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Índice

Cubierta

Club El Ojo Morado del Mes

Por qué el pollo es tan importante para mí

Me llaman Venganza

Porque Geometría no es un país cerca de Grecia

La esperanza es lo último que se pierde

Irse o no irse, ésa es la cuestión

Rowdy me canta las cuarenta

Cómo pelear con monstruos

Mi abuela me da consejo

Sonrisas y lágrimas

Halloween

A rastras hacia el Día de Acción de Gracias

Mi hermana me envía un e-mail

Acción de Gracias

Dolor de hambre

Rowdy me da consejos sobre amor

Baila, baila, baila

No te fíes de tu ordenador

Mi hermana me envía una carta

Un buen partido

Campana sobre campana

Rojo contra blanco

Velatorio

Corazón de San Valentín

Perro ladrador

Rowdy y yo mantenemos una conversación larga y seria sobre baloncesto

Porque los rusos no siempre son genios

Las notas finales de mi primer año en el instituto

Recuerdos

Hablando de tortugas

Créditos

Para Wellpinit y Reardan, mis hogares

Hay otro mundo, pero está en éste.

W. B. Yeats

Club

El Ojo Morado del Mes

Nací con agua en el cerebro.

Está bien, eso no es del todo cierto. En realidad nací con demasiado líquido cefalorraquídeo dentro del cráneo. Pero líquido cefalorraquídeo no es más que la forma sofisticada que tienen los médicos de llamar a la grasa del cerebro. La grasa del cerebro funciona dentro de los lóbulos como la grasa de los coches funciona dentro de un motor; hace que todo vaya suave y rápido. Pero yo, que soy un bicho raro, nací con demasiada grasa dentro del cráneo, así que se puso todo espeso y turbio y asqueroso, y los mecanismos se fastidiaron. El motor con el que tenía que pensar y respirar y vivir empezó a funcionar más despacio y se inundó.

Mi cerebro estaba sumergido en grasa.

Pero, así contada, toda la historia suena rara y divertida, como si mi cerebro fuera una patata frita gigante, así que parece más serio y poético y preciso decir «Nací con agua en el cerebro».

Bueno, a lo mejor ésa tampoco es una manera muy seria de decirlo. A lo mejor es que toda la historia es rara y divertida.

Pero, caray, ¿acaso les pareció divertido a mi madre y mi padre y mi hermana mayor y mi abuela y mis primos y primas y tíos y tías que los médicos tuvieran que abrir mi cabecita y sacar toda esa agua que sobraba con una especie de aspiradora diminuta?

Sólo tenía seis meses y se suponía que la palmaría durante la operación. Y aunque por casualidad sobreviviera a la miniaspiradora, se suponía que sufriría graves lesiones cerebrales durante la intervención y viviría como un vegetal el resto de mi vida.

Bueno, es obvio que sobreviví a la operación; si no, no estaría escribiendo esto. Pero tengo todo tipo de problemas físicos que son el resultado directo de mis lesiones cerebrales.

Para empezar, acabé teniendo cuarenta y dos dientes. Un ser humano normal tiene treinta y dos, ¿no? Pues yo tenía cuarenta y dos.

Diez más de lo habitual.

Diez más de lo normal.

Diez dientes más de lo que se considera humano.

Tenía los dientes tan apiñados que casi no podía cerrar la boca. Fui al Servicio Sanitario Indio a que me sacaran unos cuantos para poder comer con normalidad y no como una especie de buitre baboso. Pero el Servicio Sanitario Indio sólo financiaba tratamientos dentales complicados una vez al año, así que tuvieron que sacarme los diez dientes que me sobraban de una sola vez.

Para colmo, nuestro dentista blanco pensaba que los indios sólo sentimos la mitad de dolor que los blancos, así que nos daba sólo la mitad de novocaína.

Qué cabrón, ¿eh?

El Servicio Sanitario Indio tampoco financiaba la compra de gafas más que una vez al año, y ofrecía un único modelo: esas horribles gafas gruesas de plástico negro.

A causa de mis lesiones cerebrales, tenía miopía en un ojo e hipermetropía en el otro, así que mis horribles gafas eran totalmente desiguales porque mis ojos eran así de desiguales.

Tengo dolores de cabeza porque mis ojos son, por así decirlo, enemigos. Ya sabes, como si hubieran estado casados pero ahora se odiaran a muerte.

Encima empecé a llevar gafas a los tres años, así que corría por la reserva como si fuera un abuelo indio de tres años.

