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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Carol Marinelli

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La decisión del jeque, n.º 2613 - marzo 2018

Título original: The Sheikh’s Baby Scandal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-120-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

DÓNDE estás, Kedah? ¡Ven aquí ahora mismo!

La niñera estaba empezando a perder la paciencia con el pequeño, pero Kedah se lo estaba pasando en grande, y no tenía intención de salir.

Agazapado detrás de una estatua, vio los pies de su perseguidora y se aguantó la risa a duras penas. La pobre mujer se dirigió a la escalinata, sin saber que el rápido niño se había escondido en el mismo sitio que ella acababa de mirar.

–¡Kedah! –bramó, cada vez más enfadada.

Kedah era muy travieso, pero el pueblo de Zazinia lo adoraba; tanto era así que muchas personas se acercaban a palacio con la esperanza de verlo un momento a lo lejos. De hecho, la pequeña multitud que siempre se congregaba ante las puertas había aumentado gracias al joven príncipe.

Su encantadora sonrisa y sus ojos marrones de vetas doradas llamaban la atención de todo el mundo. Ningún miembro de la Casa Real había despertado nunca un interés tan sincero. A ojos de la gente, era la perfección infantil personificada, y su carácter revoltoso no hacía otra cosa que mejorar su buena imagen.

Para el pueblo de Zazinia, los actos oficiales solo tenían sentido cuando Kedah estaba presente. Se aburría enseguida, y hacía verdaderos esfuerzos por obedecer las órdenes de su padre, el príncipe Omar; pero no se podía estar quiero, lo cual causaba bastantes problemas.

Pocas semanas antes, su madre había tenido que llamarle la atención durante un desfile. Rina se había dado cuenta de que estaba molestando al rey, y le recriminó su actitud. En respuesta, Kedah sonrió y alzó las manos para que lo tomara en brazos. Su madre intentó resistirse, pero ¿quién se podía resistir a un niño tan encantador?

Todo el mundo notó el silencioso enfado del rey, quien desaprobaba el comportamiento de su nieto. Sin embargo, Kedah hizo caso omiso de la tensión que había causado y saludó al público con la mejor de sus sonrisas, rompiendo una vez más el férreo protocolo y ganándose una vez más el favor de la gente.

Nadie lo podía negar: era tan gracioso como travieso. Y daba más guerra que cinco niños juntos, como bien sabía su niñera.

–¡Kedah! –volvió a gritar la mujer–. ¿Dónde te has metido? Tienes que bañarte y vestirte. Tu padre y el rey llegaran en cualquier momento.

Kedah guardó silencio. No ardía precisamente en deseos de volver a ver a sus mayores, que habían estado fuera varios días. El palacio parecía más luminoso cuando el rey estaba ausente; Rina sonreía más, y hasta los empleados se relajaban. Además, no quería cambiarse de ropa sin más motivo que ver a su padre y su abuelo bajando de un avión.

¿Qué podía hacer? Normalmente, habría corrido a esconderse en la biblioteca; pero aquel día corrió hacia el lugar más inconveniente de todos: el ala de palacio donde estaban los aposentos de Jaddi, su abuelo. Kedah pensó que, como los guardias se habían ido al aeropuerto, podía explorar tanto como quisiera. Y siguió corriendo hasta que, a mitad de camino, cambió de idea.

Jaddi asustaba en cualquier situación, incluso no estando.

Tras dar la vuelta, se dirigió al ala del príncipe heredero, donde residían sus padres. Sabía que tampoco habría guardias, y le pareció una oportunidad magnífica para cotillear. No era un sitio que visitara con frecuencia; en general, sus padres iban a verlo a sus habitaciones o a la sala donde jugaba. Pero entonces, pensó que su madre se estaría echando la siesta y que lo echarían si la molestaba, así que cambió de rumbo y entró en la zona de los despachos.

Kedah se había quitado las zapatillas, y sus pasos no hacían el menor ruido. Mientras avanzaba por el largo corredor, se detuvo a contemplar los retratos de sus antepasados, que siempre le habían fascinado. Eran hombres imponentes, de ojos grises y armaduras de guerreros. Su padre estaba allí. El rey estaba allí. Y Rina le había dicho en cierta ocasión que, cuando llegara el momento, él también lo estaría.

–Has nacido para ser rey –le dijo–, y serás un buen soberano, uno que escuche al pueblo.

–¿Por qué están tan serios? –replicó el niño con curiosidad.

–Porque ser heredero real es algo muy serio.

