “fluida”, pero sí está marcada por un sentimiento de continuidad y uniformidad independientemente de dónde se encuentre la persona a lo largo de su vida. La identidad de un ser humano –de la cual la cultura en la que ha crecido es una parte esencial– es lo que le hace reconocerse a sí mismo y ser reconocido por las personas que constituyen su mundo. No es algo que el ser humano haya escogido, sino algo que se ha apoderado de él. Es algo que puede doler, que uno puede maldecir o lamentar, pero de lo que uno no puede desprenderse, aunque pueda ocultarlo a los otros o, tristemente, a sí mismo.

La parte cultural de nuestra identidad personal, según apunta la neurociencia moderna, está conectada a nuestro cerebro. La cultura en la que crece un niño es como el software del cerebro, que en gran medida ya está instalado al llegar a la adolescencia. Esto no quiere decir que el cerebro, órgano social y cultural tanto o más que biológico, no siga cambiando a lo largo de la vida por las interacciones con el entorno. Como el agua del río en el que uno no puede bañarse dos veces, no se utiliza el mismo cerebro dos veces. Incluso si nuestro bagaje genético determinara el 50% de nuestra psique y las experiencias de la niñez otro 30%, todavía quedaría un 20% que se modifica a lo largo de la vida. Aun así, tal y como señala el neurólogo y filósofo Gerhard Roth: «Independientemente del bagaje genético, un bebé que crezca en África, Europa o Japón se convertirá en un africano, un europeo o un japonés. Y cuando uno ha crecido en una cultura determinada y tiene, digamos, 20 años, nunca podrá tener una comprensión completa de otras culturas puesto que el cerebro ya ha pasado por el estrecho cuello de botella de la “culturalización”».1 En otras palabras, es muy poco probable que en la edad adulta se tengan identidades “fluidas” y cambiantes y, lo que es más, pocas veces afectan a las capas más profundas de la psique. Por tanto, en cierto modo, somos españoles o coreanos –o indios– mucho antes de elegir o identificar esto como parte esencial de nuestra identidad.

Somos muy conscientes de que a primera vista puede parecer inverosímil el concepto de una indianidad particular. ¿Cómo se puede generalizar sobre un país de 1.000 millones de personas –hindúes, musulmanes, sikhs, cristianos, jainistas– que hablan 14 lenguas principales y con profundas diferencias regionales? ¿Cómo podría darse por supuesto que existe un elemento común entre personas divididas no solo por clases sociales, sino también por el sistema de castas tan característico de la India, y con una diversidad étnica más bien propia de imperios del pasado que de los Estados-nación de hoy en día? Aun así, desde tiempos inmemoriales los viajeros europeos, chinos y árabes han identificado rasgos comunes entre los pueblos indios. Han sido testigos de una unidad subyacente a una aparente diversidad, una unidad a menudo ignorada o pasada por alto en estos tiempos en que nuestros modernos ojos están más acostumbrados a identificar la divergencia que la semejanza. De ahí que en el 300 a. de C., Megástenes, embajador griego ante la corte de Chandragupta Maurya, comentara lo que hoy se denominaría la preocupación india por la espiritualidad:

«Entre ellos la muerte es tema de conversación muy frecuente. Consideran esta vida, por así decirlo, como el tiempo en el que el niño dentro del útero llega a la madurez, y la muerte como el nacimiento a una vida real y feliz para los devotos de la filosofía. Debido a esto soportan mucha disciplina como preparación para la muerte. Consideran que nada de lo que sucede a los hombres es bueno ni malo, y que suponer otra cosa es una ilusión o un sueño, pues de otro modo, ¿cómo puede ser que algunos sientan dolor y otros placer por las mismas cosas, y cómo pueden las mismas cosas afectar a los mismos individuos en diferentes momentos con esas emociones opuestas?».2

Más recientemente, el primer ministro de la India, Jawaharlal Nehru, escribía en su libro El descubrimiento de la India lo siguiente:

«La unidad de la India ya no era para mí una mera concepción intelectual: era una experiencia emocional que me subyugaba. […] Era absurdo, desde luego, pensar en la India o en cualquier país como una especie de entidad antropomórfica. No lo hice. […] Sin embargo, creo que un país con un pasado cultural largo y una visión de la vida común desarrolla un espíritu que le es peculiar y que imprime a todos sus hijos, por mucho que puedan diferir entre ellos…».3

Este “espíritu de la India” no es algo etéreo, presente tan solo en la enrarecida atmósfera de la religión, la estética y la filosofía, sino que aparece reflejado, por ejemplo, en fábulas de animales del Panchatantra o en cuentos del Mahabharata y el Ramayana que en todo el país los adultos cuentan a los niños. Brilla con todo su esplendor en las distintas manifestaciones musicales indias pero también se percibe en temas más mundanos de la higiene personal como el limpiarse el orificio rectal con agua y los dedos de la mano izquierda, o en objetos tan insignificantes como un raspador de lengua, una tira doblada de cobre (o plata en el caso de los más pudientes) que se emplea para quitar la película blanca que recubre la lengua.