Ah, y además estaba en los huesos. Si me ponía de lado, desaparecía.

Pero tenía las manos y los pies enormes. ¡Calzaba un 45 cuando estaba en tercero! Con los pies tan grandes y el cuerpo como un palillo, parecía una L mayúscula andando por la calle.

Y tenía la cabeza gigantesca.

Tremenda.

Mi cabeza era tan grande que tenía pequeñas cabecitas indias orbitando a su alrededor. Algunos niños me llamaban Órbita. Otros me llamaban Globo Terráqueo. Los más bestias me cogían, me daban vueltas, me ponían el dedo en la cabeza y decían: «Quiero viajar aquí».

Es evidente que por fuera parecía tonto, pero lo peor era lo de dentro.

En primer lugar, sufría ataques. Al menos dos a la semana. De modo que estaba constantemente lesionándome el cerebro. Pero la cosa es que sufría esos ataques porque ya tenía lesiones cerebrales, así que lo que hacía era volver a abrir las heridas cada vez que tenía un ataque.

Exacto, cada vez que sufría un ataque me lesionaba las lesiones.

No he sufrido ningún ataque en siete años, pero los médicos dicen que soy «propenso a los episodios espasmódicos».

Propenso a los episodios espasmódicos.

¿A que se te desliza por la lengua como si fuera poesía?

También tartamudeaba y ceceaba. O quizá debería decir que tar-tar-tar-tartamudeaba y no zabía decir laz ecez.

Seguro que crees que los defectos del habla no son demasiado graves, pero te diré que no hay nada más peligroso que ser un chaval que tartamudea y cecea.

Un niño de cinco años que tartamudea y cecea es muy mono. Qué narices, la mayoría de los grandes actores infantiles alcanzaron el estrellato tartamudeando y ceceando.

Caray, sigues siendo bastante mono si tartamudeas y ceceas a los seis, los siete, los ocho años, pero todo eso se acaba una vez que cumples nueve y diez.

Entonces, el tartamudeo y el ceceo te convierten en un tarado.

Y si tienes catorce años, como yo, y sigues tartamudeando y ceceando, te conviertes en el mayor tarado del mundo.

Todo el mundo en la reserva me llama tarado unas dos veces al día. Me llaman tarado mientras me bajan los pantalones, me meten la cabeza en el váter o me dan collejas.

Ni siquiera estoy escribiendo esta historia tal como hablo en realidad, porque tendría que llenarla de tartamudeos y ceceos y te estarías preguntando qué haces leyendo una historia escrita por semejante tarado.

¿Sabes lo que nos pasa a los tarados en la reserva?

Nos zurran.

Al menos una vez al mes.

Sí, soy miembro del club El Ojo Morado del Mes.

Claro que quiero salir a la calle. Todos los niños quieren salir a la calle. Pero es más seguro quedarse en casa. Así que paso casi todo el tiempo solo en mi habitación, leyendo y dibujando viñetas.

Aquí hay una en la que salgo yo:

Siempre estoy dibujando.

Hago viñetas de mi madre y mi padre; de mi hermana y mi abuela; de mi mejor amigo, Rowdy, y del resto de la gente de la reserva.

Dibujo porque las palabras son demasiado impredecibles.

Dibujo porque las palabras son demasiado limitadas.

Si hablas y escribes en español, o en inglés, o en chino, o en cualquier otra lengua, sólo un cierto porcentaje de los seres humanos te entenderá.

En cambio, cuando haces un dibujo, todo el mundo puede entenderlo.

Si hago un dibujo de una flor, cualquier hombre, mujer o niño del mundo puede mirarlo y decir: «Es una flor». Así que dibujo porque quiero hablar al mundo. Y quiero que el mundo me escuche.

Me siento importante cuando tengo un bolígrafo en la mano. Me siento como si pudiera llegar a ser alguien importante. Un artista. Puede que un artista famoso. Puede que un artista rico.

Es la única manera de poder hacerme rico y famoso.

No tienes más que echar un vistazo al mundo. Casi todos los mestizos ricos y famosos son artistas. Son cantantes y actores y escritores y bailarines y directores y poetas.

Así que dibujo porque siento que quizá sea mi única verdadera oportunidad de escapar de la reserva.

Creo que el mundo es una sucesión de diques que se rompen y de inundaciones, y mis viñetas son minúsculos botes salvavidas.