–¡Entonces, no quiero serlo!

Cuando se aburrió de mirar los cuadros, Kedah entró en una sala de reuniones con varias mesas y se metió debajo de una, pensando que era un escondite perfecto. Segundos después, oyó a su madre en la sala contigua y se quedó extrañado. ¿Qué hacía su madre en el despacho privado de su padre?

La extrañeza del niño se convirtió en preocupación al oírla gemir y, como su padre le había pedido que cuidara de ella durante su ausencia, Kedah se incorporó al instante.

Desgraciadamente, la puerta del despacho estaba cerrada, y él era tan pequeño que no llegaba bien al pomo. Durante unos instantes, consideró la posibilidad de ir a buscar a la niñera y pedirle ayuda, pero la desestimó. Su madre lloraba muy a menudo, y no la quería poner en una situación embarazosa.

Al final, alcanzó una silla, la arrastró hasta la puerta y, tras subirse a ella, abrió.

–¿Mamá?

Kedah se quedó desconcertado. Su madre estaba sentada en una mesa, entre los brazos de Abdal.

–¡Kedah! –gritó ella–. ¡Quédate donde estás!

Kedah obedeció, sin saber lo que estaba pasando. Rina se adecentó rápidamente, al igual que Abdal, quien pasó ante el niño y se fue a toda prisa.

–¿Qué hacía Abdal aquí? –se atrevió a preguntar entonces–. ¿Dónde están los guardias?

Kedah frunció el ceño. Abdal no le caía bien porque siempre lo miraba con disgusto cuando se presentaba ante su madre y le pedía que lo llevara a dar un paseo. Era como si no quisiera tenerlo cerca.

–No te preocupes, que no pasa nada –dijo Rina, tomándolo en brazos–. Estaba triste, y Abdal me ha intentado animar.

–¿Por qué estabas triste? –preguntó su hijo–. Siempre lo estás.

–Porque echo de menos mi hogar –contestó Rina, nerviosa–. Como sabes, Abdal es compatriota mío, así que me comprende… Vino a ayudarnos en la transición política que acabará con la unión de nuestros dos países; pero el rey es un hombre complicado, que no acepta los cambios con facilidad. Estamos intentando encontrar la forma de satisfacer a todo el mundo.

Kedah se limitó a mirar a su madre, quien siguió hablando.

–Tu padre se preocuparía mucho si supiera que he estado triste durante su ausencia. Está cansado de discutir con el rey, y ya tiene demasiados problemas. No le digas nada de lo que has visto. Es mejor que nadie lo sepa.

Kedah tuvo la sensación de que su madre le estaba ocultando algo. A decir verdad, no parecía triste, sino asustada. Pero era demasiado pequeño para entender lo sucedido, así que declaró:

–No quiero que estés triste.

–Pues no lo estaré. A fin de cuentas, tengo muchos motivos para ser feliz. Tengo un hijo muy guapo, y vivo en un sitio maravilloso.

Rina acarició la mejilla de Kedah, pero el niño le apartó la mano y, tras entrecerrar sus preciosos ojos de color chocolate, dijo:

–No quiero que vuelvas a llorar nunca más, mamá.

Justo entonces, oyeron una voz.

–Ah, estás aquí…

Los dos se dieron la vuelta al oír la voz de la niñera, quien se ruborizó al ver a Kedah en compañía de su madre.

–Discúlpeme, Alteza –se apresuró a decir–. Lo he estado buscando por todo el palacio, pero no lo encontraba.

–No te preocupes –dijo Rina, que dejó al niño en sus brazos–. Olvidemos el asunto.

Poco después, Omar y el rey regresaron a palacio, y la vida de Kedah siguió como de costumbre. Pero ya no era el mismo de antes. Había empezado a desconfiar de sus mayores, y sus travesuras tenían ahora un fondo de rebeldía.

Al cabo de unos años, sus padres tuvieron otro hijo, Mohammed, un niño modélico en todos los sentidos; y el rey, que desconfiaba del mayor de sus nietos, insistió en sacarlo del país y lo envió a un internado de Londres.

Kedah ya no era un niño para entonces; sabía lo que había pasado entre Rina y Abdal, y era consciente de estar en posesión de un secreto que podía destruir el reino, a su familia y, por supuesto, a su madre. Sin embargo, su silencio no arregló las cosas. Los secretos saltaban hasta los muros más altos y, con el paso del tiempo, los sirvientes y las niñeras empezaron a hablar, extendiendo rumores de todo tipo; entre otros, que él no era hijo de su padre.