La indianidad, por tanto, tiene que ver con las similitudes que se dan en una extensa civilización índica predominantemente hindú que ha contribuido con la mejor parte a lo que podríamos llamar el “patrimonio genético cultural” de los pueblos de la India. En otras palabras, los patrones de la cultura hindú –que son el objeto de estudio de este libro– han desempeñado un importante papel en la construcción de la indianidad, aunque no iríamos tan lejos como el severo crítico de la filosofía hindú, el escritor Nirad C. Chaudhuri, quien sostenía que la historia de la India de los últimos 1.000 años se había conformado por el carácter hindú y consideraba con «la misma certeza que así seguiría siendo, dando forma a todo lo que se ponga en marcha para y en el país».4

En este libro solo podremos mencionar algunos de los pilares clave que conforman la indianidad: unos ideales de la familia y de otras relaciones cruciales que derivan de la institu­ción de la familia extensa, una visión de las relaciones sociales que recibe gran influencia de la institución de la casta, una imagen del cuerpo humano y de los procesos corporales basada en el sistema médico del ayurveda, y un imaginario cultural repleto de mitos y leyendas, principalmente de las epopeyas del Ramayana y el Mahabharata, que proyectan una visión “romántica” de la vida humana y una forma de pensar relativista y dependiente del contexto.

No pretendemos dar a entender que la identidad india es una constante fija, inalterable a lo largo de la historia. La antigua civilización de la India ha estado en constante ebullición durante el proceso de asimilación, transformación, reafirmación y recreación posterior a los encuentros con otras civilizaciones y fuerzas culturales, como los que se produjeron con la llegada del islam en la época medieval y el colonialismo europeo más recientemente. No hay prácticamente ningún aspecto de la civilización índica que haya quedado inalterado tras estos encuentros, ya sea música clásica, arquitectura, cocina india “tradicional” o las bandas sonoras de Bollywood. La civilización índica, más que absorber las fuerzas culturales extranjeras, las ha traducido a su propio idioma, sin pensar o incluso sintiéndose orgullosa de lo que se pierde en la traducción. El zarandeo contemporáneo al que le somete la globalización que gira en torno a Occidente es tan solo uno de los últimos coletazos de varios encuentros culturales estimulantes, que se podrían denominar “choques” si se consideran solo en un estrecho marco cronológico y desde una perspectiva limitada. La antigua civilización india, separada de y al mismo tiempo vinculada al hinduismo como religión, es, por tanto, el patrimonio común de todos los indios, independientemente del credo que profesen.

Así pues, los indios comparten un sentimiento de familia en el sentido de que hay una marca característica india en ciertas experiencias universales que se tratarán en este libro: crecer siendo hombre o mujer, el sexo y el matrimonio, el comportamiento en el trabajo, el estatus y la discriminación, la salud y la enfermedad del cuerpo, la vida religiosa y, por último, el conflicto étnico. En un panorama políticamente controvertido, donde diversos grupos reclaman el reconocimiento de sus divergencias, se echa en falta la consciencia de una indianidad común, el sentimiento de “unidad en la diversidad”. Del mismo modo que el escritor argentino Jorge Luis Borges señala la ausencia de camellos en el Corán porque estos no eran lo suficientemente exóticos entre los árabes como para atraer su atención, para la mayoría de los indios el camello de la indianidad es invisible o lo dan por supuesto. El sentimiento de familia sale a la superficie solo en contraposición con los perfiles de los pueblos de otras grandes civilizaciones o grupos culturales. Un hombre que es un amritsari en el Punjab, por ejemplo, es un punjabi para el resto de la India, pero es un indio en Europa; en este último caso, el “círculo externo” de su identidad –su indianidad– se convierte en un elemento clave para definirse a sí mismo y ser reconocido por los demás.5 Por ello, a pesar de las continuas críticas académicas hay personas (incluidos académicos cogidos en un renuncio) que siguen utilizando la referencia de “los indios” –al igual que la de “los chinos”, “los europeos” o “los americanos”– como un atajo necesario y legítimo a una realidad más compleja.

Nuestro objetivo en este libro es presentar un retrato heterogéneo en el que los indios se reconozcan a sí mismos y sean reconocidos por los demás. Este reconocimiento no puede ser uniforme, ni siquiera si nuestra intención es identificar los puntos en común que subyacen a lo que el antropólogo Robin Fox denomina el “hechizo” de las diferencias superficiales. Sospechamos que los hindúes de clase alta y media verán un retrato con muchos rasgos con los que se sentirán familiarizados. Otros más al margen de la sociedad hindú (como los dalits y los tribales, o los cristianos y los musulmanes) tan solo vislumbrarán efímeras similitudes.

Ni siquiera en el caso de los hindúes, que suponen más del 80% de la población india, este retrato es una fotografía, pero tampoco es una representación cubista al estilo de Picasso donde prácticamente no se podría reconocer al sujeto. Nuestros esfuerzos van en la línea de los estudios psicológicos de pintores expresionistas tales como Max Beckman y Oskar Kokoschka o, más próximos a nuestra época, los retratos de Lucien Freud que se sirven del realismo para explorar la profundidad psicológica.

Asimismo, somos conscientes de que lo que pretendemos con este libro es ofrecer una “visión amplia” pasada de moda, y una “gran narrativa” ante las que muchos que profesan el credo postmodernista pueden reaccionar con hostilidad. Es igualmente cierto que hay algo de especulación en este ejercicio de decidirse por determinados patrones de la indianidad. Aun así, sin la “visión amplia” –con sus defectos e ine­xactitudes– las visiones más pequeñas, locales, aunque más precisas, serían miopes, una mezcla de difícil comprensión de árboles que no dejarían ver el bosque.