Por qué el pollo es tan importante para mí

Bien, ahora ya sabes que dibujo viñetas. Además, creo que no lo hago nada mal. Pero, por muy bien que lo haga, mis viñetas nunca podrán sustituir a la comida o al dinero. Ojalá pudiera dibujar un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada o un puñado de billetes de veinte dólares, hacer algún truco de magia y convertirlos en realidad. Pero no puedo. Nadie puede, ni siquiera el mago más hambriento del mundo.

Ojalá tuviera poderes mágicos, pero la verdad es que sólo soy un chaval de una reserva más pobre que las ratas que vive con su familia más pobre que las ratas en la Reserva India Spokane, más pobre que las ratas.

¿Sabes qué es lo peor de ser pobre? Bueno, a lo mejor ya has hecho el cálculo en tu cabeza y te lo imaginas:

Pobreza = nevera vacía + estómago vacío

Sí, claro que en mi casa a veces nos saltamos una comida y nos vamos a la cama sin cenar, pero sé que, tarde o temprano, mis padres aparecerán de repente por la puerta con un cubo de pollo frito del Kentucky Fried Chicken.

Receta Original.

Y oye, es raro, pero tener hambre hace que la comida esté más rica. No hay nada mejor que un muslo de pollo cuando no has comido nada en las últimas dieciocho horas y media (aproximadamente). En serio, un buen trozo de pollo puede hacer que cualquiera crea en la existencia de Dios.

Pero lo peor de ser pobre no es el hambre.

Seguro que ahora mismo estás pensando: «Vale, vale, Sr. Artista del Hambre, Sr. El que se Alimenta de Palabras, Sr. Pobre de Mí, Sr. Receta Secreta, ¿y qué es lo peor de ser pobre?».

Está bien, te diré qué es lo peor.

La semana pasada, mi mejor amigo, Óscar, se puso muy enfermo.

Al principio pensé que sólo era agotamiento por el calor o algo así. Es decir, era un asfixiante día de julio (39º C y una humedad del 90%) y había mucha gente desmayándose por el calor, así que ¿por qué no un perro que lleva un abrigo de piel?

Intenté darle un poco de agua, pero no quería.

Estaba tumbado en su cama con los ojos enrojecidos, llorosos y llenos de legañas. Gemía de dolor y, cuando lo tocaba, aullaba como un loco.

Era como si los nervios le sobresalieran diez centímetros de la piel.

Pensé que se pondría bien si descansaba un poco, pero entonces empezó a tener vómitos, una diarrea muy fuerte y esas convulsiones que hacían que sus patitas no pudieran dejar de patalear y patalear.

Sí, es verdad que Óscar sólo era un chucho callejero adoptado, pero era el único ser vivo en el que podía confiar. Podía confiar en él más que en mis padres, abuela, tíos, tías, primos, primas y hermana mayor. Me enseñó más de lo que jamás me había enseñado ningún profesor.

En serio, Óscar era mejor persona que cualquier ser humano que hubiera conocido en mi vida.

–Mamá –dije–, tenemos que llevar a Óscar al veterinario.

–Se pondrá bien –contestó ella.

Pero estaba mintiendo. Siempre que mentía se le oscurecía el centro de los ojos. Era una india spokane y no sabía mentir, cosa que no tenía ningún sentido. La verdad es que los indios deberíamos mentir mejor, teniendo en cuenta la cantidad de veces que nos han mentido.

–Está muy enfermo, mamá –dije–. Se va a morir si no lo llevamos al veterinario.

Me miró fijamente. Sus ojos ya no estaban oscuros, así que supe que iba a decirme la verdad. Y te aseguro que hay veces que lo último que quieres oír es la verdad.

–Junior, cariño –dijo mamá–, lo siento, pero no tenemos dinero para Óscar.

–Te lo devolveré –contesté–. Te lo prometo.

–Cielo, va a costar cientos de dólares, puede que mil.

–Se lo devolveré al veterinario. Me pondré a trabajar.

Mamá sonrió con tristeza y me abrazó muy fuerte.

Caray, ¿cómo podía ser tan tonto? ¿Qué clase de trabajo puede hacer un chaval indio de una reserva? Era demasiado pequeño para trabajar en el casino repartiendo cartas para el blackjack, sólo había unos quince jardines con césped en la reserva (y ninguno de sus propietarios contrataba a nadie para que lo cortara), y el único trabajo de reparto de periódicos lo tenía un respetado anciano de la tribu llamado Wally. Y sólo tenía que repartir cincuenta periódicos, así que, más que un trabajo, era un hobby.