Y, cuando Kedah volvía a palacio y veía los retratos de sus antepasados, pensaba que quizá tuvieran razón. A fin de cuentas, no se parecía a ninguno de ellos. Pero sus verdaderas dudas no tenían nada que ver con las habladurías. Sencillamente, sabía lo que había visto en aquel despacho.

Capítulo 1

 

EL PRÍNCIPE Kedah de Zazinia no necesitaba a nadie. Había hecho todo lo posible por ser autosuficiente. Pero necesitaba a Felicia Hamilton.

Estaba en su despacho de Londres, leyendo un artículo en el ordenador y jugueteando con un extraño diamante esférico cuando Anu llamó a la puerta y entró. Kedah supo que había leído el mismo artículo, porque parecía tensa. Era una empleada leal, que llevaba muchos años con él. Y también era de su país, lo cual significaba que comprendía las implicaciones del asunto.

–La señorita Hamilton acaba de llegar –anunció.

–Dile que pase.

–Está en el servicio. Ha dicho que tenía que ir un momento.

Anu reiteró sus protestas del día anterior, aunque no le sirvió de nada. Nadie podía hablar con él sin hablar antes con ella, quien les hacía una entrevista preliminar. Y Felicia Hamilton no le había parecido digna de una segunda entrevista. Tenía carácter; pero, en su opinión, carecía de las virtudes necesarias para trabajar con un hombre que no se distinguía por consultar a sus subalternos. Él quería un equipo que trabajara duro y se mantuviera en la sombra.

Por supuesto, Anu se lo había dicho a su jefe y, por algún motivo que ni siquiera alcanzaba a adivinar, Kedah había desestimado sus comentarios y le había pedido que la citara otra vez al día siguiente.

–No me parece adecuada para ese trabajo –insistió de todas formas.

–Mira, comprendo tus reservas, pero ya he tomado una decisión. Avísame cuando la señorita Hamilton esté preparada.

Anu salió y cerró la puerta. Kedah se guardó el diamante en el bolsillo de la chaqueta y volvió al artículo que estaba leyendo.

Un heredero en duda, decía el titular; y bajo el titular, junto a una foto suya, se decían cosas que ningún medio de Zazinia se habría atrevido a publicar. El autor empezaba por el reciente fallecimiento del anciano rey y el ascenso de Omar al trono, lo cual habría reavivado un debate bastante problemático. Desde su punto de vista, Kedah llevaba la vida disipada de un playboy y, a pesar de tener treinta años, no parecía dispuesto a sentar la cabeza.

El artículo también hablaba de su hermano, Mohammed, de quien mencionaba que tenía esposa, Kumu, y dos hijos. Según el periodista, Mohammed se había ganado el apoyo de muchas personas, quienes lo consideraban mejor preparado para ser el príncipe heredero. De hecho, un grupo de representantes políticos había llevado la cuestión ante el Consejo de Regencia para que tomara una decisión definitiva al respecto.

El artículo se cerraba con una fotografía de Mohammed y Omar, bastante reveladora de las simpatías del autor; pero el pie de foto era todavía más descarado: De tal padre, tal hijo. Y no se refería solo a su aspecto, porque se parecían mucho, sino también al hecho de que compartían posiciones políticas.

El hermano pequeño de Kedah era tan conservador como su padre, e igualmente estirado. Eran refractarios a los cambios, como bien sabía él. Durante años, había hecho todo lo posible por convencer a Omar de que aprovechara su talento, teniendo en cuenta que se había convertido en un arquitecto de renombre; pero Omar rechazaba sus sugerencias de inmediato o esperaba un poco y las rechazaba después.

Kedah había albergado la esperanza de que cambiara de actitud tras la muerte del viejo rey, y se había llevado una decepción. Su último proyecto, consistente en construir un hotel en la costa, había terminado del mismo modo que los anteriores: rechazado. En opinión de su padre, estaría demasiado cerca de la playa privada de la Casa Real, lo cual era inadmisible.

–Bueno, se puede buscar otra solución –insistió Kedah–. Si permites que…

–Mi decisión es definitiva –lo interrumpió el rey–. Ya lo he discutido con los ancianos.

–Y con Mohammed, supongo. Me ha dicho que se muestra muy activo cuando se trata de criticar mis proyectos.

–Yo escucho a todas las partes, Kedah.

–No lo dudo, pero deberías escucharme antes a mí –alegó su hijo–. Mohammed no es el príncipe heredero.