No podía hacer nada para salvar a Óscar.

Nada.

Nada.

Nada.

De modo que me tumbé a su lado en el suelo y estuve acariciándole la cabeza y susurrando su nombre durante horas.

Más tarde, papá volvió a casa de dondequiera que hubiera estado, mantuvo una de esas largas conversaciones con mamá y tomaron una decisión sin tenerme en cuenta.

Después, papá sacó del armario el rifle y las balas.

–Junior –dijo–, lleva a Óscar afuera.

–¡No! –grité.

–Está sufriendo –dijo papá–, tenemos que ayudarle.

–¡No puedes hacer eso! –volví a gritar.

Quería darle un puñetazo en la cara a mi padre. Quería darle un puñetazo en la nariz y hacerle sangrar. Quería darle un puñetazo en el ojo y dejarle ciego. Quería pegarle una patada en los huevos y hacer que se desmayara.

Estaba tan cabreado que iba a explotar. Cabreado en plan volcán. Cabreado en plan tsunami.

Papá me miró con unos ojos tristísimos. Estaba llorando. Su aspecto era de debilidad.

Quería odiarle por su debilidad.

Quería odiar a papá y a mamá por nuestra pobreza.

Quería culparlos de que mi perro estuviera enfermo y de todas las demás enfermedades del mundo.

Pero no puedo culpar a mis padres de nuestra pobreza, porque mi madre y mi padre son los soles gemelos alrededor de los que giro, y sin ellos mi mundo EXPLOTARÍA.

Además, no es que mis padres nacieran precisamente en la abundancia. No es que se hubieran jugado la fortuna de sus familias y la hubiesen perdido. Mis padres tenían antepasados pobres que tenían antepasados pobres que tenían antepasados pobres, y así hasta llegar a los primeros pobres de la historia.

Adán y Eva se tapaban sus partes íntimas con hojas de higuera. Los primeros indios se tapaban sus partes íntimas con las manitas.

Es verdad, sé que mis padres tenían sueños cuando eran niños. Soñaban con ser algo más que pobres, pero nunca tuvieron la oportunidad de ser nada porque nadie hizo caso a sus sueños.

Si le hubieran dado la oportunidad, mi madre habría ido a la universidad.

Sigue leyendo libros como loca. Los compra a montones. Además, se acuerda de todo lo que lee. Es capaz de recitar páginas enteras de memoria, como una grabadora humana. En serio, mi madre puede leer el periódico en quince minutos y decirme los resultados del béisbol, la ubicación de todas las guerras, el nombre del último tío que ha ganado la lotería y las temperaturas máximas de Des Moines, Iowa.

Si le hubieran dado la oportunidad, mi padre habría sido músico.

Cuando se emborracha, canta viejas canciones de música country. Y también de blues. Lo hace bien, como un profesional. Tanto que tendría que sonar en la radio. Toca la guitarra y un poco el piano. Y tiene ese viejo saxofón desde el instituto que mantiene limpio y brillante, como si fuera a entrar en un grupo en cualquier momento.

Pero los indios de las reservas no conseguimos hacer realidad nuestros sueños. No se nos da esa oportunidad. Ni la posibilidad de escoger. Simplemente somos pobres, es todo lo que somos.

Es un asco ser pobre, y es un asco tener la sensación de que, por algún motivo, te mereces ser pobre. Empiezas pensando que eres pobre porque eres tonto y feo. Entonces empiezas a pensar que eres tonto y feo porque eres indio. Y, como eres indio, empiezas a pensar que estás condenado a ser pobre. Es un horrible círculo y no puedes hacer nada para salir de él.

La pobreza no te hace fuerte ni te da lecciones de perseverancia. No, la pobreza sólo te enseña a ser pobre.

De modo que, pobre y pequeño y débil, cogí a Óscar. Me lamió la cara porque me quería y confiaba en mí. Lo saqué al jardín y lo puse bajo nuestro manzano.

–Te quiero, Óscar –dije.

Me miró, y te juro que entendió lo que estaba ocurriendo. Supo lo que iba a hacer papá. Sin embargo, Óscar no sintió miedo. Sintió alivio.

Pero yo no.

Salí corriendo lo más rápido que pude.

Quería correr más rápido que la velocidad del sonido, pero nadie, por mucho dolor que sienta, puede correr tan deprisa. Así que oí el estruendo del rifle de mi padre cuando disparó a mi mejor amigo.

Una bala sólo cuesta unos dos centavos y todo el mundo puede permitirse eso.