–Pero vive aquí.

–Y yo también viviría en Zazinia si pudiera hacer algo. Te he dicho muchas veces que estoy en Londres porque aquí soy del todo inútil –replicó.

Kedah apagó el ordenador, disgustado con el artículo. Sin embargo, no podía negar que tenía un problema. Mohammed quería ser príncipe heredero y futuro rey de Zazinia. Lo había querido siempre, y contaba con el apoyo de muchas personas importantes, que efectivamente estaban presionando al Consejo de Regencia.

Por supuesto, Omar tenía la última palabra; pero, en lugar de declarar abiertamente que Mohammed era su preferido, lo estaba presionando a él para que renunciara a sus derechos dinásticos por iniciativa propia.

Y Kedah no iba a renunciar.

De hecho, estaba muy ocupado con sus planes. Tenía amigos tan ricos como influyentes; entre ellos, el astuto Matteo di Sione.

La idea de contratar a Felicia Hamilton había sido suya. Se habían encontrado en Nueva York, y no por casualidad. Kedah le dijo que se acercaban tiempos turbulentos y que necesitaba una persona que supiera manejar las cosas, alguien duro y con aguante. Matteo investigó el asunto discretamente y le propuso un nombre, que él aceptó.

Kedah miró la hora y sacudió la cabeza. En general, una candidata que llegaba tarde y luego se iba al cuarto de baño habría acabado de patitas en la calle.

¿Dónde diablos se habría metido?

 

 

Felicia estaba leyendo.

A decir verdad, no tenía intención de hacer esperar al príncipe Kedah; pero las calles del West End estaban completamente atascadas por culpa de una entrega de premios que se iba a celebrar esa noche, según le dijo el taxista, así que decidió bajarse del taxi y seguir andando.

Justo antes de llegar a la impresionante oficina del príncipe, Felicia se conectó a Internet con la tablet y vio un artículo que le llamó la atención. Por desgracia, no le dio tiempo de leerlo y, como hablaba del hombre que necesitaba de sus servicios, decidió entrar en el cuarto de baño y terminarlo.

Ahora entendía que la hubieran llamado de nuevo tras la desastrosa entrevista del día anterior. Anu la había tomado por una desempleada normal en busca de trabajo y, tras treinta minutos de incomodidad, llegó a la evidente conclusión de que no era la persona que necesitaban. Pero aquel artículo le había aclarado las cosas. No buscaban una profesional corriente. Buscaban una especialista en resolución de problemas.

Por lo visto, el príncipe heredero de Zazinia corría el peligro de perder el trono y, naturalmente, quería que alguien mejorara su reputación. Sin embargo, no iba a ser tan sencillo. Según el periódico, era un vividor y un mujeriego de fama mundial, cuyas fiestas habían llegado a ser legendarias.

Felicia no tenía ninguna duda sobre lo que iba a pasar a continuación. Él le contaría sus problemas y ella se comprometería a resolverlos. A fin de cuentas, era muy buena en su trabajo, y lo era porque lo había estado haciendo toda la vida.

Se había acostumbrado a las cámaras cuando aún no tenía edad para caminar. Su padre siempre estaba metido en líos de faldas, y su casa se llenaba de relaciones públicas y expertos en imagen que debatían sobre la forma de arreglar las cosas. Sin embargo, la prensa los seguía a todas partes, y no era extraño que se plantaran delante de su colegio o ante las oficinas de la empresa familiar.

Cuando eso pasaba, su padre les pedía que salieran del edificio tranquilamente y se dirigieran al coche que los estaba esperando en el exterior. Felicia obedecía, igual que su madre, Susannah; pero los esfuerzos de Susannah no sirvieron de mucho, porque su esposo se enamoró de una modelo y se separó de su esposa, lo cual dio pie a una batalla legal.

Felicia, que entonces tenía catorce años, pasó de vivir entre lujos a vivir como la mayoría. Se quedó sin poni, tuvo que dejar su colegio para ricos y, de paso, perdió a todos sus amigos. Susannah se hundió en la depresión, y ella aprendió a ser fuerte. Entonces vivía en un piso de alquiler y estudiaba en un instituto público; pero no se llevaba bien con sus compañeros, así que lo dejó a los dieciséis años y se puso a trabajar para ayudar a su madre a pagar el alquiler.

Afortunadamente, esos días habían pasado. Se había convertido en una profesional tan apreciada que la élite del país hacía cola por contratar sus servicios. Además, se había comprado una casa y le había comprado otra a Susannah.